Capítulo 21

Sarah Gordon yacía de espaldas en su dormitorio, con los ojos clavados en el techo. Examinó las grietas que surgían en el yeso, y convirtió las sutiles hendiduras y remolinos en la silueta de un gato, el rostro enjuto de una vieja, la sonrisa maligna de un demonio. Era la única habitación de la casa de cuyas paredes no colgaba ninguna decoración, y en la que prevalecía la sencillez monástica que ella consideraba apropiada para conducir su imaginación por los senderos que siempre la habían dirigido hacia la creación.

Ahora, solo la dirigían hacia los recuerdos. El golpe, el crujido del hueso al partirse. La sangre, sorprendentemente caliente, que brotó de la cara de la chica y manchó la suya. Y la muchacha. Elena.

Sarah se volvió y se envolvió más en la manta de lana. Adoptó la posición fetal. El frío era intolerable. Durante casi todo el día había mantenido encendido el fuego de abajo, y había subido la estufa al máximo, pero no podía escapar del frío. Parecía filtrarse por las paredes, el suelo y la cama, como una enfermedad contagiosa, decidida a contaminarla. A medida que pasaban los minutos, la victoria del frío se hizo más apabullante, y nuevos espasmos recorrieron su cuerpo aterido.

Un poco de fiebre, se dijo. El tiempo ha sido malo. Es difícil dejar de sentir los efectos de la humedad, la niebla o el viento helado.

Pero, mientras repetía las palabras clave (humedad, niebla y viento) como un cántico hipnótico, destinado a concentrar sus pensamientos en el sendero más estrecho, soportable y aceptable, la única parte de su mente que no había podido dominar desde el principio materializó de nuevo a Elena Weaver.

Había venido a Grantchester dos tardes a la semana durante dos meses, a lomos de su vieja bicicleta, con el largo cabello recogido para apartarlo de la cara y los bolsillos repletos de golosinas de contrabando, que daba a Llama cuando pensaba que Sarah estaba distraída. Perro piojoso, le llamaba, le tiraba cariñosamente de las orejas caídas, bajaba la cara y dejaba que le lamiera la nariz.

– ¿Qué he traído para mi pequeño piojoso? -decía, y reía cuando el perro olfateaba sus bolsillos, agitaba la cola como un loco y posaba sus patas delanteras sobre sus tejanos. Era un ritual, que solía celebrarse en el camino particular, al que Llama salía corriendo para recibirla con entusiastas ladridos de bienvenida. Elena decía que su alegría vibraba en el aire.

Después, entraba en la casa, se quitaba el abrigo, liberaba su cabello, lo agitaba, y saludaba con algo de embarazo si Sarah la sorprendía tratando al perro con tanto afecto, como si sospechara que no era muy adulto querer a un animal, sobre todo a uno que no era suyo.

– ¿Preparada? -decía, con aquel acento gutural tan peculiar. Al principio, aquellas noches que venía con Tony para posar como modelo en las clases de dibujo en vivo, parecía tímida. Sin embargo, se trataba tan solo de la reserva inicial de una joven consciente de que era diferente a los demás, y aún más consciente de que esa diferencia perturbaba a los demás. Si no percibía nada extraño, al menos en el caso de Sarah, se sentía más segura, y empezaba a charlar y reír. Se integraba en el ambiente y las circunstancias como si los conociera de siempre.

En aquellas tardes libres, se subía al alto taburete que Sarah tenía en el estudio, a las dos y media en punto. Sus ojos exploraban la habitación y se fijaba en las obras continuadas o empezadas desde su última visita. Y siempre hablaba. En ese aspecto, era como su padre.

– ¿Nunca has estado casada, Sarah?

Incluso elegía los mismos temas que su padre, aunque Sarah tardara unos momentos en descifrar mentalmente las sílabas, pronunciadas con cuidado pero algo deformadas.

– No, nunca. ¿Por qué?

Sarah examinó la tela en que estaba trabajando, la comparó con el ser vivaz subido en el taburete y se preguntó si sería capaz de capturar por completo aquella energía que la muchacha parecía exudar. Aún inmóvil, con la cabeza algo ladeada, el cabello derramado sobre sus hombros y la luz que arrancaba destellos de él, como el sol sobre el trigo, poseía vida y electricidad. Daba la impresión de que estaba ansiosa por acumular conocimientos y experiencia, siempre inquieta y curiosa.

– Pensaba que un hombre entorpecería mis proyectos -contestó Sarah-. Quería ser artista. Todo lo demás era secundario.

– Mi padre también quiere ser artista.

– Y lo es.

– ¿Crees que es bueno?

– Sí.

– ¿Te gusta? -Dijo esto con los ojos clavados en la cara de Sarah. De este modo podía leer la respuesta en sus labios, se dijo Sarah.

– Por supuesto -respondió con brusquedad-. Me gustan todos mis estudiantes. Siempre ha sido así. Te estás moviendo, Elena. Tira la cabeza, hacia atrás, como antes.

Vio que la muchacha extendía el pie y acariciaba con él la cabeza de Llama, que estaba estirado en el suelo con la esperanza de que alguna golosina cayera de su bolsillo. Aguardó, con la respiración contenida, a que la pregunta sobre Tony cayera en el olvido. Siempre ocurría lo mismo, porque Elena sabía reconocer las fronteras, lo cual explicaba por qué también sabía muy bien cómo derribarlas.

– Lo siento, Sarah -sonrió, y volvió a adoptar la postura de antes, mientras Sarah escapaba al escrutinio de la joven mediante el truco de acercarse al estéreo y conectarlo.

– Papá estará encantado cuando vea esto -dijo Elena-. ¿Cuándo podré verlo?

– Cuando esté terminado. Ponte bien. Cada vez hay menos luz, maldita sea.

Y después, una vez cubierta la tela, se sentaban en el estudio y tomaban el té, mientras sonaba la música. Tortas secas que Elena deslizaba en la boca ansiosa de Llama (que lamía el azúcar pegado a sus dedos), tartas y pastelillos que Sarah preparaba a partir de recetas olvidadas durante años. Mientras comían y hablaban, la música continuaba, y los dedos de Sarah seguían el ritmo sobre su rodilla.

– ¿Cómo es? -le preguntó Elena una tarde.

– ¿Qué?

La muchacha cabeceó en dirección a un altavoz.

– Eso -dijo-. Ya sabes. Eso.

– ¿La música?

– ¿Cómo es?

Sarah apartó la vista de los ojos ansiosos de la muchacha y contempló sus manos, mientras el misterio del arpa eléctrica de Vollenweider y el sintetizador Moog la retaban a contestar. La música subía y bajaba, cada nota pura como el cristal. Reflexionó en la respuesta durante tanto tiempo que Elena dijo por fin:

– Lo siento. Pensé que…

Sarah alzó la cabeza al instante, percibió la desazón de la joven y comprendió que Elena pensaba que la había turbado al mencionar de una manera indirecta una minusvalía, como si le hubiera pedido que mirara una deformación desagradable.

– Oh, no -dijo-. No es eso, Elena. Estaba intentando decidir… Ven conmigo.

Le indicó que se quedara de pie junto al altavoz y dio todo el volumen. Colocó la mano sobre el altavoz. Elena sonrió.

– Percusión -dijo Sarah-. Eso es la batería. Y el bajo. Las notas bajas. Las sientes, ¿verdad?

La chica asintió y se mordió el labio inferior con el diente roto. Sarah paseó la vista por la habitación, en busca de algo más. Lo encontró en el suave pelo de camello de los pinceles secos, en el frío metal de una espátula, en el suave cristal de un jarro lleno de trementina.

– Muy bien -dijo-. Ven aquí. Suena así.

Cuando la música cambió, siguió su progresión sobre la parte interna del brazo de Elena, de piel más suave y sensible al tacto.

– Arpa eléctrica -explicó, y marcó sobre su piel con la espátula la pauta de las notas-. Ahora, la flauta. -Utilizó el cepillo-. Y esto es el fondo musical. Es sintético. No utiliza un instrumento, sino una máquina que emite sonidos musicales. Así. Ahora, solo una nota, mientras los demás tocan.

Hizo rodar el jarro en una línea recta larga.

– ¿Ocurre todo a la vez? -preguntó Elena.

– Sí. Todo a la vez.

Entregó a la muchacha la espátula y se quedó con el cepillo y el jarro. Mientras el disco sonaba, siguieron la música juntas. Todo el rato, sobre sus cabezas, en una estantería que no distaba más de un metro y medio, descansaba la moleta que Sarah utilizaría para destruirla.

Ahora, a la pálida luz del atardecer, Sarah se aferró a la manta y procuró dejar de temblar. No había otra alternativa, pensó. No había otra forma de que él se enfrentara a la verdad.

Tendría que vivir con el horror de su acto hasta el fin de sus días. La chica le caía bien.

Ocho meses antes, se había refugiado en la pena de un limbo donde nada podía tocarla. Por eso, cuando oyó el coche en el camino particular, el ladrido de Llama y los pasos que se aproximaban, no sintió nada en absoluto.


– Muy bien, acepto que la moleta pudo servir de arma -dijo Havers, mientras un coche de la policía acompañaba a lady Helen y su hermana a casa de la última-, pero sabemos que Elena fue asesinada alrededor de las seis y media, inspector. Al menos, fue asesinada alrededor de las seis y media si confiamos en lo que Rosalyn Simpson dijo, y yo no sé usted, pero yo sí confío. Y aunque Rosalyn no estaba muy segura de la hora en que llegó a la isla, sabía con total seguridad que regresó a su habitación a las siete y media. Por lo tanto, si cometió un error, fue en otro sentido, adelantando la hora en que vio al asesino, no retrasándola. Si Sarah Gordon, cuya declaración corroboran dos vecinos, no lo olvide, no salió de su casa hasta justo antes de las siete… -se volvió para mirar a Lynley-… ¿cómo pudo estar en dos sitios a la vez, tomando Wheetabix en su casa de Grantchester y en la isla Crusoe?

Lynley sacó el coche del aparcamiento y se internaron en el abundante tráfico que se dirigía hacia el sudeste por Parksfide.

– Usted asume que, cuando los vecinos la vieron salir a las siete, era la primera vez que se marchaba aquella mañana -dijo-. Eso es exactamente lo que quería que pensáramos, exactamente lo que quería que pensaran sus vecinos. Según sus propias declaraciones, aquella mañana se levantó poco después de las cinco, y dijo la verdad por si los mismos vecinos que la vieron salir a las siete habían visto luces más temprano y nos lo habían contado. Por lo tanto, podemos concluir que tuvo mucho tiempo para realizar un desplazamiento anterior a Cambridge.

– ¿Por qué ir por segunda vez? Si quería fingir que había descubierto el cadáver después de que Rosalyn la viera, ¿por qué no fue a la comisaría de policía entonces?

– No podía. No tenía otra elección. Tenía que cambiarse de ropa.

Havers le miró, aturdida.

– Muy bien. Debo confesar que no entiendo nada. ¿Qué tiene que ver la ropa con esto?

– Sangre -contestó St. James.

Lynley asintió con un gesto a su amigo por el espejo retrovisor antes de proseguir.

– No podía ir a la comisaría de policía para denunciar que había descubierto un cadáver si llevaba la chaqueta del chándal manchada con la sangre de la víctima.

– ¿Y por qué fue a la comisaría de policía, a fin de cuentas?

– Debía ubicarse en el lugar del crimen por si Rosalyn Simpson recordaba lo que había visto, cuando se propagara la noticia de la muerte de Elena Weaver, y acudía a la policía. Como usted ha dicho, debía fingir que había descubierto el cadáver. Aunque Rosalyn proporcionara a la policía una descripción precisa de la mujer que había visto por la mañana, y aunque esa descripción condujera a la policía local hasta Sarah Gordon, como así sería en cuanto Anthony Weaver se enterara, ¿cómo demonios iba a pensar nadie que había estado en la isla dos veces? ¿Cómo demonios iba a pensar nadie que había matado a la chica, vuelto a casa para cambiarse de ropa y regresado?

– Muy bien, señor. ¿Por qué demonios lo hizo?

– Para guardarse las espaldas -dijo St. James-, por si Rosalyn acudía a la policía antes de que ella se encargara de Rosalyn.

– Si llevaba una ropa diferente de la que llevaba el asesino cuando Rosalyn lo vio -siguió Lynley-, y si uno o más vecinos verificaban que no había salido de casa hasta las siete, ¿quién sospecharía que era la asesina de una chica que había muerto media hora antes?

– Pero Rosalyn dijo que la mujer tenía el cabello claro, señor. Prácticamente, era lo único que recordaba.

– En efecto. Una bufanda, una gorra, una peluca.

– ¿Para qué tomarse la molestia?

– Para que Elena pensara que había visto a Justine. -Lynley circunvaló la glorieta de Lensfield Road antes de continuar-. Desde el principio hemos tropezado con el factor tiempo, sargento. Por su culpa hemos desperdiciado dos días siguiendo pistas falsas sobre acosos sexuales, embarazos, amores no correspondidos, celos y relaciones ilícitas, cuando tendríamos que haber identificado el único punto común a todos, tanto víctimas como sospechosos. Todos pueden correr.

– Pero todo el mundo puede correr. -Havers dirigió una mirada de disculpa a St. James, quien, a lo sumo, solo podía cojear a una velocidad moderada-. Hablando en términos generales, quiero decir.

Lynley asintió con semblante malhumorado.

– Exactamente. En términos generales.

Barbara Havers lanzó un largo suspiro de frustración.

– Estoy despistadísima. Veo el medio. Veo la oportunidad. Pero no veo el móvil. En este caso, pienso que si alguien iba a ser golpeado y estrangulado, y si Sarah Gordon lo hizo, carece de sentido que la víctima fuera Elena, cuando Justine Weaver tenía todos los números. Examine los hechos. Dejando aparte el tiempo considerable que debió costarle a Sarah pintar el cuadro, que probablemente valdría cientos de libras, tal vez más, si bien lo que ignoro sobre arte podría llenar una biblioteca de buen tamaño, Justine lo destruyó. Manchar y rajar un óleo original se me antoja móvil suficiente, si quiere saber mi opinión. Y su marido no debió tomarse a broma que diera rienda suelta a sus sentimientos de aquella manera, destruyendo una obra de arte auténtica, pintada por una artista auténtica, de auténtica reputación. De hecho, no hubiera sido de extrañar que la matara, después de ver lo que había hecho. Entonces, ¿por qué cargarse a Elena? -Su voz adoptó un tono pensativo-. A menos que Justine no destrozara el cuadro. A menos que Elena… ¿Es eso lo que piensa, inspector?

Lynley no contestó, sino que, antes de llegar al puente que cruzaba el río en Fen Causeway, paró el coche en la cuneta.

– Enseguida vuelvo -dijo, sin parar el motor.

Desapareció en la niebla cuando no se había alejado ni diez pasos del Bentley.

No cruzó la calle para mirar la isla por tercera vez. Ya no podía revelarle más secretos. Sabía que desde la calzada vería las formas de los árboles, el contorno brumoso del puente peatonal que cruzaba el río, y tal vez la silueta de las aves que surcaban el agua. Vería Coe Fen como una opaca pantalla grisácea. Y nada más. Si las luces de Peterhouse conseguían perforar la inmensa y tenebrosa extensión de niebla, se verían como meras cabezas de alfiler, menos sustanciales que estrellas. Incluso Whistler lo habría considerado un reto difícil, pensó.

Por segunda vez, caminó hasta el final del puente, hasta la puerta de hierro. Y por segunda vez, reparó en que, cualquiera que corriera a lo largo del río desde Queen's, o desde St. Stephen, tendría tres posibilidades de llegar a Fen Causeway. Un giro a la izquierda y dejaría atrás el departamento de Ingeniería. Un giro a la derecha y se encaminaría hacia Newnham Road. O, como había comprobado personalmente el martes por la tarde, ella pudo seguir recto, cruzar la calle hasta donde él se encontraba ahora, pasar por la puerta y continuar hacia el sur por el río superior.

Lo que no había pensado el martes por la tarde era que, si alguien corría hacia la ciudad desde la dirección opuesta, también contaría con tres posibilidades. Lo que no había pensado el martes por la tarde, para empezar, era que alguien pudiera correr en dirección opuesta, comenzando por el río superior en lugar del inferior, y, por tanto, seguir el sendero superior y no el inferior, por el que Elena Weaver había corrido la mañana de su muerte. Ahora, contempló este sendero superior, y observó que desaparecía en la niebla como una fina línea trazada a lápiz. Al igual que el lunes, había escasa visibilidad, menos de seis metros, tal vez, pero el río y, por consiguiente, el sendero paralelo se dirigían hacia el norte en esta parte, sin que apenas una curva o una hondonada dieran lugar a que un caminante o un corredor (tanto si conocía el terreno como si no) se detuviera, vacilante.

Una bicicleta surgió de la niebla, y el faro fijado a los manillares arrojó un débil rayo de luz, no más ancho que un dedo índice. Cuando el ciclista, un joven barbudo tocado con un elegante sombrero, que no cuadraba con los tejanos descoloridos y la chaqueta negra, desmontó para abrir la puerta, Lynley le habló.

– ¿Adónde conduce este sendero?

El joven se ajustó el sombrero y miró hacia atrás, como si examinar el sendero le ayudara a contestar mejor a la pregunta. Se tiró de la barba, pensativo.

– Sigue el río un trecho.

– ¿Hasta dónde?

– No estoy seguro. Siempre lo cojo por Newnham Driftway. Nunca he ido en la otra dirección.

– ¿Va a Grantchester?

– ¿Este sendero? No, tío. No se va por aquí.

– Maldita sea.

Lynley contempló el río con el ceño fruncido, al darse cuenta de que debería revisar su teoría acerca de cómo se había llevado a cabo el asesinato de Elena Weaver.

– Pero se puede llegar desde aquí si no le importa caminar un poco -dijo el joven, tal vez creyendo que Lynley tenía ganas de pasear envuelto en la niebla. Sacudió un poco de barro adherido a sus tejanos y agitó la mano vagamente de sur a sudeste-. Sí baja por el sendero encontrará un aparcamiento, pasado Lammas Land. Si ataja por allí y baja por la avenida Eitsley, encontrará un sendero peatonal público que atraviesa los campos. Está bien indicado, y le llevará a Grantchester. Claro que… -Echó un vistazo al fino abrigo de Lynley y a sus zapatos Lobbs, fabricados a mano-. No sé si me arriesgaría con esta niebla, sin conocer el camino. Podría acabar chapoteando en el barro.

El entusiasmo de Lynley aumentó a medida que el joven hablaba. A la postre, los hechos iban a darle la razón.

– ¿Está muy lejos? -preguntó.

– Yo calculo que el aparcamiento dista un kilómetro.

– Me refiero a Grantchester, si se atraviesan los campos.

– Tres kilómetros, tres y medio. No más.

Lynley volvió a mirar el sendero, la tranquila superficie del río. El tiempo, pensó. Todo giraba alrededor del tiempo. Regresó al coche.

– ¿Y bien? -preguntó Havers.

– No cogió el coche en el primer viaje -respondió Lynley-. No podía arriesgarse a que algún vecino la viera marchar, como los dos de después, o que alguien la viera aparcado cerca de la isla.

Havers miró en la dirección de la que Lynley acababa de llegar.

– De modo que vino por el sendero, pero debió regresar corriendo como una loca.

Lynley sacó de su chaleco el reloj de bolsillo.

– ¿No fue… la señora Stamford quien dijo que se fue a las siete con mucha prisa? Al menos, ahora sabemos por qué. Tenía que encontrar el cadáver antes de que lo hiciera otra persona. -Abrió el reloj y lo entregó a Havers-. Es hora de ir a Grantchester, sargento -dijo.

Internó el Bentley en el tráfico que, si bien lento, era escaso a esa hora de la tarde. Bajaron la suave pendiente de la calzada elevada y, después de un veloz frenazo, cuando un coche que venía en dirección contraria invadió su carril para esquivar una furgoneta de correos aparcada mitad sobre la acera y mitad sobre la calzada, llegaron a la glorieta de Newnham Road. El tráfico disminuyó notablemente a partir de aquel punto, y aunque la niebla continuó siendo muy espesa (remolineaba alrededor de la taberna Granta King y un pequeño restaurante tailandés como si se tratara de un truco publicitario), Lynley pudo aumentar un poco la velocidad.

– ¿Tiempo? -preguntó.

– De momento, treinta y dos segundos. -Havers se volvió en el asiento para mirarle de frente, sin soltar el reloj-. No es una corredora, señor. No es como esas chicas.

– Por eso tardó casi media hora en volver a casa, cambiarse de ropa, cargar el coche y volver a Cambridge. Hay unos tres kilómetros a Grantchester, si se ataja por los campos. Un corredor de fondo habría cubierto el trayecto en menos de diez minutos. Si Sarah Gordon fuera una corredora, la muerte de Georgina Higgins-Hart habría sido innecesaria.

– ¿Porque habría regresado a casa, cambiado su indumentaria y vuelto con tiempo suficiente para, aunque Rosalyn la describiera con precisión, poder decir que huyó de la isla después de descubrir el cadáver?

– Exacto.

Lynley siguió conduciendo.

Havers consultó el reloj.

– Cincuenta y dos segundos.

Siguieron paralelos al lado oeste de Lammas Land, un amplio parque salpicado de mesas de picnic y zonas de juego que abarcaba tres cuartas partes de la longitud de Newnham Road. Tomaron la curva donde Newnham se convertía en Barton y dejaron atrás una hilera de deprimentes pisos de pensionistas, una iglesia, una lavandería de cristales entelados y los edificios de ladrillo más recientes de una ciudad que se encontraba en pleno crecimiento económico.

– Un minuto quince segundos -dijo Havers, cuando se desviaron al sur, en dirección a Grantchester.

Lynley miró a St. James por el retrovisor. Su amigo había cogido el material reunido por Pen en el museo Fitzwilliam (fue recibida por sus antiguos colegas con el júbilo que suele reservarse a la realeza) y estaba examinando las radiografías y las fotos infrarrojas con su acostumbrado estilo pausado y pensativo.

– St. James, ¿qué es lo mejor de querer a Deborah? -preguntó.

St. James levantó la cabeza lentamente, sorprendido. Lynley comprendió. Teniendo en cuenta la historia común a los tres, había corrientes procelosas por las que no solían navegar.

– No se suelen hacer estas preguntas a un marido sobre su mujer.

– ¿Lo has pensado alguna vez?

St. James miró por la ventana a dos mujeres de edad avanzada, una de las cuales se ayudaba con un bastón de aluminio, que caminaban hacia una estrecha verdulería. Las frutas y verduras exhibidas fuera estaban cubiertas de humedad. Bolsas de naranjas colgaban de sus brazos.

– No creo -contestó St. James-, pero supongo que es esa sensación de abrumadora vitalidad. Sentirse vivo, no estar vivo simplemente. No puedo comportarme como un autómata con Deborah. No puedo fingir. No me lo permitiría. Exige lo mejor de mí. Es dueña de mi alma.

Lynley captó su mirada por el retrovisor. Sombría, pensativa, como si desmintiera sus palabras.

– Eso me figuraba -dijo.

– ¿Porqué?

– Porque es una artista.

Los últimos edificios, una fila de casas antiguas construidas en un terreno elevado, ya en las afueras de Cambridge, fueron engullidos por la niebla. Dieron paso a setos de espino gris que se preparaban para el invierno. Havers consultó el reloj.

– Dos minutos y medio -anunció.

La carretera era estrecha, sin desviaciones ni señalización. Serpenteaba entre campos, de los cuales parecía surgir un nimbo que creaba un lienzo sólido en dos dimensiones, de color ratón, en el que no había nada pintado. Si existían granjas a lo lejos, en las que trabajaba gente y los animales pastaban, la niebla las ocultaba.

Entraron en Grantchester y dejaron atrás a un hombre vestido de tweed y calzado con botas altas hasta la rodilla que, apoyado en un bastón, contemplaba a su perro pastor mientras exploraba la cuneta.

– El señor Davies y el señor Jeffries -explicó Havers-, haciendo su número habitual.

Cuando Lynley aminoró la velocidad para doblar hacia la calle principal, la sargento volvió a consultar el reloj. Utilizó los dedos para concretar sus cálculos.

– Cinco minutos treinta y siete segundos. ¿Qué hace, señor? -exclamó, cuando Lynley frenó con brusquedad.

Un Citroen azul metálico estaba aparcado en el camino particular de la casa de Sarah Gordon.

– Esperad aquí -dijo Lynley, y saltó del Bentley. Cerró la puerta sin hacer ruido y recorrió a pie la distancia que le separaba del College reconstruido.

Las cortinas de las ventanas delanteras estaban corridas. La casa parecía deshabitada.

«Estaba hablando conmigo y se marchó sin más. Supongo que estará vagando por la niebla, pensando qué va a hacer ahora.»

¿Cómo lo había descrito? Obligación moral frente a polla loca. Un examen superficial proclamaba que era tanto una referencia inconsciente al fracaso de su matrimonio, como una descripción del dilema de su ex marido. Pero había algo más. Porque, si bien la intención de Glyn Weaver fue referirse con sus palabras al deber de Weaver hacia la muerte de su hija frente a su continuo deseo por una esposa bella, Lynley estaba seguro ahora de que contenían otra explicación, que Glyn ignoraba por completo, patente en el coche aparcado en aquel lugar.

«Le conocí. Durante un tiempo fuimos íntimos.»

«Siempre ha tenido problemas cuando se plantea un conflicto.»

Lynley se acercó al coche y comprobó que estaba cerrado con llave. También vacío, salvo una pequeña caja de cartón abierta en parte sobre el asiento contiguo al del conductor. Lynley se quedó petrificado al verla. Sus ojos se desviaron hacia la casa, volvieron a la caja y a los tres cartuchos rojos que asomaban. Corrió hacia el Bentley.

– ¿Qué…?

Antes de que Havers terminara la pregunta, apagó el motor y se volvió hacia St. James.

– Hay una taberna un poco más allá de la casa, a la izquierda -dijo-. Ve allí y llama a la policía de Cambridge. Dile a Sheehan que venga. Ni luces, ni sirenas, pero que venga armado.

– Inspector…

– Anthony Weaver está en esa casa -dijo Lynley a Havers-. Ha traído una escopeta.


Esperaron hasta que St. James desapareció en la niebla, y regresaron hacia la casa, que se encontraba a unos diez metros de distancia.

– ¿Qué opina? -preguntó Havers.

– Que no podemos permitirnos el lujo de esperar a Sheehan.

Miró hacia el camino por el que habían entrado en el pueblo. El viejo y el perro iban a doblar la curva de la carretera.

– En alguna parte hay un sendero peatonal que debió tomar el lunes por la mañana -dijo Lynley-. Pienso que, si salió de casa sin que la vieran, no pudo salir por la puerta principal. De modo que… -Miró de nuevo hacia la casa, y luego a la carretera-. Por aquí.

Desandaron a pie el camino que habían recorrido en coche. Apenas habían avanzado cinco metros cuando el viejo y el perro se les acercaron. El hombre levantó el bastón y lo apuntó al pecho de Lynley.

– El martes -dijo-. Estuvieron aquí el martes. Recuerdo esas cosas. Norman Davies. Tengo buena memoria.

– Joder -murmuró Havers.

El perro se sentó al lado del señor Davies, con las orejas tiesas y una expresión de cordial anticipación en la cara.

– El señor Jeffries y yo -indicó al perro, que pareció inclinar la cabeza cortésmente al oír su nombre- llevamos una hora fuera. El señor Jeffries, dado lo avanzado de su edad, tarda un poco en reaccionar a las llamadas de la naturaleza. Les vimos pasar, ¿verdad, señor Jeffries? Y yo me dije: esta gente ya ha estado aquí antes. Y estoy en lo cierto, ¿verdad? Tengo buena memoria.

– ¿Dónde está el sendero que va a Cambridge? -preguntó Lynley sin más ceremonias.

El hombre se rascó la cabeza. El perro se rascó la oreja.

– ¿Sendero, dice usted? No pretenderá dar un paseo con esta niebla. Sé lo que está pensando: si el señor Jeffries y yo hemos salido, ¿por qué no ustedes dos? Es que solo ha sido una excursión necesaria. De lo contrario, estaríamos bien arropaditos en casa. -Señaló con el bastón una pequeña casa con techo de bálago, al otro lado de la calle-. Cuando no salimos a nuestras excursiones necesarias, solemos sentarnos ante nuestra ventana del frente. No es que espiemos al pueblo, se lo advierto, pero nos gusta mirar la calle principal. ¿Verdad, señor Jeffries?

El perro jadeó en señal de acuerdo.

Lynley sintió deseos de agarrar al viejo por las solapas del abrigo.

– ¿El sendero a Cambridge? -repitió.

El señor Davies se meció atrás y adelante.

– Igual que Sarah, ¿verdad? Solía caminar hasta Cambridge casi todos los días, ¿saben? «Ya he dado mi paseo matutino», decía cuando el señor Jeffries y yo pasábamos a buscarla alguna tarde para que saliera a dar una vuelta con nosotros. Y yo le decía: «Sarah, una persona tan aficionada a Cambridge como tú debería vivir allí, con tal de ahorrarse la caminata». Y ella respondía: «Lo estoy pensando, señor Davies. Déme un poquito de tiempo». -Rió por lo bajo y prosiguió su relato, hundiendo el bastón en el suelo-. Dos o tres veces por semana se iba campo a través y nunca se llevaba el perro, cosa que, con franqueza, jamás logré comprender. En mi opinión, Llama, su perro, no hace suficiente ejercicio, así que el señor Jeffries y yo…

– ¿Dónde está el jodido sendero? -rugió Havers.

El hombre se sobresaltó. Señaló carretera abajo.

– En Broadway.

Se pusieron en camino de inmediato, y oyeron sus airadas protestas.

– Deberían mostrar cierto agradecimiento. La gente nunca piensa…

La niebla ocultó su cuerpo y apagó su voz cuando doblaron la curva donde la calle principal se convertía en Broadway, * un nombre totalmente equivocado para un sendero campestre, estrecho y bordeado de espesos setos. Después de la última casa, a menos de trescientos metros de la antigua escuela, la puerta de madera de un cercado, teñida de verde por el musgo que la cubría, colgaba de sus oxidados goznes en un ángulo asimétrico. Un grueso roble inglés extendía sus ramas sobre ella y ocultaba en parte un letrero metálico clavado en un poste cercano, SENDERO PÚBLICO, rezaba. CAMBRIDGE, TRES KILÓMETROS.

La puerta daba paso a una zona de pastos, de hierba exuberante que se inclinaba bajo el peso de la humedad. Se mojaron los bajos de los pantalones y los zapatos cuando corrieron por la senda paralela a las vallas y muros de los jardines traseros, que señalaban los límites de las casas situadas a lo largo de la calle principal del pueblo.

– ¿De veras cree que se marcó una excursión a Cambridge con una niebla como esta? -preguntó Havers, mientras trotaba al lado de Lynley-. ¿Y después volvió corriendo, sin perderse?

– Conocía el camino. El sendero se ve bien, y es probable que rodee los campos en lugar de atravesarlos. Si conociera la topografía del terreno, podría hacerlo con los ojos vendados.

– O a oscuras -concluyó Havers por él.

El jardín posterior de la antigua escuela estaba limitado por una valla de alambre de púas. Consistía en un huerto, dedicado en gran parte a la siembra, y un jardín cubierto de hierbas. Detrás se veía la puerta trasera de la casa, precedida por tres peldaños. Sobre el último se erguía el perro de Sarah Gordon. Rascaba con la pata la parte inferior de la puerta y emitía tímidos lloriqueos.

– Armará un cirio en cuanto nos vea -comentó Havers.

– Eso depende de su nariz y su memoria -dijo Lynley.

Emitió un silbido suave. El perro irguió las orejas. Lynley volvió a silbar. El perro lanzó dos rápidos ladridos…

– ¡Maldita sea! -dijo Havers.

… y bajó corriendo los peldaños. Trotó por el jardín hasta la valla, con una oreja tiesa y la otra caída sobre la frente.

– Hola, Llama. -Lynley extendió la mano. El perro olfateó, examinó y meneó la cola-. Ya estamos dentro -dijo Lynley, y pasó por encima de la valla. Llama brincó con un solo ladrido, ansioso por dar la bienvenida. Plantó sus patas manchadas de barro sobre el abrigo de Lynley. Este lo cogió, lo levantó y volvió hacia la valla, mientras el perro le lamía la cara y lloriqueaba de placer. Entregó el animal a Havers y se quitó la bufanda.

– Átela al collar -indicó-. Úsela como correa.

– Pero yo…

– Hemos de sacarle de aquí, sargento. Tiene ganas de saludar, pero dudo de que se esté quieto si entramos en la casa.

Havers se debatió con el animal, que parecía estar compuesto exclusivamente de patas y lengua. Lynley ató su bufanda al collar de cuero de Llama y tendió los extremos a Havers, mientras esta depositaba el animal en el suelo.

– Lléveselo a St. James -ordenó.

– ¿Y usted? -Miró hacia la casa y obtuvo una respuesta que no le gustó en absoluto-. No puede entrar solo, inspector. De ninguna manera. Dijo que va armado, y si es así…

– Lárguese, sargento. Ya.

Se volvió antes de que la mujer pudiera contestar y atravesó a toda prisa el jardín, agachado. Las luces estaban encendidas en lo que debía ser el estudio de Sarah Gordon, pero las demás ventanas miraban sin parpadear a la niebla.

La puerta no estaba cerrada con llave. El pomo estaba frío, húmedo y resbaladizo, pero lo giró sin el menor ruido. Entró en un porche de recepción, y al otro lado vio la cocina. Las alacenas y encimeras arrojaban largas sombras sobre el suelo de linóleo blanco.

Un gato maulló en la oscuridad. Al instante siguiente apareció Seda. Salió de la sala de estar con absoluto sigilo, como un revienta pisos profesional. Se detuvo de repente al ver a Lynley y le examinó con mirada impertérrita. Luego, saltó sobre la encimera y se sentó con majestuosa tranquilidad. Enrolló la cola alrededor de sus patas delanteras. Lynley pasó de largo, los ojos clavados en el gato, los ojos del gato clavados en él, y se dirigió hacia la puerta que daba acceso a la sala de estar.

Estaba desierta, como la cocina. Con las cortinas cerradas, estaba llena de sombras e iluminada por la escasa luz del día que se filtraba por aquellas cortinas y por una abertura entre ellas. Un fuego ardía en la chimenea, siseaba a medida que la madera se convertía en cenizas. Un pequeño tronco descansaba sobre el suelo, como si Sarah Gordon hubiera estado a punto de añadirlo a los demás cuando la llegada de Anthony Weaver la interrumpió.

Lynley se quitó el abrigo y atravesó la sala de estar. Entró en el pasillo que conducía a la parte posterior de la casa. La puerta del estudio estaba entornada, pero surgía luz de la estrecha rendija, dibujando un triángulo transparente sobre el suelo de roble.

Oyó el murmullo de sus voces. Sarah Gordon estaba hablando. Su voz apenas era audible. Parecía agotada.

– No, Tony, no fue así.

– Dímelo de una vez, maldita sea.

En contraste, Weaver estaba ronco.

– Lo has olvidado, ¿verdad? Nunca me pediste que te devolviera la llave.

– Oh, Dios mío.

– Sí. Después de que rompieras conmigo, pensé que habías pasado por alto la posibilidad de que aún podía entrar en tus habitaciones. Después, decidí que habías cambiado las cerraduras, porque te habría resultado más fácil que pedirme la llave y arriesgarte a que se produjera otra escena entre nosotros. Más tarde -una breve carcajada, carente de vida, dedicada sobre todo a ella-, empecé a creer que estabas esperando a asegurarte la cátedra Penford para telefonearme y pedirme que volviéramos a vernos. Y para eso necesitaba la llave, ¿no?

– ¿Cómo pudiste pensar que lo ocurrido entre nosotros…, de acuerdo, lo que yo provoqué que ocurriera, tuviera algo que ver con la cátedra Penford?

– Porque a mí no me puedes mentir, Tony, por más que te mientas a ti mismo y a los demás. Todo ha sido por culpa de la cátedra. Siempre lo fue y siempre lo será. Utilizaste a Elena como una excusa más noble en tu mente y más atractiva que la codicia académica. Mejor romper tu relación conmigo por tu hija que perder un ascenso, si todo el mundo se enteraba de que abandonabas a tu segunda esposa por otra mujer.

– Fue por Elena. Por Elena. Lo sabes muy bien. Todo lo hice por Elena.

– Oh, Tony. Basta, por favor.

– Nunca intentaste comprender lo nuestro. Al final, empezó a perdonarme, Sarah. Al final, empezó a aceptar a Justine. Estábamos construyendo algo juntos. Los tres formábamos una familia. Ella lo necesitaba.

– Tú lo necesitabas. Deseabas la apariencia que proporcionaba a tu público.

– Me arriesgaba a perderla si abandonaba a Justine. Empezaba a nacer una relación entre ellas, y si abandonaba a Justine, como había abandonado a Glyn, me arriesgaba a perder a Elena para siempre. Y Elena era lo primero. -Habló en voz más alta mientras se movía por el estudio-. Vino a nuestra casa, Sarah. Vio lo feliz que podía ser un matrimonio. Yo no podía destruir eso. No podía traicionar lo que ella creía de nosotros, abandonando a mi mujer.

– Y, en cambio, destruiste mi mejor faceta. Al fin y al cabo, era lo más conveniente.

– Tenía que conservar a Justine. Debía aceptar sus condiciones.

– Por la cátedra Penford.

– ¡No, maldita sea! ¡Lo hice por Elena! Por mi hija. Por Elena. Tú nunca lo comprendiste. No quisiste comprenderlo. No quisiste pensar en lo que yo podía sentir, además de…

– ¿Narcisismo? ¿Interés?

En respuesta, se oyó el ruido de metal al chocar contra metal. Era el sonido inconfundible de una bala al ser introducida en una escopeta. Lynley se acercó a unos centímetros de la puerta del estudio, pero tanto Weaver como Sarah Gordon estaban fuera de su campo de visión. Intentó localizar sus posiciones por el sonido de la voz. Apoyó una mano sobré la madera.

– No creo que vayas a disparar, Tony -dijo Sarah Gordon-, ni tampoco que quieras entregarme a la policía. En ambos casos, el escándalo acabaría contigo, y no creo que desees eso. Sobre todo después de lo que ya ha pasado entre nosotros.

– Mataste a mi hija. Telefoneaste a Justine desde mis habitaciones el domingo por la noche, la engañaste para que Elena fuera a correr sola, y luego la mataste. Elena. Asesinaste a Elena.

– Tu creación. Sí, Tony. Yo maté a Elena.

– Nunca te hizo daño. Ni siquiera sabía…

– ¿Que tú y yo éramos amantes? No, nunca lo supo. Cumplí mi promesa. Nunca se lo dije. Murió pensando que eras fiel a Justine. Eso era lo que querías que pensara, ¿no? ¿No querías que lo pensara todo el mundo?

Aunque enormemente cansada, su voz era más firme que la de él. Ella estaría de cara a la puerta, pensó Lynley. La empujó poco a poco. Se movió unos centímetros. Vio el borde del abrigo de tweed de Weaver. Vio la culata de la escopeta, apoyada en su cadera.

– ¿Cómo pudiste hacerlo? Tú la conocías, Sarah. Se sentaba en esta habitación, dejaba que la dibujaras, posaba para ti, hablaba y…

Un sollozo quebró su voz.

– ¿Y? ¿Y, Tony? ¿Y? -Lanzó una breve y amarga carcajada cuando él no respondió-. Y yo la pintaba. Así era, pero no terminó ahí. Justine se encargó de ello.

– No.

– Sí. Mi creación, Tony. El único ejemplar. Como Elena.

– Intenté explicarte cuánto lamentaba…

– ¿Lamentabas? ¿Lamentabas?

Por primera vez, su voz se quebró.

– Tuve que aceptar sus condiciones cuando se enteró de lo nuestro. No tuve otra elección.

– Ni yo.

– Y mataste a mi hija, a un ser humano, de carne y hueso, no a una tela carente de vida… para vengarte.

– No quería venganza. Quería justicia, pero no iba a lograrla en los tribunales, porque la pintura era tuya, mi regalo. No importaba hasta qué punto me había volcado en ella, porque ya no me pertenecía. El caso estaba perdido. Tuve que equilibrar la balanza.

– Como yo ahora.

Se produjo un movimiento en la habitación. Sarah Gordon se colocó en línea con la puerta. Iba envuelta en una manta, el cabello enmarañado y descalza. Tenía la cara pálida, incluso los labios.

– Tu coche está en el camino particular. Alguien te habrá visto llegar. ¿Cómo piensas matarme y salir impune?

– Me da igual.

– ¿El escándalo? No habrá ninguno, ¿verdad? El apesadumbrado padre impulsado a la violencia por la muerte de su hija. -Enderezó los hombros y le miró a la cara-. ¿Sabes?, creo que deberías darme las gracias por matarla. Con la opinión pública volcada en tu favor, tienes la cátedra garantizada.

– Maldita seas…

– ¿Cómo demonios conseguirás apretar el gatillo sin que Justine te ayude a sostener el arma?

– Lo conseguiré, créeme. Con mucho placer.

Avanzó un paso hacia ella.

– ¡Weaver! -gritó Lynley, y abrió la puerta al mismo tiempo.

Weaver se volvió hacia él. Lynley se arrojó al suelo. La escopeta disparó. Una ensordecedora explosión resonó en el estudio. El olor a pólvora impregnó el aire. Dio la impresión de que una nube de polvo negro azulado surgía como por arte de magia. A través de ella, vio que Sarah Gordon se derrumbaba sobre el suelo, a menos de un metro y medio de él.

Antes de que pudiera moverse, oyó de nuevo el familiar ruido metálico, cuando Weaver volvió a cargar el arma. Se puso en pie antes de que el profesor de historia volviera la escopeta contra él. Lynley saltó y apartó el arma de un manotazo. Se disparó por segunda vez, justo cuando la puerta principal de la casa se abría. Media docena de policías corrieron por el pasillo e irrumpieron en el estudio, con los fusiles preparados para disparar.

– ¡No disparen! -gritó Lynley. Los oídos le zumbaban.

De hecho, no había necesidad de más violencia, porque Weaver se había desplomado sobre un taburete. Se quitó las gafas y las tiró al suelo. Pisoteó los cristales.

– Tenía que hacerlo -dijo-. Por Elena.

Era el mismo equipo de analistas que había hecho los honores cuando la muerte de Georgina Higgins-Hart. Llegó pocos minutos después de que la ambulancia saliera a toda velocidad hacia el hospital, abriéndose paso entre los curiosos que se habían congregado al principio del camino particular. El señor Davies y el señor Jeffries constituían el centro de atención, orgullosos de hacerse notar, orgullosos de anunciar a todos los reunidos su certeza de que algo iba mal en cuanto vieron a la mujer regordeta conduciendo a Llama hacia la taberna.

– Sarah nunca permitiría que una persona cualquiera se llevara a Llama -dijo el señor Davies-. Ni siquiera le puso la correa. Supe que algo iba mal en cuanto vi eso.

En otras circunstancias, la repetida presencia del señor Davies habría irritado a Lynley, pero en este momento el hombre era como un regalo del cielo, porque el perro de Sarah Gordon le conocía, reconoció su voz y quiso ir con él, a pesar de que habían sacado a su dueña de la casa, vendado su herida y aplicado un torniquete para detener la hemorragia de la arteria.

– Me llevaré también al gato -dijo el señor Davies, mientras bajaba por el camino con el perro pegado a sus talones-. Al señor Jeffries y a mí no nos gustan mucho los gatos, pero no queremos que la pobre criatura vague perdida hasta que Sarah vuelva a casa. -Lanzó una mirada inquieta en dirección a la casa de Sarah, donde varios miembros de la policía estaban conversando-. Porque Sarah volverá a casa, ¿no? No le pasará nada.

– No le pasará nada.

Había recibido el disparo en su brazo derecho y, a juzgar por los comentarios de los empleados de la ambulancia acerca de la gravedad de sus heridas, Lynley se preguntó si su frase tenía mucho sentido. Caminó de vuelta a la casa.

Oyó las perentorias preguntas que formulaba en el estudio la sargento Havers, así como las respuestas cansadas de Anthony Weaver. Oyó los movimientos del equipo de analistas, que recogía pruebas. Se cerró un armario y St. James dijo al superintendente Sheehan:

– Aquí está la moleta.

Lynley no se reunió con ellos.

En cambio, entró en la sala de estar y examinó algunas de las obras ejecutadas por Sarah Gordon, que colgaban de las paredes: cuatro jóvenes negros (tres agachados y uno de pie) congregados alrededor de un portal, en uno de los bloques de casas más ruinosos de Londres; un viejo vendedor de castañas que ofrecía su mercancía ante la puerta del metro de Leicester Square, mientras la gente bien vestida y cubierta de pieles que iba al cine pasaba de largo; un minero y su mujer en la cocina de su miserable casa de Gales.

Sabía que algunos artistas se limitaban a exhibir en sus obras una técnica brillante, poco arriesgada y vacía de contenido. Algunos artistas se convertían en meros expertos en su especialidad, y trabajaban la arcilla, la piedra, la madera o la pintura con la misma destreza y falta de esfuerzo de cualquier artesano corriente. Y otros artistas intentaban crear algo de la nada, poner orden en el caos, exigiéndose que su habilidad para comunicar estructura y composición, color y equilibrio, y cada obra creada, sirvieran también para comunicar un problema determinado. Una obra de arte exige a la gente que se detenga y mire, en un mundo de imágenes en movimiento. Si la gente dedica tiempo a detenerse ante telas, bronce, cristal o madera, el esfuerzo meritorio es aquel que trasciende el panegírico no verbalizado del talento de su creador. Invita a pensar, no solo a concederle atención.

Comprendió que Sarah Gordon era ese tipo de artista. Había entregado su pasión a los lienzos y a la piedra. Solo había fracasado al intentar entregarla a la vida.

– ¿Inspector?

La sargento Havers entró en la sala.

– No sé si su intención era disparar sobre ella, Barbara -dijo Lynley, sin apartar la vista del cuadro de los niños paquistaníes-. La estaba amenazando, sí, pero es posible que el arma se haya disparado por accidente. Tendré que manifestarlo así en el tribunal.

– Diga lo que diga, no lo tiene muy bien.

– Su culpabilidad es discutible. Solo necesita un buen abogado y la compasión del público.

– Tal vez, pero usted hizo lo que pudo. -Extendió la mano, en la que sujetaba una hoja de papel doblada-. Uno de los hombres de Sheehan encontró una escopeta en el maletero del coche de Sarah. Y Weaver llevaba eso encima. No ha querido hablar del tema.

Lynley cogió el papel, lo desdobló y vio un dibujo, un hermoso tigre atacando a un unicornio, cuya boca se abría en un mudo grito de terror y dolor.

Havers prosiguió.

– Solo dijo que lo encontró dentro de un sobre en sus habitaciones del College, cuando fue ayer a hablar con Adam Jenn. ¿Qué opina, señor? Recuerdo que Elena tenía las paredes llenas de unicornios, pero no entiendo lo del tigre.

Lynley le devolvió el papel.

– Es una tigresa -dijo, y por fin comprendió la reacción de Sarah Gordon cuando le mencionó a Whistler el primer día que había hablado con ella. No fue por las críticas sobre John Ruskin, ni por arte, ni por haber pintado la noche o la niebla. Fue por la mujer que había sido amante del artista, la molinera anónima a la que llamaba la Tigresse-. Le comunicaba que había asesinado a su hija.

Havers se quedó boquiabierta.

– ¿Porqué?

– Era la única manera de completar el círculo de ruina que se habían infligido mutuamente. Él destruyó su creación y su capacidad de crear. Ella lo sabía. Quería que él supiera que ella había destruido la suya.

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