El viaje ganó velocidad puesto que la mayor parte del trabajo lo realizaban ahora los activos indios que abrían la trocha como si en verdad creyeran que «Camajay-Minaré» se llevaba muy lejos los malos espíritus que se habían apoderado de su gente.

Ninguno parecía conocer más de media docena de palabras «racionales», y ni siquiera con el húngaro conseguían comunicarse, pues constituía al parecer un pueblo nómada que utilizaba un dialecto en el que muy pocos términos correspondían a su equivalente en el lenguaje de los «arekunas», «kamarakotos», o «pemones» de la Gran Sabana que conformaban desde siempre las familias o agrupaciones de individuos que más solían relacionarse con los mineros del Caroní y el Paragua.

— Aquí se asentaban antiguamente tribus muy numerosas — señaló Zoltan Karrás —, empujadas más tarde hacia el Sur por los feroces «caribes», que en sus invasiones alcanzaron incluso el «Raudal de los Guaharibos», donde al fin los «guaicas» consiguieron detenerles. Pero el resultado de esa larga guerra fue que aquí y allá quedaron comunidades aisladas, a veces de procedencia «caribe» y a veces autóctonas, que fueron degenerando incapaces de comunicarse ni siquiera con quienes tenían su mismo origen étnico.

— ¿Y cree que éste puede ser uno de esos grupos?

— Debe serlo, porque resulta extraño que salvo el anciano, que tal vez en su juventud trabajó como cauchero, ningún otro conozca una sola palabra inteligible, excepto «wei», el Sol, y «kapei», la Luna, que son vocablos comunes a los «taurepán», «arekunas» y «kamarakotos». Por su aspecto yo diría que son yehuaná en trance de extinción.

— ¿Y dónde están las mujeres? No hemos visto más que hombres.

— Escondidas mientras los guerreros cazan. Para la mayoría de estas gentes las mujeres apenas son algo más que semiesclavas que viven para tener hijos y realizar los trabajos más duros, y en cuanto enferman o envejecen las abandonan a su suerte.

La hoguera brillaba de nuevo alumbrando los impávidos rostros de unos indios aparentemente capaces de no dormir por segunda noche consecutiva, puesto que continuaban con los ojos fijos en aquella «Camajay-Minaré» que parecía haberlos hechizado para siempre.

La fiebre y los espasmos de Yáiza disminuían cuando hacía efecto la mezcla de «miel de aricas» y extracto de «quina del Caroní» que Zoltan Karrás le obligaba a beber, y aunque a las tres o cuatro horas la temperatura subía de nuevo, en aquellos momentos, sin la agitación de los vaivenes del viaje, dormía tranquilamente, ajena a todo.

— En dos o tres días estará bien — había sentenciado el húngaro seguro de sí mismo —. No son más que fiebres benignas que aparecen o desaparecen en estas regiones dependiendo del estado anímico del enfermo y las tensiones que experimenta. — Hizo una pausa —. Y no cabe duda de que anoche, estuvo sometida a una gran tensión.

— ¿Y no puede ser que los indios le hayan contagiado su enfermedad?

Yáiza no tiene vómitos. Lo de ellos debe ser otra cosa. No sé qué, pero otra cosa. — ¿Grave? — Probablemente.

— ¿Y no le importa? — inquirió Asdrúbal levemente molesto.

— Me importa más lo que podría habernos ocurrido — fue la sincera respuesta —. Aquí, de cada cinco niños que nacen, tan sólo uno tiene posibilidades de convertirse en adulto, y su esperanza de vida raramente supera los cuarenta años. Para estas gentes la muerte nace cada día, con la luz, y vuelve a nacer cada noche, con la oscuridad. No le dan importancia porque están convencidos de que constituye únicamente un tránsito hacia «El Mar que Está Arriba», el cielo, que no es para ellos más que un segundo mar, suspendido muy alto, con un fondo sólido y transparente para evitar que las aguas se caigan. Una vez, hace muchos siglos, ese suelo se rompió y la tierra se inundó pereciendo todos sus habitantes excepto un hombre y una mujer que se refugiaron en el Monte Duida… — Sonrió levemente —. También ellos tuvieron su «Diluvio Universal»… Y su «Rebelión de Lucifer».

— ¿Su «Rebelión de Lucifer»?

— Más o menos… — Zoltan Karrás había encendido su cachimba, y recostado en el tronco de un árbol, cerca de donde dormía Yáiza, recorrió con la vista el grupo de guerreros que continuaban ejerciendo de estatuas junto al fuego, antes de volverse a Asdrúbal y Sebastián que le escuchaban:

— Según una vieja tradición, «Máuari», el ángel malo, habitaba en una profunda cueva, odiando y envidiando a «Napa», el buen espíritu creador del universo que reinaba en la cumbre del monte Duida. Un día, «Máuari» convenció a la mayor parte de las bestias para que se rebelaran contra su Señor, que al verse acosado llamó en su ayuda a algunos animales que le seguían siendo fieles. Se entabló una larga batalla que tuvo como escenario las aguas del Guainía, en aquel tiempo tranquilas y desde entonces convertidas en un maremágnum de cascadas y chorreras, y al fin, las huestes de «Napa» vencieron a las de «Máuari» y arrojaron a éste al fondo de los tenebrosos pantanos donde ahora vive en compañía de caimanes y anacondas. Entonces «Napa» castigó a las bestias y creó un ser en el que puso un poco de lo peor de cada una: la astucia del zorro, la crueldad del gavilán, la traición de la serpiente, la ferocidad del jaguar, la hipocresía del caimán, la maldad del murciélago-vampiro y la vanidad del pavo real. Es decir: creó al nombre para que los persiguiera, devorase y aniquilase, exceptuando a los que le habían sido fieles, a los que dotó de una carne repugnante. Así, desde entonces, el hombre no puede comer zamuros, sapos, mapurites, camaleones, osos hormigueros, ni delfines, porque éstos, en su día, defendieron a su Creador.

— Es una hermosa leyenda.

— Esta tierra está llena de leyendas. Y de misterios. Y de seres capaces de captar, al primer golpe de vista, que Yáiza nació predilecta de los dioses, y que esos dioses, que acostumbran a ser caprichosos, disfrutan sometiéndola a terribles pruebas para cerciorarse de que es digna del amor que le tienen.

— ¡Pues vaya una forma de demostrar amor…! — protestó Asdrúbal —. ¿No podían dejarla en paz, y a nosotros con ella?

— ¿Realmente lo desean?

— ¿Qué quiere decir?

— Simplemente me pregunto qué estarían haciendo si Yáiza no hubiera existido. Probablemente pescar y continuar pescando hasta que la vejez y la artritis no les permitieran sostener una liña. — Negó convencido —. No es un destino atrayente, al igual que no lo era para mí pasarme la vida plantando patatas. Por eso, cuando miro hacia atrás v recuerdo cuántas calamidades me han ocurrido, las doy por bien empleadas, porque me consta que la mayor calamidad hubiera sido quedarme en Hungría resignado a no ser más que un pobre campesino semi-analfabeto. Los lugares y las gentes que he conocido, las cosas que he aprendido, los maravillosos momentos que he vivido, y las mujeres que he amado, tienen un precio, y lo he pagado a gusto. De igual modo, para ustedes, estar cerca de su hermana y asistir a los prodigios que se desencadenan a su alrededor, exige un sacrificio y tienen que aceptarlo. — Demasiado grande…

— Si están aquí, continúan con ella, y no piensan abandonarla ocurra lo que ocurra, es que el sacrificio no se les antoja, en modo alguno, demasiado grande.

— Se trata de nuestra hermana. Formamos una familia.

— Las familias se dividen y los hombres, cuando llegan a cierta edad, tienen necesidad de buscar sus propios caminos. Pero ustedes continúan atados a Yáiza porque saben que lejos de ella la vida no tendría aliciente. Como tampoco lo tendría si cambiara.

— Pero Yáiza es la primera que quiere cambiar.

— Lo creo — admitió el húngaro —. Pero, ¿qué ocurrirá si lo consigue? Se sentirá vacía porque se habrá convertido en otra persona. Si un día descubre que su caótico mundo interior ha desaparecido, lo más probable es que acabe trastornándose.

Ni Asdrúbal ni Sebastián respondieron, convencidos tal vez de que era cierto, y ni su hermana ni ellos mismos conseguirían adaptarse nunca a otra forma de vida, y aquella especie de continua tensión, en la que cualquier cosa podía suceder en cualquier momento, se había convertido en un hábito del que resultaba imposible desprenderse.

Cada amanecer junto a Yáiza era un abrir los ojos con la inquietud de que el nuevo día podía ser portador de algún portento, y al igual que cuando era niña esperaban que les anunciase por dónde iban a entrar los atunes, ahora, ya de mayor, aún conservaba la esperanza de que la época de las desgracias quedara atrás y volvieran los tiempos en que el «Don» servía para algo más que para acumular calamidades sobre sus cabezas.

Pero lo cierto, lo único cierto, era que aquel maldito «Don» los había conducido a lo más recóndito de las perdidas selvas guayanesas, rodeados de medio centenar de salvajes desnudos cuyos rasgados ojos se mantenían fijos en su hermana, que dormía presa de unas extrañas fiebres.

Resultaba todo tan absurdo habiendo nacido hijos de pescadores lanzaroteños, que tanto daba aceptar que aquellos hombrecillos de largas cerbatanas constituían un espejismo, que admitir que, efectivamente, Yáiza se había convertido en la reencarnación de una primitiva diosa de las selvas.

No existía por tanto más opción que negar la realidad o encogerse de hombros sin preocuparse de que el alba trajera consigo insólitos portentos o tan sólo el cansancio y el calor de una larga marcha a través de la espesura.

Pero no hubo portentos aquella mañana. No hubo más que un difícil camino caluroso y húmedo, hasta que pasado el mediodía comenzó a tomar cuerpo un rumor lejano, y por los aspavientos y los monosilábicos gritos de los guerreros comprendieron que el río estaba cerca.

Venía del Sur; de las estribaciones de la Sierra Pacaraima, brincando de roca en roca, vivaz y precipitado, pero tras recorrer poco más de diez kilómetros por su margen izquierda se encontraron de improviso sobre una cornisa de piedra que dominaba una rugiente cascada bajo la cual el cauce se ensanchaba, aquietándose, como si se tratara de dos ríos distintos que tan sólo tuvieran en común el agua que compartían, aunque a decir verdad ni tan siquiera ese agua parecía la misma, puesto que nada tenía que ver la que rugía espumosa en las torrenteras con la que apenas susurraba, abriéndose paso cansinamente por entre las gruesas raíces de altas ceibas, castaños de indias y chaguaramos.

El húngaro no necesitó más que unos cuantos gestos y media docena de palabras, que nada parecían significar, para que los indígenas comenzasen a derribar árboles y unirlos por medio de gruesos bejucos y lianas, de forma que en menos de dos horas construyeron una amplia almadía, provista de su correspondiente espadilla y dos largas y fuertes pértigas de madera «chonta».

Acomodaron sobre el improvisado «bongó» a una Yáiza visiblemente mejorada, cargaron las mochilas, las armas, y las «surucas», y subiendo a bordo permitieron que media docena de indios empujaran la embarcación al centro de la corriente.

Los vieron luego quedarse atrás, unos con el agua a la cintura, otros en tierra y otros incluso trepados sobre las ramas de los árboles, y se fueron haciendo más pequeños e irreales a medida que la corriente alejaba la embarcación, hasta que de improviso desaparecieron tragados por la espesura, y a tal punto fue repentina su marcha, que se podría creer que habían sido un sueño y jamás existieron.

Y con toda seguridad jamás volverían a existir, porque probablemente regresarían a sus remotos valles o a sus agrestes montañas donde permanecerían ocultos a los ojos de la civilización hasta que el continuo intercambio de su propia sangre los degenerara aún más provocando su definitiva extinción. Aunque hasta el día en que eso ocurriera cada vez que se reunieran en torno a una hoguera recordarían aquel tiempo lejano en que sus antepasados escoltaran a una diosa que se llevó los espíritus malignos hacia el inmenso Orinoco en cuyas orillas habitaban los «racionales».

Pero ese Orinoco aún quedaba muy lejos, y el «bongó» avanzaba con parsimonia por unas aguas limpias y negras que no hacían esfuerzo alguno por despenar de su letargo, como si se complacieran en curiosear bajo cada raíz y cada roca formando remansos en los que los árboles y las palmeras se reflejaban como en un espejo ahumado.

Al atardecer atravesaron una ancha sabana solitaria de la que parecía haber huido toda forma de vida y movimiento, y con las primeras sombras se aproximaron de nuevo al punto en que renacía el monte bravo a cuyas puertas acamparon, porque el húngaro era de la opinión de que a Yáiza le convenía respirar esa noche el aire limpio y libre que corría sobre los pajonales y que ahuyentaría los restos de calentura mucho mejor que el denso, fétido y encajonado aire de la selva.

— Si, como espero, estamos en el Curutú, mañana llegaremos a Turpial — añadió —. Si, por el contrario, nos hemos desviado hacia el Norte, el viaje será aún muy largo. Y muy pesado.

— Déjeme ver un mapa — pidió Sebastián —. Tal vez pueda ayudarle a averiguarlo.

— ¡Muchachito! — replicó el otro con una sonrisa —. Si te enseño el mapa que existe de esta parte de La Guayana te vas a armar un lío. Aquí, tienes que dibujarte tu propio mapa en la cabeza porque es el único que siempre te servirá. Los demás, no son más que papel mojado. — Extrajo del bolsillo una pequeña brújula, la colocó en el suelo y la estudió en relación con la orilla del río —. Éste tiene que ser el Curutú porque hemos navegado siempre hacia el Nordeste, y allí al Sur me ha parecido ver la cima de un monte. Ésos son los detalles que debes tener en cuenta, no lo que dibujaron unos tipos que en su vida se han movido de Caracas.

— ¿Entonces, si es el Curutú arrastrará diamantes?

— Y oro. Todos estos ríos arrastran oro y diamantes, pero como cada uno tiene sus propios espíritus burlones puede que aquí no encuentres nada y trescientos metros más abajo pases sin darte cuenta sobre una «bomba» que haría ricos a mil hombres.

— Pero alguna forma habrá de descubrirlo.

— Alguna… — admitió Zoltan Karrás —. Pero eso tan sólo se aprende con los años. Cuando llega la «seca» y los ríos bajan de nivel es el mejor momento para salir a la caza de la «piedra» esquiva. Hay que fijarse mucho en las márgenes para descubrir un rastro de grafito que te puede llevar al filón, o el punto donde la corriente se encaprichó en depositar su tesoro. Hay que saber escuchar «La Música» de los diamantes, o quedarse muy quieto sobre una roca observando el fluir de la corriente y confiando en que, al pasar, te murmure cuáles son sus secretos. Es como un juego; un maravilloso juego en el que, a menudo, lo que estás arriesgando es la propia vida.

— Me doy cuenta — admitió Sebastián —. Pero usted dice que la mejor época es cuando los ríos están bajos y ahora están crecidos.

— Lo sé, y por eso lo más probable es que en Turpial la «bomba» no se encuentre en el río, sino en lo que tal vez fue su viejo cauce. Suele ocurrir que a causa de los aluviones o el derrumbe de la ladera de una montaña, un río cambie su curso, busque una nueva salida y abandone su antigua cuenca que muy pronto se cubre de vegetación. Pero puede darse el caso de que fue precisamente allí donde durante siglos la corriente estuvo depositando los diamantes… — Chasqueó la lengua con fastidio —. Y eso dificulta el trabajo, porque se hace necesario llevar la tierra al río para lavarla, o conducir el agua hasta el propio yacimiento… — Se encogió de hombros en un gesto claramente fatalista —. Pero no son más que conjeturas, y no vale la pena calentarse la cabeza hasta que lleguemos a la «bulla» y caigamos sobre una buena concesión antes de que nos invada «La Peste».

— ¿Y si ha llegado?

— En ese caso lo mejor es montar en una sucia avioneta y volverse a casa. — ¿Y dónde está su casa?

«Musiú» Zoltan Karrás alzó el rostro hacia Aurelia Perdomo que se había aproximado con la cafetera en la mano y era quien había hecho la pregunta.

— Siempre ha estado en el mismo sitio, señora — replicó con una leve chispa de humor en sus transparentes ojos —. Exactamente debajo de mi sombrero.


Puede que fueran efectivamente los vientos de la sabana los que esa noche se llevaron muy lejos los restos de la fiebre que aquejaba a Yáiza, pero no tuvieron, sin embargo, la fuerza necesaria como para alejar de igual modo las pesadillas que la obligaban a gemir y estremecerse, porque una vez más los muertos habían acudido a apoderarse de sus sueños, y de entre todos ellos — amados, conocidos u olvidados — destacaba ahora con fuerza inexplicable un nuevo personaje en el que anteriormente apenas había reparado.

Se trataba de un indígena: un auténtico «salvaje» mucho más alto y hermoso que cuantos había conocido hasta el presente; un ser al que recordaba ver pasar de largo, perdido y silencioso, como un muerto que no quisiera aceptar su condición de muerto, pero que de improviso se acuclilló ante ella, la miró a los ojos y le habló con voz profunda y densa:

— Ven conmigo — pidió —. Mi pueblo te espera. — ¿Cuál es tu pueblo?

— El más valiente que existe: el «Guaica». — Hizo una larga pausa en la que parecía que estuviera tratando de recordar cosas ya muy lejanas —. Nuestro hechicero tuvo un sueño en el que «Camajay-Minaré» le reveló que había vuelto a la tierra y nos envió a los guerreros en su busca… — De nuevo se detuvo y de nuevo se diría que le costaba un gran esfuerzo hilvanar las ideas —: ¿Por qué me mataron? — quiso saber —. Yo no había hecho daño a los «racionales».

— Yo no tengo respuestas a todas las preguntas. Ni quiero tenerlas. Tan sólo quiero que vuelvas con los tuyos y me dejes.

— No puedo. Mi hechicero me dio una orden: «Busca a „Camajay-Minaré“, y tráela.» — Se le advertía obsesionado con la idea —. Tengo que llevarte — concluyó.

— Yo no soy «Camajay-Minaré».

— ¿Quién eres entonces? ¿Una «racional»? — Como ella guardara silencio, añadió —: Los «racionales» siempre hicieron daño a los «guaicas», pero aun así tengo que llevarte a mi tribu… ¿Por qué?

— Pregúntaselo a tu hechicero.

— No puedo. Está vivo y no me escucha. Tan sólo tú me escuchas.

— Pero yo no quiero escucharte… ¡Vete! — le ordenó —. Vete y déjame en paz.

— ¿Adonde, si tan sólo podré encontrar la paz cuando te lleve con los míos? Ya los demás guerreros han vuelto, pero mi pueblo confía en que yo, Xanán, regrese con «Camajay-Minaré».

— No iré.

— ¡Vendrás!

Se alejó, erguido y orgulloso, altivo como príncipe que era entre los suyos, y a Yáiza le asustó saber que volvería y que no sería tan sólo un muerto más entre los muertos, porque pretendía que le acompañara al lejano país de los «Guaicas».

¿Para qué?

Se lo preguntó entre sueños y volvió a preguntárselo despierta, porque le asaltó la sensación de que incluso habiendo quedado atrás la noche, el espíritu de aquel desnudo salvaje se mantenía presente, y tuvo que hacer un esfuerzo para vencer la sensación de angustia que le invadía y distraerse asistiendo a la llegada de una primera claridad difusa que recortaba contra el cielo la masa oscura de un gigantesco tepuy de pulidas paredes. Le sorprendió luego la rapidez con que la sabana, las rocas y las manchas de «monte-bravo» iban cambiando de color a medida que el sol se proyectaba hacia lo alto, y agradeció, más de lo que recordaba haber agradecido nunca nada, la aparición de una hermosa luz que en su avance barría todos sus malos sueños.

El esplendor de la vida en las soledades guayanesas estallaba a su lado con indescriptible tuerza, y a orillas del río y tan cerca de la floresta la mañana se le antojaba más fecunda, más explosiva y más llena de alegría que en ninguna otra parte del planeta.

A unos cincuenta metros las loras iniciaron su cotidiana algarabía de cotorreos matutinos antes de alzar el vuelo en busca del desayuno, y no resultaría aventurado imaginar que todas las aves cantoras de la jungla competían desde muy temprano en un certamen en el que se decidía cuál de ellas trinaba más alto o se sentía capaz de mantener su gorjeo durante un período de tiempo más prolongado.

Ni siquiera guardaron silencio cuando una figura humana, alta, musculosa y un tanto desgarbada se deslizó bajo los primeros árboles que formaban la línea divisoria entre «monte» y llanura, porque «Musiú» Zoltan Karrás era capaz de moverse con el sigilo de un indio y avanzaba calmoso a la búsqueda de carne fresca sin que sus traslúcidos ojos parecieran perder detalle de cuanto ocurría a su alrededor.

Despreció un grupo de correosos «capibaras» a los que siempre podía recurrir como último remedio, se le puso fuera de tiro un cebado «trompetero» que haciendo honor a su nombre se limitó a lanzarle dos despectivos y largos pedos alzando mucho la cola antes de perderse de vista en la espesura, y descubrió por último una oscura e impasible iguana de un metro de largo que le estuvo observando con redondos e inexpresivos ojos, lista para emprender la huida al menor gesto sospechoso, que no tuvo tiempo sin embargo de advertir cómo un minúsculo dardo surcaba el aire con un leve susurro, se le clavaba en la pata y la paralizaba casi instantáneamente.

— ¿Pretende que nos la comamos? — fue lo primero que preguntó Aurelia Perdomo torciendo el gesto ante el cadáver de la iguana —. Es lo más repugnante que he visto nunca.

— Pero tiene la mejor carne de la selva — replicó tranquilamente el húngaro, mientras comenzaba a despellejarla —. Es lo que Yáiza necesita para recuperar fuerzas.

— ¿Cómo lo ha cazado? ¿Con veneno?

— Curare.

— ¿Curare? — se alarmó Sebastián —. ¡Pero eso es peligroso…!

Zoltan Karrás indicó con un ademán que tenía mucho de ironía, a lo que quedaba del animal:

— ¡Pregúnteselo a él! No le dio tiempo ni de suspirar. El curare guayanés es muchísimo mejor que el de las tribus amazónicas, porque allí lo fabrican con plantas y raíces, mientras que aquí, los «Amos del Curare», lo extraen de un bejuco que cuanto toca mata.

— ¿Y aun así pretende que nos comamos «eso»?

— No hay peligro. El curare únicamente actúa en contacto con la sangre. Se puede beber o comer cuanto se quiera.

— ¿Está seguro?

Por toda respuesta, el húngaro hundió un dedo en la diminuta calabaza que tenía una especie de betún con el que había untado la punta de los dardos, lo chupó, y luego se volvió a Yáiza que le observaba con sus enormes ojos verdes de los que había desaparecido todo rastro de fiebre.

— Tú no vas a tener miedo, ¿verdad? — inquirió, y ante la muda negativa, añadió sonriente —: Te vas a comer la pata de iguana con arroz más sabrosa que hayas probado en tu vida… ¿Cómo te encuentras?

— Mucho mejor. — La muchacha hizo una corta pausa —. ¿Qué es un «Amo del Curare»? — quiso saber.

Zoltan Karrás dejó escapar una corta carcajada burlona:

— i Vaya! De nuevo la niña preguntona. Eso quiere decir que ya estás bien. Los «Amos del Curare» son los hechiceros, «piaches» o como quieras llamarles, que poseen, por una tradición que se transmite de padres a hijos, el secreto de la fabricación del veneno. Eso les convierte en los miembros más poderosos de la tribu, porque estos indios, sin curare, están perdidos.

— Pero si se extrae de una planta, todo el mundo podrá hacerlo…

Zoltan Karrás negó convencido, sin abandonar por ello su tarea de limpiar y trocear la iguana cuyos pedazos iba colocando cuidadosamente en el fondo de una cacerola.

— No es tan fácil — dijo —. La mayoría de los que tratan de manipular «El Bejuco de Mavacure», acaban envenenándose, porque es una estricnácea terriblemente activa. La fórmula de obtener el jugo, concentrarlo, solidificarlo y conseguir que mate a un animal pero no a quien lo coma, es uno de los «secretos industriales» mejor guardados de la Historia.

— ¿Existe algún antídoto? — quiso saber Asdrúbal que no había perdido detalle de la explicación.

— Cuando se trata de curare muy activo, del que se usa en las expediciones guerreras, no. En cuanto penetra en el sistema circulatorio produce inevitablemente la paralización y la muerte por asfixia. Pero si es curare antiguo o poco concentrado, lo mejor es frotar la herida con sal.

— ¿Y por qué no utiliza el rifle y se evita esos problemas?

— Muchachito — fue la severa advertencia —, aquí las armas de fuego deben constituir siempre el último recurso, porque los cartuchos son difíciles de conseguir, cuando disparas anuncias a todo el mundo que hay un hombre blanco en las proximidades, y puedes estar seguro de que si fallas ahuyentas la caza y no tendrás oportunidad de apretar nuevamente el gatillo en todo el día.

Había colocado la olla sobre el fuego aderezando la iguana y el arroz con especias que extrajo de su mochila, y pronto tuvieron que admitir que el olor resultaba de lo más apetitoso, pese a lo cual, Aurelia se mostró reticente:

— Sigo pensando que podemos envenenarnos… — dijo —. Al fin y al cabo, la estricnina siempre sigue siendo estricnina.

Pero cuando se sirvieron los platos el hambre acuciaba y nadie estaba en condiciones de detenerse a considerar que aquella carne blanca y jugosa pertenecía a un bicho repelente que, además, había muerto envenenado. Era comida, y una comida que olía a gloria, y eso era al parecer lo único importante.

No tuvieron tampoco demasiado tiempo para preocuparse por sus posibles consecuencias, porque casi inmediatamente soltaron amarras para adentrarse en una espesura por la que el río parecía abrirse paso como por un túnel de tupidísima vegetación, en el que durante las dos primeras horas se vieron acompañados por infinidad de habitantes de la selva entre los que proliferaban los monos capuchinos, así como escandalosos papagayos v tucanes, pero poco a poco su número y su algarabía fue disminuyendo, hasta que llegó un momento en que, siendo básicamente la misma jungla, aparentaba no obstante encontrarse deshabitada.

— Estamos cerca — fue la explicación que Zoltan Karrás dio al extraño fenómeno —. Semejante ausencia de vida tan sólo se entiende por la presencia de seres humanos y no puede deberse a una «maloka» indígena, porque los indios cuidan la caza en torno a sus poblados. Se trata de blancos; muchos blancos, y eso aquí significa una «bulla» de diamantes.

Turpial hizo en efecto su aparición pasado el mediodía y se antojaba imposible que tan pocos hombres hubieran podido causar tanto destrozo, pues incluso los más gruesos árboles habían sido abatidos a todo lo largo de una ancha franja de la margen derecha del río, hasta el extremo de que el monótono verde de la selva había dejado paso a un gris sucio de arena gruesa y pastosa que en un tiempo debió ser blanca, pero que ahora aparecía pisoteada y revuelta.

Docenas de mineros se afanaban cargando cubos, «surucas», picos y palas, y una actividad febril sustituía a la quietud de la espesura, pues quien no trabajaba en el fondo de un agujero extrayendo el cascajo, lo transportaba de un lado a otro o lo lavaba en la corriente con la vista atenta a la menor señal que indicara que en el tamiz había caído una «piedra».

Algunas tiendas de campaña, chozas y frágiles cobertizos de techo de palma se alineaban en la orilla izquierda, y con troncos, curiaras y un par de «bongós» se había improvisado un endeble puente flotante junto al que ondeaba una deslucida bandera venezolana.

Quinientos metros les separaban de ese puente que parecía constituir el centro neurálgico del campamento, cuando se escucharon los primeros saludos y algunos mineros alzaron el rostro perdiendo unos segundos de su precioso tiempo en observarles.

— ¡«Húngaro»! — gritaban —. ¡Maldito «Musiú» del carajo! Ya te echábamos de menos. ¿Dónde cono te habías metido?

El, por su parte, respondía llamando a cada uno por su nombre o su apodo, y a todos les repetía idéntica pregunta:

— ¿Cómo es la vaina? ¿Agarraste «La Guiña»?

— En eso andamos, viejo. Algo va cayendo en la «suruquita» y podremos matar la sed una temporada.

— ¡No te lo bebas todo!

— ¿Entonces para qué trabajo, compadre? El destino del diamante es ser piedra hasta que cae en manos del minero y se convierte en ron.

— ¡Ah borracho descarado…! — reía Zoltan Karrás contento de reencontrarse con su gente —. Te matará «chupar» tanto.

Ya lo dice el refrán: «Minero nace de cono y muere de „caña“, y que perdonen las señoras…» — Luego añadían —: ¿Qué, te casaste v tuviste de repente tres hijos tan grandotes…?

— ¡Anda a joder al carrizo, zambo del demonio…!

Atracaron junto al puente, del cual la balsa pasó inmediatamente a formar parte, reforzándolo, y lo primero que hicieron al saltar a tierra fue aproximarse a la bandera junto a la cual, y a la sombra de de un «merey», se sentaba un hombrecillo de rostro aplastado, redondas gafas, caído mostacho y gigantesco pistolón a la cintura, que alzó apenas la mano en ademán amistoso:

— ¡Salud, «Musiú»!

— ¡Salud, Cara-e-Iocha Éstos son mis amigos, los Perdomo Maradentro, isleños que vienen a la «bulla». Este es Salustiano Barrancas, «Fiscal de Minas» de casi todos los yacimientos que se van descubriendo en la región. Aquí es la máxima autoridad, y el único que puede dar concesiones para «jurungar» en busca de piedrecitas… ¿Podemos empezar?

— Cuando gustes, «Musiú». Ya conoces mis reglas. Treinta metros cuadrados por cabeza. Luego te preparo las «libretas» y cuando hayas elegido tu concesión me la indicas para registrarla. Nada de alcohol, nada de prostitución, nada de peleas, y el cinco por ciento de lo que se encuentre, para mi. Quien escamotea mi parte o trata de robar al vecino no vuelve a conseguir una «libreta» jamás, y el que mata acaba en el fondo del río con una bala en la cabeza.

— ¡De acuerdo! — afirmó el húngaro —. Contigo no hay problemas hasta que llegue «La Peste»… ¿Cómo estamos de «bastimento»?

— Cada cinco días viene el avión y le deja caer algo a Aristófanes, pero no alcanza para todos y ya conoces los precios de ese griego de mierda. Es el único que se hace rico en la mina.

— ¿Cuándo habrá «pista»?

— Aún quiero aguantarla, pero la caza se aleja y no se agarra ni puta «mapanare» que llevarse a la boca.

— ¿Hay «guiña»?

— Se están sacando algunas piedras de casi cinco quilates cuando se llega a los siete metros, que es donde estaba el fondo del antiguo cauce del río.

— ¿Cuánto se ha conseguido hasta ahora?

— Unos ochocientos mil «bolos». La mejor parte se la llevan los «rionegrinos» de el Bachaco que están aguas abajo.

— No me gustan los «rionegrinos», y menos el Bachaco. Me quedaré por aquí, con los criollitos.

— ¡Suerte!

— ¡Suerte!

Se alejaron hacia el extremo de las rudimentarias edificaciones, pero el hombrecillo de las grandes gafas se quedó observando fijamente a Yáiza, y por último llamó en voz alta:

— ¡«Musiú»…! — dijo, y cuando el otro estuvo de nuevo cerca bajó la voz y añadió —: Esa caraja es demasiado bonita. — Hizo un gesto como indicando a la totalidad de los mineros al otro lado del río —. La gente es de fiar y de momento la controlo, pero una nalga así puede desbaratar al personal y buscarme problemas. Que monten su «conuco» aquí, a espaldas de mi tienda, y así podré cuidar de que no la molesten.

— ¡Gracias, Cara-e-locha!

— No me las des. Sólo miro por mis intereses y cuando se organiza un «zaperoco» por culpa de una cuca todo se escoña. Hay tipos que llevan meses sin ver una mujer y eso no es bueno. — Señaló a Sebastián y Asdrúbal —. ¿Formarás equipo con ellos?

— Eso creo.

— A ti siempre te gustó trabajar solo. — Algún día había que cambiar. — Será que te haces viejo. — Será.

— O que te ha dado por formar familia. — ¿Quién sabe?

— ¡Ah, viejo camaleón descastado! — rió el otro —. ¡Quién me iba a decir que te iba a ver tratando de sentar la cabeza…! Ya estás «pútrido» para andarle rasgueando el «cuatro» a una dama.

— Lo mío es el violín, hermano… — rió Zoltan —. Recuerda que soy húngaro.

— ¡Húngaros o criollos son todos como gallina clueca: en cuanto se les calientan los huevos comienzan a esponjarse y cacarear…! — Hizo un gesto con la mano indicando que podía continuar su camino —. Lo dicho: a cuidarse y suerte con las «piedras».

— ¡Nos vemos!

— ¡Nos vemos!

Tres horas después volvían los cinco a registrar la propiedad común que habían delimitado con estacas, y comenzaron a trabajar de inmediato en la construcción de una tosca choza porque caía la tarde, amenazaba lluvia y no era cuestión de pasar la primera noche en la mina a la intemperie.

Estaban concluyendo de colocar la lona que serviría de improvisada techumbre, cuando empezó a caer agua y resultó evidente que no se trataba de un chaparrón pasajero, pese a lo cual los mineros continuaban afanados en la búsqueda, y tan sólo cuando resultó imposible distinguir las «piedras» del cascajo decidieron regresar, agotados y silenciosos, para desaparecer en sus precarios refugios y dejarse caer sobre los «chinchorros» a la espera de que la nueva claridad del día les permitiera reanudar su sueño de hacerse ricos de repente.

El estrépito de la lluvia al golpear contra las hojas de los árboles o los techos de lona y palma fue cuanto pudo percibirse a partir del momento en que las tinieblas se apoderaron de la selva, hasta el punto de que resultaba difícil aceptar que a lo largo de aquella orilla del río se amontonaban centenares de bulliciosos seres humanos que minutos antes habían estado trabajando hasta matarse.

— Esperaba otra cosa — musitó Asdrúbal al final de una parca cena en la que tuvieron que apiñarse en el centro del chamizo para evitar que el agua les salpicara —. Esperaba escándalo, risas y entusiasmo y esto es como un cementerio.

— Aún es pronto — sentenció Zoltan Karrás —. Aún ignoran si el yacimiento es o no verdaderamente rentable. Trabajan mucho y bajo tensión, y cuando llega esta hora el dolor de espalda y el cansancio no dejan fuerzas ni para abrir la boca. Es como cuando un jugador trata de averiguar si las cartas están a su favor o en contra, porque una buena «bulla» marca la diferencia entre conseguir una pequeña fortuna o pasarse años vagando por ríos, selvas y sabanas a la búsqueda de otro hipotético ya cimiento. Los mineros son como ojeadores de caza que acorralan a una presa, que es la mina; luego, entre todos, tienen que rematarla.

— ¿Y no sería mejor que el que encontrase un yacimiento guardara el secreto y lo explotara solo?

— Aquí, en «Los Territorios de Libre Aprovechamiento», nadie tiene derecho de exclusividad y resulta casi imposible guardar el secreto, como si los diamantes, cuando deciden aparecer, lo hicieran gritándolo a los cuatro vientos. Es lo que se llama «La Música», y todo el mundo la escucha a cientos de kilómetros a la redonda aunque nadie lleva la noticia.

— ¡Eso es absurdo! — intervino Aurelia, que se mostraba siempre escéptica —. ¿Cómo pueden enterarse si nadie lo dice?

— ¡Cosas de La Guayana, señora! Cosas de La Guayana, y hasta que no aprenda a aceptar que ocurren, no entenderá nada de lo que pasa aquí. Cuando suena «La Música», suena para todos, y cuando se hace el silencio y los diamantes deciden hundirse hasta lo más profundo de la tierra, llega el hambre también para todos. — La miró con extraña fijeza —. ¿Usted sabe lo que es el destello de un diamante?

— El reflejo de la luz.

— No — negó el húngaro convencido —. Ese destello es el grito que lanza cuando la luz le hiere el corazón, porque los diamantes nacieron para vivir entre tinieblas.

-¡Ya!

La exclamación había sonado profundamente despectiva y «Misiú» Zoltan Karrás no pudo por menos que dejar escapar una corta carcajada divertida.

— ¡Vaina de mujer incrédula! — comentó —. ¿Quién diría que trajo al mundo una criatura en la que se han concentrado todos los portentos? — Luego, súbitamente, su expresión cambió como si se transformara, señaló a Yáiza con un dedo, y hasta su voz parecía otra cuando sentenció-: «Ella» es de los pocos seres humanos capaces de escuchar «La Música» cuando nadie más la oye, y una de esas criaturas ante cuya presencia los diamantes deciden ascender desde lo más profundo, porque por sus venas corre sangre de «Camajay-Miñaré», y «Camajay-Minaré» es la dueña de estas selvas, estos ríos y estos diamantes.

— ¿Se ha vuelto loco?

Todos le miraban, entre sorprendidos, acusadores y ofendidos, y el húngaro sostuvo esa mirada sin lograr adivinar a qué se debía hasta que al fin, y como si no tuviera control sobre sí mismo o sus acciones, se puso en pie con brusquedad.

— Tienen razón — masculló roncamente —. Debo haberme vuelto loco.

Dio media vuelta, salió a la lluvia que continuaba cayendo con rabia, y casi al instante esa lluvia y las tinieblas se lo tragaron por completo.

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