CAPÍTULO 14

Cualquiera que no tuviera miedo de ser cortado en pedazos puede derrocar a un secretario del partido o a un administrador del Condado. Incitar a la muchedumbre puede ir contra la ley, ¿pero acaso no es peor esconderse detrás de unas puertas cerradas, rechazar las responsabilidades y dejar que sus subordinados exploten a los campesinos?

Extraído de una balada cantada por Zhang Kou después de los interrogatorios masivos en la comisaría de policía.


Gao Yang conducía su carro, cargado de ajo y tirado por un burro, por la carretera del Condado bajo un cielo cubierto de estrellas. La carga era tan pesada y el carro estaba tan desvencijado, que los crujidos le acompañaban durante todo el viaje y, cada vez que el carromato encontraba un bache, tenía miedo de que pudiera romperse en pedazos. Mientras cruzaba el pequeño puente de piedra sobre el río Arenoso, tensó la brida del burro y utilizó el peso de su cuerpo con el fin de estabilizar el carro, para alivio del enjuto animal, que parecía más un macho cabrío de gran tamaño que un burro. Las irregulares piedras hacían que las ruedas crujieran y crepitaran. El chorro de agua que había tras ellas reflejaba las estrellas. Cuando empezó a ascender la cuesta, deslizó una cuerda sobre su hombro para ayudar al burro a tirar. La carretera pavimentada que conducía a la capital del Condado empezaba en la cima de la cuesta; nivelada y suave, y sin estar afectada por elementos externos, había sido construida después del Tercer Pleno del Comité Central. Recordó de nuevo cómo había protestado: «¿Qué necesidad hay de gastarse todo el dinero? ¿Cuántos viajes a la capital realizaremos cualquiera de nosotros a lo largo de nuestra vida?». Pero en ese momento se dio cuenta de su error. Los campesinos siempre ven las cosas a corto plazo y nunca son capaces de ir más allá de unas insignificantes ganancias personales. El gobierno es sabio y nunca te vas a equivocar si sigues sus consejos, fue lo que dijeron al pueblo en esos días.

Mientras avanzaba por la carretera nueva, escuchó el sonido de otro carro a veinte o treinta metros por delante de él, y la tos de un hombre anciano. Era muy tarde y todo estaba en silencio. La letra de una canción reverberaba por encima de los campos circundantes y Gao Yang dedujo que se trataba de Cuarto Tío Fang. En su juventud, Cuarto Tío había sido un joven elegante que cantaba duetos con una mujer que pertenecía a una compañía de ópera itinerante.

Hermana, hermana, qué visión más cautivadora. / Acomodada en la suite nupcial a medianoche. / Una aguja dorada sujeta la flor de loto. / Manchas de precioso jugo saludan a la luz de la mañana.

– ¡Sucio anciano! -juró Gao Yang para sus adentros mientras aceleraba el paso de su burro.

Pero iba a ser una noche larga y había mucha distancia que recorrer, así que le sedujo la idea de tener a alguien con quien hablar. Cuando tuvo a la vista la silueta del carro, saludó:

– ¿Eres tú, Cuarto Tío? Soy Gao Yang.

Cuarto Tío guardó silencio.

Las cigarras cantaban entre el follaje que se extendía a los lados de la carretera, el sonido de los cascos del burro de Gao Yang tronaba ruidosamente sobre el asfalto y el aire estaba cargado con el olor del ajo mientras la luna se elevaba por detrás de los árboles, con sus pálidos rayos bañando la carretera. Lleno de esperanza, se situó a la altura del carro que tenía ante sí.

– ¿Eres tú, Cuarto Tío? -repitió.

Como respuesta, Cuarto Tío dejó escapar un gruñido.

– Sigue cantando, Cuarto Tío.

Cuarto Tío suspiró.

– ¿Cantar? Llegados a este punto, no puedo ni llorar.

– He salido muy temprano y jamás pensé que iba a ir detrás de ti, Cuarto Tío.

– Debe haber más carromatos por delante de nosotros. ¿Has visto todos los excrementos de animal que hay a lo largo de la carretera?

– ¿No vendiste tu cosecha ayer, Cuarto Tío?

– ¿Y tú?

– No pude. Mi esposa acaba de tener un bebé y fue un parto tan complicado que me resultó imposible salir de casa.

– ¿Qué ha sido? -preguntó Cuarto Tío.

– Un niño.

Gao Yang no podía disimular su emoción. Su esposa le había dado un niño y había sido una magnífica cosecha de ajo. Gao Yang, tu suerte ha cambiado. Pensó en la tumba de su madre. Era un lugar propicio. Todo el sufrimiento que había tenido que soportar durante estos años por no confesar a las autoridades su ubicación había merecido la pena.

Cuarto Tío, que se encontraba sentado en la barandilla del carro, encendió su pipa, y la llama de la cerilla iluminó durante unos instantes su rostro. La cazoleta refulgió mientras el aroma acre del tabaco quemado se extendió en el aire gélido de la noche.

Gao Yang comprendió por qué Cuarto Tío se sentía tan melancólico.

– La vida de las personas está controlada por el destino, Cuarto Tío. El matrimonio y la abundancia están determinados antes de nacer, así que no tiene sentido preocuparse por ello.

Se dio cuenta de que, al tratar de consolar a Cuarto Tío, también estaba reconfortando a su propio espíritu y los problemas de Cuarto Tío no le producían ningún placer. Su corazón ya se sentía lo suficientemente alegre con esperar a que los hijos de Cuarto Tío también encontraran pronto a una esposa.

– Los campesinos como nosotros no le llegamos a la suela de los zapatos a las clases adineradas. Las vidas de algunas personas no merecen la pena y es mejor no tener algunas cosas. Sería peor para nosotros: podríamos acabar todos pidiendo. Sabemos de dónde procede nuestra próxima comida y es mejor llevar ropas raídas que ir por ahí con el culo desnudo. La vida es dura, de eso no hay duda, pero tenemos salud, y una pierna coja o un brazo marchito es mejor que contraer la lepra. ¿No te parece, Cuarto Tío?

Cuarto Tío lanzó otro gruñido como respuesta mientras chupaba su pipa. La plateada luz de la luna bañaba los ejes de su carro, los cuernos de la vaca que tiraba de él, las orejas del burro de Gao Yang y la fina lona de plástico que cubría el ajo.

– La muerte de mi madre me ayudó a convencerme de que deberíamos contentarnos con lo que tenemos y no esforzarnos por conseguir más de lo que debemos. Si todo el mundo estuviera en la cima, ¿quién iba a sujetar la base? Si todo el mundo fuera a la ciudad para divertirse, ¿quién se quedaría en casa plantando las cosechas? Cuando el Anciano que está ahí arriba creó a los hombres, utilizó diversas materias primas. La de mejor calidad fue para los oficiales, la de calidad media fue para los trabajadores y lo que le quedó lo empleó para crearnos a nosotros, los campesinos. Tú y yo estamos hechos de retales y tenemos suerte de seguir vivos. ¿No es cierto, Cuarto Tío? Es como esa vaca tuya, por ejemplo. Tiene que empujar tu ajo y, para colmo, tiene que cargar también contigo. Si reduce el paso, recibe una buena ración de tu látigo. Las mismas normas rigen a todas las criaturas vivas. Por esa razón tienes que aguantar, Cuarto Tío. Si lo consigues, serás un hombre, y si no, te convertirás en un fantasma. Hace unos años, Wang Tai y sus amigos me hicieron beber mi propia orina, eso fue antes de que Wang Tai llegara al poder, así que apreté los dientes y lo hice. No fue más que un poco de pis, sólo eso. Las cosas por las que nos preocupamos sólo están en nuestra cabeza. Nos engañamos a nosotros mismos al creer que somos puros. Esos médicos con sus batas blancas, ¿son puros? Entonces, ¿por qué comen la placenta? Piénsalo por un momento: vete a saber de qué parte de la mujer sale eso, lleno de sangre y todo, y sin siquiera lavarla, la cubren con ajo picado, sal, salsa de soja y más cosas, luego la fríen un poco y se la comen. El doctor Wu se quedó con la placenta de mi esposa y cuando le pregunté qué tal sabía, dijo que era como comer una medusa. Imagínatelo, ¡una medusa! ¿Habías oído alguna vez algo más asqueroso? Así que, cuando me dijeron que me bebiera mi propio pis, me lo tragué todo, una botella entera ¿Y qué pasó después? Pues que seguía siendo el mismo tipo, todo seguía en el mismo sitio. El secretario Huang por entonces no se bebía su propia orina, pero cuando años más tarde contrajo cáncer se comía crudas las víboras, los ciempiés, los sapos, los escorpiones y las avispas, «hay que combatir el fuego con fuego», decía, pero lo único que consiguió fue prolongar su lucha durante seis meses antes de exhalar su último suspiro.

Sus carros tomaron un recodo donde la carretera cruzaba el erial que se extendía detrás de la aldea Arena Elevada. La zona estaba salpicada de altozanos arenosos sobre los cuales crecían los sauces rojos, los arbustos índigos, las cañas de cera y los arces. Las ramas y las hojas centelleaban a la luz de la luna. Un escarabajo pelotero volaba por el aire, zumbando ruidosamente hasta que aterrizó en la carretera. Cuarto Tío azotó las posaderas de la vaca con una vara de sauce y volvió a encender su pipa.

Cuando llegaron a una pendiente, el burro bajó la cabeza y se afanó en silencio mientras tiraba de su carga. Compadeciéndose de él, Gao Yang pasó una cuerda por su hombro y le ayudó a tirar. Era una cuesta larga y empinada. Cuando llegaron a la cima, volvió la mirada para ver dónde habían estado y se sorprendió, pues parecía que hubiera una serie de linternas parpadeantes dentro de un pozo profundo. Durante el descenso trató de sentarse, pero cuando vio cómo el burro arqueaba su espalda y cómo sus pezuñas rebotaban por la carretera, se bajó del carro y caminó a su lado para evitar el desastre.

– Cuando lleguemos al final de esa pendiente, estaremos a mitad de camino, ¿verdad? -preguntó Gao Yang.

– Más o menos -respondió Cuarto Tío con desgana.

Los insectos que se encontraban en los árboles y en los arbustos del camino les saludaban a su paso emitiendo sonidos apagados y lúgubres. La vaca de Cuarto Tío tropezó y casi se cae al suelo. Una ligera niebla se elevó desde la carretera. Se escuchó un estruendo en la lejanía, hacia el sur, y el suelo vibró ligeramente.

– Por ahí va un tren -comentó Cuarto Tío.

– ¿Alguna vez has montado en uno, Cuarto Tío?

– Los trenes no se hicieron para personas como nosotros, citando tus propias palabras -dijo Cuarto Tío-. Quizá la próxima vez nazca en la familia de un oficial. Entonces montaré en uno. Mientras tanto, tendré que contentarme con observarlos desde la distancia.

– Yo tampoco he montado nunca en uno -dijo Gao Yang-. Si el Anciano que está en el Cielo me sonríe con cinco buenas cosechas, podré juntar cien yuan para montar en tren. Probar algo nuevo puede compensarme por haberme tenido que arrastrar durante toda la vida como si fuera una bestia con forma humana.

– Todavía eres joven -dijo Cuarto Tío-. Aún hay esperanza.

– ¿Esperanza para qué? A los treinta años ya eres una persona de mediana edad y a los cincuenta te plantan en el suelo. Tengo cuarenta y un años, uno más que tu hijo mayor. El lodo ya se me acumula en las axilas.

– La gente sobrevive a una generación; las plantas sólo duran hasta otoño. Tienes la sensación de que fue ayer cuando escalabas árboles para atrapar gorriones y te metías en el agua para coger peces. Pero antes de que te des cuenta, ha llegado la hora de morir.

– ¿Cuántos años tienes, Cuarto Tío?

– Sesenta y cuatro -respondió-. Setenta y tres y sesenta y cuatro son los años críticos. Si el Rey del Inframundo no viene a atraparte, vas derecho por tu propio pie. Hay pocas probabilidades de que pueda comer la cosecha de mijo de este año.

– No digas eso. Estás lo bastante fuerte y sano como para vivir por lo menos ocho o diez años más -dijo Gao Yang para animarle.

– No es necesario que trates de levantarme el ánimo. No tengo miedo a morir. No puede ser peor que esta vida. Y piensa en todo el alimento que voy a ahorrar al país -añadió sarcásticamente Cuarto Tío.

– No vas a ahorrar alimento a la nación por morirte, ya que sólo comes lo que cultivas. No eres uno de esos parásitos de la élite.

La luna se escondió detrás de una nube gris, difuminando los contornos de los árboles que se reflejaban en la carretera e incrementando la resonancia de los insectos que habitaban en ellos.

– Cuarto Tío, Gao Ma no es un mal hombre. Hiciste bien en darle permiso para que se casara con Jinju -dejó caer, arrepintiéndose al instante, especialmente cuando escuchó Cuarto Tío resoplar con fuerza, así que trató de cambiar de conversación lo más rápidamente posible-. ¿Has oído lo que pasó con el tercer hijo de la familia Xiong en el pueblo Corral de Oveja, el que se fue a estudiar a América? Todavía no había pasado un año desde su partida y ya se había casado con una chica americana de cabello rubio y ojos azules. Envió una fotografía a casa y el anciano Xiong ahora se la enseña a todo aquel con el que se encuentra.

– Las tumbas de sus antepasados están excavadas en una tierra propicia.

Ese comentario hizo que Gao Yang se acordara de la tumba de su madre. Estaba excavada en un terreno elevado, con un río que corría hacia el norte y un canal que avanzaba hacia el este; hacia el sur, se podía ver el Pequeño Monte Zhou y hacia el oeste se extendía una interminable llanura. Después pensó en su hijo de dos días, su hijo de enorme cabeza. Toda mi vida he sido como un ladrillo recién sacado del horno y no puedo cambiar ahora. Pero el lugar de descanso de mi madre puede ser de provecho para su nieto y permitirle llevar una vida decente cuando crezca.

Un tractor pasó resoplando, con las luces delanteras reluciendo y una montaña de ajo apilada en su remolque. Cuando se dieron cuenta de que la conversación les estaba retrasando, azuzaron a los animales para que aceleraran el paso.

Se acercaron a las vías férreas bajo el rojo sol de la mañana. Aunque era muy temprano, docenas de tractores ya habían formado una fila por delante, todos ellos cargados de ajo. Su camino estaba bloqueado por una barrera de paso a nivel que se encontraba en el lado norte de las vías. Una larga hilera de carros tirados por bueyes, burros, caballos y humanos, además de los tractores y los camiones, serpenteaba a sus espaldas, mientras toda la cosecha de ajo procedente de cuatro municipios era arrastrada como un imán hacia la capital del Condado. El sol mostraba la mitad de su cara enrojecida, y dibujaba un contorno negro mientras ascendía por encima del horizonte y caía bajo la marquesina de una nube blanca cuya mitad inferior estaba teñida de rojo pálido. Ante ellos se extendían cuatro vías férreas brillantes que iban de este a oeste. Una locomotora verde que se dirigía hacia el este, lanzando humo blanco y rasgando el cielo con su estridente silbido, pasó a toda velocidad, seguida de una procesión de vagones de pasajeros y de los rostros inflados de los miembros de la clase alta asomándose por las ventanas.

Un hombre de mediana edad que sujetaba una bandera roja y verde de precaución estaba situado junto a la barrera bajada. Su rostro también era redondo y rollizo. ¿Es que toda la gente de la élite que trabajaba en los ferrocarriles tenía el rostro inflado? El suelo todavía vibraba después de que el tren hubiera pasado y su burro se estremeció por los terribles chillidos que emitía el silbato del tren. Gao Yang, que había tapado los ojos del animal, dejó caer sus manos y miró al guardia que llevaba la bandera de precaución mientras levantaba la barrera con la mano que le quedaba libre. Los vehículos empezaron a atravesar las vías antes de que la barrera estuviera completamente subida. La estrecha carretera sólo podía albergar una doble fila, y Gao Yang se quedó con los ojos abiertos mientras los carros tirados a mano y más manejables y las bicicletas pasaban delante de él y de Cuarto Tío. La tierra se levantó rápidamente al otro lado de las vías férreas, donde su camino se entorpeció todavía más por culpa de la superficie pedregosa de la carretera, que estaba en pleno proceso de reparación. Los carros, que se afanaban por ascender la cuesta, se agitaban y traqueteaban por el esfuerzo, y obligaban a los conductores a bajarse y a guiar cuidadosamente a los animales sujetándolos por las bridas para enderezar los carros entre la arcilla y la dorada arena.

Al igual que antes, Cuarto Tío encabezó la marcha. Gao Yang observaba cómo el humo ascendía por su cuerpo y advirtió que su rostro estaba tan negro como el extremo de una sartén mientras se afanaba por guiar a su vaca, sujetando la cuerda con la mano izquierda y una vara de sauce con la derecha. «¡Vaaamos, avanza!», vociferó mientras agitaba la vara por encima del trasero del animal sin llegar a tocarlo. En la comisura de los labios de la vaca se formaron algunas burbujas espumosas; su respiración era profunda y áspera; sus ijadas se agitaron y se contornearon, probablemente debido a las piedras que le cortaban las pezuñas.

La bola roja del sol y unas cuantas nubes desgarradas eran todo el escenario que el cielo podía ofrecer; una carretera desvencijada y docenas de carros cargados de ajo configuraban un espectáculo terrenal. Gao Yang nunca había formado parte de semejante comitiva y se sentía tan aturdido que no despegó los ojos de la nuca de Cuarto Tío ni un momento, y no dejó que su mirada se apartara de ella ni un milímetro. Su pequeño burro parecía bailar sobre unas pezuñas que se cortaban sin misericordia por las afiladas piedras; su pezuña izquierda iba dejando un rastro de sangre oscura sobre las blancas piedras. El pobre animal se veía obligado a ir de un lado a otro por los bandazos que daba el eje, pero Gao Yang estaba demasiado decidido a seguir avanzando como para sentir compasión por él. Nadie se atrevía a reducir el paso, por temor a que la criatura infrahumana que había tras ellos pudiera intentar aprovecharse de la situación.

Una explosión, como si fuera una granada de mano, se escuchó a su izquierda, y asustó a todos los humanos y bestias por igual. Gao Yang se estremeció. Giró la cabeza hacia el lugar de donde procedía el sonido y observó que un carro había reventado un neumático, cuya cámara roja había quedado extendida sobre el caucho negro. Dos mujeres jóvenes, aproximadamente de la misma edad, tiraban del carro. La cabeza de la que era un poco más mayor tenía la forma del tronco de un árbol y estaba invadida de marcas de acné. Su enjuta acompañante tenía un atractivo rostro ovalado con, lamentablemente, un ojo ciego. Gao Yang suspiró. El ciego Zhang Kou lo explicó mejor que nadie: hasta una belleza famosa como la de Diao Zhan tenía cicatrices de la viruela, algo que simplemente demuestra que la belleza perfecta no existe. Las dos mujeres se quedaron mirando el neumático reventado y se retorcieron las manos, mientras los que estaban detrás de ellas gritaban y maldecían para que se pusieran de nuevo en marcha. Tropezando y con mucho esfuerzo, empujaron el carro hacia el cenagoso arcén de la carretera, mientras los demás se acercaban rápidamente.

Eso hizo que comenzara una epidemia de reventones: un tractor de cincuenta caballos de potencia perdió algunos de ellos en una ensordecedora explosión que hizo que las ruedas metálicas se hundieran profundamente en la carretera y que el tractor casi volcara. Un grupo de oficiales permanecía impotente frente a un amasijo de caucho inservible, mientras que el conductor -un joven cuyo sudoroso rostro estaba ennegrecido por el barro- sujetaba una enorme llave mecánica y lanzaba insultos contra la madre de todo aquel que trabajara en el Departamento de Transportes.

Ascendieron por una pendiente y después bajaron por el otro lado. Tanto en el ascenso como en el descenso se vieron entorpecidos por la misma superficie empedrada: dientes mellados y colmillos de lobos que se les clavaban en los talones. Los frecuentes reventones provocaban una sucesión de atascos y Gao Yang rezaba en silencio: «Anciano que estás en el Cielo, por favor cuida de mis neumáticos y no permitas que estallen».

Al fondo de la última colina tomaron la autopista que iba de este a oeste, donde una banda de hombres ataviados con un uniforme gris y gorras de visera ancha permanecía esperando a que se abriera el semáforo. A los carros cargados de ajo que llenaban la carretera se les unió una corriente de rezagados que emergió del sur. Cuarto Tío le informó de que tanto ellos como todos los demás se dirigían hacia los nuevos almacenes frigoríficos del Condado que se encontraban en el este.

Después de haber viajado varios cientos de metros por la autopista, el paso se vio bloqueado por los carros que avanzaban delante de ellos. Ahí fue cuando los hombres ataviados con el uniforme gris y pequeñas mochilas de plástico en mano se pusieron en acción. Sus insignias les identificaban como empleados de la estación de control de tráfico.

Gao Yang sabía por propia experiencia que los controladores de tráfico se ocupaban de los vehículos a motor; así que cuando uno de ellos, un imponente joven vestido de gris, le bloqueó el paso, mochila negra en mano, no se percató de que se dirigía a él e, incluso, le dedicó una sonrisa amistosa, aunque bastante estúpida.

El joven de expresión pétrea anotó algo en un pedazo de papel, se lo entregó a Gao Yang y dijo:

– Un yuan.

Cogido por sorpresa, y sin estar seguro de qué iba el asunto, Gao Yang sólo pudo quedarse mirando. El hombre de gris agitó el pedazo de papel delante de él.

– Dame un yuan -dijo fríamente.

– ¿Para qué? -preguntó Gao Yang ansiosamente.

– Es el peaje que hay que pagar por usar la autopista.

– ¿Con un carro tirado por un burro?

– Aunque fuera un carro tirado a mano.

– No tengo dinero, camarada. Mi esposa acaba de dar a luz y me he gastado hasta el último céntimo.

– Te digo que me pagues. Sin uno de éstos -dijo agitando el pedazo de papel en el aire-, sin uno de éstos, la cooperativa de mercado no te va a comprar el ajo.

– Sinceramente, no tengo dinero -insistió Gao Yang mientras daba la vuelta a los bolsillos-. Mire, ¡no hay nada!

– En ese caso, te voy a quitar una parte del ajo. Dos kilos.

– Dos kilos valen tres yuan, camarada.

– Si consideras que no es justo, entonces dame el dinero.

– ¡Eso es chantaje!

– ¿Me estás llamando chantajista? ¿Acaso piensas que me gusta hacer esto? Es una orden del Estado.

– Muy bien, si es una orden del Estado, entonces, adelante.

El hombre recogió un montón de ajo y lo metió en una cesta que había detrás de él, ayudado por dos muchachos, y colocó el pedazo de papel con el sello rojo oficial en la mano de Gao Yang.

El controlador de tráfico se dirigió a continuación a Cuarto Tío, que le entregó dos billetes de cincuenta fen. También le extendieron un pedazo de papel blanco con un sello rojo.

Cuando la cesta estuvo casi llena los muchachos la recogieron y se dirigieron tambaleando hacia la estación de control de tráfico, donde se encontraba aparcado un camión. Dos hombres de blanco, que tenían aspecto de ser peones, se apoyaban contra el parachoques con los brazos cruzados.

Al menos veinte hombres ataviados con uniforme gris se encargaban de la tarea de entregar los papeles que sacaban de sus mochilas negras. Se produjo una discusión entre uno de ellos y un joven vestido con un chaleco rojo que expresaba su opinión:

– ¡Vosotros, atajo de bebés salidos de un coño, sois peor que cualquier hijo de puta que conozco!

El controlador de tráfico le abofeteó tranquilamente en la cara sin mover una pestaña.

– ¿Quién te crees que eres, golpeándome de esa manera? -gritó el joven del chaleco rojo.

– Ha sido una palmada cariñosa -respondió el controlador de tráfico con la voz relajada-. Escuchemos qué más tienes que decir.

El joven se precipitó sobre el controlador, pero fue contenido por dos hombres de mediana edad.

– ¡Basta ya, basta ya he dicho! Dale lo que quiere y mantén la boca cerrada.

Dos policías vestidos con un uniforme blanco, que estaban tomándose un descanso para fumar un cigarro debajo de un álamo, ignoraron la escena completamente.

¿Qué está sucediendo?, pensaba Gao Yang. Pues claro que son unos bebés salidos del coño. ¿Qué se creen que son, bebés salidos del culo? La cruda realidad puede que no suene demasiado agradable, pero no por ello deja de ser cierta. Se felicitó por no haber cometido una tontería como ésa, aunque la idea de perder todo el jugoso ajo casi le rompe el corazón. Lanzó un profundo suspiro.

Por aquel entonces, la mañana ya tocaba a su fin y el carro de Gao Yang tirado por un burro no había avanzado ni un milímetro. La carretera estaba llena de vehículos que iban en ambas direcciones. Cuarto Tío le había enseñado que el almacén frigorífico -donde se compraba el ajo- se encontraba a algo más de un kilómetro hacia el este. Estaba deseando verlo por sí mismo, atraído por los gritos, las discusiones y otros indicios de actividad frenética, pero no se atrevía a moverse de donde estaba.

Cuando advirtió los primeros síntomas de hambre, Gao Yang sacó un fardo de paño de su carro y lo abrió para extraer una tortita y medio pedazo de verduras en escabeche; lo ofreció primero a Cuarto Tío a modo de cortesía, y luego dio el primer mordisco una vez que su oferta fue rechazada. Cuando había comido aproximadamente la mitad, Gao Yang cogió cinco tallos de ajo de su carga, pensando que debía considerarlos parte del peaje por la autopista. Su textura crujiente y su sabor dulce fueron el complemento perfecto para su comida.

Todavía se encontraba comiendo cuando otro hombre de uniforme y gorra de visera ancha apareció y le bloqueó el paso, dándole un susto de muerte. Gao Yang cogió rápidamente su pedazo de papel, lo agitó delante del hombre y dijo:

– Ya he pagado, camarada.

– Ese papel es el de la estación de control -dijo el hombre después de echar una ojeada por encima-. Necesito cobrar un impuesto de mercancía de dos yuan.

Esta vez, la primera sensación que invadió a Gao Yang fue la ira.

– Todavía no he vendido un solo tallo de ajo -dijo.

– Una vez que lo hayas hecho, no te vas a quedar por aquí para pagarlo -dijo el oficial de intercambio de mercancía.

– ¡No tengo dinero! -respondió Gao Yang malhumoradamente.

– Escúchame -dijo el hombre-. La cooperativa no te va a comprar el ajo sin ver el justificante de pago del impuesto.

– Camarada -dijo Gao Yang, moderando su actitud-. Lo digo en serio. No tengo dinero.

– Entonces dame tres kilos de ajo.

Ese sorprendente giro de los acontecimientos hizo que Gao Yang estuviera a punto de echarse a llorar.

– Camarada, este poco de ajo es todo lo que tengo. Tres kilos aquí, dos kilos allá y dentro de poco ya no me quedará nada. Tengo esposa e hijos y éste es todo el ajo que he podido cosechar, trabajando día y noche. Por favor, camarada.

– Es la política del gobierno -dijo el hombre compasivamente.Tienes que pagar un impuesto cuando se trata de comerciar con bienes de consumo.

– Si es la política del gobierno, entonces adelante, coge lo que quieras -masculló Gao Yang-. Impuestos imperiales por el grano, impuestos nacionales… Están acabando conmigo, y no puedo levantar la mano para defenderme…

El oficial de comercio de bienes de consumo cogió un puñado de ajo y lo depositó en la cesta que había detrás de él. Una vez más, dos muchachos que parecían marionetas movidas por una cuerda estaban a cargo de la cesta. Mientras Gao Yang miraba cómo su ajo se arrojaba dentro de la canasta, le empezó a doler la nariz y dos enormes lágrimas resbalaron por el rabillo de sus ojos.

A mediodía el sol abrasador agotó la energía de Gao Yang y de su burro, que levantó lánguidamente la cola y soltó una docena aproximada de excrementos. Eso hizo que se acercara el hombre del uniforme gris y la gorra con la visera ancha, que anotó algo en un pedazo de papel y se lo entregó a Gao Yang.

– Una multa de dos yuan por arrojar desperdicios -dijo.

Otro hombre, éste vestido con uniforme blanco y una gorra de ala ancha, apareció, anotó algo en un pedazo de papel y se lo entregó a Gao Yang.

– Como inspector de sanidad, le impongo una multa de dos yuan.

Gao Yang se limitó a mirar a los inspectores de medio ambiente y de sanidad.

– No tengo dinero -les dijo dócilmente-. Cojan un poco de ajo.

La noche caía lentamente mientras Gao Yang y Cuarto Tío por fin alcanzaron el puesto de compra que se encontraba delante de los almacenes refrigerados. Dos operarios, cuyos rostros resplandecían como unas brasas apagadas, manipulaban la báscula. Después de anunciar los pesos fríamente, los operarios que manejaban la báscula anotaron con un bolígrafo las cantidades en sus libros de recibos. Gao Yang comenzó a sentir un sudor frío cuando vio a todos los hombres de uniforme que había patrullando la zona.

– Bueno, lo hemos conseguido -comentó aliviado Cuarto Tío.

– Sí, lo hemos conseguido -repitió Gao Yang.

Cuarto Tío era el siguiente en la fila, por delante de Gao Yang, y la mirada de ansiedad e ilusión que asomaba en su rostro hizo que el corazón de éste latiera con fuerza y lo hizo todavía más cuando observó al inspector de pie junto a la báscula.

Un hombre de uniforme que llevaba en la mano un megáfono se subió a una mesa roja.

– Atención, campesinos -anunció-. El almacén ha suspendido temporalmente la adquisición de ajo. Cuando estemos preparados para abrir de nuevo, se lo notificaremos a las cooperativas locales y ellas os lo comunicarán a vosotros.

Gao Yang se sintió como si le hubieran dado un porrazo. La cabeza le daba vueltas y tuvo que agarrase al lomo del burro para no caer al suelo.

– ¿Eso es todo? -gritó Cuarto Tío-. ¿Dejan de comprarnos el ajo justo cuando llego a la báscula? ¡Llevo en la carretera desde medianoche, casi veinticuatro horas!

– Idos a casa, campesinos. Cuando tengamos espacio en el almacén, os lo haremos saber.

– ¡Vivo a veinticinco kilómetros de distancia! -se quejó Cuarto Tío, con la voz partida.

El operador de la báscula se puso de pie, ábaco en mano.

– Camarada, he pagado un impuesto por la autopista y otro por comerciar con bienes de consumo… -dijo Cuarto Tío.

– Guardad los recibos. Os valdrán para la próxima vez. Ahora idos todos a casa. Trabajamos día y noche. En cuanto esta carga se haya almacenado convenientemente, volveremos a abrir.

La gente empezó a empujar, gritando, chillando, vociferando, maldiciendo.

Sujetando el megáfono, el hombre se bajó de la mesa y, agachado, corrió como un loco. La puerta de acero se cerró de golpe justo cuando un joven de tez morena se subió a la mesa roja y gritó a pleno pulmón:

– ¡Maldita sea! Tenéis que ir por la puerta trasera para arrasar con todo, aunque sea un crematorio. ¿Qué posibilidades tenemos de vender nuestro ajo?

Luego se bajó de la mesa y desapareció entre las pilas de ajo.

Su lugar fue ocupado por un joven de rostro cubierto de granos que gritó:

– ¡Vosotros, los que os escondéis dentro del almacén, voy a empalar a vuestra madre con mi polla!

Se escuchó el sonido de las risas.

Alguien quitó el gancho a la báscula y la agitó sobre la puerta de acero galvanizado del almacén. ¡Clang! Cuando la multitud golpeó la báscula y destrozó la mesa, un anciano salió precipitadamente del almacén.

– ¿Qué es esto, una revuelta?

– ¡Atrapad al viejo cabrón! ¡Golpeadle! ¡Su hijo, Pocky Liu, del Departamento de Comercio, le paga al viejo cabrón cien yuan al mes por ser el portero!

– ¡Golpeadle, golpeadle, GOLPEADLE!

Los hombres se precipitaron sobre la puerta y la golpearon con los puños.

– Salgamos de aquí, Cuarto Tío -apremió Gao Yang-. Una cosa es no vender nuestro ajo y otra es meterse en problemas.

– ¡Me gustaría subirme allí y darles una paliza!

– Vamos, Cuarto Tío, salgamos de aquí. Si nos dirigimos al este, llegaremos al lado norte de las vías férreas.

Dicho eso, Cuarto Tío dio la vuelta al carro y se dirigió hacia el este, seguido de cerca por Gao Yang, que guiaba a su burro.

Después de unos cuantos cientos de metros, se giraron y vieron que había fuego delante de la puerta del almacén. Un hombre de piel roja arrancó el cartel y lo arrojó a las llamas.

– El almacén frigorífico en realidad se llama «almacén de temperatura controlada» -informó Gao Yang a Cuarto Tío-. Eso es lo que decía el cartel.

– ¿A quién coño le importa cómo se llama? -replicó Cuarto Tío-. ¡Ojalá se queme entero!

Todavía estaban observando cuando la puerta se desplomó y la multitud entró precipitadamente en el recinto. La luz temblorosa de las llamas bailaba sobre el rostro de los presentes, aunque desde la distancia. Una serie de gritos estremecedores llegó hasta Gao Yang y Cuarto Tío, eso y el sonido de los cristales hechos añicos.

Una berlina negra apareció por el este.

– ¡Las autoridades! -dijo Gao Yang alarmado mientras el automóvil chirriaba al frenar cerca del fuego y sus ocupantes se bajaban de él. Inmediatamente fueron empujados hacia la cuneta mientras la multitud golpeaba el techo del coche con palos y el aire se llenaba de batacazos sordos.

Entonces, alguien extrajo del fuego un tronco ardiendo y lo lanzó contra el asediado vehículo.

– ¡Salgamos de aquí, Cuarto Tío! -insistió Gao Yang.

Cuarto Tío, que empezaba a compartir el temor de Gao Yang, golpeó con su vara el trasero de la vaca.

Mientras avanzaban por la carretera, escucharon una fuerte explosión a sus espaldas y, cuando se dieron la vuelta para mirar, contemplaron una columna ardiente que ascendía por el aire y se elevaba por encima del edificio mientras iluminaba el área en varios kilómetros a la redonda. Sin estar seguro de lo que sentía, si éxtasis o terror, Gao Yang escuchó los latidos de su propio corazón y sintió un sudor frío en las palmas de las manos.

Los dos hombres rodearon la capital del Condado y cruzaron las vías férreas antes de que Gao Yang lanzara un suspiro de alivio, cuando por fin se sintió como si hubiera escapado de las fauces de un lobo. No podía asegurar si Cuarto Tío compartía sus sensaciones. Si escuchaba atentamente, todavía podía oír la algarabía procedente del almacén.

Después de dirigirse hacia el norte durante aproximadamente un kilómetro, escucharon el traqueteo de un motor diésel y el salpicar del agua un poco hacia el este de la carretera, donde se hacía visible el anillo de pálida luz que emitía una lámpara. El sonido del agua recordó a Gao Yang lo sediento que estaba. Cuarto Tío debe sentirse igual, pensó, ya que no ha comido ni bebido nada en todo el día.

– Vigila mi carro, Cuarto Tío, mientras consigo un poco de agua. Los animales tienen que comer y beber, ya que todavía nos queda un largo camino por delante.

Frenando a su vaca mientras asentía en silencio, Cuarto Tío dejó el carro junto a la carretera, mientras Gao Yang sacaba una cubeta de metal y se dirigía hacia la luz, hasta que encontró rápidamente una estrecha senda entre los tallos de maíz, cuyas hojas le rozaban las piernas y la cubeta. La luz de la lámpara era tenue, aunque pudo adivinar que su manantial probablemente se encontraba a sólo un par de pasos de la carretera, si bien no sería fácil llegar hasta él. El sonido del motor diésel y del agua salpicando permanecía constante, como si estuviera eternamente lejos de su alcance. Cuando llegó a un punto del camino, éste simplemente desapareció, obligándole a penetrar por el campo, con cuidado de no pisar los tallos. No tardó en advertir la diferencia que había entre el suelo rico que se extendía bajo sus pies y el lodo pobre en minerales que había en su hogar, lejos de la capital. Unos instantes después, la senda volvió a aparecer y, unos pasos más adelante, se ensanchó lo suficiente como para poder meter un pequeño carro. Una serie de zanjas superficiales la separaba de la tierra de cultivo, que desprendía una aromática mezcla de algodón, cacahuetes, maíz y sorgo. De cada uno de ellos emanaba una fragancia característica.

De repente, la intensidad de la luz de la lámpara aumentó considerablemente y los sonidos del motor diésel y del agua burbujeando se hicieron más notorios y claros. Contemplar su propia sombra hizo que Gao Yang fuera consciente de su propia timidez, aunque siguió avanzando hacia la lámpara, colgada de un poste de madera que se levantaba junto a un motor diésel rojo de doce caballos montado sobre cuatro postes de madera clavados en el camino. La correa del ventilador no parecía estar girando, pero sabía que no era más que una ilusión óptica, ya que el brillante pasador metálico seguía avanzando y emitiendo un chasquido. El agua clara surgía a través de una gruesa manguera de plástico enterrada en un pozo que la impulsaba a través de una bomba. Un par de zapatos deportivos colocado sobre una lámina de plástico era la única señal de vida que encontró, incluso cuando entornó los ojos para ver mejor. El aire estaba cargado con el aroma del maíz joven.

– ¿Quién anda ahí? -salió una voz de la oscuridad.

– Sólo un transeúnte que necesita un poco de agua -respondió.

El crujido de los tallos de maíz precedió a la aparición de un hombre alto y fornido que llevaba una azada sobre el hombro. Se acercó a la bomba y se lavó los cenagosos pies en el agua y luego enjuagó la azada. La luz de la lámpara relucía en las gotas de agua que escurrían del filo.

Después de saltar por encima del canal de riego, el hombre se apoyó sobre su azada y dijo:

– Adelante, bebe toda la que quieras.

Gao Yang avanzó unos pasos, se arrodilló y metió la boca en la intensa corriente de agua, que le entumeció los labios y casi le hace atragantarse. Cuando no pudo beber una gota más, se lavó la cara, llenó la cubeta y la llevó hacia la lámpara.

El hombre le observaba atentamente, así que le devolvió el favor.

Era un joven bien proporcionado que llevaba una camisa de manga corta y un par de pantalones de uniforme. Se inclinó para desabrochar un reluciente reloj que colgaba de su cinturón y se lo puso en la muñeca mientras miraba la hora.

– ¿Qué haces por aquí a estas horas?

– Vendiendo mi ajo. No he bebido una gota de agua en todo el día. El sonido del agua que bebías era como una música maravillosa.

– ¿De qué ciudad eres?

– De Gaotong.

– Eso está muy lejos de aquí. ¿Tu cooperativa local no montó un puesto de compra?

– Están demasiado ocupados vendiendo fertilizante como para preocuparse de esas cosas.

El joven se echó a reír.

– Eso es normal. Hoy en día, todo el mundo quiere hacerse rico. ¿Cómo fue la venta?

– No muy bien. Cuando llegó nuestro turno, nos dijeron que el almacén estaba lleno y que por ahora no se iba a comprar más ajo. Si fueran a volver a abrirlo mañana, pasaría allí la noche en lugar de regresar a casa. ¡Pero quién demonios sabe si las básculas volverán a funcionar este mes o siquiera este año!

Luego contó el resto, no lo pudo evitar.

– Se ha producido un tumulto -dijo-. Han destrozado las básculas, han prendido fuego a la mesa, han roto las ventanas e, incluso, han incendiado un vehículo oficial.

– ¿Quieres decir que las masas han empezado una revuelta? -preguntó el joven con excitación.

– No sé si será una revuelta -respondió Gao Yang con un suspiro-, pero seguro que era un tumulto. A algunos no parecía importarles lo que les pudiera suceder.

– Mi padre y uno de mis hermanos fueron a la ciudad a vender nuestro ajo. Me pregunto si estarán bien.

La mirada de Gao Yang se posó en los dientes blancos y uniformes del joven, y estaba seguro de que trataba de disimular su acento del norte.

– Tienes algo especial, Hermano Mayor -comentó-. Créeme.

– Estoy en el ejército, nada especial -respondió el joven.

– Veo que eres un hombre decente. Por muy mal que te haya tratado la vida, sigues viniendo a ayudar a tu padre. Eso me dice que estás destinado a tener un brillante futuro.

El joven sacó un paquete de cigarrillos, que parecían una flor fresca bajo la luz de la lámpara. Ofreció uno a Gao Yang.

– No fumo -dijo Gao Yang-, pero un amigo mío me está esperando en la carretera y estoy seguro de que nunca ha fumado un cigarrillo como éste.

Se lo colocó por detrás de la oreja, cogió su balde y dirigió los pasos hacia la carretera.

– ¿A dónde fuiste a por agua, al mar de la China? -protestó Cuarto Tío. El burro permanecía de pie estúpidamente y la vaca de Cuarto Tío estaba tumbada junto al carro.

– Toma, te he traído agua -dijo Gao Yang-. Yo me ocuparé de los animales.

Enterrando el rostro en la cubeta, Cuarto Tío bebió su contenido, luego se puso de pie y eructó varias veces. Gao Yang sacó el cigarrillo de detrás de la oreja y se lo entregó.

– He conocido a alguien especial -afirmó-. Dijo que no era más que un soldado, pero enseguida me di cuenta de que era un oficial. Cuando me ofreció un cigarrillo, le dije que no fumaba, pero te lo he traído para ti.

Cuarto Tío lo aceptó y lo sujetó por debajo de la nariz.

– Tiene un olor muy normal.

– Vino a ayudar a su padre en el campo, aunque sea un oficial. No está mal, ¿verdad? Hoy en día, la mayoría de la gente está impaciente por desprenderse de su aspecto de mendigo y pisotear a la persona que tiene al lado. Mira a nuestro propio Wang Tai. Pretende hacernos creer que ni siquiera nos conoce. ¿Ya no quieres más? -preguntó Gao Yang-. Voy a dar de beber a la vaca.

– Empieza por el burro. Mi vaca no va a rumiar sus alimentos. Me temo que se encuentra enferma. Está preñada y si, además de no vender el ajo, la pierdo a ella, estoy acabado.

El burro, después de tomar un sorbo de agua, comenzó a resollar, pero Gao Yang se acercó a la vaca, que trató de ponerse de pie, aunque no pudo conseguirlo sin la ayuda de Cuarto Tío. Una luz azulada emergió de sus grandes y tristes ojos. Gao Yang sujetó la cubeta por debajo de la nariz del animal, pero éste sólo dio un par de lametazos superficiales antes de levantar la cabeza y mojarse los labios y la nariz con su larga lengua.

– ¿Eso es todo lo que va a beber? -preguntó Gao Yang.

– Es exigente. La única manera de que Cuarta Tía le haga beber es espolvoreando un poco de salvado por encima del agua.

– Todos queremos llevar una vida cómoda, incluso las vacas -dijo Gao Yang sarcásticamente-. No hace muchos años los seres humanos podíamos pasar sin salvado, por no hablar de las vacas.

– No te entretengas y da de beber a tu burro.

El burro tensó los músculos mientras lamió hasta la última gota de la cubeta y, a continuación, sacudió la cabeza para indicar que quería más.

– Pongámonos en marcha -dijo Cuarto Tío-. Los animales caerán enfermos si no sudan después de beber agua fría.

– ¿Cuánto te costó, Cuarto Tío?

– Novecientos treinta, sin contar los impuestos.

– ¿Tanto? -Gao Yang chasqueó la lengua-. Podrías cubrirla de la cabeza a las patas con tantos billetes.

– Hoy en día el dinero no vale nada -dijo Cuarto Tío-. El cerdo ha subido sesenta fen en seis meses: ¡está a noventa fen el kilo! No podemos permitirnos más que unos pocos kilos al año.

– Pero te las arreglas bien, Cuarto Tío, desde que puedes contar con un ternero al año. Si el primero es una hembra, todavía mejor. Criar vacas es mucho mejor que plantar ajo.

– Sólo ves el lado bueno de las cosas -protestó Cuarto Tío-. ¿Acaso te crees que lo único que necesita una vaca es el viento del noroeste? ¿De dónde te crees que viene el heno y el puré?

Su conversación fue languideciendo a medida que avanzaba la noche. Los dos carros se balanceaban ligeramente de un lado a otro. Gao Yang, agotado, saltó sobre su carro -para desgracia del burro- y se sentó, apoyando la espalda contra la barandilla. Los párpados le pesaban, pero se obligó a permanecer despierto. En ese momento atravesaban un suelo arenoso; el follaje que crecía a los lados de la carretera no había cambiado desde la noche anterior, salvo por el hecho de que la ausencia de la luna impedía que las hojas brillaran. Los agudos sonidos de las cigarras y de los grillos tampoco habían cambiado un ápice, y eran igual de interminables que antes.

Otra pendiente hizo que el burro tuviera que hacer un esfuerzo aún mayor y comenzara a sonar como un anciano asmático. Gao Yang bajó del carro y caminó por la carretera, aligerando un poco la carga al animal. Cuarto Tío permaneció en su carro y dejó que la vaca preñada tirara de él por la pendiente, aunque para ello tuviera que hacer un enorme esfuerzo, algo que no le pasó inadvertido a Gao Yang. Pensé que tenía un corazón más piadoso, meditó, recordándose a sí mismo que en adelante quería tener que ver lo menos posible con personas como él.

Aproximadamente a mitad de la pendiente, la luna hizo su aparición en el cielo oriental, iluminando apenas las tierras bajas que se extendían en la distancia. Gao Yang conocía suficientemente bien las leyes de la naturaleza como para saber que la aparición de la luna aquella noche se produjo un poco más tarde que la noche anterior, y que la luna de esa noche era un poco más pequeña. Tenía un color amarillento, con un toque rosáceo: una media luna agujereada, cetrina, ligeramente rosácea, frágil, turbia, débil y somnolienta, un poco más pequeña que la de la noche anterior y un poco más grande que la que saldrá mañana. Sus rayos eran tan débiles que parecían no ser suficientes para cubrir la arenosa colina, el follaje y la autopista. Dio una palmada al burro en la sudorosa cresta de su lomo; las ruedas giraban lentamente sobre sus ejes, chirriaban y protestaban por la falta de grasa. De vez en cuando, Cuarto Tío cantaba una estrofa de alguna obscena tonada popular, luego se detenía en seco, sin seguir ningún patrón aparente. En realidad, los rayos de luna llegaban hasta ellos, ¿qué podía ser sino la luna la que bailaba sobre las hojas que había a su alrededor? Si no fuera la luz de la luna brillando sobre las alas de los grillos como pedazos de cristal, ¿qué otra cosa podía ser? ¿Quién podría negar que el cálido aroma de la luz de la luna estaba mezclado con el frío hedor del ajo? Una pesada niebla se cernía sobre la tierra baja; una ligera brisa barría la vegetación.

Cuarto Tío comenzó a maldecir, aunque era difícil decir si estaba insultando a algo o a alguien.

– Tú, hijo de una puta, prole de una perra, en cuanto te pones los calzoncillos piensas que eres una persona respetable.

Gao Yang no sabía si reír o llorar.

Justo entonces, dos rayos de luz cegadores que procedían de la cima de la colina se precipitaron sobre ellos -primero altos, luego bajos, primero a la izquierda, luego a la derecha, como si fueran un par de tijeras dentadas moviéndose a través de un pedazo de tela-, seguidos por el acuciante rugido de un motor. Gao Yang pasó los brazos alrededor de la fría y sudorosa cabeza de su burro y le dio un empujoncito para que llevara el carro a un lado de la carretera. Envuelta en los rayos de luz, la vaca de Cuarto Tío parecía un huesudo conejo. Bajó del carro, agarró los arreos y la guió hacia la cuneta. Ambos parecieron desintegrarse entre los rayos de luz.

Lo que sucedió a continuación fue una broma pesada, un sueño, una cagada, un verdadero fastidio.

Gao Yang más tarde recordó que el coche se precipitó sobre ellos como una avalancha, emitiendo ruidos violentos y atronadores, mientras la oscuridad se tragó la vaca de Cuarto Tío, su carro, su ajo y a él mismo. Paralizado y con los ojos abiertos de par en par, Gao Yang vio dos rostros de mediana edad congelados detrás de un parabrisas: uno gordo, hinchado y sonriente; el otro delgado y retorcido en una mueca. Gao Yang y su burro estaban casi asfixiados por el calor del vehículo.

Recordó haber visto cómo el coche se abalanzaba sobre ellos, escuchar el mugido de la vaca de Cuarto Tío y ver cómo pasaba sus brazos alrededor del cuello del animal. La cabeza de Cuarto Tío se encogió de tamaño hasta parecer un diminuto abalorio metálico que reflejaba una luz amarilla y azul. Cuarto Tío, cuyos ojos no eran más que unas pequeñas aberturas y su boca un enorme agujero abierto, tenía un aspecto aterrorizado y patético. La luz blanca brillaba a través de sus prominentes orejas. De forma lenta e inevitable, el parachoques del automóvil golpeó contra la vaca y contra las piernas de Cuarto Tío, que impulsó su torso hacia delante un segundo antes de volar por los aires, con los brazos extendidos como si fueran alas y la camisa agitándose a su espalda como si se tratara de las plumas de la cola. Cuarto Tío aterrizó en una montaña de cañas de cera. Su vaca, mientras retorcía su cuello, se cayó al suelo de panza. El coche siguió avanzando. Después de empujar la vaca y el carro durante unos metros, pasó por encima de ellos.

¿Y luego qué? El hombre gordo gritó: «¡Salgamos de aquí!». El hombre enjuto trató de dar marcha atrás, pero no pudo. Pisando a fondo el pedal, consiguió retroceder. Después giró el coche, pasó junto al lugar donde se encontraba Gao Yang con su burro y bajó a toda velocidad por la colina, dejando un reguero de agua que salía de su agujereado radiador: un viaje húmedo, chorreante y breve.

Con sus brazos todavía colocados alrededor de la cabeza de su burro, Gao Yang trató de comprender qué había sucedido. Se incorporó y sintió su propia cabeza. Todavía estaba entero. Nariz, ojos, orejas, boca: todo estaba en su sitio. A continuación examinó la cabeza del burro; también estaba todo bien, salvo sus orejas, que se habían congelado de frío. Entonces, se vino abajo y lloró como un niño.

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