CAPÍTULO 12

Ciudadanos, sacad pecho, mostrad de qué pasta estáis hechos: ¡Avanzaremos de la mano hasta el poder! El administrador municipal Zhong no es una constelación celestial y el pueblo llano no es un animal mudo de granja,…

Extracto de una balada cantada por Zhang Kou incitando a las masas a levantarse mientras el ajo se pudría en las calles y enviaba un terrible hedor hacia el cielo.


Gao Yang se estiró en el catre de la prisión y se durmió antes de taparse con la manta. Después vinieron las pesadillas, una tras otra. Primero soñó con que un perro le roía lentamente su tobillo, mordiéndolo y lamiéndolo como si quisiera dejarle sin sangre y consumir el tuétano de sus huesos. Trató de apartar al perro de una patada, pero no podía mover la pierna; intentó estirarse y darle un puñetazo, pero no podía levantar el brazo. Después soñó que estaba encerrado en una habitación vacía de una nave de la cooperativa por haber enterrado a su madre en lugar de llevarla al crematorio. Dos miembros de las «cuatro categorías malignas» -terratenientes, contrarrevolucionarios, campesinos ricos y criminales- la llevaban a las diez de la noche hacia el interior de la casa. Su cabeza era brillante como una calabaza, sus dientes incisivos habían desaparecido y la boca estaba llena de sangre. Cuando encendió la lámpara y les preguntó qué había sucedido, le miraron con lástima antes de darse la vuelta y salir caminando silenciosamente por la puerta. La dejaron tumbada sobre el kang, mientras gemía y le rechinaban los dientes. Ella abrió los ojos y sus labios se estremecieron, como si quisiera hablar, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, su cabeza se desplomó hacia un lado y murió. Agitado por el dolor, se arrojó encima de ella.

Una mano enorme le tapó la boca. Sacudió la cabeza para liberarse, escupiendo saliva en todas las direcciones, hasta que por fin consiguió que aquella mano le soltara.

– ¿Por qué gritas, muchacho? -Una pregunta, en voz baja, emergió desde detrás de dos puntos fosforescentes.

Ahora estaba despierto y sabía lo que había sucedido. Una luz procedente de la garita del centinela iluminó el pasillo, por donde un guardia avanzaba nerviosamente.

Gao Yang sollozó:

– Estaba soñando con mi madre.

Se escucharon risas desde detrás de los puntos.

– Será mejor que sueñes con tu esposa -repuso la voz.

Los puntos se marcharon y volvió la oscuridad a la celda. Pero los estridentes ronquidos del prisionero anciano, el goloso relamer de labios del joven y los demoníacos jadeos del prisionero de mediana edad le mantuvieron despierto.

Los mosquitos, después de haber chupado toda la sangre que podían, reposaban inmóviles en las paredes y, pasada la medianoche, los zumbidos se detuvieron. Se cubrió con una manta que, repentinamente, pareció moverse por sí sola: un ejército de insectos comenzó a reptar por su piel. Jadeando de miedo y de repugnancia, sacudió la manta; pero eso sólo hizo que volviera el aire frío, y la manta fue el menor de los males. El prisionero de mediana edad se rió en sueños.


* * *

La cabeza de su madre se desplomó hacia un lado y murió. No hubo últimas palabras. Era el mes de julio, uno de esos días sofocantes de verano. Pero aquella noche llovía y se formaron unos charcos que atraían a las ranas. El agua caía ruidosamente desde el tejado de paja mucho después de que hubiera dejado de llover. Pasado el amanecer, rebuscó por toda la casa hasta que encontró una manta raída con la que envolver a su madre. Luego la colocó sobre su hombro, cogió una pala y salió de la aldea. Había tomado la decisión de no enterrarla en el cementerio local, ya que allí era donde terminaban los campesinos de clase media y baja -no podía enterrarla entre gente como ésa, por temor a que sus fantasmas pudieran hostigarla-, y no podía permitirse llevarla al crematorio del Condado.

Siguió caminando, con su difunta madre sobre los hombros, hasta que alcanzó una parcela de tierra entre los condados Paraíso y Caballo Pálido que no pertenecía a nadie que él supiera. Las malas hierbas y todo tipo de vegetación salvaje eran los únicos indicios de vida. Después de vadear la Corriente Siguiente, cuyas aguas rápidas y profundas casi les arrastran a él y a su madre, depositó la manta enrollada que contenía su cuerpo en el otro lado de la corriente. La cabeza de su madre asomaba a través de la manta. Las ligeras gotas de lluvia salpicaban en los ojos y en la boca abierta de la difunta, rozando su rostro tenso y brillante. Los pies le sobresalían por el otro lado. Uno de sus zapatos desgastados se le había caído por el camino. El pie descalzo, de un pálido fantasmal y con la forma del cuerno de un buey, estaba cubierto de barro. Cuando Gao Yang se arrodilló, un lamento se escapó de su garganta, pero no derramó ni una lágrima, aunque tenía la sensación de que un cuchillo estaba rebanándole la garganta.

Después de escudriñar la zona y de elegir un lugar en pendiente, cogió la pala y comenzó a preparar la tumba. Primero eliminó las malas hierbas, con los terrones de barro todavía adheridos a las raíces, y las colocó con cuidado junto a él. A continuación, comenzó a cavar. Cuando la zanja llegó a la altura del pecho, el agua empezó a filtrarse a través del suelo gris y arenoso. Después, colocó el cuerpo junto a la nueva tumba, lo depositó en el suelo y se arrodilló.

– Madre -dijo en voz alta, después de bajar la cabeza humildemente tres veces-, está lloviendo y el agua penetra en el agujero. No puedo pagar un ataúd, así que tendrás que conformarte con esta manta usada. Madre, tú… tendrás que contentarte con eso.

Con gran cuidado la depositó en el interior de la zanja y recogió un poco de hierba verde para cubrir su rostro. Una vez hecho eso, comenzó a tirar barro en la zanja, haciendo un alto de vez en cuando para afirmarlo con unos golpecitos a fin de que no dejara ningún rastro. Sin embargo, la idea de saltar por encima del cuerpo de su madre hacía que se le llenaran los ojos de lágrimas y que le retumbaran los oídos. Finalmente, volvió a colocar las malas hierbas y las plantas silvestres y las replantó donde estaban, justo cuando las nubes de lluvia se cernían sobre su cabeza y los relámpagos de rojo sangre atravesaban las nubes negras. Un viento frío barrió la arboleda y los campos plantados de sorgo y maíz, haciendo que las hojas bailaran en el aire como agitados banderines de seda. Gao Yang se situó junto a la tumba y miró a su alrededor por última vez: hacia el norte se extendía un río, un amplio canal hacia el este, una aparentemente interminable llanura hacia el oeste, y el neblinoso Pequeño Monte Zhou hacia el sur. El paisaje que le rodeaba hizo que se sintiera tranquilo. Volvió a arrodillarse, bajó la cabeza humildemente tres veces y dijo en voz baja:

– Madre, éste es un buen lugar.

Cuando se puso de pie, su tristeza había desaparecido y ya sólo sentía alguna punzada en el pecho. Pala en mano vadeó el río, volviendo sobre sus pasos. El nivel del agua, que había aumentado precipitadamente, ahora le llegaba por encima de la barbilla.


* * *

El prisionero joven avanzó a tientas hacia la ventana, abrió la pequeña puerta que había en la pared y evacuó en el orinal de plástico, salpicando con su orina y contribuyendo a que aumentara el hedor en la celda. Afortunadamente, el cristal de la ventana hacía mucho que se había roto y ya no quedaban fragmentos. Había una pequeña abertura en la parte inferior de la puerta, por donde pasaban la comida, y el techo tenía una pequeña claraboya. Todo ello permitía que un poco de brisa nocturna penetrara desde el exterior e hiciera que el aire de la celda fuera respirable.

El cielo y la tierra se habían convertido en una neblina gris y el martilleo húmedo de la lluvia cayendo violentamente sobre ramas y troncos procedía de la arboleda. Una vez que estuvo a salvo en casa, se desnudó, escurrió la mayor parte del agua de sus raídas ropas y las colgó para que se secaran. La habitación estaba llena de goteras y había agua por todas partes, especialmente en la unión del alero y de las paredes de barro, donde unos regueros de un sucio escarlata se deslizaban hacia el suelo de barro. Trató de contener las gotas con una serie de cacerolas y sartenes, pero se resignó a sentarse en el borde del kangy a dejar que el agua fuera a donde quisiera.


* * *

Tumbado boca arriba, observó a través de los barrotes de la ventana una tenue porción del cielo.


* * *

Éste es el momento más desafortunado de mi vida, reflexionó. El padre está muerto, la madre se le ha unido y mi tejado tiene goteras.

Levantó la mirada hacia la viga mugrienta y grasienta del tejado, hasta que su atención se dirigió hacia un ratón que estaba agazapado en el fogón después de verse obligado a abandonar su escondite por la lluvia. Pensó en colgarse de la viga del tejado, pero carecía del valor necesario.

Cuando dejó de llover y salió el sol, se puso la ropa mojada y, esperándose lo peor, salió al exterior para ver si su tejado, picado y debilitado por la lluvia, seguía en pie. Justo entonces, Gao Jinglong, el jefe de policía local, entró en el patio, acompañado por siete militares armados con rifles del calibre 38. Llevaban unas botas de lluvia negras y cascos cónicos camuflados con tallos de sorgo, y habían cubierto sus hombros con sacos de fertilizante. Avanzaron como si fueran una pared móvil.

– Gao Yang -dijo el jefe de policía-, el secretario Huang quiere saber si has enterrado en secreto a tu madre, aquella anciana que pertenecía a la clase terrateniente.

Gao Yang estaba sorprendido por la rapidez con la que corrió la noticia y le extrañó que los miembros de la cooperativa estuvieran tan preocupados por uno de sus miembros fallecidos.

– Cuando el tiempo está tan lluvioso como ahora -dijo-, si hubiera esperado un poco más, habría empezado a apestar… ¿Cómo se supone que iba a llevarla a la ciudad con una lluvia como ésta?

– No he venido aquí a discutir -dijo el jefe de policía-. Puedes exponer tus argumentos ante el secretario Huang.

– Tío.,. -Gao Yang dio una palmada, bajó la cabeza, e hizo una reverencia hasta la cintura-. Tío… ¿no puedes dejarme marchar?

– Muévete. La única posibilidad que tienes de no meterte en problemas es hacer lo que se te dice -dijo Gao Jinglong.

Entonces, un hombre fornido avanzó hacia él y le golpeó con la culata del rifle.

– Muévete, muchacho.

Gao Yang se dirigió al hombre:

– Amping, somos como hermanos…

Amping le volvió a golpear.

– He dicho que te muevas. La novia fea tarde o temprano tiene que conocer a sus cuñados.

En la oficina de la brigada se había preparado una mesa y el secretario Huang estaba sentado detrás de ella fumando un cigarrillo. El resplandeciente rojo de los carteles y las consignas que cubrían las paredes aterrorizó a Gao Yang. Cuando se colocó delante de la mesa, sus dientes comenzaron a rechinar.

El secretario Huang sonrió afablemente.

– Gao Yang, no hay duda de que eres valiente.

– Maestro… Yo… -Se le doblaron las rodillas y cayó al suelo.

– ¡Levántate! -le ordenó el secretario Huang-. ¿Quién es tu maestro?

– ¡Levanta el culo! -ordenó el jefe de policía, dándole una patada.

Gao Yang se levantó.

– ¿Conoces la ley que obliga a enviar todos los cuerpos al crematorio? -Sí.

– ¿Entonces quebrantaste la ley conscientemente?

– Secretario Huang -se defendió Gao Yang-, estaba lloviendo a cántaros… Vivo muy lejos de la ciudad y no tengo dinero para pagar la tarifa del crematorio… o una urna para las cenizas. Imaginé que, de todos modos, las iba a enterrar cuando llegara a casa. Eso también ocupa espacio en el campo.

– Vaya, ¡eres un dechado de sabiduría! -dijo el secretario Huang sarcásticamente-. El Partido Comunista no está a la altura de ti.

– No, secretario Huang. Lo que quería decir era que…

– ¡No quiero oír una palabra más! -El secretario Huang golpeó la mesa y se puso de pie de un salto-. Ve a desenterrar a tu madre y a llevarla al crematorio.

– Secretario Huang, se lo ruego, por favor, no… -Estaba de rodillas, llorando y suplicando-. Mi madre sufrió mucho toda su vida. La muerte fue un alivio para ella. Ahora que está bajo tierra, déjela allí para que descanse en paz…

El secretario Huang le cortó en seco:

– ¡Gao Yang, será mejor que endereces tus pensamientos! Tu madre disfrutó de una vida de ocio y lujo explotando a los demás. Después de la Liberación, fue necesario reeducarla y reformarla a través del trabajo. Ahora que está muerta, la incineración es lo más adecuado para ella. Y lo mismo me sucederá a mí cuando muera.

– Pero secretario Huang, ella me dijo que antes de la Liberación no se podía permitir siquiera un sola comida o una masa de harina rellena y que se levantaba antes del amanecer, tanto si había dormido como si no, para ganar dinero con el que comprar tierra.

– ¿Estás pidiendo que revoque el veredicto del partido? -demandó un enrabietado secretario Huang-. ¿Estás diciendo que la reforma de la tierra fue un error?

La culata de un rifle golpeó en la nuca de Gao Yang. Mientras caía desplomado, ante sus ojos danzaron flores doradas, y su rostro se golpeó contra el suelo de ladrillo.

Un militar le levantó agarrándole de los pelos para que el jefe de policía pudiera golpearle en ambas mejillas con una brillante vara de madera. ¡Crac! ¡Crac! El sonido era claro y nítido.

– Encerradlo en el ala oeste -dijo el jefe de policía-. Dai Zijin, convoca inmediatamente una reunión de los miembros del comité aquí, en la oficina, y utiliza el sistema de megafonía.

Gao Yang fue encerrado en una habitación vacía en el ala oeste del cuartel general de la brigada, bajo la atenta mirada de dos militares armados que se sentaron en un banco situado delante de él. Los truenos retumbaban en el exterior y los cielos enviaban cubos de lluvia que caían sobre las hojas de los árboles del complejo y sobre el tejado de tejas rojas en una cadencia ensordecedora.

Los altavoces crepitaron por unos instantes y, a continuación, enviaron la voz de Dai Zijin. Gao Yang conocía los nombres que flotaban en el aire.

– Gao Yang -dijo uno de los militares-, esta vez te has metido en un gran problema.

– Pequeño Tío -replicó Gao Yang-, no he enterrado a mi madre en la tierra de la brigada.

– Lo que has hecho con su cuerpo no ha sido lo que está estipulado.

– ¿Qué es lo que está estipulado? -preguntó temeroso.

– ¿Estás tratando que revoque el veredicto que se le aplicó?

– Sólo estoy diciendo la verdad. Todo el mundo lo sabe. Mi padre fue un famoso cicatero al que sólo le importaba ahorrar dinero para comprar tierra. Solía golpear a mi madre si compraba un nabo de más.

– Estás perdiendo el tiempo contándome esas cosas -dijo el militar con indiferencia.

Aquella tarde, a pesar de la intensa lluvia, se celebró una reunión con todos los miembros de la brigada y, aunque Gao Yang finalmente olvidó la mayoría de los detalles, siempre recordaba el sonido de la lluvia y las consignas que se gritaron, que siguieron sin interrupción desde última hora de la tarde hasta bien entrada la noche.

A la mañana siguiente un comando de militares ató a Gao Yang a un banco y colocaron cuatro ladrillos unidos con cáñamo alrededor de su cuello; era como una pieza de alambre estranguladora que le cortaría la cabeza si se atrevía a moverse. Después, por la tarde, el jefe de policía le ató los pulgares con un pedazo de alambre y lo amarró a una viga de madera que se extendía por encima de su cabeza. No le dolía mucho, pero en el mismo momento en que sus pies se despegaron del suelo, sintió que el sudor emanaba de cada poro de su piel.

– Ahora dinos, ¿dónde está enterrada la esposa del terrateniente?

Gao Yang sacudió la cabeza, que se llenó con imágenes de un pedazo de tierra cubierto de malas hierbas y de un riachuelo crecido. Las briznas de hierbas que había arrancado y replantado se habían empapado de lluvia, hasta el punto de presentar el aspecto de no haber sido nunca arrancadas. Sus pisadas también deberían haberse desvanecido con la lluvia así que, mientras su boca permaneciera cerrada, su madre podría descansar en paz. Juró no revelar jamás su secreto, aunque eso le costara la vida.

Pero esa determinación no permaneció tan firme en todo momento: cuando el jefe de policía le introdujo una rama espinosa varios centímetros por el ano comenzó a gritar de agonía:

– Tío, perdóneme, por favor… Le llevaré hasta allí…

La rama ensangrentada fue retirada y le bajaron de la viga de acero.

– ¿Dónde está enterrada?

Dirigió su mirada al rostro oscuro del jefe de policía, luego miró a su propio cuerpo y, finalmente, miró por la ventana hacia el nebuloso cielo.

– Madre -dijo-, espérame. Pronto estaré a tu lado…

Bajando la cabeza, se precipitó contra la pared, pero los militares le sujetaron.

Su corazón se llenó de indignación.

– Hermanos -gritó con voz ronca-, yo, Gao Yang, siempre he hecho lo correcto, desde que era un niño. No hay mala sangre entre nosotros, entonces ¿por qué me hacéis esto?

El jefe de policía dejó de golpearle, pero la expresión de simpatía que se reflejaba en sus ojos desapareció ante su dura respuesta.

– ¡Estamos hablando de la lucha de clases!

Como Gao Yang iba a pasar la noche detenido, los militares metieron dos bancos en la habitación. El plan consistía en dormir por turnos, pero antes de que la noche hubiera avanzado demasiado, los dos estaban roncando plácidamente.

El marco de la ventana que había en la habitación estaba hecho de madera así que, si quería salir huyendo, sería suficiente con propinar una patada en el lugar oportuno. Pero ni le apetecía escapar ni tenía en las piernas la fuerza suficiente como para destrozar el marco de la ventana. La rama que le había introducido el jefe de policía le había inflamado tanto el recto que le impedía dejar pasar los gases, lo que hacía que se le hinchara el vientre y que se abultaran sus intestinos. Una lámpara de queroseno colgaba de la viga del techo, aunque su luz se había vuelto tan oscura por la acumulación de humo que la atenuaba y proyectaba una sombra del tamaño de una piedra sobre el suelo de ladrillo. Cuando miró hacia los dos militares, que sujetaban los rifles sobre su pecho mientras dormían completamente vestidos, se sintió culpable por haberles creado tantos problemas. Pensó una o dos veces en arrebatar uno de los rifles a su propietario, destrozar la ventana con la culata y escapar por el patio. Pero era un pensamiento fugaz que rápidamente desechaba, convencido de que su castigo no era más que el precio que debía pagar para mantener a su madre alejada de las llamas del crematorio. Simplemente tenía que apretar los dientes y soportar todo lo que le viniera encima. De lo contrario, ella habría sufrido en vano.

Los militares habían dormido como bebés, pero él no. Y lo mismo le sucedía esa noche: sus compañeros de celda cayeron dormidos rápidamente, pero él no tenía una pizca de sueño después de haberse despertado de sus pesadillas.

Las estrellas brillaban ai otro lado de los barrotes de la ventana, por encima de las hojas de la esterculia y de los álabes del tejado que repiqueteaban bajo una ligera llovizna. Pero también se escuchaba otro sonido, un bramido lejano que sólo podía significar que había aumentado el caudal de la Corriente Siguiente hacia el sur y del río Arenoso, hacia el norte de la aldea. Inexplicablemente, se sintió preocupado por los propietarios de los campos que se iban a convertir en un pantano si los ríos se desbordaban de sus lechos. Los tallos más elevados podrían aguantar unos días, pero los más cortos estaban condenados a inundarse.


* * *

Se hizo un ovillo en la esquina, con la espalda apoyada sobre la pared mojada. Alguien pasó por delante de la ventana y un pequeño pedazo de papel fue a aterrizar a sus pies. Lo recogió, lo desenvolvió y notó que desprendía un maravilloso aroma. Era un rollo de cebolla frita -todavía caliente- y tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a llorar como un bebé. Con cuidado de no interrumpir a los militares que dormían junto a él, mordisqueó el rollo de cebolla, masticando a fondo y tragando cada uno de sus sabrosos bocados. Nunca antes se había dado cuenta de lo ruidosos que somos los humanos cuando comemos. El Cielo le protegía, pensó, ya que consiguió acabarse el rollo sin despertar a los guardias.

Después de acabar el rollo de cebolla, Gao Yang volvió a pensar que la vida merecía la pena. Cerró los ojos y durmió durante un par de horas, hasta que sintió la necesidad de orinar. Después, sin atreverse a despertar a los militares, buscó una ratonera en la que poder aliviarse tranquilamente. Por desgracia, todos los edificios de la brigada tenían el suelo de ladrillo y no fue capaz de encontrar una grieta del tamaño adecuado, y mucho menos una madriguera para ratones. Para su sorpresa, encontró una botella de vino vacía, que servía muy bien para su propósito. Pero no había pensado en el ruido que haría -como rocas que caen en un cañón- y se contuvo lo máximo posible para no despertar a los guardias. El líquido se derramó por el cuello de la botella mucho antes de que se llenara, así que detuvo el flujo para dejar que descendiera hasta el fondo antes de continuar; repitió el proceso -tres veces en total- hasta que la botella estuvo rebosante. A continuación, sujetándola por el cuello, la colocó en la esquina, donde recibió la tenue luz del amanecer suficiente para iluminar la etiqueta. Enseguida se dio cuenta de que los militares no la podían encontrar ahí, así que la colocó en la otra esquina, pero era igualmente perceptible y se vio obligado a situarla sobre el alféizar de la ventana. Pero eso fue todavía peor.

Justo entonces, uno de los militares se despertó.

– ¿Qué estás haciendo?

Sus mejillas se ruborizaron de vergüenza.

– ¿De dónde has sacado ese vino?

– No es vino… Yo… Mi…

El militar soltó una carcajada.

– ¡Menudo carácter!

El jefe de policía abrió la puerta. Cuando los guardias le mencionaron la botella de vino, se echó a reír.

– Adelante, bébetela -dijo el jefe de policía.

– Jefe, no tenía intención de despertarlos… No habría… La voy a vaciar -dijo Gao Yang, tratando de hablar y de salir de una situación comprometida.

– No hace falta que lo hagas -dijo sonriente el jefe de policía-. La orina de un hombre es capaz de extraer el veneno de su cuerpo. Vamos, bébetela.

Entusiasmado de repente por una emoción extrañamente maravillosa, repuso:

– Tío, en realidad es una botella de vino excelente.

El jefe de policía sonrió e intercambió una mirada con los dos militares.

– Si es una puta botella de virio -dijo-, entonces bébetela.

Sin decir una palabra, Gao Yang cogió la botella y dio un largo trago. Todavía estaba caliente y tenía un sabor un tanto salado, aunque no le resultó en absoluto desagradable. Acercándose la botella a los labios por segunda vez, engulló aproximadamente la mitad de la orina que quedaba en ella, después se limpió la boca con la manga y sus ojos se llenaron de cálidas lágrimas. Con una sonrisa helada en su rostro, dijo:

– Gao Yang, oh Gao Ying, maldito cabrón, ¿cómo puedes tener tanta suerte? ¿Quién si no podría tener la inmensa fortuna de comer un delicioso rollo de cebolla y regarlo con un buen vino?

Se acabó la botella, luego se tumbó en el suelo de ladrillo y cerró los ojos para dormir.

Unas horas más tarde, el secretario Huang llegó para decirle que la policía estaba muy ocupada tratando de contener las aguas desbordadas del río Arenoso, y que no podía perder el tiempo en buscar el cuerpo de su madre, así que le impusieron una multa de doscientos yuan y le dejaron libre.

Cuando al amanecer regresó andando a casa, los caminos se habían convertido en un mar de lodo. Estaba lloviendo de nuevo y las enormes gotas de lluvia que le golpeaban la cabeza hacían que se sintiera feliz.

– Madre -pensó en voz alta-, mientras vivías no fui un hijo afectuoso, pero al menos conseguí darte un entierro decente. Los campesinos de la clase media y baja acuden al crematorio cuando mueren, pero tú no. Ha merecido la pena.

Mientras penetraba en su patio observó que el tejado de la cabaña de tres habitaciones a la que llamaba su hogar se estaba desplomando lentamente, y salpicaba agua y lodo en todas las direcciones. En un momento todo se vino abajo con un tremendo estrépito y allí, justo delante de él, de repente, sólo se veían el bosque de acacias y las turbias aguas amarillas del río que corría por detrás de su casa.

Gritó por su madre y cayó de rodillas en el lodo.

El amanecer llegó y, aparente-mente, había conseguido dormir un poco, pero ahora le dolía todo el cuerpo. El fuego parecía salir de su nariz y de su boca, y ambas casi se incendian espontáneamente por causa del aire recalentado. Se agitó con tanta violencia que los muelles de metal de su catre crujieron. ¿Por qué los seres humanos tiritan? Eso me gustaría saber: ¿por qué los seres humanos tiritan? Un grupo de niñas vestidas de rojo pasó por encima del tejado corriendo, saltando, chillando y gritando; eran tan ligeras que las ráfagas de viento las doblaban fácilmente una y otra vez. Una de ellas, que iba desnuda y sujetaba una caña de bambú, se apartó del grupo.

– ¿Esa no es Xinghua? -preguntó en voz alta-. ¡Xinghua, baja de ahí ahora mismo! ¡Si te caes, te vas a matar!

– No puedo caerme, papá -dijo, empezando a llorar.

Sus enormes lágrimas cristalinas colgaban suspendidas en el aire sobre las puntas de su cabello en lugar de caer al suelo.

Una fuerte racha de viento se llevó a la niña y una anciana de cabellos grises avanzó tambaleándose a través del estercolero que se extendía junto a la carretera, con una manta raída sobre los hombros, sin un zapato. Estaba llena de lodo de la cabeza a los pies.

– ¡Madre! -gritó-. ¡Pensé que habías muerto!

Mientras corría hacia ella, sintió cómo su cuerpo era cada vez más ligero, hasta que se hizo tan insustancial como el grupo de niñas. Abofeteado por las rachas de viento, su cuerpo recuperó varias veces su tamaño original y tuvo que agarrarse a las barandillas que le rodeaban para mantener el equilibrio, mientras se situaba con mucho esfuerzo delante de su madre. La anciana entornó sus cenagosos ojos y lo miró boquiabierta.

– ¡Madre! -exclamó Gao Yang con excitación-. ¿Dónde has estado todos estos años? Pensé que habías muerto.

Ella sacudió la cabeza ligeramente.

– Madre, hace ocho años a todos los terratenientes, a los campesinos ricos, a los contrarrevolucionarios, a los malhechores y a los derechistas les quitaron sus títulos y la tierra fue repartida entre la gente que trabajaba los campos. Me casé con una mujer que tenía un brazo tullido y un corazón bondadoso. Ha engendrado para ti una meta y un nieto, para que nuestro linaje no desaparezca. Tenemos una provisión de alimentos y si este año la cosecha de ajo no se pudre antes de que se pueda vender, habremos ahorrado todavía más dinero.

El rostro de su madre experimentó una metamorfosis y un par de gusanos salió reptando de las cenagosas cuencas de los ojos. Una vez superada la conmoción inicial, Gao Yang estiró la mano para retirar los gusanos, pero cuando tocó la piel de la anciana, un frío pegajoso le recorrió desde la punta de los dedos hasta lo más profundo de su corazón. Al mismo tiempo, un fluido amarillo brotó del cuerpo de su madre, y su carne y sus tendones se cayeron en pedazos arrastrados por el viento, hasta que delante de él sólo quedó un esqueleto desnudo. Un grito de terror salió de su garganta.

Se escucharon gritos en el exterior:

– Eh, amigo… amigo… ¡Despierta! ¿Estás poseído o qué?

Seis ojos verdes y brillantes se fijaron en él. Una mano huesuda, cubierta de una piel verdosa, se alargó, aterrorizándole completamente. La mano heladora retrocedió cuando pasó por su frente, como si escaldara.

La huesuda mano verde volvió a cubrirle la frente, y le provocó terror y satisfacción al mismo tiempo.

– Estás enfermo, amigo -dijo en voz alta el prisionero de mediana edad-. Estás ardiendo de fiebre.

Cubrió a Gao Yang con una manta casi con ternura: se trataba del mismo hombre que le había obligado a beberse su propia orina.

– Yo diría que es gripe, así que tendrás que sudarla.

Su mente estaba trastornada y tiritaba descontroladamente. ¿Por qué los seres humanos tiritan?, se preguntó. ¿Por qué tenemos que hacer eso? Sus compañeros de celda se acercaron y añadieron el peso de sus mantas a la suya. Su cuerpo todavía temblaba y hacía que las cuatro mantas se movieran graciosamente. Una de ellas le tapó hasta cubrir su rostro y bloquear la luz. El hedor hizo que respirara con dificultad. El sudor que emanaba por los poros de su piel hacía que los piojos retrocedieran y saltaran. Sintió la inminencia de su propia muerte, si no por la enfermedad que le había atrapado, sí por la terrible opresión de las mantas apiladas que le hacían sentir como una piel de vaca carcomida por las polillas. Haciendo un gran esfuerzo con las energías que le quedaban, consiguió levantar la manta de su rostro e inmediatamente se sintió como si su cabeza hubiera salido a la superficie desde el fondo de un pantano.

– ¡Ayudadme, salvadme! -gritó.

Trató de agarrar un asidero invisible, que era lo único que le impedía caer en un estado de estupor, como si fuera un hombre que sujeta una rama de sauce colgante mientras se hunde en un cenagal. El espacio que se extendía ante sus ojos se iluminó un minuto para oscurecerse después. En la oscuridad, todos los demonios danzaban; sus padres muertos y el grupo de niñas de rojo saltaban y giraban, se reían mientras formaban un círculo a su alrededor, haciéndole cosquillas debajo de los brazos, pellizcándole las orejas o pinchándole en las nalgas. Su padre paseaba errante por una calle llena de cristales, con una vara de sauce en la mano, y tropezaba con frecuencia sin razón aparente, algunas veces de forma intencionada y otras como si un mastodonte invisible le hubiera empujado. Pero cada vez que caía, tanto a propósito como por accidente, se levantaba con el rostro lleno de pedazos de cristal, que brillaban y relucían.

Cuando Gao Yang estiró la mano para atrapar a los espíritus, la oscuridad se desvaneció y dejó únicamente sus risas reverberando cerca del techo. El sol naciente iluminó el cielo, pero no su celda, aunque podía distinguir las formas de los objetos que había en ella. El imponente prisionero de mediana edad golpeó enfadado la chirriante puerta con los dos puños, mientras que los otros compañeros de celda -el anciano y el joven- alzaron sus voces como si fueran lobos aullando a la luz de la luna.

Los pasos sordos del pasillo indicaron que los guardias se aproximaban. Un rostro apareció en la abertura.

– ¿Esto es una rebelión o qué?

– No es ninguna rebelión. Número Nueve está tan enfermo que creo que se va a morir.

– ¡Esta celda da más problemas que todas las demás juntas! Se lo diré al oficial de guardia cuando empiece su turno.

– Para entonces ya estará muerto.

El guardia apuntó con su linterna a Gao Yang, que cerró los ojos de golpe para evitar la luz cegadora.

– Pues su color me parece muy sonrosado.

– Porque tiene fiebre.

– ¿Y todo este jaleo por una vulgar gripe? -dijo el guardia alejándose.

Gao Yang regresó a un reino de agonía donde se alternaban la luz y la oscuridad, donde su padre y su madre conducían a un grupo de pequeños demonios para atormentarle. Podía sentir su respiración y percibir su hedor. Pero, al igual que antes, cuando alargó la mano, ya habían desaparecido; se llevaron con ellos la oscuridad y dejaron tras de sí sólo los rostros inquietantes de sus compañeros de celda.

El desayuno se deslizó a través de la ranura que había en el fondo de la puerta y escuchó hablar entre susurros a sus compañeros de celda.

– Trata de comer algo, amigo -dijo el prisionero de mediana edad mientras le sujetaba por los hombros.

Ni siquiera tenía fuerzas para sacudir la cabeza.

Unas horas más tarde escuchó que se abría la puerta y sintió que la celda se llenaba con una bocanada de aire fresco, ayudándole a despejarse la cabeza. Luego retiraron una manta tras otra, como si fueran capas de piel.

– ¿Qué sucede? -preguntó un voz amable y femenina.

Era una sencilla pregunta, tan ardiente y tan cálida. Débilmente, alcanzó a ver el rostro afable de su madre. Abrió los ojos para observar a través de los estratos de niebla y pudo discernir la forma de un amplio rostro blanco por encima de una larga bata del mismo color. La bata desprendía un olor antiséptico y su portadora, el aroma limpio y jabonoso de una mujer aristócrata.

Y, ciertamente, se trataba de una mujer aristócrata, fornida y de cintura ancha, que le sujetaba la muñeca con dedos helados que llevó hasta su frente, acarreando con más fuerza el agradable olor antiséptico hacia sus orificios nasales. Mientras lo respiraba ávidamente, la mala ventilación de su propio pecho comenzó a remitir. La esencia de la mujer le proporcionó una sensación más intensa de bienestar. Le sacudió una sensación etérea de tristeza, belleza y santidad, todo al mismo tiempo. Le dolía la nariz y estaba a punto de echarse a llorar.

– Sujeta esto.

Gao Yang observó cómo sacudía un tubo de cristal reluciente que luego deslizó debajo de su axila.

– Aprieta con fuerza.

Detrás de la mujer se encontraba un hombre de tez oscura, adusto, vestido con un uniforme que lucía una expresión de inseguridad e incomodidad y que se ocultaba como un niño esquivo que estuviera delante de extraños.

– Deberías vestirte -dijo la mujer.

Gao Yang trató de decir algo a modo de respuesta, pero fue incapaz.

– Así es como tu gente le trajo hasta aquí -respondió en su lugar el prisionero de mediana edad-. Descalzo y desnudo hasta la cintura.

– Guardia Sun. -La mujer se giró para dirigirse al hombre adusto que se encontraba detrás de ella-. ¿Puede hacer que su familia le traiga ropa?

El celador asintió y, a continuación, desapareció tras ella.

– ¿Qué tal se está aquí? -Escuchó preguntar al celador.

– ¡Genial! -tronó el prisionero joven-. ¡Fresco, cómodo, un toque de Paraíso! Así sería si no fuera por esos malditos piojos.

– ¿Has dicho piojos?

– No, al menos ninguno que pueda hablar.

– Oficial, ¿qué tal si dispensa un poco de ese humanitarismo revolucionario acabando con los piojos que haya aquí?

– Esa es una petición razonable -dijo el celador-. Doctora Song, haga que la enfermería prepare algún pesticida.

– En total, somos tres en la enfermería. ¿De dónde se supone que vamos a encontrar tiempo para elaborar un pesticida para todas las celdas que hay aquí?

La doctora Song refunfuñó mientras retiraba el termómetro de la axila de Gao Yang. La escuchó aspirar cuando lo acercó a la luz.

La doctora sacó un instrumento de su bolsa de cuero, lo colocó alrededor de su cuello e introdujo los extremos en las orejas. A continuación, levantó un objeto de metal brillante y redondo que colgaba del extremo de un tubo de goma y se inclinó hasta que su blanco rostro se situó directamente sobre el suyo. El olor de su piel casi le transporta a otro mundo, mientras el objeto metálico se movía pesadamente de un punto a otro sobre su pecho aplicando una presión de lo más placentera.

Si mi vida acaba ahora mismo, en esta celda, moriré satisfecho, pensó vagamente. Una mujer aristócrata me ha tocado la frente y ha colocado su rostro junto al mío, tan cerca que podía oler su fragancia natural y ver la piel, blanca como el polvo, que hay debajo de su cuello cuando se inclina. No puede haber nada mejor que eso.

Ella le dio unos golpecitos.

– Date la vuelta -dijo amablemente y, a continuación, sujetó un tubo de cristal que tenía anillos oscuros alrededor de su superficie.

Estaba lleno de un fluido dorado y rematado con una larga aguja plateada. Gao Yang se dio la vuelta tal y como le dijo. Los dedos de la doctora, tan dulces y suaves, tan agradables y refrescantes, agarraron la banda elástica de su ropa interior y la bajaron, dejando sus nalgas al aire, llegando a tocar su ano, tensando todos sus músculos. Algo todavía más frío entró en contacto con su nalga izquierda y comenzó a golpearle suavemente.

– ¡Relájate! -dijo con voz firme-. Relaja los músculos. ¿De qué tienes miedo? ¿Nunca te habían puesto una inyección?

La doctora le dio un cachete en el trasero.

– ¿Cómo se supone que voy a clavar la aguja si estás tan tenso?

¿Qué más podía pedir a la vida? A una mujer aristócrata como ella ni siquiera le importa lo sucio que estoy. ¡Me ha dado una palmadita en mi mugriento culo con su mano desnuda! Podría morirme aquí y ahora sin la menor objeción.

Suavemente, la doctora frotó el punto con dos dedos.

– ¿Qué le pasa a tu pie? -preguntó-. ¿Por qué está tan hinchado?

Los pensamientos de Gao Yang volvieron a su tobillo y a las patadas que le llovieron por parte de los policías, aunque estaba tan abrumado por la sensación de bienestar que en ese momento era incapaz de responder.

La doctora volvió a darle una palmada en el trasero, pero esta vez vino seguida de la picadura de una abeja. Gao Yang la escuchó respirar pesadamente mientras empujaba la aguja y sintió cómo su dedo meñique dejaba unas pequeñas muescas en su piel. Nunca antes había notado tanta ternura sobre su cuerpo. Se sentía como si el alma estuviera flotando y su cuerpo se agitó entre sollozos.

La doctora sacó la aguja. Mientras colocaba el instrumento dentro de su maletín médico, dijo:

– ¿Por qué lloras? No te he podido hacer mucho daño.

Gao Yang no dijo nada y lo único que era capaz de pensar era que ella saldría de allí después de haberle puesto la inyección.

– Doctora -dijo el prisionero joven-, tengo estreñimiento. ¿Podría examinarme ahora?

– ¿Y para qué quieres curarte? Lo mejor es que te quedes como estás -le dijo la doctora.

– Esa no es forma de hablar de un médico.

– ¿Acaso te crees que voy a hablar con un pequeño sinvergüenza como tú?

– No tienes ningún derecho a llamarme pequeño sinvergüenza. Tu hija y yo fuimos juntos al colegio. Incluso pensamos en casarnos.

– ¡Vigila tu lengua, Número Siete! -amenazó el celador.

El diálogo entre el joven prisionero y la doctora disgustó a Gao Yang. Tenía la esperanza de que la doctora volviera a dirigirse a él, pero no fue así, ya que cogió su maletín, lo arrojó por encima de su hombro y salió con el celador, que regresó media hora más tarde.

– Hemos preparado una comida especial para ti, Número Nueve -dijo desde el pasillo-. Procura comértela.

Un cuenco gris se deslizó por debajo de la puerta, inundando la celda de una fragancia deliciosa. Los ojos de sus compañeros de celda emitieron destellos de color verde. El prisionero de mediana edad llevó personalmente el cuenco de fideos a Gao Yang y cuando éste se incorporó vio un par de huevos dorados colocados encima de los fideos y una capa de cebollas verdes y de aceite flotando en el caldo.

– ¡Celador, oficial, yo también estoy enfermo! -gritó el prisionero joven-. ¡Me duele el estómago!

– Pequeño Li -gritó el celador a uno de los soldados que andaba por el corredor-. Asegúrate de que no le roban la comida.

Azorado, el prisionero de mediana edad depositó rápidamente el cuenco sobre el catre de Gao Yang y regresó con desgana al suyo.

La presencia de los fideos y los huevos despertó el apetito de Gao Yang. Cogió sus palillos con mano trémula y removió los resbaladizos fideos blancos -los más finos y blancos que había visto en su vida-, luego acercó el cuenco hacia sus labios y envió un bocado de caldo caliente a su estómago y a sus intestinos, que retumbaron de placer. Mientras las lágrimas inundaban sus ojos, miró hacia la puerta y murmuró al soldado.

– Gracias, oficial, por su enorme amabilidad.

Gao Yang, eres un hombre afortunado. Una mujer aristócrata a la que hasta hoy sólo podías mirar desde la distancia te ha tocado la cabeza, y los mejores fideos que has visto en tu vida ahora descansan en tu estómago. Gao Yang, la gente nunca está satisfecha con lo que tiene. Pues bien, ya es hora de que te contentes con lo que te ha deparado la vida…

Se comió hasta el último fideo que había en el cuenco y sorbió hasta la última gota del caldo. Con cierto rubor, se dio cuenta de que los ojos del prisionero anciano y del joven no se despegaban de su recipiente. Todavía se sentía hambriento.

– ¿Aún estás enfermo? -preguntó el guardia a través de los barrotes-. Menos mal. Si no lo llegas a estar, te tomas una olla entera.

– Oficial, yo también estoy enfermo -sollozó su joven compañero de celda-. Me duele el estómago… ¡Ay, madre querida, este dolor me está matando!

Un agudo silbido indicó que había comenzado la hora de hacer ejercicio, un tiempo que los prisioneros empleaban en estirar las piernas y tomar un poco de aire fresco. Dos guardias abrieron las celdas y mientras los compañeros de Gao Yang más viejos penetraron en el pasillo, el más joven sacó el orinal de plástico, que estaba lleno con los desperdicios de sus moradores.

– Oye, nuevo -le dijo a Gao Yang-, como te has comido un enorme cuenco de fideos, deberías ser tú el que se deshiciera de esto.

Sin esperar respuesta, se precipitó hacia el pasillo.

Sintiéndose un tanto avergonzado por haber sido obsequiado con un cuenco de fideos y una inyección por parte de una mujer aristócrata, Gao Yang hizo un esfuerzo por levantarse. Después de poner los pies descalzos sobre el frío y húmedo suelo de cemento, la cabeza le dio vueltas y se incorporó tambaleándose. El pie tullido estaba tan entumecido que tenía la sensación de ir caminando sobre algodones. Agarró el orinal de plástico, que no era especialmente pesado pero que apestaba terriblemente, y trató de alejarlo estirando el brazo. Por desgracia, no estaba en condiciones de llevar a cabo esa tarea y cada vez que chocaba contra él, salpicaba su hediondo contenido sobre su pierna desnuda.

Los rayos de sol eran cegadores, los ojos le dolían increíblemente y su rostro estaba bañado en lágrimas. Unos minutos después dejaron de dolerle los ojos, pero todavía era incapaz de conseguir que sus brazos y piernas dejaran de temblar; así que se detuvo, colocó el orinal en el suelo y se agarró a un poste para sostenerse y recobrar el aliento. Su respiro fue breve: un guardia que se encontraba en el extremo del pasillo le gritó:

– ¡No se puede dejar el orinal en el suelo!

Rápidamente, lo recogió e hizo cola detrás de los demás prisioneros que portaban orinales parecidos. Al final del pasillo giraron hacia el oeste, en dirección a una pequeña habitación con paredes de metal ondulado y tablones apolillados, en uno de las cuales se leía la palabra Hombres rodeada por un círculo rojo. Docenas de prisioneros avanzaban en fila india acarreando orinales a la espera de entrar en la sala. Uno salía, otro entraba, y así constantemente.

Cuando llegó su turno, penetró descalzo en la estancia e inmediatamente metió el pie hasta el tobillo en una mezcla pegajosa de lodo y excrementos humanos. Una fosa abierta ocupaba el centro de la dependencia e hizo todo lo posible para no caer mareado en su interior mientras vaciaba su carga. Los demás prisioneros se alineaban detrás de un grifo de agua oxidado que se encontraba cerca del retrete y que servía para lavar los orinales. El agua salía formando un pequeño reguero, como si fuera el chorro de orina de un niño pequeño lanzado al aire. Los prisioneros frotaban sus orinales con un ralo cepillo de mango corto, y daba la sensación de que estaban rascando sus propias entrañas. Sintió ganas de vomitar y casi podía ver los fibrosos fideos removerse dentro de su estómago, seguidos por unos dorados huevos fritos. Apretando los dientes con fuerza, obligó a retroceder a la masa de alimentos apelmazada que ascendía por su garganta. No puedo vomitar. No debo desperdiciar una comida tan buena como ésa.

Cuando llegó al grifo, antes de frotar la suciedad de su orinal, Gao Yang colocó el pie herido bajo el agua para eliminar la acumulación de excrementos pegados que no se atrevió a mirar. El prisionero que esperaba detrás le golpeó en el trasero con su orinal.

– ¿Por qué demonios eres tan quisquilloso? -protestó-. ¡Esto no es un balneario!

Se dio la vuelta y quedó cara a cara con un prisionero de mediana edad y perfectamente afeitado que lucía unos ojos enormes y amarillentos y la piel arrugada: un rostro marchito que tenía el aspecto de una semilla de soja empapada en agua y luego puesta a secar. Asustado y reprendido, Gao Yang se excusó patéticamente:

– Hermano Mayor, soy nuevo aquí… No conozco las normas… Tengo un pie herido…

El prisionero de ojos amarillentos le cortó en seco:

– ¡Acelera, maldita sea! La hora de hacer ejercicio casi se ha terminado.

Gao Yang se frotó precipitadamente los pies -la piel de su pie izquierdo herido presentaba un blanco fantasmal- y restregó a toda prisa el interior de su orinal.

Cuando volvió a colocar el orinal en su lugar junto a la pared se sintió agotado y casi no podía creer que, en el transcurso de veinticuatro horas, un hombre vigoroso como él se hubiera convertido en un inútil y jadeante despojo de ser humano. La breve estancia en el exterior de su celda hizo que fuera consciente de lo cargado que estaba el aire en el interior. Escuchó un traqueteo en el interior de su pecho y empezó a pensar en la muerte. No puedo morir ahora, pensó. Se enderezó y salió por la puerta, que todavía estaba sin cerrar, en dirección hacia el pasillo, un punto de observación que le permitió hacerse mejor una idea de la distribución de la prisión.

Cada extremo del largo y estrecho pasillo contenía una jaula de acero que estaba ocupada por un guardia armado. Observó que había dos pequeñas puertas en la pared gris meridional del ahora vacío pasillo y se preguntó dónde estarían los demás prisioneros.

– Número Nueve -le llamó el guardia del puesto occidental-, por esa puerta.

Siguiendo sus indicaciones, apareció en la gloriosa intemperie o, para ser más exactos, en un calabozo al aire libre alrededor de un enlosado de hormigón cuya longitud se correspondía con la del pasillo, pero tenía unos diez metros de ancho y tres o cuatro metros de alto. Unas gruesas vigas de acero azulado se engarzaban entre los postes de acero cubiertos de óxido y formaban una barrera entre los prisioneros y la tierra que se extendía más allá del calabozo, que estaba plantada de hortalizas, patatas, pepinos y tomates. Las guardianas femeninas estaban fuera recogiendo pepinos. Más allá de la zona ajardinada se elevaba una imponente pared gris rematada con un alambre de espino. Eso le hizo recordar de repente que cuando era niño había oído decir que las paredes de las cárceles estaban equipadas con alambres de alto voltaje que electrocutaban todo lo que entraba en contacto con ellos, aunque fuera un pájaro.

La mayoría de los prisioneros se sujetaba a las costillas de acero y miraba al exterior del calabozo. Los espacios que había entre los barrotes tenían aproximadamente el tamaño de un cuenco pequeño, y en ningún momento eran lo suficientemente amplios como para poder meter la cabeza, por muy pequeña que fuera. Unos cuantos hombres se sentaban en el suelo, apoyaban la espalda contra la pared septentrional y tomaban el sol, mientras que otros caminaban por los bordes exteriores del calabozo, que estaba dividido en dos secciones: la mitad occidental la ocupaban los prisioneros y la mitad oriental las prisioneras.

Gao Yang vio a Cuarta Tía Fang agarrada a los barrotes del ala de las féminas. Apenas pudo reconocerla, ya que había cambiado mucho desde la última vez que la vio. Decidió no saludarla.

Bajo la mirada vigilante de los silenciosos prisioneros que se agarraban a los barrotes, un grupo de guardianas transportaba una enorme cesta de bambú hacia un huerto donde cultivaban tomates. Estaban riendo y pasándoselo en grande, especialmente una muchacha bajita, de unos veinte años y con la cara llena de pecas, que era la que se reía con más fuerza.

Gao Yang escuchó a su joven compañero de celda gritar en broma:

– Oficial, sé una buena chica y pásame uno de esos tomates, ¿quieres?

La muchacha se limitó a mirar boquiabierta hacia el calabozo.

– Vamos, sé una buena chica y pásame uno -intentó de nuevo.

– Llámame Tía Abuela -dijo la guardiana de la cara pecosa-, y a lo mejor te hago caso.

– ¡Tía Abuela! -gritó el prisionero joven sin dudarlo.

La mujer primero se sorprendió y luego se retorció de la risa.

– Pequeña Liu, será mejor que des a tu sobrino nieto un tomate -se burlaron sus compañeras.

Así pues ella se enderezó, sacó un tomate a medio madurar de la cesta de bambú, apuntó con cuidado y lo lanzó con todas sus fuerzas. El tomate rebotó en un barrote y aterrizó a unos metros de distancia del calabozo.

– ¿No sabes hacerlo mejor, Pequeña Liu? -se burló una de sus compañeras, que era delgada como la raspa de un pescado.

La guardiana con la cara llena de pecas cogió otro tomate, apuntó hacia el prisionero joven y lo lanzó de nuevo. Esta vez consiguió meterlo entre los barrotes y aterrizó en el suelo de cemento, donde fue asaltado por un enjambre de prisioneros. Gao Yang no pudo ver quién se hizo con el tomate, pero escuchó unos gemidos extraños y lastimeros.

– ¡Maldita sea! -protestó el prisionero joven-. ¡Era un regalo de mi tía abuela! ¡Malditos seáis! El tigre mata a su presa para que luego se la coma el oso.

Por entonces, el tomate ya se encontraba en el estómago de algún preso, así que los prisioneros volvieron a agarrarse a los barrotes y a mirar hacia el exterior.

– ¡Tía Abuela, uno más, por favor! -suplicó el prisionero joven.

Estaba acompañado por un coro de gritos: «Tía abuela», decían unos; «Hermana Mayor», decían otros -y la voz inconfundible de su compañero de celda de mediana edad: «¡Que te den por el culo, Tía Abuela!»-. Entonces las guardianas comenzaron a apedrear el calabozo con los tomates, sobre los cuales los prisioneros se lanzaban y peleaban como si fueran una jauría de perros salvajes, gruñendo y refunfuñando y formando pequeños focos de tensión.

Los guardianes llegaron corriendo desde ambos extremos del pasillo, con los rifles preparados, seguidos por los carceleros, que se precipitaron hacia el interior del calabozo. Los seguros de los rifles chasquearon mientras los carceleros vestidos con uniformes de tela patearon la colección de piernas y traseros que se agolpaba delante de ellos. El sonido agudo del silbato de un policía rasgó el aire.

– ¡Meted todos el culo dentro de la prisión! -gritaron los carceleros. Como un compacto banco de peces, los prisioneros se deslizaron a través de la pequeña puerta de metal. Ésta se cerró de golpe y el cerrojo se corrió detrás de Gao Yang, que fue el último hombre en entrar. La hora de hacer ejercicio había llegado a su fin.

El calabozo, el jardín, el alambre de espino… Todo se había acabado. Por primera vez, Gao Yang se dio cuenta de lo estrecho que era el pasillo. Escuchó a un hombre discutir con las guardianas que se encontraban fuera. La estridente voz de la oficial que tenía la cara cubierta de pecas se podía distinguir fácilmente de todas las demás.

Volver a entrar en la celda era como arrastrarse por una cueva, tan oscura que embotó el oído y la vista de Gao Yang pero, desafortunadamente, no su sentido del olfato. El hedor del moho y de la podredumbre casi le tira al suelo.

– Eh, tú, nuevo, levántate -dijo en voz baja el prisionero de mediana edad.

– Her-hermano Mayor -tartamudeó-, ¿qué quieres de mí? El hombre sonrió de forma intrigante.

– ¿Qué tal estaban los fideos?

– Muy buenos -replicó tímidamente.

– ¿Habéis oído eso? Ha dicho que estaban muy buenos.

– Buenos, pero difíciles de digerir -dijo el prisionero joven. -Has tenido una comida especial -soltó el prisionero anciano mientras se precipitó hacia Gao Yang y comenzó a frotarle la cabeza y el rostro.

El prisionero de mediana edad apartó al anciano y obligó a Gao Yang a retroceder. Cuando tenía la espalda pegada contra la pared, miró con temor hacia la abertura de la puerta.

– No grites o te estrangulo -amenazó el prisionero-. ¡No eres más que un perrito faldero lameculos!

– Hermano Mayor… Por favor, no.

– Dinos qué clase de fideos eran.

Gao Yang sacudió la cabeza.

– Ya te lo digo yo: eran fideos huecos. ¡Ahora veremos lo hueco que estás tú! -dijo el prisionero señalando a los demás-. ¡Vamos, chicos, dadle tres puñetazos cada uno, hasta que le hagamos vomitar!

El prisionero joven apretó el puño, apuntó al esternón de Gao Yang y lanzó tres puñetazos rápidos y duros.

Gao Yang gimió lastimosamente y, mientras tenía la boca abierta, la masa de fideos salió de golpe. Mientras se encontraba en plena vomitona, cayó redondo sobre el suelo de cemento.

– Muy bien, jefe -dijo el prisionero de mediana edad-, ahí fuera te he oído gritar a tu tía abuela, pero no conseguiste un solo tomate, así que ahora voy a recompensarte.

– Tío, no quiero…

– Cierra el pico. Voy a dejar que lamas los fideos que acabas de derramar por el suelo.

Arrodillado, el prisionero joven suplicó dulcemente:

– Tío, buen tío, querido tío, te prometo que nunca más…

El sonido repentino de las llaves en la puerta hizo que los tres hombres se precipitaran sobre sus catres.

La puerta se abrió con una llamarada de luz y un oficial posicionado en el umbral de la puerta sujetaba una hoja de papel.

– ¡Número Nueve, sal!

Arrastrándose hacia la puerta lo más rápido que pudo y dejando un rastro de lágrimas y de mocos, Gao Yang suplicó:

– ¡Oficial, por favor, sálveme!

– ¿Qué te ocurre, Número Nueve? -le preguntó el oficial.

– Está enfermo -dijo el prisionero de mediana edad-. Está muy enfermo y no dice más que incongruencias. Le han traído comida de la enfermería, pero la ha vomitado.

– ¿Deberíamos sacarle? -preguntó el hombre a su compañero.

– Vamos a probar, a ver qué pasa.

– ¡Ponte de pie! -ordenó el guardia.

En cuanto Gao Yang se puso de pie, el oficial más cercano le colocó un par de esposas en las muñecas.

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