El alba era aún una promesa, vencida la primera claridad del día por el opaco peso de la lluvia que jugaba a ser cortina empeñada en disimular el mundo, cuando ya una larga fila de hombres aguardaba impaciente, con sus «surucas», sus cubos y sus palas al hombro a la espera del momento en que el «Fiscal de Minas» asomara la cabeza autorizándoles a iniciar una nueva y dura jornada de trabajo.

El puente, cada vez más presionado por la crecida corriente, crujía y se lamentaba amenazando con hacer saltar en pedazos las toscas lianas que lo afirmaban a los más altos árboles, y tan sólo de uno en uno y con infinito cuidado pudieron atravesarlo entre bromas, gritos, y risas de quienes aguardaban su turno a todo lo largo de la orilla.

El húngaro penetró muy temprano en el tosco chamizo de los Perdomo Maradentro, musitó una breve disculpa por su actitud de la noche anterior, y pidió a Sebastián y Asdrúbal que le siguieran, rogando a las mujeres que se mantuvieran a cubierto hasta que cesara de llover, o al menos hasta que el calor del día hiciera esa lluvia menos molesta.

La «Mina», encharcada y resbaladiza, ofrecía bajo la luz grisácea de la triste mañana un aspecto aún más sórdido y desolador, y aquí y allá no se escuchaban más que los reniegos y maldiciones de quienes comprobaban que largas jornadas de duro esfuerzo se habían malogrado por culpa del agua, y resultaba cada vez más trabajoso alcanzar el anhelado fondo del viejo cauce en que deberían encontrarse las «piedras» de mayor tamaño.

Las tareas en la concesión de Zoltan Karrás y los Perdomo Maradentro se dividieron muy pronto de acuerdo con las aptitudes de cada uno de sus propietarios, puesto que Asdrúbal se dedicó a palear la tierra, la arena y el cascajo, llenando cubos que Sebastián acarreaba hasta la orilla del río donde el húngaro cernía con un vaivén continuo y bruscos gestos en los que el material quedaba de pronto como suspendido en el aire, demostrando con ello que había dedicado largas horas de su vida a semejante labor.

Sus ojos, que parecían haber cobrado una nueva luz, no se apartaban de la «suruca» y podría creerse que desde el instante en que desparramaba el contenido de los cubos sobre el tamiz calibraba la calidad e importancia de lo que acababa de recibir, porque lo que al parecer en aquellos momentos andaba buscando no eran diamantes propiamente dichos, sino «puntas de lápiz», grafito, carbonados, cristales de roca o incluso «casi-casis», y que le sirvieran para comprobar hasta qué punto el terreno que habían elegido era verdaderamente apropiado.

— ¿Qué tal?

— Paciencia.

Ésa fue su única palabra durante las cuatro horas en que no se permitió apenas un descanso para llevarse las manos a la dolorida espalda: ¡«Paciencia»! porque una infinita paciencia resultaba imprescindible para permanecer inclinado bajo la persistente lluvia dejando que el agua escurriera desde la punta del sombrero hasta las pantorrillas donde iban a unirse al río.

— ¿Qué ha dicho? — quiso saber Asdrúbal en una de las ocasiones en que su hermano acudió en busca de un nuevo cubo de material.

— Paciencia.

Recorrieron con la vista la infinidad de cuerpos inclinados, las cabezas que apenas sobresalían de los desperdigados hoyos que habían convertido la espesura en un campo de batalla sobre el que hubieran estallado un centenar de potentes obuses, y las silenciosas idas y venidas de empapados hombres cargados con cubos de cascajo, y por enésima vez se preguntaron si no habían cometido una estupidez al dejarse tentar por la vana ilusión de hacer fortuna buscando diamantes en lo más profundo de la más desconocida de las selvas.

— ¡Dios nos ayude!

— Si no quiso ayudarnos en Lanzarote que estaba más cerca, mal veo que pueda hacerlo aquí, en el culo del mundo.

— ¿Crees que en verdad encontraremos diamantes, o que esto no es más que un manicomio al aire libre?

— Los encontremos o no, tienen que estar locos para pasarse la vida trabajando como topos con el agua a media pierna.

— ¿Y nosotros? ¿También estamos locos?

— ¡Desde luego! Yo, por haber insistido en venir y tú por no haberme roto la cabeza cuando lo propuse. — Sebastián extendió la mano y la colocó suavemente sobre el antebrazo de su hermano —. ¡Lo siento! — dijo.

— No tienes por qué sentirlo — fue la respuesta —. Nunca me habría perdonado no haber venido. Ahora lo que importa es que aparezcan esos diamantes.

Pero los diamantes no aparecían y cuando pasado el mediodía Aurelia y Yáiza acudieron con la comida no pudieron por menos que advertir la magnitud de su desaliento pese a que el húngaro parecía tomárselo con alegre filosofía.

— Hay que tener calma — sentenció —. Puede que no le echemos la vista encima a un solo quilate en quince días, pero de pronto llegarán todos juntos sin que se sepa cómo ni por qué.

— O no llegarán nunca…

— O no llegarán nunca, en efecto — admitió sonriente —. Si se tuviese la seguridad de que siempre van a aparecer, toda Venezuela estaría aquí, porque nada existe comparable a la sensación de ver caer una buena «piedra» en la «suruca».

Yáiza, por su parte, señaló con un amplio gesto al resto de los mineros que habían alzado el rostro para verlas pasar pero que ahora permanecían de nuevo con la cabeza gacha, afanados en aquella tarea que parecía encadenarlos al fondo de los agujeros luchando con el agua, el barro, el calor y la fatiga.

— ¿Y ellos? — inquirió —. ¿Han encontrado algo?

— A no ser que se trate de una piedra extraordinaria, ése es un secreto que únicamente se desvela los domingos. El resto de la semana nadie pierde el tiempo en comentarios.

— Se les diría obsesionados.

— «Están» obsesionados — admitió el húngaro —. Comen antes de amanecer y son muy capaces de no probar nada más hasta la noche. Como dice el dicho: «Si te llenas de yuca se te vacía la „suruca“.» Todo esto no es más que un juego de azar que tiene sus reglas, sus ritos, y su ceremonial. Tal vez no lo entiendan, pero si hoy encontráramos una buena «piedra» me sentiría profundamente desgraciado, porque la tradición exige que para que un yacimiento rinda, tiene que tardar en dar frutos. Es como una mujer con la que consiguieras acostarte la primera noche. Perdería todo su encanto.

— ¿Y cree que hemos venido desde tan lejos para participar en un juego?

— No lo sé. Pero ya que están aquí, adáptense.

Y tuvieron que adaptarse, porque aún soportaron tres largos días de lluvia, calor, esfuerzo y hambre atacados por la fiebre de la busca: la «diamantina», antes de que en la «suruca» del húngaro cayera una piedrecilla del tamaño de una lenteja, que sus traslúcidos ojos localizaron de inmediato.

— ¡Aquí está! — exclamó —. ¡El primero!

Lo colocó con sumo cuidado sobre la palma de la mano y Asdrúbal, que se encontraba en esos momentos a su lado, no pudo disimular su inmensa decepción:

— ¿Eso es un diamante? — inquirió confuso.

— Eso parece… — bromeó el húngaro —. Y lo que tienes que hacer es darle las gracias por indicarnos que no estamos fuera del yacimiento. Toda mina tiene un límite físico, y puede darse el caso de que en un punto se encuentren buenas «piedras» y tan sólo un metro más allá no aparezca ninguna. Lo que importa es «estar dentro». Y ahora lo estamos.

Había extraído del bolsillo de la camisa un pequeño tubo de caña e introduciendo el diamante lo taponó agitándolo para que resonara en su interior.

— ¡No hay maraca que se compare a ésta! — exclamó —. No hay nada que suene, en este mundo, como un «penetro» cuando se va cargando de «piedras».

Asdrúbal quiso responder, pero le interrumpió un escándalo de voces y gritos, y pronto pudieron advertir cómo un nutrido grupo de buscadores se arremolinaban a unos cincuenta metros de distancia.

— ¿Qué ocurre?

El húngaro señaló con la cabeza hacia Salustiano Barrancas que cruzaba el puentecillo con la mano ostentosamente colocada sobre la culata de su enorme pistolón.

— Alguien quiere pasarse de listo… — Dejó la «suruca» a un lado, y echó a andar hacia el punto al que se encaminaban la mayoría de los mineros —. ¡Ven, que tal vez aprendas algo…!

El motivo del alboroto era sin lugar a dudas el más frecuente en todo yacimiento de diamantes, porque un buscador acusaba a su compañero que se encontraba cerniendo «cascajo» de haberse tragado una «piedra» con el fin de no repartirla con el resto del equipo.

El acusado lo negaba alegando que lo único que había hecho era secarse el sudor del bigote con el dorso de la mano, gesto que el otro, que se mantenía continuamente ojo avizor, había confundido con el ademán de echarse un diamante a la boca.

La discusión pareció cobrar visos de eternizarse sin que ninguno de los implicados diese su brazo a torcer, y tuvo que ser el cachazudo y autoritario Salustiano Barrancas el que pusiera fin al problema haciendo una única y concisa pregunta que resonó extrañamente amenazadora:

— ¿Hacemos «La prueba»?

El acusador, un zambo escuálido de cabellos ralos y hundida barbilla que le daba un extraño aspecto de pájaro aburrido, dudó unos instantes, giró la vista observando a quienes le observaban a su vez, clavó por fin los legañosos ojos en el hombretón del poblado mostacho que parecía querer fulminarlo con la mirada y por último, con un supremo esfuerzo, asintió:

— ¡De acuerdo! — dijo.

— ¡Hijo de puta! — exclamó de inmediato su contrincante —. ¡Te mataré por esto!

— ¡Tú no vas a matar a nadie, Coriolano! — le advirtió fríamente el «Fiscal de Minas» —. El único que tiene derecho a matar aquí soy yo, y ya ves que apenas lo practico. — Le apuntó con el dedo —. Conoces las reglas: si admites que te tragaste una «piedra», esperamos a que la cagues y te largas con viento fresco. En caso contrario, te hago la prueba.

— ¡Vete a joder al coño de tu madre, gran cara-jo! — fue la histérica respuesta que tuvo la virtud de conseguir que en la mano de Salustiano Cara-e-locha hiciera su aparición un revólver amartillado que apuntaba directamente a los ojos del llamado Coriolano al tiempo que mascullaba:

— ¡No me calientes, negro-e-mierda, porque te vuelo los sesos y te abro en canal para sacarte esa «piedra» de las tripas! Hace tiempo que estoy «ojo pelao» contigo, porque andas en tratos con Muharrak y ese turco es muy capaz de comprar «piedras» pirateadas… — Hizo un gesto con el arma indicándole que se encaminara al puentecillo —. ¡Andando! — Ordenó —. Andando que tengo ganas de ver qué gatos guardas en la barriga.

Minutos después la mayoría de los mineros se encontraban formando círculo en torno a Coriolano, que arrodillado y con las manos atadas a la espalda, tragaba a duras penas una repelente pócima negruzca que el «Fiscal de Minas» le derramaba en la boca.

Cuando consideró que la ración era más que suficiente, Salustiano Cara-e-locha se apartó prudentemente y aguardó hasta que, con un aullido de dolor y el rostro desfigurado, el minero vomitó de un solo golpe para caer de costado y comenzar a retorcerse y agitar convulsivamente las piernas entre gritos, insultos y amenazas.

Sin perder su eterna calma y con ayuda de un palito, el «Fiscal de Minas» revolvió en los vómitos y apartó a un lado un cristalito del tamaño de un garbanzo que empujó hasta los pies del zambo de los ralos cabellos.

— ¡Ahí la tienes! — dijo —. (Seis quilates! Enhorabuena, pero la próxima vez elige mejor tus compañeros. — Se inclinó sobre Coriolano, le desató y aterrándole por los cabellos le obligó a que le mirara a los ojos —: ¡Y tú, «cagapiedras»! — le espetó —. Has perdido el derecho a buscar oro o diamantes en territorio venezolano. Si te sorprendo haciéndolo, eres hombre muerto. — Le obligó a ponerse en pie, tirándole del pelo a pesar de que casi no le sostenían las piernas —. Tienes exactamente cinco minutos para abandonar Turpial… «vivo».

Esa noche, mientras comentaba el incidente, Aurelia inquirió:

— ¿Y si no hubiera sido verdad? ¿Y si el zambo se equivocaba y ese hombre era inocente?

— En ese caso Cara-e-locha le hubiera obligado a tomar el vomitivo expulsándole de igual modo, porque idéntico castigo tiene robar a un compañero, que acusarle en falso. — El húngaro abrió las manos y se encogió de hombros —. Son las leyes de la mina y hay que aceptarlas.

— Son leyes salvajes.

— No más salvajes que el mundo que nos rodea. — Zoltan Karrás extendió un pie y mostró dos dedos a los que faltaban las uñas —: ¡Mire! — dijo —. Todo minero sabe que algún día tendrá que arrancarse las uñas porque de tanto estar en el agua, las «niguas» al anidar debajo producen un dolor tan espantoso que ésa es la única solución para no acabar volviéndose loco. No hay derecho a padecer lo que nosotros padecemos para que venga un «cagapiedras» y se quede con lo tuyo. No; por duras que parezcan, esas leyes no son salvajes; son justas.

— No desearía que algún día mis hijos tuvieran que arrancarse las uñas. — Aurelia dejó caer las palabras —. Ni que llegaran a aceptar semejantes leyes.

— Las leyes, como las costumbres, las hacen los hombres adaptándolas a las circunstancias que les tocan vivir — le hizo notar Zoltan Karrás —. Y ahora estamos en este lugar y en estas circunstancias. No hay que darle vueltas — concluyó —. Lo que importa es mantenerse dentro de los límites que Salustiano marca y esperar a que aparezcan los diamantes.

— No aparecerán.

La miraron. Yáiza era, de nuevo, aquella Yáiza distante de la que podría pensarse que no hablaba por ella misma, sino por alguien que la utilizaba como portavoz de sus palabras.

— ¿Cómo lo sabes?

— ¿Qué importa eso? Lo que me importa es que los diamantes, los buenos diamantes, no están en la orilla. Están en el fondo del río.

— ¿Escuchaste «La Música»?

Le miró molesta.

— No escuché ninguna música y no quiero hablar de ello. — Se diría que una tremenda laxitud; una desgana que tenía algo de derrota, se había apoderado de ella, que se volvió a sus hermanos y añadió suavemente —: Hubiera preferido callar, pero no es justo que os matéis a trabajar por algo que no vale la pena. El verdadero yacimiento está en el lecho del río.

Sebastián se volvió al húngaro:

— ¿Es posible? — quiso saber.

— Sí. Naturalmente — admitió el otro —. Con frecuencia es en el fondo donde se encuentran las mejores «bombas», pero explotarlas exige una técnica distinta. Hay que traer equipos especiales y buzos que paleen el cascajo que luego se limpia arriba. Nunca he trabajado de ese modo.

— ¿Pero sabe hacerlo?

— He visto cómo se hace, pero no me interesa. Se necesita demasiada gente y surgen problemas… — Hizo una larga pausa y agitó la cabeza negativamente —. Y no me divierte. Soy un viejo buscador que ama su oficio y que aprendió a tomarse las cosas con paciencia. Si en Turpial no hay diamantes, no pienso desesperarme. Habrá otros yacimientos.

— Pero en Turpial hay diamantes… — puntualizó Yáiza —. ¡Muchos!

— Sí… ¡Ya! En el fondo del río. — Lanzó una larga bocanada de humo —: Yo no he nacido para ponerme unos zapatos de plomo y bajar a hacerle compañía a las pirañas. Además, si las «piedras» están abajo es porque aún no quieren asomar a la superficie y es mejor dejarlas tranquilas.

— ¿No querrá hacernos creer que es supersticioso?

El húngaro Zoltan Karrás apuntó casi amenaza-doramente a Sebastián Perdomo Maradentro con la boquilla de su cachimba:

— ¡Carajito! — dijo —. A mi edad puedo permitirme el lujo de ser lo que me dé la gana. Y si en estos momentos no me apetece mojarme el culo buscando diamantes, no pienso mojármelo. ¿Está claro?


Los domingos, Salustiano Barrancas impedía el paso a través del puente y nadie podía poner el pie en la mina bajo ningún concepto, pues el cachazudo «Fiscal de Minas» sabía muy bien que aquella partida de locos eran capaces de continuar trabajando sin interrupción hasta caer reventados en el tajo, y siempre recordaba al minero que se quedó muerto de cansancio con la «suruca» en la mano para que la corriente arrastrara suavemente un cadáver río abajo.

Los domingos eran por tanto día de caza, aunque poca quedaba en las cercanías de Turpial, o día de descanso y venta de las «piedras», para lo cual los buscadores iban a la selva a sacarlas de donde las habían enterrado, o se limitaban a limpiar el canuto que las contenía y que a menudo ocultaban por las noches introduciéndoselo en el ano que era el único lugar en el que nadie podría robárselo sin temor a despertarles.

Usar las tripas como caja fuerte presentaba sin embargo el peligro de las infecciones, y de que en alguna ocasión, cuando se sabía que un buscador había tenido suerte y se encontraba realmente «cargado», los ladrones poco escrupulosos decidían emplear el expeditivo procedimiento de abrirle en canal, meter la mano y arrebatarle su tesoro cuando las entrañas aún le palpitaban.

Tan brutal procedimiento no era, sin embargo, demasiado usual, puesto que los llamados «rajadores» sabían que en caso de ser descubiertos Salustiano Barrancas acostumbraba practicarles una pequeña incisión en el vientre sentándolos luego en el río para que las pirañas, atraídas por la sangre, se les introdujeran por la herida y les devoraran de dentro afuera, lo que hacía más lenta y dolorosa su terrible agonía.

Nada semejante había ocurrido sin embargo en Turpial, porque la mayoría de los buscadores que allí se encontraban por el momento eran mineros que respetaban las leyes establecidas, y no había hecho aún su aparición la avalancha de ladrones, estafadores, jugadores y aventureros que acostumbraban caer sobre los yacimientos cuando habían demostrado una auténtica rentabilidad.

Salustiano Barrancas, su pistolón y su fama de hombre justo bastaban para mantener el orden sin necesidad de que interviniera la Guardia Nacional ni se aplicaran medidas extremas, y por lo tanto, el domingo en la mina transcurría en calma, pues ni siquiera se escuchaban las discusiones que a cualquier observador se le hubieran antojado lógicas entre un comprador y un vendedor de diamantes que trataban de llegar a un acuerdo.

Por una especie de hábito que se remontaba a épocas olvidadas, el minero jamás abría la boca a la hora de negociar, depositando en silencio su mercancía sobre el platillo de la balanza del comprador, que tras estudiar el material ofrecía una cantidad a la que el minero ni siquiera respondía, pues se limitaba a recoger sus diamantes, guardarlos cuidadosamente, y encaminarse a escuchar nuevas ofertas. Cuando había completado la ronda de tasadores se sentaba a la orilla del río, meditaba, y tomaba una decisión que no siempre coincidía con el precio más alto, puesto que se encontraba ligada a simpatías personales o al destino que supiera que se iba a dar a una determinada «piedra» que a su juicio merecía ser tallada de forma especial.

Cerrado el trato, se inscribía la venta en la «Libreta» que el «Fiscal de Minas» entregaba a cada buscador, y que era una especie de «Licencia Oficial de Minero» en la que se especificaba si se trataba de diamantes de primera calidad para la talla, «boart» para ser transformado en polvo, o los más frecuentes de uso industrial.

Más tarde, y sin que quedara constancia en parte alguna, Salustiano Cara-e-locha percibía el cinco por ciento de las ventas realizadas a lo largo del día, cantidad que los buscadores pagaban de buen grado convencidos de que el sueldo oficial no le alcanzaba ni para cubrir los gastos de estancia en la mina.

Al mediodía y tras haberse bañado en el río, lavando la ropa para dejarla secar sobre la orilla, la mayoría de los mineros que habían conseguido un puñado de bolívares se encaminaban al «restaurant» de Aristófanes, que, por unos precios cuatro veces superiores a los que hubieran pagado en el parisiense «Maxim's», les proporcionaba un plato de mono con judías, un estofado de serpiente, o unas «arepas» rellenas de carne de danta, amén de café, puro y un coñac que había llegado por «Correo Aéreo» directamente desde Ciudad Bolívar.

El sistema de hacerse rico del griego no dejaba de ser en cierto modo ingenioso, pues permanecía siempre a la escucha de noticias sobre «bombas» o «bullas» que se descubrieran en la región, y solía ser el primero en acudir en compañía de su esposa, una «maquiritare» silenciosa y apergaminada y sus tres hijos igualmente silenciosos y mustios. Alzaban un tosco «rancho», los chicos salían a cazar, la madre cocinaba y cada cuatro o cinco días, su «socio», un piloto llamado Valverde, llenaba una vieja «Cesna» de provisiones y sobrevolaba el campamento minero. Cuando el griego le indicaba con un pañuelo amarillo que estaba listo, hacía una pasada a poco más de un metro de la superficie del río, y con una mano iba dejando caer paquetes atados a balones de fútbol que Aristófanes iba pescando con ayuda de garfios.

Por lo general, los días laborables los mineros preferían pagar sus astronómicos precios a perder horas en busca de una caza que cada vez se alejaba más porque querían creer que si había suerte, quizás en ese tiempo encontrarían la mítica «piedra» que les estaba esperando en algún lugar de La Guayana, la que llevaría su nombre y acabaría por hacerles ricos para siempre.

— Ése es Jaime Hudson, al que todos llaman Barrabás — había indicado una tarde el húngaro señalando a un hombre de cara redonda y piel oscura que cruzaba el puente volviendo de la mina —.El fue el que encontró «El Libertador de Venezuela» de ciento cincuenta y cinco quilates, y dicen que tenía el «Don» de escuchar «La Música» porque siempre daba con un buen yacimiento aunque derrochaba todo lo que caía en sus manos. Un día, estando arruinado, descubrió una piedra negra, inmensa y bellísima: «El Zamuro Guyanés», cuyo precio hubiera resultado incalculable; tal vez el diamante más valioso de la Historia. Los expertos estuvieron meses analizándola para llegar a la conclusión de que se trataba únicamente de un «casi-casi»; un carbono cristalizado al que faltaban un par de millones de años para convertirse en diamante. No valía más que como pisapapeles, pero Barrabás sufrió tanto durante esa espera que perdió el «Don» de escuchar «La Música».!Míralo ahora! Ya no espera volver a ser rico nunca más.

Pero había muchos que aún confiaban en hacerse ricos, y que dejaban transcurrir las aburridas horas del domingo jugando a las cartas, tratando de captar por medio de la vetusta radio de pilas de Aristófanes el resultado de las carreras de caballos, o contemplando con deseo y admiración a aquella misteriosa muchacha de ojos verdes y cuerpo espléndido a la que ni sus hermanos, ni el temible «Musiú» Karrás dejaban a solas ni un momento.

A cuatro o cinco kilómetros, río abajo, fuera ya de los límites del yacimiento y fuera también por tanto de la jurisdicción de Salustiano Barrancas, los «rionegrinos» de Bachaco Van-Jan habían acondicionado una abandonada «maloka» indígena como bar y prostíbulo en el que ejercían su antiguo oficio media docena de mujerucas famélicas, y donde se servía un «ron» que abrasaba las entrañas y que, según las malas lenguas, se destilaba en un chamizo oculto en lo más profundo de la selva.

A media tarde del siguiente domingo, cuando los mineros dormían la siesta durante las peores horas de calor dejando a Salustiano Cara-e-locha la misión de impedir que alguien cruzara el puente, Asdrúbal y Sebastián se alejaron hasta la curva del río, aguas arriba, y se dedicaron a nadar, bucear y chapotear, sin hacer el menor gesto que indicara que tenían intención de poner pie en la orilla opuesta, pero a su vuelta tomaron asiento junto a Zoltan Karrás, que roncaba sonoramente a la sombra de un samán, y le agitaron el «chinchorro» hasta que abrió los ojos malhumorado y masculló:

— ¿Qué carajo ocurre? ¿Es que no puede un cristiano echar una cabezadita sin que vengan a envainarle?

— Hemos llegado al fondo — fue lo primero que dijo Sebastián, y ante su aparente incomprensión, señaló el río —. Allí, donde Yáiza asegura que están las «piedras», no hay más de siete metros.

El húngaro puso los pies en el suelo, uno a cada lado de su hamaca, buscó su eterna cachimba y los observó largamente tratando de ordenar sus ideas.

— ¿Al fondo? — repitió incrédulo.

— AI fondo — insistió ahora Asdrúbal —. En el mismísimo centro del cauce. Sacamos esto.

Abrió la mano, mostrando lo que guardaba en ella y Zoltan Karrás lo estudió con detenimiento. No eran más que simples callados de los que pudieran encontrarse en el lecho de cualquier riachuelo de la selva, pero se diría que para él tenían un significado especial y podían transmitirle mensajes que nadie más sabría interpretar.

— ¿Habéis sido capaces de llegar abajo sin escafandra? — inquirió por último como si no acabara de creérselo —. ¿Sin nada?

— En Lanzarote nos pasábamos la vida buceando — le hizo notar Asdrúbal —. Sebastián cogía pulpos a mucha más profundidad. — Sonrió divertido —. ¡Somos los Maradentro! — le recordó.

— Entiendo… — admitió el húngaro y tras meditar de nuevo, se puso en pie, avanzó hasta la orilla, aspiró el humo de su pipa como si buscara en él una respuesta a sus dudas y, sin dejar de contemplar la ancha corriente, señaló —: Aquí no hay caimanes y las pirañas jamás atacan si no huelen sangre, aunque si hay sangre acuden por millares sin que nadie sepa de dónde carajo salen. — Podría creerse que, por primera vez, se encontraba realmente perplejo, pero al fin negó con un gesto —. Pero nunca he trabajado en el agua, y no me gusta cargar con la responsabilidad de algo que no conozco.

— Nadie le responsabilizaría — protestó Asdrúbal.

— ¡«Yo» me responsabilizaría! — fue la rápida respuesta —. Ahora me siento tranquilo porque puedo hacer frente a cualquier situación… — Se volvió a mirarle de frente y resultaba evidente que había una luz de preocupación en sus clarísimos ojos —. Pero lanzarme a una aventura que desconozco y en la que arriesgo otras vidas es algo muy distinto.

— ¡Sólo son siete metros!

— ¡Como si fueran siete mil!

— ¡Siete metros que nos separan de una fortuna! — insistió Sebastián —. ¿Es que vas a renunciar cuando estamos tan cerca?

— Las distancias son como el tiempo, carajito… — sentenció el húngaro —. No siempre miden lo mismo. Para mí siete kilómetros de la peor selva son un paseo, pero siete metros de agua constituyen un abismo, ¡olvídalo!

— No puedo.

— En ese caso no lo olvides, pero no cuentes conmigo. — Sus ojos habían cambiado, cobrando una opacidad extraña —. Lo único que tienes que hacer es presentarte a Salustiano y pedir que te cambie la Concesión. Ya conoces las reglas: treinta metros cuadrados por persona. Entre los cuatro podéis copar el recodo del río.

— ¿Y usted qué haría?

— ¡Anda, carajo…! — explotó el húngaro —. Durante cincuenta y siete años me las he arreglado solo. ¿Crees que no puedo trabajar sin ayuda de nadie o largarme al carrizo si se me antoja…?

— Nos gusta su compañía.

La expresión del otro se suavizó:

— Y a mí la vuestra, pero está claro que pronto o tarde tendremos que seguir rumbos distintos. Lo vuestro es el agua; lo mío la tierra. Así tenía que ser — sonrió divertido y guiñó un ojo —. Y ahora quiero seguir durmiendo — concluyó.

Regresó a su «chinchorro» y comenzó a mecerse con los ojos fijos en las copas de los árboles y las nubes que regresaban amenazando nuevas lluvias, pero no logró conciliar el sueño porque en su mente se había instalado la inquietante idea de que allí, en el recodo del río que tenía a la vista, y a siete metros de profundidad — ¡tan sólo siete metros! — una muchachita extraña aseguraba que se ocultaba una «bomba» de diamantes.

— ¡Vaina!

Eran ya muchas las noches en que, pese al cansancio de toda una larga jornada de trabajo, había permanecido despierto en la hamaca pensando en Yáiza y volviéndose a buscar su propia sombra, como temiendo que «Kanaima» se la hubiera robado, y a veces, en medio de las tinieblas presentía una presencia extraña que no podía atribuir a los murciélagos-vampiros, pese a que éstos se habían convertido en la peor plaga del campamento.

Como si la noticia de la abundancia de sangre humana hubiera llegado hasta el confín de la selva, las repelentes bestias habían acudido a Turpial por millares, y dormitaban de día colgando como racimos de los más altos árboles, para desprenderse a la caída de la tarde, y mantenerse a la expectativa en cuanto caía la noche, listas para asaltar a sus víctimas, apenas las hubiera vencido el sueño.

Nunca, con toda su larga experiencia guayanesa, había conseguido sorprender a un murciélago en el momento de atacar porque se diría que poseían un sexto sentido que les advertía aunque fingiera dormir, y tan sólo al final de la noche, cuando ya el cansancio le había vencido realmente, se aproximaban para clavarle sus finísimos colmillos, anestesiarle, y extraerle poco más de medio litro de sangre que iban expulsando simultáneamente.

No bastaba el fuego para ahuyentarles, conseguían morder incluso a través de la lona de una tienda de campaña, y cuando se encontraban hambrientos se introducían por las rendijas de las chozas y si en ese momento se les alumbraba revoloteaban de un lado a otro, chillando y mostrando sus colmillos ensangrentados, en lo que constituía uno de los espectáculos más pavorosos que se pudieran presenciar.

Pero el húngaro sabía que en aquellos momentos brillaba el sol, los murciélagos continuaban colgados de los altos árboles y Yáiza charlaba con sus hermanos a la entrada del puente… ¿Quién merodeaba por tanto en torno suyo? ¿Quién le inquietaba produciéndole un desasosiego que no había experimentado ni en los peores momentos de su ajetreada existencia? ¡«Kanaima»!

«Kanaima» que tal vez se sentía celoso de aquella chiquilla en la que los dioses habían puesto sus ojos, o que buscaba venganza por alguna desconocida afrenta y le había elegido como instrumento de su odio.

— ¡Mejor me marcho! — se dijo cuando ya caía la tarde y las sombras comenzaron a apoderarse nuevamente del río y la selva —. Mejor me agarro mis «macundos» y me dejo llevar por la corriente hasta desembocar en el Paragua. Al fin y al cabo, en este mierdero no hay «guiña» y estaré más tranquilo en Upata o San Félix.

— No quiero que se marche.

Se volvió alarmado y le sorprendió verla allí, sentada junto al «chinchorro» tranquila y sonriente, pero más le sorprendió que pareciera haber leído sus pensamientos.

Pese a ello, inquirió suavemente.

— ¿Qué te hace pensar que quiero marcharme?

— Me lo han dicho.

— ¿Quién?

— El mismo que me dijo dónde están los diamantes: Xanán.

— ¿Xanán? — se sorprendió el húngaro —. ¿Un indio?

Ella asintió.

— ¡Acabáramos! — protestó Zoltan Karrás —. ¡Podías haber empezado por ahí! ¿Cómo se te ocurre hacerle caso a un indio? ¿Qué saben los indios de diamantes? Nunca he conocido ninguno capaz de distinguir una buena «piedra» de un cristal de roca. — Éste lo sabe. Está muerto. Zoltan Karrás se envaró y resultó evidente que sentía molesto porque durante una décima de segundo se le había erizado hasta el último vello del cuerpo.

— ¿Muerto? — pudo murmurar al fin —. ¿Te ha hablado un muerto?

— Usted sabe que lo hacen — fue la tranquila respuesta —. Me habían dejado tranquila pero la otra noche volvieron por su culpa. — ¿Por mi culpa?

— Insistió en que ayudara a aquellos indios… — Hizo un gesto con la mano como desechando el tema —. Aunque no tiene importancia. Hubieran vuelto de todos modos.

— ¿Y no te asustan?

— ¿Por qué habrían de asustarme? Estoy acostumbrada. No me gustan, pero tampoco me asustan.

— ¿Y éste? — quiso saber el húngaro —. El que te dice dónde están los diamantes. ¿Por qué lo hace?

Se encogió de hombros:

— No lo sé. — Hizo un gesto indeterminado como si ella misma se encontrara desconcertada —. En realidad lo único que pretende es llevarme a su tribu.

— ¿Por qué?

— Tampoco lo sé.

— ¿Piensas ir?

— No. — Lanzó una larga mirada a su alrededor como si estuviera descubriendo una vez más la selva —. Tenía razón mi madre v nunca debimos venir. ¿Qué demonios pintamos nosotros aquí?

— ¿Y qué demonios pinto yo? Si trato de buscar respuesta a ese tipo de preguntas se me seca el cerebro… — Se balanceó suavemente en su «chinchorro» sin apartar los ojos de ella —. Y para colmo, apareces tú v me cuentas que un indio muerto te dice dónde hay diamantes. ¿De qué murió?

— Lo asesinaron por la espalda. He visto el agujero de la bala.

— ¡Dios bendito! Puedes ver el agujero de la bala que causó la muerte al tipo que te está hablando… — El húngaro lanzó un resoplido de consternación —. ¡Y yo te escucho y me lo creo! — exclamó —. ¿Por qué?

— Porque es verdad… — Yáiza alargó la mano y la posó sobre su antebrazo —. ¡No se vaya! — pidió —. Van a ocurrir muchas cosas y no sabemos desenvolvernos en estas selvas.

— ¿Y qué quieres que haga? ¿Continuar buscando diamantes donde tú misma dices que no hay, o meterme en el agua a que las pirañas me coman el culo?

— Lo que prefiera, pero lo único que le pido es que no nos deje solos.

Zoltan Karrás observó admirativamente a aquella extraña criatura de ojos verdes y cuerpo de diosa, la más hermosa mujer que le hubiera sido dado nunca contemplar, y sonriendo apenas con la comisura de los labios, hizo un leve gesto de asentimiento.

— ¡Está bien, pequeña! — admitió al tiempo que le pellizcaba suavemente la mejilla —. No os dejaré solos a cambio de que tampoco me dejéis solo a mí…

Загрузка...