Capítulo 6

La sede central de la policía de Cambridge estaba frente a Parker's Piece, un enorme parque atravesado por senderos que se entrecruzaban. Había bastantes aficionados a correr, cuyos alientos formaban nubes fibrosas, mientras dos dálmatas con la lengua colgando perseguían por la hierba un disco de plástico naranja que lanzaba un esquelético hombre barbudo, cuya calva brillaba bajo el sol de la mañana. Daba la impresión de que todo el mundo celebraba la desaparición de la niebla. Hasta los peatones que caminaban a buen paso por la acera levantaban la cara para recibir la primera caricia del sol desde hacía días. Aunque la temperatura era igual a la de la mañana anterior, y un viento seco acentuaba la sensación de frío, el hecho de que el cielo estuviera azul y el día fuera soleado conseguía que el frío resultara estimulante, en lugar de insufrible.

Lynley se detuvo ante el gris edificio de ladrillo y hormigón que albergaba las dependencias principales de la policía local. Un tablón de anuncios encristalado se alzaba frente a las puertas, y en él se exhibían carteles sobre la seguridad de los niños en los coches, el peligro de conducir bebido, y una organización llamada «Disuasores del delito». Sobre este último se había pegado con adhesivo una parte que proporcionaba detalles superficiales sobre la muerte de Elena Weaver y solicitaba información a cualquiera que la hubiera visto la mañana anterior o el domingo por la noche. Se trataba de un documento elaborado apresuradamente, con una instantánea fotocopiada granulosa de la muchacha. Y no era obra de la policía. En la parte inferior de la hoja estaban impresos con grandes caracteres la palabra «Estusor» y un número de teléfono. Lynley suspiró al verlo. Los estudiantes sordos habían lanzado su propia investigación, lo cual no dejaría de complicar su trabajo.

Una ráfaga de aire caliente le azotó cuando abrió la puerta y entró en el vestíbulo, donde un joven vestido de cuero negro discutía con un recepcionista uniformado acerca de una multa de tráfico. Su compañera, una muchacha ataviada con mocasines y lo que parecía ser un cubrecama indio, esperaba en una silla.

– Basta, Ron -murmuraba sin cesar, mientras sus pies repiqueteaban con impaciencia sobre el suelo de baldosas negras-. Joder, Ron, basta ya.

El agente de la recepción dirigió una mirada de agradecimiento en dirección a Lynley, tal vez aliviado por la distracción. Interrumpió al joven.

– Siéntate, muchacho. Te estás pasando. -Entonces, saludó a Lynley con un cabeceo-. ¿DIC? ¿Scotland Yard?

– ¿Es tan evidente?

– El color de la piel. Lo llamamos palidez del policía. En cualquier caso, echaré un vistazo a su tarjeta de identificación.

Lynley extrajo la tarjeta. El agente la examinó antes de abrir la puerta que separaba el vestíbulo de la comisaría propiamente dicha. Tocó un timbre e indicó a Lynley que entrara.

– Primer piso -dijo-. Siga la flecha.

Reanudó su discusión con el joven vestido de cuero.

El despacho del superintendente estaba en la parte delantera del edificio y daba a Parker's Piece. Cuando Lynley se acercaba a la puerta, esta se abrió y una mujer angulosa de peinado geométrico se apostó en el umbral. Le examinó de pies a cabeza, los brazos en jarras, los codos puntiagudos como púas. Era obvio que el recepcionista había dado aviso de su llegada.

– Inspector Lynley. -La mujer habló con el mismo tono que se utilizaba al mencionar una lacra social-. El superintendente tiene una cita con el jefe de policía de Huntingdon a las diez y media. Debo rogarle que lo tenga en cuenta cuando…

– Es suficiente, Edwina -dijo una voz desde el despacho.

Los labios de la mujer dibujaron una sonrisa glacial. Se apartó y dejó pasar a Lynley.

– Por supuesto -dijo-. ¿Café, señor Sheehan?

– Sí.

Mientras hablaba, el superintendente Daniel Sheehan cruzó la habitación para recibir a Lynley en la puerta. Le tendió una mano gigantesca, en consonancia con el resto del cuerpo. Su apretón fue firme, y a pesar de que Lynley representaba la intromisión de Scotland Yard en sus dominios, le dirigió una sonrisa cordial.

– ¿Le apetece café, inspector?

– Gracias. Solo.

Edwina asintió y desapareció. Sus tacones altos despertaron ecos agudos en el pasillo. Sheehan rió por lo bajo.

– Entre, antes de que los leones le devoren. O mejor dicho, las leonas. Su visita no está bien vista por todas mis fuerzas.

– Me parece una reacción razonable.

Sheehan no le invitó a sentarse en una de las dos sillas de plástico que había frente a su escritorio, sino en un sofá forrado de vinilo azul que, junto con una mesita de café de conglomerado, constituía al parecer la zona de conferencias de su despacho. Un mapa del centro urbano colgaba de la pared. Todos los colegios estaban perfilados en rojo.

Mientras Lynley se quitaba el abrigo, Sheehan se acercó a su escritorio, donde, como desafiando a la gravedad, una montaña de carpetas se inclinaba precariamente hacia la papelera. Mientras el superintendente reunía una colección de papeles y los sujetaba con una presilla, Lynley le examinó, oscilando entre la curiosidad y la admiración de encontrar a Sheehan tan tranquilo, enfrentado a lo que podía ser fácilmente interpretado como demostración de la incompetencia de su DIC.

Sheehan no parecía imperturbable a simple vista. Su tez rojiza sugería escasa paciencia. Sus gruesos dedos prometían unos puños notables. Su ancho pecho y rotundos muslos eran propios de un camorrista. Sin embargo, su comportamiento relajado contradecía su físico, al igual que sus palabras, totalmente desapasionadas. Era como si Lynley y él ya hubieran hablado en ocasiones anteriores, estableciendo cierta camaradería. Era un enfoque apolítico de lo que habría podido convertirse en una situación delicada. A Lynley le gustó esta elección. Revelaba que era una persona franca, segura de sí y del cargo que ocupaba.

– Debo decir que los culpables, en parte, somos nosotros -empezó Sheehan-. Hay problemas forenses que habrían debido solucionarse hace dos años, pero al jefe no le gusta entrometerse en reyertas interdepartamentales, y los pollos, como resultado, si me perdona el tópico y no le molestan las plumas, han venido ellos solitos a meterse en el horno de casa.

Agarró una silla, volvió al sofá y tiró sobre la mesa su colección de papeles, que fueron a reunirse con una carpeta de papel manila etiquetada Weaver. Se sentó. La silla crujió bajo su peso.

– No estoy contento como un capullo de tenerle aquí -admitió-, pero no me sorprendí cuando el vicerrector me llamó y dijo que la universidad quería al Yard. El departamento forense montó un cristo sobre el suicidio de un estudiante, ocurrido en mayo pasado. La universidad no quiere que se repita la jugada. No los culpo. Lo que no me gusta son las insinuaciones de parcialidad. Por lo visto, piensan que, si un estudiante la guiña, el DIC local se lanzará como un lobo hambriento en persecución de los catedráticos.

– Según tengo entendido, una filtración del departamento provocó la mala prensa de la universidad durante el último trimestre.

Sheehan gruñó a modo de confirmación.

– Una filtración del departamento forense. Tenemos a dos primadonne en él. Y cuando una está en desacuerdo con las conclusiones de la otra, se pelean en la prensa en lugar de hacerlo en el laboratorio. Drake, el jefe, calificó la muerte de suicidio. Pleasance, el subordinado, la calificó de asesinato, basándose en la propensión de los suicidas a plantarse ante un espejo para cortarse el cuello. El tipo se suicidó tendido en la cama, pero Pleasance no se lo tragó. Los problemas empezaron ahí. -Sheehan levantó un muslo con otro gruñido y hundió la mano en el bolsillo del pantalón. Sacó un paquete de chicles y lo balanceó en su palma-. He perseguido a mi jefe para que separe a ese par, o despida a Pleasance, desde hace veintidós meses, exactamente. Si la intervención del Yard lo consigue, seré un hombre feliz. -Ofreció un chicle a Lynley-. Sin azúcar -explicó. Lynley negó con la cabeza-. No me extraña. Saben a goma. -Introdujo uno doblado en la boca-. Sin embargo, te dan la sensación de que estás comiendo algo. Si pudiera convencer a mi estómago…

– ¿Régimen?

Sheehan dio una palmada sobre su prominente estómago, que desbordaba el cinturón de los pantalones.

– Ha de desaparecer. Tuve un ataque al corazón el año pasado. Ah, ya viene el café.

Edwina irrumpió en el despacho con una bandeja de madera agrietada. Jirones de humo brotaban de dos jarras marrones. Dejó el café sobre la mesa, consultó su reloj y lanzó una mirada significativa en dirección a Lynley.

– ¿Le aviso cuando sea el momento de salir hacia Huntingdon, señor Sheehan?

– Estaré atento, Edwina.

– El jefe de policía le espera…

– … a las diez y media, sí.

Sheehan cogió su jarra y la levantó hacia su secretaria, a modo de saludo. Le dirigió una sonrisa de agradecimiento y despedida. Dio la impresión de que Edwina deseaba añadir algo más, pero salió del despacho sin otros comentarios. Lynley observó que no cerraba la puerta del todo.

– Solo contamos con las pruebas preliminares -dijo Sheehan, y movió la jarra de café hacia los papeles y la carpeta que descansaban sobre la mesa-. La autopsia se realizará a última hora de la mañana.

Lynley sé caló las gafas.

– ¿Qué saben? -preguntó.

– No mucho, de momento. Dos golpes en la cara causaron una fractura de esfenoides. Eso, de entrada. Después, la estrangularon con el cordón de la capucha del chándal.

– Y todo ocurrió en una isla, según tengo entendido.

– Solo el asesinato, propiamente dicho. Descubrimos una mancha de sangre de buen tamaño en el sendero que corre paralelo a la orilla del río. Debió ser atacada allí, para luego ser arrastrada por el puente hasta la isla. Cuando vaya, comprenderá que no representó ningún problema. La isla está separada de la orilla oeste del río por una especie de zanja. Una vez inconsciente, sacarla a rastras del sendero no debió llevar más de quince segundos.

– ¿Opuso resistencia?

Sheehan sopló sobre el café y tomó un sorbo. Negó con la cabeza.

– Llevaba mitones, pero no quedaron cabellos o fragmentos de piel enganchados en la tela. Tenemos la impresión de que la pillaron por sorpresa. El equipo forense está analizando el chándal para ver si hay algo.

– ¿Otras evidencias?

– Un montón de basura que estamos investigando. Periódicos destrozados, media docena de paquetes de cigarrillos vacíos, una botella de vino. Mencione lo que sea, y allí lo encontrará. La isla es, desde hace años, el vertedero público. Es probable que debamos hurgar en dos generaciones de basura.

Lynley abrió la carpeta.

– Han acotado el momento de la muerte entre las cinco y media y las siete -observó, y levantó la vista-. Según el College, el conserje la vio salir a las seis y quince.

– Y el cadáver fue encontrado poco después de las siete, lo cual nos deja menos de una hora que investigar. Así de sencillo.

Lynley examinó las fotografías del lugar del crimen.

– ¿Quién la encontró?

– Una joven llamada Sarah Gordon. Había ido a pintar.

Lynley alzó la cabeza al instante.

– ¿En la niebla?

– Yo también pensé lo mismo. No se veía nada a diez metros de distancia. Ignoro en qué estaría pensando, pero iba bien equipada: un par de caballetes, un estuche con pinturas y pasteles, como si estuviera dispuesta a pasar un rato largo, que se acortó cuando encontró el cadáver en lugar de la inspiración.

Lynley estudió las fotos. La chica estaba casi cubierta por una capa de hojas mojadas. Yacía tendida sobre el costado derecho, los brazos frente a ella, las rodillas dobladas y las piernas algo levantadas. Como si estuviera durmiendo, de no ser porque la cara estaba vuelta hacia la tierra y el cabello caía delante, dejando el cuello al descubierto. El cordón se hundía en la piel, en algunos lugares tan profundamente que parecía desaparecer, tan profundamente que sugería una fuerza extraña, brutal y triunfal, una descarga de adrenalina en los músculos del asesino. Lynley examinó las fotos. Había algo vagamente familiar en ellas, y se preguntó si el crimen habría sido copiado de otro.

– No tiene aspecto de ser un crimen arbitrario.

Sheehan se inclinó hacia delante para ver la fotografía.

– No, ¿verdad? Y menos a esas horas de la mañana. No fue un crimen arbitrario. Fue una emboscada.

– Estoy de acuerdo. Existen algunas pruebas de eso.

Contó al superintendente la supuesta llamada de Elena a casa de su padre la noche anterior al asesinato.

– De modo que está buscando a alguien que sabía sus movimientos, su horario de la mañana, y que su madrastra no correría con ella junto al río a las seis y cuarto de la mañana si podía evitarlo. Alguien próximo a la chica, diría yo. -Sheehan cogió una fotografía y después otra, con una expresión de marcado pesar en el rostro-. Siempre detesto ver morir a una chica como esta, pero sobre todo de esta manera. -Tiró las fotografías sobre la mesa-. Haremos cuanto esté en nuestra mano por ayudarle, considerando la situación en el departamento forense, pero si el cuerpo indica algo, inspector, aparte de que el culpable es alguien que conocía bien a la chica, yo diría que está buscando a un asesino carcomido de odio.


La sargento Havers salió de la despensa y bajó la escalera desde la terraza escasos momentos después de que Lynley saliera del pasadizo de la biblioteca que comunicaba el Patio Medio con el Patio Norte. Tiró la ceniza del cigarrillo en un macizo de ásteres y hundió las manos en los bolsillos de su abrigo verde guisante, que al abrirse mostraba unos pantalones azul marino abolsados en las rodillas, un jersey púrpura y dos bufandas, una marrón y otra rosa.

– Menuda visión, Havers -dio Lynley cuando se encontró con ella-. ¿Ese es el efecto del arcoíris? Ya sabe a qué me refiero. Como el efecto invernadero, pero más vistoso e inmediato.

La mujer buscó en su bolso el paquete de Players. Sacó uno, lo encendió y tiró el humo a la cara de Lynley. Este hizo lo posible por no aspirar el aroma. Diez meses sin fumar y aún se moría de ganas por arrebatar el cigarrillo a su sargento y fumarlo hasta el filtro.

– Pensaba que debía fundirme con el entorno -dijo Havers-. ¿No le gusta? ¿Por qué? ¿Mi aspecto no es académico?

– Desde luego. Sin la menor duda. Hasta el último detalle.

– ¿Qué podía esperar de un tipo que pasó sus años de formación en Eton?

– preguntó Havers al cielo-. Si hubiera hecho acto de presencia con sombrero de copa, pantalones a rayas y chaqué, ¿habría recibido su beneplácito?

– Solo si hubiera llevado del brazo a Ginger Rogers.

Havers lanzó una carcajada.

– Que le den por el saco.

– Lo mismo digo. -Miró a la sargento mientras tiraba la ceniza al suelo-. ¿Instaló a su madre en Hawthorn Lodge?

Dos chicas pasaron de largo, conversando en voz baja, las cabezas inclinadas sobre una hoja de papel. Lynley observó que era el mismo panfleto pegado frente a la comisaría de policía. Sus ojos volvieron a Havers, que a su vez no dejó de mirar a las muchachas hasta que desaparecieron por el límite herbáceo que señalaba la entrada al Patio Nuevo.

– ¿Havers?

La mujer hizo un ademán de impotencia y dio una calada a su cigarrillo.

– Cambié de opinión. No funcionó.

– ¿Qué ha hecho con ella?

– Dejarla al cuidado de la señora Gustafson, para ver cómo va. -Se pasó la mano sobre su corto cabello-. Bien. ¿Qué tenemos aquí?

Por un momento, Lynley aceptó su deseo de mantener al margen los problemas personales y le refirió los hechos que había averiguado por mediación de Sheehan.

– ¿Armas? -preguntó Havers, cuando él terminó su relato.

– Aún no saben qué utilizaron para golpearla. No había nada en el lugar del crimen, y aún están buscando posibles rastros en su cuerpo.

– Ya tenemos el omnipresente objeto contundente no identificado -comentó Havers-. ¿Y el estrangulamiento?

– Con el cordón de la capucha del chándal.

– ¿El asesino sabía cómo iba a ir vestida?

– Es posible.

– ¿Fotos?

Lynley le dio la carpeta. La sargento sujetó el cigarrillo entre los labios, abrió la carpeta y miró a través del humo las fotografías que encabezaban el informe.

– ¿Ha estado alguna vez en el oratorio de Brompton, Havers?

La sargento levantó la vista. El cigarrillo se movió arriba y abajo mientras hablaba.

– No. ¿Por qué? ¿Se está volviendo religioso?

– Hay una escultura allí, de santa Cecilia mártir. Cuando vi por primera vez las fotografías, no conseguí identificar qué me recordaban, pero mientras venía me acordé. Es la estatua de santa Cecilia. -Miró sobre el hombro de Havers y fue pasando las fotos hasta encontrar la que buscaba-. Es la manera en que el cabello cae hacia delante, la posición de los brazos, incluso la cuerda que rodea su cuello.

– ¿Santa Cecilia fue estrangulada? Pensaba que el martirio se reducía a ser devorado por leones ante una multitud de alegres romanos que apuntaba el pulgar hacia abajo.

– En este caso, si no recuerdo mal, le cortaron la cabeza, pero no del todo, y tardó dos días en morir. La escultura solo reproduce el corte, que parece una cuerda.

– Jesús. No me extraña que fuera al cielo. -Havers tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó-. ¿Adónde quiere ir a parar, inspector? ¿Tenemos un asesino dispuesto a reproducir todas las esculturas del oratorio de Brompton? Si eso es lo que va a suceder, cuando llegue a la crucifixión espero estar fuera del caso. A propósito, ¿hay alguna escultura de la crucifixión en el oratorio?

– No me acuerdo, pero están todos los apóstoles.

– Once fueron mártires -reflexionó Havers-. Tendremos grandes problemas, a menos que el asesino solo vaya a por mujeres.

– Da igual. Dudo de que alguien se trague la teoría del oratorio -dijo Lynley, y la guió en dirección al Patio Nuevo. Mientras paseaban, resumió las informaciones recibidas de Terence Cuff, los Weaver y Miranda Webberly. -La cátedra Penford, amores infortunados, una buena dosis de celos y una madrastra malvada -comentó Havers. Consultó su reloj-. Y todo en las dieciséis horas que lleva en el caso. ¿Está seguro de que me necesita, inspector?

– No lo dude. Pasará por estudiante mejor que yo. Debe ser por la ropa. -Abrió la puerta de la escalera «L» para que Havers pasara-. Dos tramos más arriba -dijo, y sacó la llave del bolsillo.

Oyeron música procedente del primer piso. Aumentó de volumen a medida que subían. El gemido de un saxo, la respuesta de un clarinete. Miranda Webberly y su jazz. En el pasillo del segundo piso, oyeron unas vacilantes notas de trompeta, cuando Miranda se puso a tocar con los grandes.

– Es aquí-dijo Lynley, y abrió la puerta.

Al contrario que la de Miranda, la habitación de Elena Weaver no era doble, y daba a la terraza de ladrillo del Patio Norte. Y al contrario que la de Miranda, también, era un caos. Armarios y cajones abiertos, dos bombillas fundidas, libros tirados sobre el escritorio, cuyas páginas agitó la corriente de aire cuando la puerta se abrió. Una bata verde formaba un bulto informe en el suelo, acompañada de unos tejanos, una blusa negra y un amasijo de nailon que parecía ropa interior sucia.

El aire olía a cerrado y a ropa que necesitaba un lavado urgente. Lynley se acercó al escritorio y abrió una ventana, mientras Havers se quitaba el abrigo y las bufandas, y lo dejaba caer todo sobre la cama. Caminó hacia la chimenea empotrada en un rincón de la habitación; una hilera de unicornios de porcelana adornaba la repisa. Sobre ellos colgaban carteles que también reproducían unicornios, la doncella de turno y una cantidad excesiva de niebla fantasmagórica.

Lynley registró el ropero, un revoltijo de indumentarias elásticas de color neón. La extraña excepción la constituían unos pantalones de tweed limpios y un vestido floreado con un delicado cuello de encaje, colgados aparte.

Havers se acercó a su lado. Examinó la ropa sin decir palabra.

– Será mejor meter todo esto en una bolsa para efectuar comparaciones con las fibras que encuentren en el chándal -dijo-. Debió guardarlo aquí. -Empezó a descolgar ropa de las perchas-. Qué extraño, ¿no?

– ¿A qué se refiere?

Havers señaló el vestido y los pantalones que colgaban al final de la barra.

– ¿Qué parte de ella jugaba a disfrazarse, inspector? ¿La vampiresa con neones o el ángel con encaje?

– Quizá las dos.

Lynley vio que un gran calendario dejado sobre el escritorio servía de papel secante. Apartó los libros y los cuadernos para examinarlo.

– Creo que la fortuna nos ha favorecido, Havers.

La sargento estaba embutiendo ropa en una bolsa de plástico que había sacado del bolso.

– ¿En qué sentido?

– Un calendario. No arrancó los meses atrasados. Se limitó a pasar las hojas.

– Un punto a nuestro favor.

– Exacto.

Lynley sacó las gafas del bolsillo superior de la chaqueta.

Los primeros seis meses del calendario representaban los últimos dos tercios del primer curso de Elena en la universidad, los trimestres de Cuaresma y Pascua. La mayoría de las anotaciones carecían de misterio. Las clases estaban separadas por temas, de «Chaucer-10 horas», cada miércoles, a «Spenser-11 horas», al día siguiente. Por lo visto, las evaluaciones recibían el nombre del profesor con el cual se encontraba, una conclusión a la que Lynley llegó cuando vio el apellido «Thorsson» ocupando el mismo período de tiempo cada semana, durante el trimestre de Pascua. Otras anotaciones arrojaban más luz sobre la vida de la muchacha asesinada. «Estusor» aparecía con creciente regularidad de enero a mayo, dando a entender que Elena seguía, como mínimo, una de las directrices tendentes a su rehabilitación social fijadas por el tutor, sus supervisores y Terence Cuff. Los epígrafes «Liebre y Sabuesos» y «Rastrea y Dispara», apuntados en días concretos, sugerían que era miembro de dos asociaciones de la universidad. Y «Papá», garrapateado con mucha frecuencia en todos los meses, atestiguaba la cantidad de tiempo que Elena pasaba con su padre y la mujer de este. No había indicaciones de que hubiera ido a Londres para ver a su madre en otra época que no fueran las vacaciones.

– ¿Y bien? -preguntó Havers, mientras Lynley investigaba el calendario. Tiró la última prenda de ropa dentro de la bolsa, la cerró y escribió unas pocas palabras en la etiqueta.

– Todo parece muy lógico -dijo el inspector-, excepto… Havers, dígame qué deduce de esto.

Cuando la sargento estuvo a su lado, señaló un símbolo que Elena repetía a menudo en el calendario, el sencillo dibujo a lápiz de un pez. Aparecía por primera vez el dieciocho de enero y continuaba con regularidad tres o cuatro veces a la semana, por lo general en un día de entre semana, esporádicamente los sábados, y casi nunca los domingos.

Havers se inclinó sobre el calendario y tiró la bolsa de la ropa al suelo.

– Parece el símbolo de la cristiandad -dijo por fin-. Tal vez había decidido volver a nacer.

– Esto implicaría una rápida recuperación, después de que su conducta fuera reprobada. La universidad quería que se integrara en Estusor, pero nadie ha dicho una palabra sobre religión.

– Quizá no quería que se enteraran.

– Eso está claro. No quería que alguien se enterara de algo. No estoy seguro de que esté relacionado con descubrir al Señor.

Havers se decantó hacia otro aspecto del problema.

– Corría, ¿no es cierto? Quizá se trate de una dieta. Eran los días que debía comer pescado. Es bueno para la tensión, bueno para el colesterol, bueno para… ¿qué? ¿El tono muscular, o algo por el estilo? Estaba delgada, en cualquier caso, a juzgar por la talla de su ropa, y no quería que nadie lo supiera.

– ¿Camino de la anorexia?

– No está mal. El peso era algo que una chica como ella, agobiada por todo el mundo, podía controlar.

– Pero tendría que cocinar en la despensa -adujo Lynley-. Randie Webberly se habría dado cuenta y me lo habría comentado. Sea como sea, ¿no es cierto que los anoréxicos dejan de comer, simplemente?

– Muy bien. Es el símbolo de alguna sociedad, un grupo secreto metido en algo turbio. Drogas, alcohol, robo de documentos secretos. Al fin y al cabo, estamos en Cambridge, alma mater del grupo de traidores más prestigioso del Reino Unido. Tal vez aspiraba a seguir sus pasos. Puede que el pez sea la abreviatura de su grupo.

– ¿Pomposos Estudiantes Zarrapastrosos?

Havers sonrió.

– Es usted un detective mejor de lo que yo creía.

Continuaron pasando las hojas del calendario. Las anotaciones no cambiaban de mes a mes y desaparecían en verano; aparecía el pez, pero solo en tres ocasiones. La última vez era el día anterior a su muerte, y la única nota era una dirección escrita el miércoles previo al asesinato, «calle Seymour, 31», y una hora, las dos de la mañana.

– Aquí tenemos algo -dijo Lynley, y Havers añadió la dirección a sus apuntes, junto con «Liebre y Sabuesos», «Rastrea y Dispara», y una tosca copia del pez.

– Ya me ocuparé -dijo la sargento, y mientras él se dirigía hacia la alacena que albergaba el lavabo, empezó a registrar los cajones del escritorio.

La alacena contenía toda clase de objetos, e ilustraba el modo en que la gente suele almacenar sus pertenencias cuando el espacio es mínimo. Había de todo, desde detergente para la lavadora hasta una tostadora de maíz. Sin embargo, nada revelaba algo nuevo sobre Elena.

– Mire esto -dijo Havers, mientras Lynley cerraba la alacena y se encaminaba hacia uno de los cajones que contenía el ropero. Levantó la cabeza y vio que Havers sostenía en la mano una cajita blanca decorada con flores azules. En el centro llevaba pegada una receta.

– Píldoras anticonceptivas -anunció la sargento, y sacó la delgada hoja encajada todavía en la tapa de plástico.

– Algo que es normal encontrar en la habitación de una estudiante de veinte años.

– Pero llevan fecha de febrero pasado, inspector, y no se tomó ninguna. Da la impresión de que, en este momento, no había ningún hombre en su vida. ¿Eliminamos a un amante celoso como asesino?

El dato, pensó Lynley, apoyaba lo que Justine Weaver y Miranda Webberly habían dicho anoche sobre Gareth Randolph: Elena no mantenía relaciones íntimas con él. Las píldoras, sin embargo, sugerían un rechazo consistente a comprometerse con alguien, algo que tal vez había puesto en acción las ruedas de una ira criminal. Pero, de haber tenido problemas con un hombre, habría hablado con alguien, habría buscado apoyo o consejo.

La música enmudeció al otro lado del pasillo. Vibraron unas últimas notas de trompeta antes de que, tras un momento de apagada actividad, el chirrido de una puerta sustituyera a los demás ruidos.

– Randie -llamó Lynley.

La puerta de Elena se abrió hacia dentro. Apareció Miranda, cubierta con su grueso chaquetón verde, un chándal azul marino y una gorra verde lima inclinada gallardamente sobre su frente. Calzaba bambas altas hasta el tobillo. Por encima sobresalían calcetines decorados de forma que parecían gajos de melón.

– He terminado la defensa de mi caso, inspector -dijo Havers en tono significativo, cuando vio la indumentaria de la joven-. Me alegro de verte, Randie.

Miranda sonrió.

– Ha llegado pronto.

– Por fuerza. No podía permitir que su señoría hiciera de las suyas. Además… -lanzó una mirada sardónica en dirección a Lynley-, no sabe apreciar el encanto de la vida universitaria moderna.

– Gracias, sargento -dijo Lynley-. Estaría perdido sin usted. -Indicó el calendario-. ¿ Quieres echar un vistazo a ese pez, Randie? ¿Significa algo para ti?

Miranda fue hacia el escritorio y examinó los dibujos del calendario. Negó con la cabeza.

– ¿Cocinaba en la despensa? -preguntó Havers, poniendo a prueba su teoría de la dieta.

Miranda compuso una expresión de incredulidad.

– ¿Se refiere al pescado? ¿Elena cocinando pescado?

– Lo habrías sabido, ¿verdad?

– Me habría puesto fatal. Odio el olor del pescado.

– ¿Alguna sociedad a la que perteneciera?

Havers atacó la teoría número dos.

– Lo siento. Sé que estaba en Estusor, «Liebre y Sabuesos», y tal vez una o dos más, pero no estoy segura de cuáles. -Randie pasó las páginas del calendario, como ellos habían hecho, mientras se mordisqueaba el borde del pulgar-. Se repite demasiado -dijo, cuando volvió a enero-. Ninguna sociedad tiene tantas reuniones.

– ¿Una persona, pues?

Lynley observó que las mejillas de la muchacha enrojecían.

– No lo sé. De verdad. Nunca me dijo que existiera alguien tan especial como para tres o cuatro noches a la semana. Nunca lo mencionó.

– Quieres decir que no lo sabes con seguridad -rectificó Lynley-. No lo sabes con exactitud, pero vivías con ella, Randie. La conocías mejor de lo que crees. Cuéntame qué hacía Elena. Se trata de simples hechos, nada más. Yo extraeré deducciones a partir de ellos.

– Salía sola de noche muchas veces -dijo Miranda, tras una larga vacilación.

– ¿Toda la noche?

– No. No podía hacerlo porque, desde diciembre pasado, la obligaron a presentarse al conserje tanto al entrar como al salir. Regresaba tarde a su habitación siempre que salía… Me refiero a aquellas salidas secretas. Nunca estaba aquí cuando yo me iba a la cama.

– ¿Salidas secretas?

El pelo color jengibre de Miranda se agitó cuando asintió con la cabeza.

– Salía sola. Siempre se ponía perfume. No se llevaba libros. Pensé que salía con alguien.

– ¿Nunca te dijo quién era?

– No, y no me gusta curiosear. No quería que nadie lo supiera, supongo.

– Eso no sugiere un compañero de estudios, ¿verdad?

– Imagino que no.

– ¿Qué hay de Thorsson? -Los ojos de la muchacha se posaron sobre el calendario. Tocó el borde con expresión pensativa-. ¿Qué sabes de su relación con Elena? Algo hay, Randie. Lo leo en tu cara. Y él estuvo aquí el jueves por la noche.

– Solo sé… -Randie titubeó y suspiró-. Lo que dijo ella. Solo lo que ella dijo, inspector.

– Muy bien. Comprendido.

Lynley vio que Havers pasaba una página de su cuaderno.

Miranda observó a la sargento mientras esta escribía.

– Dijo que Thorsson se la intentaba ligar, inspector. Dijo que la había perseguido todo el trimestre anterior. Y ahora volvía a la carga. Ella le odiaba. Le llamaba lameculos. Dijo que iba a denunciarle al doctor Cuff por acoso sexual.

– ¿Y lo hizo?

– No lo sé. -Miranda retorció el botón de la chaqueta. Era como un talismán que le infundía fuerzas-. No creo que tuviera la oportunidad.


Lennart Thorsson estaba a punto de finalizar una clase en la facultad de Inglés, situada en la avenida Sidgwick, cuando Lynley y Havers le localizaron por fin. La popularidad de su materia y su forma de exponerla debían medirse por el tamaño del aula en que hablaba. Cabían cien sillas, como mínimo. Todas ocupadas, la mayoría por chicas. El noventa por ciento de estas parecía estar pendiente de cada palabra de Thorsson.

Había mucho que escuchar, todo servido en un inglés perfecto, desprovisto de acento.

El sueco paseaba mientras hablaba. No utilizaba notas. Parecía extraer la inspiración de acariciar cada tanto con la mano derecha su espeso cabello rubio, que caía sobre su frente y alrededor de los hombros en un atractivo desorden, complemento del bigote caído que se curvaba alrededor de su boca, en un estilo que se remontaba a principios de los setenta.

– Por lo tanto, en las obras sobre la realeza examinamos los temas que el propio Shakespeare pretendía examinar -estaba diciendo Thorsson-. Monarquía. Poder. Jerarquía. Autoridad. Dominio. Y nuestro examen de estos temas no puede evitar el estudio de aquello que encerraba la cuestión del statu quo. ¿Está lejos Shakespeare de escribir desde una perspectiva que respete el statu quo? ¿Cómo lo hace, si lo hace? Y, si está hilando una ficción en la que se limita a fingir una adhesión a las constricciones sociales de su tiempo, cuando al mismo tiempo practica una insidiosa subversión del orden establecido, ¿cómo lo hace?

Thorsson hizo una pausa para permitir a los estudiantes, que tomaban nota furiosamente, no perder detalle de las ideas que iba desarrollando. Giró sobre sus talones y reanudó sus paseos.

– Sigamos adelante y procedamos a examinar la posición opuesta. Nos preguntamos hasta qué punto rechaza Shakespeare las jerarquías sociales. ¿Desde qué punto de vista las rechaza? ¿Ofrece un conjunto de valores alternativo, un conjunto subversivo de valores, y, si es así, cuáles son? ¿O acaso -Thorsson apuntó con un dedo significativo a su público y se inclinó hacia él, con voz más vehemente- realiza Shakespeare algo más complejo? ¿Cuestiona y desafía los cimientos de este país, su país, autoridad, poder y jerarquía, con el fin de refutar la premisa sobre la que fue fundada toda su sociedad? ¿Está plasmando diferentes formas de vivir, con el argumento de que, si las condiciones existentes delimitan las posibilidades, el hombre no progresa y los efectos son inoperantes? ¿Acaso no es la auténtica premisa de Shakespeare, presente en todas sus obras, que todos los hombres son iguales? ¿Y acaso no es cierto que todos los reyes de todas sus obras llegan a un punto en el cual sus intereses se alinean con los de la humanidad, y ya no con los del reino? «Creo que el rey no es más que un hombre, igual a mí.» Igual… a… mí. Este es, pues, el punto que examinaremos: la igualdad. El rey y yo somos iguales. No somos más que hombres. No hay jerarquía social defendible, ni aquí ni en ningún sitio.

Por lo tanto, debemos admitir que resultó posible para Shakespeare, un artista imaginativo, plantear y desarrollar ideas silenciadas, durante siglos, proyectándose hacia un futuro que desconocía, dándonos la oportunidad de comprender por fin el motivo de que sus obras continúen siendo válidas hoy: aún no estamos a la altura de su pensamiento.

Thorsson se dirigió al estrado, cogió un cuaderno y lo cerró con gesto concluyente.

– La semana que viene, pues, Enrique V. Buenos días.

Todo el mundo permaneció inmóvil unos segundos. Crujieron papeles. Un bolígrafo cayó al suelo. Después, con aparente desgana, los alumnos se levantaron con un suspiro colectivo. Se entablaron conversaciones mientras se encaminaban a las salidas. Thorsson guardó su cuaderno y dos libros de texto en una mochila. Mientras se quitaba la toga negra y la convertía en una bola para que siguiera el camino de los libros, conversó con una joven de cabello enmarañado, sentada en la primera fila. Después de darle un golpecito en la mejilla con el dedo y reír de un comentario de la chica, avanzó por el pasillo hacia la puerta.

– Ah -dijo Havers, sotto voce-. El típico Príncipe de las Tinieblas.

Era un calificativo afortunado. No era que Thorsson prefiriera el negro, sino que se zambullía en él, como si intentara provocar un deliberado contraste con su piel y cabello claros. Jersey, pantalones, chaqueta de punto, abrigo y bufanda. Hasta las botas eran negras, puntiagudas y de tacón alto. Si intentaba interpretar el papel de joven rebelde e indiferente, no podía haber elegido mejor indumentaria. Sin embargo, cuando pasó entre Lynley y Havers con un enérgico cabeceo, Lynley observó que Thorsson, aunque podía ser un rebelde, ya no era joven. Patas de gallo cercaban sus ojos y vetas grises aparecían en su abundante cabellera. Alrededor de los treinta y cinco, pensó Lynley. El sueco y él eran de la misma edad.

– ¿Señor Thorsson? -Mostró su tarjeta de identidad-. DIC de Scotland Yard. ¿Tiene unos minutos?

Thorsson miró a Lynley, después a Havers, y otra vez a Lynley, que se encargó de las presentaciones.

– Elena Weaver, supongo.

– Sí.

Se colgó la mochila del hombro, suspiró y se pasó la mano por el pelo.

– Aquí no podemos hablar. ¿Han venido en coche? -Esperó a que Lynley asintiera-. Vamos al College.

Se dio la vuelta con brusquedad y salió por la puerta, tirándose la bufanda sobre el hombro.

– Elegante mutis -dijo Havers.

– ¿Por qué me huelo que es un especialista?

Siguieron a Thorsson por el pasillo, bajaron la escalera y entraron en el claustro abierto, creado por un arquitecto moderno bien intencionado que había diseñado él edificio de tres lados de las facultades, de modo que se apoyara sobre columnas de hormigón reforzado, alrededor de un rectángulo de césped. La estructura resultante colgaba sobre el suelo, sugería transitoriedad y no ofrecía la menor protección contra el viento, que, en este momento, soplaba entre las columnas.

– Tengo una evaluación dentro de una hora -anunció Thorsson.

Lynley le dedicó una plácida sonrisa.

– Ojalá hayamos acabado para entonces.

Indicó a Thorsson su coche, aparcado ilegalmente en la entrada noreste del College Selwyn. Caminaron hacia el vehículo por la acera, mientras Thorsson saludaba con cabeceos indiferentes a los estudiantes que se despedían de él desde sus bicicletas.

No fue hasta llegar el Bentley cuando el profesor de Shakespeare le habló de nuevo.

– ¿Estos son los coches de la policía? ¡Qué derroche! No me extraña que el país se esté yendo al carajo.

– Ah, pero el mío equilibra la balanza -replicó Havers-. Sume un Mini de diez años a un Bentley de cuatro, y obtendrá siete años de media, ¿no?

Lynley sonrió. Havers había almacenado la lección pronunciada por Thorsson en su cáustico corazón.

– Ya sabe a qué me refiero -continuó la sargento-. No importa la marca del coche, mientras funcione.

A Thorsson no pareció divertirle el comentario.

Entraron en el coche. Lynley subió por Grange Road para seguir el camino que los llevaría de vuelta al centro de la ciudad. Al final de la calle, mientras esperaban para girar a la derecha y entrar en Madingley Road, un solitario ciclista los rebasó, en dirección a la salida de la ciudad. Lynley tardó unos momentos en reconocer al cuñado de Helen, el desaparecido Harry Rodger. Pedaleaba hacia su casa, y el abrigo se agitaba alrededor de sus piernas como grandes alas de lana. Lynley le miró y se preguntó si habría pasado toda la noche en Emmanuel. Rodger tenía la cara pálida, excepto la nariz, roja, a juego con las orejas. Su aspecto era de lo más desdichado. Al verle, Lynley experimentó una punzada de preocupación, relacionada solo indirectamente con Harry Rodger. Se centraba en Helen y en la necesidad de sacarla de casa de su hermana para que volviera a Londres. Desechó el pensamiento y trató de concentrarse en la conversación que sostenían la sargento Havers y Lennart Thorsson.

– Sus obras dan cuenta de la lucha del artista por plasmar una visión utópica, sargento. Una visión que trasciende la sociedad feudal y abarca a toda la humanidad, no tan solo a un grupo selecto de individuos que han nacido con una cuchara de plata a modo de chupete. En este sentido, el cuerpo de su obra es prodigiosamente, no, milagrosamente subversivo. Sin embargo, la mayoría de los críticos no desean verlo de esa forma. Les asusta hasta lo indecible pensar que un escritor del siglo dieciséis tuviera más visión social que ellos…, que no tienen ninguna en absoluto.

– ¿Shakespeare era marxista, pues?

Thorsson emitió un bufido despectivo.

– Qué tontería -le respondió-. No me esperaba eso de…

Havers se volvió en su asiento.

– ¿Sí?

Thorsson no terminó la frase. No era necesario. «Alguien de su clase» colgaba entre ellos como un eco, cuatro palabras que desposeían a su crítica literaria libertaria de todo significado.

Prosiguieron el resto del trayecto en silencio, abriéndose paso entre los camiones y taxis que circulaban por la calle St. John, hasta bajar por Trinity Lane. Lynley aparcó cerca del final de Trinity Passage, frente a la entrada norte del St. Stephen's College. Abierta durante todo el día, permitía el acceso directo al Patio Nuevo.

– Mis habitaciones están por ahí -dijo Thorsson, y se encaminó hacia la parte oeste del patio, construido sobre el río.

Deslizó una tablilla de madera que cubría su nombre, pintado en blanco sobre un letrero negro contiguo a la puerta, y entró por la izquierda de la torre almenada, sobre cuyos muros de piedra crecía abundante madreselva. Lynley y Havers le siguieron. El inspector había observado la significativa mirada de Havers a la escalera «L», que se encontraba directamente al otro lado del césped, en la parte este del patio.

Thorsson les precedió escaleras arriba; sus botas repiquetearon sobre la madera desnuda. Cuando le alcanzaron, estaba abriendo la puerta de una habitación cuyas ventanas daban al río, a las lomas, pintadas con los colores del otoño, y al puente de Trinity Passage, donde un grupo de turistas estaba tomando fotografías. Thorsson se dirigió hacia las ventanas y tiró la chaqueta de punto sobre una mesa situada entre ellas. Había dos sillas dispuestas una frente a otra, y dejó el abrigo sobre el respaldo de una. A continuación, se encaminó a un hueco amplio practicado en un rincón de la habitación, donde estaba encajada una cama individual.

– Estoy hecho polvo -dijo, y se tendió de espaldas sobre el cubrecama. Se encogió, como si la postura le resultara incómoda-. Siéntense, por favor.

Indicó un sillón y un sofá a juego que había al pie de la cama, ambos forrados de una tela que imitaba el color del barro húmedo. Su intención era clara. Deseaba que el interrogatorio tuviera lugar en sus dominios, y bajo las condiciones que él dictara.

Después de casi trece años en el cuerpo, Lynley estaba acostumbrado a exhibiciones de arrogancia, altanería y similares. Hizo caso omiso de la invitación a sentarse y dedicó unos minutos a examinar la colección de volúmenes reunidos en la librería, a un lado de la habitación. Poesía, narrativa clásica, crítica literaria, impresa en inglés, francés y sueco, y varios libros eróticos, uno de los cuales estaba abierto por un capítulo titulado «Su orgasmo». Lynley sonrió con ironía. Le había gustado aquel toque sutil.

La sargento Havers abrió su bloc sobre la mesa. Sacó un lápiz del bolso y miró a Lynley con aire expectante. Thorsson bostezó en la cama.

Lynley se volvió pausadamente hacia el catedrático.

– La señorita Elena Weaver le veía con mucha frecuencia -empezó.

Thorsson parpadeó.

– No es motivo para sospechar, inspector. Yo era uno de sus supervisores.

– Pero la veía al margen de sus evaluaciones.

– ¿De veras?

– La visitaba en su habitación. En más de una ocasión, según tengo entendido. -Lynley recorrió la cama con la vista, con la expresión más significativa posible-. ¿Elena hacía las evaluaciones aquí, señor Thorsson?

– Sí, pero en la mesa. Sostengo la teoría de que las jovencitas piensan mejor sentadas sobre su trasero que tendidas de espaldas. -Thorsson rió por lo bajo-. Leo sus intenciones, inspector. Permita que tranquilice su mente. No seduzco a colegialas, aunque inviten a la seducción.

– ¿Eso hacía Elena?

– Vienen aquí, se sientan con sus bonitas piernas abiertas, y yo comprendo el mensaje. Ocurre cada dos por tres, pero no les sigo la corriente. -Bostezó por segunda vez-. Admito que me he acostado con tres o cuatro después de su graduación, pero en ese momento ya son adultas y saben muy bien lo que hacen. Un fin de semana de jodienda, y punto. Luego se van, calentitas y estremecidas, sin hacer preguntas y sin exigir responsabilidades. Nos lo hemos pasado bien, ellas mejor que yo, si he de serle sincero, y ahí acaba todo.

Lynley era consciente de que Thorsson no había contestado a su pregunta. El catedrático continuó su perorata.

– Los profesores de Cambridge que sostienen relaciones con estudiantes se ajustan a un molde, inspector, y nunca varía. Si busca a alguien susceptible de tirarse a Elena, busque entre los mayores, los casados, los carentes de atractivo. Los desdichados en general y estúpidos en particular.

– Alguien completamente diferente a usted -dijo Havers desde la mesa.

Thorsson no le hizo caso.

– No estoy chiflado. No me interesa forjar mi ruina. Y eso es lo que le espera a cualquier djavlar typ que se lía con un estudiante, del sexo que sea. El escándalo basta para sumirle en la desdicha durante años.

– ¿Por qué tengo la impresión, señor Thorsson, de que un escándalo no le importaría en absoluto? -preguntó Lynley.

– ¿La acosó sexualmente, señor Thorsson? -añadió Havers.

Thorsson se volvió hacia Havers y clavó los ojos en ella. El desprecio se dibujó en las comisuras de su boca.

– Fue a verla el jueves por la noche -dijo Havers-. ¿Por qué? ¿Para impedir que hiciera lo que pretendía? No creo que a usted le hiciera mucha gracia que le denunciara al director del colegio. ¿Qué le dijo ella? ¿Ya había redactado una queja oficial por acoso sexual, o confiaba usted en disuadirla de su propósito?

– Vaca estúpida -replicó Thorsson.

Una oleada de cólera tensó los músculos de Lynley, pero observó que la sargento Havers no reaccionaba, sino que daba vueltas lentamente entre sus manos a un cenicero y estudiaba su contenido. No expresaba la menor emoción.

– ¿Dónde vive, señor Thorsson? -preguntó Lynley.

– Junto a Fulbourn Road.

– ¿Está casado?

– No, gracias a Dios. Las inglesas no suelen encenderme la sangre.

– ¿Vive con alguien?

– No.

– ¿Pasó la noche del domingo con alguien? ¿Había alguien con usted el lunes por la mañana?

Thorsson desvió la vista una fracción de segundo.

– No -respondió, pero mentía mal, como la mayoría de la gente.

– Elena Weaver estaba en el equipo de carreras campo a través -prosiguió Lynley-. ¿Lo sabía?

– Tal vez, pero no me acuerdo.

– Corría por las mañanas. ¿Lo sabía?

– No.

– Le llamaba «Lenny el Libertino». ¿Lo sabía?

– No.

– ¿Por qué fue a verla el jueves por la noche?

– Creí que podríamos solucionar ciertos asuntos si hablábamos como adultos. Descubrí entonces que estaba en un error.

– Por lo tanto, sabía que iba a denunciarle por acoso sexual. ¿Le contó eso el jueves por la noche?

Thorsson lanzó una carcajada y apoyó con fuerza los pies en el suelo.

– Ya entiendo la jugada. Llega demasiado tarde, inspector, si ha venido a husmear el móvil del asesinato. Ese no le funcionará. La muy puta ya me había denunciado.


– Tiene un móvil -dijo Havers-. ¿Qué pasa cuando pillan a uno de esos tíos de la universidad con las manos en las bragas?

– Thorsson fue muy claro a ese respecto. Como mínimo, se considera condenado al ostracismo, y como máximo, expulsado. Éticamente, la universidad es un reducto conservador. Las autoridades académicas no permitirán que un catedrático se líe con una estudiante, en especial una estudiante a la que supervisa.

– ¿Qué más le da a Thorsson lo que piensen? ¿Cree que necesita hacer la pelota a sus compañeros?

– Puede que no necesite hacerles la pelota, Havers. Puede que ni siquiera tenga ganas, pero ha de mantener ciertos vínculos académicos, y si sus colegas le hacen el vacío, eso dará al traste con sus posibilidades de promoción. El ejemplo puede aplicarse a todos los profesores, pero imagino que Thorsson lo tiene aún más difícil.

– ¿Porqué?

– ¿Un profesor de Shakespeare que ni siquiera es inglés, aquí, en Cambridge? Yo diría que ha luchado mucho para alcanzar ese puesto.

– Y tendrá que luchar aún más para conservarlo.

– Muy cierto. A pesar del desprecio superficial de Thorsson hacia Cambridge, no creo que quiera ponerse en peligro. Es lo bastante joven para aspirar a un puesto fijo de profesor, incluso a una cátedra, pero lo tiene perdido si se lía con una estudiante.

Havers vertió un poco de azúcar en el café. Masticó una pasta de té con aire pensativo. Siete estudiantes del College, sentados a otras tres mesas con patas de acero del bar, estaban inclinados sobre sus almuerzos. La luz del sol que se filtraba por las ventanas bañaba sus espaldas. La presencia de Lynley y Havers no parecía llamar su atención.

– Tuvo la oportunidad -señaló Havers.

– Si no tenemos en cuenta su afirmación de que desconocía la afición de Elena a correr por las mañanas.

– Creo que podemos hacerlo, inspector. Recuerde las numerosas veces que Elena se encontraba con él, según el calendario. ¿Cree que nunca le mencionó el equipo de campo traviesa, nunca le contó que corría? Vaya cerdo.

Lynley hizo una mueca cuando probó el café amargo. Daba la impresión de que había hervido. Añadió azúcar y cogió prestada la cuchara de su sargento.

– Habría querido impedir una posible investigación, ¿verdad? -continuó Havers-. Porque, en cuanto Elena Weaver le pusiera entre la espada y la pared, ¿cómo iba a impedir que una docena de tiernas doncellas hicieran lo mismo?

– Si es que existe esa docena de tiernas doncellas. Si es culpable, de hecho. Es posible que Elena le haya acusado de acoso sexual, sargento, pero no olvidemos que ha de demostrarse.

– Y ahora no puede demostrarse, ¿verdad? -Havers le apuntó con un dedo acusador y frunció el labio superior-. ¿Está adoptando una postura machista sobre el particular? El pobre Lenny Thorsson ha sido acusado falsamente de acosar a una chica porque él la rechazó cuando ella intentó quitarle los pantalones, o bajarle la cremallera de la bragueta, como mínimo.

– No estoy adoptando ninguna postura, Havers. Estoy reuniendo datos, y el de más peso es que Elena Weaver ya le había denunciado, y como resultado se iba a iniciar una investigación. Enfoque el asunto de una manera racional. La palabra «móvil» está escrita con luces de neón sobre su cabeza. Puede que hable como un idiota, pero a mí no me lo parece. Sabía que encabezaría la lista de sospechosos en cuanto supiéramos de su existencia. De modo que, si la asesinó, imagino que se habrá procurado una coartada de lo más sólida, ¿no?

– Yo no lo creo. -Havers agitó la pasta en su dirección. Una de las pasas cayó en su café. Hizo caso omiso y continuó-. Creo que es lo bastante inteligente como para suponer que íbamos a mantener una conversación con él de ese estilo. Sabía lo que íbamos a decir: es un profesor de Cambridge, está libre de toda sospecha y jamás mataría a Elena Weaver, entregándose a la bofia en bandeja de plata, ¿verdad? Y nosotros caímos en su trampa.

Mordió la pasta. Sus mandíbulas trabajaron con frenesí.

Lynley tuvo que admitir cierta lógica sesgada en lo que Havers sugería, pero no le gustaba la pasión con que lo sugería. La aparición de un sentimiento siempre implicaba una pérdida de objetividad, la herramienta fundamental del trabajo policiaco eficaz. Le había sucedido demasiadas veces a él para no reconocerlo en su compañera.

Sabía la causa de su ira, pero mencionarla solo serviría para dar a las palabras de Thorsson un realce que no merecían. Enfocó el problema desde otro ángulo.

– Sabría que la chica tenía un videotex en la habitación. Según Miranda, Elena se fue de su habitación antes de que Justine recibiera la llamada. Si él había estado antes en su habitación, cosa que ha admitido, es probable que también supiera utilizar el aparato. Pudo ser él quien llamó a los Weaver.

– Ahora parece que va bien encaminado.

– Pero, a menos que el equipo forense de Sheehan nos dé indicios que podamos relacionar con él, a menos que localicemos el arma empleada antes de estrangularla, y a menos que podamos relacionar el arma con Thorsson, solo tenemos contra él que nos cae mal.

– Y mucho.

Lynley apartó su taza de café a un lado.

– Lo que necesitamos es un testigo, Havers.

– ¿Del crimen?

– De algo. De lo que sea. -Se levantó-. Vamos a ver a la mujer que encontró el cuerpo. Al menos, descubriremos qué pensaba pintar con aquella niebla.

Havers vació su taza de café y se secó sus grasientas manos con una servilleta de papel. Se encaminó a la puerta mientras se ponía el abrigo, arrastrando las dos bufandas por el suelo. Lynley no dijo nada hasta que estuvieron en el terraplén que dominaba el Patio Norte. Eligió sus palabras con suma cautela.

– Havers, en cuanto a lo que Thorsson le dijo…

Ella le miró con expresión indiferente.

– ¿Qué dijo, señor?

Lynley notó un extraño sudor en la nuca. Casi nunca pensaba que su compañero de trabajo era una mujer. En aquel momento, sin embargo, no podía olvidar el hecho.

– En su habitación, Havers. La… -Buscó un eufemismo-. La referencia bovina.

– Bo… -La sargento frunció el ceño, perpleja-. Ah, bovina. ¿Se refiere a cuando me llamó vaca?

– Er… Sí.

Lynley se preguntó qué demonios podía hacer para apaciguar el resquemor de Havers. No tuvo de qué preocuparse.

La sargento lanzó una risita.

– Olvídelo, inspector. Cuando un asno me llama vaca, siempre tengo en cuenta la procedencia.

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