CAPITULO 5

En el octavo mes los girasoles miran hacia el sol. Si el bebé llora, entregádselo a su madre. Sed valientes, compañeros ciudadanos, sacad pecho: Si no podéis vender vuestro ajo, id a ver al administrador de la provincia…

Extracto de una balada cantada por Zhang Kou, el rapsoda ciego, durante la sobreabundancia de ajo.


Los policías introdujeron rápidamente al joven con cara de caballo en un vehículo de la policía de color rojo y amarillo. Gao Yang no pudo ver su rostro, pero la casaca que estaba envuelta alrededor de su cabeza se encontraba empapada de sangre y goteaba a borbotones en el suelo. Las esposas abiertas que colgaban de su muñeca se arrastraron por el suelo mientras le metían en el vehículo. Un joven policía saltó hacia el interior del camión para detener al conductor, que permanecía con la cara pálida, el cuello metido entre los hombros y los brazos estirados a lo largo de los costados mientras temblaba de terror. Después de confiscarle el permiso de conducir, los policías le patearon repetidamente.

– Pequeño Gao, date prisa y carga a los prisioneros -gritó el viejo Zheng-. Volveremos después para encargarnos de éste.

Uno de los policías soltó las esposas de Gao Yang y le ordenó que se pusiera de pie. Mientras escuchaba la orden y el sonido del cierre de las esposas, su primer instinto fue retirar los brazos de alrededor del árbol, pero éstos no iban a ser capaces de responder a su deseo y le horrorizaba pensar que ellos también podrían haber dejado de existir. La única sensación que tuvo fue la de un inmenso peso sobre su espalda. Cuando los policías movieron con la punta del pie sus brazos tullidos, Gao Yang se sintió aliviado al descubrir que todavía estaban pegados a los hombros.

Una vez que el joven con cara de caballo fue introducido en la furgoneta de la policía, el agente volvió a esposar las manos a Gao Yang por delante del cuerpo. A continuación, entre él y su compañero le pusieron de pie y le dijeron que se dirigiera hacia la furgoneta. En ese momento, no deseaba otra cosa más que obedecer las órdenes de los camaradas policías, puesto que ya tenían bastantes problemas entre manos. Cualquier cosa con tal de facilitarles el trabajo. El descubrimiento de que sus piernas no eran capaces de moverse como sus brazos le azoró enormemente. La profunda sensación de vergüenza hizo que se sonrojara.

Tuvieron que arrastrarle hacia la furgoneta. «Sube». Miró hacia arriba tímidamente, tratando de hablar, pero sus labios parecían estar congelados. Esta vez, los policías se dieron cuenta del apuro en que se encontraba, porque en lugar de gritarle se limitaron a levantarle cogiéndole por debajo de los brazos. Cuando sus piernas enroscadas abandonaron el suelo, Gao Yang trató de ayudarles intentando ser lo más liviano posible y lo siguiente que supo fue que se encontraba tumbado junto al joven ensangrentado en una cama del vehículo.

Metieron otro bulto enroscado en la furgoneta. Se trataba de Cuarta Tía Fang. Por el modo en el que ésta protestaba, supo que se había golpeado la cadera cuando aterrizó en el interior del vehículo.

La puerta trasera se cerró después de que los dos policías saltaran en su interior y ocuparan sus asientos. Entonces, el conductor arrancó el motor y salieron a toda velocidad. Mientras conducían a través del recinto municipal, Gao Yang echó una última mirada al álamo donde había estado atado y le invadió una sensación de nostalgia. Bañado por la luz del sol de la última hora de la tarde, el tronco se había teñido de color marrón intenso y las hojas que antes eran de color verde brillante ahora parecían un montón de monedas antiguas de bronce. La sangre púrpura que pertenecía al joven con cara de caballo formaba un charco cada vez más grande en el suelo del vehículo. La furgoneta todavía seguía aparcada y el conductor estaba rodeado por una multitud de personas vestidas pulcramente que, por lo que parecía, le estaban haciendo pasar un mal rato.

Jinju, con su vientre abultado, seguía inmóvil, con una mirada que hizo recordar a Gao Yang la recomendación que le hizo Cuarta Tía de ir a encontrar la felicidad con Gao Ma. Gao Yang suspiró, ya que en ese momento Gao Ma, que había trepado por la pared un paso por delante de la policía, se había convertido en un fugitivo que llevaba unas esposas colgando de una muñeca.

En cuanto el vehículo de la policía salió a la carretera principal, aceleró y el sonido ensordecedor de su sirena hizo que a Gao Yang le recorriera un escalofrío por la espalda. Pero enseguida se acostumbró a él. Jinju ahora parecía estar persiguiéndoles, pero tan despacio que no tardó en desaparecer de su vista y, cuando tomaron una curva, tanto ella como el recinto municipal habían desaparecido.

Cuarta Tía permanecía acurrucada en una esquina. Sus ojos borrosos estaban abiertos, pero nadie sabía lo que veían. La sangre que manaba de la cabeza del joven goteaba sobre el suelo del vehículo, invadiendo el espacio con su olor. Su cuerpo se contraía y su cabeza enrollada se balanceaba hacia delante y hacia atrás, emitiendo de vez en cuando un sonido sordo.

Tumbado en la furgoneta de la policía, Gao Yang se sintió ligeramente mareado por el movimiento del vehículo. Observó cómo el polvo se arremolinaba a través de la rendija de la puerta trasera; los árboles que se extendían a lo largo de la carretera caían como fichas de dominó y los campos que se extendían a ambos lados pasaban a cámara lenta. Los demás vehículos se apartaban cuando escuchaban el sonido de la sirena y Gao Yang vio cómo un tractor con la cabina abierta al que acababan de adelantar chocaba contra un sauce ajado que se elevaba a un lado de la carretera. Los ciclistas agotados quedaban atrás llenos de polvo, haciendo que el pecho de Gao Yang se hinchara de orgullo. ¿Alguna vez habías ido tan rápido?, se preguntó. ¡No, nunca!

Mientras avanzaban a toda velocidad, Gao Yang detectó la esencia del ajo crudo y fresco en la sangre del joven. Sorprendido, inhaló profundamente para asegurarse de que no se equivocaba. En efecto, era ajo, no había duda: crudo y limpio, como los bulbos frescos que crecen en la tierra, con una gota de néctar todavía colgando en el punto donde el tallo se ha roto.


* * *

Gao Yang tocó la gota de néctar con la lengua y sus papilas gustativas percibieron un sabor dulce y fresco que le relajó. Examinó esa hectárea de campo de ajo. Era una buena cosecha, con las puntas blancas, grandes y rollizas, algunas de ellas formando una curva graciosa, otras rectas como una tabla. El ajo estaba húmedo y jugoso, con sus suaves brotes empezando a salir. Su esposa embarazada se encontraba agachada junto a él, arrancando el ajo del suelo. Su rostro estaba más oscuro de lo habitual y alrededor de sus ojos se dibujaban unas finas líneas, como las vetas de óxido que se extienden sobre una plancha de hierro. Mientras ella se agachaba, las rodillas se le llenaban de barro, su deformidad infantil -tenía el brazo izquierdo mal desarrollado hasta el punto de que le incapacitaba en cualquier tarea que emprendiera- hacía que el trabajo le resultara más duro de lo que ya era.

Gao Yang observó cómo se agachaba y pinchaba los tallos con un par de palillos de bambú nuevos; el esfuerzo le obligaba a morderse el labio y sintió lástima de ella. Pero él necesitaba su ayuda, ya que decían que el gobierno había abierto un almacén en la ciudad para comprar la cosecha de ajo a un precio ligeramente superior a cincuenta fen el kilo, más caro que el precio del año pasado, que fue de cuarenta y cinco. Gao Yang sabía que este año el Condado había ampliado la extensión de hectáreas concedidas al ajo y, como iba a haber una cosecha abundante, cuanto antes recolectara la suya, antes podría venderla. Por esa razón todo el mundo en la aldea, mujeres y niños incluidos, había salido a los campos. Pero mientras observaba a su lastimosa mujer embarazada, dijo:

– ¿Por qué no descansas un poco?

– ¿Para qué? -preguntó levantando su dulce rostro-. No estoy cansada. Sólo me preocupa que el bebé venga en cualquier momento.

– ¿Ya es la hora? -preguntó Gao Yang ansiosamente.

– Imagino que vendrá en los próximos dos días. Espero que no salga hasta que, por lo menos, se haya acabado la cosecha.

– ¿Siempre vienen en su debido momento?

– No siempre. Xinghua llegó diez días tarde.

Se giraron para mirar a sus espaldas, donde su hija se sentaba obedientemente en el borde del campo, con sus ojos ciegos abiertos de par en par. Estaba sujetando un tallo de ajo con una mano y golpeándolo con la otra.

– Ten cuidado con ese ajo, Xinghua -dijo-. Cada tallo vale varios fen.

Xinghua lo dejó en el suelo y preguntó:

– ¿Ya habéis terminado, papá?

– Si hubiéramos terminado, tendríamos un problema -dijo con una risa sofocada-. No ganaríamos el dinero suficiente como para salir adelante.

– Apenas hemos comenzado -respondió su madre lacónica – mente.

Xinghua se agachó para pasar la mano sobre la pila de ajo que había debajo de ella.

– ¡Qué bien! -exclamó-. El montón está creciendo mucho. Vamos a ganar mucho dinero.

– Calculo que este año vamos a sacar más de mil quinientos kilos. A cincuenta fen el kilo, son mil quinientos yuan.

– No te olvides de los impuestos -le recordó su mujer.

– Ah, claro, los impuestos -murmuró Gao Yang-. Por no hablar de los enormes gastos. El año pasado el fertilizante costaba veintiún yuan el saco. Este año ha subido a veintinueve con noventa y nueve.

– Se creen que así nos suena mejor que treinta -protestó su esposa.

– El gobierno siempre cuenta en números impares.

– Hoy en día, el dinero apenas vale el papel con el que está impreso -se quejó su esposa-. Al principio del año se podía comprar un kilo de cerdo a uno cuarenta y ahora está por encima de uno ochenta. Los huevos costaban uno sesenta el puñado y eran bien grandes. Ahora están a dos yuan y son más pequeños que los albaricoques.

– Todo el mundo se está enriqueciendo. El Viejo Su, del instituto empresarial, acaba de construirse una casa de cinco habitaciones. Casi me muero cuando me enteré de que costaba cincuenta y seis mil.

– Ese tipo nunca ha tenido problemas para ganar dinero -dijo su esposa-. Pero la gente como nosotros, que nos ganamos la vida con la tierra, seguiremos siendo pobres dentro de miles de años.

– Da gracias por tener lo que tienes -dijo Gao Yang-. Acuérdate de cómo estábamos hace unos años, cuando no teníamos ni para comer. Los últimos dos años hemos tenido buena harina para elaborar comida y nuestros mayores nunca han estado tan bien como ahora.

– ¿Tú procedes de una familia de terratenientes y todavía dices que tus mayores nunca han estado tan bien como nosotros? -se burló su esposa.

– ¿De qué les sirvió ser terratenientes? Eran demasiado tacaños como para comer y demasiado rastreros como para cagar. Todos los fen se invertían en adquirir más tierra. Mis padres sufrieron toda su vida. Mi madre me dijo una vez que antes de la Liberación del 49 solían comenzar cada año con ocho onzas de aceite de cocina y al final del año todavía les sobraban seis.

– Me suena a arte de magia.

– No. Ella decía que cuando cocinaban algún alimento, solían mojar un palillo en el agua antes de sumergirlo en el aceite. De ese modo, por cada gota de aceite que se adhería al palillo, una gota de agua permanecía en la botella. Así es como empiezas con ocho onzas y acabas con seis.

– En aquellos tiempos, el pueblo sabía cómo arreglárselas.

– Pero sus hijos e hijas aprendieron lo que es el sufrimiento -dijo Gao Yang-. Si no fuera por Deng Xiaoping, me habrían pegado la etiqueta de terrateniente.

– El Viejo Deng lleva diez años en el poder. Espero que los dioses le permitan vivir muchos más.

– Las personas que son tan enérgicas están destinadas a tener una vida larga.

– Lo que no entiendo es cómo los funcionarios superiores pueden comer como reyes, vestir como príncipes y tener el cuidado médico de los dioses; entonces, cuando alcanzan los setenta u ochenta años y les llega el momento de morir, no tardan un minuto. Sin embargo, mira a nuestros viejos campesinos. Trabajan durante toda su vida, crían a un par de hijos inútiles, nunca comen buenos alimentos ni llevan ropas decentes y a los noventa años todavía salen a trabajar al campo cada día.

– Nuestros líderes tienen que lidiar con todo tipo de problemas, mientras que nosotros nos preocupamos de trabajar, de comer y de dormir. Por esa razón vivimos tantos años: no desgastamos el cerebro.

– Entonces, explícame por qué ludo el mundo quiere ser funcionario y nadie quiere ser campesino.

– Ser funcionario tiene sus propios riesgos. Un paso en falso y estás más perdido de lo que cualquier campesino puede imaginar.

Un tallo de ajo se partió en dos cuando su esposa, con un quejido, lo arrancó del suelo.

– ¡Ten cuidado! -gritó Gao Yang-. Cada uno de ellos vale varios fen.

– ¿Por qué me miras así? -se defendió su esposa-. No lo he hecho a propósito.

– No he dicho que lo hicieras.


* * *

El camión de policía atravesó una puerta roja y dio un frenazo, haciendo que la cabeza de Gao Yang se deslizara hasta el joven con cara de caballo. El hedor de la sangre persistía, pero el olor a ajo había desaparecido.

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