Capítulo 9

Anthony Weaver contempló la discreta placa colocada sobre el escritorio («P. L. Beck, director de Pompas Fúnebres») y experimentó una oleada de gratitud. El despacho principal del depósito de cadáveres era lo menos fúnebre que el buen gusto podía permitir, y si bien sus cálidos colores otoñales y cómodos muebles no alteraban la realidad que le había traído hasta el lugar, al menos no subrayaban la muerte de su hija con decoraciones sombrías, música de órgano enlatada y lúgubres empleados enlutados.

Glyn estaba sentada a su lado con las manos hundidas en el regazo, los pies apoyados en el suelo y los hombros rígidos. No le miraba.

Tras insistir toda la mañana, la había acompañado a la comisaría de policía donde, pese a las explicaciones de Anthony, la mujer había esperado encontrar el cadáver de Elena y solicitado verlo. Cuando le dijeron que se estaba procediendo a la autopsia del cadáver, pidió permiso para asistir. Y cuando la agente que se encargaba de la recepción, después de lanzar una horrorizada mirada de súplica en dirección a Anthony, respondió con gran alarde de disculpas que no era posible, que estaba prohibido, que la autopsia se llevaba a cabo en otro lugar, nunca en la comisaría, y que de todos modos los miembros de la familia…

– ¡Soy su madre! -gritó Glyn-. ¡Es mía! ¡Quiero verla!

La policía de Cambridge se portó con suma amabilidad. La condujeron de inmediato a una sala de conferencias, donde un preocupado secretario intentó aplacarla con agua mineral, que Glyn rechazó. Un segundo secretario trajo una taza de té. Un guardia de tráfico le ofreció una aspirina. Y en tanto trataban de localizar al psicólogo de la policía y oficial encargado de relaciones públicas, Glyn siguió insistiendo en que quería ver a Elena. Hablaba con voz estridente y tenía las facciones tensas. Cuando no consiguió lo que deseaba, empezó a chillar.

Una oleada de vergüenza invadió a Anthony Weaver. Vergüenza ajena, por la humillante escena que Glyn ofrecía, y vergüenza propia, por avergonzarse de ella. Y luego Glyn se revolvió contra él y le acusó de ser demasiado egocéntrico para ser capaz de identificar el cadáver de su hija, cómo podían saber que se trataba de Elena Weaver, cuyo cuerpo retenían, si no permitían que su madre la identificara, la madre que la había parido, la madre que la amaba, la madre que la crió sola, ¿me oyen?, sola, bastardos, él se desinteresó de la niña al cabo de cinco años, porque ya tenía lo que quería, tenía su preciosa libertad, así que déjenme verla, DÉJENME VERLA…

Soy una roca, había pensado Anthony. Todo cuanto ella diga me deja indiferente. Aunque esta estoica determinación impidió que estallara a su vez, no fue suficiente para evitar que su mente retrocediera en el tiempo y rastreara en sus recuerdos, en un intento de rememorar, ya que no de comprender, qué fuerzas le habían impulsado a vivir con esta mujer.

Tendría que haber sido algo más que sexo: un interés mutuo, tal vez una experiencia compartida, unos antecedentes similares, un objetivo, un ideal. Si alguno de estos elementos los hubiera unido, tal vez habrían sobrevivido, pero todo empezó en una fiesta celebrada en una elegante mansión situada junto a Trumpington Road, donde una treintena de posgraduados que habían trabajado en su campaña habían sido invitados a celebrar la victoria del nuevo parlamentario local. Anthony, desocupado aquella noche, había acudido con un amigo. Glyn Westhompson había hecho lo mismo. Su indiferencia compartida hacia las esotéricas maquinaciones de la política de Cambridge proporcionó la ilusión inicial de compenetración. El exceso de champán dio lugar a la excitación sexual. Cuando él sugirió que se llevaran la botella de champán a la terraza para contemplar los árboles del jardín, teñidos de plata por los rayos de luna, sus intenciones se limitaban a besar, manosear los grandes pechos que se transparentaban detrás de su blusa y deslizar la mano entre sus muslos.

Pero la terraza estaba a oscuras, la noche era muy calurosa y la reacción de Glyn no fue la que él esperaba. La respuesta a su beso le pilló por sorpresa. La boca ansiosa de Glyn engulló su lengua. Una mano desabotonó su blusa y soltó su sujetador, mientras la otra se deslizaba en el interior de sus pantalones. Glyn gimió de placer al comprobar su erección. Levantó una pierna y balanceó las caderas. Anthony perdió la conciencia de sus actos. Solo deseaba penetrarla, sentir el calor y la suave succión húmeda de su cuerpo, alcanzar el orgasmo.

No hablaron. Utilizaron la balaustrada de piedra de la terraza a modo de fulcro. La depositó encima y Glyn se abrió de piernas. Hundió su pene una y otra vez en su cálida entraña, esforzándose en llegar al orgasmo antes de que alguien saliera a la terraza y los sorprendiera, mientras ella le mordía el cuello, jadeaba y tiraba de su pelo. Fue la única vez en su vida que, al hacer el amor, pensó en la palabra «follar». Y cuando terminó, no recordaba su nombre.

Cinco, o tal vez siete, graduados salieron a la terraza antes de que Glyn y él se separaran. Alguien dijo: «¡Caramba!», y otro comentó: «A mí, tampoco me importaría». Todos rieron y se adentraron en el jardín. Impulsado sobre todo por las burlas, Anthony rodeó a Glyn entre sus brazos, la besó y murmuró con voz hueca: «Vamonos de aquí, ¿vale?». Porque, de alguna forma, marcharse con ella ennoblecía el acto, los transformaba en algo más que dos cuerpos sudorosos, concentrados en la copulación sin intelecto ni alma.

Se fue con él a la destartalada casa de la calle Hope que Anthony compartía con tres amigos. Pasó la noche, y la siguiente, revolcándose con él en el delgado colchón que servía de cama. Comía un poco cuando le apetecía, fumaba cigarrillos franceses, bebía ginebra inglesa y le conducía una y otra vez al dormitorio, al colchón tendido sobre el suelo. Se mudó al cabo de dos semanas; primero, dejó una prenda de ropa, después, un libro, otro día llegó con una lámpara. Nunca hablaron de amor. Nunca se enamoraron. Se limitaron a casarse, lo cual, al fin y al cabo, era la mejor forma de dar validez pública al hecho de haber mantenido relaciones sexuales con una mujer que no conocía.

La puerta del despacho se abrió. Un hombre, seguramente P. L. Beck, entró. Al igual que el despacho, nada en su indumentaria daba a entender que su negocio fuera la muerte. Vestía una chaqueta cruzada azul y pantalones grises. Una corbata Pembroke formaba un lazo perfecto en su cuello.

– ¿Doctor Weaver? -preguntó. Giró sobre sus talones hacia Glyn-. ¿Señora Weaver?

Había hecho su trabajo. Era una manera artística de evitar llamarlos por el nombre, del mismo modo que obvió falsas condolencias por la muerte de una muchacha que no conocía.

– La policía me avisó de su llegada. Me gustaría acabar cuanto antes con estos trámites. ¿Les apetece algo? ¿Té, café?

– No, gracias -respondió Anthony. Glyn permaneció en silencio.

El señor Beck tampoco aguardó su respuesta. Se sentó y dijo:

– Tengo entendido que el cuerpo sigue en poder de la policía. Es posible que pasen algunos días antes de que nos lo entreguen. Ya se lo han comunicado, ¿verdad?

– No. Dijeron que estaban realizando la autopsia.

– Entiendo. -Juntó las manos con aire pensativo y apoyó los codos sobre el escritorio-. Suelen tardar varios días en efectuar las pruebas. Estudios de los órganos, estudios de los tejidos, informes toxicológicos. En una muerte repentina, el procedimiento es rápido, sobre todo si el… -lanzó una veloz mirada de preocupación en dirección a Glyn-, si el fallecido se encontraba bajo los cuidados de un médico. Sin embargo, en un caso como este…

– Lo comprendemos -dijo Anthony.

– Un asesinato -puntualizó Glyn. Apartó los ojos de la pared y los clavó en el señor Beck, aunque su cuerpo no se movió ni un milímetro-. Se refiere a un asesinato. Dígalo. No embellezca la verdad. Ella no es la «fallecida». Es la víctima. Fue un asesinato. Aún no me he acostumbrado, pero, si lo oigo bastantes veces, surgirá en mi conversación con naturalidad. Mi hija, la víctima. La muerte de mi hija, el asesinato de mi hija.

El señor Beck miró a Anthony, quizá con la esperanza de que dijera algo en respuesta a la invectiva, quizá suponiendo que Anthony ofrecería unas palabras de consuelo o apoyo a su ex esposa. Como Anthony siguió en silencio, el señor Beck se apresuró a continuar.

– Tendrán que comunicarme el lugar y la hora en que se celebrará el funeral, y dónde será enterrada. Tenemos una bonita capilla, si quieren que se celebre aquí. Y, si bien sé lo difícil que será para ambos, han de decidir si quieren una exposición pública.

– ¿Una exposición…? -Anthony notó que se le ponía la carne de gallina, solo de pensar en su hija expuesta a la curiosidad de los morbosos-. No es posible. Ella no es…

– Yo sí quiero.

Anthony observó que las uñas de Glyn se habían puesto blancas, por la presión que ejercían sobre las palmas.

– No lo quieres. No te puedes imaginar su aspecto.

– Haz el favor de no decidir por mí. Dije que la vería, y lo haré. Quiero que todo el mundo la vea.

– Podemos realizar algunos arreglos -intervino el señor Beck-. Con un poco de maquillaje y masilla, nadie se dará cuenta de los daños…

Glyn se inclinó hacia delante con brusquedad. El señor Beck se encogió, como para protegerse.

– No me está escuchando. Quiero que los daños se vean. Quiero que todo el mundo se entere.

Anthony quiso preguntar: «¿Y qué ganarás con eso?», pero ya sabía la respuesta. Glyn había puesto a Elena bajo su custodia, y quería que todo el mundo conociera su fracaso. Durante quince años había cuidado de su hija en una de las zonas más turbulentas de Londres, y Elena había salido de la experiencia con un diente astillado como única señal, a consecuencia de una pelea por el afecto de un quinceañero que había pasado la hora de comer con ella, y no con su novia oficial. Ni Glyn ni Elena habían considerado aquel diente roto una demostración de que Glyn fuera incapaz de cuidar de su hija. Al contrario, fue para ambas la medalla de honor de Elena, su declaración de igualdad, porque las tres muchachas con las que había peleado no eran sordas, pero se habían rendido ante la caja rota de patatas nuevas y las dos cestas metálicas de leche que Elena había requisado de un colmado cercano para utilizarlas como armas defensivas.

Quince años en Londres, un diente roto. Quince meses en Cambridge, una muerte brutal.

Anthony no quiso llevarle la contraria.

– ¿Tiene algún folleto? -preguntó-. ¿Algo que podamos consultar para decidir…?

El señor Beck se mostró ansioso por ayudarlos.

– Por supuesto -dijo, y abrió al instante un cajón del escritorio. Extrajo un cuaderno de anillas cubierto de plástico marrón, con las palabras «Beck e Hijos, directores de Pompas Fúnebres» impresas en letras doradas sobre la portada. Lo tendió a sus clientes.

Anthony lo abrió. Fotografías en color de veinte por veinticinco embutidas entre láminas de plástico. Empezó a pasar las hojas; miraba sin ver, leía sin asimilar. Reconoció diversos tipos de madera: caoba y roble. Reconoció expresiones: resistencia natural a la corrosión, juntas de goma, forros de crespón, revestimiento de asfalto, cerrado al vacío. Como a lo lejos, oyó que el señor Beck recitaba los méritos relativos del cobre, o del acero de dieciséis milímetros de espesor sobre el roble, de la colocación de una bisagra. Le oyó decir:

– Estos ataúdes Uniseal son los mejores. El mecanismo de cierre, juntamente con la arandela, sella la tapa, mientras la soldadura total del fondo también lo sella por completo. Goza de máxima protección para impedir la entrada de… -Vaciló delicadamente. La indecisión se pintó en su rostro. Gusanos, escarabajos, humedad, moho. ¿Cómo decirlo?- los elementos.

Las palabras del cuaderno se hicieron borrosas de pronto.

– ¿Tiene ataúdes aquí? -oyó que preguntaba Glyn.

– Muy pocos. La gente prefiere elegir mediante los folletos. Dadas las circunstancias, le ruego que no se crea en la obligación de…

– Me gustaría verlos.

Los ojos del señor Beck se desviaron hacia Anthony. Dio la impresión de que esperaba algún tipo de protesta.

– Por supuesto -dijo, cuando no se produjo ninguna-. Acompáñeme.

Salieron del despacho. Anthony siguió a su ex esposa y al director funerario. Le habría gustado insistir en que tomaran la decisión en el refugio que representaba el despacho del señor Beck, donde las fotografías les permitirían distanciarse de la realidad un tiempo más, pero sabía que ese intento sería interpretado como otra prueba de su incapacidad. ¿Acaso la muerte de Elena no había servido para ilustrar su inutilidad como padre, para fortalecer una vez más la opinión que Glyn había sostenido durante años, a saber, que su única contribución a la crianza de su hija había consistido en un único y ciego gameto que sabía nadar?

– Aquí están. -El señor Beck abrió una serie de pesadas puertas de roble-. Los dejaré a solas.

– No es necesario -dijo Glyn.

– Pero querrán hablar de…

– No.

Glyn entró en la sala de exposición. Carecía de ornamentaciones o muebles. Solo había unos pocos ataúdes alineados frente a las paredes color perla. Las tapas abiertas revelaban el terciopelo, raso y crespón de su interior, y descansaban sobre pedestales transparentes, altos hasta la cintura.

Anthony se obligó a seguir a Glyn de uno a otro. Todos tenían una discreta etiqueta con el precio, todos contaban con la misma declaración sobre el grado de protección garantizado por el fabricante, todos tenían un forro de volantes, una almohada a juego y una colcha doblada sobre la tapa. Todos poseían un nombre concreto: Azul Napolitano, Álamo Windsor, Roble Otoñal, Bronce Veneciano. Todos poseían un rasgo distintivo: un dibujo en forma de concha, un conjunto de montantes extremos retorcidos como alfeñiques, o delicados encajes en el interior de la tapa. Mientras Anthony recorría con un penoso esfuerzo la exposición, intentó borrar de su imaginación el aspecto que tendría Elena cuando yaciera por fin en uno de aquellos ataúdes, con su cabello derramado sobre la almohada como hebras de seda.

Glyn se detuvo ante un sencillo ataúd gris con forro de raso. Tabaleó con los dedos sobre su superficie. Como obligado por aquel gesto, el señor Beck corrió hacia ellos con los labios fruncidos. Se acarició el mentón.

– ¿De qué es? -preguntó Glyn. Un pequeño letrero colocado sobre la tapa rezaba «Exterior no protector». El precio marcado en la etiqueta era de doscientas libras.

– Conglomerado. -El señor Beck se ajustó nerviosamente su corbata Pembroke y se apresuró a continuar-. Conglomerado bajo una cubierta de franela, con el interior de raso, muy bonito, desde luego, pero el exterior carece de protección, exceptuando la franela; y, para ser sincero, teniendo en cuenta nuestro clima, no les recomiendo este ataúd en particular. Lo tenemos para casos en que existen dificultades… Bueno, dificultades económicas. No creo que deseen para su hija…

Dejó que el tono de voz completara su pensamiento.

– Por supuesto… -empezó a decir Anthony.

– Este ataúd servirá -le interrumpió Glyn.

Anthony se quedó mirando un momento a su ex mujer. Después, reunió fuerzas para hablar.

– No pensarás que voy a permitir que la entierren en esto.

– Me da igual lo que opines -dijo Glyn con voz clara-. No tengo bastante dinero para…

– Yo pagaré.

Ella le miró por primera vez desde que habían llegado.

– ¿Con el dinero de tu mujer? No creo.

– Esto no tiene nada que ver con Justine.

El señor Beck retrocedió un paso. Alisó la etiqueta que marcaba el precio de un ataúd.

– Los dejaré solos para que hablen -dijo.

– No es necesario. -Glyn abrió su gran bolso negro y empezó a rebuscar en su interior. Un llavero tintineó. Una polvera se abrió. Un bolígrafo cayó al suelo-. Aceptará un talón, ¿verdad? Lo hará efectivo mi banco de Londres. Si hay algún problema, puede telefonear para solicitar que lo avalen. Hace años que utilizo sus servicios, de modo que…

– No lo permitiré, Glyn.

La mujer giró sobre sus talones. Golpeó el ataúd con la cadera y la tapa se cerró con un ruido sordo.

– ¿No vas a permitir qué? -preguntó-. No te ampara ningún derecho.

– Estamos hablando de mi hija.

El señor Beck se encaminó hacia la puerta.

– Quédese donde está. -La ira tiñó de rojo las mejillas de Glyn-. La hija a la que abandonaste, Anthony, no lo olvides. Conseguiste lo que querías. Todo. Ya no tienes ningún derecho.

Talonario en mano, se agachó para recoger el bolígrafo. Empezó a escribir, utilizando la tapa del ataúd como soporte.

Su mano temblaba. Anthony extendió la mano hacia el talonario.

– Glyn, por favor. Por el amor de Dios.

– No. Yo pagaré. No quiero tu dinero. No puedes comprarme.

– No intento comprarte. Solo quiero que Elena…

– ¡No pronuncies su nombre! ¡Ni se te ocurra!

– Los dejo -dijo el señor Beck, y no hizo caso del perentorio «¡No!» de Glyn.

La mujer continuó escribiendo. Empuñaba el bolígrafo como un arma.

– Ha dicho doscientas libras, ¿verdad?

– No lo hagas -suplicó Anthony-. No conviertas esto en otra batalla entre nosotros.

– Llevará el vestido azul que mamá le regaló para su último cumpleaños.

– No podemos enterrarla como a un mendigo. No te lo permitiré. No puedo.

Glyn arrancó el talón.

– ¿Adónde ha ido ese hombre? -preguntó-. Aquí está su dinero. Vamonos.

Se encaminó hacia la puerta.

Anthony la cogió del brazo.

Glyn se soltó.

– Bastardo -siseó-. ¡Bastardo! ¿Quién la crió? ¿Quién dedicó años a dotarla de un lenguaje? ¿Quién la ayudó a hacer los deberes, secó sus lágrimas, lavó su ropa y se quedó con ella por las noches cuando estaba enferma? Tú no, bastardo. Ni tampoco tu frígida mujer. Es mi hija, Anthony. Mi hija. Es mía. Y la enterraré como yo crea conveniente. Porque, al contrario que tú, no persigo un puesto de campanillas, y me importa un bledo lo que piensen los demás.

Anthony la examinó con un súbito y curioso desapasionamiento, y se dio cuenta de que no veía dolor. No veía devoción de una madre hacia su hija, nada que demostrara la magnitud de la pérdida.

– Esto no tiene nada que ver con el entierro de Elena -dijo, al comprender por fin-. Sigues en guerra conmigo. Ya no estoy seguro de que lamentes su muerte.

– ¿Cómo te atreves? -susurró Glyn.

– ¿Has llorado, Glyn? ¿Sientes dolor? ¿Sientes algo que no sea la necesidad de utilizar el asesinato para vengarte un poco más? Nada sorprendente, por cierto. Al fin y al cabo, casi toda tu vida la has dedicado a ello.

No intuyó el golpe que se aproximaba. Glyn le abofeteó con la mano derecha, y sus gafas cayeron al suelo.

– Asqueroso…

Levantó la mano para golpearle de nuevo.

Anthony aferró su muñeca.

– Has tardado años en hacerlo. Solo lamento que no hayas tenido el público adecuado.

La apartó a un lado. Glyn se derrumbó sobre el ataúd gris, pero aún no estaba vencida.

Escupió las palabras.

– No me hables de dolor. Nunca, jamás, me hables de dolor.

Volvió la cara y extendió las manos sobre el ataúd, como si quisiera abrazarlo. Empezó a llorar.

– No tengo nada. Ella ya no existe. No puedo recuperarla. Nunca podré… -Tiró de la franela que cubría el ataúd-. Pero tú, sí. Tú aún puedes, Anthony. Ojalá te mueras.

A pesar de sus palabras, Anthony experimentó una súbita oleada de horrorizada compasión. Después de tantos años de enemistad, después de los momentos transcurridos en la funeraria, no habría creído posible que sintiera algo por ella, salvo odio, pero aquellas palabras, «tú puedes», le habían revelado el inmenso dolor de su ex mujer. Tenía cuarenta y seis años. Nunca podría volver a ser madre.

Daba igual que la idea de traer al mundo otro hijo que sustituyera a Elena fuera impensable, que hubiera perdido la razón en el momento que contempló el cadáver de su hija. Pasaría el resto de su vida sumido en las tareas académicas para evitar el recuerdo de su rostro destrozado, de la cuerda que rodeaba su cuello, pero en cualquier caso podría tener otro hijo, a pesar del dolor que le atormentaba en estos momentos. Aún le quedaba esa posibilidad. Pero a Glyn, no. La realidad incontrovertible de su edad duplicaba su dolor.

Avanzó un paso hacia ella y posó una mano sobre su espalda temblorosa.

– Glyn, yo…

– ¡No me toques!

Se apartó de él, resbaló y cayó sobre una rodilla.

La delgada franela que cubría el ataúd se rasgó. La madera era frágil y vulnerable.


***

Lynley se detuvo cuando avistó Fen Causeway. Notaba los latidos del corazón en el pecho y los oídos. Buscó su reloj en el bolsillo. Lo abrió, jadeante, y comprobó el tiempo transcurrido. Siete minutos.

Meneó la cabeza y se dobló casi por la mitad, con las manos sobre las rodillas, resollando como en un caso de enfisema no diagnosticado. Apenas un kilómetro de carrera y se sentía acabado. Dieciséis años de fumar se habían cobrado su tributo. Diez meses de abstinencia no bastaban para redimirle.

Avanzó tambaleante hacia las gastadas tablas de madera que formaban un puente entre la isla de Robinson Crusoe y Sheep's Green. Se apoyó contra la barandilla metálica, echó hacia atrás la cabeza y engulló aire como un hombre al que hubieran salvado de ahogarse. El sudor bañaba su rostro y mojaba su jersey. Qué maravillosa experiencia era correr.

Se volvió con un gruñido y apoyó los codos sobre la barandilla. Dejó caer la cabeza mientras recuperaba el aliento. Siete minutos, pensó, y poco más de un kilómetro. La chica habría recorrido el mismo trayecto en menos de cinco.

No cabía la menor duda. Corría cada día con su madrastra. Era una corredora de larga distancia. Corría con el equipo de campo traviesa de Cambridge. Si su calendario no mentía, corría con «Liebre y Sabuesos» desde enero, y tal vez desde antes. En función de la distancia que pensara correr aquella mañana, su ritmo habría sido diferente. En cualquier caso, era inimaginable que alguien tardara más de diez minutos en llegar a la isla, independientemente de la ruta que eligiera. Si tal era el caso, a menos que la muchacha se hubiera parado en algún momento de la carrera, habría llegado al lugar del crimen no más tarde de las seis y veinticinco.

Levantó la cabeza cuando recobró el aliento. Aunque la niebla no hubiera invadido el día anterior la mayor parte de la zona, debía admitir que era un sitio ideal para un crimen. Sauces, alisos y hayas (ninguno había perdido por completo las hojas) creaban una pantalla impenetrable que ocultaba la isla, no solo desde el puente de la carretera que se arqueaba sobre su extremo sur para dar entrada a la ciudad, sino también desde el sendero peatonal que corría a lo largo del río, a menos de tres metros de distancia. Cualquiera que deseara cometer un crimen en este lugar gozaba de total impunidad. Aunque algún peatón ocasional hubiera mirado el puente más largo que comunicaba Coe Fen con la isla para dirigirse desde allí al sendero, aunque algún ciclista hubiera atravesado Sheep's Green o pedaleado paralelo al río, la oscuridad que reinaba a las seis y media de una fría mañana de noviembre habría permitido al asesino golpear y estrangular a Elena Weaver sin que nadie le viera. Nadie se habría aventurado en la zona a las seis y media, salvo su madrastra. Y su presencia había sido eliminada mediante una simple llamada por videotex, una llamada efectuada por alguien que conocía lo bastante a Justine para saber que, si podía librarse, no correría sola a la mañana siguiente.

Había corrido, por supuesto, pero el asesino tuvo la suerte de que eligió otra ruta. Si había sido una cuestión de suerte.

Lynley se apartó de la barandilla y caminó por el puente hacia la isla. Un alto portal de madera que daba acceso al extremo norte estaba abierto. Lynley entró y vio un cobertizo, con bateas apiladas a un lado y tres bicicletas viejas apoyadas contra sus puertas verdes. En su interior, tres hombres protegidos del frío con gruesos jerséis estaban examinando un agujero de una batea. Las luces fluorescentes del techo teñían de amarillo su piel. El olor a barniz náutico pesaba en el aire. Surgía de un banco de trabajo, sobre el cual descansaban dos bidones abiertos, con pinceles apoyados sobre la parte superior. También se desprendía de dos bateas más, recién restauradas, que se secaban sobre caballetes para serrar.

– Son una pandilla de idiotas -dijo un hombre-. Mira qué porrazo le han dado. Puro descuido. No tienen el menor respeto.

Otro hombre levantó la vista. Lynley observó que era bastante joven; no pasaba de los veinte. Era pecoso, llevaba el cabello largo y un botón de circonita en el lóbulo de una oreja.

– ¿Pasa, tío?-dijo.

Los otros dos dejaron de trabajar. Eran mayores y de aspecto cansado. Uno miró a Lynley de arriba abajo, tomando nota de su uniforme de corredor improvisado, compuesto de tweed marrón, lana azul y piel blanca. El otro se dirigió al extremo opuesto del cobertizo. Conectó una fijadora eléctrica y procedió a atacar con saña el costado de una canoa.

Después de haber visto el anuncio oficial que restringía el acceso al extremo sur de la isla, Lynley se preguntó por qué Sheehan no había actuado igual en esta parte. No tardó en descubrirlo.

– Nadie nos va a cerrar por una mierda de nada -comentó el joven.

– Cierra el pico, Derek -dijo el hombre mayor-. Se trata de un asesinato, no de una damisela en apuros.

Derek movió la cabeza en un gesto de burla. Sacó un cigarrillo de los tejanos y lo encendió con una cerilla que rascó en el suelo, indiferente a la cercanía de varias latas de pintura.

Lynley se identificó y preguntó si alguno de ellos conocía a la chica. Solo que era de la universidad, respondieron. No tenían más información que la suministrada por la policía, cuando se presentó en el cobertizo la mañana anterior. Solo sabían que habían encontrado el cadáver de una universitaria en el extremo sur de la isla, con la cara machacada y una especie de cuerda alrededor del cuello.

Lynley preguntó si la policía había rastreado la parte norte.

– Pululaban por todas partes -contestó Derek-. Entraron por el portal antes de que llegáramos aquí. Ned estuvo todo el día mosqueado por eso. -Gritó por encima del ruido procedente de la lijadura-. ¿No es verdad, tío?

Si Ned le oyó, no lo demostró. Estaba concentrado en la canoa.

– ¿Han reparado en algo anormal? -preguntó Lynley.

Derek expulsó humo por la boca y lo sorbió con la nariz. Sonrió, complacido, al parecer, con el efecto.

– ¿Aparte de dos docenas de polis reptando entre los matorrales, con la esperanza de cargar el mochuelo a tíos como nosotros?

– ¿A qué se refiere? -preguntó Lynley.

– A lo de siempre. Se cargan a un putón de la universidad. La bofia prefiere enchironar a alguien de la zona, porque, si a los mongolos de la universidad no les gusta el rollo, se armará un cirio de mil demonios. Pregunte a Bill cómo son las cosas por aquí.

Bill no parecía muy dispuesto a explayarse sobre el tema. Cogió una sierra para cortar metales del banco de trabajo y atacó un trozo estrecho de madera sujeto por una vieja prensa de tornillo roja.

– Su hijo trabaja en el periódico local -dijo Derek-. La pasada primavera se encargó de seguir una historia sobre un tipo que, en teoría, se suicidó. A la uni no le gustó el curso que tomaba la historia y decidió cortar por lo sano. Así son las cosas en estos andurriales, señor. -Movió un sucio pulgar en dirección al centro de la ciudad-. A la uni le gusta dar por el saco a los del pueblo.

– ¿No había terminado eso? -preguntó Lynley-. La enemistad entre universitarios y ciudadanos.

– Depende de a quién pregunte -habló por fin Bill.

– Sí, terminó -añadió Derek-, desde el punto de vista de esos sabihondos. No ven los problemas hasta que se los encuentran de morros. Es diferente cuando se codean con gente como nosotros.

Lynley reflexionó sobre las palabras de Derek mientras regresaba al extremo sur de la isla y pasaba por debajo del cordón policial. ¿Cuántas veces había escuchado variaciones sobre el mismo tema, pronunciadas con solemnidad casi religiosa, durante los últimos años? El sistema de clases ya no existe, está muerto y enterrado. Siempre lo afirmaba, con sinceridad bienintencionada, alguien cuya carrera, educación o dinero le cegaban a la realidad de la vida. Paralelamente, aquellos que carecían de carreras brillantes, aquellos cuyos árboles familiares no hundían profundamente sus raíces en suelo inglés, aquellos que no tenían acceso a una fuente de dinero constante, ni a la esperanza de ahorrar unas libras de su paga mensual, eran conscientes de los insidiosos estratos sociales de una sociedad que negaba la existencia de dichos estratos, al tiempo que etiquetaba a un hombre por el sonido de su voz.

La universidad debía ser la primera en negar la existencia de barreras entre académicos y ciudadanos. ¿Y por qué no? Aquellos que se convierten en los principales arquitectos de las murallas son los menos constreñidos por su presencia.

De todos modos, se le hacía cuesta arriba atribuir la muerte de Elena a la resurrección de un conflicto social. Si un habitante de la localidad estuviera involucrado en el crimen, su instinto le decía que también estaría involucrado con Elena, pero hasta el momento no había descubierto ningún indicio de esa posibilidad. Estaba seguro de que cualquier sendero que condujera a una rencilla entre académicos y ciudadanos era infructuoso.

Caminó por la senda de tablas que la policía de Cambridge había dispuesto desde el portal de hierro forjado de la isla hasta el lugar del crimen. El equipo de analistas había recogido todas las pruebas potenciales. Solo quedaba el perímetro de una fogata, medio enterrado frente a una rama caída. Se sentó sobre ella.

A pesar de las dificultades que existían en el departamento forense de la policía de Cambridge, el equipo había realizado una buena tarea. Habían investigado las cenizas de la fogata, y daba la impresión de que se habían llevado una parte.

Vio la huella de una botella en la tierra húmeda cercana a la rama, y recordó la lista de objetos que Sarah Gordon había afirmado ver. Reflexionó sobre el detalle y se imaginó a un asesino lo bastante inteligente como para utilizar una botella de vino sin abrir, tirar el vino al río y, a continuación, lavar la botella por dentro y por fuera, y hundirla en la tierra para que pareciera parte de la basura desperdigada por la zona. Manchada de barro, daría la impresión de que llevaba semanas en el lugar. Si estaba mojada por dentro, lo atribuirían a la humedad. Llena de vino, se ajustaba a la descripción, todavía deficiente, del arma utilizada para golpear a la muchacha. Si ese era el caso, ¿cómo demonios iban a seguir el rastro de una botella en una ciudad donde los estudiantes guardaban bebidas en sus habitaciones?

Se levantó de la rama y caminó hacia el claro donde habían escondido el cadáver. Nada indicaba que la mañana anterior un montón de hojas había camuflado un asesinato. Collejas, hiedra inglesa, ortigas y fresas salvajes seguían enredadas, a pesar de que gente habituada a desentrañar la verdad había examinado y evaluado cada hoja de cada planta. Se desvió hacia el río y contempló la amplia extensión de tierra pantanosa que constituía Coe Fen; a lo largo de la orilla más alejada se alzaban los edificios color beige de Peterhouse. Los estudió y admitió que los veía con claridad, admitió que desde esta distancia las luces, en especial la luz de la cúpula de linterna perteneciente a un edificio, se distinguirían aun en la niebla más impenetrable. También admitió que estaba verificando el relato de Sarah Gordon. Admitió asimismo que no podía decir por qué.

Se alejó del río y captó en el aire el inconfundible olor agrio a vómito humano, apenas una vaharada fugaz. Siguió el rastro hasta la orilla y descubrió un charco coagulado de color pardo verdoso. Era repugnante y lleno de grumos, recorrido por huellas de aves. Mientras se agachaba para examinarlo, recordó el comentario lacónico de la sargento Havers: «Sus vecinos ratificaron sus afirmaciones, inspector, pero siempre puede preguntarle qué tomó para desayunar y comunicarlo al departamento forense para que lo compruebe».

Quizá el problema con Sarah Gordon residía en eso, pensó. Su relato no tenía ningún punto débil. Todo encajaba.

¿Por qué desea encontrar un fallo?, habría preguntado Havers. Su trabajo no consiste en desear fallos, sino en encontrarlos. Y si no los encuentra, siga adelante.

Decidió proceder de esta forma y volvió sobre sus pasos, hasta salir de la isla. Subió por el sendero que conducía al puente de la carretera, donde un portal daba acceso a la calzada y a la calle. Enfrente había un portal similar, y se acercó para ver qué había al otro lado.

Un corredor matutino que viniera junto al río desde St. Stephen tendría tres posibilidades de llegar a Fen Causeway. Un giro a la izquierda y pasaría frente al departamento de Ingeniería, en dirección a Parker's Piece y a la comisaría de policía de Cambridge. Un giro a la derecha y se dirigiría hacia Newnham Road y, si seguía adelante, hacia Barton, algo más lejos. O bien podía seguir recto, cruzar la calle, pasar por este segundo portal y correr hacia el sur, paralelo al río. Comprendió que el asesino de Elena no solo conocía su ruta, sino también estas opciones. Comprendió que el asesino sabía de antemano que solo podía atraparla en la isla Crusoe.

Notó que el frío se abría paso entre sus ropas y volvió sobre sus pasos, sin apresurarse, a fin de conservar el calor. Cuando se desvió por fin de Senate House Passage, en el punto en que Senate House y los muros exteriores de los Colleges Gonville y Caius formaban un túnel por el que soplaba un viento polar, vio que la sargento Havers salía por la puerta de St. Stephen, empequeñecida por las torres y las entalladuras heráldicas que sustentaban el escudo de armas del fundador.

La sargento examinó su indumentaria con rostro inexpresivo.

– ¿Disfrazado, inspector?

– ¿No estoy a tono con el entorno? -preguntó Lynley, acercándose.

– Su camuflaje es insuperable.

– Su sinceridad me abruma. -Explicó lo que había hecho, sin hacer caso de su fruncimiento de cejas cuando se refirió al vómito de Sarah Gordon-. Yo diría que Elena realizó la carrera en cinco minutos, Havers, pero, si estaba concentrada en el ejercicio, es posible que haya disminuido la velocidad. Pongamos diez minutos, máximo.

Havers asintió. Miró en dirección a King's College.

– Si es cierto que el conserje la vio salir a las seis y cuarto…

– Yo diría que dependemos de este dato.

– … llegó a la isla bastante antes que Sarah Gordon, ¿no cree?

– A menos que se detuviera en algún momento de la carrera.

– ¿Dónde?

– Adam Jenn dijo que vive en Little St. Mary's. Está a menos de una manzana de la ruta seguida por Elena.

– ¿Insinúa que se detuvo a tomar un café?

– Tal vez sí, tal vez no; pero, si Adam la fue a buscar ayer por la mañana, no le debió costar mucho encontrarla, ¿verdad?

Se encaminaron hacia el Patio de la Hiedra, se abrieron camino entre las interminables filas de bicicletas y pusieron rumbo a la escalera «O».

– Necesito una ducha -dijo Lynley.

– Mientras no tenga que frotarle la espalda…


Cuando salió de la ducha encontró a la sargento sentada ante el escritorio, examinando las notas que Lynley había escrito la noche anterior. Se había acomodado como si estuviera en su casa, esparciendo sus pertenencias por toda la habitación, una bufanda sobre la cama, otra tirada sobre una butaca, el abrigo caído en el suelo. El contenido de su bolso estaba desparramado sobre el escritorio: lápices, un talonario, un peine de plástico al que le faltaban algunos dientes y un botón de solapa naranja con la inscripción «Un pollo pequeño fue suficiente». Había encontrado una despensa bien equipada en algún lugar del ala, porque había preparado té, que estaba vertiendo en una taza de borde dorado.

– Veo que ha conseguido el mejor servicio de porcelana -dijo Lynley, frotándose el cabello con la toalla.

Havers tabaleó sobre la taza, arrancando un sonido agudo.

– Plástico -dijo-. ¿Podrán sus labios soportar el insulto?

– Aguantarán.

– Estupendo. -Le sirvió una taza-. También había leche, pero flotaban globos blancos en la superficie, de manera que dejé su futuro en manos de la ciencia. -Añadió dos terrones de azúcar, agitó la mezcla con un lápiz y le tendió la taza-. ¿Quiere hacer el favor de ponerse una camisa, inspector? Tiene unos pectorales encantadores, pero la cabeza me da vueltas cuando veo el torso de un hombre.

Lynley accedió a su ruego y acabó de vestirse. Llevó el té a la butaca y se anudó los zapatos.

– ¿Qué ha conseguido? -preguntó a la sargento.

Havers apartó a un lado el cuaderno de notas y giró la silla para mirarle de frente. Descansó el tobillo izquierdo sobre la rodilla derecha, lo cual dejó al descubierto parte de sus calcetines. Eran rojos.

– Tenemos fibras -anunció-, en los dos sobacos de la chaqueta del chándal. Algodón, poliéster y rayón.

– Podrían proceder de cualquier cosa que tuviera en el armario.

– Sí, es cierto. Están buscando algo que concuerde.

– Por lo tanto, no hay nada por ahí.

– No. No exactamente. -Havers exhibió una amplia sonrisa de satisfacción-. Las fibras son negras.

– Ah.

– Sí. Mi hipótesis es que el asesino la arrastró por los sobacos hasta la isla y dejó adheridas las fibras.

Lynley no tragó el anzuelo.

– ¿Qué me dice del arma? ¿Han conseguido determinar qué utilizaron para golpearla?

– Se aferran a la misma descripción. Es liso, pesado y no dejó rastros en el cadáver. El único cambio respecto a lo que sabíamos antes es que han dejado de llamarlo el típico objeto contundente. Han suprimido los adjetivos, pero están buscando otros como demonios. Sheehan insinuó que iba a pedir ayuda porque, al parecer, sus dos patólogos son incapaces de llegar a una clara conclusión, no digamos ya a un acuerdo, sobre nada.

– Me dijo que podía haber problemas con el departamento forense -dijo Lynley. Pensó en el arma, reflexionó sobre el lugar, y dijo-: Podría ser de madera, ¿no cree, Havers?

Como de costumbre, la sargento se mostró de acuerdo con él.

– ¿Un remo, tal vez? ¿Una paleta?

– Yo diría que sí.

– Habrían encontrado algo. Una astilla, una partícula de barniz. Algo habría quedado enganchado.

– ¿No tienen nada de nada?

– Nada en absoluto.

– Vaya mierda.

– Pues sí. Carecemos de pruebas para trabajar en el caso, pero tengo buenas noticias. Maravillosas noticias, de hecho. -Sacó varios folios doblados del bolso-. Sheehan recibió los resultados de la autopsia mientras yo estaba con él. Es posible que no tengamos pruebas, pero tenemos un móvil.

– Lleva diciendo eso desde que nos entrevistamos con Lennart Thorsson.

– Pero esto es mejor que ser denunciado por acoso sexual, señor. Esto va en serio. Si le denuncian por esto, se acabó todo.

– ¿Denunciarle por qué?

Havers le tendió el informe.

– Elena Weaver estaba embarazada.

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