CAPÍTULO 13

Aterrorizado, el administrador del Condado Zhong hizo los muros más altos, añadió un remate con trozos de cristal y espirales de alambre de espino. Pero ningún muro puede detener los gritos de las masas, por muy alto que sea, y un alambre de espino no puede contener la furia del pueblo…

Extracto de una balada cantada por Zhang Kou en el muro del Edificio del Condado, hecho a prueba de asaltantes, siguiendo las órdenes del administrador del Condado Zhong Weimin, después de un incidente en el que el pueblo entró por la fuerza en la oficina del administrador y dio una paliza a algunos oficiales, a los que odiaban desde hacía tiempo.


Después de ponerse de pie como buenamente pudo, Gao Ma volvió a desplomarse sobre el suelo, mientras siete u ocho periquitos de alegres colores pasaban volando por la ventana abierta, revoloteando por encima y por debajo de las vigas del techo, y luego se chocaban contra las paredes, pasando a toda velocidad junto al cuerpo colgado de Jinju. Con sus plumas sedosas, parecía que tuvieran la piel desnuda. El cuerpo de Jinju se balanceaba levemente, provocando con ello que el marco de la puerta crujiera. En el silencio de la profunda noche, hasta los sonidos más tenues retumbaban contra sus tímpanos. Aunque su corazón entumecido no se sentía alterado por el dolor, el nauseabundo sabor dulce que notaba en su boca le decía que estaba a punto de volver a toser sangre. «¡Gao Ma!», gritó su nombre. Gao Ma, estabas predestinado a padecer una caída sangrienta desde el mismo momento en el que Jinju se hizo tuya. Has tosido sangre, has vomitado sangre, has escupido sangre, has orinado sangre: estás salpicado de sangre de la cabeza a los pies.

Agarrándose al marco de la puerta se puso lentamente de pie, como un árbol doblado que alcanza el cielo. Era una tarea difícil, pero al final consiguió sostenerse por él mismo. Todo es culpa mía, Jinju.

La presencia de su vientre abultado hizo que el nauseabundo sabor dulce que sentía en la garganta se hiciera más fuerte que nunca. Se subió a un banco y buscó a tientas el nudo de la cuerda: las manos le temblaban, los dedos eran torpes. El olor intenso y acre del ajo que desprendía el cuerpo de Jinju le golpeó con toda su fuerza, al igual que el nauseabundo sabor dulce que sentía en la garganta. Pudo discernir una ligera diferencia entre el olor de la sangre de Jinju y el de la suya propia. La sangre de un hombre es extraordinariamente caliente, mientras que la de una mujer es heladora. La sangre de una mujer es limpia y pura, la de un hombre está sucia y contaminada. Los periquitos revoloteaban por debajo de sus axilas y entre sus piernas, haciendo con sus maliciosos gritos que su corazón latiera con fuerza. Carecía de la fuerza suficiente para soltar el nudo, ya que la cuerda era demasiado gruesa y estaba tan tensa que pensó que nunca podría desatarla.

Encontró una cerilla y encendió la lámpara de queroseno. Mientras la luz inundaba la vacía habitación y proyectaba sobre la pared las sombras de los periquitos volando, sintió una repentina furia y hostilidad hacia esos pájaros tan maravillosos. La sombra del cuerpo de Jinju se proyectó sobre la pared y el suelo.

Cuando se dirigió a la cocina en busca de un cuchillo, frotó su cuerpo con el de Jinju. Mientras palpaba a tientas, su mano tocó el cepillo y la espátula de la chimenea, pero no su cuchillo de carnicero.

– ¿Has olvidado que mis hermanos se llevaron tu cuchillo de carnicero, Gao Ma? -dijo la voz de Jinju. Con su rostro iluminado a contraluz por la lámpara, parecía estar sonriendo, aunque no podía estar seguro de ello, y añadió sonriendo-: Hermano Mayor Gao Ma. Estoy segura de que es un niño.

– Yo me sentiría igual de feliz si fuera una niña. Nunca he preferido los chicos a las chicas.

– No, no quiero una niña. Tenemos que aseguramos de que recibe una buena educación, de que va al instituto y a la universidad, para poder encontrar un trabajo en la ciudad y no tener que llevar la miserable vida de un campesino.

– Jinju, escaparte conmigo no te ha traído más que desgracias -dijo golpeándose la cabeza.

– Tú has compartido mis desgracias -dijo ella, acariciando el pecho huesudo de Gao Ma, y añadió con tristeza-: Mis padres no deberían haberte pedido tanto dinero.

– No pasa nada. Conseguiré reunirlo. Y como todos los aldeanos vamos a ganar mucho, puedo pedir prestado el resto, estoy seguro de que me van a ayudar, así que podremos casarnos antes de que nazca el bebé.

– Cásate conmigo ahora -dijo Jinju-. No puedo vivir por más tiempo en esta casa.

Los pequeños puntos verdes juguetearon sobre su rostro y Gao Ma se preguntó si serían plumas de periquitos que se habían pegado a él.

En ese momento fue cuando se acordó de que tenía un sable, una reliquia familiar. Cuando era niño, le habían pillado jugando con él.

– ¡Déjalo en su sitio! -le dijo su abuelo, que por entonces todavía vivía.

– Está oxidado. Voy a afilarlo -respondió Gao Ma.

– No es un juguete -dijo su abuelo mientras se lo arrebataba de la mano.

– Este sable ha matado a un hombre -le había dicho su madre que, por entonces, también estaba viva-. No te atrevas a jugar con él.

Así pues, lo escondieron en una viga del tejado para mantenerlo lejos de su alcance.

Gao Ma movió el taburete unos metros, estiró el brazo hasta la viga y palpó la zona hasta que su mano chocó con algo largo y duro, y lo sacó a la luz. Mientras extraía el sable de su funda de madera, los rostros de su abuelo y de su madre aparecieron ante él.

La hoja estaba salpicada con motas de óxido rojo, pero el filo seguía en perfecto estado. Y aunque la punta se había partido, estaba hecho de acero de buena calidad. La mano de Gao Ma se movió en el aire hasta que el sable se encontró con la cuerda. Pero, inexplicablemente, el arma rebotó hacia atrás, haciendo que se cayera al suelo. Se puso de pie en el preciso momento en que la cuerda se rompió y el cuerpo de Jinju cayó por su propio peso. Primero los dedos de los pies, luego los talones, y después el resto del cuerpo, hasta quedar boca arriba: una montaña desmenuzada de plata, un pilar de jade desplomado, levantando un doloroso viento insano que hizo que la lámpara de queroseno parpadeara. Se arrodilló y aflojó el nudo que había alrededor del cuello de Jinju, de cuya boca salió un suspiro velado que provocó un grito de alegría en Gao Ma. Pero ella no hizo ningún ruido más. Su cuerpo estaba frío y rígido, tal y como comprobó al pasar su mano. Trató de colocar de nuevo la lengua en el interior de su boca, pero había alcanzado un grosor tan extraordinario que ya no le cabía. Sin embargo, incluso en un momento así, se podía adivinar una sonrisa cautivadora en el rostro de Jinju.

– ¿Ya has juntado el dinero, Hermano Mayor Gao Ma? ¿Cuándo podemos casarnos?

El cubrió su rostro y la parte superior de su cuerpo con una manta.

Después de sollozar amargamente durante unos minutos, se dio cuenta de lo agotado que estaba. Recogió el mellado y oxidado sable y se dirigió hacia el patio con el viento azotando su rostro y el sabor de la sangre en su boca. Mientras levantaba la vista hacia la luna y las estrellas que se asomaban en el cielo despejado, los periquitos salieron en tropel de la casa a través de la ventana abierta y de la puerta principal, deslizándose por el aire con tanta facilidad que se podría pensar que sus alas estaban engrasadas.

Se balanceó al compás de su sable. Los pájaros cambiaron de rumbo, pasaron por delante de él y volvieron a entrar en la casa. ¡Voy a mataros a todos! ¡Esperad a que afile mi sable! ¡Os voy a matar a todos!

Se arrodilló junto a una enorme piedra que trajo del Pequeño Monte Zhou y comenzó a afilarlo. Primero lo frotó en seco para eliminar el óxido; luego agarró un recipiente de cerámica desconchado, lo llenó de agua hasta la mitad y comenzó a afilarlo en húmedo. Siguió afilándolo durante el resto de la noche. Cuando cantó el gallo, limpió la hoja con un puñado de hierbas y sujetó el sable a la luz. El brillo helado del acero hizo que le corriera un escalofrío por la espalda. Cuando apoyó el filo ligeramente contra su rostro, escuchó un crujido y sintió cómo hasta los pelos más suaves, que siempre se doblan al paso de un cuchillo romo, se desprendían de su cara.

El peso del sable hizo que se sintiera como un espadachín que anda por las noches al acecho y le empezó a escocer la palma de la mano alrededor del mango. Primero penetró en el recinto municipal, decapitando rápidamente varios girasoles que le rodeaban y dejando a otros casi al nivel del suelo. El afilado sable parecía cortar y rebanar a su propia voluntad, guiando su mano a través de los lechos- de girasoles. Nada podía detenerlo. Los tallos permanecían suspendidos inmóviles un tiempo después de que el sable hubiera pasado a través de ellos; luego observaba cómo se estremecían antes de caer ligeramente sobre las grandes hojas en forma de abanico. Consumido por un instinto homicida, dirigió su atención a los pinos que se levantaban cerca de él. Los trozos blancos de madera virgen volaron, mientras en las ramas que se extendían sobre su cabeza una bandada de periquitos frenéticos se dispersaba por el cielo, luego formaba una nube de colores vivos que se arremolinaba por encima del recinto municipal, depositando excrementos pálidos sobre las azules tejas de los aleros hasta que, agotados de tanto aleteo, los periquitos caían como piedras, desplomándose pesadamente como gotas de lluvia. Después de talar tres pinos, Gao Ma observó cuatro lunas escarlatas ascender por un cielo inusitadamente extenso, una por cada uno de los cuatro puntos cardinales, iluminando la tierra como si ya fuera de día. Las plumas de los periquitos brillaban emitiendo multitud de colores y sus ojos relucían como piedras preciosas en la cegadora noche.

Levantó el sable con la mano derecha y luego con la izquierda. Era un gigante. Acuchilló los periquitos contemplativos que habían levantado el vuelo para rodearle. La sangre fría de sus cuerpos desmembrados le salpicó el rostro y, mientras levantó el brazo para limpiarla con la mano que le quedaba libre, el hedor de la sangre de los periquitos inundó su cavidad nasal.

Intrépidos, los pájaros penetraron en la casa a través de las ventanas y de la puerta, y luego volvieron a salir volando. Hacía mucho que las lunas se habían desprendido del cielo por encima del patio gris, que estaba salpicado de montones borrosos de leña. Se quedó de pie en el umbral de la puerta, sable en mano, esperando. Un periquito pasó volando cerca de él, bulliciosamente, plegando las coloridas plumas de sus alas. Su sable describió un arco mientras troceaba al pájaro; una mitad cayó a sus pies, la otra mitad aterrizó a un metro o dos de distancia. De una sola patada envió una mitad del pájaro por encima de la pared; después, ensartó la otra mitad con la punta del sable y se la acercó para contemplarla mejor. Los músculos todavía se comprimían, las entrañas, expuestas a la luz, se agitaban; una bocanada de aire cálido le golpeó en pleno rostro. La sangre fría y pegajosa resbaló por el filo y sobre el protector de metal que se extendía por encima de la empuñadura. Un movimiento de muñeca bastó para que la segunda mitad del periquito volara por encima de la pared.

Los periquitos que todavía permanecían con vida, enrabietados por lo que aquel hombre había hecho, lanzaron un terrible grito de protesta. «¡Vamos, malditos cabrones, aquí estoy!». A continuación se lanzó hacia la bandada de periquitos, blandiendo el sable por encima de su cabeza. Una ducha de periquitos se precipitó sobre la tierra, algunos murieron cuando golpearon el suelo, otros estaban mortal- mente heridos y daban saltos entre el barro como si fueran ranas. Pero como los pájaros tenían ventaja numérica, lanzaron un contraataque. Ahora, Gao Ma luchaba por su propia supervivencia.

Finalmente se desplomó pesadamente en el suelo, y cayó sobre un montón de pequeños y sangrientos cadáveres, mientras los periquitos que todavía sobrevivían volaban en círculos sobre su cabeza, gritando de forma ensordecedora, fuera de sí por la agitación del combate.

El ruido de los cascos de un caballo sonó en el callejón. Haciendo acopio de la poca energía que le quedaba, Gao Ma agarró fuertemente el sable y se puso de pie, justo a tiempo para ver a su querido potro castaño asomar la cabeza por el agujero de la pared. Parecía estar más delgado; sus ojos, que ahora eran más grandes y estaban llenos de compasión, se clavaron en él. Los ojos de Gao Ma se inundaron de lágrimas.

– Mi amado… No me dejes. Por favor, no me dejes… Te echo de menos… Te necesito…

El caballo volvió a sumergir lentamente la cabeza en la oscuridad envolvente. Gao Ma escuchó el ruido de sus cascos dirigiéndose hacia el sur, cada vez más lejos de él: al principio, el sonido era fuerte y agudo, luego se hizo más débil y apagado y, finalmente, la nada.

Entregó un fajo de billetes a sus vecinos, el señor y la señora Yu.

– Hermano Mayor, Cuñada, es todo lo que tengo. Mirad a ver qué podéis hacer con esto. Si no es suficiente, consideradlo un anticipo. Algún día os devolveré el resto. Lo prometo.

Se sentó y se apoyó contra la pared, debajo de la ventana, sable en mano.

Los Yu se intercambiaron miradas.

– ¿Deberíamos avisar a sus hermanos? -preguntó ella-. A tu suegra la detuvieron ayer, y también a Gao Yang.

– Haced lo que podáis, amigos, sólo os pido eso.

– ¿Incineración o enterramiento? -preguntó el hombre.

La idea de las llamas envolviendo la piel de Jinju y del bebé que había en su vientre casi le parte el corazón.

– Enterramiento -dijo con firmeza.

Los Yu se alejaron deprisa y justo en ese momento los vecinos más curiosos aparecieron súbitamente por el lugar. Algunos se echaron a llorar, otros miraban con los ojos secos y sin la menor expresión en sus rostros. El jefe de la aldea, Gao Jinjiao, apareció por el patio, husmeándolo todo y resoplando con recelo.

– Digno Sobrino -dijo mientras se acercaba a Gao Ma-, tú… Verás…

Gao Ma blandió el sable.

– Jefe de la aldea, déjeme en paz!

Gao Jinjiao se apartó de su camino sin siquiera molestarse en ponerse derecho.

La señora Yu regresó con dos metros de satén rojo, que extendió en el patio después de llamar a las demás mujeres. Una de ellas, que era costurera, entró a tomar medidas a Jinju y, a continuación, comenzó a trabajar con las tijeras.

Los aldeanos más curiosos entraron en el patio, pisoteando los periquitos mutilados, cuyas plumas de colores, azotadas por la brisa, se pegaban a sus piernas, a su ropa y a sus rostros, pero nadie se dio cuenta de ello.

El cuerpo de Jinju fue extendido sobre el kang, a plena vista de Gao Ma. El sol, que ahora caía directamente sobre sus cabezas, incidía a través de las ramas rojas y amarillas del yute y de las hojas en forma de talón para iluminar el rostro de Jinju y convertirlo en un crisantemo dorado -un jinju-, cuyos pétalos estaban completamente abiertos por la luz del sol de otoño. Gao Ma tocó su rostro, que tenía la lustrosa elasticidad del preciado terciopelo.

Entonces aparecieron los hermanos Fang. Primero llegó Segundo Hermano, que avanzó malhumorado por el patio, dando patadas a las plumas de los periquitos que flotaban en el aire y que acabaron depositándose sobre el rojo satén. Mientras atravesaba la puerta, un periquito voló directamente hacia él, como si quisiera sacarle los ojos. Con un movimiento de la mano hizo que el periquito se estrellara contra la pared. Se acercó al kang y levantó una esquina de la manta, dejando a la luz el rostro de Jinju, que le estaba sonriendo.

Indignado, dejó que la manta cayera y se dirigió al patio.

– Gao Ma -refunfuñó-, has arruinado a nuestra familia, maldito cabrón.

Levantándose las mangas mientras caminaba, se dirigió directamente a la pared, donde Gao Ma estaba golpeando el lado embotado del sable con la cadena de las esposas que colgaba de su brazo: clang, clang, clang. Miró a Segundo Hermano Fang con los ojos inyectados en sangre, hasta que hizo que se detuviera en su avance. Segundo Hermano Fang hizo una pausa antes de gritar:

– ¡Te voy a acusar de la muerte de mi hermana!

Apenas había acabado de hablar cuando Hermano Mayor Fang penetró en el abarrotado patio, cojeando de forma más acentuada que nunca. Tenía el cabello lleno de canas y sus ojos estaban nublados; se había convertido en un anciano casi de la noche a la mañana. Anunció su llegada con fuertes sollozos que se arremolinaban por el patio, al igual que haría una anciana. Una vez dentro de la casa, aporreó el kang y lloró.

– ¡Hermana, mi pobre pequeña hermana, no deberías haber muerto de esta manera!

Los insistentes sollozos de Hermano Mayor Fang contagiaron a un grupo de ancianas, que se frotaban sus llorosos ojos mientras conducían a los hombres hacia la habitación para llevarles fuera.

– Hermano Mayor Fang -trataron de consolarle-, ya no puedes hacer nada por ella, salvo preparar su funeral. Esa es la responsabilidad de un hermano.

Aquello funcionó, ya que dejó de llorar al instante, se limpió su mocosa nariz y dijo:

– Casar a una hija es como derramar agua en el suelo. Ella dejó hace mucho tiempo de ser un miembro de la familia Fang. No nos concierne a nosotros decidir si se entierra en una cripta o si se arroja a una fosa.

Y comenzó a marcharse cojeando, llorando amargamente mientras avanzaba.

Gao Ma se puso de pie y le detuvo con un grito:

– Comprueba si queda alguien dentro a quien quieras llevar contigo.

Hermano Mayor Fang se detuvo, pero no dijo nada. Luego siguió avanzando por el patio.

Las mujeres llevaron al interior las ropas funerarias de color rojo satén de Jinju y allí la desnudaron, la lavaron y la vistieron para que emprendiera su viaje final. Cuando acabaron, iba vestida de color rojo intenso de los pies a la cabeza, como si fuera una novia primeriza.

Los pies de Gao Zhileng casi volaban cuando entró precipitadamente en el patio de Gao Ma, donde se esparcían los cadáveres de sus periquitos. Maldijo y lloró mientras cogía los cuerpos mutilados y los metía en una cesta que traía consigo.

– Gao Ma, Gao Ma, ¿qué te han hecho los pájaros? Haz lo que quieras a las personas, pero ¿por qué has matado a mis pájaros? Ellos eran mi fuente de ingresos. Ahora ya no tengo nada…

Siete u ocho periquitos supervivientes se posaron precariamente sobre las puntas de las plantas de yute, con sus plumas apretadas cubiertas de sangre. Sus chillidos eran gritos de desolación. Incluso Gao Ma sintió lástima de ellos. Gao Zhileng frunció el ceño y se sumó a ellos con un extraño silbido.

– Vengo de la emisora provincial de televisión. Hemos oído algo acerca del trágico final de una relación amorosa entre la muchacha Jinju y usted. ¿Le importaría contar a nuestros telespectadores qué ha ocurrido exactamente?

El reportero, un hombre de unos treinta y tantos años que llevaba gafas con forma de búho, tenía una boca enorme y le apestaba el aliento.

– Vengo en representación de la liga de mujeres del Condado; estoy a cargo de la investigación de un contrato de matrimonio entre tres familias y me gustaría conocer su opinión al respecto.

La mujer era joven y tenía la cara muy empolvada. Su boca des-prendía el olor de la orina y Gao Ma tuvo que hacer un gran esfuerzo para no rebanarle el pescuezo con su sable.

– ¡Marchaos los dos de aquí! -gritó mientras se ponía de pie, sable en mano-. ¡No tengo nada que deciros!

– Hermano Mayor Gao Ma, hace demasiado calor para preocuparse por un ataúd. Además, el precio de la madera se ha puesto por las nubes desde el incendio del bosque manchú -dijo Yu Qiushui mientras echaba otro vistazo al vientre abultado de Jinju-. He comprado un par de esterillas de junco y tres metros de plástico. Envolverla en el plástico y cubrirla con las esterillas de junco es igual de práctico que meterla en un ataúd. De ese modo, podemos ente rrarla pacíficamente en la tierra sin más demora. ¿Qué te parece?

– Lo que tú digas, Hermano Mayor -replicó Gao Ma.

Mientras tanto, el reportero de televisión merodeaba por la zona, agachándose y arrodillándose para conseguir las mejores fotografías, incluida una de los periquitos posados sobre las plantas de yute. Era una estampa típica: los tallos amarillos del yute… Los periquitos de vivos colores… Un afligido Gao Zhileng, con los labios fruncidos en un silbido. Los cuellos de los pájaros se encogían mientras lanzaban gritos lastimeros que llenaban de lágrimas los ojos de su propietario.

– He enviado a seis hombres al cementerio del este de la aldea para que caven una fosa. Es hora de ponerse en marcha -anunció el señor Yu.

Dicho esto, extendieron en el patio las dos esterillas de junco nuevas y las cubrieron con la lámina de plástico azul pálido. A continuación cuatro mujeres sacaron a Jinju, con sus nuevos ropajes de satén rojo y la depositaron sobre el plástico. ¡Clic! ¡Plop! La cámara del reportero siguió tomando imágenes, mientras la mujer joven empolvada rellenaba ostentosamente una libreta con lo que fuera que estaba escribiendo. La piel amarilla de su cuello contrastaba con el blanco del polvo de su rostro y una vez más Gao Ma tuvo que contenerse las ganas de cortarle la cabeza por el punto en el que los dos colores se encontraban.

– Hermano Mayor, ven a comprobar si hay alguna cosa más que debamos hacer -le dijo la señora Yu.

Gao Ma dio un último e íntimo vistazo a Jinju. Los tallos y las hojas de yute crujían con el viento y la estremecedora fragancia del índigo saturó su corazón. La luz del sol era intensa y hermosa, el contorno de la luna pálida del mediodía era limpio y nítido. Gao Ma respiraba con dificultad y sudaba profusamente mientras contemplaba el rostro sonriente de su amada. Jinju, Jinju, tu esencia llena mi olfato…

Observó vagamente cómo envolvían su cuerpo en el plástico azul pálido con las esterillas de junco dorado, que un par de hombres enlazaron con cuerdas nuevas hechas de yute, utilizando los pies que estaban sobre las esterillas como palanca para atarlas lo más fuertemente posible, y observó cómo los pies de los hombres pisaban por encima del vientre abultado de Jinju.

Arrojando su sable al suelo, se cayó de rodillas y escupió una bocanada de sangre, dejando que algunos regueros resbalaran por su pecho. Los periquitos emergieron de las plantas de yute y volaron lo más rápido que les permitían sus alas, luego se abalanzaron sobre la tierra como las golondrinas que pasan rozando la superficie del agua, con sus vientres casi tocando las puntas de las plantas de yute. El reportero no era capaz de tomar instantáneas con la suficiente rapidez. Los pájaros volaban como lanzaderas sobre un telar, tejiendo un diseño caleidoscópico sobre los rostros de Gao Ma y Jinju.

Gao Ma levantó los brazos por encima de su cuerpo. El policía tartamudo retiró las esposas rotas y las sustituyó por un par nuevo que lanzaba destellos de color amarillo intenso, esta vez en las dos muñecas.

– ¿Cre-crees que puedes volver a es-escaparte? ¡Podrías haber pasado el pri-primero de mes, pero nu-nunca habrías pasado del día quince!

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