Hans. Bachaco, Van-Jan vivía obsesionado por los diamantes.

No despreciaba el oro, las esmeraldas colombianas, el caucho, el «balata», o el contrabando fronterizo que de igual modo le proporcionaba excelentes beneficios, pero el sueño de su vida — heredado de su padre — había sido siempre poseer una fastuosa colección de diamantes como la del escocés Mac-Craken.

En efecto, su padre, el pelirrojo y gigantesco borracho Hans Van-Jan, desperdició siendo aún muy Joven su prometedora carrera de tallador por su incapacidad de resistir la tentación de apoderarse de las tres hermosas gemas que un joyero parisino puso en sus hábiles manos, lo que le condujo al poco tiempo al aborrecido penal de Cayena.

Cumplida su condena oyó hablar de los yacimientos venezolanos del Caroní, y decidió tentar fortuna quedándose en las selvas guayanesas, donde no tuvo suerte en la búsqueda, pero sí la desgracia de contemplar algunas de las «piedras» que McCraken trajo en su segundo viaje a la mítica «Madre de los Diamantes». Desde aquel infausto dia, el viejo Van-Jan vivió como hipnotizado por el recuerdo de semejante visión y se pasaba las noches contándole a todo el mundo cómo eran aquellas «piedras», y qué haría con ellas si algún día conseguía reencontrar tan portentoso yacimiento.

Años más tarde, cuando tuvo noticias de que Jimmy Ángel andaba también a la búsqueda de «La Madre de los Diamantes» trató inútilmente de asociarse con él, y al enterarse de que se había empantanado en la cumbre del Auyán-Tepuy no pudo vencer la tentación, se compinchó con un aventurero tejano, e intentaron a su vez repetir el aterrizaje en la cumbre de la meseta con tal mala fortuna que la diminuta avioneta capotó, su compañero murió en el acto, y él quedó con las dos piernas quebradas en la cima de un farallón de roca inaccesible, a cientos de kilómetros del punto civilizado más cercano.

Cuan terrible debió de ser su agonía, tan solo él y su hijo podían saberlo, pues consciente de su próximo fin, aún tuvo la fuerza y el valor necesario como para trasladar a un pequeño cuaderno de notas todo cuanto le estaba aconteciendo, pormenorizando al detalle las angustiosas sensaciones de un hombre que sin más compañía que la lluvia, los rayos, el viento y las estrellas, veía llegar a la muerte en la más absoluta impotencia.

Escrito en flamenco, el libro de notas fue encontrado años más tarde por la expedición de Zoltan Karrás, y el Bachaco dedicó largos meses a traducirlo palabra por palabra y a sufrir por tanto casi los mismos padecimientos que su padre experimentara en aquellos momentos.

La avioneta de Hans Van-Jan permanecía aún en la cima del Auyán-Tepuy, y quienes lo sobrevolaban en sus visitas a la portentosa catarata podían distinguirla muy cerca de la que había pertenecido a Jimmy Ángel, pero aquellos fracasos, y los de cuantos más tarde les siguieron en la búsqueda de la perdida mina de McCraken, no bastaron para desalentar a el Bachaco, que, por el contrarío, se empeñó, cada vez con mayor empecinamiento, en cumplir el sueno que había costado la vida a su padre.

El día que tuvo noticias de que un muchachito maquirítare escuchaba «La Música», no dudó por tanto en seguirle ciegamente hasta la cumbre del vecino Parán-Tepuy, pero en el momento en que comprendió que aquel semisalvaje no sabía más de diamantes de lo que él mismo sabia, no dudó tampoco a la hora de arrojarlo al vacío desde los setecientos metros de altura de la pared oeste de la meseta que era la que más a plomo caía sobre la verde selva inferior.

Quienes le acompañaban en aquella ocasión, comentaban más tarde la temible serenidad que el Bachaco había mostrado a la hora de empujar al abismo al maniatado indígena, y cómo se había complacido en escuchar su inacabable grito de terror, observando la forma con que el viento jugueteaba con aquel cuerpo inerme antes de permitir que desapareciera tragado por las copas de los más altos árboles.

Pero los fracasos, tanto propios como ajenos, continuaban sin hacer mella en la férrea voluntad del negro pelirrojo, que persistía, con pertinaz terquedad, en la idea de poseer, algún día, «piedras» semejantes a las que habían trastornado a su padre, y en cuanto escuchaba el rumor de que una nueva «bomba» había sido detectada en cualquier punto del inmenso territorio que se asentaba entre el Orinoco y el Amazonas acudía de inmediato con lo más escogido de su gente.

Pero ahora, convencido de que Turpial no ofrecía, al igual que tantos otros yacimientos de segunda clase, oportunidad de obtener más que algunos puñados de «piedras» de mediano valor pese a las prometedoras expectativas del fondo del río, había comenzado a aferrarse a la idea de que la preciosa muchacha de ojos verdes y majestuosa figura que acompañaba al húngaro poseía los extraños poderes que aquel difunto chicuelo nunca poseyó.

Hijo de una hermosa y ladina negra trinitaria, de la que se murmuraba que atiborraba al viejo Van-Jan de «pusana» y bebedizos mágicos, el Bachaco había heredado de ella, además del color de la piel y la esbelta figura, una atracción especial por todo cuanto se relacionase con el ocultismo, el vudú, las macumbas. o los oscuros ritos relacionados con Maria Lionza y no se le antojaba por tanto en modo alguno descabellada la aseveración que había hecho uno de sus hombres — un indio renegado —, de que Yáiza podía ser, en verdad, una elegida de los dioses.

Pero Yáiza había desaparecido.

Yáiza, y sus hermanos, su madre, la curiara, e incluso aquel hijo de puta de «Musiú» por e! que jamás había experimentado la menor simpatía, pese a que le hubiese traído el libro de notas de su padre.

Cerca ya de la unión con el Paragua. un grupo de mineros que navegaban aguas arriba en demanda de Turpial le aseguraron — Jurando y perjurando —, que en el transcurso del día no se habían cruzado con ninguna embarcación, y, como desde siempre había sabido que Zoltan Karrás era un «pájaro-bravo», en cuanto se refiriese a la supervivencia en las minas y la selva, el Bachaco no abrigó dudas sobre el hecho evidente de que el húngaro había adivinado sus intenciones, optando por darle el «esquinazo».

— ¡Nos envainó el «musiuito»! — le señaló a Cesáreo Pastrana, un asesino pastueño al que solía hacer partícipe de sus confidencias —. Nos hecho tronco de lavativa metiéndose en el monte. Ahora sabe que le andamos buscando las liendres, y ese húngaro es morrocoy de muchos caparazones.

— Más grandes nos han servido de merienda.

— A condición de saber donde cuelga su chinchorro, pero por lo que tengo oído es un pata-larga, más caminador que tigre con ladillas. — Esta vez no anda solo y las mujeres no le dejarán apresurarse mucho. — El colombiano señaló la inmensa extensión de verdor que había quedado a sus espaldas —, Esa es tierra difícil — añadió —. Monte bravo, poca sabana, cerros y cañadas. No pueden estar lejos.

— Lo que me preocupa no es dónde estén, sino hacia dónde se dirigen — replicó el mestizo masticando con fruición el extremo de uno de los inmensos habanos que siempre fumaba como símbolo de su poder y autoridad —. Si la niña escucha «La Música» tal vez ande tras la pista de una nueva «bomba». — El otro no dijo nada, pero la expresión de sus ojos bastó para demostrar lo que estaba pensando, y eso pareció molestarle —. Ya sé que no crees en esas vainas — añadió —. Pero yo sé que son ciertas.

— ¿Como en el caso del mariquitare?

— Aquel «comemierda» se asustó, eso fue todo. Era bueno para buscar «piedras» en los ríos, pero «La Madre de los Diamantes» le venía grande y cuando se enfrentó a los farallones del tepuy le entró tal cagalera que a partir de ahí no supo ni cómo se llamaba.

— ¿Y qué te hace pensar que la caraja es distinta?

— Porque lo es… — Se volvió a buscar con la mirada al arekuna que se entretenía en flechar peces Junto a la orilla, en la que se encontraban atracados y lo llamé con un gesto —. ¡Tragámonos! — pidió —. Ven y cuéntale al pastuñeo cómo es la guaricha.

El llamado Tragamonos — con más aspecto simiesco que los propios «marimondas» de los que acostumbraba a alimentarse — se aproximó dando saltitos, se plantó frente al colombiano al que apenas llegaba a la cintura, y estirando mucho el cuello como si se tratase de una tortura curiosa lanzó un corto rugido que imitaba a la perfección el grito de un araguato.

— Guaricha nacida para esposa de Makunaima, «cuñao» — dijo —. Pero ni siquiera un dios podrá tocarla sin quemarse porque está hecha de madera de «guachimacá», el árbol que produce el fuego. Guaricha oye y ve lo que nadie oye ni ve, porque el «cari-cari» le prestó sus ojos y el «cunaguaro» su nariz. Guaricha sabe lo que nadie más sabe, porque…

— ¡Anda a joder al coño de tu madre…! — le interrumpió el colombiano impaciente —. Lo único que esa guaricha tiene es la cuca más jugosa al sur del Caribe, y para comérsela vale la pena seguirla por esos montes hasta la mismísima tierra de los «guaicas». — Rió divertido mientras con dos dedos apresaba la diminuta nariz del indígena y se la retorcía como a un chicuelo travieso —. ¿Vendrás con nosotros a ver a los «guaicas» o te mearás en el «guayuco» en cuanto los huelas? ¿Eh? ¿Te gustan los «guaicas», indio de mierda?

El otro dio un salto atrás a riesgo de dejarse el apéndice nasal entre las manos del pastueño, y tras cerciorarse de que continuaba en su lugar de siempre, replicó malhumorado:

— «Guaica» mata primero blanco, luego negro, luego indio, y por último «guaharibo». Tendré tiempo de mearme en tus pantalones cuando estés hinchado y comido por las moscas. ¡Recuérdalo, «cuñao»!

Dio de un nuevo salto cuando el otro hizo ademán de echarle al cuello su ancha manaza, pero Bachaco Van-Jan intervino interponiéndose entre ambos.

— ¡Basta de guachafitas! — ordenó —. Nadie ha dicho nada de meterse en territorio «guaica» y no creo que el «Musiú» sea tan pendejo como pensarlo. — Hizo un gesto a sus hombres para que reembarcaran en la enorme curiara —. ¡Arriba todos! — gritó —. ¡Regresamos!

Y lo hicieron, atentos ahora a cada detalle de las orillas del río y deteniéndose de tanto en tanto a Investigar a fondo los puntos que pudieran haber servido de escondite a quienes ya en una ocasión habían conseguido burlarles, y el sol caía a plomo cuando se adentraron al fin en el diminuto caño de la margen derecha. De inmediato el arekuna comenzó a olfatear el aire como un perro perdiguero para saltar de improviso a tierra, seguir el rastro que su nariz le indicaba y descubrir, bajo una cuarta de tierra y hojarasca, las cenizas de la hoguera que Asdrúbal Perdomo encendiera la noche anterior.

— Aquí no durmieron — sentenció tras comprobar por el tacto el tiempo que llevaba apagada —. Bogaron de noche — añadió con un tono de voz que denotaba a las claras la repugnancia que tal hecho le producía —. Los «racionales» no respetan el «taré» de la luna y la utilizaron para alejarse. ¡Mala cosa! — concluyó convencido —. ¡Muy mala!

A partir de aquel momento Bachaco Van-Jan no abrigó dudas sobre el camino seguido por el húngaro y los Maradentro, pues resultaba evidente, si no aparecería su embarcación, que la única vía de escape antes de Turpial era el desconocido afluente que alimentaba el Curutú por su margen derecha.

Ordenó por tanto al timonel que le diera potencia al motor y se acomodó con el resto de los hombres que se entretenían jugando a las cartas en el interior de la toldilla hasta que cuatro horas más tarde el diminuto tributario se habla convertido en poco más que un canal invadido por una maleza que rascaba los costados y por el que resultaba imposible navegar.

— Si ese «Musiú» es tan listo como imagino, habrá hundido su curiara para que no podamos averiguar desde dónde comenzaron la «pica» — comentó —. Hay quinientos «bolos» para el primero que descubra qué camino ha seguido. Cesáreo, con tu gente, por la margen izquierda; Tragamonos y el resto, por la derecha. Todos aquí de vuelta dentro de una hora, y no quiero disparos que puedan alarmarlos. Vienen y me lo cuentan… ¡Andando!

Se recostó contra el tronco de un támaro, cerró los ojos, y como no tenía sueño dejó pasar el tiempo fumando y recordando el entusiasmo con que su padre le repetía la vieja historia del día en que vio brillar sobre el mostrador de un bar de Ciudad Bolívar las «piedras» que el viejo McCraken había obtenido de su misteriosa mina del Tepuy.

— ¡Las había como huevos de paloma! — aseguraba —. Y una azulada parecía tan excepcionalmente fina que yo hubiera podido sacar de ella un brillante de cuarenta quilates. ¿Te imaginas? ¡Un brillante de cuarenta quilates…!

El mulato Van-Jan no había visto nunca un brillante de cuarenta quilates y no conseguía por tanto imaginárselo, y a lo largo de toda su vida — que transcurría sin tropezar jamás con una gema semejante — había continuado de igual modo tratando de imaginar qué aspecto tendría y qué sensación se experimentaría al poseerla.

Muchas «piedras» habían pasado en aquellos años por sus manos, pero ninguna de la que pudiera obtenerse ni remotamente un brillante perfecto, y se preguntó si no habría sido todo ello tan sólo fantasías de borracho hasta el día que conoció personalmente a Jimmy Ángel y éste le confirmó la historia palabra por palabra:

— Recuerdo especialmente aquella «piedra» azulada — admitió —. McCraken me aseguró que jamás la vendería, y años más tarde, cuando me lo encontré en el tren, aún la llevaba colgada al cuello. Le había dado un nombre: «El Gran Willians», en memoria de su socio muerto. — ¿Cómo era McCraken?

— Un viejo solitario. Siempre hablaba de Willians, y de los años que pasaron juntos. Más que amigos debían ser como hermanos, y creo que jamás se recuperó por su muerte. — ¿Es cierto que aquella noche regresó con dos cubos de diamantes?

— ¿Crees que si no lo hubiera visto con mis propios ojos estarla perdiendo los mejores años de mi vida buscando esa dichosa mina…? |No friegues! — ¿Lo intentarás de nuevo? — En cuanto tenga otro avión. — Yo puedo proporcionarte uno. Hans Van-Jan jamás olvidaría — y eso era algo que habla jurado cobrarle algún día — la despectiva mirada que Jimmy Ángel le habla dirigido, y lo marcadamente ofensivo de su tono al replicar:

— ¡Escucha, Bachaco! Ya tu padre quiso intentarlo y tuvo una mala muerte. Esa mina es mía. ¿Lo oyes? Es mía y no pienso asociarme con gente como tú, porque estoy seguro de que si diéramos con ella, ahí mismo me cavarías la tumba… — ¡Encontré la «pica», «cuñao»! Abrió los ojos y se enfrentó al simiesco rostro del Tragantonas, que hizo un amplio gesto señalando un punto hacia el Sudeste.

— Encontré la «pica» — repitió —. Tres hombres y dos mujeres por un viejo sendero de dantas. Nos llevan medio día de ventaja.

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