Apareció por estribor la ancha boca del Caura que en aquella época contribuía a aumentar considerablemente el caudal del Orinoco, y cuando se encontraban estudiando la mejor forma de penetrar en su corriente sin que les desplazara con brusquedad hacia la orilla opuesta, lo distinguieron acampado a la sombra de un araguaney, agitando la mano, sonriendo, e indicando con grandes aspavientos que fondearan junto a su vieja curiara.

— ¿Qué hace aquí? — le gritaron cuando aún no había subido a bordo —. ¿No tenía tanta prisa…?

— ¡Vainas de Venezuela! — replicó el húngaro sin perder su humor —. Se supone que es uno de los principales productores de petróleo del mundo, pero el maldito surtidor está seco. — Se encogió de hombros —. Dicen que aquí mismo, debajo del Orinoco, existe un auténtico mar de petróleo, pero hoy en sus orillas no hay gasolina ni para un mechero. Llegará mañana… — Sus ojos se clavaron en Aurelia y el tono de su voz sonó levemente distinto al señalar —. Pero no importa — añadió —. Me apetecía invitarles a cenar. He matado un pécari y he preparado un menú que se van a chupar los dedos… — Rió divertido —. En mis tiempos fui cocinero.

— ¿Cuántas cosas ha sido?

Rió de nuevo, alegremente:

— ¡Demasiadas! — admitió —. Pero le aseguro que como cocinero no lo hacía del todo mal.

No lo hacía mal, en absoluto, y la cena, servida bajo una lona encerada, junto al fuego y a la orilla del agua, constituyó un auténtico banquete, pues resultaba evidente que «Musiú» Zoltan Karrás había sabido adaptarse a la vida de la selva aprendiendo la forma de sacarle provecho a cuanto la Naturaleza ponía al alcance de su mano.

— Hay quien puede morirse de hambre o envenenarse en la jungla — dijo —. Pero un auténtico minero sabe cómo subsistir sin más ayuda que su experiencia y un cuchillo. Y cuando tenga que elegir entre cargar con el «bastimento», o con la pala y las «surucas», aquel que se vea obligado a elegir las provisiones está perdido, porque cuando llegue al yacimiento no podrá trabajar sin «surucas» y todo su esfuerzo habrá resultado, por lo tanto, inútil.

— ¿Qué es una «suruca»…? — preguntó Sebastián.

El húngaro alzó la lona que cubría la embarcación y mostró un juego de redondos cedazos de diferente grosor que aparecían cuidadosamente apilados a proa.

— Sirven para cerner la tierra y el cascajo de modo que pase de uno a otro, del más ancho al que es casi una malla. Así se va viendo si entre el material se esconde alguna piedra. — Chasqueó la lengua —. En toda selva se puede matar un mono o una serpiente con que aplacar el hambre, pero en ninguna encontrarás nada que sustituva a la «suruca». He visto a mineros pagar mil bolívares por una cuando en San Félix no cuestan más de veinte. — Su voz se enronqueció —. Y también he visto matar por ellas. A Gaetano Siri le partieron el corazón de un machetazo porque se negó a vender una de sus sobrantes.

— ¿Quién lo mató?

— Su primo, Claudio Siri. Y nadie se lo echó en cara. Hablan llegado juntos desde Ñapóles, llevaban seis años vagando por las minas y cuando al fin seles presentó la oportunidad de hacer fortuna, Claudio perdió sus «surucas» en un derrumbe, y su primo se negó a venderle las que no estaba utilizando.

— No es razón para matar a un hombre.

— En La Guayana, si. Gaetano quería regresar rico a su pueblo para contar a todos que su primo seguía «comiendo mierda» en Venezuela, pero fue Claudio el que volvió rico y a él se lo comieron las pirañas.

— Se diría que aprueba esa muerte — le recriminó Aurelia.

— Y en el fondo la apruebo — fue la sincera respuesta —. El minero que no es capaz de ayudar, no ya a un amigo, sino a cualquier otro buscador que se encuentre en apuros, merece lo que le ocurra. Esa selva es muy dura y si no tuviéramos un mínimo de solidaridad acabaríamos peor que las fieras.

— Nadie les obliga a ir. Hay formas más sensatas de ganarse la vida.

— ¿Como cuál…? Yo he sido camionero, soldado, cocinero, albañil, boxeador, dependiente de comercio, estibador y oficinista, v le aseguro que, de todas las formas que conozco de ganarse la vida, la más sensata, la única que te permite ser libre, sentirte dueño de tus actos, y confiar en que algún día tus esfuerzos tendrán una recompensa, es la de minero… — Abrió los brazos en un amplio ademán que podía significar mucho o no significar nada —. ¿Y quién sabe si Dios no te habrá elegido para reencontrar «La Madre de los Diamantes»…?

— ¿Quién es «La Madre de los Diamantes»?

— «La Madre de los Diamantes» no es una persona. Es una mina. Un yacimiento portentoso del que se supone que provienen, arrastradas por las aguas de los ríos, la mayoría de las «piedras» de La Guayana. Muchos dudan de su existencia, pero yo conocí al viejo McCraken: uno de los dos únicos hombres de este mundo que la encontró. Y se hizo tan rico, que, como no tenía familia, cuando supo que iba a morir, hizo construir un hospital, un asilo y un orfanato y aún le sobró dinero.

— No lo creo.

El húngaro miró con sorna a Aurelia Perdomo que era quien había hablado, y sonrió con marcada intencionalidad:

— Usted no lo cree porque no quiere creer en esas cosas, pero se trata de un hecho histórico. En mil novecientos once, el escocés McCraken y su compañero el irlandés Al Wülians, recorrieron durante cinco años las selvas de Ecuador, Colombia, Brasil y Venezuela, en busca de diamantes, hasta encontrar aquí, en La Guayana, una mina fabulosa. Al poco tiempo v durante el viaje de regreso, McCraken cogió las fiebres y Willians, en una expedición exploratoria, aseguró haber descubierto un río que nacía en las nubes. Cuando se tropezaron con unos indios les contó lo que había visto y le respondieron que se trataba del «Río Padre de todos los Ríos», pero que por haberlo visto moriría con la próxima luna llena. Willians se rió, pero durante la siguiente luna llena, ya muy cerca de Ciudad Bolívar, le mordió una «mapanare» y murió. — El húngaro hizo una pausa como para permitir que sus oyentes tuvieran tiempo de meditar en lo que les estaba contando —. McCraken continuó hasta Nueva York y vendió sus diamantes, pero comenzó a derrochar dinero, y al poco tiempo se encontró de nuevo al borde de la ruina.

— ¿Pero no decía que murió rico? ¿En qué quedamos?

— ¡Paciencia…! — Se diría que Zoltan Karrás se estaba burlando de Aurelia Perdomo, o que se esforzaba por aumentar la curiosidad de quienes le escuchaban, que permanecían, en verdad, pendientes de sus palabras —. Estaba al borde de la ruina, pero no arruinado, y con lo que le quedaba se fue a buscar al piloto más famoso de su tiempo, Jimmy Angel, un norteamericano que había derribado no sé cuántos aviones alemanes durante la Primera Guerra Mundial y trabajaba en un circo aéreo. Le ofreció diez mil dólares y un porcentaje sobre los beneficios, si le llevaba a donde él dijera, y aterrizaba donde le indicara. Jimmy Angel aceptó, y en mil novecientos veinte vinieron aquí, a La Guayana, donde McCraken lo tuvo un montón de días dando vueltas sobre la selva hasta que al fin, un atardecer, le obligó a aterrizar en lo alto de una meseta totalmente plana; un tepuy de más de siete mil metros de altura. Esa noche, el viejo desapareció y a la mañana siguiente regresó con dos cubos, ¡dos cubos! repletos de diamantes. De nuevo obligó a Jimmy Angel a dar vueltas y más vueltas, y por fin lo enfiló de regreso a Caracas, le regaló una pepita de oro que Jimmy lleva siempre colgada del cuello y regresó a Nueva York, donde volvió a vender su «Tífanis» todo lo que había conseguido. — Guiñó un ojo con intención —. ¿Qué? ¿Cree o no cree ahora en «La Madre de los Diamantes»…? ¡Ahí está, en la cumbre de uno de esos castillos de piedra, pero nadie ha sabido encontrarla nunca más!

— ¿Lo han intentado?

— ¡Naturalmente! Casi todos los buscadores de la región hemos soñado con reencontrar la mina del escocés, y de hecho la mayoría de las exploraciones que se han llevado a cabo entre el Roraima y el Orinoco, perseguían, velada o abiertamente el mismo objetivo.

— ¿Y ese McCraken no dejó un mapa? — quiso saber Yáiza, que había escuchado embobada el largo relato —. ¿Por qué quiso llevarse su secreto a la tumba?

— No se lo llevó… — fue la aclaración del otro —. Poco antes de morir se tropezó con Jimmy Angel en Texas y le confesó que nunca había hecho ningún plano del lugar del yacimiento pero que se encontraba en lo alto de una meseta de mil metros de altura, al sur del Orinoco y al este del Caroní. Jimmy vendió cuanto tenía, se asoció con un ingeniero llamado Dick Curry, compraron un avión e iniciaron la búsqueda. Se estrellaron, primero en Nicaragua, y luego, por dos veces, aquí en La Guayana, hasta que Curry renunció a intentarlo por aire, emprendió una expedición a pie y lo mató un jaguar la noche de luna llena en que dicen que vio al «Río Padre de todos los ríos».

— ¡Pero eso no parece más que una leyenda…! — ¡No tan leyenda! No tan leyenda, y voy a explicar por qué… — Zoltan Karrás había encendido una negra cachimba extrañamente parecida a la que utilizaba el abuelo Ezequiel, y se había acomodado recostándose contra un tronco caído mientras permitía que Asdrúbal llenara una y otra vez su tazón de café. Era sin duda un narrador nato que amaba sentarse junto al fuego y hablar de viejas historias o lejanos mundos, por lo que lanzó una bocanada de humo, sonrió a su concurrencia, y decidió continuar su relato.

— No es una leyenda… — repitió convencido —. Al perder su tercer avión. Jimmy volvió a Estados Unidos, trabajó como piloto acrobático en una película cuyo título no recuerdo, compró otro aparato y regresó a Ciudad Bolívar… — Fumó despacio, haciendo una larga pausa, y luego se inclinó hacia delante como intentando darle intimidad a su narración —: Un día de mil novecientos treinta y seis distinguió a lo lejos el Auyán-Tepuy y llegó a la conclusión de que era aquel en el que había aterrizado con McCraken. Se aproximó en un día extrañamente despejado de nubes, y al girar en torno a él, contempló, asombrado, al «Río Padre de todos los Ríos»: una gigantesca catarata de mil metros de altura que en los días en que la cumbre del Tepuy se encontraba cubierta de nubes parecía surgir del cielo. Había descubierto la catarata más alta del mundo: «El Salto Angel», que la mayoría de la gente cree que se llama «Salto del Angel», pero es en realidad «El Salto de Jimmy Angel», en honor del piloto que lo descubrió cuando buscaba la mítica «Madre de los Diamantes» del escocés McCraken… ¿Qué les parece? — (Una historia fascinante!

— ¡Pues aún hay más…! El húngaro rió como un niño travieso —. Jimmy Angel seguía fascinado por la mina y un día, en compañía de su esposa, un venezolano llamado Gustavo Henry y un «baqueano», aterrizaron en lo alto del Auyán-Tepuy, pero ll época era mala y había tanto fango que las ruedas se hundieron y no pudo volver a despegar. Durante casi un mes, permanecieron arriba, buscando la mina, comiendo ranas y tratando de encontrar una forma de descender por aquellas paredes cortadas en vertical, y cuando al fin consiguieron escapar a través de un río subterráneo, llegaron a Ciudad Bolívar con la salud quebrantada y arruinados. Pero Jimmy es un tipo testarudo y se ha ido a Panamá a trabajar como piloto de correo aéreo para conseguir otra avioneta. La suya continúa en la cima… — Hizo una pausa —. No entiendo mucho de aviones, pero me dio la impresión de que, cambiándole el motor, aún podría volar… El fuselaje y la cabina se conservan intactos. El problema es sacarla de allí…


— ¿Usted la ha visto? — se sorprendió Sebastián, y ante la muda afirmación, insistió —. ¿Dónde? ¿En lo alto del Auyán Tepuy?

— ¡Ujummm…! — fue la respuesta —. Exactamente donde él la dejó. Dimitri, el negro Porcel, un «arekuna» y yo, trepamos por la pared sur y llegamos a la cumbre, pero aunque removimos hasta la última piedra del cauce del Churum-Merú, el río que allí nace y que es el que forma la catarata, no dimos ni con el más miserable diamante. Jimmy se equivocó, y el yacimiento debe estar en cualquiera de los otros cien malditos tepuys que se alzan a todo lo ancho de La Guayana.

— ¿Piensa seguir intentándolo…?

Zoltan Karrás contempló largamente a Asdrúbal Perdomo, meditó unos instantes, y por último negó con un gesto:

— Tengo cincuenta y siete años — dijo —, y me pesa demasiado el trasero como para pasarme otra semana colgando de una pared de piedra mientras los rayos me estallan en las narices. El negro Porcel se ahogó en un raudal del Caroní, Dimitri montó una ferretería, y el indio volvió a sus selvas. ¡No! — negó convencido —. ¿Para qué querría yo tantos millones…? ¿Para construir hospitales a mi muerte? Ahora me conformo con encontrar algunas «piedras» de tanto en tanto. La ambición es cosa de jóvenes.

— Pero usted no es viejo…

— ¡Gracias! — fue la exclamación —. Viniendo de una niña como tú, es todo un cumplido… ¿Cuántos años tienes? ¿Diecisiete?

— Dieciocho.

— Yo apenas tenía poco más cuando ya estaba en una trinchera en España, en el treinta y siete, y en Yugoslavia, en el cuarenta y dos. Pero ha llovido mucho desde entonces, y tengo la impresión de ser tan viejo que nací, no antes de que empezara el siglo, sino incluso antes de que empezara el mundo… Por mí «La Madre de los Diamantes» puede quedarse donde está, aunque lo que en verdad me gustaría es que, algún día, Jimmy la encontrara. El es el único que realmente se la merece resultaba difícil conciliar el sueño después de haber oído hablar de «La Madre de los Diamantes», y «El Río Padre de todos los Ríos», o de cómo un piloto aventurero y un loco se había tropezado con la más alta catarata del planeta, «La Ultima Maravilla del Mundo», cuando su única intención era convertirse en un hombre inmensamente rico.

Le resultaba difícil a Aurelia, preocupada por la impresión que las palabras del húngaro podían haber causado en el ánimo de sus hijos, y le resultaba aún más difícil a esos hijos, para los que parecía haberse abierto de improviso un nuevo horizonte directamente entroncado con aquellos sueños infantiles que durante tanto tiempo se les antojaron lejanos e irreales. Ahora, un hombre que había vivido tales sueños y había participado en tan portentosas aventuras, se encontraba allí tendido en un «chinchorro» colgado entre dos árboles, durmiendo tan plácidamente como si en lugar de a orillas del salvaje Orinoco se encontrase en la más pacífica y confortable casa de Budapest.

— ¿Habría sucedido todo tal como había relatado? ¿Era posible que hubiese existido un escocés que llenaba cubos de diamantes, y un héroe de guerra que continuase persiguiendo la quimera de llenar cubos semejantes con diamantes semejantes?

Era como volver a escuchar las olvidadas fantasías de Maestro Julián, el Guanche, con la diferencia de que ahora tales fantasías sonaban a realidad, porque parte de sus protagonistas aún vivían, y los lugares en que se habían desarrollado se encontraban al otro lado de la corriente de agua que continuaba fluyendo, majestuosa e inmutable, como si el ancho y profundo Orinoco se complaciese en limitarse a ejercer de mudo testigo de los mil hechos portentosos que habían ocurrido — y aún continuarían ocurriendo — a todo lo largo de su margen derecha.

Resultaba en verdad difícil conciliar el sueño tratando de imaginar cuántas gemas de más de cien quilates ocultaría en su seno el yacimiento del que los ríos iban arrancando lentamente los diamantes, y quién sería el osado que treparía sucesivamente a todos los tepuys que se alzaban en los más recóndito de las selvas para conseguir hundir sus manos en aquel indescriptible tesoro al que únicamente dos hombres habían tenido acceso a lo largo de la Historia.

¿Qué aspecto tendría «La Madre de los Diamantes»? ¿Sería un simple hoyo sobre el que cruzaba un riachuelo; una profunda caverna, o la falda de una ladera que el agua iba lamiendo día a día…? ¿Qué explicación habría dado a Jimmy Angel aquel viejo escocés que no había querido confiar su hallazgo al papel prefiriendo mantenerlo fresco en su memoria? ¿Chocheaba cuando le confesó que lo encontraría en la cima de una meseta al sur del Orinoco, o le engañó a sabiendas para que nadie pudiera aprovecharse de un descubrimiento que le había costado años de esfuerzo?

Habían quedado flotando tantas preguntas bajo el araguaney y la lona encerada, o sobre los restos de la hoguera y la lona del playón, que resultaba comprensible que su sola presencia ahuyentara el sueño obligando a los ojos a permanecer clavados en las altas estrellas y que al amanecer, cuando Zoltan Karrás despertó fuera para encontrarse a Sebastián pacientemente sentado frente a él.

— ¡Lléveme con usted! — pidió.

— ¿Adonde?

— Adonde pueda encontrar diamantes.

El húngaro señaló con un ademán de la cabeza hacia la goleta en cuyo interior dormían Yáiza y Aurelia:

— ¿Y qué harías con ellas?

— Mi hermano las cuidará hasta mi vuelta. Pueden quedarse en Ciudad Bolívar y aparejar el barco. No me necesitan para eso y mientras tanto tal vez yo consiga algún dinero… — Hizo una corta pausa y su voz sonó suplicante al añadir —: ¿Me enseñaría a buscar diamantes?

«Musiú» Zoltan Karrás tomó asiento en su hamaca, extendió Ja mano, se apoderó de su renegrida y cochambrosa cachimba y la encendió con parsimonia:

— El problema no está en aprender a buscar diamantes, hijo — replicó —. Eso puede hacerlo hasta el más lerdo aunque sea un trabajo pesado y decepcionante. El problema está en llegar hasta donde se encuentran… — Señaló con la pipa hacia la orilla opuesta —. La selva es muy dura: es húmeda, calurosa e insalubre, y se encuentra repleta de serpientes, arañas, bestias, indios, mosquitos, hormigas venenosas e incluso murciélagos-vampiros… Es un viaje muy largo; primero Caura arriba y luego, a pie, a través de riscos y quebradas porque en esta época del año las trochas y senderos se han convertido en un fangal y por el río Paragua no hay quien suba; su cauce no es más que una maldita sucesión de raudales y chorreras. — Negó convencido —. Nunca se lo aconsejaría a un novato, y para mí significaría una tremenda responsabilidad si algo te ocurriera. Tu madre tiene aspecto de haber sufrido mucho y no me gustaría contribuir a darle un disgusto. — Agitó la cabeza convencido —. No; la verdad es que no me gustaría nada en absoluto.

— El disgusto se lo daría yo. No usted.

— Pero consideraría que tengo parte de culpa. A veces hablo demasiado y no me doy cuenta de que con mis historias puedo causar daño… — Extendió la mano y golpeó afectuosamente la rodilla de su interlocutor —. Contado al amor del fuego, todo resulta bonito y las aventuras de McCraken o Jimmy Angel pueden antojársete maravillosas, pero te aseguro que la realidad es muy distinta. Muy dura y muy distinta.

— Ganarse la vida pescando también es duro. O de peón albañil. O de «vaquero» en Los Llanos… — Le miró largamente y había un profundo convencimiento en sus palabras cuando añadió —: No me asusta lo que es duro, sino lo que no ofrece esperanzas.

— Eso lo entiendo, pero te advierto que para la mayoría de los mineros de La Guayana tampoco hay esperanzas. Por cada McCraken que consigue morir rico, conozco mil que no disponen ni de ataúd en el que irse al otro barrio. Los entierran desnudos en el mismo hoyo en el que llevaban un mes cavando en busca de esa «piedra» que nunca aparece. — Usted ha logrado sobrevivir. — Yo he sobrevivido a todo, jovencito… — replicó el húngaro riendo divertido —. A veces creo que me trajeron al mundo con el único propósito de que me dedicara a hacerle quiebros a la muerte. Aquí donde me ves, soy el único tipo que conozco al que fusilaron los turcos y aún puede contarlo… — Se abrió la camisa y mostró su abdomen cuajado de cicatrices —. ¡Mira! — añadió —. Balas turcas.

Sebastián observó aquel estómago terso y bronceado por el sol guayanés y luego alzó los ojos y le miró de frente:

— Prométame que durante el viaje me contará su vida — pidió.

— ¡Ah, carajito insistente! — exclamó el húngaro —. A ti no habría muchachita que te negara el cono… — Indicó con un ademán hacia Aurelia que había hecho su aparición sobre la cubierta del Maradentro —. ¡Ahí tienes a tu madre! — dijo —. Si la convences, y no me corre a palos, te llevo a la mina.

La respuesta de Aurelia fue tajante:

— Si tú vas, vamos todos.

— ¿Estás loca?

— Loca me volvería si me quedara esperando… — Hizo una significativa pausa, pero se la advertía segura de sí misma cuando añadió —: Si lo que pretendes es separarte definitivamente del resto de la familia no voy a impedírtelo porque ya tienes edad para elegir tu propio rumbo, pero si vamos a continuar siendo los Perdomo Maradentro, no nos quedaremos cruzados de brazos en Ciudad Bolívar a la espera de que te hagas rico o te maten las fiebres.

— ¡Pero la mina no es sitio para ti…! ¡Ni para Yáiza…!

— En ese caso tampoco lo es para ti.

— Eso no es lógico. Ni justo.

— ¡Me importa un pimiento…! Como dicen en mi tierra: «O todos monjes, o todos canónigos…»

— La mina no es sitio para mujeres… — fue la sentencia de Zoltan Karrás cuando minutos después le plantearon el problema.

— ¡Eso es lo que yo le he dicho! — se apresuró a puntualizar Sebastián —. Pero ella insiste… — Se volvió a su madre mientras con la mano señalaba al húngaro —. ¡Escúchale! — rogó —. Él conoce bien ese mundo y sabe que no podéis ir.

— ¿Por qué?

— Porque siempre ha sido así.

— Pues ya es hora de que cambie… ¿0 es que no ha habido nunca mujeres en un campamento minero? El otro día dijo que llegaban con «La Peste».

— Sí, claro… — admitió «Musiú» Zoltan Karrás un tanto confuso —. Pero se trata de otro tipo de mujeres: prostitutas y aventureras.

— ¿Quiere hacerme creer que jamás ha visto una mujer «decente» en un mina? ¿La esposa, la madre, la hermana o la hija de un buscador? ¿Nunca? ¿Quién cocina, quién lava la ropa, o quién los cuida cuando enferman…?

— Algunas he visto… — replicó el otro desganadamente —. Pero casi siempre son negras, indias o mestizas nacidas en la región y acostumbradas a este clima y esa forma de vida… — Negó con un gesto de la cabeza —. No me las imagino en un poblado minero. ¡No! No me las imagino.

— ¿Se negaría a llevarnos?

— Yo no he dicho eso.

— Ya sé que no lo ha dicho… — Aurelia se mostraba agresiva —. Pero acepta que Sebastián le acompañe. Respóndame sinceramente y sin rodeos: Si los demás decidiéramos ir también, ¿se negaría a llevarnos?

— Tendría que pensármelo.

— ¿Por qué? ¿Cree que está en mejores condiciones que Yáiza o yo de soportar una caminata a través de la selva?

Zoltan Karrás los miró alternativamente, y al fin concluyó por darle una patada a una rama y lanzarla al río.

— ¡Maldita sea! — farfulló —. ¡Esto me pasa por charlatán! Yo estaba tan tranquilo comiéndome un mono sin meterme con nadie, y ahora resulta que me atacan porque considera que la mina no es lugar para mujeres. ¡Yo me largo! — concluyó —. Me largo, y si tropiezo con alguien me haré el pendejo y le hablaré en húngaro. — Agitó la mano en un brusco ademán de despedida —. ¡Chao! — concluyó.

Comenzó a soltar la cadena de su curiara dispuesto a empujarla al agua, pero súbitamente se envaró como si una corriente eléctrica le hubiera recorrido el cuerpo porque Yáiza había colocado suavemente una de sus manos sobre su antebrazo al tiempo que rogaba:

— ¡Por favor! ¡No se vaya!

Él pareció querer decir algo aunque no acertó con las palabras, y la muchacha insistió:

— No se vaya. Nos gustaría que nos contara más cosas…

Zoltan Karrás la miró a los ojos, y necesitó unos instantes para recuperarse antes de replicar:

— Creo que ya he hablado demasiado, y es mejor que continúen hacia el mar, que es lo que conocen. ¡Adiós!

— ¡Adiós!

Saltó al interior de la canoa y entre Asdrúbal y Sebastián concluyeron de empujarla hasta que la corriente la tomó de lleno y la arrastro río abajo.

El húngaro agitó por última vez la mano y se alejó a toda velocidad, penetrando en el cauce del Caura por el que desapareció, y todos se miraron decepcionados y confusos, pero Asdrúbal pareció leer en los ojos de su hermana, y súbitamente inquirió:

— ¿Va a volver?

Ella asintió en silencio.

— ¿Cuándo?

— En cuanto se dé cuenta de que está solo.

— ¿Nos llevará a la mina? — quiso saber Aurelia.

— Únicamente si tú en realidad deseas que nos lleve — fue la respuesta —. ¿Lo deseas?

— No. Pero vosotros sí y no pienso pasarme el resto de la vida sintiéndome culpable por haber impuesto mi voluntad.

— Nunca te lo reprocharíamos.

— Lo sé, y eso es lo malo. Jamás nos reprochamos nada los unos a los otros y tal vez nos convendría darnos una buena sacudida de vez en cuando. — Lanzó una ojeada a cuanto se encontraba desperdigado a su alrededor —: ¡Bien! — señaló —. Empecemos a recoger. Vuelva o no vuelva, es hora de ponernos en marcha…

— A ti te cae bien — sentenció Asdrúbal.

— Naturalmente — admitió su madre —. Es simpático y cuenta unas historias fascinantes, pero a su edad podría tener un poco más de fundamento. Me parece muy bien que a los jóvenes les guste la aventura, pero llega un momento en que un hombre tiene que sentar la cabeza, y ése la tiene también llena de pájaros.

— ¡Ahí viene…!

En efecto, la curiara había hecho su aparición descendiendo por el Caura para trazar un amplio círculo y emproar directamente hacia donde se encontraban.

Permanecieron muy quietos, y a la espera, y fue Zoltan Karrás el primero en hablar, cuando apenas había varado la embarcación en la arena:

— ¡Yo no me hago responsable! — señaló —. Las trataré como a hombres y lo que pueda ocurrirles es su problema… ¿De acuerdo?

— De acuerdo.

— Suban a bordo entonces, buscaremos gasolina, les remolcaré hasta Aripagua, y mi comadre Socorrito Torrealba cuidará del barco hasta su vuelta… Ese trasto no puede navegar por aguas poco profundas.

Obedecieron. Obedecieron porque habían tomado conciencia de que no les quedaba otra solución que obedecer, ya que desde el instante en que abandonaron el cauce del Orinoco ascendiendo por las aguas del Caura, comenzaban a adentrarse en tierras de La Guayana, y aquél era un mundo misterioso y salvaje del que todo lo ignoraban.

Incluso ese agua fue bien pronto distinta — oscura pero limpia —, pues los ríos que descendían de los contrafuertes del Escudo Guayanés aparecían de un color casi negro que les diferenciaba de los afluentes «blancos», sucios y embarrados que llegabán de los Llanos del Oeste.

Cambió también un paisaje en el que la selva alta y frondosa daba paso de improviso a extensas sabanas cubiertas de gramíneas de luminoso color dorado, salpicadas aquí y allá por apretados bosque-cilios de palmeras «moriche», aisladas acacias o floridos araguaneys de un amarillo rabioso, mientras a lo lejos se perfilaban, recortándose contra un cielo de un azul intensísimo, las rectas moles de tepuys a los que podría confundirse con una inacabable sucesión de altivas fortalezas.

— Es un lugar hermoso — comentó Yáiza.

— Y aparentemente pacífico — replicó Asdrúbal —. Pero cuando se convierte en selva, cambia. Es como si la Naturaleza se complaciera en ir mostrando alternativamente las dos caras de su moneda; ahora selva, ahora sabana. Y allí, al pie de las mesetas, los árboles se apiñan de tal modo que parecen una muralla que intentara impedir el paso hacia las cumbres.

— ¿Hacia «La Madre de los Diamantes»?

Asdrúbal se volvió a su hermana, y no pudo menos que sonreír:

— Hacia la mismísima «Madre de los Diamantes»… — replicó —. ¿Crees que realmente existe?

— El escocés la encontró, ¿no es cierto? — Yáiza señaló la espalda del húngaro que les precedía remolcándoles en su curiara —. El está convencido de que existe, y no cabe duda tiene más experiencia que nosotros.

— ¿Crees todo lo que cuenta?

— Hasta ahora no una dicho una sola mentira.

— ¿Cómo lo sabes?

Yáiza se encogió de hombros:

— No lo sé, pero lo sé… — replicó riendo de su propia frase —. Es cierto que trepó hasta la cima del Auyán-Tepuy, y que estuvo en todas esas guerras.

— No parece húngaro.

— ¿Cuándo habías visto a un húngaro?

— Nunca… Bueno, sí. Una vez vi uno. Tocaba el violín.

— Sería un cíngaro.

— Es posible… — admitió él sin comprometerse —. Sea como sea, lo cierto es que éste, si no tuviera los ojos tan claros, parecería venezolano… Me cae bien… — concluyó —. Me cae muy bien mientras no se haga demasiadas ilusiones respecto a mamá.

Su hermana le observó largamente y por último, como si le costara trabajo admitir lo que había oído, inquirió:

— ¿Mamá?

Él asintió con un leve movimiento de cabeza:

— Se queda muy quieto cuando la escucha y aunque se diría que sus ojos son incapaces de expresar nada, a menudo le brillan.

— No me había fijado.

Asdrúbal pareció sorprenderse:

— Pues será la primera vez que no te fijas en algo…

Yáiza se fijó esa misma noche, mientras, sentados en torno a la gran mesa del amplio «caney» del cauchero Juan Socorro Torrealba, Aurelia Perdomo hacía un somero relato de lo que había sido la vida de su familia a partir del momento en que un señorito lanzaroteño quiso violar a su hija y Asdrúbal tuvo la mala suerte de matarlo.

Los ojos de Zoltan Karrás, como bolas de cristal de gaseosa, no se apartaban un instante de su rostro, pero había algo inexplicable en aquella mirada; algo que iba más allá de la admiración que pudiera sentir un hombre maduro por una mujer atractiva; una especie de búsqueda de detalles ocultos, de rasgos conocidos, de gestos que pugnaban por devolver a su memoria otros gestos tiempo atrás olvidados.

Era como si «Musiú» Zoltan Karrás estuviera tratando de redescubrir a Aurelia Perdomo, y fue después del café, cuando el viejo Torrealba se disponía a echar mano a su mejor botella de ron, cuando Yáiza, sin tomar conciencia de lo que hacía, dejó escapar un nombre:

— Rosa de los Vientos.

El húngaro le dirigió una larga mirada de agradecimiento, y sonrió mientras asentía convencido:

— Llevo dos días intentando recordar a quién se parece tu madre, y ésa es la respuesta: se parece a Rosa de tos Vientos.

— ¿Es una charada? — quiso saber Aurelia —. ¿A qué estáis jugando?

— No jugamos a nada… — replicó el húngaro con naturalidad —. Rosa de los Vientos era una miliciana anarquista con la que conviví en Madrid en el treinta y siete.

Aurelia se volvió a su hija e inquirió confundida:

— ¿Tú la conoces?

— No.

— No pudo conocerla… — se apresuró a señalar Zoltan Karrás —. La mataron ese mismo año. — ¿Entonces…?

Durante un largo minuto, en el que no se escuchó más que el gorgoteo del ron que Juan Socorro servía a sus invitados, todos se miraron y resultaba evidente que ni Torrealba, ni Sebastián, ni Asdrúbal Perdomo tenían idea clara de lo que se estaba hablando.

— ¿Entonces…? — repitió impaciente Aurelia —. ¿Cómo es posible que Yáiza asegure que me parezco a ella y a usted no le sorprenda?

— Porque captó una idea que me daba vueltas en la cabeza… — La miró fijamente —. Ella puede hacerlo. ¿Es que no lo sabía?

— ¡Mierda!

Juan Socorro Torrealba permitió que el líquido rebosara del vaso que estaba sirviendo mientras observaba, profundamente sorprendido, a la educada señora que había dejado escapar tan inapropiada interjección.

— ¿Qué ocurre? — quiso saber —. ¿Por qué se arrecha? — Se volvió a su compadre —. ¿Has dicho algo malo?

— Le molesta que haya advertido que su hija tiene algo de «santera» y «adivinadora…». — Bebió su ron con parsimonia —. ¿Tú lo habías notado?

— Desde que entró por esa puerta… — admitió el cauchero —… se le nota, como se le nota que es alta y tiene los ojos verdes. Rió mostrando que le faltaban cuatro dientes —. ¿Acaso pretende ocultarlo? Aquí le va a resultar difícil, porque vivimos rodeados de brujos, hechiceros, «piaches», «ojeadores», «ensalmadores», «milagreros», y toda clase de gentes con poderes ocultos… — Sirvió de nuevo el vaso que su compadre había vaciado y añadió —: Estas selvas y estos tepuys tienen un atractivo especial para los «dotados».

Aurelia fue a responder agriamente, pero el húngaro se apresuró a extender las manos en actitud conciliadora.

— ¡No se enfade! — pidió —. Socorrito no ha querido molestarla y las cosas son como dice. Al igual que la India o el Nepal, estos ríos y estas mesetas atraen desde muy antiguo a quienes se sienten fascinados por cuanto resulta misterioso o inexplicable. Están convencidos de que aquí encontrarán respuestas a extrañas preguntas que siempre se hicieron, porque éste es el último lugar de la Tierra que aún puede considerarse esencialmente virgen.

— ¿Usted cree en esas cosas?

— Poco importa lo que yo crea. Lo que importa es lo que veo, y cuando veo que su hija es capaz de leer un nombre que tan sólo está en mi subconsciente, no me queda más remedio que admitir que hay cosas que escapan a mi entendimiento. — Hizo una pausa que aprovechó para apurar el nuevo vaso que el cauchero le había servido, y añadió —: Algunos de los mejores yacimientos de este territorio se descubrieron porque alguien escuchó «La Música». «Makunaima» se apareció indicando el punto exacto en que había que buscar, o un rayo milagroso partió un árbol como en las minas de oro de El Callao. — ¡Tonterías…!

— ¿Y usted lo dice? — intervino Juan Socorro Torrealba incrédulo —. ¿Usted, que trajo al mundo una criatura que tiene más poder que veinte hechiceros juntos…? — Sacó la lengua por entre una inmensa mella de sus dientes y la agitó de un lado a otro en lo que podría considerarse un tic nervioso —. No está bien que yo intervenga, puesto que nadie me da vela en este entierro, pero le repito que aquí, al sur del Orinoco, su hija va a tener demasiados problemas a causa de sus poderes. — Movió la cabeza pesimista —.

Demasiados, concluyó.

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