Le compraron una ancha y cómoda curiara a un libanés que habla tenido escaso éxito en la «busca» y que aceptó la choza de los Perdomo como parta del pago, y tras despedirse de Salustiano Barrancas abandonaron Turpial muy de mañana, río abajo, aunque ninguno de los cinco sabía, a ciencia cierta, hacia dónde se dirigían.

Balanceándose en su «chinchorro» a la sombra del porche de su barracón, el más cómodo sin duda del campamento, Bachaco Van-Jan los vio pasar sin apartar sus inquietantes ojos de Yáiza, que no se sintió tranquila hasta que las ramas de los árboles que caían sobre el agua lo ocultaron y le asaltó de improviso la impresión de que se encontraban de nuevo solos en la inmensidad de la espesura.

A popa Zoltan Karrás manejaba el canalete que hacia las veces de timón y aunque la anchura y mansedumbre del Curutú en aquel tramo de su cauce no indicaba que pudiera acecharles peligro alguno, se le advertía más inquieto que de costumbre, y de tanto en tanto, cuando los demás no le miraban, se volvía a lanzar una furtiva ojeada a sus espaldas.


Luego, a media tarde, y tras más de una hora de permanecer silencioso y taciturno, pareció tomar una brusca determinación ya que inesperadamente viró a estribor y enfiló la proa de la embarcación hacia un diminuto caño cubierto de vegetación que penetraba por la margen derecha.

— ¿Qué ocurre? — se sorprendió de inmediato Sebastián —. ¿Adonde vamos?

— A ninguna parte — replicó el húngaro muy serio —. Pero como no tenemos prisa prefiero detenerme un rato y ver Jo que pasa.

— ¿Le preocupa algo?

— Todo el que tenga tratos con ese mulato zanahoria y no desconfíe se está jugando el cuello.

— ¡Pero ya no puede quitarnos el dinero! — le recordó Aurelia —. Sólo usted puede cobrarlo.

— No es el dinero lo que me inquieta, señora — fue la respuesta —. 0 yo no lo conozco, o el Bachaco anda buscando algo más que un yacimiento en el fondo del Curutú. Sueña con convertirse en el Rey del Orinoco, y para eso necesita muchísimos diamantes.

— ¡Pues si espera conseguirlos de nosotros, va arreglado! — exclamó Asdrúbal —. ¿O es que le contó algo del indio?

— Yo no le conté nada, pero no olvides que es hijo de negra trinitaria y esa gente tiene un olfato especial para cierto tipo de cosas. Está convencido de que Yáiza escucha «La Música».

-¿Y…?

— ¿Y…? — repitió el húngaro —. ¿Qué harías si imaginaras que existe alguien capaz de localizar yacimientos de diamantes? Te gustaría ver qué es lo que hace y hacia dónde se dirige, ¿no es cierto? Tal vez supone que si pudo quitarnos tan fácilmente la «bomba» de Turpial, también pueda quitarnos cualquier otra… — Recostó la nuca en la popa de la embarcación y se inclinó el sombrero sobre la frente —. Voy a echar un sueñecito — dijo —. Intenta pescar algo para la cena y mantén los ojos bien abiertos.

Pero no durmió pese a que aparentara hacerlo, y al cabo de un rato alzó de improviso la mano, pidió que guardaran silencio, y aplicando el oído al fondo de la curiara, permaneció unos instantes escuchando, y musitó quedamente: —; Ahí están!

— ¿Cómo lo sabe? — inquirió Sebastián en el mismo tono —. No se ve a nadie.

— El agua transmite los sonidos y el casco sirve de caja de resonancia. Cuando navegas resulta muy útil para saber si te aproximas a un raudal, y cuando estás quieto, para averiguar si viene alguien por al río. — Se llevó el dedo a los labios —. ¡Ni una palabra! — ordenó.

Inmóviles como estatuas aguardaron hasta que venciendo el chillido de las loras y los monos les llegaron apagadas voces humanas, y a través del follaje que cubría la entrada del diminuto canal pudieron observar cómo una piragua de más de diez metros de eslora descendía empujada por la corriente aunque un pequeño techo de hojas de palma que caía hasta las bordas, y ocupaba casi toda su parte Central, impedía averiguar el número exacto de sus ocupantes.

— «Rionegrinos» — masculló Zoltan Karrás cuando la enorme curiara se perdió de vista aguas abajo y no existía ya peligro de que pudieran oírle —. El «proero» es un «arekuna» renegado y el timonel un pastueño colombiano que tendría cien muertes sobre su conciencia si por casualidad le hubieran dado conciencia. — Buscó su cachimba y la encendió con especial cuidado para evitar que comprendieran que se sentía inquieto —. No me gusta nada — admitió—. ¡No me gusta un carrizo…!

— Ya se han ido.

— ¿Y crees que basta? En cuanto lleguen a la «maloka» que se alza en la unión con el Paragua y averigüen que no hemos pasado por allí, serán ellos los que nos esperen. Y te juro que no resulta divertido andar jugando al gato y al ratón con «rionegrinos». — Hizo un amplio ademán que pretendía abarcar toda la espesura a su alrededor, y añadió con voz ronca —: Ésta es una tierra salvaje, que no admite mas ley que la de cada cual. — Chasqueó la lengua —. ¿Crees que me agrada saber que en cualquier recodo del río pueden estar acechando unos carniceros entre los que hay «rajadores» de los que le abren a un minero las tripas para quitarle sus «piedras»…? ¡Pues no! No me agrada en absoluto.

— ¿Y qué podemos hacer? — quiso saber Sebastian.

— Esa es «La pregunta de las sesenta y cuatro mil lochas», carajito — replicó el húngaro —. De momento sé lo que no podemos hacer: seguir río abajo, pero no tengo ni idea de lo que debemos hacer.

— ¿Regresar? — aventuró tímidamente Aurelia.

— ¿Adonde? ¿A Turpial donde hoy en día hay más «rionegrinos» que en el propio San Carlos? — Negó con la cabeza —. No me parece una idea muy acertada.

— Había un río a la derecha.

— Sí. Ya lo sé — respondió el húngaro ante la indicación de Yáiza —. El afluente que dejamos hace un par de horas, pero no tengo idea de cuál puede ser, ni de dónde viene.

— ¿Qué hay por esa parte?

— El Alto Paragua, y más allá la Sierra Pacaraima y la frontera brasileña. Tierras que ningún «racional» ha pisado nunca, y en la que sólo viven tribus hostiles.

— ¿«Guaicas»?

— Es posible que sean «guaicas» aunque también suelen habitar más al Sudoeste, en las cabeceras del Ocamo y el Orinoco… — Hizo una corta pausa —. ¿Sabes lo que significa «guaica»?: «Los que matan.» — Agitó la cabeza pesimista —. Odio la idea de elegir entre un «guaica» y un «rionegrino». Es como si me dieran a escoger entre sacarme un ojo o arrancarme la lengua.

— Xanán es «guatea» — puntualizó Yáiza.

— Pero está muerto, y como diría un gringo, el único «guaica» bueno es el «guaica» muerto… Lanzó un resoplido que mostraba a las claras su desconcierto —. No quiero que me interpreten mal — continuó —. No tengo nada contra los indios y a menudo paso largas temporadas con ellos, pero suelen ser pemones, arekunas o kamarakotos; gente pacífica con la que da gusto convivir. Incluso me caen bien los maquirítare y los yekuaná, pero los «guaicas» no. Son primitivos, crueles y terriblemente celosos de su independencia. Odian a los «racionales», y sé de muchos mineros que se adentraron en su territorio y jamás regresaron. Hoy día, en pleno mil novecientos cincuenta, la suya continúa siendo una de las regiones más inexploradas del planeta y ni siquiera se sabe qué es lo que puede haber en ella con exactitud.

— Diamantes.

— ¿Estás segura?

— Lo estoy — replicó Yáiza —. La mina de McCraken se encuentra en la cima de un tepuy, pero no al Este, sino al oeste del Caroní. Ése es el error que comete Jimmy Angel al buscarla, porque fue el error que cometió McCraken al decírselo. No tuvo en cuenta que el Caroní se divide en dos brazos: el del Oeste es el Paragua, y el del Este es el auténtico Caroní. El los confundía y por lo tanto la mina tiene que estar entre ambos ríos.

— ¿Cómo lo sabes?

— Lo soñé.

— ¡Vete al infierno!

— De acuerdo: me voy al infierno. Pero lo soñé sin saber que esos dos ríos se convertían en uno solo, y cuando lo consulté en sus mapas resultó que era así. — Se diría que su tono de voz se había hecho particularmente agresivo y parecía muy segura de lo que decía —. Yo no tengo interés en esa mina — continuó —. Por mí puede quedarse donde está, pero sé que se encuentra al oeste del Caroni. y que allí nadie la ha buscado.

El húngaro no dijo nada, saltó a tierra y se perdió de vista entre la maleza porque necesitaba meditar sobre una situación que sobrepasaba su capacidad de raciocinio. Una vez más, aquella muchachita endemoniada hacía que el cerebro estuviera a punto de estallarle, porque, pese a que era un hombre que había pasado por infinitas vicisitudes a lo largo e su ajetreada vida, todas ellas, incluso las más estúpidas, se encontraban siempre regidas por algún tipo de lógica. Pero ahora no; ahora, desde el malhalado día en que tropezó con aquella desconcertante familia, todo parecía estar gobernado por el más inconcebible de los absurdos.

Resultaba totalmente ilógico, y sin embargo evidente, que Yáiza, sin haber estado nunca anteriormente en La Guayana e ignorándolo todo sobre su historia, sus costumbres y geografía, había sido tal vez capaz de resolver el viejo enigma de la mina perdida, a través de un simple planteamiento en el que nadie parecía haber reparado con anterioridad.

Cuando el escocés y el irlandés Al Willians descubrieron su portentoso yacimiento a comienzos del siglo, la mayoría de los viajeros y geógrafos tanto venezolanos como extranjeros solían confundir el alto Paragua con el auténtico Caroní que corría a unos cien Kilómetros de distancia, a su derecha. Más adelante ambos ríos se unían para hacer el último trecho del camino y eso fue, sin duda, lo que dio origen a un error que años más tarde diversas expediciones oficiales aclararon, aunque entraba dentro de lo posible que McCraken, que por aquel entonces vivía va en los Estados Unidos, no llegara a enterarse.

Jimmy Ángel había estado por tanto buscando la mina al este del Caroní, cuando en realidad tendría que haberla buscado al este del Paragua. que era al propio tiempo el oeste del Caroní. Es decir: entre los dos ríos.

Era una mierda, sí, que tanta gente hubiera muerto o hubiera pasado infinitas calamidades buscando algo donde no podía estar, para que de pronto llegara una chiquilla de una isla lejana en la que no había un solo árbol ni un solo diamante, y les hiciera caer en la cuenta de la manera más simple de que habían estado haciendo el idiota.

Recordó su penosa ascensión al Auyán-Tepuy; los las que permaneció colgado de una pared de roca que caía a pico en un abismo de más de mil metros; el espantoso vértigo que padeció y lo que sufrió hasta conseguir llegar a la cima, y experimentó unos incontenibles deseos de abofetearse a causa de su in-concebible estupidez.

¿Con qué autoridad moral intentaría imponer en adelante sus criterios de «experto» en la selva, los ríos, o las minas, cuando aquella muchachita de aire ausente le había demostrado días atrás que los diamantes no estaban donde él los buscaba, sino en el fondo del Curutú, y ahora le demostraba igualmente que «La Madre de los Diamantes» no se encontraba tampoco donde todos imaginaban? Regresó sobre sus pasos, cabizbajo v pensativo, y se quedó observando a Yáiza que escribía algo en un misterioso cuaderno de tapas azules que siempre llevaba consigo, mientras su madre y sus hermanos preparaban la cena.

— No me hago responsable — advirtió seriamente—. Desde este mismo momento, hagamos lo que hadamos y ocurra lo que ocurra, dejo de sentirme responsable. — Buscó su pipa y la encendió con ansia—. ¡Renuncio! — concluyó en tono inapelable.

Los cuatro le miraron y ninguno hizo el menor esto que indicara que tuvieran la menor intención de protestar por semejante decisión, pero mientras le tendía un pedazo de pescado asado, Aurelia inquirió: — ¿Le preocupa el viaje? — Mucho.

— Por los «guaicas».

— Naturalmente.

— ¿Tanto les teme?

— Más que nada en este mundo.

— ¿Por qué no se queda entonces? Le ayudaremos a construir una balsa y podrá continuar hasta el Paragua. Los «rionegrinos». no le buscan a usted. Buscan a Yáiza.

El se limitó a mirarla y había tan marcada intención en sus traslúcidos ojos, que Aurelia no se atrevió a insistir y optó por disimular su desconcierto encogiéndose de hombros y ofreciéndole un pedazo de pescado a su hija.

Casi una hora más tarde, y cuando ya un sol rojo que teñía de sangre las dispersas nubes que jugaban a perseguirse por el cielo había desaparecido más allá de las copas de las altas «juvias» de la orilla opuesta, embarcaron de nuevo y tras cerciorarse de que no se divisaba ser humano alguno a todo lo largo de aquel tramo del Curutú, abandonaron su escondite y comenzaron a bogar firmemente aguas arriba.

La luna estaba muy alta cuando vislumbraron la entrada del afluente de unos diez metros de anchura, de mansa corriente y márgenes flanqueadas de altas palmeras moriche, y no se hablan adentrado más de trescientos metros en su cauce, cuando de improviso una luz resplandeciente surcó el cielo dejando a su paso una brillante estela que a Yáiza le recordó las estrellas de cartón que su abuelo colgaba sobre el portal del Nacimiento.

— ¿Qué ha sido eso? — inquirió alarmada Aurelia volviéndose a Zoltan Karrás.

— Un meteorito — replicó éste lanzando un bufido que podía significar muchas cosas —. Por aquí caen a menudo, pero jamás vi ninguno tan puñeteramente inoportuno…

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