CAPÍTULO 1

¡Os ruego que escuchéis, queridos conciudadanos, el relato de Zhang Kou sobre el mugido mortal y sobre el Condado Paraíso! El Emperador Li, descendiente del Gran Kan y fundador de la nación, ordenó a los ciudadanos de nuestra región que plantaran ajo a modo de tributo…

Extracto de una balada de Zhang Kou, rapsoda ciego del Condado Paraíso.


– ¡Gao Yang!

El sol del mediodía calentaba con fuerza y el aire polvoriento transportaba el hedor del ajo podrido después de un prolongado periodo de sequía. Una bandada de cuervos de color índigo atravesaba cansinamente el cielo, proyectando una sombría cuña sobre el suelo. No hubo tiempo para trenzar el ajo, que se amontonaba desordenadamente sobre la tierra, y emitía una insoportable fetidez en su proceso de cocción bajo el sol. Gao Yang, cuyas cejas se inclinaban hacia abajo en los extremos, se sentaba en cuclillas junto a la mesa, sujetando un tazón de caldo de ajo y conteniendo las náuseas que procedían de su estómago. Aquella apremiante llamada había atravesado el hueco de la puerta justo cuando estaba a punto de tomar un sorbo del caldo. Reconoció la voz del jefe de la aldea, Gao Jinjiao. Gritó una respuesta mientras soltaba apresuradamente el tazón y se dirigió a la puerta.

– ¿Eres tú, Tío Jinjiao? Pasa.

Ahora la voz sonó más amable:

– Gao Yang, sal aquí un momento. Tengo que hablarte de algo.

Sabiendo las consecuencias que acarrearía menospreciar al jefe de la aldea, Gao Yang se volvió-hacia su hija ciega de ocho años, que se sentaba impertérrita a la mesa como si fuera una oscura estatua, con sus hermosos e invidentes ojos negros abiertos de par en par.

– No toques nada, Xinghua, porque te puedes quemar.

La tierra recalentada le quemaba las plantas de los pies y el intenso calor hacía que le llorasen los ojos. Mientras el sol golpeaba su espalda desnuda, se quitó un poco de suciedad del pecho. Escuchó el llanto de su recién nacido en el kang, una tarima de ladrillo que servía como lecho familiar, y le pareció que su mujer murmuraba algo. Por fin había tenido un varón y ese pensamiento le reconfortaba. La brisa del sudoeste le trajo la fragancia del mijo recién brotado, y eso le recordó que se acercaba la temporada de la cosecha. De repente, su corazón se encogió y un escalofrío recorrió su espalda. Deseaba desesperadamente dejar de caminar, pero sus piernas seguían impulsándole, mientras el repugnante hedor de los tallos y las cabezas de ajo le hacía llorar los ojos. Levantó su brazo desnudo para frotárselos, seguro de no estar llorando. Finalmente, abrió la cancela.

– ¿Qué ocurre, Tío? -preguntó-. ¡Ay, Dios mío…!

Unos destellos del color de la esmeralda pasaron ante sus ojos, como si fueran millones de tallos verdes de ajo flotando en el aire. Algo le golpeó en el tobillo derecho, un golpe pesado y sordo que le retorció las tripas. Momentáneamente aturdido, cerró los ojos y advirtió que el sonido que había escuchado era su propio grito mientras se desplomaba hacia un costado. Luego sintió otro golpe sordo detrás de la rodilla izquierda. Gritó de dolor -esta vez no había ningún rechazo- y se precipitó hacia delante, cayendo de rodillas en los escalones de piedra. Conmocionado, trató de abrir los ojos, pero los párpados le pesaban demasiado y el aire cargado de ajo se los llenó de lágrimas. No obstante, sabía que no estaba llorando. Trató de levantar la mano para frotarse los ojos y descubrió que tenía las muñecas atadas con algo frío y duro que le producía dolor; dos ligeras punzadas metálicas le aguijonearon el cerebro.

Por fin pudo abrir los ojos. A través de una película de lágrimas -no estoy llorando, pensó- observó a dos policías vestidos con casacas blancas y pantalones verdes con tiras rojas a lo largo de las piernas. Descollaban por encima de él, como unas siluetas borrosas y pálidas, con sus pantalones y las manchas oscuras de sus casacas. Pero lo que más le llamó la atención fueron las pistolas y las porras negras que colgaban de los amplios cinturones de cuero artificial de color cordobán que sujetaban las casacas. Las hebillas relucían con el sol. Levantó la mirada hacia aquellos rostros inexpresivos, pero antes de que pudiera emitir un sonido, el hombre que estaba a la izquierda sacó un papel que tenía un sello rojo oficial y dijo con cierto tartamudeo:

– Es-estás detenido.

Entonces advirtió las brillantes esposas de acero que tenía en sus bronceadas muñecas. Estaban unidas por una cadena plateada, laxa y pesada, que se balanceó perezosamente cuando levantó las manos. Un fuerte escalofrío le recorrió entero. La sangre apenas podía avanzar por sus venas y sintió como si todo su cuerpo se encogiera: sus testículos se retrajeron y se le hizo un nudo en el estómago. Las gotas de orina fría que notaba en sus muslos le informaron de que se estaba orinando en los pantalones y trató de contenerla. Pero hasta sus oídos llegó el sonido agudo y triste que emitía el erhu del rapsoda ciego Zhang Kou, sus músculos se volvieron atrofiados e inútiles, y, mientras se arrodillaba, una heladora corriente de orina descendió por su pierna, le empapó los glúteos y lavó sus encallecidas plantas de los pies. Incluso pudo escuchar cómo la orina se acumulaba alrededor de la entrepierna.

El policía de la izquierda cogió a Gao Yang por el brazo con su mano fría como el hielo para ayudarle a incorporarse, emitiendo otro ligero tartamudeo:

– Le-levántate.

Todavía aturdido, Gao Yang se agarró del brazo del policía, pero las esposas, repiqueteando suavemente, se clavaron en su carne y le obligaron a soltarse. Temeroso, extendió los brazos, como si estuviera sujetando un objeto precioso y frágil.

– ¡Le-levántate! -volvió a sonar la voz del policía.

Consiguió incorporarse con esfuerzo, pero en cuanto se puso de pie notó un fuerte dolor en el tobillo. Se tambaleó lateralmente y se cayó intentando apoyar las manos y las rodillas sobre los escalones de piedra.

Los policías le sujetaron por debajo de los brazos y le levantaron. Pero tenía las piernas tan flojas que su desgarbado esqueleto se tambaleaba mientras le sujetaban como si fuera un péndulo. El policía que estaba situado a la derecha clavó la rodilla sobre el coxis de Gao Yang.

– ¡Levántate! -ordenó-. ¿Qué ha pasado con el héroe que demolió las oficinas de la provincia?

Gao Yang obvió ese último comentario, y la dura rodilla contra su coxis le ayudó a olvidar el dolor que sentía en el tobillo. Mientras se estremecía, consiguió plantar los pies en el suelo e incorporarse. Los policías aflojaron su sujeción y el que tartamudeaba dijo suavemente:

– Mu-muévete, y da-date prisa.

La cabeza le daba vueltas, pero sabía perfectamente que no estaba llorando, aunque derramó un torrente de lágrimas cálidas que le nubló la vista. Cada vez que le empujaban, las esposas se clavaban profundamente en sus muñecas y, de repente, por fin se dio cuenta de lo que estaba pasando. Sabía que tenía que encontrar la voluntad necesaria para obligar a su agarrotada lengua a moverse. Sin osar dirigirse a sus torturadores, miró lastimosamente a Gao Jinjiao, que estaba agachado debajo de una acacia, y dijo:

– Tío, ¿por qué me detienen? No he hecho nada malo…

Siguieron gemidos y lamentos. Esta vez sabía que estaba llorando, aunque por sus ojos, que ahora estaban secos y encendidos, no asomó ninguna lágrima. Debía llevar su caso al jefe de la aldea, que le había engañado para que saliera de casa. Pero Gao Jinjiao se agitaba nerviosamente, golpeándose contra el árbol como si fuera un niño penitente. Los músculos del rostro de Gao Yang se contrajeron.

– No he hecho nada, Tío. ¿Por qué me has engañado de esta manera? -gritó.

El gran baño de sudor que relucía sobre la frente del jefe del pueblo se negó a resbalar. Mostrando sus amarillentos dientes, parecía un hombre arrinconado a punto de salir corriendo.

El policía volvió a clavar su rodilla sobre el coxis de Gao Yang para obligarle a moverse.

– Oficial -protestó, volviéndose para mirar el rostro de aquel hombre-, han detenido al hombre equivocado. Me llamo Gao Yang. No soy…

– No-no nos hemos equivocado de hombre -insistió el tartamudo. -Me llamo Gao Yang… -¡Es a Gao Yang a quien queremos! -Pero ¿qué he hecho?

– El veintiocho de mayo, a mediodía, fuiste uno de los cabecillas de una muchedumbre que demolió las oficinas de la provincia.

Las luces se apagaron cuando Gao Yang se desplomó contra el suelo. Al volverle a levantar, entornó los ojos y dijo tímidamente: -¿Y eso lo consideráis un delito? -Ya es suficiente… ¡Ahora ponte en marcha! -Pero yo no fui el único. Participó mucha gente. -Y vamos a atrapar hasta el último de ellos. Gao Yang dejó caer la cabeza, deseando golpearse contra la pared y acabar con todo aquello. Pero le estaban sujetando con demasiada firmeza como para poder liberarse y escuchó las débiles notas de la conmovedora y a la vez monótona balada de Zhang Kou:

En el décimo año de la república un hombre de sangre caliente apareció de la nada para ondear la bandera roja en el Condado Paraíso y condujo a los campesinos en una protesta contra los desmesurados impuestos.

Los más viejos de la aldea enviaron a los soldados para que les detuvieran, arrestaron a Gao Dayiy le enviaron al patíbulo. Acudió al encuentro de la muerte de forma orgullsa y desafiante, ya que los comunistas, como las cebolletas, no pueden ser truncados.

Sintió calor en el estómago mientras sus piernas recuperaban las fuerzas. Le temblaban los labios y se sentía extrañamente motivado a gritar una consigna desafiante. Pero luego se giró, miró la brillante insignia roja que relucía en la ancha gorra del policía y volvió a bajar la cabeza, abatido por la vergüenza y el remordimiento y, dejando que los brazos cayeran inertes por delante del cuerpo, les siguió obedientemente.

Notó unos golpecitos a su espalda y se giró con esfuerzo para ver de quién se trataba: era su hija. Xinghua se dirigía hacia él, golpeando el suelo con una vara de bambú rota y desgastada que repiqueteaba contra los escalones de piedra y resonaba dolorosamente en su corazón. Hizo una mueca mientras un torrente de cálidas lágrimas emanaba de sus ojos. Estaba realmente llorando, esta vez no lo podía negar. Cuando trató de hablar, un líquido abrasador paralizó su garganta.

Xinghua sólo llevaba unos calzones rojos y unos zapatos de plástico rojo cuyos deshilachados cordones se unían por medio de un hilo negro. Su cuello y su ombligo desnudo estaban cubiertos de suciedad y sus orejas pálidas, que se asomaban por detrás de un corte de pelo un tanto masculino, se enderezaron en señal de alerta. El abrasador bloqueo de su garganta no le permitía hablar.

Ella caminaba con pasos largos y elevados -Gao Yang advirtió por primera vez las piernas tan largas que tenía- mientras cruzaba el umbral, y se quedó en los escalones de piedra donde Gao Yang había permanecido arrodillado hacía unos minutos. Su bastón era casi medio metro más alto que ella y, de repente, Gao Yang se dio cuenta de lo mucho que su hija había crecido. Intentó de nuevo eliminar el viscoso bloqueo que tenía en la garganta mientras contemplaba los dos puntos negros brillantes que la niña lucía en su rostro ennegrecido. Sus ojos eran densos y demoníacamente negros, sin ninguna blancura aparente, y mientras ladeaba la cabeza, en su rostro asomaba una extraña expresión de sofisticación madura. Ella le llamó suavemente, con un asomo de timidez, antes de que un grito saliera de su garganta. -¡Papá!

La saliva se acumuló en las comisuras de los labios de Gao Yang, Uno de los policías le empujaba con impaciencia.

– Va-vamos -dijo suavemente-, no te pares. A lo mejor te sueltan en un par de días.

Gao Yang comenzó a sufrir espasmos en la garganta y en el estómago mientras miraba al policía que tartamudeaba, con su aspecto engreído y zalamero; los dientes de Gao Yang se separaron y de su boca salió un torrente de espuma blanca acompañada de unos hilillos de color azul pálido. Ahora que se había aclarado la garganta, no perdió un minuto más.

– ¡Xinghua! ¡Vete a avisar a mamá…!

Su garganta se volvió a cerrar antes de que pudiera seguir hablando.

Gao Jinjiao se escabulló hasta la puerta y dijo:

– Vete a tasa y dile a tu madre que la policía se ha llevado a tu padre.

Gao Yang observó cómo su hija se desplomó en el umbral y rodó hacia atrás, sosteniéndose a duras penas con una mano en el suelo. Con la ayuda de su caña de bambú, volvió a incorporarse. Tenía la boca abierta, como si estuviera gritando, aunque Gao Yang no pudo oír nada, salvo un estruendo que podría haber venido de lejos o que podría proceder de su lado, y le invadió otra sensación de náusea. Su hija parecía un mono encadenado al que azotaban y arrastraban, saltando de un lado a otro de forma silenciosa pero violenta. Su caña golpeó el umbral de piedra, golpeó la madera podrida que le rodeaba y golpeó la tierra dura y seca, dejando un rastro de pálidas marcas en el suelo.

Los gritos de dolor de su esposa, que procedían del patio, inundaron sus oídos.

– Jefe de la aldea Gao -dijo el policía-, te seguimos. Salgamos de aquí.

Levantaron a Gao Yang por los brazos como si fuera un muchacho larguirucho y testarudo, y le arrastraron hacia la aldea lo más rápidamente que les permitieron sus piernas.

Le arrastraron hasta que su corazón comenzó a acelerarse, hasta que boqueó en busca de aliento y se empapó de sudor. Al oeste de una hilera oscura de acacias vio tres edificios con tejados rojos, pero como apenas se aventuraba a ir más allá de la aldea, no estaba seguro de quien vivía allí. Le condujeron hasta el interior del bosque de acacias, donde se detuvieron y recuperaron la respiración. Gao Yang advirtió que sus ropas estaban empapadas de sudor por debajo de las axilas y alrededor del diafragma, y eso hizo que se ganaran su respeto y su lástima.

Gao Jinjiao apareció en el bosque, dirigiéndose a ellos con susurros:

– Está en la habitación… Le he visto por la ventana… tumbado en el kang completamente dormido…

– ¿Co-cómo vamos a atraparle? -preguntó el policía tartamudo a su compañero-. ¿Le ha engañado el jefe de la aldea para hacerle salir? No va a ser una tarea fácil. Ha servido en el ejército.

Ahora ya sabía a quién estaban buscando. Se trataba de Gao Ma, tenía que ser Gao Ma. Miró al jefe de la aldea y pensó que le habría golpeado si hubiera podido.

– No, nos precipitaremos sobre él. Si fuera necesario, siempre podemos reducirlo con las porras.

– Oficiales, ya no me necesitan más, así que sigo mi camino -dijo Gao Jinjiao.

– ¿Có-cómo que ya no le necesitamos más? Tiene que vigilar a éste -espetó mirando a Gao Jinjiao.

– No puedo hacerlo, oficial. Si se escapa, ustedes dirán que ha sido por mi culpa.

El policía tartamudo se limpió el sudoroso rostro con la manga.

– Gao Yang -dijo-, ¿va-vas a intentar escapar?

Sintiéndose repentina y perversamente desafiante, Gao Yang gruñó entre dientes:

– ¡Me va a tener que vigilar!

El policía sonrió, mostrando dos relucientes incisivos.

– ¿Ha-ha oído eso? ¡Ha-ha dicho que se va a escapar! El monje puede evadirse, pero el templo permanece en su lugar.

Sacando un manojo de llaves del bolsillo, manipuló durante unos instantes las esposas. ¡Zas! De repente se abrieron. Dedicó una sonrisa a Gao Yang, que ya se estaba frotando las moradas muñecas mientras le inundaba una profunda sensación de agradecimiento. Una vez más, las lágrimas nublaron sus ojos. Deja que corran, se consoló a sí mismo. Sé que no estoy llorando.

Observó el rostro del policía con una mirada cargada de ilusión.

– Camarada -dijo-, ¿eso significa que puedo irme a casa?

– ¿A casa? Por supuesto que te mandaremos a casa, pero no ahora.

El policía señaló a su compañero, que caminaba detrás de Gao Yang, y le empujó contra un árbol con tanta fuerza que se golpeó la nariz contra la rugosa corteza. Entonces, antes de que supiera qué estaba pasando, sus brazos se extendieron hacia delante hasta que rodearon el tronco, donde el policía tartamudo volvió a ponerle las esposas. Ahora se encontraba abrazado a un árbol tan grande que no podía verse las manos. Él y el árbol eran sólo uno. Enrabietado por el giro que habían dado los acontecimientos, golpeó la frente contra el tronco, haciendo que las hojas se agitaran y las cigarras salieran volando, empapándole el cogote con su fría orina.

– ¿No decías que te ibas a es-escapar^ -se burló el policía-. ¡Pues venga! A-arranca el árbol de raíz y llévatelo.

Mientras Gao Yang se esforzaba por moverse, una espina se le clavó en el vientre -hasta el íondo de sus entrañas, le pareció, ya que en ese momento se le hicieron un nudo-. Para apartarse de ella, tuvo que echarse hacia atrás todo lo que sus brazos le permitían y dejar que las esposas se le clavaran en las muñecas. Entonces, doblando la espalda y dejando caer la cabeza, pudo asegurar que la espina de color negro rojizo había dejado de clavársele. Una serie de fibras blancas colgaba de su extremo y una sola gota de sangre, también de color negro rojizo, brotó de la pequeña herida. Ahora que la entrepierna de sus pantalones estaba casi seca, notó los bordes crujientes de una mancha de orina que se extendía alrededor de los fondillos de los pantalones como si tuviera la forma de una nube. También observó que su tobillo derecho estaba hinchado y descolorido; un trozo de piel muerta se amontonaba alrededor de los bordes de la hinchazón, como si fuera la traslúcida piel de una serpiente que acabara de mudarse.

Apartó el cuerpo de la espina y contempló con repugnancia las botas de cuero negro del policía, que brillaban por debajo de las salpicaduras de barro. Si ellos hubieran llevado zapatos de paño, pensaba, mi tobillo no estaría completamente hinchado. Trató de flexionar- lo, pero eso sólo hizo que el dolor de huesos rotos ascendiera por su pierna. ¡Aunque los ojos se inunden, se recordó a sí mismo Gao Yang, puede que broten las lágrimas, pero eso no significa que estés llorando!

Los policías, uno con la pistola desenfundada, el otro sujetando una porra negra, avanzaron sigilosamente hasta el patio de Gao Ma, donde la pared oriental se había desmoronado hasta el punto de que los ladrillos apenas llegaban al metro de alto; casi pudieron pasar por encima de ella sin necesidad de trepar. Dentro del patio, un par de ailantos, «los árboles del cielo», con las hojas mustias, se elevaba sobre la base de la pared occidental, creando charcos de sombra donde se cobijaba un puñado de gallinas que se marchitaba bajo el sol abrasador que golpeaba sobre las pilas de ajo podrido como la plata fundida. Una sensación de náusea invadió a Gao Yang. Después de la caída en picado del precio del ajo que se había producido el mes pasado, empezó a asociar las largas y lustrosas plantas con una plaga de gusanos sobre una montaña de estiércol; la náusea reorientó su mente en esa dirección.

Un puchero oxidado de acero descansaba boca abajo en la ventana de una de las casas de tejado rojo y Gao Yang vio cómo el policía que sujetaba la porra negra -el que tartamudeaba- se situaba junto a ella e introducía su cuello para comprobar que Gao Ma dormía en su kang. El jefe de la aldea, Gao Jinjiao, apoyó el cuerpo en un árbol y lo golpeó rítmicamente con la espalda. Las gallinas, cuyas blancas plumas tenían incrustaciones de barro, reposaban sobre una mata de hierbas bajo el achicharrante sol, estirando las alas para empaparse de su energía. «Las alas de las gallinas absorben los rayos, así que va a llover dentro de tres días». Ése era un pensamiento reconfortante. Estirando el cuello, Gao Yang echó una mirada al cielo a través de las ramas. Estaba despejado de nubes y su azul era intenso; los rayos de sol de color púrpura golpeaban el suelo, haciendo que las gallinas se despertaran y separaran la hierba con sus patas. El compañero del policía tartamudo se encontraba justo debajo de él, con el resplandeciente revólver de color azul metalizado preparado. Tenía la boca cerrada para contener la respiración.

Gao Yang bajó la cabeza, y vio cómo las gotas de sudor frío resbalaban por el árbol hasta llegar al suelo. Los policías intercambiaron unas cuantas miradas y, a continuación, comenzó el tira y afloja: tú primero; de eso nada, tú primero. Gao Yang sabía muy bien de qué iba todo aquello. Entonces, aparentemente, llegaron a un acuerdo, porque el policía tartamudo se arremangó el cinturón y su compañero apretó tanto los labios que Gao Yang sólo pudo ver una fina y reluciente hendidura en su rostro. Una larga y lánguida ventosidad resonó debajo del árbol2de Gao Jinjiao. Los policías se pusieron tensos como gatos a punto de saltar sobre un ratón.

– ¡Corre, Gao Ma, corre! Es la policía.

En el instante en que el grito salió de su boca, sintió que el frío invadía su cuerpo y le castañetearon los dientes. Era a causa del miedo, no cabía duda. Del miedo y del arrepentimiento. Apretando sus temblorosos labios, miró hacia el frente. El policía tartamudo se giró y tropezó con el puchero oxidado, haciendo que cayera al suelo. Su compañero, mientras tanto, entró precipitadamente en la sala, pistola en mano, y el tartamudo le siguió inmediatamente. Se oyó un golpe y luego el sonido de algo que golpeaba contra la pared.

– ¡Manos arriba!

– ¡Pon las manos arriba!

Los ojos de Gao Yang estaban inundados de lágrimas. No estoy llorando, se aseguró. No estoy llorando. Lo único que podía ver era un par de esposas como las que él llevaba alrededor de las poderosas muñecas de Gao Ma. Tenía las manos entumecidas y pesadas, aunque no podía vérselas al otro lado del tronco del árbol para confirmar lo que sentía. La sensación era que la sangre le dilataba tanto las venas que estaban a punto de liberar chorros de líquido rojo oscuro.

Tras una breve pero estruendosa refriega, la ventana se abrió de golpe y a través de ella se asomó una figura tenebrosa. Era Gao Ma, vestido sólo con unos calzoncillos de color oliva. Tropezó con el puchero volcado, pero pudo avanzar a gatas ayudado por sus pies. Sus movimientos eran torpes: mientras su trasero apuntaba hacia el cielo, los pies y las manos se apoyaban en el suelo, parecía un bebé que acababa de aprender a gatear.

Los labios de Gao Yang se separaron y desde lo más profundo de su cráneo escuchó una voz, parecida a la suya, aunque un tanto diferente, decir: no te estás riendo, ¿lo sabes? No lo estás haciendo.


* * *

El arco iris se fue desvaneciendo, el cielo adquirió un color gris azulado y el sol resplandecía con fuerza.

¡Zas!

El policía tartamudo saltó a través de la ventana y clavó su bota en el puchero que estaba volcado en el patio. Se cayó al suelo apoyando las manos y las rodillas, con un pie enganchado en el puchero y el otro apoyado contra él; una mano estaba libre y la otra agarraba la porra negra. Su compañero salió corriendo por la puerta.

– ¡Detente ahora mismo! -gritó-. ¡Detente o disparo!

Pero no llegó a disparar, ni siquiera cuando Gao Ma escaló por la derruida pared y escapó huyendo por la calle, espantando a las gallinas que descansaban bajo el sol de sus reductos de hierba, que se ocultaron tras él como si fueran una sombra que emitiera graznidos. La gorra del policía tartamudo voló mientras salía por la ventana y se posó y tambaleó en el alféizar antes de aterrizar sobre el trasero de su propietario. Desde allí cayó al suelo y rodó hasta que el otro policía le dio una patada y la lanzó a tres o cuatro metros mientras se giraba y saltaba por la pared, dejando a su compañero golpeando el puchero con la porra y llenando el aire de pedazos de metal y de un estruendo metálico.

Gao Yang podía ver perfectamente cómo el hombre sacaba el pie del puchero. Una imagen aislada pasó por su cabeza: la pierna de un policía. El policía recogió su gorra y se la encajó en la cabeza mientras seguía a su compañero por encima del muro.

Gao Ma atravesó el bosque de acacias con tanta rapidez que Gao Yang casi se desencaja el cuello siguiendo el avance de éste mientras atravesaba a ciegas la arboleda a toda velocidad y se golpeaba contra los árboles cuando volvía la mirada por encima del hombro. Los árboles jóvenes se balanceaban, los viejos crujían. Gao Yang estaba frenético. ¿No puedes hacer que esas poderosas piernas y esos brazos musculosos avancen más rápido? ¡Muévete! ¡Están justo detrás de ti! Su ansiedad fue en aumento. Unos puntos de color blanco y amarillo brillaban de forma curiosa sobre la bronceada piel de Gao Ma a la sombra moteada de las acacias. Sus piernas parecían estar atadas, como si fuera un gran caballo amarrado con grilletes. Estaba agitando los brazos. ¿Por qué miras hacia atrás, maldito cabrón? Enseñando los dientes y con el rostro alargado y ojeroso, Gao Ma se parecía a su tocayo, Ma, el caballo.

Mientras seguía a su compañero a través de la arboleda, á6policía tartamudo avanzaba cojeando como consecuencia de la lucha que había mantenido con el puchero. ¡Te está bien empleado! El dolor en el tobillo de Gao Yang era insoportable, como si se hubiera descoyuntado. ¡Te está bien empleado, maldito seas! El sonido de los dientes rechinantes se elevó desde lo más profundo de sus oídos.

– ¡Detente, maldito seas, párate donde estás! ¡Un paso más y disparo! -advirtió el policía por segunda vez. Pero siguió sin disparar y, en lugar de hacerlo, se agazapó yendo de un árbol a otro, en busca de protección, con el arma preparada. El cazador estaba empezando a comportarse como si fuera la presa.

El extremo opuesto del bosque de acacias estaba limitado por una pared cuya altura llegaba al hombro, rematada por tallos de mijo trenzados. Gao Yang se retorció alrededor del árbol justo a tiempo para ver a Gao Ma incapaz de avanzar por la presencia del obstáculo. Sus perseguidores habían sacado las armas.

– ¡No te muevas!

Gao Ma se apretó contra la pared. La sangre se filtró a través de los huecos que había en sus dientes. Una anilla de acero colgaba de su muñeca derecha; unida al otro extremo se encontraba su compañera, sujetada por una corta cadena. Se las habían arreglado para esposar sólo una de sus muñecas.

– ¡Quédate aquí y no te muevas! ¡Si te resistes, sólo conseguirás que empeoren las cosas!

Se acercaron a él, hombro con hombro. El policía que tartamudeaba cojeaba más que nunca.

Gao Yang se agitó con tanta violencia que hizo que se movieran las hojas de los árboles. Dejó de mirar el rostro de Gao Ma a medida que se iba difuminando en la distancia. Las espaldas blancas de los policías, el rostro bronceado de Gao Ma y las hojas negras de las acacias se allanaron y se estamparon sobre la tierra amarilla.

Lo que sucedió a continuación cogió de sorpresa tanto a Gao Yang como a los policías: Gao Ma se agachó, cogió algo de tierra y la lanzó a sus caras. El suelo ceniciento les cubrió como si fueran nubes de polvo mientras levantaban de manera instintiva los brazos para protegerse los ojos y se caían de espaldas, recuperando su forma tridimensional. Gao Ma se giró con rapidez y ascendió la pared. Entonces se escucharon dos disparos y dos bocanadas de polvo salieron de la pared. Gao Ma gritó «¡Dios mío!» y cayó rodando al otro lado.

Gao Yang también gritó y se golpeó la cabeza contra el tronco del árbol. Los gritos agudos de una niña salieron del bosque de acacias que se extendía detrás de la casa de Gao Ma.

El suelo que había bajo la arboleda era árido y arenoso, y más allá había un banco de arena salpicado de sauces rojos que se inclinaban sobre el lecho de un río seco. En el otro lado se levantaba un segundo banco de arena, que daba a un recinto gubernamental rodeado de álamos blancos, y una carretera asfaltada que conducía a la sede provincial.

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