— Se las compro.

— ¿Qué?

— Las «piedras».

— ¿Piedras? ¿Qué piedras, señor…? — Sven Goetz hizo un amplio gesto que mostraba el río y el bosque en torno a su chamizo, pero se le advertía perplejo —. Todo está lleno de piedras.

— ¡Oh, vamos! — protestó Bachaco Van-Jan —. Se diría que todos los jodios «musiús» de este país pretenden engañarme últimamente. Usted sabe que no me refiero a ese tipo de piedras, sino a las otras: los diamantes.

— ¿Diamantes? — se asombró el alemán —. ¿Qué diamantes?

— ¡No se haga el pendejo conmigo, gran carajo! Los diamantes que ha ido reuniendo los cuatro años que lleva aquí.

— El ex «coronel» de la «SS» recorrió con la vista el grupo de hombres que se había acomodado en su choza, y por último se volvió de nuevo al chocante negro de cabellos color panocha que parecía comandarlos. Su castellano sonó más estrafalario que nunca al replicar:

— No sabía que aquí hubiera diamantes, señor.


Pero si me dice cómo son y dónde pueden estar tendré mucho gusto en buscarlos para usted. Me sobra tiempo.

— ¿Me está mamando el gallo?

El oficial alemán se irguió visiblemente ofendido.

— ¿Mamando qué, señor…?

— «Mamando el gallo»; tomando el pelo; burlándose de mí; quedándose conmigo… Lo que quiera, «musiú», pero le advierto que quienes lo han intentado están ya horizontales… — Hizo una pausa, tal vez para permitir que el otro recapacitara sobre lo que en verdad le convenía —. Repito mi oferta — insistió por último —. Le pago un buen precio por sus diamantes.

— Y yo le repito mi respuesta, señor, y no pretendo mamarle el gallo ese… Jamás he visto más diamantes que el que le regalé a mí esposa en nuestro quinto aniversario de bodas.

Bachaco Van-Jan pareció comprender que decía la verdad, y tras meditar unos instantes, aventuro:

— ¿Oro?

— ¿Cómo dice?

— Le pregunto si es oro lo que tiene. También estoy dispuesto a comprárselo.

— Lo siento. Tampoco tengo oro. Todo lo que tengo es lo que ve aquí: las vasijas, el banco y la hamaca.

El mulato intercambió una larga mirada con Cesáreo Pastrana, y resultaba evidente que tanto el colombiano como el resto de los «rionegrinos» se encontraban tan desconcertados como él.

— Me vas a perdonar «musiú» — dijo por último tuteándole porque al parecer se le había acabado la paciencia —. Pero yo ya estoy mayorcito para creer que alguien pueda pasarse cuatro años en el culo del mundo, sin nacer otra cosa que buscarse los piojos.

— Soy un prisionero.

— ¿De quién?

— Mío.

Los ojos, color esmeralda, refulgentes y agresivos de Hans Van-Jan, relampaguearon de ira, y con un velocísimo gesto esgrimió su corto y afilado machete que surcó el aire y fue a detenerse en el cuello del alemán infringiéndole un pequeño corte por el que comenzó a manar un hilillo de sangre. — ¡Repítelo! — masculló.

El alemán no se movió. Observó, visiblemente desconcertado a aquel extraño espécimen del que no sabría decir exactamente a qué raza pertenecía, se tomó unos segundos para ordenar sus ideas, y por último, utilizando aún más expresiones alemanas de las que tenia por costumbre, musitó: — ¡Señor! Si usted me mata tal vez me alegre porque la soledad, el hambre, y estos bichos que me llagan el cuerpo están a punto de volverme loco, pero le aseguro que estoy aquí por mi propia voluntad, cumplo una condena que yo mismo me im-puse y no tengo ni oro ni diamantes… — No es más que un pobre chillado — comentó alguien —. ¡Déjalo estar! — ¿Y si miente?

— Un pendejo que vive de esta manera, duerme en ese «chinchorro y tiene la espalda como él la tiene, no miente. Si lo matas le haces un favor.

— A veces me gusta hacerle favores a la gente.

— Pues apúrate porque mientras tanto los „isleños“ nos sacan ventaja.

— Aquí soy yo el que da las órdenes… — se molestó el Bachaco —. Y no tenemos prisa hasta que lleguen adonde quiera que vayan. — Se volvió al alemán —. ¿Qué ventaja nos llevan?

— ¿Quién?

— ¡No me envaines! Las mujeres y los tipos. ¿Cuándo se fueron? — Al amanecer. — ¿Adonde se dirigen? — En busca de los „guaicas“. — ¿Los „guaicas“? — se asombró el Bachaco —. ¡Guá! Échame otro cacho! AI húngaro jamás le interesaron los „guaicas“. Sólo le interesan los diamantes.

— No hablaron de diamantes. Sólo de „guaicas“.

— Ese viejo es muy zorro para hablar de lo que le conviene. Sabe que la chica escucha „La Música“ y va en busca de „piedras“.

— ¿Y si no fuera así? — intervino Cesáreo Pastrana —. ¿Y si en realidad no andarán en busca de diamantes sino de indios?

— ¿Qué quieres decir?

— Que llevamos mucho camino recorrido — señaló el colombiano —. Y hemos cruzado por zonas en las que yo juraría que puede existir un buen yacimiento pero si esa caraja escucha „La Música“, o se ha vuelto sorda, o no quiere escucharla. Puede que este tipo tenga razón. Llevamos cinco días siguiéndolos y no sabemos exactamente para qué.

— ¿Se te ocurre una idea mejor?

— Si la chica escucha „La Música“ no tenemos más que obligarla a que la escuche para nosotros v nos diga dónde están las „piedras“. De otro modo nos arriesgamos a llegar al Brasil „a golpe de calcetín“ si no nos mata un indio.

— Yo estoy de acuerdo con el pastueño — puntualizó un mestizo de larga nariz ganchuda que siempre andaba renegando —. A mí esto de caminar como pendejos me toca las „gandumbas“. Vamos a agarrarlos de una vez, y por lo menos nos podremos coger a las mujeres.

— ¡Se hará lo que yo diga!

— Desde luego, Bachaco — se apresuró a replicar Cesáreo Pastrana —. Tú eres el ¡efe, pero si seguimos así nos arriegamos a quedarnos „silbando iguanas“ y con los pies molidos. ¡Esos caraios pueden perderse de vista en cualquier momento!

— El Tragamonos los sigue de cerca.

— El Tragamonos es arekuna y en cuanto huela un „guaica“ se va a quedar como pajarito „vajeado“ por anaconda. Y luego perderá el „guayuco“ corriendo hasta su casa. Sorprendidito estoy de que aún no se haya largado.

— Tendré que pensarlo — admitió el mulato de mala gana, y luego estudió fijamente al alemán, como si estuviera jugando a fulminarlo con la mirada —. ¿Qué hago contigo „piapoco“? — inquirió —. ¿Te rebano el pescuezo o te dejo aquí comiendo mierda?

— Usted sabrá, señor. A mí tanto me da una cosa como otra.

— Viendo cómo vives, no queda más remedio que creerte — replicó el Buchaca al tiempo que devolvía el machete a su funda. Por esta vez te perdono — sonrió divertido —. Dame las gracias.

— Gracias.

— ¡Muy bien! Ahora ponte de rodillas y dame las gracias.

— ¿De rodillas? — se sorprendió Sven Goetz.

— Eso he dicho, „catire“. De rodillas. Ponte de rodillas y dime: „Gracias señor Van-Jan por perdonar mi puerca vida.“

El ex coronel de la „SS“ dudó, pero advirtió cómo la mano del „rionegrino“ se dirigía de nuevo a la empuñadura del machete, y clavando una rodilla en tierra, repitió humildemente:

— Gracias señor Van-Jan por perdonarme la vida.

— „Mi puerca vida“ — le corrigió el otro.

— Mi puerca vida.

— ¡Muy bien! — alzó al pie —. Ahora bésame la bota.

Tras un instante de indecisión, el alemán obedeció y dando por concluida la diversión, Bachaco Van-Jan se puso en pie y se volvió al mestizo de la larga y afilada nariz.

— ¡Prepara algo de comer, Mapurite! — ordenó —. Dentro de media hora quiero estar de nuevo en marcha.

Se alejó hasta la orilla del riachuelo donde tomó asiento sobre una roca descalzándose para refrescarse los pies en el agua y poder meditar a solas sobre la conveniencia de continuar siguiendo al grupo, o apoderarse por la fuerza de la muchacha y que ésta les condujera de una vez adonde se encontraban los diamantes.

¿Podría hacerlo?

Aquélla era una pregunta a la que venía dando vueltas desde hacía varios días, porque le preocupaba la inutilidad de aquel largo viaje en el caso de que todo fueran fantasías suyas y al igual que el maquiritare, Yáiza no poseyera ningún poder especial para descubrir „bombas“ de diamantes.

Era una criatura extraña, desde luego. La mujer más hermosa, sensual e inquietante que hubiera pisado jamás las selvas guayanesas, pero su innegable atractivo y la aureola de misterio que parecía envolverla no constituían en modo alguno garantía de que estuviera en posesión de un oído capaz de escuchar la sutilísima „música“ de los diamantes, mientras todos sabían que Barrabás, un mulato enorme vulgar, pendenciero y algo simple, había demostrado, no obstante disponer de la „mejor oreja“ del Territorio.

¡Y sin embargo…!

Sin embargo una voz interior le gritaba continuamente que si alguien había en este mundo capaz de reencontrar la mina de McCraken, ese alguien tenía que ser aquella chiquilla de ojos verdes que nada sabía de diamantes, y Hans Van-Jan, ni holandés ni trinitario; ni rubio ni negro; ni católico ni ateo, tenía desde siempre auténtica necesidad de creer en lo inexplicable, pues le habían echado al mundo entre cánticos y conjuros a orillas del mítico Río Negro, y había crecido sin más distracción que escuchar viejas historias de hombres intrépidos que habían sabido arrancarle a la tierra sus fabulosos tesoros.

— El diamante es lo más valioso del mundo — le decía siempre su padre —. Y por eso el diamante tan sólo acepta la compañía de las mujeres más hermosas, los reyes más poderosos, los hombres más ricos, o los guerreros más valientes. ¡A esos son a los que aman los diamantes! A los que corren los riesgos…

— Los muchachos están inquietos.

Observó a Cesáreo Pastrana que se había sentado a su lado tendiéndole un plato de „carotas“ negras con arroz, y durante unos instantes comieron en silencio con la vista fija en la margen opuesta del riachuelo.

— ¿Les asustan cuatro indios boludos? — inquirió al fin —. Creí que habíamos traído a los mejores.

— No están asustados — especificó el pastueño —. Están inquietos porque no tienen muy claro qué es lo que hacemos aquí. ¿De verdad crees que el húngaro anda en la busca de „La Madre de los Diamantes“?

— ¿Qué otra cosa sino? — ¡Cualquiera sabe!

— ¡Escucha, Cesáreo! Ese húngaro tuvo las santas bolas de trepar por la pared del Auyán-Tcyuy porque creía, como lo creyeron mi padre o Jimmy Angel, que allí se encontraba la mina. Ahora todos sabemos que no está en el Auyán-Tepuy pero él continúa decidido a encontrarla y está utilizando a la muchacha porque ella es como esos perros perdigueros que siguen un rastro y nunca lo pierden.

— A mí todo eso me suena a cuento de viejas.

— Lo mismo decían de Barrabás, pero cuando comenzó a seguir aquel rastro dio con una piedra de ciento cincuenta quilates. Y lo mismo ocurrió con Salva-la-Patria o La Fiasco. Los mejores yacimientos de este país los descubrieron tipos con poderes extrasensoriales que los demás ni siquiera comprendemos.

— ¿„Extrasenso… qué“? — inquirió el colombiano confuso —. ¿Qué es eso?

— ¡Olvídalo! — replicó Bachaco Van-Jan devolviéndole el plato y comenzando a calzarse las botas —. Lo único que importa es seguir adelante y no tener un mal tropiezo.

— El alemán dice que a veces los guaicas rondan por aquí.

— Lo imagino, pero no por eso voy a cagarme los pantalones. Si asoman, plomo, porque no voy a consentir que cuatro monos pintarrajeados se cenen mis „hallacas“.

Omaoa era su nombre,

y nada había a su alrededor.

No existía la Tierra,

ni el cielo del que cuelgan las estrellas. No había selvas,

ni hermosos ríos de transparentes aguas. No había hombres,

ni animales que dejaran sus huellas en la arena.

Le respondió su propia voz

cuando llamó a ¡as oscuras sombras,

y ¡a inmensa soledad le llenó el corazón de tristeza.

Acuclillado junto al fuego, como si se tratara de escapar de aquellas mismas sombras, Xanán canturreaba monótonamente sin cesar ni un solo instante de balancearse adelante y atrás, siempre aferrado al largo arco que parecía constituir casi su único punto de apoyo, Yáiza le observaba, y su presencia se le antojaba tan real y su voz resonaba tan nítida, que una vez mas le costaba trabajo admitir que ni sus hermanos, ni su madre, ni Zoltan Karrás pudieran verle y escucharle, pese a que, acomodado sobre un tronco caído, Asdrúbal permanecía despierto y vigilante.

Estaba más triste que nunca el „guaica“ aquella noche; más melancólico y lejano; más muerto y más descoso de estar vivo, y no alzaba ni un instante los ojos que mantenía fijos en las llamas, repitiendo una y otra vez su monocorde cántico:

Omaoa nos dio el sol,

que trae la vida y ahuyenta las tinieblas.

Omaoa nos dio los bosques,

que se dejan atravesar por los grandes ríos.

Omaoa nos dio la Tierra,

que alimenta las raices del bananal y el „pijiguao“.

Omaoa nos dio los monos y las dantas, que se dejan cazar por los „yanoami“.

Omaoa nos da la vida,

hasta que quiera conducirnos a la cima del Gran

Tepuy.

Cesó en su canturreo y en su balancearse, y cesó de igual modo de contemplar el fondo de las llamas, para volverse a observar los verdes ojos que le contemplaban a su vez.

— ¿Dónde está Omaoa? — inquirió como si en verdad imaginara que Yáíza podía proporcionarle una respuesta —. ¿Por qué no me lleva al Gran Tepuy, en lugar de castigarme de este modo?

Todos los muertos de todas las razas y todas las religiones hacían siempre idéntica pregunta porque al parecer la muerte era la única cosa capaz de equiparar a un pescador canario con un indio de la selva, y al igual que para aquéllos Yáiza nunca tuvo respuesta, tampoco la tenia ahora para el „guaica“ que permaneció largos minutos aguardando, y al fin inclinó de nuevo la cabeza y repitió:

Omaoa era su nombre,

y nada había a su alrededor.

Yáiza continuó estudiándolo; tratando de averiguar por qué razón era ya el único difunto que acudía a visitarla, y qué extraña fuerza poseía para haber conseguido alejar a todos aquellos que de continuo la asaltaban y que tal vez empezaban a abandonarla porque el fin, algún tipo de fin que no conseguía imaginar, se aproximaba.

El largo viaje concluía, de esto estaba segura, porque había llegado a la más alejada y desconocida de las regiones del planeta a ponerse en manos de la más primitiva de las tribus y tenía que estar a punto ya de „tocar fondo“ en aquella descontrolada caída en la que había arrastrado consigo a toda su familia. Que los difuntos le hubieran olvidado, no significaba, a su modo de ver, más que una confirmación de que lo que temía y anhelaba, estaba cerca.

Omaoa nos da la vida,

hasta que quiera conducirnos a la cima de Gran

Tepuy.

Y el mayor tepuy de La Guayana se destacaba ahora claramente contra el azul del cielo, majestuoso y coronado de nubes, recordándole con obsesiva insistencia los dibujos del libro que más le impresionara durante sus años infantiles.

¿Era allí donde habitaba el dios de Xanán?

Comenzaba a amanecer; los cánticos se diluyeron al tiempo que se diluía en la glauca luz de la mañana la silueta del indio, y la alta selva despertaba a un nuevo día fresco y radiante que no conseguía alejar sin embargo la densa pesadez de sus presentimientos.

Sobre su cabeza una rama pareció cobrar vida y los redondos ojos de una „cuamacandela“ la espiaron sin que pudiera leer en ellos ni agresividad, ni miedo. Luego, el venenoso reptil se hundió entre un espeso racimo de anchas hojas de color verde-azuloso, pues era allí tan oscura la selva, que muchas plantas de baja altura adquirían aquella tonalidad azul que les permitía captar mejor la escasa luz que les llegaba a través del follaje.

Asdrúbal avivó el fuego y puso a asar los plátanos que les había regalado el día anterior Sven Goetz, y Zoltan Karrás abrió los ojos, observó a Yáiza y sonrió levemente:

— ¡Buenos días! — dijo.

— Buenos días…

— ¿Estamos cerca?

— Más que ayer.

— Pero menos que mañana… — rió el húngaro —. ¡Chica lista! — Se puso en pie, estiró los brazos bostezando sonoramente y por último señaló hacia el Sur —. Te advierto que, según tengo entendido, detrás de ese Tepuy acaba el mundo.

— El mundo acaba en el lugar en que uno muere, y eso nadie puede evitarlo aunque se empeñe en caminar hacía atrás — replicó Yáiza en el mismo tono —. Aunque creo que tiene razón y en ese tepuy acaba todo.

— ¿Te lo ha dicho „él“?

— No. No ha dicho nada. Está triste, aunque no debería estarlo porque pronto será libre.

— Si es posible, me gustaría que dejarais de decir sandeces tan de amanecida — rogó Aurelia desde su „chinchorro“ —. Estoy hasta el moño de oír hablar de un indio muerto como si fuera un miembro de la familia. Lo que estamos haciendo resulta de por sí bastante incongruente para que, además lo amenicemos con diálogos imbéciles. — Se puso en pie y comenzó a ayudar a su hijo menor a preparar el desayuno —. A veces me pregunto por qué no os pongo en fila como cuando erais niños, os doy una bofetada a cada uno, y nos volvemos a casa… ¡Si vuestro padre viviera!

Se habla levantado con mal pie, anduvo refunfuñando toda la mañana, y sus protestas arreciaron cuando alcanzaron la orilla de un ancho y caudaloso rio al que no habla más forma de cruzar que atravesando un frágil „puente colgante“ que parecía ideado para uso exclusivo de funámbulos de circo.

— ¿Cómo pretenden que pasemos por ahí? — se asombró —. Eso no resiste el peso de una persona.

— Resiste — aseguró Zoltan Karrás —. Es un auténtico puente „guaica“. Los construyen a conciencia y se asegura que algunos han aguantado en pie más de cincuenta años.

— ¿Cómo puede saberlo, si usted mismo dice que hasta aquí no ha llegado nunca ningún cristiano?

— Porque los „guaicas“ aprendieron la técnica de los „guaharíbos“, que son sus parientes más próximos, y los „guaharíbos“ siempre han sido famosos construyendo puentes, pues son la única tribu de la región a la que no le gusta navegar. Son „patas largas“, grandes caminadores eternamente nómadas, y por eso necesitan puentes. No tiene nada que temer; el secreto está en agarrarse a la liana de arriba e ir resbalando los pies por las ramas resbaladizas y ondulantes que aparentaban querer quebrarse a cada instante.

— ¡A mi edad! — mascullaba una y otra vez —. ¡Dios mío! ¡A mi edad y metida en estas cosas…!

Constituía un cómico espectáculo colgando asustada de aquel ridículo „puente“ de salvajes, pero a Yáiza se le antojaba un hermoso espectáculo, pues mostraba hasta qué punto su madre y sus hermanos hablan sido capaces de seguirla hasta aquel lugar „en que acababa el mundo“, dispuestos a compartir su destino aunque estuvieran convencidos que el suyo era un destino que nunca podrían compartir.

Los Perdomo Maradentro continuaban siendo una familia aun bajo las mas difíciles circunstancias y eso le enorgullecía, pero sabía que había llegado el momento de liberar a los suyos de la carga que significaba seguirla a todas partes, y aquél debería convertirse en su último puente, puesto que más allá tan sólo se distinguía una amplia llanura cubierta de espesos bosques que ascendían hacia el nacimiento de aquel tepuy que marcaba el final de su largo camino.

Una hora más tarde y a unos tres kilómetros del río, selva adentro, tropezaron con los restos de un poblado indígena que la vegetación había comenzado a invadir, aunque no existían restos de viviendas propiamente dichas, sino que todo el conjunto constituía una gran vivienda circular de unos treinta metros de diámetro que dejaba en el centro un patio abierto hacia el que ascendían los techos que partían del semiderruido muro exterior.

El conjunto obligaba a pensar en una pequeña plaza de toros, y se advertían perfectamente delimitadas las zonas correspondientes a cada familia en las que se distinguían las manchas que habían dejado en el suelo los fogones, y las marcas de los „chinchorros“ en los postes.

— Un „shabono“ „guaica“ — señaló el húngaro —. Sólo ellos levantan este tipo de construcciones, aunque debe hacer por lo menos dos años que no lo habitan. — Hizo un rápido cálculo girando la vista a su alrededor y añadió —: Aquí vivirían unos cincuenta o sesenta individuos.

— ¿Por qué se fueron?

— Probablemente se les agotó el platanal. Los indios cada cinco o seis años siembran otro, y cuando empiezan a dar cosecha construyen un nuevo poblado.

— ¿Lejos?

— Lo dudo. Cada grupo de familias suele habitar un territorio muy determinado, y no acostumbran a abandonarlo para no invadir el de los vecinos e iniciar una guerra. No creo que se encuentren a más de un día de distancia… — Lanzó un hondo suspiro de resignación —. ¡Bien! — exclamó —. De ahora en adelante todo depende de ellos. De ese río hacia acá ningún „racional“ ha pisado nunca estas tierras.

— ¿Estás seguro? — quiso saber Sebastián.

— Tanto como de que soy lo suficientemente estúpido como para estar aquí — replicó Zoltan Karrás malhumorado —. Allá, al Sudoeste, se deben encontrar las fuentes del Orinoco, pero con ser uno de los ríos más importantes del mundo, aún nadie ha llegado a ellas. — Comenzó a envolver su rifle en una manta e hizo un gesto hacia el que cargaba Asdrúbal —. Será mejor que ocultemos las armas — señaló —. Si las ven se mostrarán más hostiles aún. Nuestra única esperanza estriba en que tu hermana tenga razón, v nos estén esperando.. — Alzó el rostro y miro a Yáiza —. Porque nos esperan, ¿verdad? — inquirió.

— Supongo que sí.

— ¡Supones…! — exclamó el húngaro irónico —, ¿Te das cuenta de que si esa suposición no es cierta nos puede costar la vida?

— Me doy cuenta.

— Y sin embargo pareces más tranquila que nunca.

— Sí — admitió ella —. Estoy más tranquila que nunca. Los „yanoami“ son pacíficos.

— ¡De acuerdo! — admitió Zoltan Karrás. con aire de fatiga —. Los „yanoami“ son pacíficos. Nadie ha regresado de su territorio y las tribus vecinas juran que además de asesinos son caníbales, pero tú aseguras que son pacíficos, y a mí no me queda más remedio que confiar en tu palabra… — Buscó la cachimba y soltó un reniego —. ¡Y para colmo se me acabó el tabaco!

Yáiza se aproximó y alzándose sobre la punta de los pies le besó suavemente en la mejilla y sonrió:

— ¡ No se enfade! — pidió —. Todo va bien.

El la tomó por el mentón y trató de leer en el fondo de sus ojos.

— Quiero creerte — dijo —. Pero tengo la impresión de que ocultas algo. — Hizo una corta pausa y añadió —: ¿Has averiguado ya qué es lo que pretenden de ti?

— Aún no.

— ¿Estás segura?

— Le doy mi palabra.

— ¿Y si es algo malo?

— Por malo que sea, peor es lo que he dejado atrás. Me han librado de los muertos… — Se volvió a su madre y le tomó la mano con afecto —. ¡Ya no volverán! — dijo —. Xanán es el último, y muy pronto se marchará también. A partir de ese día podré dormir sin sobresaltos. Habré perdido el „Don“.

— ¿A cambio de qué? — quiso saber Sebastián.

— Cualquier precio que pidan lo pagaré con gusto — respondió Yáiza serenamente —. ¡Cualquiera!

— Tengo miedo — musitó Aurelia.

Su hija apretó con fuerza la mano que mantenía entre las suyas y se la acarició luego con ternura.

— Haces mal en tenerlo — señaló —. Ha sido como un largo peregrinaje en busca de mi curación, y va está próxima. No debes temer, sino alegrarte. Al fin voy a dejar de ser distinta.

— No sé si quiero que dejes de serlo.

— Un poco tarde para ponerse a averiguarlo, ¿no crees? — Señaló con un gesto hacia el castillo rocoso cuya oscura silueta se destacaba sobre los semiderruidos techos del shabono» —. Como Zoltan dice, detrás de ese tepuy acaba el mundo.

— Parece como si desearas realmente que acabara.

— Y lo deseo — admitió —. Me encuentro muy cansada, y no creo que fuera capaz de seguir más allá de ese tepuy bajo ninguna circunstancia.

— ¿Crees que es ahí donde está la mina? — quiso saber Sebastián.

— No tengo ni idea. Y no me importa. No son diamantes lo que busco.

— Es muy posible que el río que pasamos fuera el Alto Paragua… — puntualizó Zoltan Karras —. Eso significaría que ahora nos encontraríamos entre él y el Caroni; en el punto en que, según tú, puede estar la mina de McCraken.

— Le repito que no me importa, y lamento que se haya hecho ilusiones, pero quiero que entienda que no voy a mover un dedo por ningún diamante del mundo.

El húngaro la observó con atención y al fin optó por encogerse de hombros.

— ¡Qué carrizo! — exclamó —. Al fin y al cabo, ya soy viejo y no me veo derrochando plata en Nueva York. Creo que si tuviera que dejar de vagabundear me moriría de nostalgia.

A espaldas del poblado nacía una trocha que la vegetación había comenzado a invadir, lo que indicaba que se encontraba poco transitada por sus primitivos usuarios, pero aún se abría paso desahogadamente, primero a través de viejos platanales agotados, más tarde cruzando un tupido bosque de palmeras «pijiRuao», y por último por una despejada selva de altísimos árboles que se advertían atacados con inusual frecuencia por los temibles ficus matapalo, capaces de estrangular y derribar a los más altivos y poderosos troncos.

— No sé qué maldito placer experimentará esa jodida enredadera, ahogando al árbol que le sirve de sustento… — comentó malhumorado el húngaro —. Nace de él, de él se alimenta y muere cuando lo mata. A veces, la Naturaleza comete pifias propias de seres humanos.

Marchaban muy despacio como si de un paseo campestre se tratara ya que el sendero era cómodo, la temperatura perfecta y en el bosque abundaban las loras, guacamayos, monos, paujiles, «piapoco» y «diostedé», porque situado a casi ochocientos metros de altitud, bien regado por cortos chaparrones que daban luego paso a un sol resplandeciente y perfectamente drenado por infinidad de diminutos arroyuelos que se deslizaban rumorosos hacia el bravio Paragua, el territorio que se extendía entre la Meseta del Zamuro, al Norte, y la Sierra Pacaraima, al Sur, constituía en verdad una de las selvas más templadas, hermosas y acogedoras que pudieran existir.

Cuando, al atardecer, desembocaron en una corta sabana de altas gramíneas salpicada de pequeñas acacias sobre las que destacaba, a no más de veinte kilómetros, el nacimiento del altivo tepuy de nombre desconocido, Yáiza no pudo por menos que evocar una vez más el enorme libro de tapas marrones y dibujos a plumilla que tanto le había impresionado en su niñez y llegó a la conclusión de que no se había equivocado. Aquél era El mundo perdido de Conan Doyle y el círculo de sus sueños infantiles comenzaba a cerrarse definitivamente.

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