Tomó asiento a la entrada del puente sin tratar de atravesarlo, puesto que las reglas de Salustiano Barrancas eran muy rígidas y nadie podía merodear por la mina en cuanto caía la noche sin arriesgarse a recibir un tiro e ir a dar con sus huesos al fondo del río para servir de alimento a las pirañas.

Permaneció por lo tanto allí, muy quieto y en silencio, sin importarle el diluvio que ya le había empapado, preguntándose por qué extraña razón no había sido capaz de vencer el impulso de confesar en voz alta que aquella dulce chiquilla de hermoso rostro asustado poseía a su modo de ver el poder de adivinar dónde se ocultaban los diamantes.

Rodaba desde muy antiguo por La Guayana la leyenda de que existían seres privilegiados que «olfateaban» las piedras por muy profundas que se encontrasen, o escuchaban su «Música» cuando nadie más podía oírla, pero el húngaro no lo había considerado nunca más que como una de las tantas historias infantiles con que los mineros acostumbraban entretener sus largas y aburridas noches de ocio, por lo que le asombraba sorprenderse a sí mismo aceptando, con un ciego e injustificado convencimiento, que aquella niña, por la que desde el primer momento había sentido una extraña fascinación, se encontraba dotada de tan desconcertante poder.

¿Qué le había impulsado a creerlo?

¿Y qué le impulsaba a continuar aferrándose a a tan estúpida idea, pese a que todos sus razonamientos condujeran al convencimiento de que debía rechazarla?

Se golpeó la frente con el puño, maldiciéndose en voz baja por su falta de tacto, pues le había bastado con mirar a Yáiza para comprender hasta qué punto le habían afectado sus palabras y en qué forma había turbado de nuevo su ánimo ya de por sí sujeto con excesiva frecuencia a insoportables tensiones.

¿Por qué se había comportado tan irreflexivamente y quién le había impulsado a ello? ¡«Kanaima»!

La respuesta le saltó a los labios tan espontánea y sorprendente que tuvo de improviso la sensación de que la lluvia había quedado suspendida en el aire y la Tierra había dejado de girar, porque aquel nombre odioso y repelente había estallado, aunque tan sólo fuera como un susurro, en la quietud de la noche.

«Kanaima». El demonio de las selvas; el espíritu de todas las venganzas; el «Mal» en su más pura esencia, era el único ser capaz de dictarle al oído aquellas frases obligándole a repetirlas sin detenerse a meditar en el daño que causaban, porque «Kanaima» era desde el comienzo de los tiempos el instigador de todos los crímenes que impulsaban a un ser humano a lanzarse a las fauces de los caimanes, adentrarse para siempre en la espesura, o volarse la tapa de los sesos.

Pero, ¿quién le había llamado? ¿Quién había asesinado a un minero para robarle sus «piedras», violado a un niño, llevado a sabiendas el sarampión a las tribus salvajes o infringido los más sagrados tabúes de La Guayana?

— ¿Me estoy volviendo loco?

La pregunta, apenas musitada, quedó flotando en la noche empapada y negra, amenazante; pregunta que no hubiera tenido razón de ser en ningún otro lugar del mundo que no fuera la orilla de un río de la selva guayanesa y en la soledad de una noche de diluvio en la que ni tan siquiera las propias manos eran algo más que oscuras sombras.

Permaneció largo rato allí, acurrucado y quieto, meditando sobre los nuevos terrores que le habían asaltado, hasta que un potente haz de luz recorrió la orilla opuesta barriendo cada pozo de la mina, se deslizó por el bamboleante puente que el agua empujaba cada vez con más fuerza, y fue a detenerse sobre su rostro demacrado y sus deslumbrantes ojos.

— ¿Qué hubo, húngaro? — inquirió socarrona la voz de Salustiano Barrancas —. ¿Has venido desde tan lejos a pescar una pulmonía?

— Estoy pensando.

— Mal sitio este para pensar — fue la sentencia —. Se te mojan las ideas. Entra en mi tienda.

Le siguió y tomó asiento cerca del fuego, frotándose las manos y los brazos mientras el otro se despojaba del pesado impermeable, el sombrero, y las botas de goma.

— Quítate esa ropa — señaló Cara-e-locha, al tiem po que colgaba de una percha su pesado revólver —. No pienso violarte, y no me gusta echar más muertos al río que los absolutamente imprescindibles. — Hizo una pausa, sirvió dos enormes cazos de café y le ofreció uno mientras tomaba asiento frente a él —. ¿Cuál es el problema? ¿La madre o la hija?

— «Kanaima». — Ante la larga mirada, entre burlona e inquisitiva, Zoltan añadió —: ¿Tú crees en «Kanaima»?

— ¡Escucha, viejo! — fue la pausada respuesta —.

Soy «Fiscal de Minas» de esta mierda y por lo tanto no tengo derecho a creer en pendejadas, pero como decía mi abuela la gallega, «Haberlas haylas»… Llevo demasiados años en la selva como para tomarme a broma el innombrable. — ¿Qué es «Kanaima»?

— Eso depende de la tribu a la que se lo preguntes. Para los «arekunas» es el espíritu de la venganza; un muerto que quiere perjudicar a un vivo y como no puede hacer nada contra él, elige a otro vivo como instrumento de su venganza. Le despoja de su sombra obsesionándole y martirizándole hasta que le empuja a asesinar a su enemigo. Si lo hace, a los tres días le devuelve su sombra y su paz de espíritu. Para los «maquiritare» se trata, sin embargo, del demonio de los remordimientos que vaga por las selvas hasta que consigue introducirse en el cuerpo de alguien que no tiene la conciencia limpia y lo tortura hasta que acaba por empujarle al suicidio. Para mí, no es más que una locura pasajera, como el «cafard» del desierto o el «amok» de Extremo Oriente.

— ¿Has visto a alguien en esas condiciones?

— Entre los «buscadores» se da con frecuencia porque pasan días y días con los pies en el agua, un sol de plomo en la cabeza y los ojos dilatados buscando piedrecitas que casi nunca aparecen. De repente dan un grito y se lanzan a las pirañas o se adentran en el monte y se cuelgan de una ceiba. ¿Te acuerdas del negro Tomás, de Washington Rodríguez, o de aquel checoslovaco calvorota que estaba contando chistes y de pronto salió al porche y se pegó un tiro en la boca…?

— El negro se drogaba con «niopo», y Washington no encontró en toda su perra vida una «piedra» que valiera mil «bolos».

— ¿Y el checo?

— ¡Vete a saber!

Permanecieron largo rato en silencio, uno a cada lado del fuego, bebiendo cortos sorbos del hirviente café que en realidad no era ya más que borrajas recalentadas, y los redondos ojos de Salustiano Barrancas, que semejaban dos viejas monedas de cobre pegadas a su aplastado rostro no se apartaban del húngaro, tratando de penetrar en sus más recónditos pensamientos.

— ¿Qué te preocupa? — quiso saber al fin —. Te gusta esa vida, la has elegido libremente, y siempre te has tomado la «busca» con calma. Si hay «guiña», hay «guiña» y si no quiere asomar, paciencia… — Sonrió burlón —. ¿Será que empiezas a sentirte viejo? — Será.

— ¿O será que te gusta la dama y de pronto te das cuenta que un tipo como tú no tiene nada que ofrecerle?

— ¿Quién sabe?

— ¿O se trata de la niña?

El húngaro alzó el rostro y le miró de frente, sorprendido:

— ¿La niña? ¡No! No soy ningún degenerado, aunque me inquieta porque oculta algo que nadie en este mundo sería capaz de descubrir. Los indios aseguran que es «Camajay-Minaré».

El otro lanzó un corto silbido de admiración e inclinó la cabeza incrédulo.

— ¿De modo que es ella?

— ¿Qué mierda quieres decir con eso?

— Que la noticia corre hace tiempo: Pronto llegará el día en que «Camajay-Minaré» bajará a la Tierra y liberará a los indios de la esclavitud a que los tienen sometidos los «racionales».

— No lo había oído.

— Mi misión es abrir mucho las orejas. De donde menos se espera puede nacer una revuelta. — ¡Vaina!

— Tú lo has dicho. ¡Vaina! ¿Dónde la encontraste? — En el río grande.

— ¿Qué hacía allí? — Se dirigía al mar.

— Debiste dejar que siguiera su camino. La Guayaría no es lugar para ella. — Necesitan dinero.

— Ella puede conseguir todo el que quiera cuando se le antoje.

— No del modo que piensas. — Hizo una pausa —. ¿Sabes una cosa?: esta noche me asaltó la seguridad de que «Escucha La Música».

— Si es «Camajay-Minaré» no me sorprende. — ¡Déjate de pendejadas! ¿Crees que realmente alguien puede hacerlo?

— Barrabás la escuchó en un tiempo, cuando encontró «El Libertador». Luego, con toda aquella historia del «Zamuro Guayanés» se quedó sordo para siempre. También me contaron que un chiquillo maquiritare podía hacerlo. Bachaco Van-Jan se lo llevó al Parán-Tepuy y nunca regresó. — No quiero que esto se sepa. — Yo no voy a contarlo. Los muchachos me respetan, pero si ando con esas historias acabarán «mamándome el gallo». Con mi cinco por ciento me conformo.

— ¿Hay algo que te importe en el mundo aparte de ese cinco por ciento?

— ¿Hay algo más que valga la pena? — fue la respuesta —. Veinte años llevo en estos ríos y estas selvas dejando que los «zancudos» y las «niguas» me devoren y jugándome la vida para que cuatro mineros locos no se roben. Me he comido más monos y más loros que una anaconda centenaria, duermo bajo una lona y bebo un café que parece jugo de calcetines. Mi único consuelo es que, cuando decida retirarme, podré agarrar mis piedrecitas y establecerme en el pueblo de mi abuelo, allá en Asturias. — ¿Y cómo sabes que va a gustarte? — Me gustará, porque no habrá selvas, «zancudos», «niguas», serpientes, jaguares, monos, loros, araña-monas, caimanes, pirañas, ni anacondas. Y sobre todo, hermano…, ¡sobre todo! no habrá jodidos buscadores de diamantes que te vengan contando historias de «Kanaima». Y ahora me voy a dormir, que mañana, en cuanto amanezca, tengo que estar «ojo pelao» para que esos carajos no se destrocen.

Apuró su cazo de café, colgó los gruesos lentes de un nudo de la cuerda de su «chinchorro», se balanceó un instante, y medio minuto después, roncaba.

El húngaro Zoltan Karrás le estuvo observando absorto, por último se acurrucó en un rincón, alargó el brazo hacia el fuego para que le sirviera de conductor de calor, y tras dedicarle un último pensamiento a la chiquilla «que escuchaba La Música», cerró los ojos y permitió que el cansancio del largo día le venciera.

Fuera continuaba lloviendo con fuerza, anegando y derrumbando los pozos de la mina, el yacimiento o «La Bulla» de Turpial.

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