—Andrea asegura que quien...
—Andrea asegura que quien la abordó en la calle y la introdujo en un coche no fue un hombre, sino una mujer.
—¿Una mujer? ¿Qué clase de mujer?
—Una muchacha joven y guapa, con acento sudamericano.
—Eso cambia mucho las cosas. ¿Quién pudo ser?
—Yo.
La observé con atención; era, en efecto, joven y atractiva, vestida con unos estrechos pantalones tejanos y una camiseta sin mangas impropia del lugar y la época del año.
—¿Y quién eres tú?
—¿Quién «soy» o quién «era»?
—¿Quién eras?
—Me llamaba Omaira, y mi apellido poco importa; tuve muchos, aunque ninguno auténtico, puesto que fui adoptando aquellos que más me convenían según las circunstancias.
—¿Por qué raptaste a la niña?
—Por encargo; la mayor parte de las cosas que hice en mi vida no las hice por capricho sino por obligación o por encargo.
—¿Encargo de quién?
—Del mismo «coño e madre» que me pegó un tiro y me abandonó en un bosque en el que aún continúa lo poco que queda de mí. —Me observó con aquellos ojos sin brillo que parecían mirar sin ver, al tiempo que se encogía de hombros con sincera indiferencia—. Pero no me quejo, no. Sabía que tenía que acabar así.
—¿Y eso?
—Me administraron una dosis completa de la medicina que había estado administrando desde el día en que le abrí las tripas a un «pendejo», allá en Medellín. Si eliges ser criada sabes que te saldrán callos en las rodillas, si eliges ser puta asumes que pueden pegarte una gonorrea, la sífilis e incluso el sida, y si eliges ser sicario aceptas que probablemente acabarás a tiros.
—¿Sicario?
Afirmó convencida.
—Sicario. Y de las mejores.
—Siempre imaginé que ese era un oficio reservado a los hombres.
—¿Acaso no ha oído hablar de la igualdad de sexos? En mi país algunas mujeres decidimos hace tiempo que apretar un gatillo exige menor esfuerzo que mamársela a un borracho. Y rinde más beneficios.
—Ya.
—¿Le sorprende?
—A mí casi nada me sorprende, querida. He visto tantas cosas durante estos últimos años que incluso la visita de un extraterrestre se me antojaría normal. No obstante, siempre he considerado que matar por dinero es algo que no concuerda con el temperamento femenino. Y menos aún raptar a una niña a sabiendas de que van a violarla y asesinarla.
—Es que eso último yo no lo sabía. Cuando acepté el encargo lo hice convencida de que se trataba de un simple negocio; un secuestro-exprés de los que tan a menudo se producen en mi país, encaminado a sacarle algún dinero a una familia a la que le sobraba la plata. Pero antes de que pudiera enterarme de qué iba la cosa, me pagaron con plomo.
—¿Quién?
—Si lo supiera se lo diría. Me gustaría ver a ese «coño e madre» quemándose a mi lado en los infiernos, pero por desgracia en este tipo de negocios nadie suele dar su nombre. Me contrató a través de un intermediario.
—¿Cómo era?
—Alto y con muy buena planta, de tal modo que no me hubiera importado enrollarme con él porque ni siquiera se me pasó por la cabeza la idea de que lo que en verdad le gustaba eran las niñas. No cabe duda de que pese a que creas que te las sabes todas, un mal día aparece un cabrón que te demuestra que en el fondo eres la misma «bolsiclona» que se dejó embarazar cuando acababa de cumplir quince años.
—¿Tienes hijos?
—Una mocosa que se ha quedado sola y acabará pateando las calles de Medellín, como su madre, o que tal vez, como su madre, se canse de ese oficio y llegue a la conclusión de que resulta más cómodo empuñar un arma.
—¿Y cómo se llega a semejante conclusión?
—La respuesta no es «cómo», sino «cuándo» o «por qué». En mi caso fue una noche en la que lo que tenía que meterme en la boca era tan grande y pestilente que provocó que le vomitara encima al muy guarro. Me arreó un rodillazo que me desencajó la mandíbula, pero a cambio le rajé desde el esternón hasta el ombligo para esparcir sus tripas sobre las sábanas. A partir de ese momento todo resultó más sencillo.
—¡Dios bendito!
—Dios nunca se ha preocupado por averiguar dónde carajo queda Colombia, y que yo sepa nunca ha asomado la jeta por allí. Sin embargo, ahora parece ser que pretende pedirme cuentas por enviar de vuelta a casa a unos cuantos feligreses antes de tiempo. ¿Realmente cree que tiene derecho a hacerlo?
—Esa es una de las preguntas que, de un modo u otro, más vengo escuchando en los últimos tiempos. ¿Tiene derecho Dios, si es que en verdad existe, a exigir a sus criaturas lo que él mismo no se ha exigido nunca?
—¿Y a qué conclusión ha llegado?
—A ninguna.
—¡Gran ayuda, ciertamente! Sobre todo para alguien que, como yo, está a las puertas del infierno, si es que no las he atravesado ya.
—¿Aún no lo sabes con exactitud?
Negó convencida, al tiempo que seguía con la mirada los movimientos de Andrea, que se encontraba al otro lado de la rosaleda, junto a la casa de muñecas.
—En estos momentos tan solo sé que me pegaron un tiro y me abandonaron como a un perro, pero ignoro cuánto tiempo hace de eso, ni qué ocurrió más tarde.
—Si, como aseguras, fuiste tú quien secuestró a Andrea me sorprende que aún no hayan descubierto tu cadáver. ¿Tienes alguna idea sobre el punto en que se encuentra ese bosque?
—Ni la más puñetera. Tan solo llevaba tres meses en España. ¡Joder!, en Medellín me aseguraron que este era un país tranquilo en el que se trabajaba sin correr riesgos. Probablemente fue eso lo que me confió; acostumbrada como estaba a andar siempre «ojo peláo», y conociendo como conocía todos los trucos de la gente de mi oficio, ni siquiera se me pasó por la cabeza que aquel baboso pudiera madrugarme con tanta facilidad como lo hizo.
—A ese que tú llamas baboso le apodan en realidad la Bestia Perfecta, y tengo razones para creer que se ha ganado a pulso el apelativo. Háblame de él.
—Ya le he dicho cuanto sé.
—Intenta recordar algún detalle que me pueda servir para atraparle. ¿Qué marca de coche usaba?
—Un Mercedes, negro, grande, de hace siete u ocho años pero impecablemente cuidado.
—¡Algo es algo! ¿Ojos?
—Claros; entre azul y verdoso. Se parece un poco a un actor que a mí me gusta, ese tal Douglas, cuando hace de malo.
—¿Color del pelo?
—Castaño.
—¿Le reconocerías si volvieras a verle?
—Naturalmente; el careto de ese malnacido con su ridículo bigotito no se me olvidará mientras viva. —Se hubiera echado a reír a no ser por el hecho de que los difuntos nunca ríen—. ¡Corrijo! No se me olvidará por el resto de la eternidad.
—¿Te importaría explicarme con detalle cómo ocurrieron las cosas? ¿Dónde te encontraste con él, cómo llevasteis a cabo el secuestro, etcétera...?
—¡No hay problema! Diablos, cómo echo de menos una buena raya, la coca solía aclararme las ideas... Mi contacto me dijo que me recogerían a las puertas de un restaurante de Segovia, justo frente al acueducto, y así fue. Me llevó a una calleja solitaria, me indicó lo que tenía que hacer cuando la criatura hiciera su aparición, y estaba claro que tenía muy bien estudiados sus movimientos. A la hora indicada la niña salió de la casa que me había indicado, la seguí, me aproximé a ella, le pregunté por una dirección que llevaba apuntada en un papel, y en cuanto se descuidó le puse un pañuelo con éter en la boca y en ese momento apareció el coche, la metí en el maletero y nos largamos. Todo sucedió muy rápido, limpiamente y sin testigos.
—¿Seguro que no sospechaste que lo que pretendía era abusar de ella y asesinarla?
—¡Seguro, señor! Admito que le he administrado «matita café» a muchos tipos que probablemente se lo merecían, pero nunca hubiera sido capaz de hacerle daño a una mocosa. Por eso, cuando empecé a sospechar le pedí explicaciones. ¡Y bien que me las dio el hijo de la gran puta...! De calibre treinta y ocho.
—¿Tienes idea de por qué eligió Segovia?
—¡Ni la más mínima!
—Por lo que veo ese maldito suele actuar en ciudades pequeñas, cercanas a Madrid.
—¡Elemental! Se supone que las ciudades pequeñas son más seguras y por lo tanto la gente es menos desconfiada. Ese tipo es muy listo, señor, se lo aseguro; pegármela a mí no es cosa fácil, pero lo consiguió sin el menor esfuerzo. Si se ha propuesto atraparle lo va a tener muy crudo.
Lo tenía crudo, en efecto, pero si había algo de lo que estuviera absolutamente convencido era de que no existía para mí otra razón de ser que acabar con semejante aberración de la naturaleza, y aunque en verdad fuera tan listo como Omaira aseguraba, y adoptara todas las medidas de seguridad imaginables, estaba seguro de que jamás se le había pasado por la mente la idea de que sus víctimas pudieran acudir en mi ayuda. «Los muertos no hablan» había dejado de ser, en este caso, una aseveración indiscutible. Y la Bestia Perfecta, por muy bestia y muy perfecta que fuera, no contaba con ello.
Es verdad que hasta el momento no me habían proporcionado ninguna indicación que me llevara hasta él, pero abrigaba la esperanza de que poco a poco conseguiría darle algún sentido a un complejo rompecabezas cuyo premio sería salvar vidas.
Decidí dedicar todo mi tiempo a la difícil tarea que tenía por delante, por lo que solicité en el ministerio una excedencia temporal que no me costó demasiado obtener dado que se me consideraba muy bien desde que ayudé a resolver el tema del accidente del tren de alta velocidad.
Lógicamente mi acostumbrada penuria económica se resentiría, por lo que Bartolomé Cisneros no dudó al señalar que aportaría de su bolsillo cuanto a partir de aquel momento dejara de ingresar de la administración pública. Acepté su oferta convencido como estaba de que tanto su obligación como la mía era la imperiosa necesidad de destruir cuanto antes a semejante animal.
Si hubiera tenido que mendigar no hubiera dudado en hacerlo.
Si hubiera tenido que humillarme, tampoco.
Si hubiera tenido que matar no me lo habría pensado dos veces.
Y si alguna duda, por pequeña que fuera, me quedaba, se disipó una fría mañana en que el Monstruo vino a verme para comunicarme que una «bestia difunta» le había proporcionado la compleja clave de acceso a la página de internet de la Bestia Perfecta; un secreto que tan solo los muy iniciados conocían.
Cuando hice el gesto de encender el ordenador alargó la mano con el fin de impedírmelo.
—¿Qué vas a hacer? —se alarmó—. Si entras en esa página corres el riesgo de que pronto o tarde la policía te localice y te meta en el trullo.
—No tengo nada que ocultar.
—No, desde luego; no tienes nada que ocultar. Pero eres un «varón de cierta edad» que vive solo en un caserón rodeado de bosques y conoces la clave de acceso a la página de los peores pederastas, por lo que te conviertes en un candidato perfecto a violador e incluso a asesino de niños. Tendrías que pasarte años aclarando que fue un muerto quien te proporcionó esa dirección de internet y dudo que nadie te creyera por mucho empeño que pusieras en ello.
—La verdad es que no lo había pensado.
—Pues en el mundo en que pretendes entrar debes acostumbrarte a pensar muy bien cada paso o acabarás en la cárcel... —Hizo una corta pausa para añadir—: O muerto.
—¿Y qué debo hacer para entrar en esa página sin que me localice la policía?
—Es fácil: ve a un cibercafé que no esté muy concurrido, escoge el ordenador más lejano a los otros usuarios y por nada del mundo te conectes a esta página más de cinco minutos seguidos. Cambia de cibercafé cada vez, y así estarás seguro de que nadie puede rastrear tus conexiones.
¡Vedla!, tan hermosa, tan dulce y delicada.
¡Vedla por última vez, en el último instante!
Os la ofrezco como un raro presente,
disfrutad del momento, compartidlo conmigo,
permitid que vuestra imaginación vuele muy lejos.
Que corra el semen y el cuerpo se estremezca.
Yo cargo con las culpas,
tan solo sois testigos y el mirar no hace daño.
Me hizo feliz apenas unas horas.
¡Cierto!
Constituyó la cima del placer, aunque muy corto.
¡Cierto!
Sufrió lo que yo nunca sufriré si no existe el infierno.
¡Cierto!
Pero cualquier castigo que me impongan en vida
será compensado por tan dulces recuerdos.
Aquellos que me imitáis sabéis que es cierto.
Nada hubo antes, ni nada habrá después,
cada minuto es mío y lo exprimo al segundo;
busco el placer sin hacer concesiones,
el bien y el mal tan solo son palabras
que inventó algún cobarde que se temía a sí mismo.
Hago sufrir si ello me complace,
mato cuando la muerte me excita,
e incendio cuando el fuego me hace grande,
porque cuando una losa me cubra para siempre,
no existirá placer, ni dolor, ni fuego, ni grandeza.
Tan solo existirá la muerte.
Sus guadañas de guerra
siegan los campos de amapolas,
pero persiguen y ejecutan
a quien arranca una sola.
Quienes me juzgan
los dejan morir de hambre,
y quienes me juzgan
bombardean sus hogares.
Quienes me juzgan
asesinaron a sus padres,
y quienes me juzgan
violaron a sus madres.
Unos lo hicieron en nombre de un dios,
otros, de otro, pero es la misma mentira
repetida mil veces cada día.
La guerra los mata,
el hambre los mata,
los mata la sed,
y el sida los mata.
A cientos, a miles, a millones...
sin que se ponga fin a su agonía.
¡Tanta belleza perdida!
¡Tanto placer desperdiciado!
Pero castigan duramente
a quien arranca una sola amapola
de sus campos de minas.
No escuchéis a quien valora en más una vida que ciento
porque han creado las leyes a su imagen;
leyes que permiten aniquilar a todo un pueblo,
pero prohíben hacerle daño a un perro;
leyes que aceptan que se arrojen bombas,
pero condenan el consumo de tabaco;
leyes que justifican invadir un país
el mismo día que se ejecuta a un loco.
¿Qué me importa que me llamen monstruo?
¿Qué me importa que me llamen bestia?
No soy más que la mota de caspa
de un cadáver que se pudre bajo tierra.
LA BESTIA PERFECTA
Abandoné el cibercafé con la sensación de haber sido uno de los degenerados que mentalmente habían violado a Andrea a través de internet y haber pasado a formar parte de aquella legión de tenebrosos e incalificables seres que habitaban en las más oscuras cavernas del cerebro humano, y que por desgracia acababa de comprobar que existían realmente pese a que demasiado a menudo aún me resistiera a aceptarlo.
Una serie de fotografías en una pantalla, unos descarnados versos que demostraban un profundo desprecio hacia cualquier principio moral y la desmedida soberbia de quien se considera a sí mismo superior a cuantos le rodeaban, venían a demostrarme de una forma harto evidente que la Bestia Perfecta no era tan solo fruto de la desbordada imaginación de un muerto.
¿Hasta qué punto podía haber llegado a pudrirse el alma de un hombre que por su forma de escribir se presuponía que tenía suficiente cultura y educación, si era capaz de disfrutar «versificando» ante el cadáver de una criatura a la que acababa de asesinar?
Tuve que tomar asiento en un banco del parque más cercano con la vana intención de calmar unos nervios que tenía a flor de piel, y el hecho de contemplar a un grupo de niños que jugaban entre los árboles me obligó a buscar a mi alrededor con la mirada, como si temiera que alguno de los escasos transeúntes que deambulaban por las proximidades pudiera resultar un pederasta al acecho.
Cuando al fin conseguí analizar con cierta frialdad la brutal impresión que me había producido la contemplación de aquellas horrendas fotografías, o el hecho de haber leído tan demoníaco canto a la barbarie, llegué a la conclusión de que tal vez lo que más me impresionaba de todo ello era la descarada prepotencia y la demoledora sensación de impunidad que emanaba de la forma de comportarse de un personaje que se mostraba tan abiertamente endiosado.
—La diferencia entre las Bestias y los Monstruos estriba en que los primeros se enorgullecen de sus actos y los segundos nos arrepentimos.
Recordé la frase y llegué a la conclusión de que aquella no era más que una nueva faceta del viejo dicho de que se aprecia más el defecto propio que la virtud ajena.
Un individuo que para conseguir una erección necesitaba torturar, violar y asesinar a una niña se sabía tan total y desesperadamente impotente que tenía la ineludible necesidad de buscar una justificación a sus actos o de lo contrario se vería obligado a colgarse del árbol más próximo.
Y esa justificación no podía ser otra que proclamar a los cuatro vientos que sus abominables miserias no eran en realidad más que una justa y lógica rebelión contra una sociedad decadente y corrompida, sin tener en cuenta que él era el mejor exponente de la decadencia y la corrupción de dicha sociedad.
Fuera quien fuese, y tratara de justificarse como quiera que lo hiciese, se sentía a salvo entre los recovecos de internet y en la certeza de su anonimato, por lo que fue en la soledad de aquel banco de aquel parque donde llegué a la conclusión de que en la fe ciega que tenía en su impunidad, residía su mayor debilidad.
Al día siguiente me fui a otro cibercafé, volví a conectar con su página y le envié un mensaje:
Como Bestia no eres tan perfecta como aseguras.
Cometiste un error al dejarme tirada en aquel bosque
sin cerciorarte de que estaba muerta.
Ahora ando tras la pista de tu Mercedes negro.
Me habría encantado ver su rostro en el momento de leer el mensaje, convencido como estaba de que quizá por primera vez le temblaría el pulso y se sentiría humillado ante unos seguidores que empezarían a plantearse que aquel a quien tanto admiraban era en realidad un chapucero que dejaba vivas a sus víctimas.
Me alegró comprobar que en él podía más la soberbia que la prudencia, puesto que a los pocos instantes llegó la respuesta:
Yo nunca cometo errores.
Estabas muerta y bien muerta.
Le contesté de inmediato:
Peor para ti si es una muerta la que te persigue.
Empieza por afeitarte ese ridículo bigotito.
En realidad no eres más que un fascista impotente.
Y quienes te siguen, tan impotentes como tú.
E igualmente fascistas.
En esta ocasión no recibí respuesta, y en verdad tampoco la esperaba porque quienquiera que fuese que había recibido tan inesperados y sorprendentes mensajes debía necesitar mucho tiempo para asimilar su significado.
No puedo negar que disfruté al imaginármelo tumbado en la cama, aterrorizado por la idea de que una asesina profesional que le conocía en persona seguía con vida y dispuesta a vengarse.
¿Qué estaría pasando en esos momentos por su mente?
Sin duda se preguntaría si entraba dentro de lo posible que hubiera cometido un error tan estúpido como dejar con vida a una persona a la que le había disparado un tiro en la nuca, o hasta qué punto resultaba factible que al cabo de unos días su víctima se encontrara en disposición de amenazarle.
Al ser testigo en primer plano de cómo la cabeza de Omaira reventaba a causa del impacto de una bala de gran calibre, debería resultarle inadmisible que su cerebro destrozado fuera capaz de coordinar una sola idea sensata, y menos aún de recordar la marca de su coche o la forma de su bigote. Debía sentirse como quien descubre una grieta en los cimientos de su inaccesible fortaleza, lo que a mi modo de ver le obligaba a sentir miedo.
Y si había algo de lo que estaba convencido era de que cuando alguien siente miedo, no se arriesga, y por lo tanto resultaba hasta cierto punto sensato suponer que, dadas las circunstancias, la Bestia Perfecta no se decidiera a actuar por el momento. Ello contribuiría a salvar vidas y me concedía un cierto margen de tiempo.
La mejor forma que existía de resquebrajar aún más sus defensas era continuar acosándole, para lo cual necesitaba que Omaira me proporcionara nuevos datos que añadieran credibilidad al relato.
—No se me ocurre nada.
—¡Haz memoria! Cualquier detalle, por nimio que parezca, puede contribuir a que pierda los nervios; algo de lo que hablarais que le convenza de que se trata efectivamente de ti.
—No recuerdo que habláramos de nada en especial.
—Es que no tiene por qué ser especial. Normalmente nadie habla de nada «especial»; basta con hacer referencia al tema.
La colombiana, ¿o quizá sería mejor decir la difunta colombiana?, se limitó a encogerse de hombros antes de señalar:
—Hablamos del tiempo, de lo que me parecía España y de lo bien cuidado que tenía un coche que estaba a punto de llegar al medio millón de kilómetros.
—¡Medio millón de kilómetros! Eso si que es raro.
—Es lo que él aseguraba... Y se sentía particularmente orgulloso de él porque la verdad es que el carro aparecía impecable.
Mi siguiente mensaje debió de ponerle bastante nervioso.
La próxima vez que lleves tu coche a reparar,
te estarán esperando.
Hay pocos Mercedes negros con medio millón de
kilómetros a cuestas.
Y ninguno que pertenezca a un pederasta
tan estúpido como para hacerse llamar
la Bestia Perfecta
No obtuve respuesta.
¿Qué respuesta había?
En aquellos momentos se estaría preguntando si realmente la policía estaba al corriente de las especiales características de su vehículo.
Ahora lo estaría.
Según el Monstruo, la policía solía acceder a aquellas páginas aunque la mayor parte de las veces no consiguiera evitar que se colgaran en la red.
Lo que sí hacían era «marcarlas» por medio de un sofisticado sistema informático que permitía seguirles el rastro por los canales de internet y localizar a los que accedían a ellas.
En el caso de que la policía hubiese detectado esta, cosa de la que no podía estar seguro, era probable que se preguntaran quién se dedicaba a proporcionarles una información tan valiosa como poco ortodoxa sobre un pederasta asesino.
Admito que en cierto modo aquella inusual forma de acosarle se estaba convirtiendo en una especie de juego cuyo principal objetivo era, repito, conseguir que perdiera la ciega confianza que demostraba tener en sí mismo y en su total impunidad. Tal vez por primera vez en su vida la Bestia estaba experimentando la desagradable sensación de haber pasado de perseguidor a perseguido, y de actuar en las sombras a sentirse observado desde la oscuridad cuando la luz de un potente foco le iluminaba.
Quiero suponer que estaba asustado.
Y lo supongo por el hecho de que si algo he aprendido en este tiempo, es a olvidar mi propia forma de sentir y pensar con el fin de colocarme en el lugar de mi oponente. Y no es tarea fácil. En este caso en particular no resultaba en absoluto sencillo tratar de introducirse en la mente de un hombre que disfrutaba torturando a una criatura. Por más que lo intentara no alcanzaba a entender por qué razón aquellas escenas tenían la «virtud» de excitar sexualmente a alguien, y tuvo que ser el Monstruo quien acudiera en mi ayuda.
—No te esfuerces. De la misma forma que un ciego no concibe los colores, o un sordo de nacimiento ni siquiera imagina lo que puede ser la música, un ser humano «normal» nunca entenderá que existan personas que, como nosotros, prefiramos un capullo cerrado a una flor en todo su esplendor.
—En verdad que no lo entiendo. Un capullo cerrado no es nada.
—Es la promesa de algo maravilloso... Nuestra imaginación consigue que ese compacto amasijo de hojas se convierta en la flor más perfecta que jamás pueda existir, por lo que elegimos desgarrar el capullo, destrozándolo, antes que permitir que la flor se abra y nos decepcione.
—¡Estáis locos!
—Si partimos del hecho de que a todos aquellos que no responden a los cánones que la sociedad ha establecido se les tacha de locos, ciertamente lo estamos. Pero por esa regla de tres tú eres el más loco de todos, puesto que eres el único que se relaciona con los muertos. Y eso sí que no responde a ningún canon de comportamiento.
—Entra dentro de lo posible que sea cierto.
—Lo es si te detienes a pensar que tan difícil resulta explicar por qué razón hablas conmigo, con una colombiana a la que le volaron la cabeza, o con dos niñas asesinadas, como le resulta imposible a un pederasta explicar la razón por la que le atraen los niños.
Estaba en lo cierto; mal que me pesara acertaba al afirmar que la mía era la más grave de las locuras imaginables, pero me consolaba la idea de que, para atrapar a un ser tan desquiciado como la Bestia Perfecta se necesitaba a alguien aún más desquiciado.
No respetar las reglas es la única opción que queda a la hora de luchar contra quienes no respetan ninguna regla.
Y la más eficaz, al menos eso creía en aquellos momentos, era la de contraatacar con sus propias armas: el miedo y la impunidad. Mi nuevo paso fue aún más allá.
Jimena opina que si como asesino has demostrado
ser un chapucero, como pianista eres un
auténtico desastre. ¿Te acuerdas de Jimena?
¿Qué pasaría por la mente de un hombre, por enferma que estuviera esa mente, que comenzara a sospechar que sus víctimas le perseguían desde el más allá?
Su respuesta me dio la pauta a seguir.
¿Quién demonios eres?
Una bestia mucho más perfecta que tú.
Quienes te creen omnipotente harán bien en
abandonarte.
Ahora sí que ya no eres más que la mota
de caspa de un cadáver que se pudre bajo tierra.
Empecé a abrigar el convencimiento de que el camino más directo pasaba por herir su amor propio, menospreciar su egolatría, atemorizarle y llevarle al convencimiento de que había perdido su impunidad.
—Puede que tengas razón y esa sea la fórmula —admitió Bartolomé Cisneros cuando le puse al corriente de mis planes—. Rodear de fuego al alacrán hasta que acabe por clavarse su propio aguijón. Pero me preocupa que en su desesperación se lance a atacar con más saña.
—En ese caso cometerá errores que nos permitirán atraparlo.
—Pero para que cometa esos errores alguna criatura tendrá que pagar las consecuencias, por lo que a mi modo de ver has asumido una responsabilidad excesiva. —Agitó una y otra vez la cabeza negativamente al añadir—: Tal vez hubiera sido mejor seguir en silencio la pista de ese coche.
—Podría llevarnos meses —le contradije—. O tal vez años, porque no creo que hubiéramos convencido a la policía de que colaborara basándonos en las informaciones de una difunta. Y ya hemos visto que, siguiendo las normas, ni la policía ni nadie ha conseguido destruirle.
—Tal vez opte por ocultarse una temporada, esperar a que las aguas vuelvan a su cauce y reaparecer cuando se sienta nuevamente seguro —intervino María Luisa, que hasta ese momento se había limitado a escuchar—. Es lo que yo haría.
—Tú sí... Y cualquier persona normal. Pero él nunca se conformará con una derrota aunque sea temporal, arriesgándose a perder a su corte de admiradores. Alardea de ser la Bestia Perfecta, y estoy convencido de que disfruta tanto vanagloriándose de haber matado y violado a una criatura como haciéndolo. Para él exponer esas fotos en la red equivale a repetir el acto.
—¿Cómo se puede llegar a tener un cerebro tan putrefacto?
—Eso, ni tú, ni yo, ni nadie conseguirá averiguarlo nunca, querida... Si estuviéramos capacitados para ponernos en su lugar nos resultaría sencillo aniquilarlos porque el principal problema estriba en que luchamos contra seres a los que no entendemos.