Capítulo 23

Lynley y Havers llegaron al colegio de St. Stephen a las once y media. Habían dedicado parte de la mañana a redactar sus informes, entrevistarse con el superintendente Sheehan y discutir qué cargos se presentarían contra Anthony Weaver. Lynley sabía que su confianza en la posibilidad de asesinato frustrado era vana, a lo sumo. Al fin y al cabo, Weaver era la parte perjudicada, si se consideraba el caso desde un punto de vista puramente legal. Con independencia de las relaciones íntimas, juramentos y traiciones entre amantes que habían conducido al asesinato de Elena Weaver, a los ojos de la ley no se había cometido ningún crimen auténtico hasta que Sarah Gordon acabó con la vida de la muchacha.

Impulsado por su dolor, argumentaría la defensa. Weaver, que con gran prudencia no saldría en su propia defensa para evitar el riesgo de un careo, daría la imagen de padre amante, marido devoto, erudito brillante y hombre de Cambridge. Si la verdad sobre su relación con Sarah Gordon se desvelaba en el tribunal, sería muy fácil presentarle como un hombre sensible y dotado de talento artístico, víctima de una tentación mortal en un momento de debilidad, o durante una época de crisis matrimonial. Sería muy fácil esgrimir la teoría de que había hecho todo lo posible por cortar la relación y seguir su vida, al darse cuenta de los sufrimientos que infligía a su leal y sacrificada esposa.

Pero ella no pudo olvidar, contraatacaría la defensa. Estaba obsesionada con la necesidad de vengar su rechazo. Por eso mató a su hija. La espió cuando su madre y ella corrían por la mañana, tomó nota del calzado que llevaba su madrastra, se las arregló para que la muchacha saliera a correr sola, aguardó emboscada, la golpeó en la cara y la asesinó. Después, fue a las habitaciones que el doctor Weaver tenía en el colegio y dejó un mensaje que revelaba su culpabilidad. Enfrentado a esto, ¿qué iba a hacer el hombre? ¿Qué haría cualquier hombre, impulsado por la desesperación al ver el cadáver de su hija?

Así, la vista se desviaría sutilmente de Anthony Weaver hacia el crimen cometido contra él. ¿Qué jurado tendría en cuenta el delito que Weaver había cometido previamente contra Sarah Gordon? Al fin y al cabo, solo era un cuadro. ¿Cómo iba a comprender que, mientras Weaver destrozaba un cuadro, también reducía a añicos un alma humana?

«… cuando uno deja de creer que el acto en sí es superior al análisis o rechazo que cualquier persona haga de él, se queda paralizado. Esto es lo que me ocurrió.»

¿Cómo iba a comprender un jurado, si ninguno de sus miembros había oído la llamada del arte? Mucho más sencillo definirla como una mujer vengativa que intentar comprender el alcance de su pérdida.

Sarah Gordon enseñó lecciones sangrientas, diría la defensa, y después recayeron sobre ella a modo de castigo.

También había verdad en esa afirmación. Lynley pensó en la última vez que había visto a la mujer (tan de madrugada que el repartidor de leche ya recorría las calles), cinco horas después de salir del quirófano. Estaba en una habitación custodiada por un agente, una formalidad absurda exigida para garantizar que la prisionera oficial, la asesina de marras, no intentara escapar. Parecía muy pequeña en la cama, y su forma apenas se notaba bajo las mantas. La habían vendado y sedado a conciencia. Tenía los bordes de los labios azulados y la piel amoratada. Aún vivía, aún respiraba, aún ignoraba la nueva pérdida que debería afrontar.

«Conseguimos salvarle el brazo -le dijo el cirujano-, pero no sé si podrá utilizarlo de nuevo.»

Lynley se había quedado de pie al lado de la cama, mirando a Sarah Gordon y pensando en los méritos respectivos de buscar justicia y obtener venganza. En nuestra sociedad la ley exige justicia, pensó, pero el individuo aún ansia venganza. Por tanto, permitir a un hombre o a una mujer que siga la senda del desquite es invitar al estallido de más violencias. Fuera de un tribunal, no hay forma auténtica de equilibrar la balanza cuando se ha perjudicado a un inocente. Cualquier intento en este sentido solo promete dolor, más perjuicios y mayores arrepentimientos.

No existe el ojo por ojo, pensó. Como individuos, no podemos diseñar los medios de llevar a cabo la venganza de otro.

Ahora, reflexionó sobre aquella filosofía facilona (tan apropiada a una habitación de hospital al amanecer), mientras la sargento Havers y él dejaban el Bentley en Garret Hostal Lane y regresaban a pie al College para recoger las cosas que Lynley había dejado en su habitación del Patio de la Hiedra. Un coche fúnebre estaba aparcado delante de la iglesia de St. Stephen. Más de una docena de coches se alineaban detrás y delante del vehículo.

– ¿Le dijo algo ella? -preguntó Havers.

– Pensó que era su perro. Elena amaba a los animales.

– ¿Nada más?

– Nada.

– ¿Ni remordimientos ni arrepentimientos?

– No. No puedo decir que actuara como si los sintiera.

– ¿Qué pensaba, señor? ¿Que si mataba a Elena Weaver volvería a poder pintar? ¿Que el asesinato liberaría su creatividad?

– En mi opinión, creía que si hacía sufrir a Weaver como ella sufría, sería capaz de reanudar su vida.

– No me parece muy racional.

– No, sargento, pero las relaciones humanas no son nada racionales.

Bordearon el cementerio. Havers miró hacia la torre normanda de la iglesia. El tono del tejado apenas era un poco más claro que el sombrío color del cielo. Un día muy apropiado para los muertos.

– La captó bien desde el primer momento -dijo Havers-. Buen trabajo, Lynley.

– Ahórrese los cumplidos. Usted también acertó.

– ¿En qué?

– Me recordó a Helen desde el primer momento en que la vi.

Tardó apenas unos minutos en hacer la maleta. Havers contempló el Patio de la Hiedra desde la ventana, mientras Lynley vaciaba armarios y guardaba los útiles de afeitar. La sargento parecía más en paz consigo misma. El alivio que surge de tomar una decisión le había sentado bien.

– ¿Llevó a su madre a Greenford? -preguntó Lynley, mientras metía un par de calcetines en la maleta.

– Sí. Esta mañana.

– ¿Y…?

Havers rascó una mancha de pintura blanca que descollaba en el antepecho de la ventana.

– Y tendré que acostumbrarme. A estar sola.

– A veces hay que hacerlo. -Lynley vio que ella miraba en su dirección, vio que se disponía a hablar-.

– Sí, lo sé, Barbara. Usted es mejor hombre que yo. Aún no lo he conseguido.

Salieron del edificio y cruzaron el patio, bordeando el cementerio, por el cual un estrecho sendero serpenteaba entre sarcófagos y lápidas. Era un camino viejo y sinuoso, agrietado por las raíces de árboles que asomaban a la superficie.

Oyeron que un himno concluía en la iglesia. Las últimas notas de Amazing Grace surgieron de una trompeta vibrante y dulce. Miranda Webberly, adivinó Lynley, que se despide de Elena a su manera. Se sintió profundamente conmovido por la melodía, y se maravilló de la capacidad del corazón humano para emocionarse por algo tan sencillo como un sonido.

Las puertas de la iglesia se abrieron y la procesión empezó a salir con lentitud, encabezada por el ataúd de color bronce que era transportado a hombros de seis muchachos. Uno de ellos era Adam Jenn. Le seguían los familiares más cercanos: Anthony Weaver y su anterior esposa, y detrás de ellos Justine. Y después, una enorme multitud de autoridades universitarias, colegas y amigos de los Weaver, e innumerables estudiantes y profesores de St. Stephen. Lynley reconoció entre ellos a Victor Troughton, acompañado de su regordeta mujer.

El rostro de Weaver no expresó la menor reacción cuando pasó junto a Lynley, y siguió al ataúd cubierto con una sábana cubierta de pálidas rosas. Su olor endulzaba el aire. Cuando la puerta posterior del coche fúnebre se cerró sobre el ataúd y un empleado de la funeraria entró para retocar la caverna de flores que rodeaba al ataúd, la multitud se apretujó alrededor de Weaver, Glyn y Justine, hombres enlutados y mujeres de rostro melancólico que les ofrecían su afecto y condolencias. Entre ellos se encontraba Terence Cuff, y hacia este se dirigió el conserje del College con un grueso sobre de color crema en la mano, que entregó al director del colegio con una palabra pronunciada en voz muy baja. Cuff se inclinó para oír mejor.

Asintió y abrió el sobre. Sus ojos examinaron el mensaje. Una breve sonrisa relampagueó en su rostro. No estaba lejos de Anthony Weaver, y solo tardó un momento en ponerse a su lado y murmurar las palabras que la multitud captó.

Lynley las oyó desde varias direcciones a la vez.

– La cátedra Penford.

– Ha sido elegido…

– Merecía…

– … un honor…

– ¿Qué pasa? -preguntó Havers.

Lynley vio que Weaver bajaba la cabeza, se llevaba un puño al bigote, levantaba la cabeza y la sacudía, tal vez perplejo, tal vez conmovido, tal vez con humildad, tal vez incrédulo.

– El doctor Anthony Weaver acaba de llegar a la cima de su carrera delante de nuestros propios ojos, sargento. Ha sido nombrado titular de la cátedra Penford de Historia.

– ¿De veras? Me cago en la leche.

Justo lo que yo pienso, se dijo Lynley. Siguieron inmóviles unos segundos más, viendo cómo las condolencias se convertían en veloces felicitaciones, escuchando los murmullos de las conversaciones que hablaban del triunfo logrado poco después de la tragedia.

– Si le acusan -preguntó Havers-, si va a juicio, ¿le quitarán la cátedra?

– Las cátedras son de por vida, sargento.

– Pero ¿no saben…?

– ¿Lo que hizo ayer? ¿Se refiere al comité de selección? Imposible. Debieron tomar la decisión al mismo tiempo, más o menos. Y aunque lo supieran, aunque hubieran tomado la decisión esta mañana, solo era un padre espoleado por el dolor, a fin de cuentas.

Se apartaron de la multitud y caminaron hacia Trinity Hall. Havers arrastraba los pies, con la vista fija en las puntas de sus zapatos. Hundió las manos en los bolsillos del abrigo.

– ¿Lo que hizo por la cátedra? -preguntó de repente-. ¿Quiso que Elena estudiara en St. Stephen por la cátedra? ¿Quiso que se portara bien por la cátedra? ¿Quiso seguir casado con Justine por ese motivo? ¿Quiso terminar su relación con Sarah Gordon por eso?

– Nunca lo sabremos, Havers -respondió Lynley-. Y tampoco estoy seguro de que Weaver lo sepa.

– ¿Porqué?

– Porque todavía ha de mirarse cada mañana en el espejo. ¿Cómo podrá hacerlo si empieza a investigar en su vida, buscando la verdad?

Doblaron la curva y se internaron en Garret Hostel Lane. Havers se detuvo en seco y se dio una palmada en la frente, al tiempo que emitía un gruñido.

– ¡El libro de Nkata! -exclamó.

– ¿Qué?

– Prometí a Nkata que miraría en algunas librerías. Tengo que buscar… Ahora no me acuerdo… ¿Dónde he dejado el maldito…? -Abrió la cremallera del bolso y empezó a remover-. Siga sin mí, inspector.

– Pero hemos dejado su coche…

– Da igual. La comisaría no está lejos y quiero hablar con Sheehan antes de regresar a Londres.

– Pero…

– Esté tranquilo, no hay problema. Ya nos veremos. Adiós.

Y desapareció por la esquina, agitando la mano a modo de despedida.

Lynley la siguió con la mirada. El agente detective Nkata no había leído un libro desde hacía diez años, si no más, por lo que él sabía. Su idea de una velada divertida consistía en obligar al jefe de la brigada de artificieros a que volviera a relatar la historia de cómo, cuando estaba destinado a las fuerzas antidisturbios, había perdido un ojo en un altercado que había tenido lugar en Brixton, instigado probablemente por el propio Nkata durante su juventud, cuando era el jefe de los Guerreros de Brixton. Hablaban y discutían mientras tomaban huevos duros, cebollas en escabeche y cerveza. Y, si abordaban otros temas, seguro que ninguno era la literatura. ¿Qué estaba tramando Havers?

Lynley volvió a la carretera y vio la respuesta, sentada sobre una enorme maleta de color tostado, al lado de su coche. Havers la había visto cuando doblaron la esquina. Había visto el futuro y dejado que se enfrentara solo a él.

Lady Helen se levantó.

– Tommy -dijo.

Lynley caminó a su encuentro, intentando mantener los ojos apartados de la maleta, por si significaba otra cosa de la que pensaba.

– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó.

– Suerte y el teléfono. -Ella sonrió-. Y por saber que necesitas terminar lo que has empezado, aunque no puedas terminarlo como te hubiera gustado. -Miró en dirección a Trinity Lane, donde los coches empezaban a marcharse y la gente a murmurar despedidas-. Todo ha terminado, pues.

– La parte oficial.

– ¿Y el resto?

– ¿El resto?

– La parte donde te culpas por no ser más rápido, por no ser más listo, por no ser capaz de impedir que la gente se haga daño.

– Ah, esa parte.

Siguió con los ojos a un grupo de estudiantes que pasó a su lado en bicicleta en dirección al Cam, mientras las campanas de St. Stephen acompañaban el final del funeral.

– No lo sé, Helen. Tengo la impresión de que esa parte nunca se acaba para mí.

– Pareces agotado.

– He estado en pie toda la noche. Necesito ir a casa. Necesito dormir un poco.

– Llévame contigo.

Se volvió hacia ella. Las palabras de lady Helen fueron pronunciadas con suavidad y decisión, pero no parecía estar muy segura de cómo serían recibidas. Y él no quería malinterpretarlas, ni permitir que la esperanza plantara raíces en su pecho.

– ¿A Londres? -preguntó.

– A casa. Contigo.

Qué extraño, pensó Lynley. Se sentía como si alguien le hubiera acuchillado sin el menor dolor y todas las fuerzas de su vida se estuvieran escapando. Una sensación extrañísima, en la que huesos, sangre y tendones se transformaban en un torrente palpable que brotaba de su corazón y le envolvía. La veía con absoluta claridad, sentía la presencia de su propio cuerpo, pero no podía hablar.

Lady Helen vaciló ante su mirada, tal vez creyendo que había cometido una equivocación.

– O me dejas en la plaza Onslow. Estás cansado. No te apetecerá compañía. Y seguro que mi piso necesita airearse. Caroline no volverá todavía. Está con sus padres…, ¿no te lo había dicho?, y he de ver cómo están las cosas, porque…

Lynley encontró por fin la voz.

– No existen garantías, Helen. En esto, no. Ni en nada.

La expresión de Helen se suavizó.

– Ya lo sé -dijo.

– ¿Y no te importa?

– Claro que me importa, pero tú me importas más. Y tú y yo importamos. Los dos. Como pareja.

Lynley se negó a sentir todavía felicidad. Parecía un estado de la vida demasiado efímero. Por un momento, permaneció inmóvil y se dedicó a sentir: el aire frío procedente de Las Lomas y el río, el peso de su abrigo, la tierra bajo sus pies. Y luego, cuando estuvo más seguro de poder soportar cualquier réplica de lady Helen, habló.

– Aún te deseo, Helen. Nada ha cambiado en ese sentido.

– Lo sé -respondió ella, y cuando él fue a hablar de nuevo, se lo impidió-. Vamos a casa, Tommy.

Cargó el equipaje de ambos en el maletero, el corazón ligero como un pluma y el espíritu exaltado. No te hagas ilusiones, se dijo con aspereza, y jamás creas que tu vida depende de ello. Jamás creas que tu vida depende de nada. Así hay que vivir.

Subió al coche, decidido a comportarse con indiferencia, decidido a mantener el control.

– Te arriesgaste mucho al esperarme, Helen -dijo-. Podía haber tardado horas en volver. Habrías podido quedarte todo el día sentada, con este frío.

– Da igual. -Dobló las piernas bajo el cuerpo y se acomodó en el asiento-. Estaba muy preparada para esperarte, Tommy.

– Oh. ¿Por cuánto tiempo?

Seguía aparentando indiferencia. Seguía manteniendo el control.

– Un poquito más de lo que tú me has esperado.

Ella sonrió. Extendió la mano. Lynley supo que estaba perdido.

Загрузка...