¡Jefe del Condado, las manos no son lo bastante grandes para abarcar el cielo! ¡Secretario del partido, tu poder no es tan pesado como la montaña! No puedes ocultar los lamentables acontecimientos que tuvieron lugar en el Condado Paraíso a los ojos del pueblo…
En este punto de la balada de Zhang Kou, un policía furioso se puso de pie de un salto y maldijo: «¡Maldito ciego cabrón, eres el primer sospechoso del caso del ajo en el Condado Paraíso! ¡Vamos a acabar contigo!». Dicho eso, le dio una patada en la boca, cortándole el final. La sangre emanaba de la boca de Zhang Kou y varios dientes blancos golpearon el suelo. Zhang Kou se incorporó sobre la silla; el policía le volvió a enviar al suelo con otra patada. Un discurso incoherente salió de los labios de Zhang Kou, asustando a los interrogadores, aunque no habían entendido una sola palabra. El interrogador jefe impidió que el policía le diera una patada por tercera vez, mientras otro hombre se agachaba y sellaba la boca de Zhang Kou con una mordaza de plástico.
Los gritos inundaron el pasillo, seguidos por el sonido metálico de las puertas al abrirse. Un policía adusto de rasgos muy marcados apareció en el umbral; sonrió y asintió con la cabeza. Cuando se dio cuenta de que le iban a llamar, Gao Yang se puso los zapatos y se ató los cordones; advirtió la piel opaca que había alrededor de su tobillo dañado, y el pus verdoso y cambiante que se encontraba justo por debajo de la superficie. Se dirigió cojeando hasta el umbral, donde la misteriosa sonrisa que se dibujaba congelada en el rostro del policía le hacía pensar que algo iba a salir mal. Gao Yang le devolvió la sonrisa tontamente, como si se congraciara consigo mismo y al mismo tiempo mitigara la presión psicológica a la que estaba sometido.
En cuanto el policía alargó la mano, Gao Yang extendió los brazos, con las muñecas juntas. El policía dio un paso hacia atrás a la vista de semejante cooperación inmediata antes de separar ligeramente las manos de Gao Yang y colocarle las esposas. A continuación, con un ligero movimiento de cabeza, indicó a Gao Yang que saliera al pasillo, donde los policías colocaban las esposas a otros prisioneros. Gao Yang sonrió tímidamente a su acompañante, al que recordaba haber visto en el recinto gubernamental. Tras recibir un codazo en la espalda, se reunió con los demás prisioneros, que se alineaban en el interior del patio de la prisión, donde les ordenaron que formaran una fila e hicieran recuento. En total, eran diez prisioneros. Alguien agarró los brazos de Gao Yang. Ladeando la cabeza hacia la izquierda, vio al policía de rasgos marcados que le había esposado y al girarse para mirar hacia atrás vio a otro policía: obeso, con los labios morados por el frío y las mejillas hinchadas, con aspecto de ser claramente una persona que no iba a tolerar ninguna tontería. Por alguna extraña razón, Gao Yang trató de levantar la mirada hacia el alambre electrificado que se extendía por encima del muro, pero tenía el cuello agarrotado.
Era el último de la fila, en una columna tan recta que lo único que podía ver eran las tres espaldas que había delante de él: una negra emparedada entre dos espaldas blancas.
Mientras enfilaban hacia la puerta de la prisión, cayó en la cuenta de por qué quería mirar hacia el alambre electrificado: durante la hora de ejercicios del día anterior, un pedazo de paño rojo colgaba del alambre y el anciano presidiario con el que al principio había compartido la celda le miraba fijamente. El malicioso convicto de mediana edad se acercó y guiñó un ojo a Gao Yang.
– Mañana te van a interrogar -dijo-, y tu esposa ha venido a visitarte.
Gao Yang se quedó allí parado, con la boca abierta, incapaz de decir una sola palabra. El otro hombre cambió de tema.
– El viejo cabrón ha perdido el juicio. Lo que cuelga allí es el cinturón de su nuera. ¿Sabes lo que hace el viejo bastardo? ¿Sabes cómo se llama? ¿Sabes cómo engañó el viejo cabrón a su nuera? ¿Sabes quién es su hijo?
Gao Yang sacudió la cabeza en respuesta a cada una de las preguntas.
– Muy bien, pues te lo voy a decir -prosiguió el hombre-. Te vas a quedar de piedra.
Mientras caminaban, se retorció por la fuerza con que le sujetaban los dos policías, y eso sólo hacía que le agarraran con más fuerza.
– Sigue avanzando -le susurró en el oído izquierdo uno de ellos-, y no trates de hacer nada extraño.
Los presos se alineaban a lo largo de la carretera, con la mirada fija y la boca suelta, como si esperaran atrapar algún objeto flotante.
Bajaron por la calle, mientras los pájaros seguían su caminar por encima de sus cabezas y enviaban una lluvia fétida tanto sobre los prisioneros como sobre los guardias. Pero nadie lanzó una sola protesta, como si no se hubieran percatado del ataque, y ni un solo hombre levantó la mano para apartar los excrementos blancos y negros de pájaro que les caían en la cabeza o en los hombros.
La carretera parecía ser interminable mientras Gao Yang pasaba por delante de unos cuantos edificios aislados con una serie de proclamas pintadas en los laterales, o de una obra con grúas de color amarillo pálido que se elevaban hasta las nubes; pero siempre había una multitud de curiosos boquiabiertos, incluyendo un joven de aspecto abominable, con el culo al aire, que les lanzó un excremento de vaca, aunque era imposible saber si su intención era golpear a un prisionero o a un policía, o a ambos, o si sólo trataba de dar a algo. Fuera cual fuera su propósito, el misil provocó una breve alteración en la procesión, pero no la suficiente como para detenerla.
Penetraron en una zona arbolada y avanzaron por un camino que apenas era lo bastante ancho como para que pasaran tres personas hombro con hombro. Los policías se frotaron contra la corteza musgosa de los árboles, emitiendo suaves sonidos al rasparse. Algunas veces, el camino estaba sembrado de hojas doradas, otras estaba cubierto de charcos de agua verde estancada donde una serie de diminutos insectos nadaban y chapoteaban como si fueran gambas en miniatura; la superficie estaba llena de insectos rojos que despegaban o aterrizaban.
Mientras cruzaban algunas vías de ferrocarril comenzó a llover con intensidad y las gotas caían sobre las cabezas rapadas como si fueran guijarros. Mientras Gao Yang hundía la cabeza entre los hombros, se golpeó sin querer el tobillo contra un tramo del ferrocarril y le inundó un terrible dolor desde la parte exterior del pie hasta el hueco de su rodilla. La piel que se encontraba sobre el tobillo se quebró, y salió un chorro de pus que se deslizó hasta el interior de su zapato. ¡Mis zapatos nuevos!, pensó con tristeza.
– Oficiales, ¿puedo detenerme para apretar el pus de mi pie? -rogó a sus escoltas policiales.
Estos ignoraron su súplica, como si fueran sordomudos. No era extraño: se apartaron de las vías justo cuando pasaba resoplando un tren de mercancías cuyas ruedas levantaron en el aire nubes de polvo y pasaron tan cerca que casi engancha a Gao Yang por la parte trasera de sus pantalones. También dio la sensación de que se llevaba la lluvia con él.
Un gallo que todavía no había acabado de echar las plumas apareció aleteando por entre los arbustos que crecían a lo largo de la carretera, ladeó la cabeza y se quedó mirando a un desconcertado Gao Yang. ¿Qué está haciendo aquí un gallo en mitad de la nada? Mientras estaba inmerso en esta cuestión, el gallo se acercó hacia él por la espalda, balanceando el cuello a cada paso, y le picó en su tobillo dañado y lleno de pus, provocándole un dolor tan intenso que casi rompe la cadena de hierro que sujetaban los policías a cada lado de él. Sorprendidos por el movimiento repentino y violento, colocaron las manos sobre los antebrazos de Gao Yang.
El pequeño gallo estaba pegado a él como si fuera cola de contacto y le picaba cada dos pasos, mientras los policías, ignorando sus gritos de dolor, siguieron empujándole hacia delante. Entonces, mientras acometían el descenso de una colina, el gallo arrancó un tendón del tobillo abierto de Gao Yang. Clavó en él sus garras, con las plumas de la cola tocando el suelo, las plumas del pescuezo desplegadas en forma de abanico y su cresta adoptando un intenso tono rojizo, tiró del tendón con todas sus fuerzas y lo extrajo un par de centímetros hasta que se partió en dos. Gao Yang, tambaleándose, se giró para ver cómo el gallo lo engullía como si fuera un enorme fideo. El policía enjuto se agachó y pegó su boca puntiaguda sobre la oreja de Gao Yang:
– Muy bien -susurró-, el gallo ya ha arrancado de raíz tu problema.
La barba incipiente que crecía alrededor de la boca de aquel hombre rozó a Gao Yang, quien involuntariamente giró el cuello. Ei aliento a ajo que desprendía casi le tumba.
Después de cruzar las vías, se dirigieron hacia el oeste y más tarde hacia el norte. Poco después de avanzar hacia el este, doblaron de vuelta al sur, o al menos eso le pareció a Gao Yang. Estuvieron caminando a través de los campos por entre unas plantas que les llegaban a la cintura y sobre cuyas ramas crecían objetos del tamaño de pelotas de ping-pong. Las vainas de color verde estaban cubiertas de una pelusa pálida. Gao Yang no tenía la menor idea de dónde se encontraban. Pero el policía obeso se agachó, cogió una, se la introdujo en la boca y la masticó hasta que una baba espumosa y verde resbaló por su barbilla. A continuación, escupió un salivazo pegajoso en la palma de su mano. Tenía aspecto de haber salido del estómago de una vaca.
El policía obeso le alcanzó rápidamente mientras su compañero enjuto seguía empujándole para que avanzara. Los brazos de Gao Yang se retorcían mientras daba bandazos lateralmente, chasqueando la tensa cadena de las esposas. Por un instante, se encontraron en un punto muerto, hasta que el policía enjuto se quedó parado, respirando con dificultad. Sin embargo, aunque ya no empujaba a Gao Yang, su agarre de hierro se intensificó. El policía obeso se agachó y pegó la masa viscosa sobre el tobillo herido de Gao Yang y, a continuación, lo cubrió con una hoja blanca y espinosa. Gao Yang sintió cómo al instante ascendía por su pierna una sensación de frescor.
– Es un viejo remedio tradicional para curar lesiones -dijo el policía-. Tu dolor se va a curar en tres días.
La procesión les llevaba tanta ventaja que lo único que podían ver era una vasta extensión de esa extraña cosecha. No se veía un alma por los alrededores, pero encontraron signos inequívocos de que una serie de personas había pasado a través del follaje. Los blancos enveses de las enormes hojas verdes mostraban el camino que había tomado la procesión. Levantando en volandas a Gao Yang hasta que sus pies se despegaron del suelo, los policías comenzaron a trotar con su prisionero.
Finalmente, se toparon con los demás en un cruce de ferrocarriles que, por lo que sabían, podría haber sido el mismo que atravesaron hacía un tiempo. Nueve prisioneros y dieciocho policías, de pie en tres filas, estaban esperándoles en el lecho elevado de las vías. Tras realizar un medio giro, la procesión triplicó su longitud, quedando uno negro emparedado entre dos blancos, como si fuera una rígida serpiente blanca y negra. Cuarta Tía era la única prisionera y su escolta estaba formada únicamente por mujeres policía. No paraba de gritar y de emitir un sonido estridente y continuo, aunque sus palabras eran ininteligibles.
Después de reunir a la comitiva y de formar de nuevo en tres columnas, la procesión penetró en un túnel sin iluminar, donde el agua llegaba a la altura de los tobillos y goteaba de un arco que se extendía por encima de sus cabezas, creando un sonido hueco en la negra oscuridad. Pasaron algunos carromatos, cuyos caballos hacían sonar con fuerza sus pezuñas al salpicar en el agua.
Para su sorpresa, después de salir del túnel se dirigieron al bulevar Primero de Mayo, y cinco minutos después se encontraron en la plaza Primero de Mayo, caminando sobre una capa de ajo podrido y repugnantemente resbaladizo. Gao Yang se sintió desolado por tener que estropear sus zapatos nuevos.
Una multitud de campesinos se alineaba en la plaza. El hielo de sus rostros, cubiertos de mugre, no daba la sensación de que pudiera llegar alguna vez a derretirse. Las lágrimas resbalaban de las mejillas de los pocos transeúntes que permanecían mirando al sol, casi cegados por sus rayos. Uno de ellos tenía aspecto de ser un hombre mono, como los que había visto en los libros de texto: frente estrecha y abultada, boca ancha y brazos largos como los de los simios. Huala-la, hua-lala, una mano en una enorme y preciosa teta, añade salsa de soja y vinagre… Gao Yang no tenía la menor idea de qué quería decir aquello, pero escuchó al policía enjuto que le escoltaba murmurar enfadado:
– ¡Un chiflado, un verdadero chiflado!
Después de pasar por la plaza, se metieron en un callejón estrecho, donde un muchacho vestido con una chaqueta de nailon sujetaba a una chica con cola de caballo contra un hueco que había en la pared y le mordisqueaba el rostro. La muchacha trataba por todos los medios de desembarazarse de él. Detrás de ellos, un ganso salpicado de barro se pavoneaba de un lado a otro. La procesión pasó tan cerca de la espalda del muchacho que la chica rodeó con los brazos la cintura del muchacho y le arrimó a ella para que la columna pudiera seguir avanzando.
Unos segundos después salieron del callejón y, sorprendentemente, delante de ellos estaba el bulevar Primero de Mayo… de nuevo. Al otro lado de la calle se elevaba un edificio multiusos detrás de una retumbante hormigonera vigilada por un chico y una chica que no tendrían más de once o «doce años. El estaba echando paladas de arena y vertiendo cal y cemento en el embudo, mientras ella vaciaba agua con una manguera de plástico negro que se agitaba tanto por la violenta presión que apenas podía sujetarla. El remo mezclador rozaba ruidosamente el embudo. Entonces, la grúa de color amarillo pálido levantó lentamente una losa de hormigón prefabricada que tenía agujeros para que pasara el aire. Cuatro hombres tocados con cascos se sentaban sobre ella jugando al póquer y desconcertando a los observadores por su indiferencia.
Después de dar otro giro a la plaza, volvió a encontrarse delante de ellos el muro de la prisión, el alambre electrificado crujió y emitió algunas chispas azules. El pedazo de tela roja todavía permanecía colgado de él.
– Líder del equipo Xing -gritó uno de los policías-, ¿no deberíamos regresar para descansar?
Un compañero alto y corpulento con el rostro oscuro miró su reloj de pulsera y luego levantó la vista hacia el cielo.
– Media hora -gritó.
La puerta de la prisión se abrió con un golpe seco y la policía congregó a los prisioneros en el interior del patio. En lugar de devolverlos a sus celdas, hicieron que se sentaran formando un círculo sobre el exuberante y verde césped, donde les ordenaron que estiraran las piernas por delante del cuerpo y colocaran las manos en las rodillas. Los policías salieron perezosamente, sustituidos por un guardia armado que no cesaba de vigilar a los prisioneros. Algunos de los policías fueron al cuarto de baño y otros realizaron algunos ejercicios de estiramiento sobre una barra horizontal.
Pasados unos diez minutos, las escoltas de Cuarta Tía aparecieron con bandejas de esmalte rojo con unas botellas de refrescos abiertas en cuyo interior flotaba una pajita. Los refrescos eran de dos clases: «Los colores son distintos, pero el sabor es exactamente igual -anunciaron-. Coged una botella cada uno». Una de ellas se agachó delante de Gao Yang:
– ¿Cuál quieres?
Gao Yang observó dubitativo las botellas que estaban sobre la bandeja. Algunas tenían el color de la sangre; otras daban la sensación de estar llenas de tinta.
– Date prisa, elige una. Y luego no cambies de opinión.
– Tomaré la roja -dijo firmemente.
La guardiana le entregó una botella llena de líquido rojo, que Gao Yang aceptó con ambas manos, sujetándola con fuerza, sin atreverse a empezar a beber.
Una vez repartidas todas las bebidas, Gao Yang advirtió que todo el mundo, salvo Gao Ma, había elegido la roja.
– Adelante, bebed -dijo una mujer policía.
Pero los prisioneros se limitaron a mirarse entre sí, sin atreverse a dar un sorbo a la bebida.
– ¡No se puede reparar una pared con mierda de perro! -se quejó amargamente una mujer policía-. ¡Bebed os digo! ¡A la de tres: una, dos, tres!
Gao Yang tomó un sorbo tímido. Un líquido que sabía como el ajo resbaló haciéndole cosquillas por la garganta.
Cuando se acabaron los refrescos, la policía se reagrupó, ocupando sus puestos junto a los prisioneros hasta formar tres filas. Después de salir por la puerta de la prisión, giraron hacia el norte, cruzaron la calle y ascendieron los escalones de un enorme edificio que tenía un amplio vestíbulo. Estaba abarrotado de espectadores y se podía escuchar el sonido de un alfiler al caer al suelo. Aires solemnes.
Una voz fuerte y profunda rompió el silencio:
– ¡Traed a los prisioneros que están detenidos por los incidentes del ajo en el Condado Paraíso!
Dos policías quitaron las esposas a Gao Yang, tiraron de sus hombros hacia atrás y le obligaron a bajar la cabeza. A continuación, le arrastraron y le llevaron hasta el banquillo de los acusados.
Lo primero que vio Gao Yang cuando miró más allá de las vías fue una réplica enorme y brillante del sello nacional. Estaba atrapado incómodamente entre dos escoltas, uno grueso y el otro demacrado. Un oficial uniformado con aspecto de ser muy culto y con una enorme papada, se sentó detrás del sello y siete u ocho hombres uniformados más se desplegaron a su lado en forma de abanico. Todos ellos parecían ser personajes sacados de una película.
El hombre que se encontraba en medio, que era de mayor edad que los demás, se aclaró la garganta y habló por un micrófono envuelto en un paño rojo:
– ¡Se va a llevar a cabo la primera sesión del proceso por los incidentes del ajo acaecidos en el Condado Paraíso!
Después se levantó, aunque los guardias que estaban a su lado permanecieron sentados, y comenzó a leer una serie de nombres escritos en una lista. Cuando leyeron su nombre, Gao Yang no sabía qué hacer.
– Di «presente» -dijo su escolta enjuto, dándole un codazo.
– Todos los acusados están presentes -anunció el oficial-. Ahora pasaremos a leer los cargos. El día veintiocho de mayo, los acusados Gao Ma, Gao Yang, la mujer Fang née Wu, Zbeng Changnian… -leyó empleando un tono monótono- destrozaron, saquearon y demolieron las oficinas del gobierno del Condado, golpeando y lesionando a una serie de funcionarios civiles. El Tribunal del Pueblo del Condado Paraíso, acordando estudiar el caso según el artículo 105, sección 1, libro 3 del Código Penal, ha decretado la celebración de un juicio público ante un jurado.
Gao Yang escuchó cómo los espectadores que se encontraban detrás de él cuchicheaban excitados.
– ¡Orden en el tribunal! -exigió el oficial, golpeando la mesa con el puño. Después, dio un sorbo de té y dijo-: El jurado está compuesto por tres jueces, encabezados por mí, Kang Botao, magistrado del Tribunal del Pueblo del Condado Paraíso. Mis colegas son Yu Ya, miembro del Comité
Permanente del Tribunal del Pueblo del Condado Paraíso, y Jiang Xiwang, director de la Oficina General de la Rama del Congreso del Pueblo del Condado Paraíso. La señorita SongXiufen oficiará de escribiente. El abogado de la acusación es Liu Feng, procurador adjunto de la Procuraduría del Pueblo del Condado Paraíso.
El magistrado se sentó, como si estuviera completamente agotado, dio otro sorbo a su taza de té y dijo con voz ronca:
– Según el artículo 113, subsección 1, sección 2 del Código Penal, los acusados tienen derecho a recusar a cualquier miembro del plantel de jueces, a la escribiente del tribunal o al abogado de la acusación. También tienen derecho a abogar en su propio nombre.
Gao Yang captó las palabras del magistrado, pero apenas entendió su significado. Se encontraba tan nervioso que su corazón se aceleró por un instante y pareció detenerse después. Tenía la sensación de que su vejiga estaba a punto de estallar, aunque sabía que estaba vacía. Cuando se retorció para aliviar la presión, sus escoltas policiales le dijeron que se quedara quieto.
– ¿Desea alguien hacer una recusación? ¿Eh? -preguntó el magistrado lánguidamente-. ¿No? Perfecto. En ese caso, el abogado de la acusación pasará a leer los cargos formales.
El abogado de la acusación se puso de pie. Tenía una voz fina y aguda y Gao Yang dedujo por su acento que no era de la localidad.
Con los ojos pegados a los labios agitados del abogado de la acusación y a su ceño fruncido, poco a poco se olvidó de su necesidad de orinar. Sin saber muy bien qué decía aquel hombre, dedujo vagamente que los acontecimientos que se estaban relatando tenían muy poco que ver con él.
El magistrado dejó su té sobre la mesa.
– A continuación, el tribunal escuchará los alegatos. Acusado Gao Ma, ¿la mañana del veintiocho de mayo gritó usted una serie de proclamas reaccionarias, incitando a las masas a destrozar y a saquear las oficinas del Condado?
Gao Yang se giró para mirar a Gao Ma, que se encontraba de pie en un banquillo colocado a unos metros mirando a un ventilador cuyas aspas se movían lentamente.
– Acusado Gao Ma, ¿ha entendido la pregunta? -Esta vez, la voz del magistrado sonó más firme.
Gao Ma bajó la cabeza hasta que se quedó mirando directamente al magistrado:
– ¡Os desprecio a todos!
– ¿Nos desprecia? ¿Por qué motivo? -dijo sarcásticamente el magistrado-. Estamos celebrando este juicio basándonos en los hechos y en la autoridad que nos concede la ley. No castigaremos a una persona inocente ni dejaremos libre a un solo culpable. Nos da igual si lo aceptas o no. Llamen al primer testigo.
El primer testigo era un joven de piel blanca que estuvo jugueteando con su camisa durante todo el tiempo que permaneció de pie.
– ¿Cómo se llama y a qué se dedica?
– Me llamo Wang Jinshan. Soy chófer del Condado.
– Wang Jinshan, debe decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, ya que está sujeto a las leyes que castigan el perjurio. ¿Me comprende?
El testigo asintió.
– La mañana del veintiocho de mayo llevaba a la estación en mi coche a uno de los invitados del administrador del Condado Zhong y en el camino de vuelta me vi atrapado en un atasco aproximadamente a cien metros al este del edificio de la oficina del Condado. Allí vi gritar al prisionero Gao Ma desde lo alto de un carro de bueyes: «¡Abajo con los oficiales corruptos! ¡Abajo con los burócratas!».
– El testigo puede retirarse -dijo el magistrado-. ¿Tiene que decir algo a eso, Gao Ma?
– ¡Os desprecio a todos! -replicó fríamente Gao Ma.
A medida que el juicio iba avanzando, las rodillas de Gao Yang comenzaron a entumecerse y se sintió mareado. Cuando el magistrado se dirigió a él, dijo:
– Señor, ya he dicho todo lo que tenía que decir. Por favor, no me haga más preguntas.
– Éste es un tribunal de justicia y debe comportarse como es debido -respondió el juez, soltando un chorro de saliva. Pero enseguida pareció cansarse de hacer preguntas, que apenas variaban, así que anunció-: Eso es todo. A continuación, escuchemos los argumentos del abogado de la acusación.
El abogado de la acusación se puso de pie, hizo algunos breves comentarios y luego volvió a sentarse.
– Ahora escuchemos a las partes agraviadas.
Tres individuos, cuyas manos estaban envueltas en vendas, dieron un paso al frente.
Bla, bla, bla, yak,yak, yak, comentaron las partes agraviadas.
– ¿Los acusados tienen algo que decir? -preguntó el magistrado.
– Señor, mi pobre marido ha sido asesinado. Además de perderle a él, también perdí dos vacas y un carromato y lo único que me dio el secretario del partido Wang fueron tres mil quinientos yuan. Señor, he sido víctima de una persecución.
Cuando terminó, Cuarta Tía estaba aporreando la barandilla que tenía ante sí, sollozando.
El magistrado frunció el ceño.
– Acusada Fang née Wu, eso no tiene nada que ver con el caso que nos ocupa.
– ¡Señor, se supone que sus oficiales no deberían protegerse entre sí de esa manera! -se quejó.
– Acusada Fang née Wu, no le consiento que se comporte así. ¡Una acometida más como ésa y la acuso de desacato! -El magistrado estaba claramente irritado-. El abogado defensor debe exponer sus argumentos.
Entre los representantes de los acusados se encontraba un joven oficial del ejército. Gao Yang estaba seguro de haberle visto antes en alguna parte, pero no podía recordar dónde.
– Soy profesor de la Sección de Investigación y Enseñanza Marxista-Leninista de la Academia de Artillería. Según la sección 3, artículo 26 del Código Penal, estoy capacitado para defender a mi padre, el acusado Zheng Changnian.
Su afirmación dio un nuevo giro al proceso. Un murmullo recorrió el techo abovedado de la sala. Incluso los prisioneros miraron a su alrededor hasta que encontraron al anciano de cabello blanco que se sentaba en el banquillo central.
– ¡Orden en la sala! -exigió el magistrado.
Los espectadores guardaron silencio para escuchar lo que el joven oficial tenía que decir.
Mirando directamente al magistrado, comenzó:
– Señoría, antes de empezar con la defensa de mi padre, solicito permiso para realizar una declaración abierta relacionada con el proceso.
– Permiso concedido -dijo el magistrado.
El joven se giró para mirar a los espectadores, hablando con una pasión que conmovió a todos los que le escuchaban.
– Señoría, damas y caballeros, la situación en nuestras aldeas ha cambiado considerablemente tras la Tercera Sesión Plenaria del Undécimo Comité Central del partido, incluyendo las que pertenecen al Condado Paraíso. Los campesinos viven mucho mejor que durante la Revolución. Eso es algo que nadie puede negar. Pero los beneficios de los que han disfrutado tras la aplicación de las reformas rurales están desapareciendo poco a poco.
– Por favor, no se desvíe del tema -interrumpió el magistrado.
– Gracias por recordármelo, señoría. Iré directamente al grano. En los últimos años los campesinos han sido obligados a soportar cargas más pesadas: tasas, impuestos, multas y precios abusivos para conseguir todo lo que necesitan. ¡Cuántas veces les hemos oído decir que, si pudieran, arrancarían las plumas de la cola de los gansos salvajes mientras pasan volando! A lo largo de los últimos dos años esta tendencia se está acelerando y, en mi opinión, por ese motivo los incidentes del ajo en el Condado Paraíso no deberían sorprender a nadie.
El magistrado miró su reloj de pulsera.
– ¡El hecho de no poder vender sus cosechas fue la chispa que prendió la llama de estos terribles incidentes, pero la causa principal fue la política poco transparente que practica el gobierno del Condado Paraíso! -prosiguió el oficial-. Antes de la Liberación, en el gobierno del distrito sólo trabajaba una docena de personas y las cosas marchaban bien. ¡Ahora, un municipio que se ocupa de los asuntos de una treintena de personas emplea a más de sesenta funcionarios! Y si a esa cantidad añadimos a los que están en las comunas, la cifra alcanza casi la centena. Y el setenta por ciento de sus salarios lo pagan los campesinos a través de sus tasas y sus impuestos. Dicho en el lenguaje más directo posible, son parásitos feudales que habitan dentro del cuerpo de la sociedad. Por lo tanto, desde mi punto de vista, las proclamas «¡abajo con los oficiales corruptos!» y «¡abajo con los burócratas!» no son más que una llamada para que los campesinos abran los ojos y, por eso, considero que el acusado Gao Ma es inocente de conducta contrarrevolucionaria. Pero como no me pidieron que hablara en su nombre, mis comentarios no se pueden interpretar como un argumento en su defensa.
– ¡Si prosigue por esa línea de propaganda revocaré su derecho a defender a nadie en este juicio! -anunció el magistrado firmemente.
– ¡Déjele hablar! -Se escuchó una voz desde el fondo de la sala del tribunal. Incluso el pasillo estaba abarrotado de espectadores.
– ¡Orden en la sala! -gritó el magistrado.
– Mi padre destrozó un aparato de televisión, prendió fuego a documentos oficiales y golpeó a un funcionario civil. Como hijo suyo que soy, sus actos criminales me duelen y no es mi intención absolverle de su culpa. Pero me desconcierta una cosa: ¿cómo es posible que alguien como él, un camillero condecorado durante la Guerra de la Liberación que siguió al Ejército de Liberación hasta Jiangxi, se haya podido convertir en un delincuente común? Su amor por el Partido Comunista es inmenso. Por lo tanto, ¿por qué desafió al gobierno por un puñado de ajo?
– ¡El Partido Comunista ha cambiado! ¡No es el Partido Comunista que todos conocíamos! -Se oyó un grito procedente del banquillo de los acusados.
Se armó un tremendo revuelo. El magistrado se levantó y golpeó la mesa frenéticamente.
– ¡Orden! ¡Orden en la sala! -bramó.
Cuando se aplacó el alboroto, anunció:
– ¡Acusado Zheng Changnian, no puede hablar sin el permiso expreso de la corte!
– Me gustaría proseguir -dijo el joven oficial militar.
– Dispone de otros cinco minutos.
– Dedicaré el tiempo que sea necesario -insistió el oficial-. El Código Penal no contempla un límite de tiempo para que la defensa presente sus alegaciones, como tampoco contempla que un equipo de jueces tenga autoridad para presentar las suyas.
– En opinión de este tribunal, sus comentarios se están apartando de este caso -respondió el magistrado.
– Mis comentarios cada vez son más pertinentes con la defensa de mi padre.
– ¡Dejadle hablar! -gritó un espectador-. ¡Dejadle hablar!
Gao Yang vio cómo el joven oficial se secaba los ojos con un pañuelo blanco.
– Muy bien, adelante, hable -se ablandó el magistrado-. Pero la escribiente está registrando todo lo que dice, de tal modo que usted es el único responsable de sus palabras.
– Por supuesto, acepto la responsabilidad de todo lo que diga -respondió con un ligero tartamudeo-. Desde mi punto de vista, los incidentes del ajo que se produjeron en el Condado Paraíso han sido una señal de alarma: ¡cualquier partido político o gobierno que se olvide del bienestar de su pueblo está pidiendo a gritos ser derrocado por éste!
El silencio se rompió en la sala; el aire parecía vibrar de electricidad. La presión sobre los tímpanos de Gao Yang resultaba casi insoportable. El magistrado, con el rostro bañado en sudor, se agitaba literalmente. Cuando trató de alcanzar su taza de té, lo derramó, mojando el tapete blanco de un líquido de color oxidado y empapando el suelo.
– ¿Qué-qué cree que está haciendo? -gritó horrorizado el magistrado-. ¡Escribiente, asegúrese de que anota hasta la última letra!
No digas una palabra más, joven amigo, rezó Gao Yang en silencio. Una luz pasó por delante de su cabeza. Ahora lo recordaba: era el joven oficial que ayudaba a su padre a regar el maíz la noche en la que Cuarto Tío fue asesinado.
– Quiero expresar lo siguiente -prosiguió el joven oficial-. El pueblo tiene derecho a derrocar a cualquier partido o gobierno que no atienda a su bienestar. ¡Si un oficial asume el papel de tirano público en lugar de desempeñar el de funcionario público, el pueblo tiene derecho a expulsarle! En mi opinión, esto se ajusta en todos los sentidos a los Cuatro Principios Cardinales del Socialismo. Por supuesto, estoy hablando de posibilidades, si ése fuera el caso. En realidad, las cosas han mejorado mucho tras la rectificación del partido, y la mayoría de los miembros responsables del partido del Condado Paraíso está realizando un gran trabajo. Pero los excrementos de una sola rata pueden echar por tierra una olla entera de avena y la conducta poco escrupulosa de un solo miembro del partido afecta negativamente a la reputación del mismo y al prestigio del gobierno. El pueblo no siempre es justo ni tiene capacidad para discernir, y se vuelve olvidadizo si su insatisfacción con un oficial en particular se refleja en su actitud hacia todos los oficiales en general. ¿Pero acaso no debería hacer recordar a los oficiales que deben comportarse de la manera que mejor represente al partido y al gobierno? Creo firmemente que la actitud del administrador, Zhong Weimin, se puede considerar una dejación de sus deberes. A medida que los acontecimientos se han ido desarrollando, se ha negado a dar la cara, eligiendo por el contrario aumentar la altura de los muros y rematarlos con pedazos de cristal para proteger su propia integridad personal. Cuando surgieron los problemas, se negó a reunirse con las masas, a pesar de las súplicas de sus propios funcionarios civiles. Eso hizo que el caos subsiguiente fuera inevitable. ¡Si defendemos la declaración de que todas las personas son iguales ante la ley, entonces debemos exigir que la Procuraduría del Pueblo del Condado Paraíso acuse al administrador Zhong Weimin de los cargos de mala conducta profesional! No tengo nada más que decir.
El joven oficial permaneció de pie por un instante antes de tomar lentamente asiento detrás de la mesa de la defensa. Un aplauso estruendoso irrumpió en la sección de los espectadores que se encontraba a su espalda.
El magistrado se puso de pie y esperó pacientemente a que el aplauso se acabara.
– ¿Los demás demandados tienen algo que alegar en su defensa? ¿No? Entonces, este tribunal realizará un receso mientras el panel de jueces delibera el caso, basándose en las pruebas, en las declaraciones y en lo que contempla la ley. Regresaremos en treinta minutos para anunciar nuestro veredicto.