CAPÍTULO 9

En la vieja sociedad el pueblo pagaba por la anarquía oficial, en el nuevo orden se supone que la justicia echa raíces y crece. El administrador del Condado Wang pensó que estaba por encima de la ley; el chófer Tihang se escabulló después de un fatal accidente…

Extracto de una balada cantada en la comisaría de policía por Zhang Kou en nombre de Cuarto Tío, que había sido atropellado en la carretera después de tratar de vender su ajo.


Era mediodía. Cuarta Tía yacía aturdida sobre la cama, apenas consciente de que alguien estaba tirándole del brazo. Se incorporó frotándose los ojos y se quedó cara a cara con una joven mujer policía que llevaba un capuchón y un uniforme blanco.

– ¿Por qué no estás comiendo, Número Cuarenta y Siete? -preguntó la guardiana.

Tenía unos ojos marrones grandes y alargados, con unas pestañas ondulantes sobre un rostro blanco y redondo como el huevo de un cisne. Cuarta Tía se sintió instintivamente atraída por esta encantadora muchacha, que se quitó el sombrero para abanicar el aire.

– Esperamos que aquí dentro te comportes y confieses todos los cargos. Recuerda: «Indulgencia para aquellos que confiesan, severidad para los que se niegan a hacerlo». Es la hora de comer, así que adelante.

El corazón de Cuarta Tía estaba saturado de calor y las lágrimas inundaban sus envejecidos ojos. Asintió con ánimo. El brillante cabello negro de la guardiana, peinado con raya a un lado, le daba un aspecto un tanto masculino y destacaba su complexión blanca y suave.

– Señorita… -dijo Cuarta Tía con una mueca; quería decir algo, pero estaba demasiado asfixiada como para poder hablar.

La guardiana volvió a ponerse el sombrero.

– Muy bien, date prisa y come. Debes confiar en el gobierno. Una buena persona no tiene nada de lo que preocuparse y una mala persona no tiene dónde esconderse.

– Señorita… Soy una buena persona. Deje que me vaya a casa -dijo Cuarta Tía entre lágrimas.

– Hablas mucho para ser una anciana -dijo la ceñuda guardiana, mostrando unos hoyuelos en las mejillas-. No me corresponde a mí decidir si debes salir de aquí o no.

Cuarta Tía se frotó la nariz con la manga y dijo con los ojos llenos de lágrimas:

– ¿Cuántos años tiene, señorita?

La guardiana mostró su lado más mezquino y se quedó mirándola.

– ¡No preguntes cosas que no te conciernen, Número Cuarenta y Siete!

– No pretendía nada con ello. Es que es tan hermosa que pensé que debería preguntárselo.

– ¿Por qué lo quieres saber?

– Por ningún motivo en especial.

– Veintidós -dijo la guardiana tímidamente.

– Más o menos la misma edad que mi hija, Jinju, que nació en el Año del Dragón. Ojalá la inútil de mi hija fuera algo más…

– He dicho que te des prisa y comas. Cuando hayas acabado quiero que pienses en lo que has hecho y que me hagas una confesión detallada.

– ¿En qué quiere que piense, señorita?

– ¿Por qué te han detenido?

– No lo sé. -Cuarta Tía volvió a gimotear y no tardó en ponerse a llorar; luego prosiguió entre sollozos-: Estaba comiendo en casa, tortitas de grano y verduras picantes salteadas, cuando alguien llamó a la puerta. Cuando salí a abrir, me cogieron por los brazos… Estaba tan asustada que cerré los ojos. Lo siguiente que supe fue que tenía las muñecas sujetas con unas relucientes esposas… Mí hija estaba dentro llorando. Va a tener un bebé cualquier día de éstos. Ríase si quiere, pero se lo voy a contar de todos modos: ni siquiera está casada. Yo grité, pero dos oficiales me sacaron a rastras y otra oficial, más alta que usted pero no tan hermosa y, por supuesto, no tan amable, de hecho era malvada, comenzó a darme patadas…

– Ya es suficiente -le interrumpió la guardiana con impaciencia-. Date prisa y come.

– ¿Le estoy molestando, señorita? -preguntó Cuarta Tía-. Con todos los criminales que hay fuera esperando a ser arrestados, ¿por qué pierden el tiempo conmigo?

– ¿No ayudaste a arrasar las oficinas del gobierno?

– ¡¿Eran oficinas del gobierno?! -exclamó sorprendida Cuarta Tía-. No lo sabía. Tengo que encontrar ayuda como sea. Mi marido, que todavía era fuerte y gozaba de buena salud, fue atropellado por su coche… Señorita, tengo que encontrar ayuda donde sea…

– Deja de llorar -dijo la guardiana-. Y deja de llamarme «señorita». Llámame «oficial» o «guardiana», como hacen los demás.

– Nuestra hermana que está allí dijo que deberíamos llamarle «oficial» y no «señorita» -confesó Cuarta Tía, señalando a su compañera de celda, que estaba tumbada boca abajo sobre un catre gris-. Pero lo olvidé. Cuando te haces viejo, te falla la memoria.

– He dicho que comas -insistió la guardiana.

– Seño… Oficial. -Cuarta Tía señaló hacia el bollo al vapor ennegrecido y al cuenco de caldo de ajo-. ¿Tengo que pagar la comida? ¿Necesito sellos de racionamiento?

Sin saber si reír o llorar, la guardiana dijo:

– Limítate a comer. No necesitas dinero ni sellos de racionamiento. ¿Por eso no comes, porque piensas que tienes que pagarlo?

– Usted no lo sabe, señorita, pero cuando, mi marido fue asesinado, los inútiles de nuestros dos hijos se pelearon como perros y gatos para apoderarse de las propiedades de la familia hasta que no quedó nada…

La guardiana se giró para marcharse, pero antes de que saliera por la puerta, Cuarta Tía preguntó:

– ¿Todavía no ha escogido marido?

– ¡Ya basta, Número Cuarenta y Siete, maldita bruja chiflada!

– Las chicas de hoy en día tienen mucho genio. Ni siquiera permiten hablar a una anciana.

La guardiana cerró la puerta de la celda de un golpe y se alejó, con los tacones altos resonando por todo el pasillo, hasta llegar al extremo del mismo.

Una serie de chirridos prolongados rebotaba por las vigas que se extendían por encima del pasillo, sonando como una vieja noria. Los grillos armaban mucho estruendo en los árboles que se encontraban en el patio. Cuarta Tía suspiró y cogió el bollo ennegrecido, olisqueándolo antes de arrancar un pedazo y hundirlo en el ahora frío caldo de ajo. Luego lo metió en su boca casi desdentada y comenzó a masticar ruidosamente. La mujer de mediana edad que se encontraba en el catre de enfrente se dio la vuelta para mirar al techo. Un largo suspiro se escapó de sus labios.

– Apenas has tocado la comida, Cuñada -dijo Cuarta Tía a la mujer, que abrió de par en par sus ojos turbios, sacudió la cabeza y frunció el ceño.

– Tengo un nudo tan grande en la boca del estómago que no puedo dar un bocado más -dijo abatida. La mitad sin tocar de su bollo al vapor aguardaba en el estrado que se extendía junto a ella. Las moscas verdes se habían posado en él.

– Estos están hechos con harina rancia -dijo Cuarta Tía mientras comía su bollo-. Saben como el moho. Pero, aún así, son mejores que las tortitas de grano.

Su compañera de celda no dijo nada mientras permanecía inmóvil sobre su catre, mirando fijamente al techo.

Después de engullir el último bocado de su bollo y de sorber el caldo de ajo, Cuarta Tía se quedó mirando a la mitad intacta del bollo al vapor de la otra mujer, que todavía servía de alimento para las moscas sobre la mesa gris.

– Cuñada -dijo tímidamente-, todavía tengo algunas gotas de aceite en mi cuenco y sería una lástima no aprovecharlas. ¿Me permites que utilice un poco de corteza de tu bollo?

La mujer asintió.

– Puedes comértelo todo, tía.

– No puedo quitarte la comida de la boca -objetó Cuarta Tía.

– No me lo voy a comer, así que adelante.

– Muy bien, si me lo permites…

Se bajó del catre y, acercándose a la mesa, cogió el bollo lleno de moscas.

– Lo importante no es quién lo come -dijo Cuarta Tía-, siempre y cuando no se eche a perder.

La mujer asintió. Entonces, sin darse cuenta, dos lágrimas amarillas resbalaron de sus ojos grises y bajaron por las mejillas.

– ¿Qué te inquieta, Cuñada? -dijo Cuarta Tía.

No obtuvo respuesta; sólo más lágrimas.

– Sea lo que sea, no dejes que te deprima -incluso Cuarta Tía ahora estaba llorando-. La vida ya es muy dura de por sí. Algunas veces pienso que los perros son más afortunados que nosotros. La gente les da de comer cuando tienen hambre y, como último recurso, pueden sobrevivir con los desperdicios que tiramos los humanos. Y como tienen el cuerpo lleno de pelo, no tienen que preocuparse por vestirse. Pero nosotros tenemos que alimentar y vestir a nuestras familias, y eso nos mantiene en vilo hasta que somos demasiado viejos como para cuidar de nosotros mismos. Entonces, si tenemos suerte, nuestros hijos se ocuparán de atendernos. Si no, abusarán de nosotros hasta el día en que muramos…

Cuarta Tía se incorporó para secarse los ojos.

La mujer de mediana edad se dio la vuelta y enterró su rostro bajo la manta, llorando tan amargamente que sus hombros se agitaban. Cuarta Tía se bajó con dificultad del catre, se acercó y se sentó junto a ella.

– Cuñada -dijo dulcemente, dándole golpecitos en la espalda-, no te hagas esto. Trata de ver las cosas tal y como son. El mundo no se ha hecho para personas como nosotras. Debemos aceptar nuestro sino. Algunas personas nacen para ser ministros y generales y otras para ser esclavos y lacayos, y no se puede hacer nada para cambiarlo. El Anciano que mora en el Cielo decidió que tú y yo compartiéramos esta celda. No está tan mal. Tenemos un catre y una manta y la comida es gratis. Si la ventana fuera un poco más grande, a lo mejor la celda no estaría tan mal ventilada… pero no dejes que te deprima. Y si realmente no puedes seguir adelante, entonces tienes que encontrar una manera de acabar con todo.

El sonido del llanto se intensificó tanto que atrajo la atención de la guardiana.

– ¡Número Cuarenta y Seis, deja de llorar! -ordenó, golpeando los barrotes con el puño-. ¿Me has oído? ¡He dicho que dejes de llorar!

La orden produjo el efecto deseado en cuanto al ruido, pero no consiguió que remitieran los espasmos que agitaban el cuerpo de la pobre mujer.

Cuarta Tía regresó a su catre, donde se quitó los zapatos y se sentó sobre las piernas. Un enjambre de moscas zumbaba alrededor de la celda, a veces ruidosamente, otras de forma más suave. Cuarta Tía sintió un picor por debajo de la cintura, donde atrapó y sacó algo gordo y carnoso. Era un piojo, enorme y de color gris. Lo apretó entre los dedos hasta que no era más que una cáscara crujiente. Como en su casa no había piojos, éste debía haber venido de la cama. Levantó la manta gris y descubrió, sin lugar a dudas, que los pliegues estaban repletos de insectos retorciéndose.

– Cuñada -soltó-, ¡hay piojos en las mantas!

Sin obtener respuesta, ignoró a su compañera de celda y se acercó la manta para someterla a un meticuloso análisis. Enseguida se dio cuenta de que aplastarlos uno por uno entre los dedos iba a ser un proceso muy lento, así que empezó a metérselos en la boca y a aplastarlos con los molares -carecía de dientes incisivos que realizaran ese cometido-, y escupía después los caparazones. Tenían un ligero sabor dulce, tan adictivo que enseguida olvidó su sufrimiento.

Cuarta Tía escuchó alarmada el sonido de las arcadas que emitía la mujer de mediana edad. Se frotó los ojos, agotada por la caza de los piojos, y se limpió los restos de los caparazones de los labios; retiró los que se habían quedado pegados al dorso de su mano frotándola contra la pared.

Su compañera de celda respiraba con gran esfuerzo, con la boca abierta de par en par, así que se arrastró por la celda y comenzó a darle golpecitos en la espalda. Después de quitarle la saliva de las comisuras de la boca, la mujer se volvió a tumbar invadida por el agotamiento y cerró los ojos; le costaba respirar.

– No estás… Ya sabes, ¿verdad? -preguntó Cuarta Tía.

La mujer abrió sus ojos apagados y mortecinos y trató de concentrarse en el rostro de Cuarta Tía, sin lograr entender la pregunta.

– Te pregunto si estás esperando.

La mujer respondió abriendo la boca y dijo gimiendo:

– Mi bebé. Mi pequeño Aiguo.

– Por favor, Cuñada, déjalo. No sigas pensando en eso -le apremió Cuarta Tía-. Dime qué es lo que te inquieta. No sigas reprimiéndolo en tu interior.

– Tía… Mi pequeño Aiguo está muerto… Lo he visto en un sueño… Tenía la cabeza abierta… y el rostro cubierto de sangre… Mi pequeño ángel gordito se convirtió en un saco de huesos sin vida… Como cuando has matado a esos piojos… Le sujetaba entre mis brazos, gritaba su nombre… Sus mejillas sonrosadas, sus enormes y hermosos ojos… tan negros que te podías reflejar en ellos… La orilla del río estaba llena de flores, de berenjenas salvajes de color púrpura y de calabazas blancas y de frutos amargos del color de la yema de huevo y del hibisco rosa… Mi Aiguo, un niño que amaba las flores más de lo que lo hacen las niñas, recogió unas cuantas para hacer un ramillete y ponerlo bajo mi nariz. «Huele éstas, mamá, ¿verdad que son hermosas?». «Son como el perfume», le decía. Cogió una blanca y dijo: «Arrodíllate, mamá». Yo le pregunté por qué. El me dijo que simplemente me arrodillara. Mi Aiguo se echaba a llorar por cualquier motivo, así que le obedecí y él me puso esa flor blanca en el pelo. «¡Mamá tiene una flor en el pelo!». Yo dije que la gente suele llevar flores rojas en el pelo, ya que las blancas dan mala suerte y sólo las usas cuando alguien se muere. Eso asustó a Aiguo y empezó a llorar. «Mamá, no quiero que te mueras. Yo puedo morir, pero tú no…».

En ese momento, la pobre mujer sollozaba desconsoladamente. La puerta de la celda se abrió con un sonido estridente y en el umbral apareció una guardiana armada con un trozo de papel en la mano.

– ¡Número Cuarenta y Seis, ven con nosotros! -ordenó.

La mujer dejó de llorar, aunque sus hombros seguían agitándose y todavía tenía las mejillas llenas de lágrimas. La guardiana estaba flanqueada por dos oficiales de policía vestidos con uniformes blancos. El de la izquierda, un hombre, sujetaba un par de esposas de metal, como si fueran pulseras doradas; a la derecha había una mujer baja y de amplia sonrisa con un rostro lleno de granos y un lunar negro cubierto de pelos en la comisura de la boca.

– ¡Número Cuarenta y Seis, ven con nosotros!

La mujer introdujo los pies en los zapatos y los arrastró hacia la puerta, donde el policía dio un golpe seco con las esposas en sus muñecas.

– Vámonos.

La mujer giró la cabeza para mirar a Cuarta Tía. No había vida en sus ojos, ninguna. A Cuarta Tía le asustó tanto esa mirada que fue incapaz de moverse y cuando escuchó la puerta de la celda cerrarse de golpe ya no pudo ver nada más: ni a la guardiana, ni su brillante bayoneta, ni a los oficiales de policía vestidos de blanco, ni a la mujer gris. Le abrasaban los ojos y la celda quedó envuelta en la oscuridad.

¿A dónde la llevan?, se preguntó Cuarta Tía, atisbando cualquier señal, pero lo único que pudo escuchar fueron los grillos que se encontraban fuera de su jaula de acero y, un poco más allá, probablemente en la autopista pública, los sonidos del metal golpeando contra el metal. La celda se volvía cada vez más clara; las moscas revoloteaban a su alrededor como si fueran meteoros de color verde azulado.

Con la salida de su compañera de celda, Cuarta Tía experimentó la desazón que produce la soledad. Se sentó en el catre de la prisionera Número Cuarenta y Seis, hasta que recordó vagamente que la atractiva guardiana le había dicho que no se permitía a los presos sentarse en otro catre que no fuera el suyo. Abrió de golpe la manta de su compañera de celda y su rostro recibió una bocanada de aire nauseabundo. Estaba cubierta de diminutos puntos oscuros, como si tueran excrementos o sangre seca, y cuando los raspó con la uña del dedo, una horda de piojos salió de los pliegues. Cogió algunos de ellos y se los metió en la boca, los masticó y comenzó a llorar. Estaba pensando en Cuarto Tío y en lo bien que se le daba cazar piojos.

Cuarto Tío se sentó apoyándose contra la pared del patio abrasada por el sol, desnudo de cintura para arriba, con la chaqueta extendida sobre las rodillas mientras cogía algunos piojos del pliegue y los metía en un cuenco desconchado lleno de agua.

– Caza todos los que puedas -dijo Cuarta Tía-. Cuando hayas llenado el cuenco, los freiré para que los acompañes con vino.

Jinju, que todavía era una niña pequeña, se sentó junto a su padre.

– ¿Cómo es que tienes tantos piojos, papá?

– Los pobres tienen piojos, los ricos cogen la sarna -dijo, metiendo uno especialmente gordo en el cuenco.

Mientras Jinju removía un piojo que se ahogaba con una brizna de hierba, una gallina pelona se acercó al cuenco, asomó la cabeza y escudriñó los insectos.

– La gallina se quiere comer nuestros piojos, papá -dijo.

– He tenido que trabajar mucho para cazarlos y no pienso dejar que se los coma -espetó, mientras espantaba a la gallina.

– Dale unos cuantos, así pondrá más huevos.

– Prometí al señor Wang, de la Aldea del Oeste, que le llevaría un millar -dijo Cuarto Tío.

– ¿Para qué los quiere?

– Para elaborar medicamentos.

– ¿Se pueden hacer medicamentos con los piojos?

– Se pueden hacer medicamentos prácticamente con todo.

– ¿Cuántos has cazado ya?

– Ochocientos cuarenta y siete.

– ¿Quieres que te ayude?

– No. El señor Wang dice que ninguna mujer puede tocarlos. No puede elaborar medicinas si los han tocado unas manos femeninas.

Jinju retiró la mano.

– No es fácil ser un piojo -le dijo-. ¿Has oído aquella historia sobre un piojo de ciudad y un piojo de campo que se encuentran en la carretera? El piojo de ciudad pregunta: «¿Entonces, hermano de campo, hacia dónde te diriges?». El piojo de campo le dice: «A la ciudad, ¿y tú?». «Voy a buscar algo para comer». «Olvídalo. Yo voy a la ciudad a encontrar comida». Cuando el piojo de la ciudad le preguntó por qué, le dice: «En el campo lavan la ropa tres veces al día y si no encuentran nada, la golpean con un palo y lo que sale se lo meten en la boca. Si no nos golpean hasta la muerte, acaban por comernos. He podido escapar vivo por los pelos». El piojo de campo relató entre lágrimas su desdichada historia. El piojo de ciudad lanzó un suspiro y dijo: «Estaba convencido de que las cosas irían mejor en el campo que en la ciudad. Nunca pensé que las cosas estuvieran tan mal». «Pues yo pensaba que la vida sería mucho mejor en la ciudad que en el campo», dijo el piojo del campo. «¡Ni mucho menos!», dijo el piojo de ciudad. «En la ciudad todo el mundo viste de seda y satén, una capa tras otra. Lavan la ropa tres veces al día y se cambian cinco veces. Nunca veo ni un trocito de carne. Si no nos mata el acero, lo hará el agua. He escapado con vida por los pelos». Los dos piojos lloraron el uno sobre el hombro del otro durante unos instantes y, cuando se dieron cuenta de que no tenían dónde ir, saltaron a un pozo y se ahogaron.

Jinju se moría de risa.

– Papá, te lo acabas de inventar.

Con el sonido de la risa de su hija en sus oídos, Cuarta Tía se sorbió la nariz y engulló un piojo, apesadumbrada por los recuerdos de los días felices. Dejó de lado su caza de piojos y caminó descalza hasta los barrotes de la ventana. Pero estaba demasiado alta como para poder mirar hacia el exterior, así que optó por regresar y se puso de pie sobre el catre para disfrutar de una mejor vista. Desde allí pudo divisar una verja con alambre de espino y, detrás de ella, los campos plantados con pepinos, berenjenas y habichuelas. Las habas se estaban tiñendo de amarillo y las berenjenas empezaban a florecer. Un par de mariposas rosas y blancas revoloteaba alrededor de las flores púrpuras, yendo de acá para allá entre las espalderas de alubias y las flores de la berenjena. Cuarta Tía se sentó, retomó la caza de piojos en la manta y recuperó sus tristes recuerdos.

Era la cuarta vez aquella maña na que los periquitos del recinto de Gao Zhileng en la Carretera del Este formaban una algarabía. Cuarta Tía golpeó a Cuarto Tío con la punta del pie. -Escucha, viejo, es la hora de levantarse. Es la cuarta vez en lo que va de mañana que escucho a los periquitos.

Él se levantó, extendió una chaqueta sobre sus hombros y llenó su pipa. A continuación, se sentó a fumar en el kang mientras escuchaba los insoportables chillidos de los periquitos.

– Sal a mirar las estrellas -dijo-. No puedes confiar en un puñado de pájaros. Sólo los gallos saben cuándo ha amanecido.

– Todo el mundo dice que los periquitos son muy inteligentes -dijo ella, con los ojos brillando en la oscuridad-. ¿Has visto alguna vez los pájaros de Gao Zhileng? Son muy coloridos, verdes, amarillos, rojos, y meten sus picos curvados entre las plumas del ala, de tal modo que sólo se ven sus brillantes ojitos. Todo el mundo dice que dentro de ellos habita el diablo, lo que significa que Gao Zhileng está en su bando. Nunca he confiado en él.

Cuarto Tío dio una bocanada a su pipa hasta que la cazoleta se tiñó de un rojo intenso, pero no dijo una sola palabra. Los gritos de los periquitos cortaban la oscuridad, primero de forma estridente, luego más suave, y Cuarta Tía se imaginó los coloridos pájaros ladeando la cabeza y observándola.


* * *

Se puso la ropa de cama sobre las piernas, cada vez más invadida por el miedo y deseando que su compañera de celda volviera cuanto antes. Los guardianes gritaban en el pasillo, y Cuarta Tía escuchaba con frecuencia el sonido de sus pasos.


* * *

Fuera, en el patio, Cuarta Tía estaba muerta de frío. Un gato lustroso cruzó por encima de la pared y desapareció. Comenzó a tiritar y metió la cabeza entre los hombros mientras miraba al cielo, donde las estrellas brillaban con fuerza. La Vía Láctea parecía más densa que el año pasado. Trató de encontrar sus tres estrellas más fa- miliares. Ahí estaban, en el sudeste, junto a la resplandeciente media luna, que permanecía inmóvil en mitad de la noche. Se asomó para ver el nuevo cobertizo para el ganado que se encontraba a los pies de la pared oriental y, moviéndose a tientas entre la oscuridad, añadió más paja al pesebre. Su vaca moteada, que habían comprado la primavera anterior, se encontraba echada en el suelo, rumiando su bolo alimenticio, mientras unas luces verdes emergían de sus ojos. Pero, cuando escuchó la actividad que se desarrollaba cerca de su pesebre, se levantó y se acercó con paso lento, golpeando la cabeza de Cuarta Tía con sus cortos y curvados cuernos.

– ¡Ay! -exclamó Cuarta Tía mientras se restregaba la cabeza-. ¿Es que tratas de matarme? ¡Estúpido animal!

La vaca ya estaba ocupada masticando la paja, así que Cuarta Tía se acercó y sintió su vientre. Otros tres meses y será el momento de tener un ternero.

– ¿Y bien? -le preguntó Cuarto Tío cuando regresó al kang.

– Todavía es medianoche -respondió-. Duerme un poco más. He dado de comer a la vaca mientras estaba levantada.

– Ya me he despertado -dijo él-, así que también puedo ponerme en marcha. Ayer hice un viaje en balde, así que hoy quiero llegar temprano. Hay veinticuatro kilómetros hasta la ciudad y, teniendo en cuenta lo despacio que anda la vaca, para cuando llegue allí ya se habrá hecho de noche.

– ¿De verdad hay tanta gente vendiendo ajo?

– Créeme, la hay. Las calles están abarrotadas de campesinos, camiones, carros de bueyes, carretas con caballos, tractores, bicicletas y hasta motocicletas. La calle se extiende desde el almacén de cámaras frigoríficas hasta las vías del ferrocarril. Ajo, solamente ajo. Dicen que el almacén estará lleno en un día o dos.

– Son malos tiempos. Cada vez es más difícil vender algo.

– Despierta a los chicos y diles que carguen la carreta y enganchen la vaca -dijo Cuarto Tío-. No estoy de humor para hacerlo. Esa zorra de Jinju me saca tanto de quicio que me pongo frenético por cualquier cosa.

– ¿Sabes que tus hijos están hablando de dividir la propiedad de la familia y seguir cada uno por su lado?

– No estoy ciego. Número Dos tiene miedo de que su hermano arruine sus propios proyectos de matrimonio. Número Uno se da cuenta de lo decidida que está Jinju de irse con Gao Ma, y si el contrato de matrimonio se convierte en un pedazo de papel mojado, cree que tiene derecho a coger todo lo que pueda y a llevar una vida de soltero. ¡Unos malditos desagradecidos! ¡Eso es lo que son!

Cuarto Tío estaba fuera de sí.

– En cuanto venda esta cosecha de ajo, podemos añadir tres habitaciones y después dividirlo todo.

– ¿Jinju se quedará con nosotros?

– ¡Ya puede ir sacando el culo de aquí!

– ¿De dónde va a sacar Gao Ma los diez mil yuan que le hemos reclamado?

– Ha adquirido cuatro hectáreas de tierra este año junto a las dos que ya tenía y ha plantado ajo en ellas. El otro día pasé por delante de su campo y te puedo asegurar que va a tener una cosecha abundante, al menos dos mil ochocientos kilos, que podrá vender por cinco mil yuan. Cogeré ese dinero y le diré que me puede dar la otra mitad el año que viene. Esa zorra le ha salido barata, pero no permitiré que críe aquí, en mi casa, a ese pequeño bastardo.

– Después de que se haya ido y de que nos quedemos con el dinero de Gao Ma, va a sufrir mucho.

– ¿Empiezas a compadecerte de ella? -Cuarto Tío golpeó la pipa contra el kang-. Me da igual si esa pequeña zorra se muere de hambre.

Se dio la vuelta y salió hacia el establo de la vaca, donde Cuarta Tía le escuchó golpear en la ventana del ala oeste.

– Número Uno, Número Dos, es la hora de levantarse a cargar el ajo.

Cuarta Tía bajó del kang, encendió la lámpara y la colgó junto a la puerta. Después vertió un cacillo de agua de la tinaja en la olla.

– ¿Para qué es eso? -le preguntó Cuarto Tío cuando regresó.

– Para hacer un poco de caldo -contestó-. Te vas a pasar ca-minando la mitad de la noche.

– No te preocupes por mí -replicó-. No voy a andar. Iré en el carro todo el trayecto. Si quieres sentirte útil, ve a dar de beber a la vaca.

Los hermanos salieron de la habitación y se quedaron en mitad del patio, tiritando por el aire frío de la noche sin decir una palabra.

Mientras tanto, Cuarta Tía vertió dos cacillos de agua en una palangana, extendió una capa de salvado por encima y la removió con un atizador. Después lo llevó al exterior y lo dejó en el patio mientras Cuarto Tío sacaba la vaca del establo, pero ésta se limitó a quedarse allí relamiéndose estúpidamente sin dar ni un sorbo.

– Bebe, bebe -le imploró al animal-. Bebe un poco de agua.

La vaca se quedó allí sin moverse, mientras un hedor caliente salía de su escondrijo. Los periquitos volvieron a la carga y sus chillidos ascendían hasta el cielo como las volubles nubes. La media luna, que ahora estaba un poco más elevada en el firmamento, inundaba el patio con sus rayos dorados. Las estrellas habían perdido parte de su brillo.

– Echa un poco más de salvado -dijo Cuarto Tío.

Cuarta Tía así lo hizo.

– Vamos, chica -dijo el tío, dando unas palmaditas a la vaca-. Bebe.

La vaca bajó la cabeza, resopló dentro del barreño y comenzó a salpicar el agua.

– ¿A qué esperáis? -gritó Cuarto Tío a sus hijos-. ¡Subíos a la carreta y cargad el ajo!

Después de traer la carreta, aseguraron las ruedas y los ejes y ensamblaron el vehículo. Había demasiados ladrones en la aldea como para dejarla al otro lado de la puerta. Todo el ajo se había empaquetado en fardos junto a la pared sur, debajo de unas láminas de plástico.

– Vierte un poco de agua por encima para evitar que se seque -dijo Cuarto Tío. Su hijo mayor le obedeció.

– ¿Por qué no te llevas a Número Dos? -le preguntó su esposa.

– No -dijo secamente.

– Imbécil testarudo -protestó ella-. Al menos cómprate en la ciudad algo decente para comer, ya que no tengo nada para que te puedas llevar.

– Pensaba que todavía quedaba media torta de grano -dijo Cuarto Tío.

– Eso lo comes todos los días.

– Pónmela para llevar. -Condujo a la vaca hacia la puerta y la introdujo en la carreta. Después volvió a entrar en el patio, se colocó su desvencijado abrigo sobre los hombros, metió la fría torta en el interior de la pechera de su camisa, cogió una vara y se dirigió hacia la puerta.

– Cuanto más viejo eres, más cabeza de muía tienes -se quejó su esposa-. No sé qué otra cosa se puede llamar a una persona que no deja que su propio hijo le ayude a vender su cosecha.

– Tiene miedo de que le vaya a esquilmar todas sus ganancias -dijo Número Dos sarcásticamente.

– Nuestro padre sólo piensa en nuestro bienestar -refutó su hermano mayor.

– ¿Quién se lo ha pedido? -protestó Número Dos mientras se dirigía hacia el interior de la casa para acostarse de nuevo.

Cuarta Tía lanzó un suspiro mientras se quedó en el patio escuchando el crujido de los ejes de la carreta alejarse lentamente en la tenebrosa oscuridad. Los periquitos de Gao Zhileng comenzaron a lanzar chillidos frenéticamente y la pobre Cuarta Tía era un manojo de nervios mientras titubeaba en el patio, que ahora estaba cubierto del amarillo apagado de la luz de la luna.

La puerta de la celda se abrió y los policías le quitaron las esposas a Número Cuarenta y Seis, que dio un par de pasos vacilantes antes de meterse en el catre, donde se derrumbó como si estuviera muerta.

– Oficiales -imploró Cuarta Tía mientras cerraban la puerta-. Por favor, déjenme ir a casa. Ya casi estamos en la quinta semana de oficios religiosos en memoria de mi marido…

La única respuesta que obtuvo fue el sonido de la puerta al cerrarse.

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