Aparecía tumbado en un primitivo «chinchorro» de bejucos, muy rígido, con las manos cruzadas sobre el pecho, los ojos en blanco y todo el cuerpo, de los pies al cabello, pintarrajeado de redondas manchas oscuras, lo que le conferían el aspecto de un jaguar, que representaba, a su modo de ver, el símbolo del poder y la muerte.

Se encontraba desnudo, exceptuando una delgada liana amarrada al pene y que le rodeaba la cintura, y era tan imperceptible su respiración, que resultaba difícil adivinar si permanecía en trance o era un cadáver.

A su alrededor, y más allá de los cuatro palos cubiertos de plumones de gavilán que delimitaban el «espacio mágico» que los no iniciados jamás debían violar, hombres, mujeres y niños se acuclillaban con los pies firmemente asentados en tierra, casi tan inmóviles como él mismo y sin apartar ni un solo instante los ojos de su boca, como si confiaran en que de un momento a otro Omaoa fuera a hablarles a través de su amado siervo Etuko, hechicero y guía de la familia de los «shorinoterí», la más poderosa de las tribus «yanoami» al norte de la Sierra Pacaraima.

Toda la noche y gran parte del día llevaban así, porque antes de tumbarse en la hamaca el brujo había advertido de qué cosas portentosas estaban a punto de ocurrir y debían encontrarse preparados, en cuerpo y alma, para asistir a los maravillosos prodigios que se avecinaban.

Las mujeres embarazadas y aquellas que se hallaban menstruando se habían alejado del «shabono» llevándose a los niños más pequeños, y la mayoría de los fogones familiares se encontraban a punto de consumirse porque nadie se ocupaba de alimentarlos temiendo distraer a los espíritus de todos aquellos miembros de la tribu que, incluso muertos, acudían a presenciar los milagros que el «piache» había prometido.

A media tarde, cuando el sol comenzaba a sacar reflejos dorados de las paredes del gran tepuy que desde lejos dominaba el poblado, se escuchó una voz confusa que pareció surgir de lo más profundo del pecho del hechicero, pero que ninguno de los presentes reconoció como suya, sino como la de Xanán, el único guerrero de los que habían partido en busca de «Camajay-Minaré» y que todavía no había regresado.

Era en efecto su voz, pero ni aun sus más cercanos parientes fueron capaces de comprender lo que decía, puesto que no era en «lengua» en lo que hablaba, sino que empleaba ininteligibles palabras que más parecían propias del idioma de los «racionales».

Continuaron sin embargo inmóviles, como hipnotizados por la magia de aquel hecho insólito que superaba cuanto de sobrenatural había realizado Etuko hasta el presente, y tanta era su concentración en la yacente figura de la que nacía cada vez más nítidamente la voz de Xanán, que no repararon en la presencia de los tres hombres v las dos mujeres que habían penetrado en su poblado, hasta que se hubieron detenido, perplejos y un tanto incómodos, en el centro mismo del «shabono».

Se volvieron entonces a mirarles, uno por uno y en silencio, y durante un tiempo que a todos se les antojó infinito, salvajes y «racionales» se observaron, tan asustados quizá los unos como los otros y tan incapaces de entender lo que ocurría, porque los recién llegados no encontraban explicación a la sorprendente ceremonia que habían interrumpido, y los indígenas no concebían cómo era posible que alguien hubiese conseguido penetrar hasta el corazón mismo de su hogar sin que ni siquiera los perros denunciaran su presencia.

Pero al fin los ojos de todos los «yanoami», hombres, mujeres y niños, coincidieron sobre la figura de Yáiza, y un levísimo murmullo corrió de boca en boca al tiempo que el brujo pintado de jaguar se ponía en pie muy lentamente como si le costara un gran esfuerzo abandonar el trance en que se hallaba sumergido, y tomando el más largo de los palos emplumados que delimitaban su «espacio mágico», avanzó ceremonioso y fue a clavarlo ante la muchacha, al tiempo que exclamaba:

— ¡Shori «Camajay-Minaré»! ¡Shori «Camajay-Minaré»!

— ¡Shori «Camajay-Minaré»! — repitieron a coro el resto de los indígenas y poniéndose en pie se fueron aproximando, aunque se mantuvieron formando un prudente semicírculo a poco más de tres metros del grupo de extranjeros.

— ¿Qué significa? — quiso saber Aurelia, volviéndose a Zoltan Ranas —. ¿Entiende algo?

— Nada — fue la respuesta —. Pero está claro que turnan a su hija por «Camajay-Minaré».

— ¿Y qué va a ocurrir ahora?

— No tengo ni idea. Lo mismo les puede dar por adorarnos que por convertirnos en hamburguesa.

Pero no ocurrió ni una cosa ni otra, puesto que Etuko se limitó a hacer un gesto con la mano mostrando el camino, el grupo de curiosos abrió apresuradamente un pasillo y, por una especie de portezuela lateral que daba a una explanada junto a la que nacía un extenso y bien cuidado platanal, les condujo a una amplia «maloka» circular en la que abundaban toda clase de flores, frutas y verduras.

— ¡Teka «Camajay-Minaré»! — repitió el hechicero, una y otra vez inclinándose como un ceremonioso posadero —. ¡Teka «Camajay-Minaré»!

— Teka quiere decir «casa» — señaló el húngaro —. Eso lo entiendo porque es una palabra que utilizan los «guaharibos». Al parecer nos está diciendo que ésta va a ser nuestra casa. O mejor dicho, «tu» casa, porque resulta evidente que aquí los demás somos comparsas.

Yáiza no respondió, se limitó a sonreír levemente al indígena agradeciéndole su hospitalidad, y tan sólo cuando hubo desaparecido regresando con paso rápido junto a los suyos, se volvió al húngaro y comentó:

— Nosotros jamás tenemos nada que no pertenezca al resto de la familia. Y ahora usted es parte de la familia. — Señaló con un ademán las hermosas flores y las apetitosas frutas —. Se diría que nos estaban esperando. ¿No es cierto?

— Sí — admitió Sebastián, al que se le advertía más nervioso que de costumbre —. Nos estaban esperando, pero, ¿qué hacía ese hombre tumbado en el «chinchorro», pintado de esa forma, y hablando de esa manera tan extraña?

— Quien hablaba no era él — replicó Yáiza tomando asiento en una especie de banco de bambú que corría a todo lo largo de la pared. Era Xanán. Reconocí su voz.

— ¿El muerto? — Ante su mudo gesto de asentimiento, su hermano añadió —: ¿Crees de veras que ese hombrecillo pintarrajeado puede ponerse en comunicación con los espíritus?

— Sí. Creo que sí.


— ¿Igual que tú?

— Supongo que no, porque él los busca, y a los muertos, cuando mas los buscas, menos los encuentras. Pero tengo La impresión de que puede ayudarme.

— ¿A cambio de qué?

Yaiza Le observo con una cierta severidad:

— Siempre preguntas lo mismo. Pero pida lo que pida se Lo daré. ¡Óyeme bien! Pida lo que pida, y Lo único que te suplico es que no trates de intervenir.

— Exiges demasiado.

— Es posible, pero si durante dieciocho años no he exigido nada, creo que ahora tengo derecho a que me permitáis llegar hasta el fin… — Hizo una corta pausa y su tono de voz cambió, suavizándose —. Tal vez muy pronto deje de causar problemas.

— El peor problema seria que te ocurriera algo, y lo sabes — le hizo notar su madre —. Y debo admitir que por primera vez en La vida, aborrezco tu actitud. Se diría que te molestamos.

Yáiza extendió las manos tomando las de su madre y atrayéndola para que se sentara a su lado y podría pensarse que era ella la mayor y le hablaba a Aurelia como si se tratara de una niña.

— Me duele que hayas sacado esa impresión — dijo —. Pero lo único que pretendo es que si algo me ocurre no tengáis por qué sentiros culpables… — Alzo sus ojos hacia sus hermanos, y habla una muda súplica en su mirada —. Necesito sentirme libre para tomar mis decisiones. — Hizo una corta pausa, meditó unos instantes lo que iba a decir, y por último añadió —: En El mundo perdido, aquel libro que tanto me gustaba de pequeña, habla un dibujo de un tepuy en cuya cima vivía una especie de bestia prehistórica. Recuerdo que siempre soñaba con ella, y aunque me despertara aterrorizada, al día siguiente volvía a mirarla porque estaba convencida de que ésa era la única forma que tenía de dejar de temerla. Y al fin descubrí algo muy importante: lo que en verdad me daba miedo no era aquel monstruo, sino la montaña en que vivía.

— Quisiera poder entenderte… — susurró apenas Aurelia —. ¿Qué pretendes decir?

— No lo tengo muy claro — admitió Yáiza —. Pero estoy comenzando a descubrir que lo que en verdad me ha asustado estos años no han sido los muertos que venían a verme, sino el lugar en que habitan.

— ¿Tu propia mente? — insinuó el húngaro.

— Tal vez — admitió Yáiza —. Conan Doyle sostenía que en la cima de los tepuys podían subsistir los monstruos porque se habían mantenido aislados del resto del mundo durante millones de años. A mí, de niña, me gustaba «ser distinta», y por ello me apartaba de los demás. Creo que ha llegado el momento de cambiar.

— ¿Y crees que ese salvaje pintarrajeado te va a ayudar? — inquirió Sebastián escéptico —. Lo único que conseguirá es confundirte, pero hemos llegado demasiado lejos, y resultarla estúpido no dar el último paso. Puedes estar segura de que no intervendré en lo que hagas por mucho que me duela.

Yáiza se volvió a su hermano Asdrúbal.

— ¿Y tú?

— Descuida.

— Gracias. — Besó las manos de su madre —. A ti no necesito pedírtelo; sé que lo harás… — Cerró un instante los ojos con gesto de fatiga —. Y ahora me gustaría descansar — dijo —. Ha sido un día muy pesado.

Cinco minutos después dormía, pero no porque se sintiera en verdad fatigada, sino porque tenía una urgente necesidad de conciliar el sueño para conseguir que Xanán viniera a visitarla y le aclarase las múltiples dudas que en los últimos días le asaltaban.

— Ya estoy aquí — le dijo en cuanto lo vio surgir de las tinieblas y acomodarse aferrado a su arco, junto al fuego —. Ya he llegado a donde tu brujo quería, pero no creo que sea capaz de explicarme qué es lo que pretende de mí. ¿Lo sabes tú?

El indio asintió con un imperceptible gesto de cabeza:

— Ahora lo sé — admitió. — ¿Puedes decírmelo? — Aún no. — ¿Por qué?

— Porque antes tienes que conocer a mi pueblo, y mi pueblo tiene que conocerte a ti. — ¿Qué necesitan saber de mí? — Que en verdad eres como imaginaban, sus ruegos fueron escuchados, y no se trata de una nueva fantasía de Etuko. — Hizo una corta pausa —. Creo que tienen derecho a sentirse seguros. — ¿Y tú qué opinas?

— Los muertos no tenemos derecho a opinar. Vivir y opinar son una misma cosa. Yo, desde que estoy muerto, sé lo que es verdad y lo que es mentira, y por lo tanto no puedo opinar.

Yáiza pareció un tanto perpleja por semejante razonamiento, y no pudo por menos de hacérselo notar:

— Nunca creí que un «yanoami» pudiera hacer algo así — admitió.

— De este lado ya no existe «yanoamis» o «racionales; sólo muertos.

Le contempló con profunda lástima.

— Empiezas a estar cansado de todo esto, ¿no es cierto?

— Tanto como tú. Vivos o muertos necesitamos saber donde nos encontramos, y ni tú ni yo lo sabemos, Yáiza no respondió, cerró los ojos y por primera vez en el transcurso de la noche, pudo disfrutar del sueño y permitir que su cuerpo se relajara, pero esta vez, Xanán no se perdió de nuevo entre las sombras, sino que continuó en el mismo lugar, aferrado a su arco y con los ojos fijos en el fuego, velándola, mientras comenzaba a canturrear de nuevo su monótona oración:

Omaoa era su nombre,

y nada había a su alrededor.

Le respondió su propia voz

cuando llamo a las oscuras sombras,

y la inmensa soledad le llenó el corazón de tristeza.

Se interrumpió unos instantes, observó con extraña fijeza a la muchacha que dormía, y repitió la última estrofa:

Le respondió su propia voz

cuando llamó a las oscuras sombras,

y la inmensa soledad le llenó el corazón de tristeza.

Bachaco Van-Jan sabía que cuando los „guaharibos“ o los „guaicas“ decidían construir un puente, aunque se tratase de un „puente“ tan estrambótico y endeble, se debía al hecho indiscutible de que en más de media jornada, aguas arriba o aguas abajo, no existía lugar alguno por el que resultara factible vadear el río.

Resultaba evidente, también, que el „coronel“ Sven Goetz parecía muy capaz de mantenerse oculto en la espesura de la margen opuesta para cazarlo como a un mono trepado en una rama en cuanto pretendiera atravesar nuevamente lo que el mestizo Mapurite había calificado acertadamente de „trapecio“, y decidió por tanto que lo mejor que podía hacer era volver sobre sus pasos, dar un rodeo y buscar, cauce abajo, aguas más tranquilas.

Perdió casi todo un día en encontrarlas y en fabricar una especie de frágil almadía que le permitiera vadear la corriente llevando consigo sus armas y provisiones, y aunque al cruzar pasó momentos angustiosos imaginando que el alemán, los „guaicas“, o incluso los caimanes, podían atacarle cuando más indefenso se encontraba, su mayor dificultad estribó en conseguir asirse a la rama de un samán y alzarse luego a pulso hasta la orilla poniendo a salvo sus escasas pertenencias.

Durmió allí mismo, acurrucado y silencioso, y con la primera claridad del día inició una rápida marcha a través de la selva más despejada y menos calurosa que habla conocido a lo largo de toda una vida en La Guayana, eufórico y sin que le inquietaran ya el alemán, los salvajes ni las bestias, e incluso le alegraba que sus hombres hubieran decidido abandonarle porque desde la noche anterior le invadía la sensación de que „La Madre de los Diamantes“ le aguardaba únicamente a él y era un yacimiento que no debía ser compartido con una banda de zarrapastrosos ignorantes, que tan sólo sabían convertir las piedras» en ron y putas.

El, Hans Van-Jan, entraría a formar parte de la leyenda de La Guayana, al igual que el escocés McCraken o el mismo Jimmy Ángel, y se le recordaría como al primer hombre que en solitario supo enfrentarse a todos los peligros y adversidades para reencontrar la mítica mina perdida en la cima de un tepuy, para regresar a San Carlos tan inmensamente rico que ya nadie se atrevería nunca a llamarle «negro de mierda».

Aceleró el paso, como si sus pies tuvieran alas, y no sentía calor, fatiga, ni aun tan siquiera el peso del rifle o la mochila, y la única vez que se detuvo fue para mordisquear unos pedazos de cazabe y carne seca, aprovechando el tiempo para releer una vez más el manoseado cuaderno de notas que guardaba en el bolsillo de la camisa, y en el que su padre le había dejado su «testamento» escrito en flamenco con su personalisima letra alta y picuda:

«Sí alguna vez consigo que un gran diamante lleve mi nombre 'El Van-Jan', tendré la certeza de que me habré convertido en inmortal, porque nada existe ni puede existir, ni más antiguo ni más eterno que un diamante, que permanecerá inmutable incluso más allá del día en que el Universo salte al fin hecho pedazos.»


El viejo tallador holandés no había visto cumplido su deseo de alcanzar aquella particular forma de inmortalidad, pero aún resultaba posible que después de tantos años su sueño se hiciera realidad, porque su hijo estaba convencido de que en la perdida mina encontraría una de aquellas «piedras» portentosas a las que se concedía el privilegio de ser bautizadas con el nombre de su descubridor, y él no cometería el error de Jaime Hudson. que consintió que la fabulosa gema que había encontrado y que en un principio se llamó «Barrabás» fuera rebautizada más tarde, por absurdos intereses políticos, con el nombre de «Libertador de Venezuela».

Bolívar tenía ya de por sí suficiente gloria sin necesidad de arrebatársela a un pobre minero que lo único que había conseguido en la vida era aquella hermosa «piedra», y si de algo podía estar seguro el mundo, era de que «El Van-Jan» llevarla ese nombre pasara lo que pasara incluso «más allá del día en que el Universo saltara al fin hecho pedazos».

La capacidad de perdurar en el tiempo y en la historia de los diamantes llegaba a ser tan asombrosa, que un tallador holandés, Lodewijch Van-Berehen. continuaba siendo recordado trescientos años después de su muerte tan sólo porque había sido el cortador de dos «piedras» famosas: «El Sancy». y el «Gran Duque de Toscana», y nadie sabría ya que Thomas Hope fue un riquísimo banquero de su tiempo, de no haber sido porque le dio nombre a «La Joya Maldita» que había traído la desgracia sobre las cabezas de todos sus propietarios.

Y ahora él, Hans Bachaco Van-Jan, mulato desarraigado que jamás quiso atravesar el ancho Orinoco para evitar las burlas de quienes despreciaban su mezcla de sangre, se encontraba a la vista del lugar en el que le aguardaban «piedras» que nada tenían que envidiar a aquellas que eran ya legendarias y por las que cientos de hombres habían robado y miles de mujeres se habían prostituido.

«Mañana seré rico», escribió bajo la última frase de su padre, y continuó su marcha, como el más alegre niño en vacaciones hasta que a media tarde le detuvo una mole de piedra negra que parecía nacer de las mismas raíces de los árboles y que se perdía en un cielo de blancas nubes algodonosas que jugaban a esconder su cima para que ningún extraño pudiera adivinar el hermoso secreto que allá arriba se ocultaba.

Se torció el cuello mirando hacia lo alto, y le angustió comprobar que la pared de la roca amenazaba con venírsele encima, lisa y pulida, lustrosa y brillante, limpia y patinada, porque los vientos y las lluvias de millones de años se habían entretenido en convertirla en la más gigantesca de las joyas.

Era como un cristal pulimentado a mano, o como la piel tersa y sedosa de su primera amante jamaiquina, y aunque se le antojó que ni siquiera un lagarto podía trepar más de diez metros por semejante superficie, recordó que cuarenta años antes dos hombres lo habían hecho y se aferró a la idea de que en tan corto espacio de tiempo ni el viento ni la lluvia podían haber destruido la ruta de McCraken.

Comenzó por tanto a rodearla muy despacio, con la mirada atenta a cada reborde y cada grieta, acariciando a veces la tibia y negra roca, palpando su fuerza y su textura, buscando percibir a través de la palma de su mano la vida que sin duda latía en el profundo corazón de aquella montaña que era ya para él como una hermosa mujer que se resistía a entregarse, y se movía a su alrededor mimándola y habiéndole, decidido a violarla en cuanto descubriera su punto débil. allí estaba, a más de veinte metros de altura; una estrecha cornisa casi invisible desde el suelo pero que parecía ceñirse firmemente a su cintura, ascendiendo en un ángulo de unos cuarenta grados, hasta perderse de vista hacia lo alto. una vez más se admiró del coraje y la astucia de aquellos dos locos prodigiosos, porque llegó a la conclusión de que no había más forma de alcanzar la parca repisa, trepar hasta la copa de un alto paraguatán cercano, para lanzarse, desde una de sus ramas, al vacío.

— ¡Le echaron bolas! — masculló francamente asombrado —. ¡Le echaron bolas y se ganaron a pulso sus diamantes, pero si tuvieron coraje suficiente para hacerlo, a mí me sobra!

Caía la noche y durmió recostado en el tronco del paraguatán como si temiera que aprovechando la oscuridad alguien pudiera arrebatarle aquella escalera que habría de conducirle a la gloria y la fortuna, y fue tan profundo y placentero su sueño, que ni siquiera prestó atención a los rugidos de un jaguar encelado, ni a las mil voces de una selva eternamente insomne.

El amanecer le sorprendió trepado al árbol, el primer rayo de sol le hirió en los ojos cuando se deslizaba con paciencia de iguana por una ancha rama que llevaba años pugnando por conseguir acariciar la lisa pared de roca, y los «diostedé» iniciaron su canto matutino en el instante en que tensó hasta el último músculo de su fibroso cuerpo y se lanzó al vacío.

Había dejado junto al paraguatán el rifle y la mochila y le colgaban del cuello las botas para que sus descalzos pies se adhiriesen mejor al suelo de la cornisa, pero aun así el impulso del asalto le obligó a rebotar contra la pared, y a punto estuvo de salir despedido y precipitarse de espaldas al vacío.


Tuvo los reflejos necesarios como para lanzarse al suelo aun a riesgo de partirse un brazo o una costilla. En el último instante descubrió una diminuta grieta en la que engarfió los dedos que estuvo a punto de arrancarse de cuajo, y permaneció luego muy quieto durante un tiempo infinito saboreando la sangre que le manaba de un ancho corte en la frente, venciendo el dolor de su brazo aplastado, y contemplando a menos de una cuarta de distancia sus dedos desollados.

Sonrió. Se había lanzado sobre «su montaña» y «su montaña» le había recibido.

Cuando al fin tomó asiento con las piernas colgando en el vacío se anudó el pañuelo en la frente para contener de algún modo la hemorragia, se palpó el brazo magullado, y se lamió insistentemente los dedos antes de colocar la palma de la mano sobre la negra roca y sentirla latir afirmándose en su primitiva idea de que aquella montaña respiraba.

Existen pocos momentos en la vida de un hombre en los que pueda sentirse por completo satisfecho de sí mismo, pero aquél fue sin lugar a dudas el gran momento en la vida de Hans Van-Jan; momento en el que incluso olvidó todas sus frustraciones de bachaco por el que ni siquiera sus padres experimentaron jamás un auténtico aprecio. Para el viejo holandés nunca fue en realidad más que un bastadito hijo de una putita trinitaria, y para su madre «un accidente» que siempre parecía estar echándole en cara el haberle traído al mundo, pero ahora, sentado allí, sobre aquella hermosa montaña cuyo corazón no podía ser otra cosa que el más gigantesco de los diamantes, al mulato no le importaron sus orígenes, ni los desprecios que siempre había recibido por su aspecto, ni el rechazo de cuantas mujeres pretendió que le amaran, ni aun la deserción de unos hombres que demostraron sentir por él tan poco afecto que a la primera dificultad le abandonaron.


Ahora A, ti Bachaco, podía equipararse al más poderoso de los reyes de la Tierra, porque tenía su negro culo aposentado sobre una fortuna que baria palidecer de envidia al mismísimo Gran Khan que reviviera, y estaba convencido de que aquella montaña te amaba con el mismo amor que él había sentido por ella desde el instante en que la vio.

Imaginó luego la cara de Jimmy Ángel cuando descubriera que le habla arrebatado limpiamente un tesoro que creta suyo, y cómo le obligaría a tragarse sus palabras de desprecio de aquel día en que le ofreció ser su socio y se negó.

— ¡Comerás mierda, «gringo»! — musitó sonriente —. Comerás mierda y te comerás el hígado el día que te permita ver mis «piedras».

Se puso luego tranquilamente en pie, e inició, sin prisas y sin miedo, la ascensión por la dura pendiente que hubiera preocupado a una cabra salvaje, y cien metros más arriba no pudo por menos que detenerse a contemplar maravillado el increíble espectáculo que le ofrecían unos rayos de sol muy bajo deslizándose apenas sobre las copas de millones de inmensos árboles que parecían jugar a ser todos los verdes y un solo verde al mismo tiempo.

Bandadas de garzas blancas viajaban hacia él Oeste, un puñado de ibis rojos adornaban, casi a sus pies las ramas de un flamboyán amarillo y un gavilán altanero trazaba anchos círculos a la altura de sus ojos.

Allá al fondo, por donde corría el cauce del río, la bruma desdibujaba los contornos, y hacia el Nordeste una estrecha columna de humo se diluía en el pálido cielo azul de la mañana, delatando el lugar exacto en que los «guaicas» habían establecido su poblado.

— Tal vez se estén desayunando al húngaro — comentó divertido —. Tal vez si estuvieran más cerca me llegaría el olor a chuletas de húngaro a la brasa.


Tuvo un corto recuerdo para la muchachita que le había mostrado el camino a su montaña, pero olvidó bien pronto todo cuanto no se refiriese a sí mismo y el maravilloso día que le había tocado vivir, y continuó la ascensión en busca de sus diamantes, procurando prestar toda su atención al sendero y no pensar en que el abismo se hacía a cada paso más profundo.

Y de improviso acabó todo.

Inexplicablemente, sin razón lógica alguna y en contra de lo que se le había antojado ya su manifiesto destino triunfador, la cornisa alcanzó una corta explanada de no más de tres metros cuadrados y murió tal como había nacido: de la nada, como si más que un sendero que la Naturaleza se hubiera encaprichado en grabarle a la montaña se tratase de la vieja cicatriz que hubiera dejado en su oscuro rostro una gigantesca cuchillada.

No podía creerlo. Se negaba a admitir que los dioses tuvieran el suficiente poder como para jugarle una pasada tan horrenda, y tuvo que tomar asiento en el repecho y permanecer largos minutos como alucinado para llegar al fin al convencimiento de que sus sueños se esfumaban tal como se esfumaba el humo del fuego de los «guaicas».

Roca y vacío; vacío y roca; nada más existía excluyendo el peligroso sendero de retorno y golpeó con el puño la negra pared resbaladiza, gritándole y llorándole como si pretendiera ablandar su pétreo corazón y abrirle un hueco por el que penetrar hasta las entrañas mismas de la mina.

Pero ni sus gritos ni sus llantos tuvieron más eco que el chillido de las aves y el escandaloso bullicio de los monos, y durante más de una hora Hans Van-Jan permaneció como un roto muñeco desmadejado sobre la diminuta explanada, recostada la espalda en el altísimo muro y con los vidriosos ojos perdidos en la distancia.

— ¡Tiene que existir otro camino! — musitó tras una larga meditación —. Estoy seguro de que ésta es la montaña y tiene que existir otro camino. Tal vez por la ladera sur, donde no sopla el viento y no está erosionada… — Se puso en pie cansinamente, como si en aquella hora hubiera envejecido de pronto veinte años —. Tiene que existir otro camino… — repitió machaconamente —. Y si McCraken lo encontró, también yo sabré encontrarlo. Se detuvo a estudiar el sendero que descendía, mucho más peligroso de lo que se le antojó a la subida, pues tenía ahora el abismo de cara, y en el momento en que se disponía a dar el primer paso, sintió un chasquido, una esquirla de roca saltó a medio metro de sus ojos, y al poco le llegó nítidamente a los oídos, una apagada detonación. — ¡Buenos días, señor Van-Jan! — le saludó desde abajo una inconfundible voz de marcadísimo acento —. ¡Le advertí que si cruzaba el río le mataría! ¡Debió hacerme caso! ¡Un oficial alemán siempre cumple su palabra!


— El «Yanoami» siempre fue un pueblo valiente, que se enfrentó a todos sus enemigos a los que derrotó en los campos de batalla sin permitir que jamás pisaran su territorio. — Xanán separó una mano de su arco, y la extendió en círculo como pretendiendo abarcar cuanto se extendía a su alrededor en todas direcciones —. Ésta es nuestra tierra desde hace miles de años, y ni siquiera los «racionales» con sus armas de fuego han conseguido invadirla. — Hizo una de sus larguísimas pausas, de las que cabía pensar que jamás iba a salir y por último continuó en el mismo tono, tranquilo y monocorde —: Pero hay algo contra lo que los «yanoami» no saben luchar y que ha destruido a muchas tribus antaño tan numerosas como la de los «Krainkores» que poblaban las márgenes del gran Amazonas: las enfermedades que los «racionales» arrastran consigo como la maldición de «Máuari», el ángel malo. El «catarro», el sarampión, la sífilis y la tuberculosis, barren a nuestros pueblos con la misma fuerza con que el viento barre las cimas de los tepuys arrojando al abismo hasta la última brizna de hierba. — Agitó la cabeza negativamente, pesimista —. Y contra eso, de nada sirve el valor de los guerreros «yanoami». Lo comprendes, ¿verdad?

— Lo comprendo — admitió Yáiza —. Pero lo que no comprendo es por que todos se empeñan en que puedo hacer algo contra eso. Ya una vez lo intentaron y resultó inútil. Nada sé de medicina.

— Pero eres una «racional» y tu cuerpo esconde los secretos de esas enfermedades. Y eres «Camajay-Minaré».

— ¡Eso es una tontería! Me conoces lo suficiente como para haberte dado cuenta de que no soy ninguna diosa de tu tribu. — «Camajay-Minaré» no es una diosa «yanoami». Nosotros no tenemos más dios que Omaoa, que habita en la cima del Gran Tepuy. No me importa si eres o no una diosa, pero Omaoa necesita una mujer blanca; una esposa «racional» que le revele los secretos de sus enfermedades para poder continuar protegiendo a su pueblo hasta el fin de los siglos. — ¿Una esposa? — se asombró Yáiza. — Una esposa — repitió Xanán —. Omaoa tiene el corazón repleto de tristeza porque aún le responde su propia voz cuando llama en la oscuridad. Creó la luz, las selvas, los ríos, los animales e incluso a los seres humanos, pero se olvidó de crear lo único que podía llenar su soledad. — La miró con inquietante fijeza, a lo más profundo de los ojos —. Pero ahora has llegado tú, y todo va a cambiar.

Yáiza no dijo nada porque no encontraba nada que decir. La idea de que quisieran ofrecerla como esposa a un dios, aunque se tratara del dios de los guaicas, sobrepasaba cualquier predicción e iba más allá de todos sus temores. Cerró los ojos y una vez más le vino a la mente la imagen de aquel monstruo prehistórico que habitaba en la cumbre de una montaña amenazante y una vez más, también, llegó a la conclusión de que su larga odisea había constituido como temía tan sólo un penoso camino de regreso a los terrores de su infancia. De nuevo volvía a ser una niña asustada por insistentes pesadillas, con la diferencia de que ahora la única forma que existía de intentar escapar de tales pesadillas no era despertar, sino cerrar los ojos y rogar para que el auténtico sueño acudiera en su ayuda.

Se preguntó si de algún modo no habría sido ella misma la que tejiera poco a poco aquella malla que la aprisionaba como una trampa gigantesca, porque cada día se aferraba más al convencimiento de que cuanto había sucedido e incluso pudiera sucederle en un futuro, estaba de alguna forma impreso en algún rincón de su mente desde muchos años atrás, y a medida que el fin se aproximaba le resultaba más difícil sustraerse a la tentación de sentirse culpable, y aceptar su total inocencia sobre semejante cúmulo de catástrofes v calamidades.

Había momentos en la vida de Yáiza en que se inclinaba a aceptar cuanto le estaba sucediendo como un castigo por el hecho de que antes incluso de tener uso de razón ya había cometido el atroz delito de «atraer a los peces, aplacar a las bestias, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos» v como estaba claro que ninguno de sus vecinos pudo nunca adivinar cuándo y por dónde iban a entrar los atunes, ni dominar con una simple mirada a un camello furioso, quizá ya desde entonces la Yáiza niña se estaba emplazando a sí misma para pagar por ello el día de mañana.

— ¿Tienes miedo?

Se volvió al que fuera en un tiempo altivo v hermoso guerrero y en que en los últimos tiempos parecía irse apagando como si una enfermedad más terrible aún que la propia muerte le consumiera por momentos y asintió:

— ¿Acaso no debo tenerlo? — inquirió —. ¿Cómo es Omaoa?

— No lo sé. Nunca lo he visto. Nadie lo ha visto. — ¿Ni siquiera Etuko?

— A él le habla, pero no puede verle. Habita en la cima del Gran Tepuy, pero jamás se muestra a los humanos.

Se hizo un nuevo silencio, y por último Yáiza, aventuró:

— ¿Y si me niego?

— Nadie puede obligarte, pero yo sé que no regresarás para vivir siempre en la duda, y porque ahora sabes que los «yanoami» te necesitan.

— Te repito que nada puedo hacer por ellos.

Yáiza sabia muy bien lo que decía. Observaba a todas horas a los indígenas consciente de que la observaban a su vez a cada instante, y al tiempo que se maravillaba por su hermosura como raza y la sencillez de sus costumbres, se sorprendía por el hecho de que hubieran conseguido mantenerse tan puros y apartados de toda contaminación de los temidos «racionales», pero Xanán tenía razón y al igual que había ocurrido con docenas de tribus de la selva, el sarampión o un simple catarro llevaría pronto o tarde la destrucción a aquellas gentes cuyo cuerpo carecía de defensas y vivían en un aire tan limpio y transparente, que incluso las heridas cicatrizaban de inmediato sin que llegaran a infectarse. El mundo de los «yanoami», donde no existía calor ni frío, y donde había agua y comida para todos porque vivían adaptados a su entorno y jamás exigían a la tierra más de lo que ésta podía ofrecerles, no resistiría el embate de la brutal cultura de los blancos, y se derrumbarla como un castillo de naipes bajo un violento manotazo.

Sesenta personas habitaban en el «shabono» de los «shorinoteri», porque sabían que ésa era la máxima carga humana que soportaba su entorno sin que llegara el hambre, y podía ver a las mujeres amamantando a sus hijos hasta que cumplían casi los cuatro años, pues mientras así lo hicieran no quedarían de nuevo embarazadas v no aumentaba por tanto el número de habitantes del poblado.

Pero si uno de aquellos niños moría, de inmediato, y sin que mediara ningún tipo de manipulación, la mujer concebía un nuevo hijo y era aquél un misterioso mecanismo interno que portaran en su organismo las «yanoami», conscientes desde que el dios Omaoa las colocó en aquel paraíso de que la única forma de no perderlo era no superpoblado jamás.

Morían dulcemente los ancianos, a los que los jóvenes cuidaban con infinito amor hasta el último momento para consumir un año más tarde sus cenizas, y tan sólo entonces se engendraba al miembro de la tribu que viniera a sustituirle para conservar el equilibrio que se mantenía idéntico generación tras generación a través de los tiempos.

Todo era común en la enorme vivienda circular, y sin embargo cada objeto era privado en la sección correspondiente a cada familia sin que nunca a nadie se le ocurriera apoderarse de algo que no le pertenecía. Disponían de mucho tiempo para hablar y reír porque necesitaban poco tiempo para cazar, pescar o recolectar los plátanos y los frutos del «pijí-guao», y podían dormir durante todo el día para despertar sin embargo a cualquier hora de la noche c iniciar una amena conversación al amor del fuego, porque nada parecía estar reglamentado y los «yanoami» eran, ante todo y por encima de todo, impenitentes charlatanes y descarados chismosos. Devoraban durante horas con infinito cuidado los piojos del vecino o empleaban esas mismas horas en pintarse artística y caprichosamente el cuerpo con rojo jugo de «onoto» o negro tizne de vasija, y pese a que no conociesen ni un solo instrumento musical, sus hermosas voces compensaban semejante ignorancia y a menudo medio pueblo cantaba mientras el otro ejecutaba una monótona danza, para intercambiarse de improviso los papeles.

No usaban vestidos ni más adornos que algunas flores y plumas de ave, y los larguísimos arcos, las flechas y el curare les bastaba para la caza, la pesca o la defensa. Todo se comía: mamíferos, peces, serpientes, gusanos, larvas, hormigas, «arañamonas» y una infinita variedad de aves exceptuando el águila, pero aborrecían la vista de la sangre y rechazaban todo tipo de carne que no estuviera prácticamente achicharrada. Improvisaban sus chinchorros con un simple haz de bejucos amarrados por los extremos, y bebían inclinándose sobre el agua, sin utilizar jamás las manos ni ningún tipo de recipiente.

No era mucho por tanto lo que le pedían a la vida, ni era al parecer mucho tampoco lo que la vida les exigía, y si Omaoa había sido un buen dios colmándoles de bienes, ahora Omaoa tenía miedo a las enfermedades de los blancos que amenazaban con destruir su obra, y ellos deseaban tranquilizar al dios y tranquilizarse a sí mismos ofreciéndole una esposa — racional- que sirviera de puente entre ambos mundos.

La observaban tan grande, que la mayoría de las mujeres apenas le llegaban al pecho y con un color de ojos tan sólo semejante a las hojas del plátano húmedas aún por el rocío de la mañana, enormes manos de larguísimos dedos, un rostro sin el menor rastro de adorno, y una voz tan profunda como el trueno que retumbaba en la lejana cordillera, preguntándose si Omaoa podía sentirse atraído por una criatura semejante, y si era aquélla una diosa de otra raza o tan sólo se trataba de fantasías de un hechicero drogado con «ebena».

La vida en el «shabono» se mantenía en apariencia inalterable pese a la presencia de los cinco extranjeros, pero cien ojos se clavaban en Yáiza en cuanto abandonaba su «maloka», como si cada hombre, mujer o niño quisiera desentrañar la auténtica Identidad de la inmensa guaricha.

No había prisa, y ni siquiera Etuko, el brujo, parecía inquietarse, permaneciendo durante horas tumbado en su hamaca en el centro del círculo mágico, y era tal vez el único miembro de la tribu que nunca espiaba a Yáiza, como si su convencimiento de que era la persona elegida por su dios, estuviera desde siempre más allá de toda duda.

— ¿A qué esperan?

La pregunta la había hecho Zoltan Karrás una tarde en la que todo era quietud en el poblado, y Yáiza, que se sentaba a su lado entretenida en remendar una destrozada camisa a la que las hormigas habían devorado en parte, alzó el rostro y observó sonriendo aquellos ojos que desde todos los rincones la acechaban.

— Me estudian — dijo —. Y se lo toman con paciencia.

— ¿Por qué?

No quiso confesarle, ni al húngaro ni a nadie, que había sido elegida para casarse con su dios, y optó por encogerse de hombros e inclinar la cabeza sobre la aguja y el hilo:

— Supongo que están tratando de convencerse de que soy «Camajay-Minaré».

— ¿Es eso lo que venías buscando? — inquirió él —. ¿Que un grupo de indios te reconociera como diosa?

— No. No lo es.

— Entonces es que hay algo más y lo ocultas, ¿no es cierto? — Sí.

— ¿No quieres hablar de ello? — Ante la muda negativa insistió —: ¿Tan malo es?

— No lo sabré hasta que haya sucedido, y prefiero que se mantenga al margen.

— No puedo aunque lo intente… — Se entretuvo en rellenar su cachimba con el magnífico tabaco que le habían regalado los indígenas y por último, sin alzar los ojos, añadió —: Háblame de tu padre.

Sorprendida, Yáiza se pinchó levemente y tras chuparse el dedo por dos veces le miró de reojo:

— ¿De mi padre? — repitió como si no hubiera comprendido la pregunta —, ¿Qué quiere que le cuente de mi padre?

— Todo. Cómo era, cómo pensaba, y cómo consiguió constituir una familia que aún parece apiñarse en torno a él pese a que hace tanto tiempo que está muerto.

La muchacha meditó mientras reanudaba su labor, y por último negó con la cabeza:

— No — dijo —. No creo que deba hablarle de mi padre. Cuanto le dijera sería parcial porque lo adoraba y eso resultaría contraproducente para usted.

Zoltan Karrás se interrumpió en su tarea de encender su cachimba y pareció molesto.

— ¿Qué quieres decir con eso? — quiso saber —. ¿Qué tengo que ver yo con tu padre?

— ¡Oh, vamos, Zoltan! — rió ella —. «No me navegue con bandeja de pendejo», como dicen por aquí. Pretende que le hable de mi padre para hacerse una idea de lo que continúa significando para mi madre… — Le miró a la cara —. ¿O no?

El húngaro tomó la cómica actitud de un niño cogido en falta, estuvo a punto de protestar, pero al fin hizo un claro ademán de impotencia:

— Aunque fuera cierto… ¿Qué hay de malo en eso?

— Que no es a mí. sino a ella, a quien debe pedirle que le hable de mi padre. — No lo hará.

— Lo sé. Sus recuerdos los guarda para sí.

— Nadie puede vivir eternamente de recuerdos.

— Pues a menudo valdría la pena hacerlo. Los recuerdos suelen ser mejores que la realidad… — Inclinó una vez más la cabeza sobre la costura, pero al poco, añadió —: Si quiere un consejo, no mencione a mi padre. El pertenecerá siempre a otra dimensión, y nadie podrá ocupar su puesto. Es posible que un día mi madre evolucione, pero una cosa es la evolución y otra el olvido. — Hizo una pausa —. Quizá yo la deje pronto, por lógica lo harán también mis hermanos, y ella necesitará entonces alguien en quien apoyarse, pero ese alguien tendrá que tener su propia identidad sin ningún tipo de relación con el pasado. — Le sonrió apenas —. Al menos, eso es lo que yo pienso.

— ¡Vieja! — fue la burlona respuesta —. A veces se me antoja que eres más vieja que los tepuys de la sabana… ¿Realmente no tienes más que dieciocho años?

Yáiza sonrió de nuevo sin alzar la vista, y cuando él hizo ademán de levantarse, la interrumpió con un gesto:

— Espere — rogó —. No se vaya. Tengo un mensaje para usted.

— ¿Para mí? — se sorprendió —. ¿De quién?

— De Xanán. Quiere que duerma junto al fuego, y no lo haga nunca a oscuras, porque en la oscuridad la sombra de los hombres se separa de su cuerpo, y es entonces cuando «Kanaima» puede robarla. Al parecer «Kanaima» quiere robar su sombra.

— ¿Por qué?

— No lo sé. ¿Lo sabe usted?

— ¿Cómo podría saberlo? — replicó Zoltan Karrás visiblemente malhumorado —. Yo no hablo con los muertos.

— Pero sabía que «Kanaima» quería robar su sombra… — Ante el desconcierto del húngaro, dejó a un lado la destrozada camisa y extendiendo la mano la colocó sobre una de sus rodillas —. Los «yanoami» creen que la sombra de los hombres no es otra cosa que su conciencia. Casi siempre va detrás de él, pero a veces, también se le adelanta para obligarle a que la vea. Puede ser muy grande o muy pequeña, según la luz que la ilumine, pero siempre está unida a su destino y tan sólo se diluye cuando se diluye el humo de su cuerpo que se quema. Aquel que consiente que «Kanaima» le robe su conciencia está perdido.

— ¿Qué pretendes decir con eso?

— No lo sé exactamente. Son palabras de Xanán, e imagino que él espera que usted comprenda su significado.

— ¿Cómo puedo saber lo que espera de mí un indio muerto? — replicó Zoltan Karrás con manifiesta hostilidad —. Jamás me gustaron las charadas y empiezo a cansarme de tanta incongruencia…

Se puso en pie, decidido a marcharse, pero al bajar la vista descubrió que el sol del atardecer alargaba casi hasta el centro del patio del «shabono» su flaca y desgarbada sombra. Permaneció unos instantes muy quieto, observándola, movió las manos como si tratara de cerciorarse de que le imitaba y era en efecto su sombra y se volvió luego al expectante rostro de Yáiza.

— En ocasiones — dijo —, me convenzo a mí mismo de que deseo protegerte como un padre, pero otras experimento un incontenible deseo de arrancarte la ropa y violarte mil veces. — Agitó la cabeza como si tratara de alejar con ello sus negros pensamientos —. Es muy duro tenerte siempre cerca… — añadió —. Muy duro, y «Kanaima» lo sabe.

— Xanán también lo sabe.

— Y tú… ¿Lo sabes?

Ella sonrió con profunda tristeza:

— Lo sé desde un atardecer en que mi padre me pidió que no volviera a sentarme en sus rodillas. Tal vez ese día, también él tenía el sol a las espaldas, pero vo me sentí muy desgraciada.

— ¿Y ahora?

— Ahora todo es distinto. Usted no es mi padre y yo ya estoy acostumbrada.


Gritaba al vacío y tan sólo le respondía el silencio.

Las verdes copas de los árboles, barridas por una suave brisa, se agitaban como leves olas de un mar oscuro y sólido constituyendo un manto impenetrable, bajo el cual no sabía dónde se ocultaba un hombre decidido a matarle.

Las blancas garzas regresaban a sus nidos, los «coro-coros» continuaban adornado de rojo el flamboyan amarillo, el gavilán se había posado en la cima de la negra pared de roca como mudo testigo de su miedo, y el humo seguía manchando un cielo añil por el que el sol se deslizaba hacia su ocaso.

Llamó una vez más a su enemigo, pero su enemigo eran los miles de árboles que le daban cobijo

¿Dónde estaba?

¿De dónde partían los disparos que buscaban su muerte en cuanto pretendía asomar la cabeza por el borde de la cornisa?

Era como si todo el Universo se hubiera vuelto hostil porque allí arriba estaba él, y abajo el resto de los seres vivientes — y aun de las cosas — que se habían puesto claramente del lado de su enemigo.

Incluso el sol le acosaba hora tras hora machacando su negra piel y sus cabellos rojos sin permitirle buscar refugio en sombra alguna clavado contra la lisa pared de una montaña que jamás latía ya bajo la palma de su mano.

— ¿Dónde estaba?

Una mullida alfombra de mil tonos de verde le invitaba a lanzarse al vacío con la falsa promesa de frenar su caída, y el vértigo le aferraba a cada instante por el cuello murmurándole a! oído que nada había más fácil que entregarse al abismo.

¿Dónde estaba?

Se despidió el sol dejándole aún mas solo, cambió el tono de voz de los insomnes pobladores de la selva y el croar de miríadas de ranas y la llamada del búho saludaron a una noche engalanada de estrellas que iniciaba su turno de trabajo.

Abajo, ¡tan abajo! el color negro había concebido un largo descanso a todos los demás colores del espectro y cuando una vez más gritó, ese grito ge dividió en mil ecos, como si el aire oscuro hubiese cambiado de improviso su capacidad de expandir los sonidos.

Esperó aún media hora, calculó hasta qué punto su silueta se recortaría contra el cielo estrellado, y temblando de miedo se puso en pie y comenzó a descender centímetro a centímetro por la estrecha y empinada cornisa que se perdía de vista en las tinieblas.

¿Dónde estaba?

Dos metros, tres, tal vez cuatro, eso fue todo porque una llamarada iluminó el abismo, advirtió cómo el fuego le abrasaba, y gimiendo de dolor, a gatas y mordiscos, trepó de nuevo hasta su refugio y se acurrucó como un niño enfermo y asustado.

Cuando al fin pudo recuperar el control de sí mismo, comprobó, atónito, que la bala le había destrozado una rodilla, la pierna le colgaba, y una sangre espesa y olorosa, borboteaba en la herida.

Apoyó la nuca en el muro, a sus espaldas, contempló la Osa Mayor que en esos momentos colgaba sobre su cabeza, y experimentó unos profundos deseos de llorar porque comprendió que hiciera lo que hiciera estaba muerto.

Pese a ello aún tuvo suficiente presencia de ánimo como para despojarse del cinturón y anudárselo en el muslo apretando al máximo hasta convertirlo en un torniquete que detuviera la hemorragia, mordiéndose al mismo tiempo los labios para no aullar de dolor demostrándole así a su enemigo que había conseguido alcanzarle.

Más tarde sintió un vahído, perdió la noción del tiempo y el lugar en que se encontraba y permaneció en confusa semiinconsciencia hasta que un violento chaparrón pareció arrojarle de improviso a la cara toneladas de agua que descendían por la alta y lisa pared del tepuy amenazando con arrastrarle al abismo como si de una simple hoja seca se tratase.

Fue cuestión tan sólo de minutos porque la nube se alejó con rapidez arrastrada por el viento, pero el agua le dejó empapado, tembloroso y plenamente consciente ahora del terrible dolor que comenzaba a apoderarse de su pierna y la invencible laxitud que se adueñaba poco a poco de su ánimo.

Fue una larga noche.

Cerraba los ojos y los recuerdos acudían en tropel a confundir en su mente pasado con presente y con otros muchos pasados más remotos, e incluso en ciertos momentos le asaltó la sensación de que no estaba viviendo la realidad sino rememorando la lectura de aquella libreta que guardaba en el bolsillo y en la que su padre dejó escritas sus sensaciones al saber que iba a morir en lo alto del Auyán-Tepuy porque se había quebrado las piernas y nadie acudiría nunca en su ayuda.

¿Cuántos años habían pasado?

¿Cuántos años hacía falta que pasaran para que la historia volviera a repetirse, con la diferencia de que él sólo tenía una pierna inservible y no se encontraba en la cima del Auyán-Tepuy, sino a mitad de camino de otra montaña aún más distante y desconocida?

— Tú no tenías a ningún hijo de puta esperandote abajo con un rifle, viejo — musitó como si en verdad creyera que su padre estaba oyéndole —. Y yo no llegué hasta aquí en una cómoda avioneta, sino a pie.

Le había superado. Había conseguido la difícil hazaña de que su fracaso fuera aún más sonado que el del gran borracho Hans Van-Jan, con la única diferencia a su favor de que nadie subiría hasta aquella repisa de roca a registrar su cadáver.

Cuando hubiera muerto los zamuros y los buitres devorarían su cuerpo, y si algo quedaba, la lluvia y el viento se encargarían de desperdigarlo sobre las copas de los árboles, y de ese modo nadie sabría nunca qué fue del famoso Bachaco Van-Jan, jefe indiscutible de los temidos «rionegrinos» de San Carlos, el único de sus líderes que había sido elegido dos veces por votación popular. Pasaría a engrosar la inacabable lista de los mineros que se habían adentrado en territorio «guatea» y jamás regresaron, y su desaparición contribuía a alimentar la leyenda de que aquellos salvajes se comían a sus víctimas.

Le dio tiempo de tener incluso un recuerdo para su madre, y se preguntó qué habría sido de ella en aquellos años, pues la última vez que la vio ejercía su oficio en Upata, aunque era más el tiempo que pasaba canturreando exorcismos en una macumba que en la cama del burdel, y llegó a la conclusión de que si su maldito viaje no hubiera estado tan obsesionado por los diamantes, todo hubiera sido muy distinto. ¡Los diamantes!

Los diamantes se encontraban allí, en la cima de aquella montaña, y el hecho de saberse atrapado y prácticamente muerto no le impelía a cambiar de opinión. Aquél era el tepuy en el que aterrizo Jimmy Angel, y aplicando el oído al negro muro podía «Escuchar su Música», que era ya en este caso una marcha fúnebre cantada en voz muy baja por los millones de voces de las «piedras».

Desde hacía treinta años, nadie, nunca, se había encontrado tan cerca de «La Madre de los Diamantes», y ése sería siempre un mérito que no podrían negarle; un mérito tan sólo empañado por el hecho, imprevisible, de que un alemán desquiciado se había cruzado en su camino inexplicablemente.

— Debí matarlo — murmuró —. Debí seguir aquel impulso que me empujaba a rebanarle el cuello sin escuchar la opinión del pastueño.

Comenzó a amanecer y desde su atalaya pudo advertir cómo la bruma se iba extendiendo sobre la selva infinita, y cómo tan sólo los árboles que superaban los cincuenta metros conseguían asomar la punta de sus copas por encima de la gran masa algodonosa de un gris desvaído que se habla adueñado de la llanura hasta perderse de vista en el horizonte.

Una vez más cambiaron los sonidos. Como encadenadas y sin solución de continuidad, las voces de las bestias nocturnas fueron dando paso al canto de las aves que saludaban, el nuevo día en aquel largo proceso siempre nuevo y siempre monótonamente igual a si mismo que venía repitiéndose desde millones de años atrás, porque todo era semejante y todo era distinto, en esta ocasión aunque resultaba por completo diferente ya que abrigó el convencimiento de que aquél sería el último amanecer de su vida.

Cientos de «coro-coros» se alzaron al fin del amarillo flamboyán en que habían dormido y se alejaron perdiéndose de vista entre las brumas. Nunca se le antojaron tan hermosos aquellos estrafalarios ibis de color escarlata, largo cuello e inmenso pico, y aunque desde niño los había visto revoloteando a su alrededor sin darle más importancia que a cualquier otra de las mil especies de aves de la selva, en aquella postrera mañana se le antojaron dotados de maravillosas características por el simple hecho de que habían sabido hacerle compañía en sus últimas horas. Ellos, las garzas blancas, el gavilán y algunas guacamayas de corto vuelo, eran los únicos seres vivientes que habían decidido emerger de la verde superficie para dejarse contemplar.

¿Dónde estaban los otros?

¿Dónde estaba «él»?

A medida que la masa algodonosa se iba deshaciendo para convertirse por arte de alguna incomprensible reacción química en transparente aire limpio que le permitía distinguir cada detalle de cuanto se desparramaba a sus pies, le asaltaba con mayor fuerza la pregunta que le obsesionaba, aunque en su fuero interno aceptaba que era aquélla una pregunta que ni siquiera valía la pena hacerse.

¿Qué importancia tenía que el alemán continuara encaramado a la copa de un caobo, un roble o un paraguatán, o que hubiera emprendido el regreso a su choza para no volver nunca?

Lo había matado. Aquel maldito zarrapastroso del que ni siquiera el nombre recordaba había matado al poderoso Hans Bachaco Van-Jan, y era más que probable que ni siquiera hubiese decidido quedarse a disfrutar de su agonía.

Poco después nació, insolente, un sol que venía decidido a exterminarle, y a su luz pudo distinguir con claridad el gran charco que formaba su sangre y el desgarro de su rodilla que no era ya más que una informe masa de huesos, carne ensangrentada, y jirones de tela entremezclados.

Pero ya no sentía dolor, como si hubiese decidido prescindir antes de tiempo de su cuerpo, y no sentía tampoco hambre o sed porque tan sólo experimentaba un profundo vacío del que ya de antiguo tenía conocimiento, pues su propio padre había escrito sobre él muchos años atrás.


La muerte no me llega a causa de mis heridas o la sed que estoy sufriendo. La muerte me llega porque me estoy vaciando interiormente como un viejo caserón del que no están dejando más que los muros y pronto sus inquilinos abandonarán para siempre.

Ya nada me mantiene en pie, más que el endeble armazón de mis huesos y mi piel, y soy como la ceniza de un cigarro que conserva su forma pero a la que el primer soplo transformará en polvo definitivamente.


Más adelante, y con letra casi ilegible por la debilidad y la fiebre, su padre añadía:


Todos se han ido; la muerte es ya mi única inquilina, y cuando la siento trastear en mi interior y sus pasos resuenan en mi inmenso vacío, me pregunto qué hace aún aquí, y por qué no se marcha al fin para que me pueda derrumbar sin más demora.


Y luego, en la última página, la frase que más trabajo le había costado descifrar:


No hay vida que merezca semejante agonía. Fueran cuales fueran mis pecados, conmigo han sido injustos.

¿Y no era injusto, también, que tantos años más tarde su propio hijo tuviera que padecer idéntico tormento?

Buscó un lápiz con ánimo de escribir sus impresiones, pero tras meditarlo llegó a la conclusión de que resultaba inútil, porque todo lo que pudiera decir ya lo había dicho anteriormente otro Van-Jan que había tenido, al menos, la inmensa fortuna de que nadie le hubiera calificado nunca con el despreciativo apodo de el Bachaco.

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