Capítulo 5

En el suburbio londinense de Greenford, la sargento detective Barbara Havers conducía lentamente su viejo Mini por Oldfield Lane. En el asiento de al lado, su madre se acurrucaba como una marioneta sin hilos entre los numerosos pliegues de un polvoriento abrigo negro. Antes de salir de Acton, Barbara había anudado alrededor de su cuello una vistosa bufanda roja y azul. Sin embargo, en algún momento del trayecto, la señora Havers había conseguido deshacer el gigantesco nudo, y ahora estaba utilizando la bufanda como manguito, rodeando una y otra vez sus manos en ella. A la escasa luz del tablero de instrumentos, Barbara vio los ojos de su madre, desorbitados y asustados detrás de las gafas. Hacía años que no estaba tan lejos de casa.

– Ahí está el restaurante chino -señaló Barbara-. Y ahí la peluquería y la farmacia. Ojalá fuera de día para ir al parque y sentarnos en un banco. Pronto lo haremos. El próximo fin de semana, supongo.

Su madre canturreó a modo de respuesta. Medio incrustada en la puerta, hizo una elección inconsciente pero inspirada de la melodía. Barbara ignoraba el título de la canción, pero sabía las diez primeras palabras. «Piensa en mí, piensa en mí con todas tus fuerzas…» Algo que había oído en la radio bastantes veces durante los últimos años, algo que su madre, sin duda, también había oído y recordado en este momento de incertidumbre, para definir lo que sentía detrás de la confusa fachada de su demencia.

«Estoy pensando en ti», quiso decir Barbara. «Es por tu bien. Es la única opción que queda.»

– Mira qué ancha es la acera aquí-dijo en cambio, con forzada alegría-. Estas aceras no se ven en Acton, ¿verdad?

No esperaba una respuesta y tampoco la obtuvo. Giró por Unceda Drive.

– ¿Ves los árboles que bordean la calle, mamá? Ahora están sin hojas, pero imagínate lo bonitos que estarán en verano.

No crearían aquella especie de túnel umbrío que se veía en los barrios más distinguidos de Londres, por supuesto. Los habían plantado demasiado apartados, pero lograban romper la triste monotonía causada por la hilera de casas semiadosadas de estuco y ladrillo, y solo por eso Barbara los contempló con gratitud, así como los jardines delanteros, que señalaba a su madre a medida que pasaban, fingiendo ver detalles que la oscuridad ocultaba. Parloteó sobre una familia de gnomos, algunos patos de yeso, una alberquilla y un macizo de pensamientos y flox. Daba igual que no hubiera visto nada. Por la mañana, su madre no se acordaría. Ni siquiera lo recordaría dentro de un cuarto de hora.

De hecho, Barbara sabía que su madre no recordaba la conversación que habían sostenido acerca de Hawthorn Lodge poco después de que llegara a casa aquella tarde. Había llamado a la señora Fio, efectuado los trámites para que su madre se convirtiera en una de las «visitantes» de la casa, y regresado a casa para empaquetar las pertenencias de la mujer.

– Al principio, mamá no necesitará traerse nada -había dicho la señora Fio-. Bastará una maleta con unas cuantas chucherías, y la iremos instalando poco a poco. Llámelo una visita breve, si cree que a ella le gustará.

Después de escuchar durante tantos años las fantasías turísticas de su madre, que nunca se llevaron a cabo, Barbara no dejaba de captar la ironía de hacer una maleta y hablar de una visita a Greenford, algo tan alejado de los destinos exóticos que habían ocupado los dispersos pensamientos de su madre. Por haberse obsesionado tanto con la idea de ir de vacaciones, la visión de una maleta resultó menos aterradora de lo que podía haber sido.

De todos modos, la señora Havers había observado que Barbara no guardaba cosas de su pertenencia en la gran maleta de vinilo. Incluso había entrado en la habitación de Barbara, inspeccionando su armario y salido con un montón de pantalones y jerséis, lo que más abundaba en el guardarropa de Barbara.

– Los vas a necesitar, cariño -había dicho-, sobre todo en Suiza. Vamos a Suiza, ¿no? Hace tanto tiempo que quería ir. Aire puro. Piensa en el aire, Barbie.

Había explicado a su madre que no iban a Suiza, y añadió que ella no podría quedarse. Concluyó con una mentira.

– Solo es una visita. Cuestión de unos cuantos días. Pasaré contigo el fin de semana.

Confió en que su madre se aferrara a esta idea lo suficiente para permitir que la instalaran en Hawthorn Lodge sin problemas.

Sin embargo, Barbara comprendió ahora que la confusión se había impuesto al excepcional momento de lucidez durante el cual su madre había escuchado las ventajas de residir con la señora Fio y las desventajas de seguir confiando en la señora Gustafson. Su madre se mordisqueaba el labio superior a medida que crecía su perplejidad. Docenas de líneas diminutas partieron de su boca y treparon por las mejillas hasta llegar a los ojos, como una telaraña. Sus manos se retorcieron en el interior de la bufanda convertida en improvisado manguito. El ritmo de su canturreo se aceleró. «Piensa en mí, piensa en mí con todas tus fuerzas…»

– Mamá -dijo Barbara, mientras subía el coche al bordillo y aparcaba lo más cerca posible de Hawthorn Lodge. No obtuvo otra respuesta que el canturreo. Barbara se sintió desfallecer. Por un momento, había pensado que la transición sería feliz. Su madre había acogido la idea con impaciencia y nerviosismo, siempre que llevara la etiqueta de vacaciones. Barbara comprendió que la experiencia iba a resultar tan funesta como había sospechado desde un principio.

Pensó en rezar para que sus planes se cumplieran con éxito, pero no creía particularmente en Dios, y la idea de acudir a Él en momentos de conveniencia personal se le antojaba tan inútil como hipócrita. Hizo de tripas corazón, abrió la puerta del coche y dio la vuelta para ayudar a su madre a salir del coche.

– Ya hemos llegado, mamá -dijo, con fingida jovialidad-. Vamos a conocer a la señora Fio, ¿de acuerdo?

Cogió con una mano la maleta de su madre, y con la otra su brazo. La condujo por la acera hacia la promesa de salvación permanente estucada en gris.

– Escucha, mamá-dijo, mientras llamaba al timbre de la puerta. Dentro, Deborah Kerr cantaba Getting to Know You, tal vez para recibir a la nueva visitante-. Tienen música, ¿oyes?

– Olor a col -dijo su madre-. Barbie, una casa que huele a col no es apropiada para pasar unas vacaciones. La col es vulgar. No me gusta.

– Viene de la casa de al lado, mamá.

– Huelo a col, Barbie. Yo no me hospedaría en un hotel que huele a col.

Barbara captó una creciente nota de angustia en la voz de su madre. Rezó para que la señora Fio abriera la puerta y volvió a llamar.

– En casa, Barbie, nunca ofrecemos col a los invitados.

– Todo va bien, mamá.

– Barbie, creo que no…

La luz del porche se encendió. La señora Havers parpadeó, sorprendida, y se acurrucó contra Barbara.

La señora Fio todavía llevaba la blusa con el broche en forma de pensamiento. Su aspecto era tan fresco como por la mañana.

– Ya están aquí. Espléndido. -Salió y cogió del brazo a la señora Havers-. Entre y le presentaré a los muchachos, querida. Hemos estado hablando de usted y todos estamos vestidos, preparados y ansiosos por conocerla.

– Barbie…

La voz de su madre era una súplica.

– No pasa nada, mamá. Estoy detrás de ti.

Los muchachos estaban sentados en la sala de estar y veían el vídeo de El rey y yo. Deborah Kerr cantaba melodiosamente a un grupo de preciosos niños orientales. Los cariños se mecían en el sofá al compás de la música.

– Ya ha llegado, queridos míos -anunció la señora Fio, y rodeó con su brazo la espalda de la señora Havers-. Esta es nuestra nueva visitante, y todos estamos preparados para conocerla, ¿verdad? Ay, ojalá la señora Tilbird estuviera aquí para compartir este placer, ¿no?

Les presentó a la señora Salkild y a la señora Pendlebury, que no se movieron del sofá. La señora Havers se encogió y lanzó una mirada de pánico en dirección a Barbara. Esta respondió con una sonrisa tranquilizadora. La maleta que cargaba parecía tirarle del brazo.

– Bueno, ¿le quitamos su bonito abrigo y la bufanda, querida?

La señora Fio extendió la mano hacia el botón superior del abrigo.

– ¡Barbie! -chilló.

– Todo va bien -dijo la señora Fio-. No hay por qué preocuparse. Todos teníamos muchas ganas de que viniera a reunirse con nosotros.

– ¡Huelo a col!

Barbara dejó la maleta en el suelo y acudió al rescate de la señora Fio. Su madre sujetaba el botón superior de su abrigo como si fuera el diamante Hope. Por las comisuras de su boca resbalaba saliva.

– Mamá, son las vacaciones que tanto anhelabas -dijo Barbara-. Subamos a ver tu habitación.

Cogió del brazo a su madre.

– Al principio, les resulta un poco difícil -explicó la señora Fio, tal vez intuyendo el incipiente pánico de Barbara-. El cambio los saca de quicio un poco. Es perfectamente normal. No ha de preocuparse.

Las dos sacaron a su madre de la habitación, mientras los niños orientales cantaban «día… tras… día» al unísono. La escalera era demasiado estrecha para que las tres subieran de frente, de modo que la señora Fio abrió la marcha y siguió charlando con desenvoltura. Barbara captó bajo sus palabras la serena determinación de su voz, y se quedó maravillada de que la mujer hubiera decidido pasar su vida cuidando de los enfermos y los ancianos. Ella solo deseaba huir de aquella casa lo antes posible, y detestaba esta sensación de claustrofobia emocional.

Guiar a su madre escaleras arriba no mitigó en absoluto su necesidad de escapar. El cuerpo de la señora Havers estaba rígido. Cada paso era un proyecto. Y aunque Barbara murmuraba, alentaba y no soltaba para nada el brazo de su madre, era como conducir un cordero al matadero, en aquellos últimos y terribles momentos en que olfatea en el aire el inequívoco olor a sangre.

– La col -gimoteó la señora Havers.

Barbara intentó insensibilizarse contra las palabras. Sabía que la casa no olía a col. Comprendía que su madre se aferraba al último pensamiento racional surgido de su mente. Sin embargo, cuando la cabeza de su madre se apoyó en el hombro de Barbara y esta vio las lágrimas que abrían surcos en el maquillaje que la mujer se había puesto impulsivamente, preparándose para sus vacaciones tanto tiempo aplazadas, sintió una terrible punzada de culpabilidad.

No lo entiende, pensó Barbara. Nunca lo entenderá.

– Señora Fio, creo que no… -empezó.

La señora Fio se detuvo en lo alto de la escalera, se volvió y levantó una mano, con la palma hacia fuera, para detener sus palabras.

– Espere un momento, querida. Esto no es fácil para nadie.

Cruzó el rellano y abrió una de las puertas situadas en la parte posterior de la casa, donde ya brillaba una luz para dar la bienvenida al nuevo cariño. Habían colocado una cama de hospital en la habitación. Por lo demás, su aspecto era de lo más normal, y mucho más alegre que la habitación de su madre en Acton.

– Fíjate en ese precioso papel pintado, mamá -dijo-. Cuántas margaritas. Te gustan las margaritas, ¿verdad? Y la alfombra. Mira, también hay margaritas en la alfombra. Y tienes tu propio lavabo. Y una mecedora junto a la ventana. ¿Te he dicho que desde esta ventana se ve el parque, mamá? Verás a los niños que juegan a fútbol.

Por favor, pensó, por favor. Hazme una señal.

La señora Havers lloriqueó, sin soltar su brazo.

– Déme su maleta, querida -indicó la señora Fio-. Si sacamos las cosas deprisa, antes se calmará. Cuantas menos interrupciones, mejor para mamá. Habrá traído fotos y recuerditos, ¿verdad?

– Sí. Están encima de todo.

Será lo primero que saquemos, ¿no? Solo las fotos, de momento. Un pedacito de casa.

Solo había dos fotos, en un marco doble, una del hermano de Barbara y otra de su padre. Mientras la señora Fio abría la maleta, sacaba el marco y lo abría sobre la cómoda, Barbara reparó de repente en que, con las prisas de desembarazarse de su madre, no había incluido una foto de ella. Experimentó una oleada de vergüenza.

– Bien, ¿a que queda bonito? -dijo la señora Fio. Se alejó de la cómoda y ladeó la cabeza para admirar las fotografías-. ¡Qué muchachito tan guapo! ¿Es…?

– Mi hermano. Está muerto.

La señora Fio emitió un cloqueo de pesar.

– ¿Quiere que le quitemos el abrigo?

Tenía diez años, pensó Barbara. Ningún miembro de la familia estuvo a su lado, ni siquiera una enfermera que mitigara su agonía. Murió solo.

– Vamos a quitarnos eso, querida -dijo la señora Fio.

Barbara notó que su madre se encogía.

– Barbie…

Las dos sílabas de su nombre llevaban implícito un matiz de indudable derrota.

Barbara se había preguntado a menudo cómo habrían sido los últimos instantes de su hermano, si había fallecido sin despertar de su coma final, o si había abierto los ojos en el último momento, para descubrir que todo el mundo le había abandonado, excepto las máquinas, tubos, botellas y artilugios que habían prolongado su vida.

– Sí. Buena chica. Un botón. Ahora, otro. Se instalará y tomará una estupenda taza de té. Espero que le guste. ¿Un pedacito de pastel, también?

– Col…

La señora Havers susurró la palabra, casi inaudible, como un débil gemido distorsionado, procedente de una gran distancia.

Barbara tomó la decisión.

– Sus álbumes -dijo-. Señora Fio, he olvidado los álbumes de mi madre.

La señora Fio levantó la vista de la bufanda que había conseguido separar de las manos de la señora Havers.

– Tráigalos más adelante, querida. No lo querrá todo de una vez.

– No. Son importantes. Ha de tener sus álbumes. Ha coleccionado… -Barbara se calló un momento, sabiendo en su mente que estaba cometiendo una estupidez, y en su corazón que no existía otra respuesta-. Planeaba vacaciones. Colecciona los recortes en álbumes. Cada día trabaja en ellos. Se sentirá perdida y…

La señora Fio acarició su brazo.

– Escúcheme, querida. Lo que siente en este momento es natural, pero es por su bien. Ya lo verá.

– No. Es horrible que haya olvidado una foto mía. No puedo abandonarla aquí sin esos álbumes. Lo siento. Ha perdido el tiempo por mi culpa. Lo he estropeado todo. He…

No iba a llorar, pensó, porque su madre la necesitaba; debía hablar con la señora Gustafson y arreglar algunas cosas.

Se acercó a la cómoda, cerró el marco y lo guardó en la maleta, que bajó de la cama. Sacó un pañuelo de papel del bolsillo y lo utilizó para secar las mejillas y la nariz de su madre.

– Muy bien, mamá -dijo-. Volvamos a casa.


El coro estaba cantando el Kyrie cuando Lynley cruzó el Patio de la Capilla y se acercó a la capilla que, con la fachada recorrida por una arcada, abarcaba casi toda la parte oeste del patio. Aunque resultaba evidente que había sido construida para ser admirada desde el Patio Medio, situado al este, la expansión del College en el siglo XVIII había encerrado la capilla del XVII en un cuadrado de edificios de los que era el punto focal. A pesar de la niebla y la oscuridad, no podía ser de otra forma.

Focos dispuestos en el suelo iluminaban el sillar exterior de piedra Weldon del edificio; si no la había diseñado Wren, era un monumento a su amor por la ornamentación clásica. La fachada de la capilla se elevaba de la parte media de la arcada, definida por cuatro columnas corintias que sostenían un frontón, interrumpido y penetrado a la vez por un reloj y una cúpula de linterna. Guirnaldas decorativas caían de las pilastras. Un ojo de buey brillaba a cada lado del reloj. Un entablamiento oval colgaba en el centro del edificio. El conjunto representaba la realidad concreta del ideal clásico de Wren, el equilibrio. En los extremos norte y sur, donde la capilla no ocupaba en toda su integridad el terreno oeste del patio, la arcada enmarcaba el río y la zona situada al otro lado. De noche, el efecto era fascinante; la niebla se alzaba del río, remolineaba alrededor del muro bajo y lamía las columnas. A la luz del sol, tenía que ser un espectáculo magnífico.

Como abundando por casualidad en esta idea, sonó una fanfarria de trompetas. Las notas vibraron puras y armoniosas en el frío aire de la noche. Cuando Lynley abrió la puerta de la capilla, situada en la esquina sureste del edificio (no le había sorprendido descubrir que la puerta central era un mero artificio decorativo), el coro respondió a la fanfarria con otro Kyrie. Entró en la capilla y sonó una segunda fanfarria.

Las paredes estaban chapadas en roble dorado hasta la altura de las ventanas en forma de arco, que se alzaban hasta una cornisa de yeso en forma de diente de perro. Bancos idénticos miraban al solitario pasillo central. Alineados en los bancos estaban los miembros del coro del College, su atención centrada en una solitaria trompetista que se erguía al pie del altar, y que finalizó la fanfarria. Los recargados retablos barrocos, que enmarcaban un cuadro de Jesús llamando a Lázaro de entre los muertos, empequeñecían su silueta. Bajó su instrumento, vio a Lynley y le sonrió cuando el coro de la iglesia prorrumpió en el Kyrie final. A continuación, el órgano emitió algunos arpegios. El director del coro apuntó unas notas en su partitura.

– Los contraltos, basura -dijo-. Los sopranos, lechuzas. Los tenores, perros aulladores. El resto, tiene un pase. Mañana por la noche a la misma hora, por favor.

Esta evaluación del trabajo realizado fue recibida con un gruñido general. El director del coro hizo caso omiso, hundió el lápiz en su mata de cabello negro y dijo:

– No obstante, la trompeta ha estado excelente. Gracias, Miranda. Eso ha sido todo por hoy, damas y caballeros.

Cuando el grupo se dispersó, Lynley avanzó por el pasillo para reunirse con Miranda Webberly, que estaba limpiando la trompeta para guardarla en el estuche.

– Te has alejado del jazz, Randie -dijo el inspector.

La joven levantó la cabeza. Sus rizos color jengibre se agitaron.

– ¡Jamás! -contestó.

Lynley observó que iba vestida a su estilo habitual, con un chándal abolsado gracias al cual esperaba disimular y estilizar su cuerpo regordete, al tiempo que el color (azul heliotropo intenso) oscurecía el tono de sus ojos pálidos.

– ¿Aún sigues en la asociación de jazz, pues?

– Por supuesto. Damos un concierto en Trinity Hall el miércoles por la noche. ¿Vendrá?

– No me lo perdería por nada del mundo.

La joven sonrió.

– Bien. -Cerró el estuche de la trompeta y lo dejó sobre el borde de un banco-. Papá ha telefoneado. Dijo que uno de sus hombres aparecería esta noche. ¿Por qué ha venido solo?

– Asuntos personales retienen a la sargento Havers. Llegará mañana por la mañana, supongo.

– Hummmm. Bien. ¿Le apetece un café o algo? Supongo que quiere hablar. El colmado aún está abierto, o podemos ir a mi habitación. -Pese al tono indiferente de la invitación, Miranda se ruborizó-. Por si quiere hablar en privado, ya sabe.

Lynley sonrió.

– Tu habitación.

Se embutió en una enorme chaqueta color guisante, dirigió un «tranqui, inspector» a Lynley cuando este la ayudó a ponérsela, se arrolló una bufanda al cuello y recogió el estuche de la trompeta.

– Muy bien -dijo-. Vamos, pues. Estoy en el Patio Nuevo.

En lugar de cruzar el Patio de la Capilla y utilizar el pasadizo que comunicaba los edificios del este y el sur («Los llaman los aposentos de Randolph», le informó Miranda. «Por el arquitecto. Feos, ¿no?»), la joven le guió a lo largo de la arcada, hasta entrar por una puerta situada en su extremo norte. Subieron un corto tramo de escalera, siguieron un pasillo, atravesaron una puerta de incendios, recorrieron otro pasillo, pasaron por otra puerta de incendios y descendieron por un segundo tramo de escalera. Miranda no paró de hablar en todo el rato.

– Aún no sé lo que siento sobre lo que le ha pasado a Elena -dijo. Daba la impresión de que era un discurso ensayado durante todo el día-. Sigo pensando que debería sentir indignación, cólera o dolor, pero de momento no siento nada de nada, excepto culpabilidad por no sentir lo que debería y una especie de desagradable engreimiento por la intervención de papá, a través de usted, claro, que me pone «en la onda». Despreciable. Soy cristiana, ¿verdad? ¿No debería sentir dolor por ella? -No esperó la respuesta de Lynley-. El problema esencial es que no acabo de asumir la muerte de Elena. Anoche no la vi. Esta mañana no la oí marcharse. Es una descripción bastante ajustada de cómo vivíamos, de modo que todo me parece perfectamente normal. Quizá, si yo la hubiera encontrado, o si la hubieran asesinado en su habitación y nuestra chacha la hubiera encontrado y hubiera acudido chillando en mí busca, como en las películas, yo habría visto, sabido y sentido algo. Lo que me preocupa es la ausencia de sentimientos. ¿Me estaré volviendo de piedra? ¿Es que todo me da igual?

– ¿Erais amigas íntimas?

– Ese es el punto. Tendría que haber sido más amiga suya. Tendría que haberme esforzado más. La conocía desde el año pasado.

– ¿Pero no era amiga tuya?

Miranda se detuvo ante la puerta del edificio Randolph, que daba al Patio Nuevo. Arrugó la nariz.

– Yo no corría -fue su enigmática respuesta, y abrió la puerta.

Un terraplén situado a su izquierda dominaba el río. Un sendero adoquinado que había a la derecha discurría entre el edificio Randolph y una extensión de césped. En el centro de este se alzaba un enorme castaño, detrás del cual se cernía el edificio en forma de herradura que encerraba el Patio Nuevo, tres plantas de gótico florido que databan del siglo diecinueve, decoradas con ventanas puntiagudas de dos cimbras, portales arqueados cuyas puertas tenían gruesos clavos de hierro, almenas en el tejado y una torre terminada en aguja. Si bien había sido construido con la misma piedra cuadrada del edificio Randolph, que estaba enfrente, sus estilos no podían ser más dispares.

– Por aquí-dijo Miranda, y le guió por el sendero hacia la esquina sureste del edificio. En aquel punto, jazmines de flores amarillas trepaban alegremente por los muros. Lynley percibió su dulce fragancia un momento antes de que Miranda abriera una puerta, junto a la cual estaba grabada la letra «L» en un pequeño bloque de piedra.

Subieron dos tramos de escalera a paso ligero, impuesto por Miranda. Su habitación era una de las dos que había frente a frente en un corto pasillo. Compartían una despensa, una ducha y un retrete.

Miranda se detuvo en la despensa para llenar una cafetera y ponerla a hervir.

– Tendrá que ser instantáneo -dijo con una mueca-, pero tengo un poco de whisky y podemos bautizarlo un poco, si le apetece, siempre que no se lo diga a mamá.

– ¿Es que te has dado a la bebida?

– Me he dado a lo que sea, a menos que sea un hombre. Sobre eso, puede contarle lo que quiera. Invente algo bueno. Descríbame con un salto de cama negro de encaje. Avivará sus esperanzas.

Lanzó una carcajada y se dirigió hacia la puerta de su habitación. Lynley observó que la había cerrado con la llave. Por algo era la hija única de un superintendente de la policía.

– Veo que te has procurado una vivienda de lujo -dijo Lynley en cuanto entró, y así era, considerando el nivel medio de Cambridge, porque la habitación comprendía dos, en realidad: un cubículo interior para dormir y una cámara externa más amplia, lo bastante para dar cabida a dos sofás diminutos y a una pequeña mesa de nogal que hacía las veces de escritorio. Había una chimenea empotrada en un rincón y un banco de roble al pie de la ventana, que daba a Trinity Passage Lane. Sobre el banco había una jaula. Lynley se acercó para examinar al diminuto prisionero, muy ocupado en corretear furiosamente sobre una chirriante rueda de ejercicios.

Miranda depositó el estuche de la trompeta al lado de la butaca y tiró la chaqueta cerca.

– Este es Tibbit -dijo, y se acercó a la chimenea para manipular una estufa eléctrica.

Lynley levantó la vista mientras se quitaba el abrigo.

– ¿El ratón de Elena?

– Cuando me enteré de lo ocurrido, fui a buscarlo a su habitación. Me pareció lo más apropiado.

– ¿Cuándo?

– Esta tarde… Un poco después de las dos, quizá.

– ¿La habitación no estaba cerrada con llave?

– No. Todavía no, al menos. Elena nunca cerraba con llave.

Sobre unos estantes dispuestos en un nicho había varias botellas de licor, cinco vasos y tres tazas con sus platillos. Miranda sacó dos tazas y una botella y las llevó a la mesa.

– El que no cerrara con llave su habitación puede ser importante, ¿no? -dijo.

El ratón abandonó la rueda y corrió hacia un lado de la jaula. Agitó los bigotes y el hocico. Aferró con las patas los barrotes metálicos, se irguió y olfateó con entusiasmo los dedos de Lynley.

– Tal vez -dio el inspector-. ¿Oíste a alguien en su habitación esta mañana? Más tarde, imagino, entre las siete y las siete y media.

Miranda negó con la cabeza y compuso una expresión apesadumbrada.

– Orejeras -dijo.

– ¿Duermes con orejeras?

– Lo hago desde… -Titubeó, como si algo la turbara, pero luego prosiguió como si nada-. Solo puedo dormir con ellas, inspector. Supongo que ya me he acostumbrado. Muy poco atractivo, pero así es la vida.

Lynley llenó los huecos de la torpe justificación, admirando el esfuerzo llevado a cabo por Miranda. Todo el mundo que conocía bien al superintendente conocía los entresijos del matrimonio Webberly. Su hija había empezado a ponerse orejeras para no escuchar sus discusiones nocturnas.

– ¿A qué hora te levantaste esta mañana, Randie?

– A las ocho, más menos diez minutos. -Sonrió con ironía-. Pongamos más diez minutos. Tenía una clase a las nueve.

– ¿Qué hiciste después de levantarte? ¿Ducha o baño?

– Hummm, sí. Tomé una taza de té. Comí cereales. Hice alguna tostada.

– ¿La puerta de Elena estaba cerrada?

– Sí.

– ¿Todo parecía normal? ¿Alguna señal de que alguien hubiera entrado?

– Ninguna. A menos que…

La cafetera empezó a silbar en la despensa. Miranda cogió las dos tazas y una pequeña jarra y se encaminó hacia la puerta, donde se detuvo.

– No sé si me hubiera dado cuenta. Quiero decir que recibía más visitas que yo.

– ¿Era popular?

Miranda hundió la uña en la desportilladura de una taza. El silbido de la cafetera adquirió un tono más agudo. La joven parecía inquieta.

– ¿Entre los hombres? -insistió Lynley.

– Voy a buscar el café -respondió Miranda.

Salió de la habitación y dejó la puerta abierta. Lynley oyó sus movimientos en la despensa. Vio la puerta cerrada al otro lado del pasillo. El portero le había proporcionado la llave de esa puerta, pero no tenía ganas de utilizarla. Analizó esta sensación, tan en contradicción con lo que debería sentir.

Estaba siguiendo el caso en dirección contraria. Los dictados racionales de su trabajo le decían que, pese a la hora de su llegada, tendría que haber hablado primero con la policía de Cambridge, después con los padres, y en tercer lugar con la persona que había descubierto el cadáver. A continuación, tendría que haber examinado las pertenencias de la víctima, por si descubría alguna pista sobre la identidad del asesino. Pautas del manual, etiquetadas de «procedimientos adecuados», como sin duda subrayaría la sargento Havers. Ignoraba los motivos que le impulsaban a dejarlas de lado. Presentía que la naturaleza del crimen sugería una vinculación personal, más aún, un ajuste de cuentas. Y solo una comprensión profunda de las figuras centrales implicadas revelaría con exactitud cuáles eran aquellas vinculaciones personales y aquel ajuste de cuentas.

Miranda regresó con una bandeja rosa de hojalata sobre la que transportaba las tazas y la jarra.

– Lo siento. Tendremos que arreglarnos con el whisky, aunque tengo un poco de azúcar. ¿Quiere?

Lynley respondió que no.

– Supongo que los visitantes de Elena eran hombres, ¿no? -preguntó.

La expresión de Miranda reveló que había confiado en que Lynley olvidara la pregunta mientras ella preparaba el café. Lynley se acercó a la mesa. Miranda vertió un poco de whisky en ambas tazas, las agitó con la misma cuchara y la lamió. No la soltó, sino que fue golpeando su palma con ella mientras hablaba.

– No todos -dijo-. Se llevaba muy bien con las chicas de «Liebre y Sabuesos». Se dejaban caer de vez en cuando, o salía con ellas. Elena era un elemento básico de las fiestas. Le gustaba bailar. Decía que podía sentir las vibraciones de la música si estaba lo bastante fuerte.

– ¿Y los hombres?

Miranda golpeó ruidosamente su palma con la cuchara. Torció el rostro.

– Mamá se sentiría feliz si tan solo hubiera tenido el diez por ciento de los que tenía Elena. Gustaba mucho a los hombres, inspector.

– ¿Te cuesta entenderlo?

– No. Era fácil saber por qué. Era alegre, divertida, y le gustaba hablar y escuchar, algo muy extraño teniendo en cuenta que no podía hacer ninguna de ambas cosas, ¿verdad? Siempre daba la impresión de que, si estaba contigo, su único y total interés residía en ti. Por eso, era fácil entender que un hombre… Ya me entiende.

Meneó la cuchara de un lado a otro para completar la frase.

– ¿Criaturas egocéntricas que somos?

– A los hombres les gusta creer que son el centro del mundo, ¿no? A Elena no le costaba nada hacérselo creer.

– ¿Algún hombre en particular?

– Gareth Randolph, por citar uno. Venía a verla muchas veces. Dos o tres a la semana. Siempre sabía cuándo venía Gareth porque la atmósfera se cargaba. Es muy ardiente. Elena decía que sentía su aura en cuanto abría la puerta que da a nuestra escalera. Tenemos problemas, decía si estábamos en la despensa. Y medio minuto después, aparecía él. Elena decía que tenía telepatía con Gareth. -Miranda rió-. Francamente, creo que olía su colonia.

– ¿Eran pareja?

– Salían juntos. La gente solía relacionar sus nombres.

– ¿A Elena le gustaba?

– Decía que solo era un amigo.

– ¿Había algún otro chico en particular?

Miranda tomó un sorbo de café y añadió un poco más de whisky. Empujó la botella hacia Lynley cuando hubo terminado.

– No sé si era alguien especial, pero se veía con Adam Jenn, el ayudante de su padre. Le veía mucho. Y su padre también venía mucho por aquí, pero supongo que él no cuenta, porque solo venía para controlarla. El curso anterior no le había ido muy bien a Elena, ¿se lo han dicho?, y quería asegurarse de que no se repitiera. Eso decía Elena, al menos. Aquí viene el celador, decía cuando le veía desde la ventana. En una o dos ocasiones se escondió en mi alcoba para tomarle el pelo, y luego salía riendo cuando él empezaba a enfadarse porque no la había encontrado en su habitación, donde habían quedado.

– Imagino que no le gustaba el plan impuesto para que siguiera en la universidad.

– Decía que lo mejor era el ratón. Le llamaba Tibbit, compañero de mi celda. Ella era así, inspector. Bromeaba sobre todo.

Dio la impresión de que Miranda había terminado de recitar la información, porque se reclinó en la silla al estilo hindú, con las piernas dobladas bajo el cuerpo, y bebió más café. No obstante, le miraba con cautela, señal de que había callado algo.

– ¿Había alguien más, Randie?

Miranda se retorció. Examinó una pequeña cesta con naranjas y manzanas que había sobre la mesa, y después los carteles de la pared. Dizzy Gillespie, Louis Armstrong, Wynton Marsalis en un concierto, Dave Brubeck al piano, Ella Fitzgerald con el micrófono en la mano. No había abandonado su afición por el jazz. La joven volvió a mirarle y hundió el mango de la cuchara en su mata de cabello.

– ¿Alguien más? -repitió Lynley-. Randie, si sabes algo más…

– No sé absolutamente nada más, inspector, y tampoco puedo contárselo todo, porque un pequeño detalle tal vez no signifique nada, pero, según el uso que hiciera de él, alguien podría salir perjudicado, ¿verdad? Papá dice que es el peligro más grande del trabajo policial.

Lynley tomó nota mentalmente de aconsejar a Webberly que, en el futuro, se abstuviera de ofrecer comentarios filosóficos a su hija.

– Siempre es posible -admitió-, pero no voy a detener a alguien solo porque menciones su nombre. -La muchacha siguió en silencio. Lynley se inclinó hacia delante y tabaleó con un dedo sobre la taza de café de Miranda-. Palabra de honor, Randie. ¿De acuerdo? ¿Sabes algo más?

– Lo que sé sobre Gareth, Adam y su padre me lo dijo Elena. Por eso se lo he contado. Todo lo demás son habladurías, o quizá algo que vi y no entendí. Eso no puede ayudarle. Podría empeorar las cosas.

– No estamos intercambiando chismes, Randie. Estamos tratando de averiguar la verdad oculta tras su muerte. Los hechos, no conjeturas.

La muchacha tardó en responder. Contempló la botella de whisky. Sobre la etiqueta se veía la huella de un dedo.

– Los hechos no son conclusiones -dijo-. Papá siempre lo dice.

– Desde luego. Estoy de acuerdo.

Miranda vaciló, incluso miró hacia atrás, como para asegurarse de que estaban solos.

– Son cosas que vi, nada más -dijo.

– Comprendido.

– Muy bien. -Enderezó los hombros como para prepararse, pero aún no parecía muy dispuesta a proporcionar la información-. Creo que tuvo una discusión con Gareth el domingo por la noche, pero no puedo asegurarlo -se apresuró a añadir- porque no les oí, hablaban con las manos. Les vi un segundo en la habitación de Elena, antes de que ella cerrara la puerta, y cuando Gareth salió se le veía furioso. Dio un portazo. Quizá no signifique nada, porque, como es tan ardiente, actuaría así aunque estuvieran discutiendo sobre la política fiscal del gobierno.

– Sí, entiendo. ¿Qué pasó después de la discusión?

– Elena también se fue.

– ¿A qué hora?

– A las ocho menos veinte. No la oí volver. -Miranda observó que Lynley reflejaba un creciente interés, y siguió hablando-. No creo que Gareth tenga nada que ver con lo ocurrido, inspector. Tiene mal genio, cierto, y es un manojo de nervios, pero no fue el único…

Se mordisqueó el labio.

– ¿Vino alguien más?

– Noooo… No exactamente.

– Randie…

El cuerpo de la muchacha se derrumbó.

– El señor Thorsson.

– ¿Estuvo aquí? -Ella asintió-. ¿Quién es?

– Uno de los supervisores de Elena. Da clases de inglés.

– ¿Cuándo fue?

– En realidad, le vi dos veces, pero no el domingo.

– ¿De día o de noche?

– De noche. Una vez durante la tercera semana del trimestre, más o menos. Y otra vez el jueves pasado.

– ¿Es posible que la haya visitado con más frecuencia?

Miranda pareció reacia a responder, pero luego se rindió.

– Supongo que sí, pero solo le vi dos veces. Dos veces y punto, inspector.

«Dos veces es el hecho», implicaba su tono.

– ¿Te contó Elena por qué vino a verla?

Miranda meneó la cabeza lentamente.

– Creo que no le caía muy bien, porque le llamaba Lenny el Libertino. Lennart. Es sueco. Y eso es todo cuanto sé. La pura verdad.

– Los hechos, quieres decir.

Antes de terminar la frase, Lynley se sintió seguro de que Miranda Webberly, hija de su padre, habría podido aportar media docena de conjeturas sobre el caso.


Lynley atravesó el portal y se detuvo unos instantes en el pabellón del conserje, antes de salir a Trinity Lane. Terence Cuff había previsto con gran prudencia que las habitaciones reservadas a los visitantes del College estuvieran en el Patio de St. Stephen que, junto con el Patio de la Hiedra, se encontraba al otro lado del angosto camino, separados del resto del College.

Una sencilla verja de hierro forjado separaba esta parte del College de la calle. Corría de norte a sur, y creaba una línea de demarcación interrumpida por el muro occidental de la iglesia de St. Stephen. Este edificio era una de las antiguas iglesias parroquiales de Cambridge, y sus piedras angulares, contrafuertes y la torre normanda contrastaban extrañamente con el armonioso edificio de ladrillo eduardiano que lo rodeaba en parte.

Lynley abrió la puerta de hierro. En el interior, una segunda verja señalaba el límite del cementerio. Las tumbas estaban iluminadas por los mismos focos que dibujaban conos amarillos sobre los muros de la iglesia. Algunas luciérnagas, con las alas empapadas, revoloteaban atraídas por el resplandor. La niebla se había espesado durante el rato que había pasado con Miranda, y transformaba sarcófagos, lápidas, tumbas, arbustos y árboles en siluetas incoloras, que se recortaban contra el cambiante fondo de bruma. Un centenar o más de bicicletas estaban aparcadas a lo largo de la verja de hierro forjado que separaba el Patio de St. Stephen del cementerio, y sus manillares brillaban por la humedad.

Lynley se encaminó hacia el Patio de la Hiedra, donde el conserje le había acompañado antes a su habitación, situada en lo alto de la escalera «O». El silencio reinaba en el interior del edificio. El conserje le había dicho que estas habitaciones solo eran utilizadas por los profesores. Albergaban estudios y salas de conferencias donde tenían lugar las supervisiones, despensas y habitaciones más pequeñas con camas para echar la siesta. Como la mayoría de los profesores vivían fuera del College, el edificio estaba casi desierto por las noches.

La habitación de Lynley abarcaba uno de los frontones holandeses del edificio, y dominaba el Patio de la Hiedra y el cementerio de St. Stephen. El entorno, caracterizado por las alfombras cuadradas de color pardo, las paredes amarillas manchadas y las cortinas de flores descoloridas, no era precisamente como para alegrar el ánimo. Era evidente que St. Stephen no esperaba visitantes que fueran a quedarse mucho tiempo.

Cuando el conserje le dejó solo, examinó sin prisas el contenido de la habitación, tocó una butaca que olía a moho, abrió un cajón, recorrió con los dedos las vacías estanterías de módulos alineados junto a una pared. Abrió el grifo del lavabo. Comprobó la resistencia de la única barra de acero que había en un armario para colgar la ropa. Pensó en Oxford.

La habitación era diferente, pero no así la sensación, aquella sensación de que el mundo entero se estaba abriendo ante él, de que revelaba sus misterios y ofrecía la promesa de las satisfacciones venideras. Refugiado en su relativo anonimato, había experimentado la sensación de haber nacido de nuevo. Estanterías vacías, paredes desnudas, cajones que no guardaban nada. Pero él dejaría su marca, había pensado. Nadie tenía por qué saber de su título y antecedentes, nadie tenía por qué conocer su ridícula angustia. Las vidas secretas de los padres no tenían lugar en Oxford. Aquí se encontraría a salvo del pasado, pensó.

Ahora, rió al pensar en la tenacidad con que se había aferrado a aquella creencia adolescente. Se había visto avanzando hacia un futuro dorado, en el cual no necesitaba hacer nada para enfrentarse con lo que le aguardaba. Cómo huimos de nuestra realidad personal, pensó.

Su maleta seguía en el escritorio encajado en el hueco producido por el frontón. Le costó menos de cinco minutos deshacerla, y después se sentó. Percibió el frío de la habitación y su imperiosa necesidad de estar en otra parte. Intentó distraerse redactando el informe de su primer día, un trabajo que la sargento Havers solía terminar, pero al que ahora se dedicó automáticamente, agradecido por la distracción que apartaría a Helen de sus pensamientos, al menos durante una hora o así.

– Una llamada. Sí, señor -había dicho el conserje cuando pasó por el pabellón.

Ha llamado, pensó Lynley. Harry ha vuelto a casa. Y su estado de ánimo mejoró, para derrumbarse por los suelos cuando el conserje le entregó el mensaje: el superintendente Daniel Sheehan, de la policía de Cambridge, se reuniría con él a las ocho y media de la mañana. Ni una palabra de Helen.

Escribió sin cesar, llenando página tras página con los detalles de su entrevista con Terence Cuff, con la impresión que se había formado después de su conversación con Anthony y Justine Weaver, con una descripción del videotex y las posibilidades que presentaba, con los datos que había obtenido de Miranda Webberly. Escribió mucho más de lo que necesitaba, se forzó a enfocar el crimen con una minuciosidad que Havers habría desdeñado, pero que le servía para concentrar su mente en el asesinato e impedir que divagara hacia temas que intensificarían su frustración. Al final, sin embargo, el esfuerzo se saldó con el fracaso. Después de una hora de escribir, dejó la pluma sobre la mesa, se quitó las gafas, se frotó los ojos y pensó de inmediato en Helen.

Era consciente de que estaba llegando a marchas forzadas al límite de su capacidad de amistad hacia ella. Helen había pedido tiempo. Él se lo había concedido, mes tras mes, en la creencia de que cualquier paso en falso de su parte daría como resultado perderla para siempre. Había intentado, en la medida de sus fuerzas, volver a transformarse en el hombre que había sido tiempo atrás, su compañero de diversiones, capaz de embarcarse en cualquier aventura demencial que ella propusiera, desde viajar en globo sobre el Loira hasta practicar espeleología en las Burren. Daba igual, mientras estuvieran juntos. Sin embargo, se daba cuenta de que cada día se le hacía más difícil perseverar en el fingimiento de un afecto fraternal, y que las palabras «Te quiero» ya no eran un medio de definir la naturaleza de su estrecha relación, sino que se estaban convirtiendo en un guante que arrojaba ante ella, exigiendo una reparación que Helen no parecía dispuesta a concederle.

Helen continuaba saliendo con otros hombres. Nunca se lo había dicho de una manera directa, pero él lo adivinaba. Lo leía en sus ojos cuando hablaba de una obra que había visto, de una fiesta a la que había asistido, de una galería que había visitado. Y aunque él mantenía relaciones con otras mujeres, en un intento momentáneamente logrado de apartar a Helen de su mente, no podía desterrarla de su corazón ni cortar los lazos que la ataban a su alma. Había cerrado los ojos cuando hacía el amor con alguna de sus amantes, e imaginaba que el cuerpo aplastado por el suyo era el de Helen, oía los gritos de Helen, sentía el tacto de los brazos de Helen, saboreaba el milagro de la boca de Helen. Y en más de una ocasión había gritado de placer en el momento del orgasmo, para sumirse en la desolación al instante siguiente. Dar y recibir placer ya no era suficiente. Quería hacer el amor. Quería recibir amor. Pero no sin Helen.

Tenía los nervios a flor de piel. Le dolían los brazos y las piernas. Se levantó y fue a mojarse la cara en el lavabo. Después, contempló su imagen en el espejo con total desapasionamiento.

Cambridge seria su campo de batalla, decidió. Lo que tuviera que ganarse o perderse, sería allí.

Volvió al escritorio, hojeó las páginas que había escrito, leyó las palabras, pero no asimiló nada. Cerró el cuaderno y lo guardó.

De repente, tuvo la sensación de que la atmósfera se había enrarecido, invadida por los olores opuestos a desinfectante recién rociado y humo antiguo de tabaco. Era opresiva. Se inclinó sobre el escritorio y abrió la ventana de par en par, dejando que el aire húmedo de la noche acariciara sus mejillas. Del cementerio, semioculto por la niebla, se desprendía un leve perfume a pino. La tierra estaría sembrada de agujas caídas y, mientras aspiraba su fragancia, casi pudo imaginar su tacto esponjoso bajo los pies.

Un movimiento cerca de la verja atrajo su atención. Al principio, pensó que el viento se había levantado y estaba despejando la niebla que cubría arbustos y árboles, pero, mientras miraba, una figura se desprendió de la sombra de un abeto, y comprendió que el movimiento no se había producido dentro del cementerio, sino en su perímetro, donde alguien se deslizaba con sigilo entre las bicicletas, con la cabeza levantada para examinar las ventanas que daban a la parte este del patio. Lynley no pudo precisar si se trataba de un hombre o una mujer, y cuando apagó la lámpara del escritorio para ver mejor, la silueta se inmovilizó, como si hubiera adivinado que la observaban, aun desde una distancia de veinte metros. Entonces, Lynley oyó el motor de un coche que pasaba por Trinity Lane. Unas voces se despidieron con un risueño buenas noches. La respuesta fue un alegre bocinazo. El coche se alejó con un chirriar de neumáticos. Las voces se desvanecieron a medida que sus propietarios se alejaban, y la sombra de abajo se transformó en sustancia y movimiento de nuevo.

Fuera quien fuera, no parecía que su objetivo fuera robar una bicicleta. Se encaminó a una puerta situada en la zona este del patio. Una farola en forma de linterna, cubierta de la hiedra que daba su nombre al patio, proporcionaba escasa iluminación en aquel punto, y Lynley aguardó a que la silueta penetrara en la penumbra lechosa que había delante de la puerta, con la esperanza de que volviera la cabeza y pudiera divisar su rostro. No fue así. La silueta se deslizó en silencio hacia la puerta, extendió la pálida mano para coger el pomo y desapareció en el interior del edificio. Cuando la forma indistinta pasó bajo la luz, Lynley distinguió una espesa mata de cabello oscuro.

Una mujer sugería una cita, y alguien que esperaba con ansiedad tras una de las ventanas a oscuras. Esperó a que se encendiera una luz. Tampoco fue así. En cambio, cuando no habían transcurrido ni dos minutos desde la desaparición de la mujer, la puerta se abrió y la mujer volvió a salir. Esta vez se detuvo un instante bajo la luz para cerrar la puerta a su espalda. El débil resplandor delineó la curva de una mejilla, la forma de una nariz y una barbilla, pero solo un momento. Luego, atravesó el patio y se fundió con la oscuridad del cementerio. Era tan silenciosa como la niebla.

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