CAPÍTULO 8

Un simio traicionero, un perro renegado: la ingratitud ha existido desde el principio de los tiempos. Pequeño Wang, has arrojado tu guadaña y tu azadón para aprender cuál es el camino del tirano, tal y como hace un cangrejo…

Extracto de una balada de Zhang Kou después del exceso de ajo, para maldecir abiertamente a Wang Tai, el nuevo director diputado de la Cooperativa de Comercialización y Abastecimiento de la comarca.


La furgoneta de la policía llevaba tanto tiempo viajando por la carretera que el polvo que se había acumulado en el asfalto era un ribete cegador de luz. Un sapo muerto que llevaba ahí desde quién sabe cuándo ahora no era más que una piel reseca y aplastada, como si fuera una calcomanía, Jinju arrastró los pies y tropezó en el lateral de la carretera. Empapada en sudor, con las rodillas magulladas y la mente en blanco, se sentó sobre una mata de hierba, con aspecto de estar más muerta que viva.

La carretera atravesaba un amplio campo de cultivo, lleno de sorgo y de maíz que alcanzaba la cintura, así como de extensas olas de mijo que se perdían en la distancia. La tierra negra parecía un edredón de retazos multicolor extendido sobre los campos, que se habían preparado para una siembra de soja o de maíz. El aire seco y el sol abrasador hacían que la tierra se agrietara y crepitara. Todo lo que tocaba el sol adquiría un tono amarillo dorado, especialmente el recinto gubernamental del municipio, donde los girasoles estaban en flor.

Jinju se sentó con la mente perdida en sus pensamientos hasta que el sol se metió por el oeste y las nubes de la neblina ascendieron hasta el cielo, mientras de los campos llegaba el sonido de algunas tristes canciones. Todos los días de verano, cuando caía la noche, la brisa fresca arrastraba consigo las canciones que salían de la garganta de los campesinos. Las gruesas capas de polvo cubrían sus cuerpos desnudos, que parecían aumentar a medida que la intensidad del sol iba remitiendo. Un buey tiraba de un carro, convirtiendo la tierra en un campo de ajos, rodando constantemente y dejando tras de sí la negra estela ondulante del carro.

Se quedó mirando atontada la actividad que se estaba desarrollando en el campo y, cuando el anciano que se encontraba detrás del carro empezó a cantar, se echó a llorar desconsoladamente.

– La puesta de sol en la Montaña del Oeste, el cielo se vuelve oscuro. -El anciano agitaba su látigo, haciendo danzar la punta del mismo sobre la cabeza del buey-. Tía Abuela monta en su muía hacia Yangguan…

Los mismos dos versos, luego se detuvo de nuevo.

Jinju se puso de pie, se sacudió la suciedad del trasero con el fardo y se dirigió lentamente a casa.

Su padre había muerto y su madre estaba arrestada. Un mes antes, su padre había sido atropellado por el coche del secretario del partido de la ciudad, mientras que su madre había sido introducida por la policía en un camión y se la habían llevado sin que Jinju supiera el motivo.

Caminó sobre el dique del río, pero mientras avanzaba su vientre abultado le obligó a echar la espalda hacia atrás para mantener el equilibrio. Con cautela, avanzó por la impecable hierba y por el tramo de arena donde crecían los sauces llorones. El suelo esponjoso estaba salpicado de matas de hierba desconchada de color verde y puntas amarillas. Apoyada contra un sauce de tamaño medio, observó la corteza satinada verde y marrón, sobre la cual desfilaba un ejército de hormigas rojas. Sin saber con qué pensamientos llenar el vacío que había en su mente, poco a poco fue siendo consciente de que tenía las piernas hinchadas y de que el bebé que llevaba en el vientre se movía con violencia. Aspiró una bocanada de aire fresco, se inclinó y contuvo la respiración mientras envolvía firmemente los brazos alrededor de un árbol.

El sudor inundaba su frente y las lágrimas resbalaban por el rabillo de sus ojos. El bebé que llevaba en su vientre golpeaba y daba patadas como si albergara algún tipo de rencor secreto hacia ella. Sintiéndose profundamente agraviada, escuchó llorar y despotricar a su bebé nonato y supo, con absoluta certeza, que se trataba de un varón, y que en ese preciso momento estaba mirándole a ella.

¿Quieres salir ya, mi niño? ¿Es eso lo que quieres? Se sentó con cuidado sobre el suelo arenoso y frotó su mano ligeramente sobre la piel tirante que se extendía sobre su vientre. Todavía no es la hora, mi niño, no tengas tanta prisa, imploró. Pero ese furioso feto golpeaba y pateaba como nunca, con los ojos abiertos de par en par llenos de odio, chillando y llorando… Nunca he visto llorar a un niño con los ojos abiertos… Mi niño, por favor, no tengas tanta prisa por salir… Luego arrancó un pedazo de corteza del árbol… Un reguero de líquido cálido resbaló por sus piernas… Mi niño, todavía no puedes salir…

El desgarrador lamento de Jinju asustó tanto a los orioles que había sobre su cabeza que chillaron ruidosamente y salieron volando con destino desconocido.

– Hermano Mayor Gao Ma… Hermano Mayor Gao Ma… Ven a salvarme… Deprisa. -Sus estridentes lamentos rompieron el silencio del bosque de sauces.

El bebé que habitaba en su vientre no se aplacó. Crueles y despiadados, sus ojos inyectados en sangre se abrieron de par en par, mientras gritaba: «¡Dejadme salir de aquí! ¡Os digo que me dejéis salir!».

Abrazándose contra el árbol y mordiéndose con fuerza los labios, fue capaz de ponerse de pie con mucho esfuerzo. Cada golpe y cada patada le doblaban de dolor y arrancaban un grito de tortura de su garganta. La imagen de esa pequeña cosita tan espantosa flotaba por delante de sus ojos: una nariz brillante, oscura y pronunciada, unos ojos enormes, dos hileras de dientes afilados.

– No me muerdas, mi niño… Suéltame… No me muerdas…

Haciendo un esfuerzo para agacharse, avanzó unos cuantos pasos arrastrando los pies hacia las ramas de sauce caídas, cuyas hojas estaban cubiertas de pulgones que se posaban sobre su rostro, cuello, cabello y hombros cuando se frotaba contra ellas. El líquido caliente le empapaba los zapatos y se mezclaba con la arena hasta formar un lodo granuloso que le hacía resbalar y deslizarse como si sus zapatos estuvieran llenos de cieno. Avanzó yendo de un sauce llorón a otro, obligando a todos ellos a compartir el tormento por el que estaba pasando. Las hordas de pulgones centelleaban como si fueran luciérnagas, hasta que las ramas y las hojas del sauce parecían estar cubiertas de aceite.

– Mi niño… No me mires de esa manera… No lo hagas… Sé que te estás ahogando de la opresión, que no comes bien, que no tienes nada bueno que beber, que quieres salir…

Jinju se tropezó y cayó, arrancando un grito de dolor al niño que estaba en su vientre, que golpeó salvajemente la pared del útero. El punzante dolor hizo que se pusiera de rodillas. Avanzó gateando por el suelo llena de agonía, con los dedos clavados en la tierra arenosa como si fueran unas garras de acero.

– Mi niño… Me has hecho un agujero de un mordisco… Me has hecho un agujero… Tengo que avanzar a gatas como un humilde perro…

Su vientre se frotaba contra el suelo arenoso mientras avanzaba a cuatro patas, haciendo que el sudor y las lágrimas marcaran su paso por el polvo. Lloró a lágrima viva, todo ello por causa de un bebé revoltoso, de corazón oscuro, que no le daba más que problemas y que la estaba rompiendo en pedazos. Se sentía aterrorizada por el malintencionado mocoso que se retorcía como si en su interior tuviera un gusano de seda, tratando de estirar los límites del espacio en el que estaba confinado. Pero las paredes eran elásticas como la goma, así que, en cuanto se estiraban en un punto, se recuperaban en el otro. Eso hacía que se pusiera tan furioso que se agitaba y daba patadas y mordía todo lo que encontraba. «¡Tú, perra! ¡Tú, maldita perra!», protestaba.

– Mi niño… Oh, mi niño… Perdóname… Soy tu madre… Me pondré de rodillas por ti…

Conmovido por sus plegarias, el bebé dejó de morder y de dar patadas a la pared del útero. El dolor remitió al instante y Jinju dejó caer su rostro sudoroso y empapado de lágrimas sobre la arena del suelo, llena de agradecimiento por la muestra de misericordia que le había dado su hijo.

El sol del atardecer pintó de oro las puntas de los sauces. Jinju levantó su rostro lleno de polvo y arena y contempló los mechones de humo blancos como la leche elevarse por encima de la aldea. Con cautela, se puso de pie, temerosa de volver a despertar la ira de su hijo.

Cuando llegó a la puerta de la casa de Gao Ma, el rojo sol había caído por debajo de las ramas de sauce. El chasquido de los látigos resonando por encima de las cabezas de los bueyes que avanzaban en los caminos de la aldea y los compases de la música empapados de agua salada tiñeron el cielo de la tarde de un rojo intenso.

Pienso en tu madre, que partió temprano


hacia los Manantiales Amarillos,


dejándote a ti y a tus hermanas solas y desdichadas:


un niño sin madre es como un caballo sin riendas.


A los catorce años vivías sola en un burdel:


desde el amanecer de los tiempos las rameras se han apoderado


de la risa reservada a los pobres…


En lugar de vender tu cuerpo, deberían haberte erigido


un arco conmemorativo


en tu honor para saldar esta deuda de sangre.


Se abrieron paso a empujones por el campo de yute. El sol elevado había calcinado la penetrante neblina, dejando despejados el cielo y la tierra. A lo largo de la pálida hilera del camino pudieron ver miles de hectáreas de guindillas plantadas por los granjeros del Condado Caballo Pálido: un manto de rojo intenso se extendía hasta donde la vista podía alcanzar.

En el momento en que salieron del campo, Jinju se sintió como si estuviera desnuda delante de una multitud. Abrumada por la vergüenza, rápidamente se retiró de nuevo al campo, seguida de Gao Ma.

– Sigue moviéndote -le apremió-. ¿Por qué te acobardas ahora?

– Hermano Mayor Gao Ma -dijo-, no podemos viajar a plena luz del día.

– Estamos en el Condado Caballo Pálido. Nadie nos conoce aquí -dijo Gao Ma con evidente ansiedad.

– Tengo miedo. ¿Qué pasa si nos encontramos con alguien conocido? -Eso no va a pasar -le aseguró-. Y aunque eso sucediera, no tenemos nada de lo que avergonzarnos.

– ¿Cómo puedes decir eso? Mira lo que me has hecho… -dijo sentándose y empezando a llorar.

– Muy bien, mi pequeña abuelita -dijo exasperado-. Vosotras las mujeres tenéis miedo de que os ataquen los lobos de frente y los tigres por la espalda, cambiando de opinión a cada minuto.

– No puedo caminar más. Me duelen las piernas.

– Ahora no quiero burdas excusas.

– Y tengo sueño.

Rascándose primero la cabeza, y luego sacudiéndola, Gao Ma dijo:

– No podemos vivir el resto de nuestra vida en este campo de yute.

– No me importa, no pienso moverme mientras no se ponga el sol.

– Entonces, esperaremos hasta la noche -dijo ayudándola a ponerse de pie. Pero vayamos un poco más adentro. Este sitio es demasiado peligroso.

– Yo…

– Sé que no puedes caminar más -dijo arrodillándose delante de ella-. Te llevaré a cuestas.

Después de entregarle su fardo, se levantó y pasó sus brazos alrededor de la parte posterior de las rodillas de Jinju. Ella se encaramó sin esfuerzo sobre su espalda.

Mucho antes de que Gao Ma empezara a jadear y a resoplar, su cuello oscuro se inclinó hacia atrás formando un ángulo agudo. Jinju empezó a sentir lástima por él y le dio un golpecito con las rodillas.

– Bájame -dijo-, ya puedo caminar.

Sin una palabra por respuesta, Gao Ma deslizó las manos hacia arriba hasta que se posaron en sus nalgas, que apretó con delicadeza. La sensación de que sus órganos brotaban como flores frescas recorrió el cuerpo de Jinju. Lanzó un gemido y dio un golpecito a Gao Ma en el cuello, que se tropezó, y ambos cayeron rodando.

Las plantas de yute temblaban inquietas. Al principio sólo lo hacían unas cuantas, pero pronto se les unieron las demás a medida que el viento aumentaba, y todos los sonidos del mundo fueron engullidos por el ruido intenso y sorprendentemente dulce de las hojas y de las ramas de yute frotándose entre sí.

A primera hora de la mañana siguiente, Jinju y Gao Ma, con la ropa llena de polvo y mojada por el rocío, se dirigieron a la estación de autobuses de largo recorrido del Condado Caballo Pálido.

Era un edificio imponente y elegante -al menos, por fuera-, cuyas luces de diversos colores que colgaban encima de la puerta iluminaban tanto las grandes letras rojas del cartel como la fachada de escayola de color verde pálido. Los tenderetes que se abrían pasada la noche formaban dos hileras que conducían hacia la puerta, como si se tratara de un largo pasillo. Los vendedores, tanto masculinos como femeninos, se apostaban perezosamente detrás de sus carros con ojos somnolientos. Jinju observó a una joven vendedora de unos veinte años taparse un bostezo con la mano; cuando hubo acabado, los ojos se le llenaron de lágrimas que parecían renacuajos aletargados en las llamas azules reflejadas desde una crepitante linterna de gas.

– Peras dulces… Peras dulces… ¿Quieres unas peras dulces? -gritaba una señora desde detrás de su tenderete.

– Uvas… Uvas… ¡Compra estas deliciosas uvas! -gritaba un hombre desde detrás del suyo.

Manzanas, melocotones de otoño, dátiles almibarados: vendían cualquier cosa que se pudiera desear. El olor de la fruta demasiado madura flotaba en el aire, y el suelo estaba sembrado de papel usado, de las pieles podridas de todo tipo de frutos y de excrementos humanos.

Jinju pensó que había algo oculto detrás de las miradas benévolas de los vendedores. En lo más profundo de su interior, me están maldiciendo o se están riendo de mí, pensó. Saben quién soy y las cosas que he hecho en los últimos dos días. Aquélla de allí es capaz de ver las manchas de lodo en mi espalda y las hojas de yute machacadas que hay en mis ropas. Y aquel viejo cabrón de allí, que me mira como si yo fuera una de esas mujeres… Abrumada por una intensa sensación de humillación, Jinju se encogió hasta que las piernas se quedaron inmóviles y los labios se cerraron fuertemente. Bajó la cabeza por la absoluta vergüenza y se aferró a la chaqueta de Gao Ma. Las sensaciones de remordimiento regresaron, así como la idea de que la carretera que había ante ella se había cerrado. Los pensamientos sobre su futuro eran aterradores.

Siguió dócilmente a Gao Ma mientras ascendía las escaleras y se colocó detrás de él en el mugriento suelo de baldosas, lanzando al final un suspiro de alivio. Los vendedores, que ahora guardaban silencio, empezaban a dormirse. Probablemente no fuera más que mi imaginación, se reconfortó. No veían nada que se saliera de lo ordinario. Pero entonces, una anciana agotada y desaliñada salió del edificio y, con los ojos llenos de odio, miró hacia Jinju, cuyo corazón se estremeció en la cavidad de su pecho. La anciana siguió avanzando, buscó un rincón apartado, se bajó los pantalones y orinó en el suelo.

Cuando Gao Ma pasó su mano por el picaporte de la puerta, manchado por el contacto de innumerables miles de manos grasientas, el corazón de Jinju volvió a estremecerse. La puerta crujió cuando Gao Ma la abrió levemente, y azotó el rostro de Jinju una corriente de aire caliente y nauseabundo que casi le hizo tambalearse. Sin embargo, le siguió hacia el interior de la estación, donde una mujer que parecía ser una guardiana bostezaba abiertamente mientras caminaba por la sala. Gao Ma arrastró a Jinju hacia la guarda, que resultó ser una mujer embarazada con el rostro lleno de lunares.

– Camarada, ¿a qué hora sale el autobús a Lanji? -preguntó Gao Ma.

La guardiana se rascó su abultado vientre y miró a Gao Ma y a Jinju con el rabillo del ojo.

– No lo sé. Preguntad al vendedor de billetes.

Era una mujer atractiva que hablaba con voz suave.

– Por allí -añadió, señalando con la mano.

Gao Ma asintió y dio las gracias tres veces.

La fila era corta y Gao Ma llegó hasta la ventanilla en poco tiempo. Unos instantes después, tenía los billetes en la mano. Jinju, que no se había desprendido de su chaqueta mientras los compraban, lanzó un estornudo.

Mientras permanecía en la entrada de la enorme sala de espera, se sintió aterrorizada pensando que todo el mundo la miraba y estudiaba su mugriento ropaje y sus zapatos salpicados de lodo. Gao Ma la condujo hacia la sala de espera, cuyo suelo estaba cubierto de cascaras de pepitas de melón, envoltorios de caramelos, mondas de fruta, diversos escupitajos de flemas y agua estancada. El asfixiante aire caliente transportaba el hedor de las ventosidades y del sudor y muchas otras innombrables pestilencias que casi hicieron que se desmayara, pero en unos minutos consiguió acostumbrarse a ellas.

Gao Ma la condujo en busca de asientos. Las hileras de bancos pintados de un color imposible de identificar, que se extendían por toda la sala, estaban abarrotadas de personas durmiendo y de unos cuantos pasajeros apretados entre los asientos. Gao Ma y Jinju encontraron un banco vacío junto a un tablón de anuncios, pero tras una inspección más minuciosa vieron que estaba mojado, como si un niño se hubiera orinado en él. Jinju se resistió a sentarse, pero Gao Ma limpió el líquido con la mano.

– Siéntate -dijo-. Las comodidades en casa y los problemas en la carretera. Te sentirás mejor cuando descanses.

Gao Ma se sentó primero, seguido por una ceñuda Jinju que tenía las piernas hinchadas y entumecidas. Sin embargo, enseguida se sintió mucho mejor. Al menos ahora podía echarse hacia atrás y ser un objetivo menos evidente de las miradas curiosas. Cuando Gao Ma le dijo que intentara dormir un poco, puesto que el autobús no saldría hasta dentro de hora y media, cerró los ojos, aunque no tenía sueño. Transportada de nuevo a los campos, se encontró rodeada de tallos de yute, de los contornos afilados de las hojas y del frío destello del cielo que se extendía sobre su cabeza. Le resultó imposible dormir.

Tres de los cuatro paneles de cristal que había sobre un tablón de anuncios de color verde grisáceo estaban rotos, y un par de hojas de periódico amarillento colgaban de los fragmentos de cristal roto. Un hombre de mediana edad se acercó y arrancó una esquina de ellos mientras miraba a su alrededor furtivamente. Un instante después, el repugnante hedor del tabaco quemándose inundó el ambiente y Jinju se dio cuenta de que el periódico le había servido como papel de fumar. ¿Por qué no se me ocurrió utilizarlo para secar el banco antes de sentarnos?, se preguntó mientras miraba sus zapatos. El barro endurecido estaba seco y se resquebrajaba, así que lo raspó con el dedo.

Gao Ma se inclinó hacia delante y preguntó dulcemente:

– ¿Tienes hambre?

Jinju sacudió la cabeza.

– Voy a por algo para comer -dijo Gao Ma.

– ¿Por qué? Ya tendremos oportunidad de gastar nuestro dinero cuando salgamos de aquí.

– Las personas son el hierro -dijo-, y la comida es el acero. Necesito conservar toda la fuerza para encontrar trabajo. Guárdame el sitio.

Después de dejar el fardo junto a ella sobre el banco, Jinju tenía la desazonadora sensación de que Gao Ma ya no iba a regresar. Sabía que se estaba comportando como una idiota, que no la iba a abandonar allí, que no era de ese tipo de hombres. La imagen de Gao Ma en el campo con los auriculares en las orejas -la primera impresión verdadera que le había causado- inundó su mente. Unas veces tenía la sensación de que estuviera sucediendo en ese mismo instante, y otras de que hubieran pasado varios años. Abrió el fardo y sacó el reproductor de cásete para escuchar un poco de música. Pero, por miedo a que la gente se riera de ella, lo volvió a dejar en su sitio y ató el fardo otra vez.

Una mujer, que parecía una figura de cera, se sentó en la silla que se encontraba delante de Jinju: su larga cabellera morena, que le llegaba hasta los hombros, le daba una complexión de marfil y se complementaba perfectamente con sus finas cejas en forma de luna en cuarto creciente. Tenía unas pestañas sorprendentemente largas y los labios como cerezas maduras, luminosos y de un rojo intenso. Llevaba una falda del color de la bandera nacional y sus pechos sobresalían tanto que hacían que Jinju se sintiera avergonzada. Recordó que alguien dijo que las chicas que vivían en la ciudad llevaban sujetadores con relleno y pensó en sus propios pechos caídos. Siempre he sabido que se desarrollarían demasiado y que serían feos, y eso es exactamente lo que ha sucedido, pensó. Pero las chicas de ciudad esperan en vano a que los suyos crezcan hermosos y sensuales. La vida está llena de misterios. Sus amigas le habían advertido que no debía dejar que los hombres le tocaran los pechos, ya que si lo hacían, en cuestión de días crecerían como pan con levadura. Y tenían razón; eso era precisamente lo que había sucedido.

Un hombre -también de aspecto extraño, por supuesto- había apoyado su cabeza, cubierta por un pelo ondulado, sobre el regazo de la mujer de rojo, que introdujo sus dedos pálidos y afilados en su cabello, despeinando los mullidos rizos del hombre. La mujer levantó la mirada y sorprendió a Jinju, que la observaba fijamente, avergonzándole tanto que tuvo que bajar la cabeza y mirar hacia otro lado, como si fuera un ladrón al que hubieran atrapado con las manos en la masa.

Mientras pasaba todo esto, la sala se iluminó y los altavoces anunciaron a los pasajeros que se dirigían a Taizhen que hicieran una fila en la puerta diez para que les picaran los billetes. El fuerte acento de la voz femenina que salía por el sistema de megafonía era tan estridente que le dio dentera a Jinju. Los pasajeros que dormían sobre los bancos comenzaron a estirarse y en poco tiempo un torrente de viajeros -con los fardos y las cestas en la mano, y acompañados por sus esposas e hijos- apareció por la puerta diez como si fuera un enjambre de abejas. Formaban una colorida muchedumbre, corta y achaparrada.

La pareja que se sentaba delante de ella se comportaba como si no hubiera nadie a su alrededor.

Un par de guardias se acercó a las hileras de bancos y comenzó a golpear a los durmientes en las nalgas y en los muslos con los palos de las escobas. «Arriba -apremiaron-, levantaos todos». La mayoría de los receptores de los golpes se incorporó, se frotó los ojos y acabó sus cigarrillos; pero algunos de ellos sólo se incorporaron, luego se volvieron a tumbar y prosiguieron con su siesta interrumpida en cuanto desaparecieron los guardias.

Sin embargo, por algún motivo, los guardias no estaban dispuestos a reprender al hombre del pelo ondulado. La mujer de rojo, que todavía recorría su cabello con los dedos, levantó la vista hacia los mustios guardias y preguntó con voz elevada y segura:

– ¿Señorita, a qué hora sale el autobús hacia Pingdao?

Su perfecto acento pekinés era toda una afirmación de sus credenciales y Jinju, como si le estuvieran permitiendo ver las puertas del Paraíso, suspiró con admiración tanto por el magnífico aspecto físico como por la encantadora forma de hablar de aquella mujer.

Los guardias respondieron amablemente:

– A las ocho y media.

Al contrario que la mujer de rojo de acento culto, los guardias producían en Jinju un fuerte desagrado. Comenzaron a barrer el suelo, de un extremo a otro de la sala. Jinju tuvo la sensación de que todos los hombres y la mitad de las mujeres estaban fumando cigarrillos y pipas, cuyo humo llenaba lentamente la sala y daba paso a una ronda de toses y escupitajos.

Gao Ma regresó con una abultada bolsa de celofán.

– ¿Todo va bien? -preguntó cuando vio la mirada que tenía Jinju.

Ella dijo que todo estaba en orden, así que se sentó, buscó en el interior de la bolsa y sacó una pera.

– Los restaurantes locales estaban todos cerrados, así que te he comprado un poco de fruta -dijo ofreciéndole una pera.

– Te dije que no gastaras mucho dinero -protestó ella.

Gao Ma frotó la pera contra su chaqueta y le dio un sonoro mordisco.

– Toma -dijo, entregándosela a Jinju-, tengo más.

Un mendigo se paseaba de arriba abajo por las hileras de bancos pidiendo a todo el que estuviera despierto. Se detuvo delante de un joven oficial militar, que le miraba con el rabillo del ojo, adoptó una pose lastimera y dijo:

– Oficial, coronel, ¿puede darme un poco de cambio?

– ¡No tengo dinero! -lanzó el oficial con cara de luna a modo de respuesta, y puso los ojos en blanco para mostrar su desagrado.

– Cualquier cosa valdrá -rogó el joven mendigo-. ¿Acaso no se compadece de mí?

– Ya eres mayorcito para trabajar. ¿Por qué no te buscas un empleo?

– El trabajo me produce mareos.

El oficial sacó un paquete de cigarrillos, lo abrió, sacó uno y se lo puso en los labios.

– Ya que no me da dinero, coronel, ¿al menos me podría dar un cigarrillo?

– ¿Sabes qué clase de cigarrillos son éstos? -el oficial le miró a los ojos mientras sacaba un brillante encendedor y, clic, lo abrió de golpe. En lugar de colocar enseguida la llama en la punta de su cigarro, dejó que centelleara.

– Extranjeros, coronel. Son cigarrillos extranjeros.

– ¿Sabes de dónde vienen?

– No

– Mi suegro los compró en Hong Kong, de ahí vienen. Y observa este encendedor.

– Es usted muy afortunado por tener un suegro como ése, coronel. Veo que la vida le ha sonreído. Su suegro debe ser un oficial importante y su yerno algún día también lo será. Los oficiales importantes son ricachones y generosos. ¿Qué hay de ese cigarro, coronel?

El joven oficial se lo pensó unos instantes y dijo:

– No, prefiero darte dinero.

Jinju vio cómo sacaba una reluciente moneda de dos fen y se la entregaba al mendigo, que mostró una sonrisa de circunstancias mientras aceptaba con las dos manos la miserable limosna y hacía una exagerada reverencia.

Luego el mendigo siguió su camino, abordando a todas las personas con las que se encontraba. Pasó por delante de Jinju y Gao Ma y decidió dirigirse a la mujer de rojo y al joven de cabello ondulado, que acababa de levantarse. Cuando se inclinó para hacer una reverencia, Jinju observó cómo se veía la piel a través de los pantalones rotos del mendigo.

– Señora, señor, compadézcanse de un hombre que desconoce lo que es la suerte y hagan el favor de darme el cambio que les sobra.

– ¿Te avergüenzas de ti mismo? -preguntó mojigatamente la mujer de rojo-. Un hombre joven y sano como tú debería estar trabajando. ¿Acaso no te respetas a ti mismo?

– Señora, no entiendo una palabra de lo que dice. No pido más que unas cuantas monedas sueltas.

– ¿Estás dispuesto a ladrar como un perro para conseguirlas? -preguntó al mendigo el hombre de cabellera ondulada-. Te daré un yuan por cada ladrido.

– Por supuesto que sí. ¿Qué prefiere, un perro grande o un perro pequeño?

El joven de cabellera ondulada se volvió a la mujer de rojo y sonrió.

– Como tú quieras.

El joven mendigo tosió y se aclaró la garganta. A continuación empezó a ladrar, emitiendo un sonido bastante parecido a un perro:

– ¡Arf, arf-arf arfarf-arf arf arf arf arfarfarfarfarfarfarf a rf arf arf arf arf arf arf arf arf arf Ése era un perro pequeño. Veintiséis ladridos. ¡Guau! ¡Guau guau! ¡Guau guau! ¡Guau guau guau! ¡Guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau! ¡Guau guau guau! ¡Guau guau! ¡Guau! Ese era un perro grande, veinticuatro ladridos.

Sumando los dos perros tenemos cincuenta ladridos, a un yuan cada uno, hacen un total de cincuenta yuan, señor, señora.

El joven de cabello ondulado y la mujer de rojo intercambiaron miradas, con aspecto de estar bastante avergonzados. El hombre sacó su billetera y contó su contenido, luego se dirigió a su compañera y dijo:

– ¿Tienes dinero, Yingzi?

– No me queda más que unas cuantas monedas -contestó ella.

– Hermano Mayor -dijo el hombre de cabellos rizados-, hemos hecho un viaje muy largo y ésta es nuestra última parada. Sólo nos quedan cuarenta y tres yuan. Si nos das una dirección, en cuanto lleguemos a casa te enviaremos los siete yuan que te debemos.

El joven mendigo cogió el dinero, se humedeció el dedo y contó meticulosamente los billetes dos veces. Retirando uno de un yuan al que le faltaba una esquina, dijo:

– No puedo aceptar éste, señor. Puede quedárselo y aceptaré los cuarenta y dos. Ahora me debe ocho.

– Escríbenos tu dirección -dijo el joven.

– No sé escribir -respondió el mendigo-. No tiene más que enviarlos al Presidente de los Estados Unidos y pedirle que me los remita. ¡Es mi tío!

Dicho eso, el mendigo hizo una generosa reverencia a la atractiva pareja y se rió hasta agitar todo el cuerpo. Después, se dio la vuelta y se presentó ante Jinju y Gao Ma. Haciendo una reverencia, dijo:

– Hermano Mayor, Hermana Mayor, ¿podríais darme una de esas peras de aspecto tan delicioso? Tengo la garganta seca de tanto ladrido.

Jinju sacó una grande y la depositó en la mano del mendigo, que agradeció el regalo con una gran reverencia antes de engullir la pera dando un enorme bocado tras otro, al tiempo que emitía un sonido nasal. A continuación, como si no hubiera otra alma a la vista, se dio la vuelta y se alejó, manteniendo la cabeza alta.

El sistema de megafonía lanzó otro mensaje, enviando más pasajeros a las puertas para que les picaran los billetes. La mujer de rojo y el joven de la cabellera rizada se levantaron y se dirigieron hacia la puerta, arrastrando tras de sí una maleta con ruedas.

– ¿Qué pasa con nosotros? -preguntó Jinju a Gao Ma.

Éste miró el reloj.

– Cuarenta y cinco minutos más -dijo-. Me estoy impacientando un poco.

En ese momento ya no quedaban pasajeros durmiendo en los bancos, aunque la gente seguía entrando y saliendo de la sala de espera, incluyendo un viejo mendigo que temblaba de pies a cabeza, y una mujer que cargaba con un bebé y también pedía limosna. Un hombre de mediana edad vestido con capuchón y una casaca de uniforme, que sujetaba una botella de cerveza vacía en la mano, se colocó delante del tablón de anuncios y comenzó a soltar una perorata, mientras agitaba la botella en el aire. Tenía las mangas manchadas y grasicntas y le faltaba un trozo de piel en la nariz, de manera que se mostraba la pálida carne que había debajo de ella. En el bolsillo de la chaqueta llevaba sujetas dos estilográficas. Jinju pensó que sería una especie de oficial del partido. Dio un trago a la cerveza, agitó la botella una o dos veces para ver cómo ascendía la espuma y comenzó a hablar. Tenía la lengua hinchada y su labio inferior parecía no moverse en absoluto.

– Los nueve artículos, rebatiendo la Carta Abierta del Revisionista Comité Central Soviético del Partido Comunista… Dijo Kruschev: «Stalin, eres mi segundo padre». En chino sería: «Stalin, eres mi verdadero padre». En el dialecto del Paraíso sería: «Stalin, eres mi mejor amigo».

Tomó otro trago de cerveza y, a continuación, se arrodilló como Kruschev en actitud suplicante hacia Stalin.

– Pero -prosiguió-, los herederos de las personas pérfidas son tan depravados como sus predecesores. Cuando Kruschev subió al poder, ordenó quemar a Stalin. Camaradas, los acontecimientos históricos demandan nuestra atención…

Otro trago de cerveza.

– Camaradas líderes a todos los niveles, debéis prestar toda vuestra atención. No debéis, repito, no debéis ser negligentes.

La espuma de la cerveza salió de su boca y se la limpió con la manga.

– Los nueve artículos, rebatiendo la Carta Abierta del Comité Central Soviético…

Hipnotizada por la presencia de ese hombre, Jinju le escuchó despotricar contra cosas de las que nunca había oído hablar. El temblor de su voz y la forma en la que retorcía la lengua cuando pronunciaba el nombre de Stalin era lo que más le atraía de él.

Gao Ma le apretó el brazo y diio:

– Tenemos problemas, Jinju. Aquí viene el adjunto Yang.

Ella se giró para mirar y se sintió como si su cuerpo se hubiera convertido en hielo. El adjunto Yang, su cojo Hermano Mayor y el matón de su Segundo Hermano aparecieron en la entrada de la sala de espera.

Agarrando la mano de Gao Ma con miedo, se puso de pie.

El oficial de mediana edad dio un trago a la cerveza, agitó el brazo en el aire y gritó: «Stalin…».

El jeep ranchera saltaba y traqueteaba junto al borde del campo de yute, hasta que el adjunto Yang dio un toque en el hombro del conductor y dijo:

– Párate aquí, amigo.

El conductor pisó los frenos; el jeep lanzó un chirrido al detenerse. El adjunto Yang bajó y dijo:

– ¿Quieres estirar la piernas, Número Uno?

Abrió la puerta y Hermano Mayor bajó de un salto, tropezándose brevemente. Luego se puso de pie y se estiró.

Segundo Hermano dio un codazo a Jinju.

– Baja -le dijo. Gao Ma estaba sentado en el otro lado.

– ¡Que bajes! -gritó Hermano Mayor.

Gao Ma bajó rodando; Segundo Hermano dio un codazo a Jinju para que saliera del jeep.

El sol caía directamente sobre la cosecha de guindillas que se extendía a un lado de la carretera del Condado Caballo Pálido, formando un mar virtual de rojo sangre. En el lado que pertenecía al Condado Paraíso, los campos de yute, amplios y profundos, parecían extenderse hasta el infinito; los pájaros revoloteaban ruidosamente por encima de las puntas de las plantas haciendo que Jinju se sintiera extrañamente en paz, como si ya hubiera vislumbrado vagamente los acontecimientos que iban a suceder ese día. Ahora, todo estaba en su sitio.

Tenía las manos sujetas a la espalda con unas cuerdas de cáñamo; sus hermanos las habían aflojado un poco, atándolas en las muñecas. Con Gao Ma la cosa era distinta, ya que había sido atado a cuatro patas de tal modo que las cuerdas se clavaban dolorosamente en los hombros y le obligaban a colocar el cuello en una postura poco natural. A Jinju le partía el corazón verle de aquella manera.

El adjunto Yang se adentró un par de pasos en el campo de yute y se alivió con una impudicia despreocupada. Cuando hubo acabado, giró la cabeza y dijo:

– Número Uno, Número Dos, vosotros los Fang sois un montón de basura despreciable.

Hermano Mayor miró boquiabierto al adjunto Yang sin saber qué responder.

– Cualquiera que permita que su hermana pequeña le engañe para escaparse con un hombre es que es un cabrón estúpido. Si hubiera sido yo… ¡uff!

Luego lanzó una mirada amenazadora a Gao Ma.

Sin esperar a que el adjunto Yang dijera una sola palabra más, Número Dos atacó a Gao Ma y lanzó su puño directamente contra su nariz.

Sin un grito de protesta, Gao Ma dio tres o cuatro pasos tambaleantes hacia atrás, tratando de mantener el equilibrio. Sus hombros daban bandazos como si estuviera tratando de tocar su rostro: con- mocionado por el puñetazo, parecía que hubiera olvidado que tenía los brazos atados.

– Número Dos, no le golpees a él… Golpéame a mí -suplicó Jinju mientras protegía el cuerpo de Gao Ma con el suyo.

De una patada, su hermano la envió volando al campo de yute. A Jinju se le engancharon algunas plantas cuando cayó de cabeza al suelo. La cuerda que había alrededor de sus muñecas se aflojó mientras enrollaba su cuerpo y le permitió envolver rápidamente los brazos alrededor de las rodillas; el agudo dolor que sintió en la pierna reveló que se había roto un hueso.

– No esperes misericordia de nosotros -gritó Número Dos-, ¡eres una puta apestosa y desvergonzada!

Un reguero de sangre salió de la pálida nariz de Gao Ma. Fluía y fluía, al principio negra y luego de color rojo brillante.

– Que sepas que va contra la ley golpear a los demás -tartamudeó, con las mejillas crispadas y la boca retorcida, dibujando una mueca.

– La engañaste para que se escapara contigo y eso sí va contra la ley -dijo el adjunto Yang-. No sólo robaste la futura esposa de un hombre, sino que también destruiste los planes de boda de tres parejas. Deberían encerrarte durante veinte años.

– No hice nada ilegal -se defendió Gao Ma, sacudiendo lateralmente la cabeza para limpiar la sangre de su nariz-. Jinju nunca se registró como la esposa de Liu Shengli, así que no está legalmente casada con nadie. Tratasteis de obligarla a que se casara con él violando la Ley de Matrimonio. ¡Si alguien tiene que ser encerrado, sois vosotros!

El adjunto Yang apretó los labios y dijo a los hermanos Fang:

– Vaya lengua más afilada tiene.

Segundo Hermano lanzó su puño contra el vientre de Gao Ma. ¡Uff! Gao Ma lanzó un gruñido mientras se doblaba, tambaleándose un par de pasos y desplomándose en el suelo.

Los hermanos no perdieron tiempo. Segundo Hermano comenzó a dar patadas a Gao Ma en las costillas y en la espalda y, como por las noches practicaba artes marciales en la era, con cada patada hacía que su víctima se enroscara y gritara por su vida. Hermano Mayor trató de lanzar unas cuantas patadas, pero su pierna coja apenas podía soportar el peso de su cuerpo, y para cuando su pierna buena estaba ladeada y preparada para avanzar, Segundo Hermano ya había enviado a Gao Ma rodando fuera de su alcance. Finalmente consiguió impactar una patada en su objetivo, pero con muy poca fuerza y, lo que es peor, se cayó al suelo y permaneció en él mucho tiempo antes de poder ponerse de pie.

– ¡Dejad de pegarle! ¡Yo le supliqué que me llevara con él! -rogó Jinju mientras luchaba por ponerse de pie agarrándose a un tallo de yute.

Pero cuando apoyó el peso del cuerpo sobre su pierna dañada, unos dolores espantosos llegaron a su cerebro, haciendo que volviera a caerse al suelo, mientras de su garganta salía un torrente de gritos secos. Finalmente, se vio obligada a gatear de una planta de yute a otra.

Mientras tanto, Gao Ma estaba rodando entre el polvo, con el rostro empapado de sangre y barro. Segundo Hermano siguió dándole patadas sin piedad, como si fuera un saco de arena, y cada una de las patadas iba acompañada de gritos de «¡vuelve a darle una patada!» por parte de Hermano Mayor, que saltaba en el aire como si estuviera sobre un trampolín.

– ¡Más fuerte! ¡Mata a ese maldito hijo de puta! -El rostro de Hermano Mayor estaba desencajado y las lágrimas inundaban sus ojos.

Después de llegar arrastrándose hasta el borde de la carretera, Jinju se puso de pie y dio un par de pasos titubeantes, pero enseguida se encontró con una patada voladora en el vientre que le dio Segundo Hermano. Ella gimió mientras caía al suelo y rodaba por el campo.

Gao Ma, al que ya le resultaba imposible hablar, todavía era capaz de rodar, algo que le venía muy bien al sudoroso Segundo Hermano, cuyas patadas seguían golpeando en su cuerpo.

– ¡Lo vas a matar! -Jinju había vuelvo a gatas a la carretera.

El adjunto Yang echó a correr, se colocó entre Segundo Hermano y Gao Ma y dijo:

– Muy bien, Número Dos, ya es suficiente.

Gao Ma había rodado hasta el borde de la carretera y tenía el rostro manchado por el barro que cubría el campo de pimientos, mientras sus brazos atados se movían nerviosamente por encima de los dedos púrpuras, que parecían hongos venenosos. El adjunto Yang se acercó a él con gesto de preocupación, lo cargó a su espalda y colocó el dedo por debajo de su nariz para ver si todavía respiraba.

¡Han matado a Gao Ma! Jinju v¡o miles de puntos dorados, que cambiaban de color hasta formar un arco verde en el aire por encima de su cabeza. Estiró el brazo, pero no fue capaz de atraparlos. Algunas veces pensaba que había atrapado uno, pero cuando abría la mano, había desaparecido. Un nauseabundo sabor dulce ascendía desde lo más profundo de su garganta y, cuando abrió la boca, un reguero rojo salió de ella y fue a parar a una rama blanquecina que se encontraba delante de ella. ¡Estoy tosiendo sangre! Al principio se asustó. ¡Estoy tosiendo sangre! Luego se sintió afortunada: sus temores, sus preocupaciones, sus problemas, se habían volatilizado como una nube de vapor, dejando solamente un almibarado pesar alrededor de su corazón.

– ¡Eres un maldito vengador! -maldijo el adjunto Yang a Segundo Hermano-. Se supone que tenías que darle una lección, y no matarle.

– Nos llamaste basura despreciable.

– Porque no sabéis cuidar de vuestra propia hermana. En ningún momento dije que pudieras matarle.

– ¿De verdad está muerto? ¿Lo está? -preguntó Hermano Mayor con voz nerviosa-. Adjunto Yang… yo no le di ninguna patada.

– ¿Eso es todo lo que tienes que decir? -le preguntó Segundo Hermano, mirándole con los ojos inyectados en sangre-. Todo esto lo hacemos para que te puedas casar.

– No he querido decir eso.

– Entonces, ¿qué has querido decir?

– Dejad de discutir -cortó en seco el adjunto Yang-, y movedlo hacia la carretera.

Los hermanos entraron en el campo de pimientos, cogieron a Gao Ma sujetándole por la cabeza y los pies, y le sacaron a la carretera. En cuanto le dejaron extendido, Hermano Mayor se derrumbó en el suelo, sin aliento.

– Daos prisa y desatadlo -ordenó el adjunto Yang.

Los hermanos cruzaron las miradas, sin decir una palabra, aunque parecían estar dispuestos a hacerlo. Segundo Hermano dio la vuelta a Gao Ma y le puso boca abajo, mientras Hermano Mayor se acercó a él cojeando y trató de soltar el nudo. A través de los puntos verdes que le rodeaban, las grandes manos de Hermano Mayor, con sus dedos nudosos y huesudos, le parecieron a Jinju dos abanicos. Estaba demasiado agitado como para deshacer el nudo.

– ¡Utiliza los dientes! -gritó el adjunto Yang a Hermano Mayor, que levantó la mirada con una expresión patética en su rostro antes de arrodillarse junto a Gao Ma y tratar de aflojar el testarudo nudo con los dientes, como si fuera un chucho escuálido royendo un hueso. Cuando por fin consiguió desatar el nudo, el adjunto Yang le sacó del camino y tiró de la cuerda, como si tratara de arrancar un tendón del cuerpo de Gao Ma. Una vez que pudo quitar la cuerda, cargó a Gao Ma sobre su espalda y volvió a colocar un dedo debajo de su nariz.

El corazón de Jinju comenzó a encogerse y todo su cuerpo se sacudió mientras una bocanada de aire frío ascendió en su interior. ¡Le han matado y todo por mi culpa! Hermano Mayor Gao Ma… Mi. querido Hermano Mayor Gao Ma… El corazón encogido de Jinju se volvió a relajar e, inmersa en su dicha de pesar almibarado, volvió a ascender lentamente más líquido rojo y dulce por su garganta. Las ramas de yute y las hojas crujieron; la luz del sol era cegadora; decenas de miles de chispas rojas y cálidas danzaban libremente en los campos de guindillas del Condado Caballo Pálido; y un potro de color castaño salió al galope del campo, agitando la cola alegremente mientras corría entre las chispas que lanzaban sus herraduras como si fueran diminutas piedras preciosas. Las campanillas que colgaban alrededor de su cuello emitían un tono agudo y melódico.

La bronceada piel del rostro hinchado de Gao Ma brillaba bajo la sangre y el barro. Estaba tumbado en el suelo, con las piernas rectas y los brazos extendidos con rigidez a lo largo de los costados. El adjunto Yang colocó la oreja sobre su pecho. Jinju escuchó el intenso y potente latido del corazón de Gao Ma, que iba acompasado con el ritmo de las pisadas del potro: las pisadas de sus pezuñas eran el palpitar de un pequeño tambor, los latidos del corazón eran el sonido de un tambor más grande.

– Por favor, no te mueras, Hermano Mayor Gao Ma. No me dejes aquí sola -gimió Jinju mientras observaba cómo el potro castaño galopaba por la carretera, luego iba de acá para allá dando grandes zancadas por el borde del campo de pimientos, mientras las chispas salían volando de sus zapatos de metal y daba la sensación de que estaba chapoteando en el agua. El agudo tintineo de las campanillas que colgaban de su cuello era largo e interminable. En el borde del campo de pimientos se ralentizó hasta que caminó con un paso más titubeante y volvió sus ojos azules hacia el rostro relajado y sonriente de Gao Ma.

– Tenéis suerte, chicos -dijo el adjunto Yang mientras se levantaba-.Todavía está vivo. Si hubiera muerto, tendríais que ir a la cárcel por una larga temporada, y me refiero a los dos.

– Y ahora, ¿qué hacemos, Octavo Tío? -preguntó Hermano Mayor desesperado.

– Ya veo que me toca cargar con vuestros problemas -protestó el adjunto Yang, sacando un pequeño frasco del bolsillo y agitándolo bajo la mirada de los dos hermanos-. Éstos son polvos medicinales Yunnan. Se los vamos a dar a nuestro amigo.

Dicho eso, se arrodilló, retiró el tapón del frasco y vació una pastilla roja sobre la palma de la mano. Hizo una breve pausa para conseguir un efecto melodramático y dijo:

– Abre la boca.

De nuevo los hermanos se intercambiaron miradas. Segundo Hermano hizo una señal a Hermano Mayor para que colocara sus oscuros dedos en la boca de Gao Ma y la abriera. Sujetando la pastilla entre los dedos, el adjunto Yang volvió a hacer una pausa solemne antes de introducirla con un gesto de desagrado entre los labios de Gao Ma.

– Pequeño Guo -gritó el adjunto Yang al conductor-, trae la cantimplora.

El conductor se bajó perezosamente del jeep y se acercó con una cantimplora del ejército cuya superficie amarilla estaba desgastada. En su mejilla se observaba un surco semicircular, que indicaba que había estado durmiendo boca abajo sobre el volante.

El adjunto Yang derramó un poco de agua dentro de la boca de Gao Ma. Apestaba a alcohol.

Los cuatro hombres se quedaron mirando por encima de Gao Ma como si fueran pilares, con los ocho ojos pegados a su rostro. El potro castaño corría como el viento, con las pezuñas resonando en el aire; el círculo que describía era lo suficientemente amplio como para rodear a Jinju y, mientras pasaba a través de los campos, los tallos y las ramas se doblaban ante él como si fueran las ramitas frágiles del sauce. Los puntos verdes salían de su satinado escondite. Pequeño potro… pequeño potro… Jinju quería rodear con sus brazos su satinado cuello.

La mano de Gao Ma se movió.

– Muy bien -exclamó el adjunto Yang-. Excelente. Los polvos medicinales Yunnan gozan de una fama bien merecida. Son fantásticos.

Los ojos de Gao Ma se abrieron ligeramente. El adjunto Yang se agachó y dijo en tono enérgico:

– Tienes suerte de estar vivo, muchacho. Si no fuera por mis polvos medicinales Yunnan, en este momento te estarías reuniendo con Karl Marx.

Gao Ma estaba tumbado con una sonrisa de paz y felicidad en su rostro y consiguió dedicar un apenas perceptible movimiento afirmativo con la cabeza al adjunto Yang.

– ¿Y ahora qué, Octavo Tío? -preguntó Hermano Mayor.

Un ruido emergió del pecho de Gao Ma mientras tiraba de los brazos hacia atrás y se apoyaba sobre sus codos, levantando ligeramente la cabeza y el cuerpo hasta que quedó sentado. Unos hilos espumosos de sangre asomaron por las comisuras de la boca. Hermano Mayor Gao Ma… Querido Hermano Mayor Gao Ma… El potro castaño está tocando tu rostro con su suave hocico… está llorando. La cabeza de Gao Ma cayó hacia atrás. Lentamente, la volvió a levantar. El potro castaño está lamiendo el rostro de Gao Ma con su dorada lengua.

– Tiene aguante para soportar una paliza -dijo el adjunto Yang mientras bajaba la mirada hacia Gao Ma, que ahora estaba en cuclillas, y le preguntó con un tono de verdadero aprecio-: ¿Sabes por qué te ha pasado esto?

Gao Ma sonrió y asintió. Me está mirando. Hay una sonrisa en el rostro de Hermano Mayor Gao Ma. El potro castaño está lamiendo los rastros de sangre de su rostro.

– ¿Vas a intentar convencer otra vez a nuestra hermana de que se escape contigo? -preguntó Hermano Mayor, cojeando.

Gao Ma sonrió y asintió.

Segundo Hermano dobló la pierna para volver a dar una patada a Gao Ma.

– ¡Número Dos! -gritó el adjunto Yang-. ¡Estúpido cabrón!

Hermano Mayor cogió el fardo de Gao Ma, aflojó el nudo con sus dientes y derramó su contenido, incluyendo el sobre, en el suelo. Se puso de rodillas y agarró el sobre.

– Número Uno, no lo hagas.

Después de mojarse el dedo en la boca, Hermano Mayor comenzó a contar los billetes.

– Número Uno, no deberías hacer eso.

– Octavo Tío, ha corrompido a nuestra hermana y consumido tu costosa medicina. Debe pagar por ello.

A continuación Hermano Mayor examinó el interior de los bolsillos de Gao Ma con su mano húmeda y sacó algunos billetes de diez fen arrugados y cuatro monedas brillantes de un fen. El potro castaño volvió la cabeza y le tiró las monedas de un golpe. Hermano Mayor se lanzó tras ellas, con los ojos llenos de lágrimas.

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