Capítulo 18

– ¿Qué ocurre, Tommy? -preguntó lady Helen, cuando se reunió con él después de que la llamara desde la puerta de la sala.

– El final prematuro del concierto. Al menos para nosotros. Acompáñame.

Le siguió hasta el bar, que empezaba a vaciarse de clientes, atraídos una vez más por la música. El hombre llamado Troughton siguió sentado en su mesa del rincón, pero uno de sus acompañantes se había marchado y el segundo se aprestaba a imitarle, pues se estaba poniendo un anorak verde y una bufanda blanca y negra. Troughton se levantó y protegió su oreja con la mano para oír algo que el joven decía. Tras unos instantes de conversación se puso la chaqueta y se dirigió hacia la puerta del bar.

Mientras se acercaba, Lynley le examinó, preguntándose si podía ser el amante de una chica de veinte años. Aunque el rostro de Troughton era juvenil y recordaba al de un duende travieso, carecía de rasgos distintivos, un hombre corriente que no sobrepasaba el metro setenta y cinco, cuyo cabello de color tostado era rizado y suave, pero empezaba a ralear en la coronilla. Aparentaba casi cincuenta años y, aparte de su pecho y espalda anchos (lo cual delataba su condición de remero), Lynley se vio forzado a admitir que no parecía el tipo de hombre capaz de atraer y seducir a alguien como Elena Weaver.

Lynley le detuvo cuando pasó por su lado.

– ¿Doctor Troughton?

Troughton paró, sorprendido de que un desconocido se dirigiera a él por el nombre.

– ¿Sí?

– Thomas Lynley -dijo, y le presentó a lady Helen. Introdujo la mano en el bolsillo y sacó su tarjeta de identificación-. ¿Podemos hablar en algún sitio?

La petición no pareció sorprender en lo más mínimo a Troughton. Su expresión delató alivio y resignación al mismo tiempo.

– Por aquí -dijo, y salieron a la noche.

Los condujo a sus habitaciones, ubicadas en el edificio que abarcaba la parte norte del jardín del College, a dos patios de distancia de la sala de descanso de los estudiantes. Desde el segundo piso, en la esquina sudoeste, se veía el río Cam por un lado y el jardín por el otro. Sus habitaciones consistían en un pequeño dormitorio y un estudio, el primero amueblado solo con una cama deshecha, y el segundo repleto de muebles antiguos y un inmenso número de libros desordenados. Estos proporcionaban a la pieza el olor a moho que suele asociarse con el papel expuesto durante demasiado tiempo a la humedad.

Troughton quitó un montón de trabajos de una silla y los dejó sobre el escritorio.

– ¿Les apetece un coñac? -preguntó.

Lynley y lady Helen aceptaron. Se acercó a una vitrina situada a un lado de la chimenea y sacó tres copas balón, que alzó a la luz con todo cuidado antes de verter el líquido. No dijo nada hasta sentarse en una de las pesadas butacas.

– Han venido por lo de Elena Weaver, ¿no es verdad? -Hablaba en voz baja, con calma-. Le esperaba desde ayer por la tarde. ¿Les dio mi nombre Justine?

– No. Fue Elena, en cierto modo. Hacía curiosas marcas en su calendario desde el pasado enero -explicó Lynley-. El dibujo de un pececillo.

– Ya. Entiendo.

Troughton dedicó su atención a la copa. Sus ojos se enturbiaron, y la apretó entre sus dedos antes de alzar la cabeza.

– No me llamaba así, por supuesto -dijo, sin necesidad-. Me llamaba Victor.

– Era una manera de anotar sus encuentros, diría yo. Y una forma de ocultar el secreto a su padre, si alguna vez echaba un vistazo a su calendario. Porque usted debe de conocer muy bien a su padre, supongo.

Troughton asintió. Tomó un sorbo de coñac y dejó la copa sobre la mesita que separaba su butaca de la ocupada por lady Helen. Palmeó el bolsillo superior de su chaqueta gris de tweed y sacó una pitillera. Era de peltre, y tenía una hendidura en una esquina. Sobre la tapa llevaba una especie de sello. Después de ofrecerles, encendió un cigarrillo, y la cerilla tembló en sus manos como un faro inestable. Lynley observó que sus manos eran grandes, de aspecto fuerte, con uñas ovaladas. Constituían su mejor característica.

Troughton clavó la vista en el cigarrillo mientras hablaba.

– Lo más duro de estos tres días ha sido fingir. Ir al College, atender a mis supervisiones, comer con los demás. Tomar una copa de jerez anoche, antes de cenar, con el director y hablar de tonterías, cuando mi único deseo era echar la cabeza hacia atrás y gritar.

Cuando su voz flaqueó en la última palabra, lady Helen se inclinó hacia delante, como si deseara ofrecerle su compasión, pero se enderezó cuando Lynley la reprendió con un rápido gesto. Troughton se serenó, dio una chupada al cigarrillo y lo dejó en un cenicero de cerámica que descansaba sobre la mesa contigua. Un hilillo de humo se desprendió de él. El hombre prosiguió.

– ¿Qué derecho tengo a manifestar mi dolor? Al fin y al cabo, tengo deberes. Tengo responsabilidades. Una mujer. Tres hijos. Se supone que debo estar con ellos. Debería dedicarme a recoger los restos, seguir adelante y dar gracias porque mi matrimonio y mi carrera no se hayan venido abajo, porque he pasado los últimos once meses jodiendo con una chica sorda veintisiete años más joven que yo. De hecho, en el fondo de mi despreciable alma, cuyos sentimientos no conoce nadie, debería estar agradecido en secreto por la desaparición de Elena. Ahora ya no habrá escándalos, desastres, gritos y susurros a mis espaldas. Todo ha terminado y yo debo continuar. Eso es lo que hacen los hombres de mi edad, ¿verdad?, cuando han ejercido una triunfal seducción que, con el tiempo, llega a ser aburrida. Y se supone que llega a ser aburrida, ¿no, inspector? Se supone que debía empezar a considerarla un engorro sexual, la prueba viviente de un pecadillo enorgullecedor que prometía volver a hechizarme si no lo remediaba de una forma u otra.

– ¿Y no era así?

– La quiero. Ni siquiera soy capaz de decir «la quería», porque si utilizo el verbo en pasado tendré que afrontar el hecho de que ya no existe, y no podré soportarlo.

– Estaba embarazada. ¿Lo sabía?

Troughton cerró los ojos. La débil luz del techo, que surgía de una lámpara en forma de cono, arrojaba sombras sobre su piel. Brillaban bajo las pestañas en el torrente de lágrimas que, al parecer, no deseaba derramar. Sacó un pañuelo del bolsillo.

– Lo sabía -dijo, cuando pudo.

– Pienso que, pese a sus sentimientos hacia la chica, le iba a crear serias dificultades.

– ¿Se refiere al escándalo? ¿A la pérdida de las amistades de toda la vida? ¿A los perjuicios que ocasionaría a mi carrera? Nada de eso me importaba. Oh, sabía que todo el mundo me condenaría al ostracismo, si abandonaba a mi familia por una muchacha de veinte años, pero, cuanto más pensaba en ello, más me daba cuenta de que no me importaba. Las cosas que interesan a mis colegas, inspector, puestos prestigiosos, la construcción de una base política, una reputación académica estelar, invitaciones a pronunciar conferencias y a comités de selección, las exigencias de servir al College, a la universidad, incluso a la nación, dejaron de interesarme hace mucho tiempo, cuando llegué a la conclusión de que la comunicación con otra persona es lo más valioso de la vida. Y creí haber encontrado esa comunicación con Elena. No iba a dejarla escapar. Habría hecho cualquier cosa por conservarla. Elena.

Dio la impresión de que Troughton necesitaba pronunciar su nombre, como una sutil forma de liberación que no se había permitido, que las circunstancias de su relación no le habían permitido, desde su muerte. Aun así, contuvo las lágrimas, como si manifestar el dolor significara perder el control sobre los escasos aspectos de su vida que el asesinato de la muchacha no había destrozado.

Como intuyéndolo, lady Helen fue a la vitrina cercana a la chimenea y cogió la botella de coñac. Vertió un poco más en la copa de Troughton. Lynley observó que su expresión era seria y contenida.

– ¿Cuándo vio a Elena por última vez? -preguntó Lynley al profesor.

– El domingo por la noche. Aquí.

– Pero no se quedó a pasar la noche, ¿verdad? El conserje la vio salir por la mañana para ir a correr.

– Se fue… Debió ser antes de la una. Antes de que las puertas del College se cerraran.

– ¿Y usted? ¿También se fue a casa?

– Me quedé. Lo hago casi todas las noches de entre semana, desde hace dos años.

– Entiendo. ¿Su casa no está en la ciudad?

– Está en Trumpington. -Troughton pareció leer la expresión aparecida en el rostro de Lynley-. Sí, ya lo sé, inspector. Trumpington no está tan lejos del College como para tener que quedarme a pasar aquí la noche, en especial casi todas las noches, y desde hace dos años. Mis motivos para dormir aquí tenían relación con una distancia de un tipo muy diferente. Al principio, quiero decir. Antes de Elena.

El cigarrillo de Troughton había ardido hasta consumirse en el cenicero. Encendió otro y bebió más coñac. Al parecer, había recuperado de nuevo el control.

– ¿Cuándo le dijo que estaba embarazada?

– El miércoles por la noche, poco después de recibir los resultados de la prueba.

– ¿Le dijo antes que existía alguna posibilidad? ¿Le dijo que lo sospechaba?

– No me habló para nada de embarazos antes del miércoles. Yo no sospechaba nada.

– ¿Sabía que no tomaba precauciones?

– Pensé que no era necesario hablar de eso.

Lynley vio por el rabillo del ojo que lady Helen se movía, y que volvía la cara para mirar a Troughton de frente.

– Un hombre de su educación, doctor Troughton -dijo-, no dejaría la responsabilidad de la anticoncepción únicamente en manos de la mujer con la que quisiera acostarse. Discutiría el asunto con ella antes de llevarla a la cama.

– No vi la necesidad.

– La necesidad.

Lady Helen pronunció las dos palabras muy despacio.

Lynley pensó en las píldoras anticonceptivas sin utilizar que la sargento Havers había encontrado en el escritorio de Elena Weaver. Recordó que llevaban fecha de febrero y las conjeturas que Havers y él habían desarrollado en lo tocante a esa fecha.

– Doctor Troughton, ¿dio por sentado que ella estaba utilizando algún tipo de anticonceptivo? -preguntó-. ¿Se lo dijo Elena?

– ¿Para atraparme, quiere decir? No. Nunca dijo ni una palabra sobre anticonceptivos. Tampoco lo necesitaba, inspector. Me habría dado igual.

Cogió la copa de coñac y le dio vueltas en la mano, como si meditara.

Lynley leyó la incertidumbre en su cara. Se sentía irritado porque las circunstancias exigían que actuara con delicadeza para descubrir la verdad.

– Tengo la clara impresión de que estamos atrapados en una dinámica de malentendidos y evasivas. ¿Por qué no me dice lo que está ocultando?

En el silencio, el lejano sonido del concierto de jazz golpeaba rítmicamente las ventanas de la habitación. Sonaron agudas notas de trompeta, cuando Randie se marcó otra «galopada» con el grupo. A continuación, un solo de batería. Y después, la melodía se reanudó. En ese momento, Victor Troughton alzó la cabeza, como impulsado por la música.

– Iba a casarme con Elena -dijo-. La verdad es que di la bienvenida a la oportunidad, pero el niño no era mío.

– ¿Que no era…?

– Ella no lo sabía. Creía que yo era el padre, y yo dejé que lo creyera. Pero me temo que yo no era el padre.

– Parece muy seguro.

– Lo estoy, inspector. -Troughton sonrió con infinita tristeza-. Me sometí a la vasectomía hace tres años. Elena no lo sabía. Y yo no se lo conté. Nunca se lo he contado a nadie.

Al salir del edificio en el que Victor Troughton tenía su estudio y su dormitorio, una terraza dominaba el río Cam. Se elevaba desde el jardín, oculta en parte por un muro de ladrillo, y albergaba varias jardineras en las que crecían arbustos verdosos, y unos pocos bancos, que los miembros del College aprovechaban, cuando hacía buen tiempo, para tomar el sol y escuchar las risas de los que bajaban en batea por el río hacia el Puente de los Suspiros. Lynley condujo a lady Helen hacia esta terraza. Aunque era consciente de su necesidad de exponer ante ella todos los descubrimientos de la noche, calló de momento, y trató de definir los sentimientos que despertaban en él esos descubrimientos.

El viento de los dos días anteriores había remitido considerablemente. De vez en cuando soplaba alguna ráfaga helada desde Las Lomas, como si la noche suspirara, pero incluso aquellas ráfagas acabarían por desaparecer, y la intensidad del frío sugería que mañana serían sustituidas por la niebla.

Pasaban unos minutos de las diez. El concierto de jazz había terminado momentos después de dejar a Victor Troughton, y las voces de los estudiantes que se llamaban entre sí todavía se oían, mientras el público se dispersaba. Sin embargo, nadie vino en dirección a ellos. Y considerando la hora y la temperatura, Lynley juzgó improbable que alguien fuera a molestarlos en aquella apartada terraza sobre el río.

Escogieron un banco situado en el extremo sur de la terraza, protegido del viento por un muro que separaba el jardín de los profesores del resto del College. Lynley se sentó, atrajo hacia sí a lady Helen y la rodeó con el brazo. Apretó los labios contra su cabeza, más por necesidad de contacto físico que como expresión de afecto, y el cuerpo de lady Helen, en respuesta, pareció adaptarse a la curva de su brazo y produjo una presión constante y suave contra él. No dijo nada, pero Lynley sabía muy bien en qué estaba pensando.

Al parecer, Víctor Troughton había aprovechado la oportunidad de hablar por primera vez de su secreto más oculto. Como la mayoría de la gente que vive en la mentira, se había lanzado sobre esa oportunidad como un desesperado. Mientras narraba la historia, Lynley había observado que la simpatía inicial de lady Helen hacia Troughton (tan característica de ella, al fin y al cabo) se iba transformando poco a poco. Cambió su postura y se apartó unos centímetros del hombre. Sus ojos se nublaron. Y, a pesar de que estaba llevando a cabo un interrogatorio crucial para la investigación de un asesinato, Lynley descubrió que miraba a lady Helen tanto como escuchaba a Troughton. Quería excusarse ante ella (excusar a todos los hombres) por los pecados contra las mujeres que Troughton recitaba sin aparentar el menor remordimiento de conciencia.

El historiador había encendido un tercer cigarrillo con la colilla encendida del anterior. Había tomado más coñac y, mientras hablaba, mantenía la vista fija en el licor y en el pequeño óvalo amarillo que la luz del techo reflejaba en el coñac. En todo momento habló con voz baja y sincera.

– Quería vivir. Es la única excusa que tengo, y no vale gran cosa. Quería preservar mi matrimonio por el bien de mis hijos. Quería ser un hipócrita y fingir que era feliz, pero no quería vivir como un cura. Lo hice durante dos años; estuve muerto durante dos años. Quería volver a vivir.

– ¿Cuándo conoció a Elena? -preguntó Lynley.

Troughton desechó la pregunta con un ademán. Parecía decidido a contar la historia a su manera.

– La vasectomía no tuvo nada que ver con Elena -prosiguió-. Me limité a tomar una decisión sobre mi estilo de vida. Al fin y al cabo, vivimos en una época de promiscuidad sexual, así que decidí ponerme a disposición de las mujeres. Y como no quería correr el riesgo de un embarazo no deseado, o el riesgo de ser atrapado mediante engaños por una mujer, me sometí a la operación. Y salí a la caza.

Levantó la copa y sonrió con sarcasmo.

– Debo admitir que fue un despertar bastante brusco. Tenía cuarenta y cinco años, en muy buena forma, me había forjado una carrera admirable y gratificante como académico, era relativamente conocido y muy respetado. Pensaba que legiones de mujeres estarían encantadísimas de aceptar mis atenciones solo por la emoción, estremecedora e intelectual, de acostarse con un catedrático de Cambridge.

– Descubrió que no era así.

– No con las mujeres que yo perseguía.

Troughton miró a lady Helen, como sopesando sus tendencias contradictorias: la prudencia de no decir nada más contra la abrumadora necesidad de contarlo todo, hasta el último detalle. Cedió a la necesidad y se volvió hacia Lynley.

– Quería una mujer joven, inspector. Quería tocar una piel joven, elástica. Quería besar pechos grandes y firmes. Quería piernas sin varices, pies sin callos y manos como seda.

– ¿Y su mujer? -preguntó lady Helen.

Su voz era serena, tenía las piernas cruzadas, las manos enlazadas sobre el regazo, pero Lynley la conocía lo bastante para saber que su corazón latía furiosamente, como le sucedería a cualquier mujer después de escuchar la lista de los requisitos sexuales que Troughton había enunciado, tranquila y racionalmente. Ni una mente ni un alma, solo un cuerpo que fuera joven.

Troughton no dudó en contestar.

– Tres hijos. Tres chicos. Cada vez, Rowena se dejaba un poco más. Primero fue la ropa y el pelo, después la piel, y después su cuerpo.

– Lo que quiere decir es que una mujer adulta que había dado a luz a tres hijos ya no le excitaba.

– Lo admito todo. Sentía aversión cuando miraba lo que quedaba de su estómago. Me desagradaba el tamaño de sus caderas, y detestaba los sacos caídos en que se habían convertido sus pechos y la piel fofa que colgaba bajo sus brazos, pero sobre todo odiaba el hecho de que no hacía nada por arreglarse. Y de que se sintió perfectamente feliz cuando empecé a ausentarme.

Se levantó y caminó hasta la ventana que daba al jardín del College. Apartó las cortinas y miró al exterior, mientras bebía coñac.

– Hice planes. Luego, la vasectomía, para protegerme de dificultades inesperadas, y empecé a seguir mi camino. El único problema fue descubrir que no poseía… ¿Cómo se dice? ¿La técnica apropiada? -Lanzó una risita burlona-. Pensaba que sería muy fácil. Me sumaba a la revolución sexual con dos décadas de retraso, pero me sumaba, a fin de cuentas. Un pionero madurito. Qué desagradable sorpresa me llevé.

– ¿Y entonces apareció Elena Weaver?

Troughton se quedó junto a la ventana, con el cristal negro de la noche como telón de fondo.

– Hace años que conozco a su padre, de modo que ya nos habíamos encontrado una o dos veces, cuando venía de Londres, pero no fue hasta que la trajo a mi casa el pasado otoño, para que eligiera un cachorrillo, cuando la vi como algo más que la niñita sorda de Anthony. Incluso entonces, solo fue admiración. Era alegre, animada, una masa de energía y entusiasmo. Disfrutaba de la vida a pesar de su sordera, y consideré esa virtud, junto con todo lo demás, terriblemente atractiva. Sin embargo, Anthony es un colega, y aunque legiones de mujeres jóvenes ya me habían dado pruebas suficientes de mi escaso atractivo, no tuve el valor de insinuarme a la hija de un colega.

– ¿Se le insinuó ella?

Troughton señaló el conjunto de la habitación con un ademán.

– Se dejó caer por aquí varias veces durante el primer trimestre del curso pasado. Me hablaba de los progresos del perro, con aquella extraña voz suya. Bebía té, robaba algunos cigarrillos cuando pensaba que no la estaba mirando. Me gustaban sus visitas. Empecé a desear que viniera, pero no ocurrió nada entre nosotros hasta Navidad.

– ¿Y entonces?

Troughton volvió a la silla. Apagó el cigarrillo, pero no encendió otro.

– Vino a enseñarme el vestido que había comprado para un baile de Navidad. «Me lo pondré para que veas cómo me queda», dijo, se volvió y empezó a desnudarse aquí mismo. No soy idiota del todo, claro. Más adelante comprendí que lo había hecho a propósito, pero en aquel momento me quedé horrorizado. No solo por su comportamiento, sino por lo que yo sentía, no, por lo que deseé hacer, ante aquel comportamiento. Se estaba bajando las bragas cuando le dije: «Por el amor de Dios, ¿qué piensas que estás haciendo, niña?», pero yo estaba al otro lado de la habitación, ella tenía la cabeza vuelta y no pudo leer mis labios. Siguió desnudándose. Me acerqué a ella, la obligué a mirarme y repetí la pregunta. Ella me miró sin pestañear y dijo: «Estoy haciendo lo que tú deseas que haga, Víctor». Fue suficiente. Hicimos el amor en la mismísima butaca donde estaba sentado, inspector. Tenía tantas ganas de tirármela que ni me molesté en cerrar con llave la puerta. -Bebió el resto del coñac y dejó la copa sobre la mesa-. Elena sabía lo que yo buscaba. No me cabe duda de que lo descubrió en cuanto entró en mi casa con su padre para ver los perros. Cuando menos, era brillante en conocer a la gente, o al menos lo fue en conocerme a mí. Siempre sabía lo que yo quería, cuándo lo quería y exactamente cómo.

– Y por fin encontró la piel elástica que buscaba -dijo Helen. Una fría condena iba implícita en la frase.

Troughton no se arredró.

– Sí, la encontré, pero no como yo pensaba. No contaba con enamorarme. Creía que solo nos unía el sexo. Dios, sexo desenfrenado cada vez que nos apetecía. Al fin y al cabo, satisfacíamos nuestras mutuas necesidades.

– ¿De qué forma?

– Ella satisfacía mi necesidad de paladear su juventud y, tal vez, recobrar un poco de la mía. Yo satisfacía la necesidad de herir a su padre.

Vertió más coñac en las tres copas. Miró a Lynley y después a lady Helen, como si buscara en sus rostros una reacción a su frase final.

– Como ya le he dicho antes, inspector, no soy idiota del todo.

– Quizá se está juzgando con demasiada severidad.

Troughton dejó la botella sobre la mesa contigua a su butaca y bebió un largo trago de coñac.

– De ninguna manera. Examinemos los hechos. Tengo cuarenta y siete años y voy camino de la decadencia. Ella tenía veinte, y estaba rodeada por cientos de jóvenes con toda la vida por delante. ¿Por qué demonios iba a fijarse en mí, como no supiera que era la mejor forma de herir a su padre? Y era perfecta, al fin y al cabo. Elegir a uno de sus colegas, mejor dicho, a uno de sus amigos. Elegir a un hombre mayor que su padre. Elegir a un hombre casado. Elegir a un hombre con hijos. No me engañé con la idea de que Elena me quería porque me consideraba más atractivo que los otros hombres a quienes conocía, en ningún momento. Supe desde el principio lo que tenía entre ceja y ceja.

– ¿El escándalo del que hablamos antes?

– Anthony se había implicado demasiado en el rendimiento de Elena aquí, en Cambridge. Se había implicado en todos los aspectos de su vida. Cómo se comportaba, cómo vestía, cómo tomaba notas en las clases, cómo le iban las evaluaciones. Para él, eran asuntos de la máxima transcendencia. En mi opinión, creía que le juzgarían, como hombre, como padre, incluso como académico, por el éxito o fracaso de su hija aquí.

– ¿La cátedra Penford estaba relacionada con todo esto?

– Yo diría que en su mente sí, pero no en la realidad.

– Pero si pensaba que el juicio sobre su persona iba a estar relacionado con el rendimiento y la conducta de Elena…

– Quería que ella rindiera y se comportara como la hija de un respetado profesor. Elena lo sabía. Percibía esta actitud en todo lo que hacía su padre, y le detestaba por ello. Imagínese las inmensas y divertidas posibilidades que tendría Elena de vengarse de su padre y humillarle, cuando se supiera que su hija se acostaba con uno de sus colegas más cercanos.

– ¿No le importó que le manipulara de esa forma?

– Estaba convirtiendo en realidad todas y cada una de las fantasías sexuales que había alentado en mi vida. Nos encontramos un mínimo de tres veces a la semana desde Navidad y gocé de cada momento. Sus motivos no me importaban en absoluto, en tanto siguiera viniendo y desnudándose.

– ¿Se encontraban aquí, pues?

– Por regla general. También me las arreglé para ir a verla varias veces a Londres durante las vacaciones de verano. Y algunas tardes y noches de los fines de semana en casa de su padre, durante el trimestre.

– ¿Estando él en casa?

– Solo una vez, durante una fiesta. Lo consideró particularmente excitante. -Se encogió levemente de hombros, aunque sus mejillas habían enrojecido levemente-. Yo también lo consideré bastante excitante. Supongo que fue de puro terror de que nos pillaran con las manos en la masa.

– Pero no ocurrió.

– Nunca. Justine lo sabía. No sé cómo lo averiguó; quizá lo adivinó o Elena se lo dijo. En cualquier caso, nunca nos pescó in fraganti.

– ¿No se lo contó a su marido?

– Jamás habría actuado contra Elena, inspector. Anthony habría descargado su furia sobre ella, y Justine lo sabía mejor que nadie. Se mordió la lengua. Esperaba que Anthony lo descubriera por sí mismo, supongo.

– Cosa que no hizo nunca.

– Cosa que no hizo nunca.

Troughton cambió de posición en la butaca. Cruzó una pierna sobre la otra y sacó la pitillera una vez más. Sin embargo, se limitó a pasarla de una mano a otra. No la abrió.

– Al final, alguien se lo habría dicho, claro.

– ¿Usted?

– No. Imagino que Elena se habría reservado ese placer.

A Lynley le costaba creer que Troughton careciera de conciencia en lo tocante a Elena. No había experimentado la menor necesidad de guiarla. No había considerado necesario encauzar el resentimiento de Elena hacia su padre por otros caminos.

– Doctor Troughton, lo que no comprendo es…

– ¿Por qué le seguí la corriente? -Troughton colocó la pitillera junto a la copa. Estudió la escena que componían-. Porque la amaba. Al principio, fue su cuerpo, la increíble sensación de tocar y estrechar aquel hermoso cuerpo, pero luego fue ella, Elena. Era salvaje, ingobernable, risueña y vivaz. Y yo quería aquello en mi vida. No me importaba el precio.

– ¿Aunque ello supusiera pasar por el padre de su hijo?

– Incluso eso, inspector. Cuando me dijo que estaba embarazada, casi me convencí de que la vasectomía había salido mal y que el hijo era mío.

– ¿Tiene idea de quién es el padre?

– No, pero he dedicado horas a preguntármelo desde el miércoles.

– ¿Qué ha concluido?

– Siempre llego a la misma conclusión. Si se acostaba conmigo para vengarse de su padre, se acostaba con el otro por la misma razón. Seguramente, no tenía nada que ver con el amor.

– ¿Y deseaba vivir con ella, a pesar de saber eso?

– Patético, ¿no es cierto? Quería recuperar la pasión. Quería sentirme vivo. Me dije que yo era el hombre ideal para ella. Pensé que, conmigo, acabaría olvidando su resentimiento contra Anthony. Creí que yo sería suficiente para ella. Yo curaría sus heridas. Era una fantasía de adolescente a la que me aferré hasta el final.

Lady Helen dejó su copa junto a la de Troughton. Apoyó los dedos sobre el borde.

– ¿Y su esposa? -preguntó.

– Aún no le he contado lo de Elena.

– No me refería a eso.

– Lo sé. Se refería a que Rowena fue la madre de mis hijos, lavó mi ropa, preparó mis comidas y limpió mi casa. A esos diecisiete años de amor y devoción. A mi compromiso con ella, por no mencionar mi responsabilidad hacia la universidad, mis estudiantes, mis colegas. A mi ética, mi moral, mis valores y mi conciencia. Se refería a eso, ¿no?

– Supongo que sí.

Apartó los ojos de ella, sin mirar nada en concreto.

– Algunos matrimonios se erosionan hasta que solo queda un cuerpo que actúa automáticamente.

– Me pregunto si su mujer habrá llegado a la misma conclusión.

– Rowena quiere terminar con nuestro matrimonio tanto como yo. Solo que aún no lo sabe.

Ahora, en la oscuridad de la terraza, Lynley se sentía agobiado, no solo por el diagnóstico de Troughton acerca de su matrimonio, sino también por la mezcla de asco e indiferencia expresada hacia su mujer. Más que cualquier cosa, deseaba que Helen no hubiera escuchado la historia de su relación con Elena Weaver y sus explicaciones demencialmente sensatas sobre aquella relación. Porque, mientras el historiador exponía los motivos que le habían impulsado a separarse de su mujer y buscar la compañía y el amor de una muchacha lo bastante joven para ser su hija, Lynley creyó que por fin había comprendido parte de lo que se ocultaba tras la negativa de Helen a casarse con él.

Había empezado a comprenderlo en Bulstrode Gardens, al empezar la noche, pero había necesitado la conversación desarrollada en los polvorientos confines del estudio de Victor Troughton.

Cuánto les pedimos -pensó-. Cuánto esperamos, cuánto exigimos. Pero nunca pensamos en lo que damos a cambio. Nunca pensamos en lo que ellas quieren. Y nunca nos paramos a reflexionar en la carga que representan para ellas nuestros deseos y exigencias.

Levantó la vista hacia la inmensa oscuridad grisácea del cielo nublado. Una luz lejana parpadeó.

– ¿Qué miras? -preguntó lady Helen.

– Una estrella fugaz, supongo. Cierra los ojos, Helen, deprisa. Pide un deseo.

Él también lo hizo.

Helen lanzó una silenciosa carcajada.

– Estás pidiéndole un deseo a un avión, Tommy. Se dirige a Heathrow.

Lynley abrió los ojos y comprobó que ella tenía razón.

– Temo que no tengo futuro en astronomía.

– No creo. Solías señalarme las constelaciones en Cornualles. ¿Te acuerdas?

– Todo teatro, querida Helen. Lo hacía para impresionarte.

– ¿De veras? Vaya, pues lo conseguiste.

Lynley se volvió para mirarla. Cogió su mano. A pesar del frío, no usaba guantes, y apretó sus fríos dedos contra la mejilla. Besó su palma.

– Estaba sentado, escuchando, y comprendí que podría estar en su lugar -dijo-, porque todo se reduce a lo que los hombres quieren, Helen. Y lo que queremos son mujeres, pero no como individuos, como seres humanos de carne y sangre, con su puñado de deseos y sueños. Las, os, queremos como prolongaciones de nosotros. Y yo soy de los peores.

Helen movió la mano, pero no la retiró, sino que engarzó los dedos entre los suyos.

– Y mientras le escuchaba, Helen, pensaba en cómo te he querido. Como amante, como esposa, como madre de mis hijos. En la cama. En mi coche. En mi casa. Recibiendo a mis amigos. Escuchándome hablar del trabajo. Sentada junto a mí en silencio cuando no tengo ganas de hablar. Esperándome cuando estoy ocupado en un caso. Abriéndome tu corazón. Entregándote a mí. Y siempre las mismas palabras, yo, yo, yo y yo.

Miró hacia las formas borrosas de los robles y los alisos, poco más que sombras recortadas contra el negro cielo. Cuando se volvió, vio que la expresión de Helen era seria, pero no había apartado los ojos de él. Eran oscuros y tiernos.

– Eso no es ningún pecado, Tommy.

– Tienes razón. Es puro egoísmo. Lo que quiero. Cuando lo quiero. Y has de obedecer porque eres una mujer. Así me he comportado, ¿verdad? Ni mejor que tu cuñado, ni mejor que Troughton.

– No. No eres como ellos. Yo no te veo así.

– Te he deseado, Helen. Y lo peor de todo es que te deseo ahora más que nunca. Estaba sentado allí, escuchaba a Troughton, y comprendía de mil maneras diferentes el error de las relaciones entre hombres y mujeres: todo se reduce al mismo y maldito hecho, sin que nunca cambie. Te quiero. Te deseo.

– Si me poseyeras una vez, ¿acabaría todo ahí? ¿Me dejarías marchar?

Lynley respondió con una carcajada sarcástica y apenada. Apartó la vista.

– Ojalá fuera tan sencillo como llevarte a la cama, pero ya sabes que no es eso. Sabes que yo…

– ¿Podrías, Tommy? ¿Me dejarías marchar?

Se volvió hacia ella lentamente y distinguió algo en su voz, una urgencia, una súplica, una llamada a la comprensión que nunca había tenido con ella. Mientras examinaba su rostro y veía formarse arrugas de preocupación entre sus cejas, tuvo la sensación de que la consecución de todos sus sueños dependía de su habilidad para adivinar lo que Helen quería decir.

Miró su mano, que aún retenía. Tan frágil que notaba los huesos de sus dedos. Tan suave contra su piel.

– ¿Cómo puedo responder a eso? Creo que has puesto todo mi futuro en la cuerda floja.

– No es esa mi intención.

– Pero lo has hecho, ¿verdad?

– Supongo que sí. En cierto sentido.

Lynley le soltó la mano y caminó hacia el muro bajo que delimitaba la terraza. Abajo, el Cam brillaba en la oscuridad, su mancha verdinegra derivaba perezosamente hacia el Ouse. Era un avance inexorable, lento y seguro, tan imposible de detener como el tiempo.

– Mis deseos son los mismos de cualquier otro hombre -dijo-. Quiero un hogar, una esposa. Quiero niños, un hijo. Quiero saber al final que mi vida ha servido de algo, y la única forma de saberlo con certeza es dejar algo detrás, y alguien a quien dejarlo. Lo único que puedo decir en este momento es que por fin he comprendido el peso que eso impone a una mujer, Helen. He comprendido que, aunque el peso se comparta o se divida, el de la mujer siempre es mayor. Lo sé, pero no puedo mentirte. Todavía quiero esas cosas.

– Las puedes tener con cualquiera.

– Las quiero contigo.

– No las necesitas conmigo.

– ¿Necesitarlas?

Intentó descifrar la expresión de su rostro, pero Helen era tan solo una pálida mancha en la oscuridad, bajo el árbol que arrojaba una sombra cavernosa sobre el banco de la terraza. Reflexionó sobre la extraña palabra que había elegido, sobre la decisión de quedarse con su hermana en Cambridge. Meditó sobre el lienzo de los catorce años que conocía a Helen. Y, por fin, comprendió.

Se sentó sobre el reborde de hormigón que constituía la parte superior del muro de ladrillo. La contempló con avidez. A lo lejos, oyó el ruido de una bicicleta que pasaba por el puente de Garret Hostel, el estruendo de un camión que circulaba por la distante Queen's Road, pero esos sonidos apenas accedieron a su conciencia.

Se preguntó cómo había llegado a quererla tanto y conocerla tan poco. La había tenido delante durante más de una década, y jamás había intentado disimular quién o qué era. Y, sin embargo, nunca había logrado verla a la luz de la realidad, le había atribuido una serie de cualidades que él deseaba que poseyera, mientras todo el tiempo todas las relaciones de Helen habían actuado a modo de eficaz ilustración de cuál consideraba su papel, su manera de vivir. No podía creer que hubiera sido tan idiota.

Habló, más a la noche que a ella.

– Todo es porque puedo funcionar solo. No quieres casarte conmigo porque no te necesito, Helen, no de la forma que tú quieres. Has decidido que no te necesito para valerme por mí mismo, o para salir adelante en la vida, o para mantenerme de una pieza. Y es la verdad. No te necesito en ese sentido.

– Al fin lo entiendes.

Percibió su determinación en aquellas cuatro palabras y sintió que su ira se desataba en respuesta.

– Entiendo, sí. Entiendo que no entra en tus proyectos. Entiendo que no te necesito para salvarme. Mi vida está más o menos encauzada, y quiero compartirla contigo. Como tu igual, tu compañero. No como un mendigo de sentimientos, sino como un hombre que desea envejecer a tu lado. Ese es el principio y el final de todo. No es a lo que estás acostumbrada, ni siquiera lo que tienes en mente para ti, pero es lo mejor que puedo hacer. Lo mejor que puedo ofrecer. Eso y mi amor. Bien sabe Dios que te amo.

– El amor no es suficiente.

– ¡Maldita sea, Helen! ¿Cuándo te darás cuenta de que es lo único que existe?

En respuesta a sus coléricas palabras, una luz se encendió en el edificio situado detrás de ellos. Una cortina se apartó y un rostro incorpóreo apareció en una ventana. Lynley se apartó del reborde de hormigón y se reunió con lady Helen debajo del árbol.

– Lo que estás pensando -dijo, con voz más calmada, al darse cuenta de que ella había empezado a replegarse en sí misma- es que, si te necesito lo bastante, nunca pensaré en abandonarte. Siempre estarás a salvo. Es eso, ¿verdad?

Helen apartó la cabeza. Lynley cogió su barbilla entre los dedos y la volvió hacia él.

– ¿Es eso, Helen?

– No eres justo.

– Estás enamorada de mí, Helen.

– No. Por favor.

– Tanto como yo de ti. Me deseas igual, me anhelas igual. Pero yo no soy como los demás hombres que han pasado por tu vida. No te necesito de una manera que te proporcione seguridad. Yo no dependo de ti. Me valgo por mí mismo. Si compartes mi vida, será como saltar al vacío. Lo arriesgas todo, sin una sola garantía.

Notó que ella temblaba levemente. Vio que tragaba saliva. Su corazón se abrió.

– Helen.

La estrechó en sus brazos. Conocer cada curva de su cuerpo, el movimiento de su pecho al respirar, el roce de su cabello en la cara, la esbelta mano que aferró su chaqueta, le dieron renovadas fuerzas.

– Querida Helen -susurró, y acarició su cabello. Cuando ella levantó la vista, la besó. Los brazos de Helen le rodearon. Abrió los labios a su lengua. Olía a perfume y al humo del tabaco de Troughton. Sabía a coñac.

– ¿Comprendes? -susurró ella.

En respuesta, Lynley volvió a besarla y se concentró en las distintas sensaciones que experimentaba: la suave calidez de sus labios y de su lengua, el débil sonido de su respiración, el contacto embriagador de sus pechos. El deseo se apoderó de él, lo borró todo poco a poco, excepto la certeza de que tenía que poseerla. Ahora. Esta noche. No podía esperar otra hora. La llevaría a la cama y a la mierda las consecuencias. Quería saborearla, tocarla, conocerla por completo. Quería poseer cada parte de su cuerpo adorable, enseñorearse de él. Quería sumergirse entre sus muslos levantados, escuchar sus jadeos y gritos cuando se zambullera en su interior y…

Quería tocar una piel joven elástica quería besar pechos grandes y firmes quería piernas sin varices y pies sin callos y queríaqueríaquería…

La soltó.

– Santo Dios -musitó.

Notó que la mano de Helen acariciaba su mejilla. Tenía la piel fría. Sabía que la suya debía estar ardiendo.

Se levantó. Las piernas le temblaban.

– He de llevarte a casa de Pen.

– ¿Qué pasa?

Lynley meneó la cabeza. Al fin y al cabo, era muy fácil establecer elevadas, intelectuales y autodenigrantes comparaciones entre Troughton y él, sobre todo cuando se sentía relativamente seguro de que ella reaccionaría con amor y generosidad, asegurándole que no era como los demás hombres. Era mucho más difícil examinar el problema cuando su comportamiento, deseos e intenciones proclamaban la verdad. Tenía la sensación de haber recogido penosamente las semillas de la comprensión durante las últimas horas, para luego arrojarlas al viento en un acto irreflexivo.

Se pusieron a caminar por el césped, en dirección al pabellón del conserje y Trinity Lane. Helen caminaba en silencio a su lado, aunque su pregunta todavía flotaba en el aire, a la espera de una respuesta. Él sabía que la merecía. Con todo, no contestó hasta que llegaron a su coche, abrió la puerta y la sostuvo para que ella entrara. Y, entonces, la detuvo antes de que subiera. Tocó su hombro. Buscó las palabras.

– Estaba juzgando a Troughton -dijo-. Estaba designando el pecado y decidiendo el castigo.

– ¿No es lo que la policía debe hacer?

– No cuando son culpables del mismo crimen, Helen.

Ella frunció el ceño.

– ¿El mismo…?

– Querer. No dar ni pensar. Solo querer. Y coger ciegamente lo que quieren. Sin que nada más les importe.

Helen tocó su mano. Miró un momento hacia la elevación del puente peatonal y a Las Lomas, donde las primeras nubes fantasmales de niebla empezaban a enroscarse como dedos filamentosos alrededor de los troncos de los árboles. Le miró a los ojos.

– No te ha pasado a ti solo -dijo-. Nunca, Tommy. Ni antes ni, desde luego, esta noche.

Era una absolución que hinchió su corazón de una sensación de consumación que jamás había experimentado.

– Quédate en Cambridge -dijo-. Vuelve a casa cuando estés preparada.

– Gracias -susurró ella… a él, a la noche.

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