Me encontraba tumbado...






Me encontraba tumbado en la cama ensimismado en el estudio de un plúmbeo informe sobre resistencia de materiales en las líneas férreas de alta velocidad en el momento en que escuché voces en el jardín, y cuando me asomé a la terraza advertí que una niña, a la que apenas pude entrever, corría a esconderse entre los parterres de rosas justo detrás de la vieja casa de muñecas.

Jimena, que estaba sentada en el muro de siempre, alzó el rostro hacia mí y dijo:

—Tiene miedo.

—¿De qué?

—De todo. Ayer la mataron.

El corazón me dio un vuelco, me aferré a la barandilla para evitar que las piernas me traicionaran, y cuando al fin conseguí reponerme bajé a reunirme con la chiquilla.

—¿Quién es?

—No me ha dicho su nombre. No hace más que llorar porque al parecer la han torturado de una forma horrible. Supongo que aún ni siquiera sabe que está muerta.

—¿Y está muerta?

—Tanto o más que yo.

—Ve a buscarla. Intenta tranquilizarla y hacerle comprender que no tiene nada que temer.

—¿Le digo la verdad? Le cuento que la han raptado, torturado, violado y asesinado, o le permito que conserve la esperanza de que volverá a ver a sus padres?

—¿Y qué quieres que te diga? Tú debes saber mejor que yo si es preferible que te digan la verdad o aguardar a descubrirla por ti misma.

—Pero es que yo no lo sé... Aún confío en que todo esto no sea más que una pesadilla de la que me despertaré gritando para que mi madre acuda a consolarme.

—También a mí me gustaría que todo fuera una pesadilla. Hasta hace un par de años yo no era más que un hombre normal que aspiraba a que en alguna ocasión le ocurriera algo extraordinario que le librase de la monotonía de una vida sin alicientes, pero debo admitir que cuanto me está ocurriendo es demasiado «extraordinario». El día que conocí a tu madre casi se me parte el corazón.

—¿Me llevarás a verla?

—Eso no depende de mi, pequeña —le hice notar—. Tú aún no lo sabes, pero los difuntos poseéis privilegios que nos están vedados a los vivos y al mismo tiempo no se os consienten cosas de lo más banales. En cierto modo me sorprendió que no estuvieras allí aquel día.

—Supuse que te incomodaría, porque ya la situación era suficientemente difícil sin que yo estuviera presente. Pero a lo que me refiero no es a verla, sino a que me vea a mí y poder hablar con ella.

—No creo que eso sea posible. Por lo menos hasta ahora no lo he conseguido nunca. No soy lo que se suele llamar un médium, y existen demasiadas cosas en la relación entre vuestro mundo y el mío que aún no he llegado a comprender.

A decir verdad, eran demasiadas las cosas que no comprendía porque resultaba evidente que partíamos de una base a todas luces absurda.

No existía ninguna razón por la que se me hubiera concedido el privilegio de relacionarme con los muertos, y la mayoría de ellos se comportaba demasiado a menudo de una forma ilógica e incluso atrabiliaria. Aparecían y desaparecían cuando y como les venía en gana, no existía forma alguna de convocarlos en caso de que los necesitara, ni tampoco había aprendido la forma de conseguir que me dejaran en paz cuando no me apetecía verlos.

Lo único que sabía a ciencia cierta es que estaban muertos y no podían mentir.

El resto continuaba siendo un misterio.


La nueva víctima se llamaba Andrea, aún no había cumplido diez años y al parecer la práctica totalidad de su corta existencia había transcurrido en Segovia.

Según Jimena, que era la única que podía hablar con ella, se encontraba tan traumatizada por todo lo que había sufrido, que en cuanto le pedía que le contara algo sobre su familia se echaba a llorar y ya no era capaz de pronunciar ni una sola palabra.

Consulté la prensa segoviana por internet hasta encontrar la noticia de que, efectivamente, una niña llamada Andrea Villalba había desaparecido en el corto trayecto que separaba la casa de sus abuelos de la de sus padres.

Las fotografías mostraban a una criatura que, siendo evidentemente más joven, tenía no obstante muchos rasgos en común con Jimena Jimeno: rubia, delgada, pecosa y de grandes ojos expresivos. Tal vez aquel fuera un dato a tener en cuenta por si el día de mañana se podía llegar a la conclusión que la Bestia Perfecta sentía algún tipo de predilección por criaturas de características físicas muy concretas.

La prensa segoviana especificaba que la familia Villalba poseía un hotel y varios restaurantes en la ciudad y sus alrededores, por lo que no se descartaba que el móvil del secuestro fuera puramente económico, razón por la que, pese al tiempo transcurrido, la angustiada familia permanecía a la espera de que se les exigiera un rescate.

No pude por menos que plantearme si tenía algún tipo de derecho a entrometerme en el caso destruyendo las lógicas esperanzas de unos angustiados padres por mucho que tuviera la absoluta certeza de que la niña había muerto.

La sola idea de pasar por un trago similar al que había pasado en Cuenca me ponía el vello de punta. Aceptaba en cierto modo el hecho de haberme convertido en una mala copia del mítico barquero que atravesaba una y otra vez el oscuro río de la muerte, pero me negaba a convertirme de igual modo en una especie de enlutado y patético Mercurio; un aborrecible mensajero que llamaba a las puertas anunciando el fallecimiento de los seres queridos.

Bartolomé Cisneros coincidió en mi apreciación de que debía mantenerme al margen del problema.

—En el caso que nos ocupa, los padres poco pueden aportar a la hora de descubrir al culpable, ya que han sido elegidos por el simple hecho de tener una hija de una cierta edad y características, sin que al parecer al agresor le importe mucho la ciudad en que residen, su ideología política, sus posibles amigos o enemigos o su situación económica.

—¿Y la policía?

—Estará intentando extraer sus propias conclusiones y dudo que accedan a compartirlas.

—¿Crees que conocerán la existencia de la Bestia Perfecta?

—Probablemente. Me he estado informando y por lo visto existe una Brigada Tecnológica, especializada en los sofisticados delitos de todo tipo que se cometen utilizando los canales de internet. Resulta probable que hayan localizado alguna de las páginas que cuelgan en la red, pero que las localicen no significa que puedan impedir su difusión en otros portales. Y mucho menos que consigan atraparle.

—¿Por qué?

—Porque por desgracia internet se ha convertido en una especie de laberinto de Creta en el planeta. Hay quien asegura que contiene más información que todas las bibliotecas del mundo juntas, por lo que es como si alguien subrayara una palabra de una línea de una página de un libro de cualquiera de una de esas miles de bibliotecas. Nadie conseguiría encontrarla a no ser que fuera un «iniciado», y en este caso los «iniciados» son degenerados cuya mayor preocupación es mantenerse en la sombra y el más absoluto anonimato.

—¿Y qué podemos hacer?

—¿«Podemos»? ¿Significa eso que me consideras parte de tu equipo?

—¡Naturalmente! Tú mismo te sumaste desde el primer momento a ese equipo porque todo hombre de bien debe estar dispuesto a luchar contra los pederastas, y me consta que eres un hombre de bien. Te pediré muchas cosas y sé que me las concederás porque no tienes nada mejor en que emplear tu dinero que en destruir a ese hijo de la gran puta. ¿O no?

—Desde luego. ¿Qué necesitas?

—Copia de los archivos de la policía referentes a todos los casos de niñas desaparecidas en Madrid y sus alrededores en los últimos diez años.

—Se hará lo que se pueda. ¿Algo más?

—Ponerme en contacto con alguno de los miembros de esa Brigada Tecnológica con el fin de que me explique con mayor detalle cómo funcionan las redes ultrasecretas en los IRC e ICQ de internet.

—De acuerdo. Pero a cambio necesito que me permitas que le explique a María Luisa lo que está sucediendo. Como comprenderás no puedo meterme en un tema tan delicado y de tanta envergadura sin que mi mujer tenga una clara idea sobre de qué se trata.

—¿Qué clase de «idea»?

—La verdad.

—¿Toda la verdad...? —me escandalicé—. Siempre hemos procurado que ignore que me relaciono con los muertos, y sin conocer ese «pequeño detalle» resulta imposible que entienda a qué viene ahora todo esto.

—Creo que ha llegado el momento de que lo sepa, porque lo cierto es que con frecuencia me hace preguntas difíciles de contestar sobre detalles del accidente del tren que nunca tuvo muy claras, aparte de que no me gusta ocultarle nada.

Lancé un sonoro resoplido porque aquello venía a complicar las cosas; y pese a que entendiera sus razones, lo cierto es que no me apetecía que alguien más se convirtiera en coparticipe de mis secretos.

María Luisa Molina, una de las mujeres más hermosas y fascinantes que he conocido y de la que admito que estuve enamoriscado durante cierto tiempo, había sido la amante apasionada y fiel de una de las víctimas del accidente de tren, y a mi modo de ver aún se encontraba en cierto modo obsesionada por el recuerdo de su adorado y malogrado Alejandro.

Tras un largo período de lo que me constaba que había sido atroz sufrimiento a causa de la desaparición de un hombre al que idolatraba, había encontrado la estabilidad y una cierta paz espiritual junto a Bartolomé Cisneros, por lo que revelarle ahora, tanto tiempo después, que yo había mantenido una relación casi diaria con un Alejandro ya muerto, podría contribuir a reabrir unas heridas que en mi opinión nunca habían cicatrizado por completo.

—Corres un gran riesgo...

—Lo sé.

—¿Y qué necesidad tienes de poner en peligro una relación que funciona a la perfección?

—Ninguna. Pero como ya te he dicho, no quiero ocultarle nada, aunque en realidad existe otra razón mucho más importante.

—¿Y es?

—Que me he dado cuenta de que desde que me confesaste cuál era tu relación con los difuntos, el modo tan natural con que hablas con ellos, y cuánto has aprendido sobre lo que nos espera en el más allá, he perdido el miedo a la muerte.

—¿Y eso?

—Ahora la aguardo sin prisas pero sin inquietud, disfruto más de cuanto tengo sin el antiguo temor a que me lo arrebaten de improviso, y por lo tanto soy mucho más feliz pese a que me falten las piernas. —Alargó la mano para posarla sobre mi antebrazo al tiempo que concluía con una leve sonrisa—: Como comprenderás, queriéndola como la quiero, necesito que María Luisa comparta esas mismas sensaciones.

Admito que no necesité meditar demasiado sobre cuanto me acababa de decir, dado que yo era el primero en reconocer que el continuo trato con los muertos había contribuido de forma esencial a que mi vida fuera mucho más complicada, pero al mismo tiempo mucho más rica y repleta de esperanzas. Es de suponer que incluso al más creyente de entre los creyentes le asaltan en un determinado momento las dudas, pero de hecho me he convertido en dueño absoluto de la certeza de que nada termina en el momento en que el corazón deja de latir.

Es cierto que aún no he conseguido averiguar cuál es el destino final de quienes abandonan este mundo ni si en verdad lo que les aguarda es el premio o el castigo por sus actos, del mismo modo que no me siento capaz de garantizar que exista un Ser Supremo que orqueste semejante caos, pero de lo que sí abrigo una absoluta certeza es de que los difuntos se resignan al hecho de estar muertos por más que la mayoría considera que su fin les llegó demasiado pronto. Por lo general no se lamentan por haber perdido la vida, sino por haber perdido a los seres queridos.

¿Es posible que el hecho de estar relacionado con otras personas llegue a ser más importante que el hecho de respirar?

El ser humano que vive en soledad, y ese es un tema del que puedo hablar con harto conocimiento de causa, es como un hermoso reloj encerrado en un cajón; continúa marcando las horas porque su máquina interna así se lo ordena, pero en el fondo sabe muy bien que para nada sirve.

Durante años, hasta que los difuntos derribaron los muros de mi agobiante soledad, fui como un reloj que se limitaba a marcar las horas, ni tan siquiera con absoluta puntualidad, a la espera de que mi máquina interior se fatigara definitivamente. A nadie le importaba, y a mí menos que a nadie. Igual daba que mis manecillas señalaran las dos y diez o las siete y media; lo peor del hombre en soledad no es que nadie repare en él; es que se siente inútil. Y el término «inutilidad» aplicado a un ser humano inteligente se convierte en sinónimo de defunción, dado que plantas, animales e individuos obtusos son los únicos que nunca se preguntan por qué o para qué viven.

—¡De acuerdo! Si te vas a sentir mejor, puedes contarle la verdad, pero dudo que te crea.

Bartolomé Cisneros se limitó a apretar un botón y suplicar a través del interfono:

—Por favor, dígale a mi esposa que la necesito.

—Preferiría no estar presente...

—Tú sí, pero yo no —señaló con una leve sonrisa—. Tendrá un montón de preguntas que hacerte.

Mentiría si dijese que María Luisa estaba más hermosa que nunca, puesto que estaba tan arrebatadora como siempre, lo que es a lo máximo a lo que puede aspirar una mujer. En el caso de María Luisa la belleza era sobre todo interna, a lo que unía un cuerpo perfecto, por lo que su marido la observó ciertamente arrobado, le rogó que tomara asiento y trató de explicarle del modo más sencillo posible, tan sencillo que en cierto modo resultaba enrevesadamente cómico, que yo poseía el don de relacionarme con los muertos.

Cuando el bienintencionado hombre de la silla de ruedas hubo concluido su confusa y casi pintoresca exposición, los enormes y expresivos ojos de María Luisa se volvieron hacia mí.

—¿Y a qué viene a estas alturas contarme todo esto?

—¿Cómo que a qué viene? —protestó Bartolomé Cisneros—. Estoy pretendiendo hacerte comprender que Aquiles habla con los muertos.

—¡Pues vaya una noticia! —exclamó ella como si aquello se le antojara lo más natural del mundo.

Su marido y yo no pudimos evitar intercambiar una mirada de sorpresa y casi de incredulidad.

—¿Acaso lo sabías?

—Muy estúpida hubiera sido de no haberlo imaginado. Continuamente os reuníais a cuchichear en secreto, y a mi modo de ver no podía ser ni de mujeres, ni dinero, ni política. Al propio tiempo, Aquiles iba descubriendo cosas sobre el accidente que nadie más que los muertos podían saber, y se refería al pobre Alejandro como si fuera de la familia cuando me consta que apenas le había conocido en vida. El que acostumbre hablar poco no significa que sea tonta, es que suelo reflexionar a fondo antes de decir nada. No me gusta parlotear ni decir tonterías.

—¿Y te parece normal? —quiso saber su cada vez más perplejo esposo.

—Depende de lo que consideres «normal» en los tiempos en que nos ha tocado vivir... Empezando por nosotros mismos; tú lo tienes todo, menos piernas, y yo apenas tengo nada más que unas piernas muy largas, pero a pesar de ello, o quizá gracias a ello, nos compenetramos a la perfección. Si siempre se ha sabido de personas que tienen el don de relacionarse con los espíritus, ¿por qué razón no puede ser Aquiles uno de ellos?

—¿Y por qué ni siquiera lo habías comentado?

—Porque si disfrutabais como niños con tanto secretito no encontré motivos a la hora de privaros de vuestra diversión; sobre todo teniendo en cuenta que estaba convencida de que algún día os veríais obligados a contármelo todo.

—De acuerdo... ¡De nuevo has demostrado ser la más lista! ¿Qué opinas de todo esto?

—¿A qué te refieres exactamente?

Le expliqué, con bastante más coherencia de lo que lo había hecho su marido —dicho sea de paso y sin ánimo de alabarme—, todo cuanto se refería a las niñas asesinadas, y pude advertir que a medida que avanzaba en mi relato su, por lo general sereno, rostro se iba desencajando y cambiando de color hasta volverse casi una máscara cenicienta.

—¿Puede estar alguien tan enfermo como para llegar a esos extremos de perversión?

—No te equivoques —le atajó Bartolomé—. La maldad no es una enfermedad, aunque en ocasiones nos inclinemos a considerarla así aunque solo sea por el hecho de que como personas normales no concebimos que se pueda disfrutar torturando a una criatura hasta matarla.

—¿Qué quieres decir?

—Que esa gente es diferente porque considera que el resto de los seres humanos hemos nacido para satisfacer sus apetitos, pero eso no constituye en sí mismo una enfermedad; en todo caso se le podría considerar una regresión.

—¿Regresión? ¿Por qué empleas la palabra «regresión»?

—Porque alguien que ha hecho una regresión sería aquel que ha dado un enorme paso atrás en la evolución de la especie, y en el fondo de su alma se considera a sí mismo algo así como el primitivo «simio macho» al que todo le estaba permitido porque se había erigido en el rey de la manada. La fuerza bruta, el poder económico o el poder político son formas de convertirse en «rey de la manada», pero aquellos a los que no les resulta tarea sencilla alcanzar tales cotas de poder optan por intentar demostrar su superioridad convirtiéndose en depredadores de los más débiles.

—¿Y qué se puede hacer con ellos?

—Eliminarlos; aniquilarlos sin la menor consideración, puesto que al no estar enfermos no se les puede curar. Nacieron así, así morirán, y el mayor error que se puede cometer es intentar reinsertarlos en la sociedad.

—Una actitud demasiado extremista —protestó ella—. Diría que incluso abiertamente fascista.

—La experiencia nos enseña, querida, que en determinadas circunstancias, afortunadamente pocas, los métodos más expeditivos son necesarios; esta es una de ellas.

—Nunca te había oído hablar así —intervine, admito que bastante incómodo por la forma en que se había expresado—. Y me sorprende.

—Nunca habíamos tratado un tema tan sangrante —replicó—. La democracia no es más que un conjunto de reglas de juego que debemos respetar, pero cuando alguien, como los terroristas o los asesinos de niños, se niegan a respetarlas, nuestra obligación es aplicarles sus propias normas; en definitiva, no tolerar su existencia.

—¿Resucitando la pena de muerte? —quiso saber una escandalizada María Luisa.

—Si no hay otro remedio...

—¡Pero qué barbaridades estás diciendo!

—¿Barbaridades...? —pareció sorprenderse su marido al tiempo que hacía girar con brusquedad su silla de ruedas, cosa que solía hacer cuando se ponía nervioso—. En mi oficina trabaja una secretaria a cuyo hijo, que acababa de ingresar en la Guardia Civil, fue asesinado por un terrorista que tiene sobre su conciencia veinticinco muertes confesas, pero le ha bastado con ponerse en huelga de hambre para que, según las absurdas leyes de una democracia demasiado débil y temerosa, ya esté en libertad. Esa mujer considera que han asesinado a su hijo por segunda vez, y cuando ese presuntuoso cerdo, que se ríe de sus víctimas mientras le juzgan, vuelva a matar, otra madre sentirá lo mismo. Franco no lo hubiera permitido. Tan solo el garrote vil puede acabar con semejante escoria humana.

He de reconocer que me sorprendió tanto como a María Luisa la actitud retrógrada de un hombre al que siempre había considerado el paradigma de la ecuanimidad, y ni siquiera al reparar una vez más en los muñones de sus piernas, y comprender que permanecía encadenado a una silla de ruedas porque existían seres a los que nada importaba el sufrimiento ajeno, pude aceptar unas anacrónicas conclusiones que iban en contra de los más básicos derechos humanos que tantos años y sangre nos han costado conquistar.

—No estoy en absoluto de acuerdo contigo —dije al fin—. Pero una cosa es segura: si por casualidad logro atrapar a la Bestia Perfecta no volverá a violar, torturar y asesinar a ninguna otra niña.


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