CAPÍTULO 18

Llamarme contrarrevolucionario es una mentira abominable: yo, Zhang Kou, siempre he sido un ciudadano respetuoso con la ley. El Partido Comunista, que nunca tuvo miedo de los diablos japoneses, ¿ahora no se atreve a escuchar a su propio pueblo?

Extracto de una balada cantada por Zhang Kou después de su interrogatorio. A primera hora de la mañana, un cocinero enjuto penetró en el interior de la celda.


– Di al viejo Sun qué menú quieres para tu última comida, Número Uno -dijo el carcelero.

El prisionero se quedó por unos instantes sin habla.

– Todavía no me he dado por vencido -dijo finalmente.

– Tu apelación ha sido denegada. La sentencia se va a llevar a cabo.

La cabeza del prisionero condenado se desplomó hacia delante.

– Vamos -dijo el carcelero-, sé razonable y dinos qué es lo que te gustaría comer. Este es el último alto en el camino de tu viaje. Permite que te dispensemos un poco de humanitarismo revolucionario.

– Cuéntame -apremió el cocinero-. No queremos que nos dejes convertido en un fantasma hambriento. Hay un largo camino hasta los Manantiales Amarillos y necesitas tener el estómago lleno para recorrerlo.

El condenado dejó escapar un largo suspiro y levantó la cabeza. En sus ojos había una mirada perdida, pero sus mejillas resplandecían.

– Cerdo a la brasa -dijo.

– Muy bien, cerdo a la brasa -aceptó el cocinero Sun.

– Con patatas. Y quiero que la carne esté jugosa y grasienta.

– Muy bien, cerdo a la brasa y patatas. La carne grasienta. ¿Alguna cosa más?

Los ojos del hombre se estrecharon hasta no ser más que unas finas hendiduras mientras se esforzó por dilatar el menú.

– No tengas miedo -dijo el cocinero Sun-. Pide lo que quieras, porque lo tenemos en la cocina.

El prisionero apretó los labios mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

– Me gustaría tomar tortitas, fritas a la plancha y rellenas de cebollas verdes y, vamos a ver… Un poco de pasta de alubias.

– ¿Eso es todo?

– Es todo -dijo el condenado, y añadió dulcemente-. Siento tener que darte tanto trabajo.

– Es mi obligación -comentó el cocinero-. Volveré dentro de un rato.

Los dos hombres salieron de la celda.

El condenado se tumbó boca abajo sobre su catre y sollozó lastimosamente, hasta el punto de contagiar su llanto a Gao Yang, que se acercó despacio a él y le dio unas palmaditas en el hombro.

– No llores -susurró-. Eso no te ayudará.

El condenado se dio la vuelta y le agarró la mano. Pero cuando Gao Yang, asustado, trató de retirarla, le dijo:

– No tengas miedo, no voy a hacerte daño. Ojalá no hubiera esperado hasta el día de mi muerte para darme cuenta de lo que significa tener un amigo. Algún día serás libre, ¿verdad? ¿Podrías visitar a mi padre y asegurarte de que no llora por mí? Dile que como última comida me han dado cerdo a la brasa, patatas y tortitas hechas con harina blanqueada, rellenas de cebollas verdes y pasta de alubias. Soy de la aldea de la familia Song. El nombre de mi padre es Song Shuangang.

– Te doy mi palabra -prometió Gao Yang.

Unos minutos después, el cocinero regresó con el cerdo a la brasa y las patatas, algunas cebollas verdes peladas, un cuenco de pasta de alubias, una pila de tortitas y media botella de vino de arroz.

El guardia retiró las esposas al condenado y, a continuación, se sentó delante de él, con el revólver desenfundado, mientras el prisionero se arrodillaba frente a la comida y el vino. Su mano temblaba mientras vertía el licor en una taza. A continuación echó la cabeza hacia atrás y la dejó caer, lanzando un simple «¡padre!» antes de ahogarse en un mar de lágrimas.

Mientras el condenado era conducido fuera de la celda, se dio la vuelta y dedicó una sonrisa a Gao Yang, que se le clavó en el corazón como si fuera un cuchillo.

– ¡Sal, Número Nueve! -ordenó un carcelero a través de la puerta abierta.

Gao Yang se llevó un tremendo susto. Un torrente de cálida orina empapó sus pantalones

– ¡Oficial, tengo una mujer e hijos en casa! ¡Hazme comer mierda y beber mi propia orina pero, por favor, no me dispares! -¿Quién ha dicho que vaya a dispararte? -respondió sorprendido el carcelero.

– ¿No me vas a disparar?

– ¿Qué te hace pensar que en China nos sobran las balas como para desperdiciarlas con tipos como tú? Vamos. Te alegrará saber que tu esposa ha venido a visitarte.

El corazón de Gao Yang dio un vuelco y casi se cae en la puerta de la celda. Mientras le colocaban en las muñecas un par de esposas de metal, dijo:

– Oficial, no me encadenes. Prometo que no voy a salir corriendo. Si mi esposa las viera, se sentiría mucho peor. -Las normas son las normas.

– Mira mi tobillo. No podría echar a correr aunque quisiera. -Cierra el pico -bramó el carcelero-. Y da gracias a que dejemos que tu esposa venga a verte. Normalmente, no permitimos ese tipo de cosas antes de que se dicte la sentencia.

Le condujeron a una habitación aparentemente desocupada.

– Entra. Tienes veinte minutos.

Vacilante, abrió la puerta de la habitación. Allí, sentada sobre un taburete y acunando a un bebé, se encontraba su esposa; su hija Xinghua estaba sentada tan cerca de ella que sus piernas se tocaban. Su esposa se levantó repentinamente y Gao Yang observó cómo su rostro se contraía y su boca se apretaba como si fuera a echarse a llorar.

Con las manos agarradas al marco de la puerta, Gao Yang trató de hablar, pero algo caliente y pegajoso atascaba su garganta. Era la misma sensación que había experimentado unos días antes cuando observó a su hija en el bosque de acacias desde el árbol en el que se encontraba atado.

– ¡Papá! -gritó Xinghua alargando las manos para percibir dónde se encontraba su padre-. ¿Eres tú, papá?

Mientras su esposa arrojaba un fardo de ajo sobre el lecho de la carreta, se agarró el vientre y dobló el cuerpo.

– ¿Ya viene? -preguntó un ansioso, casi aterrorizado, Gao Yang. -Lo he intentado -dijo ella-, pero creo que esta vez es la buena. -¿No podrías esperar un par de días más? ¿Al menos hasta que haya vendido el ajo? -Había un tono malhumorado en su voz-. Ya que no va a nacer un par de días después, me habría conformado con que hubiera venido un par de días antes. ¿Pero por qué tiene que ser precisamente hoy?

– No es culpa mía… Yo no quería que viniera ahora… Si fuera suficiente con mover la tripa, podría esperar un poco más, pero… -dijo agarrándose a la barandilla de la carreta con el rostro empapado en sudor.

– Muy bien, ten el bebé ahora -dijo Gao Yang con resignación-. ¿Voy a buscar a Qingyun?

– No, a Qingyun no -respondió ella-. Cobra demasiado y no es muy buena. Iré a la clínica. Creo que es un niño.

– Si me das un varón te compro una hermosa y rolliza gallina. Si quieres, hasta te llevo cargada a mis espaldas.

– No puedo caminar. Sólo deja que me apoye en ti -dijo tumbándose boca abajo en el suelo.

– Usaremos la carreta.

Después de descargar el ajo, Gao Yang empujó la carreta hacia la puerta, ató al burro y regresó a buscar un cojín para colocarlo en el suelo del carromato.

– ¿Qué más necesitamos?

– Un par de rollos de papel… Todo está preparado… Hay un fardo azul en la cabecera del kang.

Gao Yang entró en la casa, agarró el fardo y, a continuación, llevó a su esposa a hombros hasta la puerta y la depositó dulcemente sobre la carreta. Xinghua, despierta por la conmoción, estaba gritando. Gao Yang volvió a entrar en la casa.

– Xinghua -dijo-, tu madre y yo vamos a traerte un herma- nito. Vuelve a la cama y duerme.

– ¿Dónde lo vais a encontrar?

– Lo recogeré del campo.

– Quiero ir contigo.

– Los niños no pueden ir. Tenemos que ir solos a encontrar uno.

La luna todavía no había salido mientras conducía su destartalada carreta por un puente lleno de baches, con su mujer lanzando gemidos a su espalda.

– ¿Por qué gritas? -preguntó, irritado al ver los carros llenos de ajo avanzando sobre la carretera asfaltada-. ¡Vas a tener un bebé, no a morir!

Los gemidos cesaron. La carreta olía a ajo mezclado con el sudor de su esposa.

El centro de salud se encontraba en un descampado situado junto al cementerio. Al este se extendía un campo de maíz, al oeste un campo de boniatos y un campo de ajo recién recolectado al sur. Después de frenar su carreta, Gao Yang trató de encontrar la sala de partos. Una mano adherida a un hombre, cuyas facciones resultaban difíciles de distinguir en la oscuridad, le impidió llamar a la puerta.

– Mi mujer está teniendo un bebé ahí dentro -dijo el hombre con voz ronca.

El brillo de un cigarrillo que colgaba de sus labios titilaba sobre su rostro. El humo desprendía un aroma agradable.

– Mi esposa también va a tener un bebé -dijo Gao Yang.

– Entonces, ponte en la cola -dijo el hombre.

– ¿Hasta para tener un hijo?

– Hay que hacer cola para todo -respondió gélidamente el hombre.

En ese momento fue cuando Gao Yang se dio cuenta de que había otros carros parados fuera de la sala de partos: dos carros tirados por un buey, uno tirado por un caballo y un carro tirado a mano sobre el que se había extendido una manta.

– ¿Tu esposa está dentro?

– Sí.

– ¿Por qué está todo en silencio?

– La fase de los ruidos ya ha acabado.

– ¿Ha sido niño o niña?

– Todavía no lo sé.

El hombre se acercó y pegó la oreja a una rendija que había en la puerta.

Gao Yang acercó un poco más su carreta.

La luna borrosa y de un color rojo intenso había ascendido por encima del patio, donde las daturas florecían en la base del muro, produciendo unas flores que parecían etéreas polillas blancas bajo la lóbrega luz de la luna. Su agradable olor medicinal competía con el hedor que procedía de la dependencia, sin que uno fuera capaz de doblegar al otro. Gao Yang acercó su carreta a los tres carros: en cada uno de ellos yacía una mujer embarazada, ya fuera boca arriba o boca abajo, y sus maridos esperaban junto a ellas.

Mientas la luz de la luna relucía, las demás carretas y sus ocupantes cada vez se hacían más visibles. Los dos bueyes rumiaban sus bolos alimenticios, haciendo relucir los hilos de baba que colgaban de sus labios como un hilado de seda. Dos de los hombres estaban fumando; el tercero agitaba su látigo distraídamente. Gao Yang, seguro de haberlos visto en alguna parte, pensó que se trataba de campesinos de las aldeas de su Condado con los que se topaba de vez en cuando. Las madres expectantes estaban hechas un desastre: llevaban los rostros mugrientos, los cabellos andrajosos y apenas se les podía considerar seres humanos. La que se encontraba en el carro situado más hacia el este llenaba el aire de abominables gemidos, que hacían que su marido no parara de moverse nervioso, hasta el punto de gritar:

– ¡Deja de llorar, ya basta! La gente se va a reír de nosotros.

La puerta de la sala de partos se abrió y una luz procedente de detrás de los aleros les golpeó en la cara. Una doctora vestida de blanco apareció en la puerta, con las manos protegidas por unos guantes de goma que le llegaban a la altura del codo, por donde resbalaba, principalmente, un reguero de gotas de sangre. El hombre corrió a su encuentro.

– ¿Qué ha sido, doctora? -preguntó ansiosamente.

– Una niñita -masculló la doctora.

Al escuchar que era el padre de una pequeña, el hombre se tambaleó un par de veces hasta caer de espaldas, golpeándose ruidosamente la cabeza contra las baldosas, que dio la sensación de romper.

– ¿Qué problema hay? -comentó la doctora-. Los tiempos han cambiado y las niñas son iguales que los niños. ¿De dónde proceden los hombres si no es de las mujeres? ¿O es que salen de debajo de una piedra?

Lentamente, el hombre se puso de pie, como si estuviera en trance. A continuación, comenzó a gemir y a sollozar, como si estuviera loco, y acentuaba sus llantos con gritos de reproche:

– ¡Zhou jinhua, maldita mujer inútil, mi vida se ha arruinado por tu culpa!

Sus gritos se unieron a los sonidos del llanto que se escuchaba en el interior: Gao Yang pensó que se trataba de Zhou Jinhua. La ausencia de llanto del bebé le desconcertó. Jinhua no habría sido capaz de ahogar a su propio bebé, ¿verdad?

– Entre ahora mismo -ordenó la doctora- y ocúpese de su esposa y de su hijo. Hay más personas esperando.

El hombre se puso torpemente de pie y se arrastró hacia el interior. Unos minutos después salió con un fardo en la mano.

– Doctora -dijo mientras se detuvo en el umbral de la puerta-, ¿conoce a alguien a quien le gustaría tener a una niña? ¿Podría ayudarnos a encontrarle un hogar?

– ¿Pero es que en vez de corazón tiene una piedra? -preguntó enojada la doctora-. Llévese a su hija y trátela bien. Cuando cumpla los dieciocho puede conseguir al menos diez mil por ella.

Una mujer de mediana edad salió por la puerta, con el pelo tan enmarañado que parecía un nido de aves; tenía las ropas raídas y des-garradas y el rostro desencajado, con un aspecto que parecía cualquier cosa menos un ser humano. El hombre le entregó el bebé envuelto en el fardo mientras fue a coger la carreta y, una vez en ella, la mujer se sentó frente a una cesta llena de estiércol. Después de pasar los arreos alrededor de su cuello, el hombre dio unos cuantos pasos titubeantes antes de que el carro se viniera abajo y su esposa y el bebé que llevaba en sus brazos se golpearan contra el suelo. La mujer gemía, el bebé berreaba y el hombre lloraba desconsoladamente.

Gao Yang lanzó un suspiro, al igual que hizo el hombre que se encontraba a su lado.

La doctora se acercó.

– ¿De dónde viene ese carro?

– Doctora -respondió Gao Yang abochornado-, mi esposa va a tener un bebé.

La doctora levantó un brazo, se remangó el guante de goma y miró a su reloj.

– Parece que esta noche no voy a poder acostarme -murmuró-. ¿Cada cuánto tiene contracciones?

– Aproximadamente… durante el tiempo que se tarda en acabar una comida.

– Entonces eso es mucho. Espere su turno.

La luz de la bombilla y los rayos de luna iluminaron la escena. La doctora de tez blanca, que presentaba unos rasgos muy marcados sobre un rostro redondo, fue de un carromato a otro, apretando y comprobando los dilatados abdómenes y, a continuación, dijo a la mujer que se encontraba tumbada en el carro situado más al oeste, tirado por un pequeño caballo:

– Si gritas así sólo empeorarás las cosas. Fíjate en las demás. No se comportan como tú, ¿verdad? ¿Es tu primer hijo?

El pequeño hombrecillo que se encontraba junto al carromato respondió por su esposa:

– Su tercero.

– ¿Tu tercero? -replicó la doctora, con evidente enfado-. ¿Cómo puedes gritar de esa manera? ¿Y qué es ese terrible olor? ¿Te lo has hecho encima? ¡El olor corporal no debería apestar tanto!

La mujer, debidamente reprendida, dejó de gritar.

– Deberías haberte lavado antes de venir -gritó la doctora.

– Lo siento mucho, doctora -dijo el hombrecillo con un tono de disculpa-, pero estos días hemos estado demasiado ocupados recogiendo el ajo… Además tenemos que ocuparnos de los niños.

– Y aquí estáis, dispuestos a tener otro.

– Los otros dos son dos niñas -explicó-. Los campesinos necesitamos tener hijos varones para que nos ayuden en los campos. Las niñas crecen y se casan para irse a vivir con otra familia. ¿De qué sirve un hijo que no es capaz de hacer las tareas duras? Además, la gente se ríe de ti si no tienes un varón.

– Si educas a una hija como la famosa Emperatriz Viuda, tendrás algo mucho mejor que diez mil de tus preciosos varones -replicó la doctora.

– Te burlas de mí, ¿verdad? -dijo el hombrecillo-. Cualquier niño que nazca de unos padres tan feos como nosotros tendrá suerte si no sale tullido, ciego, sordo o mudo. Toda esa palabrería de tener un hijo con pedigrí no es más que eso: palabrería.

– Puede que sí, puede que no -respondió la doctora-. Una simple crisálida puede engendrar una hermosa mariposa. Por lo tanto, ¿qué impide a una pareja como vosotros tener a un futuro presidente del partido?

– ¿Con una madre así? Me postraría de rodillas y haría reverencias hasta el final de los tiempos si me diera un hijo cuyos rasgos estuvieran en el lugar adecuado -dijo el hombrecillo.

Desde el suelo de la carreta, su mujer hizo un esfuerzo por incorporarse.

– ¿Qué te hace pensar que tú eres tan atractivo? Si quieres saber qué es lo que veo yo, no tienes más que mirarte en un charco de orina: ojos de rata, boca de sapo, las orejas de un asno, totalmente jorobado como una tortuga. ¡Debí estar ciega para casarme con alguien como tú!

El hombrecillo se echó a reír.

– Cuando era joven era muy apuesto.

– ¡Y un pedo de perro! Pero si parecías más un animal que un humano. ¡Eras como el abominable Wu Dalang, o quizá peor!

Ese comentario hizo que todos los demás se echaran a reír, in-cluyendo la doctora, cuya enorme boca abierta podría haber alojado una manzana entera. Al lado, los campos estaban cargados de aires alegres, ya que la fragancia de las daturas acabó por imponerse al hedor que salía de la dependencia. Una polilla de color verde pálido revoloteaba alrededor de una bombilla y el poní blanco de la poco agraciada pareja golpeaba con la pata felizmente en el suelo.

– Muy bien, es tu turno- dijo la doctora a la mujer.

El hombrecillo levantó a su esposa y la sacó de la carreta. Por el modo como gritaba, se podía pensar que la estuviera matando.

– ¡Ya basta! -ordenó el hombrecillo, dándole un pequeño golpe en la cabeza-. La primera vez duele, la segunda vez sale como la seda y la tercera es como ir a cagar.

Ella le arañó la cara.

– Tu madre se está quemando por las hemorroides. ¡Tú qué sabrás cómo es…! ¡Oh, Dios mío, me está matando!

– Menudo par de joyas estáis hechos -comentó la doctora-. ¡Dios los cría y ellos se juntan!

– La mujer de la cicatriz en la cara se casa con un hombre de labio leporino. De ese modo, nadie puede quejarse -dijo el hombrecillo.

– ¡Que la jodan a tu madre! ¡Después de que nazca éste, te prometo que voy a empezar con los trámites de divorcio…! ¡Oh, Dios!

La doctora condujo a la mujer hacia el interior.

– Espera aquí -dijo al marido, que hizo una breve pausa ante la puerta, luego regresó a la carreta y cogió su bolsa de alimentos. El poni blanco resopló ruidosamente mientras empezó a ronzar su comida.

Los otros tres padres, expectantes, se arremolinaron alrededor del hombrecillo, que les entregó varios cigarros. Gao Yang, que no estaba acostumbrado a fumar, sufrió un ataque de tos.

– ¿De dónde eres? -le preguntó el hombrecillo.

– De la aldea que está al sur de aquí.

– ¿Donde vive la familia Fang?

– Sí.

– ¡Tuvieron a una puta por hija! -dijo indignado.

– ¿Te refieres a Jinju? Es tan inocente como largo es el día -la defendió Gao Yang.

– ¿Y a ti quién te ha preguntado? -replicó la esposa de Gao Yang.

– ¿Dices que es inocente? -espetó el hombrecillo torciendo el labio-. Por culpa de su cambio de opinión se han ido tres bodas al garete. Mi compañero aldeano Cao Wen sufrió una crisis nerviosa.

– No ha sido fácil para ella -dijo Gao Yang a la defensiva-, con las palizas que recibió y todo eso. Jinju y Gao Ma estaban hechos el uno para el otro.

– ¿Qué futuro nos espera si una mujer tiene capacidad para decidir con quién se casa? -murmuró pesaroso el hombrecillo.

Un hombre de cabello prematuramente canoso que se encontraba junto a su carromato dijo:

– La culpa es de esas películas. Hoy en día, los jóvenes aprenden todo lo malo de las películas.

– Cao Wen es un loco -comentó uno de los otros hombres-. ¿Por qué alguien como él, protegido por su tío que es un funcionario con mucho poder, va a pensar que nunca más va a encontrar una esposa? No merece la pena perder la cabeza por una cosa así.

– El problema es que no hay suficientes mujeres -dijo el hombre de cabello gris-. Se comprometen cuando no son más que unas adolescentes. Me gustaría saber a dónde han ido todas las chicas. Hay muchos jóvenes solteros, pero nunca verás a una mujer que no esté casada. Se ha llegado a un punto en el que los jóvenes se las rifan como si fueran tofu caliente, aunque estén ciegas o tullidas.

Gao Yang tosió. El hombre de cabello gris le había hecho enfadar.

– ¿Cómo puedes reírte de los demás? -dijo-. Nadie sabe lo que hay en el interior del vientre de una madre hasta que sale. ¿Cómo se puede saber si va a tener una cabeza o dos?

El hombre de pelo gris, ignorando completamente a Gao Yang, continuó, aunque podría haber estado hablando consigo mismo:

– ¿A dónde van las chicas? ¿A la ciudad? Los chicos de la ciudad no están interesados en las chicas del campo. Es todo un dilema. Pensemos en un buey o un caballo: cuando llega el momento de levantar la cola y parir a un joven, si es una hembra todo el mundo salta de alegría; pero si es un macho, no se ven más que caras largas. Sin embargo, con las peonas sucede todo lo contrario. La alegría se produce cuando nace un varón, pero el nacimiento de una mujer todo el mundo lo recibe con el gesto torcido. Y luego, cuando el chico crece y no es capaz de encontrar a una esposa, vuelven a aparecer las caras largas.

El llanto de un bebé interrumpió la conversación. El hombrecillo dejó de alimentar a su caballo y se dirigió hacia la sala de partos un tanto indeciso, corno si sus piernas tuvieran que arrastrar un enorme peso.

– Eh, tú, hombrecillo -la doctora le llamó mientras abría la puerta de la sala de partos-. Tu esposa te ha dado un varón.

El hombre creció dos centímetros de forma instantánea. Entró en la clínica dando grandes zancadas y apareció unos instantes después con su hijo recién nacido, al que colocó en el suelo de la carreta.

– Escucha, amigo -dijo al hombre de cabello gris-, vigila mi caballo mientras voy a buscar a la madre de mi hijo, ¿quieres? No lo asustes.

– No cabe duda de que, repentinamente, se siente todopoderoso -escuchó decir Gao Yang a una de las mujeres.

– Ahora ya podrá tener la cabeza bien alta cuando esté con otros hombres.

El hombrecillo apareció encorvado, llevando a su esposa sobre su espalda, que arrastraba los pies en el lodo. Uno de los zapatos se le salió del pie, pero el hombre de cabello gris lo volvió a colocar en su sitio.

– Te tomo la palabra -le dijo a su marido una vez que se tumbó en el lecho de la carreta.

– Lo digo en serio.

– Me vas a comprar una chaqueta de nailon.

– Una con dos filas de cierres automáticos.

– Y un par de medias de nailon.

– Dos pares. Uno rojo y otro verde.

El hombrecillo guardó la cesta de comida, cogió el látigo y dio la vuelta a la carreta hasta que quedó en perpendicular a los demás carros. La piel del poni brillaba como la plata. Después de frenar al animal, obsequió a sus compañeros con unos cuantos cigarrillos más.

– No fumo -dijo Gao Yang-. Lo único que haría sería desperdiciar un buen cigarro.

– Pruébalo -le animó el hombrecillo-. No es más que un cigarrillo. ¿Acaso no ves lo feliz que estoy? ¿No te alegras por mí?

– Por supuesto que sí -dijo Gao Yang aceptando el cigarrillo.

La esposa del hombre del cabello gris era la siguiente.

– Hermanos -dijo el hombrecillo-, todos tendréis hijos varones. Los niños son como un banco de peces, siempre van juntos. Como todos nuestros hijos tendrán el mismo día de cumpleaños, serán como hermanos cuando crezcan.

Hizo restañar su látigo, dio un grito a su caballo y salió del complejo lleno de satisfacción. El ruido de las pezuñas del caballo se perdió rápidamente en la tenebrosa luz de la luna.

La esposa del hombre de cabello gris tuvo una niña.

La esposa del otro hombre parió un feto que nació muerto.

Después de llevar a su esposa nacía el interior de la sala de partos, Gao Yang se paseó de un lado a otro del recinto, que ahora estaba a su entera disposición. Por entonces, la luna brillaba directamente sobre las daturas. Su esposa estaba aguantando el tipo, ya que no se escuchaba un solo grito en la sala de partos. En el exterior, a solas con su burro, Gao Yang se sentía emocionalmente consumido, así que se dirigió al lecho de flores donde, paralizado por su propio terror, olió la extraña fragancia y analizó sus ondeantes pétalos. Se agachó y pinchó con el dedo una de las mullidas hojas blancas. Su tacto era fresco al contacto con las gotas de rocío que resbalaban por ellas. Su corazón palpitó con fuerza. Antes de darse cuenta, tenía la nariz enterrada en la flor y sus orificios nasales estaban llenos de su extraña fragancia. Haciendo una mueca, miró hacia la luna y estornudó violentamente.

Al amanecer, su mujer le dio un hijo varón. ¡Mierda!, murmuró en medio de su inmensa alegría. ¿Por qué razón maldijo? Porque su amado hijo tenía seis dedos en cada pie.

El corazón de su esposa estaba destrozado, pero Gao Yang la consoló:

– Eres la madre de mis hijos, así que deberías sentirte feliz. «Las personas especiales tienen rasgos especiales». Quién sabe, a lo mejor llega a ser un importante oficial. Y cuando eso ocurra, tú y yo sabremos qué es la buena vida.

– He infringido la ley. ¿Cómo puedo compensarte? -dijo Gao Yang. Su esposa suspiró.

– No estabas solo. Hasta Cuarta Tía Fang, a sus años, ha sido detenida. Comparados con ella, nosotros estamos en forma.

El bebé empezó a llorar, así que le introdujo un pezón en la boca. Gao Yang se agachó para estudiar el rostro de su hijo, que tenía los ojos cerrados, y le quitó una escama de piel de la cara.

– Está creciendo mucho -dijo-. De tanto crecer, se está saliendo de la piel.

El bebé dio una patada al pecho con su pie de seis dedos. Ella lo apartó.

– Tienes que ponerle un nombre -dijo.

– Le llamaremos Shoufa: Cumplidor de la Ley -dijo después de hacer una pausa para pensar-. No tengo esperanzas de que se convierta en un importante oficial, así que me sentiré feliz si es un campesino que se atiene a las leyes.

Xinghua palpó el brazo de su padre, desde su hombro hasta las esposas.

– ¿Qué es esto, papá?

Gao Yang se puso de pie.

– Nada.

El bebé se durmió en el pecho de su madre así que, cuando ésta se puso de pie, retiró suavemente el pezón, después dejó al niño sobre la mesa y abrió precipitadamente su fardo, de donde sacó un par de sandalias de plástico (nuevas), una camisa de trabajo azul (también nueva) y un par de pantalones negros de gabardina (completamente nuevos).

– Ponte esto -dijo ella-. Me quedé terriblemente preocupada cuando te sacaron a rastras y medio desnudo. Quería haberte traído algo de ropa, pero hasta hace un par de días no sabía dónde estabas. Pasé la última noche fuera. Entonces, esta mañana, una mujer muy amable me abrió todas las puertas necesarias para llegar hasta ti.

– ¿Has venido andando? -le preguntó Gao Yang.

– Después de caminar durante un par de kilómetros alguien pasó a nuestro lado. Adivina quién era. ¿Te acuerdas de aquel hombrecillo que conocimos en la clínica la noche que tuve el bebé? Se dirigía a la ciudad con algo de amoniaco, así que nos llevó.

– ¿Quién ha comprado esta ropa nueva? ¿De dónde ha salido el dinero?

– He vendido el ajo. No te preocupes por nosotros. Hemos incumplido la ley y recibiremos nuestro castigo, sea el que sea. Podré arreglármelas en casa, y Xinghua cuidará al bebé por mí. Los vecinos nos han ayudado tanto que me siento avergonzada.

– ¿Qué ocurre con Gao Ma? ¿Qué ocurrió después de que trepara el muro y saliera corriendo?

– Te lo contaré, pero no digas una palabra de esto a Cuarta Tía. Jinju ha muerto.

– ¿Cómo murió?

– Se ahorcó. Las piernas de la pobre muchacha estaban empapadas de sangre. Ya era casi la hora del parto, pero el bebé nunca llegó a ver la luz del día.

– ¿Lo sabe Gao Ma?

– Le detuvieron cuando estaba con los preparativos del funeral.

– Se ha perdido una buena mujer -se lamentó Gao Yang-. Llevó un melón a Cuarta Tía la tarde en la que nos detuvieron.

– No hablemos de los demás, He traído algo de comer -dijo vaciando sobre la mesa el contenido de una bolsa de plástico: unos huevos cocidos teñidos de rojo.

Gao Yang colocó un par de ellos en las manos de Xinghua.

– Cómetelos, papá, son para ti -le dijo su hija.

Su esposa peló uno para él y Gao Yang se lo metió entero en la boca, pero antes de tragárselo, notó que las lágrimas resbalaban por su rostro.

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