CAPÍTULO 11

Hubo un tiempo en el que el Condado Paraíso producía hombres valientes y heroicos. Ahora lo único que te encuentras son cobardes débiles que carecen de valor cuyos rostros son ceñudos: suspiran y se irritan al ver su ajo podrido…

Extracto de una balada cantada por Zhang Kou urgiendo a los campesinos que cultivan ajo a que asalten las oficinas del gobierno.


Mientras Gao Ma saltaba por encima del muro sonaron dos disparos, que levantaron sobre él nubes de humo y enviaron pequeñas salpicaduras de la pared de lodo. Después de saltar al otro lado, cayó sobre una pocilga; las inmundicias se esparcieron en todas las direcciones y un par de cerdos sorprendidos chillaron y corrieron dominados por el pánico. Sin saber qué camino coger, entró a rastras en una zona cubierta. Un zumbido estridente pasó por encima de su cabeza y un dolor agudo desgarró sus mejillas y su cuero cabelludo. Levantó la cabeza y vio que había arrancado un nido de avispas que colgaba del recubrimiento que protegía los tallos de sorgo. Cuando vio que cientos de avispas agitadas descendían sobre él como una nube amarilla, aplastó el cuerpo contra el estiércol, sin atreverse a mover un dedo. Pero cuando recordó que la policía andaba pisándole los talones, se cubrió la cabeza con los brazos, se zafó como pudo, alcanzó la verja, saltó por encima de ella y aterrizó detrás de una pila de troncos. Entró en el patio, dio un salto y se dirigió hacia el este. En ese momento, alguien le cogió del brazo y le sujetó con fuerza. Agitado por el pánico, levantó la mirada hacia el rostro de un hombre de tez blanca. Le reconoció casi al instante: era el maestro de la escuela elemental Zhu. Como había sufrido una fractura de pelvis a manos de los Guardianes Rojos, Zhu ya no podía permanecer erguido; la montura de sus gafas estaba unida con cinta adhesiva.

Gao Ma se arrodilló, como si fuera el actor de una telenovela, y rogó al maestro Zhu que le salvara de la policía, que trataba de detenerle a raíz de los incidentes del ajo.

Zhu le cogió de la mano y le condujo a una habitación oscura donde las plumas de gallina y las hojas de ajo cubrían el suelo casi por completo y una tinaja de escabeche llena de posos de boniato descansaba en una esquina.

– Métete ahí -dijo Zhu.

Sin inmutarse por el hedor, Gao Ma se introdujo en la tinaja y se agachó. El nivel de los posos se elevó hasta el borde, y salía espuma ruidosamente. Estaba metido hasta el cuello en el líquido, pero el maestro Zhu le sumergió hasta que el escabeche le cubrió la boca.

– No hagas el menor ruido -dijo Zhu-, y contén la respiración.

A continuación cubrió la cabeza de Gao Ma con una calabaza usada, y luego deslizó una magullada tapa sobre la tinaja, de manera que quedara únicamente una pequeña abertura.

Los pasos sonaron por todo el patio. Gao Ma levantó la cabeza para escuchar. Podría asegurar que la policía ya había llegado a la cochiquera.

– Es-estás escondido en la po-pocilga. No pienses que no voy a en-encontrarte. Sa-sal de ahí.

– ¡Sal o abrimos fuego!

– Camaradas, ¿qué estáis haciendo aquí? -les preguntó Zhu.

– ¡A-atrapando a un co-contrarrevolucionario!

– ¿En mi pocilga?

– Aparta. Ya nos ocuparemos de ti después de que lo hayamos atrapado -gritaron los policías-. Sal de aquí o abrimos fuego. Estamos autorizados a matarte si te resistes a ser detenido.

– Camaradas, ¿qué broma es ésta?

– ¿Qui-quién está bromeando? – dijo el tartamudo-. Voy a entrar para mirar personalmente.

Apoyando las manos sobre el pequeño muro, entró de un salto en la pocilga, después se dirigió hacia los cultivos cubiertos e introdujo la cabeza en ellos, donde fue recibido por un par de avispas que le picaron en la boca.

– Camaradas -dijo el maestro de escuela Zhu-, ¿por quién me han tomado, por un espía nacionalista? ¿De verdad creen que les iba a engañar? He escuchado disparos y, cuando mis cerdos comenzaron a gritar, salí para comprobar qué estaba pasando, justo a tiempo para ver a una figura oscura corriendo como el diablo hacia la pared sur.

– Ayudar a un fugitivo es una felonía -dijo el policía-. Quiero que te quede claro ese punto.

– Lo sé -replicó Zhu.

– ¿Có-cómo te llamas? -preguntó el tartamudo.

– Zhu Santian.

– ¿Y di-dices que viste a una figura oscura corriendo hacia la pared sur?

– Exactamente.

– ¿A qué te dedicas?

– Soy maestro.

– ¿Eres miembro del par-partido?

– Pertenecía al Partido Nacionalista antes de la Liberación.

– ¿Al Partido Nacionalista? En aquellos tiempos sí que se vivía bien. Te lo advierto, si estás mi-mintiendo, te van a acusar, y no te va a servir de nada ser del partido.

– Lo entiendo.

Los policías salieron de la pocilga y corrieron hacia la pared sur en busca de la figura oscura. Gao Ma sabía que el callejón que se extendía detrás de la pared sur iba a dar a una fábrica de fideos junto a la cual corría una acequia de agua putrefacta y estancada.

El maestro Zhu retiró la calabaza podrida de la cabeza de Gao Ma y dijo con premura:

– Sal de ahí. Dirígete hacia el este por el callejón.

Gao Ma salió de un salto del viscoso líquido. Estaba cubierto de hojas de boniato podridas y un líquido rojo oscuro resbalaba por sus piernas y brazos. La habitación se llenó de un intenso hedor. De nuevo, se inclinó como si quisiera arrodillarse delante del maestro de escuela Zhu como muestra de su gratitud.

– Déjate de ceremonias -dijo Zhu-. ¡No te detengas!

Completamente empapado, Gao Ma fue recibido en el patio por un viento helador mientras abría la puerta del maestro de escuela Zhu, y se dirigió hacia el este por un estrecho callejón que, después de unos cincuenta pasos, se abría a un callejón más amplio que se extendía de norte a sur. Hizo una pausa en la intersección, temeroso de que le estuviera esperando una dura bota de cuero, fuera cual fuera el camino que tomara. El amplio callejón aparentemente estaba desierto. Permaneció unos segundos delante de una valla de bambú cuya altura no le superaba la cintura, dio un paso hacia atrás para impulsarse y dio un salto, pasó por encima de ella y aterrizó en un campo de cilantro de aproximadamente dos palmos de altura y de color verde esmeralda que desprendía una fragancia dulce. Aquello era maravilloso. Pero no había tiempo para pararse a contemplarlo, así que saltó por encima de él y se dirigió hacia el este siguiendo una acequia, tan rápido como sus piernas se lo permitieron. El viejo y canoso Gao Pingchuan, invidente, agazapado entre sus manos y rodillas, estaba atendiendo sus calabazas. Otra valla de bambú bloqueaba su paso, así que de nuevo tuvo que pasar por encima de ella. Aunque esta vez no tuvo tanta suerte. Las esposas que colgaban de su muñeca se quedaron atrapadas en un tallo de sorgo, que se partió en dos.

– ¿Quién anda ahí? -gritó Gao Pingchuan.

Gao Ma no se paró, sino que entró en otro callejón que se extendía de norte a sur, donde un grupo de mujeres sentadas a la sombra de un árbol en el extremo sur disfrutaba de una ruidosa visita. Como una hilera de casas unidas bloqueaba su paso hacia el este, se desvió hacia el norte y alcanzó aproximadamente en un minuto la ribera arenosa de un río. Después de penetrar en un bosque de sauces rojos, se dirigió instintivamente hacia el este. El enmarañado bosque era como un laberinto, donde las ramas crecían a cada paso, y sus extremidades servían de hogar a millones de orugas venenosas de color marrón claro a las que la gente del lugar llamaba «trepadoras punzantes». Bastaba con tocar sus pequeñas barbas para que la piel se pusiera roja y se hinchara, produciendo un picor terrible. Gao Ma no se dio cuenta de que se había topado con las orugas hasta que las dejó atrás. Estaba demasiado ocupado saltando por encima de las espinosas enredaderas y se sintió tan contento cuando llegó al banco de arena que no advirtió sus aguijones. Incluso entonces, corriendo descalzo sobre las enredaderas, no sentía el menor dolor.

Su repentina entrada en el bosque de sauces hizo que las liebres salieran de sus escondrijos, y aunque corrían a su lado, no tardó en distanciarse de ellas. Mientras alcanzaba el final del bosque de sauces, apareció a su izquierda un puente de adoquines un tanto tambaleante que se apoyaba sobre unos puntales de madera. Construido para las carretas de caballos, servía para unir el límite oriental de la aldea con los campos. Temeroso de ser visto, acortó a través de un trozo de campo plagado de zanjas excavadas por los ladrones de la aldea y se dirigió corriendo hacia los bosques donde las moreras y las acacias crecían codo con codo. Las acacias acababan de echar flores y el aire estaba envuelto en su fragancia. Siguió corriendo, aunque tenía la sensación de que las piernas eran pesas de plomo, la vista se le nublaba, la piel le escocía dolorosamente y respiraba de manera entrecortada. Los nudosos troncos de los árboles -la blanca morera y la acacia marrón- formaban una red peligrosa y prácticamente impenetrable. En cuanto el camino se abría, se cerraba por el árbol siguiente, y en uno de sus repentinos bandazos se golpeó contra el suelo.

Gao Ma recuperó la consciencia cuando empezaba a anochecer y su primera sensación fue la de una sed intensa que hizo que le ardiera el vientre, después se percató de las picaduras que tenía por todo el cuerpo: allá donde apretara la piel con su dedo, una terrible bocanada de aire fresco se filtraba por los poros. Tenía los ojos hinchados, hasta el punto de estar prácticamente cerrados, pero hasta que no tocó verdaderamente su piel abultada no recordó vagamente haberse rebozado en la pocilga del maestro de escuela Zhu y haber golpeado con la cabeza una colmena de avispas.

El sol, una rueda roja, se hundía con lentitud por el oeste. Además de ser espectacularmente hermosa, la puesta de sol de principios de verano tenía una extraordinaria dulzura y delicadeza: las hojas negras de las moreras se volvían tan rojas como las rosas; los pétalos de la acacia, de un blanco prístino, emitían un aura envolvente de color verde pálido. La suave brisa de la tarde hacía que las hojas de las moreras y los pétalos de las acacias danzaran y se agitaran, llenando los bosques de un suave murmullo.

Se levantó sujetándose en la rama de una morera, aunque le dolían todas las articulaciones del cuerpo. Las piernas estaban hinchadas, al igual que los pies, y tenía la sensación de que los senos nasales estaban a punto de explotar. Necesitaba con desesperación un poco de agua. Por un instante, se devanó los sesos para determinar si los acontecimientos que habían tenido lugar aquella tarde habían sucedido verdaderamente o si no habían sido más que un mal sueño. Los trozos secos de inmundicias de cerdo que tenía pegados al cuerpo y las relucientes esposas que colgaban de su muñeca izquierda eran la prueba que necesitaba para confirmar, sin lugar a dudas, que era un fugitivo de la justicia. Y sabía cuál era el delito por el que querían arrestarle. Llevaba un mes esperando inquieto a que llegara ese día, y por esa razón había dejado de cerrar la ventana. La debilitadora sed y la dolorosa tirantez de su piel hicieron que le resultara imposible relajarse, así que continuó avanzando por las moreras y las acacias en dirección norte, hacia el lecho seco del río donde, según recordaba. Gao Qunjia y su hijo habían cavado un pozo aquella primavera.

Para evitar pisar sobre las dolorosas enredaderas que crecían en el suelo arenoso, se vio obligado a caminar entre los espinosos juncos, que sólo eran un poco menos punzantes para las plantas de los pies. Los rojos destellos de luz se filtraban a través de las flores de las acacias, las hojas de las moreras se posaban en su desnuda piel y, mientras examinaba su desnudez, especialmente la de sus brazos y su pecho, observó que se había convertido en un amasijo de ampollas de color rojo intenso y le vino a la mente el recuerdo de las orugas venenosas.

La reluciente arena del lecho seco del río le cegó cuando emergió de la arboleda. La bola de fuego crepitaba en su descenso como si cogiera velocidad, tiñendo el cielo hasta hacer que pareciera un jardín de flores celestial. Pero Gao Ma estaba demasiado ocupado examinando la zona y tratando de encontrar una señal de la existencia del pozo. Por fin, entre las interminables arenas rojas y amarillas del lecho del río, alcanzó a ver algunos montículos de tierra de color chocolate y se dirigió hacia ellos.

Agua, agua. Se dejó caer de rodillas y sorbió con avidez el agua como si fuera un caballo sediento. En unos segundos, su boca, su garganta y su estómago compartieron el alivio de la ansiada agua. Pero las paredes de su estómago se retorcieron ante la repentina inundación y pudo escuchar el chisporroteo que emitían sus resecos órganos al ser regados. Después de un minuto de beber con frenesí, levantó la cabeza durante unos diez segundos para recobrar la respiración, luego se volvió a inclinar y comenzó de nuevo, esta vez con más tranquilidad, para poder paladear el sabor y el calor del agua.

El agua era salobre y estaba caliente. Pero enterró su rostro en ella una última vez antes de ponerse lentamente de pie y dejar que se resbalara por su cuello y hombros, y que bajaba luego por el abdomen hasta alcanzar las ampollas que le produjeron las orugas, que se abrieron y soltaron su veneno; una terrible sensación de dolor tensó su recto.

«¡Oh, Dios mío!». Gimió débilmente y bajó la cabeza hasta que su mirada se posó sobre las agrietadas paredes del pozo y sobre un tierno musgo verde que flotaba en la superficie y que servía de hogar a unos bancos de pequeños renacuajos. Tres grandes ranas moteadas croaban en el borde del pozo, con sus opacas bolsas expandiéndose y contrayéndose rítmicamente mientras seis ojos de color esmeralda le miraban con intensidad. Gao Ma dio un respingo. Un eructo seco ascendió por su garganta; tenía la sensación de que cientos de renacuajos se retorcían en el interior de su estómago y de sus intestinos. El agua salió de su boca como si fuera un géiser. Una vez visto lo que podía conseguir del pozo, se dio la vuelta y regresó a los bosques de moreras y acacias, balanceando el cuerpo hacia delante y hacia atrás mientras avanzaba.

Aunque el sol había caído por detrás del horizonte, el cielo todavía no había oscurecido; una bruma espesa se extendió alrededor de una multitud de gusanos de seda mientras levantaban sus cabezas metálicas extrañamente perfiladas y carcomían las plateadas hojas de las moreras, y cada crujido penetraba en el pecho de Gao Ma. Se dejó caer sobre una morera y observó cómo las ondas transparentes de las flores de las acacias asomaban a través de la envolvente bruma; la fragancia se hizo más intensa con el anochecer y un polvo de azafrán ascendió con las corrientes de viento mientras los excrementos de los gusanos de seda, como si fueran limaduras de acero, aterrizaban sobre sus piernas, que se estiraban por delante de su cuerpo.

La luna ascendió en el baldaquín azul intenso del cielo, acompañada de un puñado de estrellas doradas. Las deposiciones de los gusanos de seda cargadas de rocío que caían sobre sus piernas le parecieron los excrementos de las constelaciones celestiales. A menudo, se sentía tentado a ponerse de pie como reacción a un poderoso estímulo, que se disipaba en cuanto trataba de doblar las rodillas. Otras veces, quería quitarse las esposas que tintineaban en su muñeca; pero en cuanto trató de levantar el brazo vio que también era un esfuerzo inútil.

El silencio se rompió por el aleteo de las aves nocturnas. Mientras pasaban volando sobre las puntas de las ramas de las moreras creyó verlas dejar rastros fosforescentes sobre ellas. Pero cuando trató de mirar más de cerca, se dio cuenta de que todo era producto de su imaginación, y no estaba seguro siquiera de que hubiera ave alguna.

Ya había pasado la medianoche y empezaba a sentir frío. Mientras su estómago rugía, sintió una inmensa acumulación de gases que era incapaz de liberar, por más que lo intentaba. Después reconoció la figura de Jinju pasando por entre las moreras y bordeando las acacias, con un fardo rojo por encima del brazo y su vientre sobresaliendo notablemente. Mientras avanzaba hacia él, se encogía y se detuvo aproximadamente a cinco pasos de distancia. Agarró una planta de yute temblona en una mano y frotó su superficie con las uñas de los dedos.

– Ven aquí, Jinju -dijo.

El rostro de su amada cambió de color y pasó del rojo al amarillo, del amarillo al verde claro, luego al verde oscuro y finalmente a un gris aterrorizador.

– Hermano Mayor Gao Ma -respondió-, he venido a decirte adiós.

El tono amargo de sus palabras le golpeó plenamente en el rostro. Trató de llegar hasta ella, pero tenía las piernas atadas al árbol y no se pudo mover, así que estiró los brazos, que comenzaron a alargarse más y más. Justo cuando estaba a punto de tocar su rostro con los dedos, cuando podía detectar en sus uñas el frío de su cuerpo, en ese punto crítico entre alcanzar la longitud exacta y quedarse corto, sus brazos dejaron de crecer.

– Jinju -la llamó invadido por la ansiedad-, no te puedes marchar sin que antes hayamos pasado un solo día juntos. Me casaré contigo en cuanto haya vendido el ajo y te prometo que nunca más serás zarandeada por el viento, tostada por el sol, empapada por la lluvia o congelada por la nieve. Permanecerás en casa para ocuparte de los niños y del trabajo de la cocina.

– Deja de soñar, Hermano Mayor Gao Ma. Nunca vas a vender tu ajo. Se ha podrido. Has quebrantado la ley por arrasar las oficinas del Condado. La policía ha colgado un cartel de Se busca con tu cara… No me queda otra opción que coger a nuestro hijo y marcharme.

Jinju abrió su fardo rojo y sacó un pequeño reproductor de cásete.

– Es tuyo -dijo-. Lo cogí aprovechando un momento en que mi segundo hermano no miraba. Después de que me haya ido te sentirás solo, y esto aliviará un poco tu soledad.

Dicho esto, se dio la vuelta y se alejó con sus ropajes rojos difuminándose en una sombra blanca. -¡Jinju!

Su propio grito le despertó.

Observó cómo la pálida media luna ascendía en el cielo del sudeste; en sus ojos se reflejaba la terrible decepción que sentía y el dolor que le producía la pérdida de su amada. Con un temor creciente, revivió todo lo que acababa de pasar por su mente. Contó los días una y otra vez y siempre llegaba a la misma conclusión: el bebé tendría que haber nacido ayer u hoy.

Finalmente se puso de pie, tal y como había hecho hacía menos de un año en el Condado Caballo Pálido, en esa porción de terreno que se extendía entre el campo de yute y la cosecha de pimientos. Aquel día estaba anocheciendo y después de ponerse de pie había escupido al menos una docena de bocanadas de sangre. Los hermanos Fang le habían golpeado tanto que casi le envían a ver a Yama, el Rey del Inframundo, y así habría sucedido si no hubiera sido por los polvos reconstituyentes del adjunto Yang, o si la esposa de su vecino Yu no hubiera cuidado de él, o si ella no hubiera acudido junto a él con un mensaje de los Fang diciendo que podía casarse con Jinju si les entregaba diez mil yuan, un dinero en metálico a cambio de la libertad de su amada. Recordó la inmensa alegría que le produjo la noticia y cómo había llorado amargamente. La señora Yu comentó que estaban vendiendo a su hija como si fuera ganado y Gao Ma le dijo:

– Querida cuñada, estoy llorando porque me siento enormemente feliz. Voy a reunir los diez mil yuan como sea. Seguiré plantando ajo y lo venderé. Jinju será mi esposa en el plazo de dos años.

¡Ajo! Todo es culpa de ese maldito ajo. Arrancó algunas ramas de morera, dobló acacias, partió troncos de moreras, arrancó cortezas de acacia: norte, sur, este, oeste, dio vueltas alrededor de los árboles. Una nube repentina de pájaros en formación fue engullida por la luna, y Gao Ma se vio encerrado de repente entre cuatro paredes: el redil del demonio. Los hombres prosperan durante una década y los demonios no se atreven a acercarse. Gao Ma, desde el día en el que conociste a Jinju, desde la primera vez que cogiste su mano, estabas destinado a recibir una lección por la fuerza.

Gao Ma pasó la noche entre las moreras y las acacias, sin salir de su mundo de fantasmas y duendes hasta que amaneció. Sintió que el frío congelaba todo su cuerpo, menos lo más profundo de su pecho, donde todavía permanecía una oleada de calor. La hinchazón que tenía alrededor de los ojos había remitido y eso le produjo cierto alivio. El rojo sol le fue calentando a medida que ascendía en el cielo y eso le produjo placer. Su estómago rugió y a ello le siguió la liberación de varias docenas de ventosidades, la prueba fehaciente de que su sistema digestivo y sus órganos internos todavía funcionaban a pleno rendimiento, y eso le permitió retomar la esperanza. La recuperación de la claridad mental acabó con el deseo de ir a la aldea a ver a Jinju, ya que se imaginaba que la policía estaría oculta en su casa, pistola en mano, dispuesta a tenderle una trampa. Sólo un loco entraría en la aldea a plena luz del día, así que decidió ir después de que cayera la noche. Aunque Jinju hubiera dado hoy a luz, su madre estaría con ella, así que no había nada de lo que preocuparse. La madre más cruel del mundo sigue siendo una madre.

¿Pero qué pasaría durante los próximos días? Se detuvo a meditar la cuestión. No podía asomar el rostro por ningún lugar del Condado Paraíso, al menos mientras llevara las esposas colgando de la muñeca. Iría a ver a Jinju al caer la noche y luego se dirigiría hacia el noreste. Una vez se recuperara, enviaría a alguien a por ella y el bebé.

La hilera de árboles cobró vida con la llegada de unos pájaros de colores brillantes. Se sentía hambriento, así que buscó una joven acacia de dos metros y medio cuyas ramas estuvieran cubiertas de flores. Dio un salto, agarró la punta del árbol y lo dobló con el peso de su cuerpo. El árbol se arqueó, crujiendo ruidosamente, y se partió en dos. Los fragmentos de madera pálida que quedaron a la luz derramaron savia amarilla, pero empezó a recoger a dos manos una cosecha de flores de acacia -completamente abiertas, parcialmente abiertas, incluso capullos sin abrir, eso no importaba- y se las metió en la boca. Las primeras flores entraron en su estómago, y les siguieron unos pétalos que liberaban un sabor característico al masticarlos: un sabor demasiado maduro, un poco más amargo en el caso de las flores viejas y un bocado ligeramente ácido en el de los capullos. Las flores recién abiertas, con su delicioso néctar, eran las más sabrosas. Pasó la mayor parte de la mañana devorando tres árboles enteros.

Una vez que Gao Ma se sintió incapaz de seguir comiendo más flores de acacia, detectó un aroma dulce y ligeramente acre en el aire cálido y húmedo del mediodía. Después de mirar atentamente, encontró unas bolas púrpuras, rojas y blanquecinas rematadas con espinas en las horquillas de las ramas de morera. «¡Moras!», gritó alegremente. Se abalanzó sobre ellas tal y como había hecho con los pétalos de las acacias: al principio cerró los ojos y las engulló, verdes, rojas, negras, blancas. Pero pasados unos minutos, se volvió más selectivo. Moras blanquecinas: duras, poco dulces, acres, un tanto ácidas. Moras rojas: más tiernas, más dulces, sólo un poco acres. Moras púrpuras: tiernas, muy dulces, con un regusto intenso y agradable. Trató de coger las púrpuras y pronto aprendió que si sacudía una morera, sólo las más maduras caerían al suelo. Cuando declinó la tarde, le bastó con observar sus dedos para saber que sus labios estaban manchados de púrpura.

Al ponerse el sol empezó a notar que le dolía el estómago. Después de rodar por la arena retorciéndose de dolor hasta que las estrellas iluminaron el cielo, se alivió durante una media hora larga. El dolor remitió. Sólo podía intuir la hora que era.

Aquella noche tenía intención de averiguar cómo estaban las cosas, sin importar lo que ocurriera. Sentía que se había distanciado de todo el mundo, aunque había oído a las mujeres hablar mientras recogían moras y había visto a los campesinos en el campo desde un lugar oculto junto a la orilla del río. El viento del sur trajo el olor del mijo maduro, una señal inequívoca de que al día siguiente empezaba la recolección. «Los gusanos de seda emergen sin previo aviso y el mijo madura de la noche a la mañana». Eso hizo que aumentara su ansiedad: de haber plantado dos hectáreas de mijo, le estaría esperando una buena cosecha. Ahora que su cosecha de ajo se había perdido completamente, ¿cómo iba a pasar el año si perdía el mijo? Mientras se frotaba el rostro con cansancio, advirtió que su frente y las comisuras de la boca se habían arrugado.

Hizo planes para entrar a hurtadillas en la aldea bajo el amparo de la oscuridad, dudando si la policía soportaría las molestias que supone pasar dos noches en su casa esperando a que apareciera. Lo primero que haría sería coger ropa y, lo que era más importante, unos zapatos. Un par de zapatillas de deporte nuevas que le entregaron cuando estaba en el ejército reposaba en el interior de una caja de cartón, uno de los pocos artículos que había sobrevivido a la rapiña de los hermanos Fang. También había cuatrocientos setenta yuan que ganó con la primera venta de ajo -había sido uno de los pocos aldeanos afortunados que se las había arreglado para vender una remesa durante la sobreabundancia-, los que había escondido en una grieta que se había abierto en la pared oriental. Recuperaría ese alijo oculto y le daría a Jinju cuatrocientos yuan para que comprara alimento y ropa para el bebé. Los restantes setenta serían suficientes para poder llegar al noreste, donde buscaría a su viejo compañero del ejército, el jefe adjunto del Condado, y le pediría que escribiera al Condado Paraíso con el fin de obtener un perdón formal.

Las tintineantes esposas lanzaban destellos oscuros en el tenebroso aire. Tenía que escapar, eso era lo que había que hacer. Frotó el fino aro de metal que colgaba de su muñeca y pensó que podría liberarse de él utilizando un martillo y un cincel. Sólo una vez más, necesitaba ir a casa sólo una vez más.

Mientras retomaba los pasos que dio el día anterior, evitando las calles y las carreteras, permaneció atento a los sonidos que le rodeaban. Avanzando con cautela y paso a paso, se reconfortó a sí mismo al pensar que los policías se habían adentrado en un territorio con el que no estaban familiarizados y que no gozaban del apoyo de las masas; así que, aunque se encontrara cara a cara con ellos, todavía tenía una buena posibilidad de escapar. Sus revólveres podían hacer que se detuviera -habían disparado un par de veces el día anterior- pero, aunque le mataran, ¿qué importaba? Y como disparaban tan mal, hasta el punto de no ser capaces de acertarle a plena luz del día, se sentía más seguro por la noche.

Cuando penetró en el callejón tenía los nervios de punta, pero su corazón se reconfortó al ver las siluetas familiares de las casas y de los árboles que había a cada lado. Desde las acacias cercanas pudo escudriñar su patio, que estaba en calma, salvo por los murciélagos que volaban alrededor de su ventana. Cogió un puñado de barro y lo arrojó contra el cristal. Se escuchó un sonoro golpetazo cuando impactó contra el puchero que seguía volcado en el suelo. No se movió nada en la casa ni en el patio. Lanzó otro puñado de barro, sin ningún resultado, pero esquivó el patio por si acaso y se dirigió hacia la parte trasera de la casa, pegándose a la pared mientras penetraba silenciosamente por la ventana. Lo único que escuchó fue las ratas que se escabullían.

Cuando por fin se sintió seguro, recordó haber visto una bandada de periquitos deslumbrantes revolotear a toda velocidad por entre las acacias, y pensó que tal vez las jaulas de Gao Zhileng tenían un agujero por donde poder soltarlos para que volaran por el cielo oscuro de la noche. El potro castaño, que daba la sensación de que nunca se hacía adulto, galopaba por el callejón y su lustrosa piel olía como un jabón de baño.

La puerta estaba abierta, lo que hizo que se le erizara el vello del brazo. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Nada más entrar, adivinó la presencia de una figura junto a la puerta de la habitación que daba al este. Su primer impulso fue dar la vuelta y salir corriendo, pero tuvo la sensación de que sus pies habían echado raíces. Detectó el tenue olor de la sangre justo antes de que le invadiera el familiar, aunque extrañamente estancado, hedor de Jinju. La escena de la pesadilla que tuvo la noche anterior pasó como un rayo por su mente y tuvo que agarrarse al marco de la puerta para evitar caerse.

Con las manos temblorosas, cogió una cerilla del fogón y necesitó tres intentos para encenderla. Envuelto en la temblorosa luz de la cerilla vio el rostro amoratado de Jinju colgado en el hueco de la puerta, con los ojos abultados, la lengua colgando y el vientre caído.

Estirando los brazos como si la fuera a coger, se desplomó pesadamente en el suelo como una pared derrumbada.

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