Dos eran guerreros y el tercero un muchacho muy joven, pero los tres clavaron en ella sus ojos, rasgados, negros y brillantes, como si en verdad tuvieran la certeza de que iba a curarlos alejando de sus afiebrados cuerpos los espíritus malignos.

— ¡«Camajay-Minaré»! — musitaron —. ¡«Camajay-Minaré»! — Y le asustó comprobar hasta qué punto depositaban en ella una fe ciega, cuando resultaba evidente que no tenía ni la más leve idea de cuál era el mal que les afectaba, ni qué forma existía de combatirlo.

¡«Camajay-Minaré»! ¿Quién era aquella diosa y qué clase de poderes poseía para que alguien, aunque fuera un salvaje desnudo, confiara hasta tal punto en su capacidad de librarle de su estado de postración.

Yáiza, que había sido durante años la chiquilla «que atraía a los peces, amansaba a las bestias, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos», se consideraba sin embargo incapaz de ayudar a aquellos desgraciados porque había pasado la mayor parte de los últimos tiempos rogando para que tales poderes le fueran retirados, y no se sentía con fuerzas como para pedir ahora que se los devolvieran nuevamente.


Hacía casi un mes que los muertos no acudían a visitarla y eso le había hecho concebir la esperanza de que tal vez jamás regresarían, pero realizar el más mínimo esfuerzo en beneficio de aquellos pobres indios significaría tanto como renunciar a su lucha y abrir de nuevo los brazos a la pléyade de desorientados difuntos que cada noche acudían en busca de consuelo y compañía.

— No puedo hacer nada — dijo, y su tono de voz era casi un lamento —. Y no quiero volver a empezar. Estoy cansada. Muy cansada.

— ¿Pero qué es lo que tienen?

— ¿Cómo quiere que lo sepa? Sudan frío, les brillan los ojos y tienen fiebre y vómitos, pero es algo que les ocurre a muchos enfermos.

— ¿Y qué hacemos ahora?

Le miró incrédula porque en verdad le costaba trabajo imaginar que al húngaro le hubiera pasado por la mente la idea de que conseguiría sanar a aquella pobre gente.

— Vuelva a decírselo — replicó por último —. Ex-plíqueles que yo no sé hacer milagros. Nunca he sabido.

— ¿Estás segura?

— ¡Escuche…! — señaló mirándole de frente, a los transparente ojos —. Puede jurar que ni por esos indios, ni por nadie voy a sufrir lo que he sufrido. ¡Quiero olvidarlo! — Inconscientemente alzó el tono de voz que se hizo casi agresivo —. ¿Es que no puede entenderlo?

— Sí. Naturalmente que lo entiendo… — aceptó con serenidad Zoltan Karrás —. Pero dile que los vas a dejar morir porque no quieres complicaciones.

— No la fuerce — intervino Sebastián —. Usted no tiene idea de lo que ha padecido por culpa de ese maldito «Don». Si existe una sola posibilidad de que lo pierda debe luchar por ella.

— ¿A costa de tres vidas humanas?

— A costa de lo que sea. — Le señaló con el dedo —. Y nadie garantiza que conseguiría curarlos. Ya lo ha dicho: no sabe hacer milagros y haría falta un milagro para curar a alguien que no sabemos qué es lo que tiene.

— De acuerdo. — El húngaro alzó las manos como si quisiera demostrar que no tenía nada que ver con todo aquello —. Dejemos el asunto, pero la pregunta continúa siendo la misma. ¿Qué cara jo hacemos?

— Marcharnos.

— ¿Y crees que llegaríamos muy lejos si Ies decimos que se metan a sus enfermos en el culo?

— ¿Qué pueden hacer?

— Ponte a imaginar… — Lanzó un sonoro resoplido —. ¡Bien! — admitió —. Pronto oscurecerá y lo mejor será que montemos el campamento y tratemos de buscarle una solución a este maldito embrollo. — Se aproximó a donde el anciano del cabello blanco aguardaba, impasible, junto a los enfermos —. Aquí durmiendo — le dijo —. Mañana «Camajay-Minaré» diciendo.

El otro se limitó a hacer un gesto de asentimiento, y mientras los «racionales» colgaban sus chinchorros y alzaban una techumbre se dedicó a cortar ramas con las que muy pronto encendió un gran fuego.

Oscurecía cuando de la espesura comenzaron a surgir desnudos guerreros fuertemente armados que sin mediar palabra, sin un susurro y sin apartar los ojos de Yáiza se fueron acuclillando en torno a la hoguera con sus largos arcos o sus inmensas cerbatanas enhiestas ante ellos.

Eran como estatuas de bronce, inmóviles, y con la tersa piel cobriza muy lisa y brillante, firmemente asentados sobre sus anchos pies y sin otra muestra de vida que su levísima y silenciosa respiración, e impresionaba observarlos y comprender a cuántos miles de años de distancia se encontraban.

— No comieron, no bebieron, y era de imaginar que ni tan siquiera dormir necesitaban, como si su única misión fuera estudiar a aquella guaricha de ojos verdes, que según su anciano «piache» era la diosa «Camajay-Minaré»; dueña absoluta de bosques, ríos, cascadas y lagunas; la que embrujaba a los hombres y en cuya mano estaban los más secretos poderes.

— Me asustan.

Aurelia lo había dicho, casi con un susurro, y Zoltan se volvió a ella y sonrió tranquilizándola.

— No tema. Cuando se pintan de negro hay que tenerles miedo, pero ahora tan sólo buscan la protección del fuego que les libra de los demonios de la noche, y ver de cerca a Yáiza porque están convencidos de su poder.

— ¿Y qué pasará cuando descubran que ese poder no existe?

— Mañana se lo diré. Ahora intente dormir y no le dé más vueltas.

— ¿Dormir? — se asombró ella —. ¿Imagina aue podré dormir sabiendo que esos salvajes están ahí?

Pese a ello, durmió. Vencidos por la fatiga y las emociones, los «racionales» se fueron rindiendo uno tras otro; todos, excepto el húngaro, que permaneció tan inmóvil como los propios indígenas, sin apartar la vista de Yáiza, que pasada la media noche comenzó a gemir y estremecerse para acabar despertando sobresaltada y contemplar con ojos casi desorbitados, a los indios que no habían cesado de mirarla.

Luego, al advertir que también Zoltan Karrás la observaba, masculló rencorosa.

— ¡Lo ha conseguido! ¡Ya han vuelto!

— ¿Quién?

— ¡Todos! Todos juntos… — ¿Qué te han dicho? — No he querido escucharlos. — Pero de ellos: de los enfermos. ¿Qué te han dicho? — Nada.

— ¿Nada?

— Nada en absoluto. Vienen a contarme sus problemas o a pedir que les ayude.

— ¡Pues vuelve a dormirte! — susurró el húngaro roncamente —. Y conserva la calma porque de tu actitud depende que salgamos con bien de este mier-dero.

Yáiza no respondió. Se tumbó en la hamaca, escuchó el rumor de la lluvia que llegaba del Sur y que pasaba como un viento que se alejara murmurando, y escuchó también el canto de las mil aves de la selva; el ulular de la araña-mono, el rugido del araguato e incluso el lejano maullido malhumorado del jaguar. Escuchó el chisporroteo de las llamas, la leve respiración acompasada de su hermano Asdrúbal, y el silencio de los quietos indígenas cuyos ojos sentía sobre su cuerpo. Escuchó y, aun despierta como estaba, pudo oír claramente la algarabía de los muertos que la llamaban: Damián Centeno y don Matías Quintero; «Seña» Florinda, «la que leía el futuro en las tripas de los marrajos», y Cándido Amado; Abigail Báez, siempre a lomos de su negro caballo y el Catire Rómulo con sus tres alazanes tostados, hermanos los tres de padre; Goyo y Ramiro Galeón…

Al amanecer era ella la que ardía en fiebres, temblaba y se estremecía, y cuando los indios la observaron perplejos, el húngaro Zoltan Karrás aprovechó la ocasión para sentenciar con voz profunda:

— Ahora guaricha los malos espíritus teniendo. Nosotros muy lejos llevando. Pronto enfermos curando.

Nadie osó discutir una verdad tan evidente, ni nadie se rebeló cuando el anciano «piache» del cabello blanco ordenó que cuatro de sus hombres cargaran en parihuelas a «Camajay-Minaré», mientras el resto de los guerreros abrían un ancho sendero para que pudiera viajar cómodamente.

Él se quedó allí, a la espera de que los malos espíritus se alejaran definitivamente, y los enfermos pudieran regresar a contar a sus esposas, sus hijos y los hijos de sus hijos, que fueron escogidos por los cielos como prueba viviente del poder de una diosa de los bosques que se había reencarnado en una alta y hermosa guaricha de ojos verdes a la que visitaban los difuntos.

Porque durante el transcurso de aquella larga noche, el anciano, los enfermos, e incluso la mayoría de los silenciosos guerreros habían escuchado también sobre el ruido de la lluvia, los cantos de las aves nocturnas, el rugido de los araguatos, el ulular de la araña-mono, o el hambriento maullido del jaguar, las lejanas voces de los muertos, las llamadas, los llantos y las súplicas de todo un ejército de espíritus de «racionales».

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