Capítulo 17

Rosalyn Simpson contempló cómo Melinda continuaba embutiendo sus pertenencias en dos mochilas. Tenía la dolorosa sensación de que algo inevitable iba a producirse. Melinda sacó de un cajón calcetines largos hasta la rodilla, ropa interior, medias y tres batas; de otro, una bufanda de seda, dos cinturones y cuatro camisetas; de un tercero, su pasaporte y una sobada guía Michelin de Francia. Después, se dirigió al ropero y extrajo dos pares de tejanos, un par de sandalias y una falda a cuadros. Tenía la cara congestionada de llorar, y resollaba mientras guardaba las cosas. De vez en cuando, se le escapaba un sollozo entrecortado.

– Melinda. -Rosalyn intentó adoptar un tono tranquilizador-. Te estás comportando de una manera irracional.

– Pues yo creo lo mismo de ti.

Esta había sido su respuesta más frecuente durante la última hora, una hora que había empezado con su chillido de terror, pronto transformado en sollozos desgarradores, y concluida con la ciega determinación de abandonar Cambridge cuanto antes, con Rosalyn a remolque.

No había existido forma de razonar con ella, y aunque la hubiera encontrado, Rosalyn se sentía falta de energías. Había pasado una noche espantosa, dando vueltas en la cama, mientras la culpa extendía sus tentáculos sobre la piel de su conciencia, y lo último que deseaba en ese momento era una escena de reproches, recriminaciones y promesas consoladoras con Melinda. Fue lo bastante prudente para no mencionarlo. Solo contó a Melinda parte de la verdad: no había dormido bien la noche anterior; tras regresar de una clase práctica matutina había acudido a la habitación de Melinda porque no tenía otro sitio donde ir a descansar, ya que el conserje le había impedido el paso a su propia escalera; se había quedado dormida y no despertó hasta que la puerta chocó contra la pared y Melinda empezó a gritar como una posesa. Ignoraba que aquella mañana habían matado a otra corredora. El portero se había limitado a decirle que la escalera estaría cerrada un rato. Nadie del College se había enterado de la noticia. Pero, si habían asesinado a alguien de su escalera, sabía que solo podía ser Georgina Higgins-Hart, el único miembro de «Liebre y Sabuesos» que vivía en aquella parte del edificio.

– Pensé que eras tú -sollozó Melinda-. Me prometiste que no correrías sola, pero creí que lo habías hecho de todas formas, porque estabas enfadada conmigo por haber insistido en que contaras a tus padres lo nuestro. Pensé que eras tú.

Rosalyn se dio cuenta de que estaba algo enfadada. Era auténtico resentimiento, que prometía convertirse en total desagrado. Intentó olvidarlo.

– ¿Por qué iba a hacerte enfadar así? No corrí sola. No corrí en absoluto.

– Te persigue, Ros. Nos persigue a las dos. Iba a por ti, pero en cambio la cazó a ella. No ha terminado con nosotras, y hemos de huir.

Había sacado una hucha escondida en una caja de zapatos. Había sacado las mochilas del fondo de una estantería del ropero. Había guardado su voluminosa provisión de cosméticos en una caja de plástico. Y ahora estaba convirtiendo en cilindros los tejanos para meterlos en la bolsa de lona, junto con todo lo demás. Cuando se encontraba en este estado era imposible hablar con ella, pero Rosalyn quiso intentarlo una vez más.

– Melinda, esto es absurdo.

– Te dije anoche que no hablaras con nadie de ello, ¿verdad?, pero tú no me escuchaste. Siempre has de salirte con la tuya. Y mira lo que has conseguido.

– ¿Qué?

– Esto. Necesitamos huir, y no tenemos adónde. Si hubieras pensado, por una vez… Si te hubieras parado a reflexionar… Ahora está esperando, Ros. No tiene prisa. Sabe dónde encontrarnos. Es como si le hubieras invitado a volarnos en pedazos. Bien, pues no ocurrirá. No pienso esperar a que venga por mí. Ni tú tampoco. -Sacó otros dos jerséis de un cajón-. Somos casi de la misma talla. No hará falta que vayas a tu habitación a coger la ropa.

Rosalyn se acercó a la ventana. Un solitario profesor del College paseaba por el jardín. Hacía mucho rato que la multitud de curiosos se había dispersado, así como la policía; costaba creer que otra corredora hubiera sido asesinada aquella mañana, era imposible creer que este segundo asesinato estuviera relacionado con la conversación que había sostenido anoche con Gareth Randolph.

Melinda y ella, protestando, discutiendo y gritando durante todo el trayecto, habían recorrido las escasas manzanas que las separaban de Estusor y le habían encontrado en su despacho. Como carecían de intérprete, se habían comunicado mediante la pantalla de un ordenador. Rosalyn recordó que el aspecto de Gareth era espantoso. Tenía los ojos hinchados, la piel cerúlea, no se había afeitado. Parecía gravemente enfermo, agotado y en las últimas. Pero no parecía un asesino.

Pensaba que habría presentido si Gareth representaba un peligro para ella. La tensión le habría traicionado. Habría dado muestras de pánico si ella le hubiera dicho lo que sabía sobre el asesinato de la mañana anterior. Sin embargo, solo demostró ira y dolor. Al ver su estado, comprendió que había estado enamorado de Elena Weaver.

Había experimentado unos celos sorprendentes e irracionales. Que alguien, aunque fuera un hombre, la amara tanto que soñara con ella, pensara en ella y anhelara una vida en común…

Al observar a Gareth Randolph, al ver sus manos moverse sobre el teclado mientras lanzaba sus preguntas y respondía a las suyas, comprendió que ella deseaba un futuro convencional, como todo el mundo. Este deseo inesperado vino acompañado de una oleada de culpabilidad. Bordeaba los límites de la traición. Su cólera se desató al percibir las jugarretas de su conciencia. ¿Cómo iba a ser una traición aspirar a las perspectivas más normales que la vida ofrecía a todo el mundo?

Volvieron a su habitación. Melinda estaba de un humor de perros. No quería que Rosalyn hablara con nadie sobre la isla de Robinson Crusoe, y hasta el compromiso de hablar con Gareth Randolph en lugar de con la policía había sido insuficiente para aplacar su disgusto. Rosalyn sabía que solo la seducción lograría que Melinda recobrara el buen humor. Y sabía muy bien cómo se desarrollaría la escena: ella, en el papel de suplicante sexual, y Melinda condescendiendo a regañadientes. Sus solícitos avances acabarían por fundir la indiferencia de Melinda, en tanto las reacciones lánguidas y desinteresadas de Melinda la mantendrían en su sitio. Tendría lugar la delicada danza de expiación y castigo que tantas veces interpretaban. Cada movimiento se engarzaría con el siguiente, y cada una demostraría de alguna forma su mutuo amor. Si bien el éxito de la seducción solía deparar unos instantes de gratificación, el proceso se le había antojado anoche de lo más agotador.

Había aducido cansancio, un trabajo, la necesidad de descansar y pensar. Y cuando Melinda la dejó, con una mirada de reproche antes de cerrar la puerta, Rosalyn experimentó un alivio extraordinario.

Sin embargo, no le había servido de mucho para conciliar el sueño. La satisfacción de estar sola no impidió que se revolviera en la cama y tratara de borrar de su mente todos los elementos de su vida que la estaban socavando.

Hiciste una elección, se dijo. Eres lo que eres. Nada ni nadie puede cambiarlo.

Pero lo deseaba con todas sus fuerzas.

– ¿Por qué no piensas en nosotras? -decía Melinda-. Nunca lo haces, Ros. Yo, sí. Siempre. Pero tú, no. ¿Porqué?

– Esto trasciende nuestra relación.

Melinda detuvo sus preparativos, con un par de calcetines enrollados en la mano.

– ¿Cómo puedes decir eso? Te pedí que no hablaras con nadie. Dijiste que tenías que hablar, fuera como fuera. Ahora, otra chica ha muerto. Otra corredora. Una corredora de tu escalera. Él la siguió, Ros. Pensó que eras tú.

– Eso es realmente absurdo. No tiene motivos para hacerme daño.

– Debiste decirle algo sin creer que era importante, pero él supo a qué te referías. Quiso matarte. Y como yo fui contigo, también quiere matarme. Bien, no le daré la oportunidad. Si no te da la gana pensar en nosotras, yo lo haré. Nos abrimos hasta que le enganchen. -Cerró la cremallera de la mochila y la tiró sobre la cama. Fue al ropero en busca de su abrigo, bufanda y guantes-. Primero, cogeremos el tren a Londres. Nos quedaremos cerca de Earl's Court hasta que consiga dinero para…

– No.

– Rosalyn…

– Gareth Randolph no es un asesino. Amaba a Elena. Lo leí en su cara. Nunca le habría hecho daño.

– Chorradas. La gente no para de matarse por amor. Después, vuelven a matar para borrar sus huellas. Y eso es, exactamente, lo que él está haciendo, no importa lo que creyeras ver en la isla. -Melinda paseó la vista por la habitación para asegurarse de que no se dejaba nada-. Vamonos. Date prisa.

Rosalyn no se movió.

– Lo de anoche lo hice por ti, Melinda. No fui a la policía, sino a Estusor. Y ahora, Georgina ha muerto.

– Porque fuiste a Estusor. Porque hablaste. Si hubieras mantenido la boca cerrada, no le habría pasado nada a nadie. ¿No lo entiendes?

– Soy responsable de lo ocurrido. Las dos lo somos.

Melinda apretó la boca con fuerza.

– ¿Que yo soy responsable? Intenté cuidar de ti. Quise protegerte. Traté de impedir que nos pusieras en peligro a las dos. ¿Y ahora soy responsable de la muerte de Georgina? Vaya, qué genial, ¿no?

– ¿No lo comprendes? Permití que me reprimieras. Debí hacer lo que consideraba correcto. Siempre debí hacerlo, pero siempre me aparto del sendero correcto.

– ¿Qué significa eso?

– Que siempre se reduce todo a una cuestión de amor por ti. Si de veras te quiero, tiraré la casa por la ventana. Si de veras te quiero, haremos el amor cuando a ti te dé la gana. Si de veras te quiero, contaré a mis padres la verdad sobre lo nuestro.

– Y todo es por culpa de eso, ¿verdad? Que lo contaste a tus padres y no les gustó. No se deshicieron en alabanzas y te desearon lo mejor. Optaron por la culpabilidad en lugar de la comprensión.

– Si de veras te quiero, siempre haré lo que quieras. Si de veras te quiero, dejaré que pienses por mí. Si de veras te quiero, viviré como una…

– ¿Qué? Termina. Dilo. ¿Vivirás como una qué?

– Nada. Olvídalo.

– Adelante, dilo. Vivirás como una tortillera. Una tortillera. Una tortillera. Porque eso es lo que eres y no puedes asumirlo. Por eso me lo echas en cara. ¿Crees que la respuesta a tus problemas es un hombre? ¿Crees que un hombre te convertirá en lo que no eres? Será mejor que despiertes, Ros. Será mejor que te enfrentes a la verdad. El problema eres tú. -Se colgó del hombro la mochila y tiró la otra al suelo, a los pies de Rosalyn-. Elige.

– No quiero elegir.

– Oh, vamos. No me vengas con esas.

Melinda esperó un momento. Una puerta de la escalera se abrió. Sonó música extravagante, y una voz temblorosa y atiplada proclamó que no tenía pareja. Melinda lanzó una carcajada sardónica.

– Muy apropiado -dijo.

Rosalyn extendió la mano hacia ella, pero no cogió la mochila.

– Melinda.

– Nacemos como nacemos. Es fruto del azar y nadie puede cambiarlo.

– ¿No lo comprendes? Yo no lo sé. Nunca he tenido la oportunidad de averiguarlo.

Melinda asintió, con expresión fría y hermética.

– Fantástico. Ve a averiguarlo, pero no vuelvas lloriqueando cuando descubras lo que hay. -Cogió la mochila y se puso los guantes-. Me marcho. Cierra con llave cuando salgas. Dale la llave al conserje.

– ¿Todo esto porque quiero acudir a la policía? -preguntó Rosalyn.

– Todo esto porque no quieres verte a ti misma.


– Llevo el dinero en el jersey -dijo la sargento Havers.

Levantó la tetera de acero inoxidable, se sirvió e hizo una mueca al ver el color desvaído de la infusión.

– ¿Qué es esto? -preguntó a la camarera, cuando pasó junto a su mesa.

– Mezcla herbácea -respondió la chica.

Havers añadió una cucharada de azúcar, con semblante sombrío.

– Tallos de hierba, lo más probable. -Bebió con expresión indecisa y frunció el ceño-. Tallos de hierba, sin la menor duda. ¿No tienen las marcas normales? ¿Algo que elimine el esmalte de los dientes de una vez por todas?

Lynley se sirvió una taza.

– Es mejor para usted, sargento. No contiene cafeína.

– Tampoco contiene sabor, ¿o es que eso no le preocupa?

– Uno de los inconvenientes de la vida sana.

Havers masculló por lo bajo y sacó los cigarrillos.

– No se puede fumar, señorita -dijo la camarera, cuando trajo las pastas, una selección de rebanadas de pan de especias y pastelillos de fruta sin azúcar.

– Horror y furor -dijo Havers.

Se encontraban en el salón de té Bliss de Market Hill, un pequeño local encajonado entre una papelería y lo que parecía el reducto local de los cabezas rapadas. Una mano poco instruida había garrapateado Heavy Mettle con pintura roja sobre el escaparate del establecimiento, y unos chirridos ensordecedores de guitarras eléctricas surgían de vez en cuando por la puerta. En aparente respuesta a la decoración de la ventana, los de la papelería habían contraatacado con Insufrible cobardía en su propio escaparate, una broma que no debían captar los propietarios y clientes del local vecino.

El salón de té, amueblado con sencillas mesas de pino y salvamanteles de paja trenzada, estaba vacío cuando Lynley y Havers llegaron. La combinación de la música procedente de al lado y la comida vegetariana del menú demostraba que los días del pequeño restaurante estaban contados.

Habían llamado al departamento forense de Cambridge desde una cabina telefónica de la calle Silver, y no desde la sala de descanso de los estudiantes, adonde Havers se había dirigido tras salir de la habitación de Georgina Higgins-Hart. Lynley la detuvo.

– He visto una cabina en la calle. Si hemos de comparar las fibras, prefiero que la noticia no se propague y desencadene toda clase de rumores, antes de que hayamos tomado una decisión.

Habían salido del College en dirección a Trumpington, hacia la vieja cabina mellada que se erguía en una esquina. Le faltaban tres cristales y el cuarto estaba ocupado por un cartel que plasmaba un feto tirado en un cubo de basura, y las palabras: «El aborto es un asesinato», escritas con letras púrpuras que se disolvían en un charco de sangre que se formaba debajo.

Lynley hizo la llamada porque sabía que era el siguiente paso lógico del caso, pero no le sorprendió la información proporcionada por el equipo forense de Cambridge.

– No coinciden -dijo a Havers cuando regresaron al Queen's College, donde la sargento había dejado el coche-. Aún no han terminado, pero de momento, nada.

Faltaban por verificar un abrigo, un jersey, una camiseta y dos pares de pantalones. La sargento Havers concentró su atención en dichas prendas.

Hundió una rebanada de pan en el té y mordió un trozo antes de volver a hablar y retomar el hilo de la conversación.

– Es lógico. Aquella mañana hacía frío. Tuvo que ponerse un jersey. Ya le tenemos.

Lynley se había decantado por la tarta de manzana. Probó un poco. Era pasable.

– No estoy de acuerdo -respondió-. Por las fibras que estamos buscando, sargento. Rayón, poliéster y algodón son demasiado ligeros para un jersey, sobre todo uno que deba llevarse en noviembre para protegerse del frío de la madrugada.

– Muy bien. Aceptado. Pues llevaba algo encima. Un abrigo. Una chaqueta. Se lo quitó antes de matarla. Después, se lo volvió a poner para ocultar la sangre que le había manchado de pies a cabeza cuando la golpeó en la cara.

– ¿Y después lo limpió y preparó, adelantándose a nuestra aparición de esta mañana, sargento? Porque no había manchas en nada. Y si adivinó nuestras intenciones, ¿por qué lo dejó con el resto de sus ropas? ¿Por qué no se deshizo de él?

– Porque no sabe bien cómo funciona una investigación.

– No me gusta, Havers. No encaja. Quedan muchos detalles deslavazados.

– ¿Como cuáles?

– Como qué hacía Sarah Gordon por la mañana en el lugar del crimen y por qué merodeaba por el Patio de la Hiedra aquella misma noche. Por qué Justine Weaver corrió sin el perro el lunes por la mañana. Como cuál es la relación entre la presencia y el comportamiento de Elena Weaver en Cambridge y las aspiraciones de su padre a la cátedra Penford.

Havers cogió una segunda rebanada y la partió en dos.

– Y yo que pensaba que su corazón suspiraba por Gareth Randolph. ¿Qué le ha pasado? ¿Lo ha eliminado de la lista? Y si ha colocado en su lugar a Sarah Gordon, o a Justine Weaver, o quien sea, además de Thorsson…, ¿qué historia se agazapa detrás del segundo asesinato?

Lynley bajó el tenedor y apartó a un lado la tarta de manzana.

– Ojalá lo supiera.

La puerta del local se abrió. Los dos levantaron la vista. Una muchacha entró con paso vacilante. Era de piel clara, con una masa de pelo castaño rojizo que rodeaba su cara como cirros en la última fase del crepúsculo.

– Ustedes son… -Miró a su alrededor, como para asegurarse de que se dirigía a las personas correctas-. Ustedes son de la policía, ¿verdad? -Ya tranquilizada, se acercó a su mesa-. Me llamo Catherine Meadows. ¿Puedo hablar con ustedes?

Se quitó la gorra azul marino, la bufanda a juego y los guantes. Conservó el abrigo. Se sentó en el borde de una silla de respaldo recto, pero no a la mesa que ocupaban, sino a la contigua. Cuando la camarera se aproximó, la joven aparentó confusión un momento. Después, echó un vistazo a la carta y pidió una taza de té a la menta y un pastel de trigo.

– Los he estado buscando desde las nueve y media -dijo-. El conserje de St. Stephen no supo decirme dónde estaban. Los vi entrar por casualidad. Estaba en Barclay's.

– Ah -dijo Lynley.

Catherine dibujó una sonrisa fugaz y retorció las puntas de su cabello. Tenía el bolso sobre el regazo y las rodillas muy juntas. No habló hasta que le trajeron el té y el pastel.

– Es por Lenny -dijo, con la vista clavada en el suelo.

Lynley vio que Havers colocaba el bloc en la mesa y lo abría sin hacer ruido.

– ¿Lenny? -preguntó.

– Thorsson.

– Ah, ya.

– Vi que el martes se quedaban a esperarle después de la clase de Shakespeare. Entonces no supe quiénes eran, pero más tarde me contó que habían hablado sobre Elena Weaver. Dijo que no debíamos preocuparnos por eso, porque… -Extendió la mano hacia la taza, como si fuera a beber, pero luego cambió de opinión-. Eso da igual, ¿verdad? Solo necesitaban saber que no tuvo nada que ver con Elena. Y no la asesinó, desde luego. Estaba conmigo.

– ¿Cuándo, exactamente?

Los miró con ansiedad y sus grises ojos se oscurecieron. No tendría más de dieciocho años.

– Es muy personal. Podría tener muchos problemas si se lo contaran a alguien más. Soy la única estudiante con la que Lenny… -Formó un pequeño tubo con la esquina de la servilleta y prosiguió, más decidida-. Soy la única con la que se ha permitido intimar. Y le ha costado mucho. Su ética. Su conciencia. Lo que sería mejor para nosotros, lo más correcto. Es mi supervisor.

– Son amantes, supongo.

– Ha de saber que pasaron semanas enteras sin que hiciéramos nada. Era una lucha cada vez que estábamos juntos. Nos sentimos atraídos mutuamente desde el primer momento. Saltaban chispas. Lenny fue muy franco y sincero al respecto. Así lo ha combatido en el pasado. Las mujeres le atraen. Lo admite. En el pasado, lo superaba a base de hablar sobre el problema. Lo hablaba con las mujeres y lo superaban juntos. Nosotros también lo intentamos, con todas nuestras fuerzas, pero, en este caso, nos pudo.

– ¿Eso es lo que dijo Lenny?-preguntó Havers, sin expresar la menor emoción en su rostro.

Sin embargo, Catherine debió percibir algo en su tono.

– Yo tomé la decisión de hacer el amor con él -replicó-. Lenny no tuvo que empujarme. Yo estaba dispuesta. Discutimos durante días. Quería que le conociera por completo, por dentro y por fuera, antes de tomar mi decisión. Quería que entendiera.

– ¿Qué? -preguntó Lynley.

– A él. Su vida. Lo que sucedió cuando estuvo comprometido. Quería que le viera como es en realidad, para así aceptarle por completo. Para que nunca me comportara como su prometida. -Se volvió en la silla y los miró de frente-. Ella le rechazó sexualmente. Durante cuatro años, porque él era… Bueno, da igual. Han de comprender que no soportaría padecer lo mismo otra vez. El rechazo y la pena casi le destrozaron. Le ha costado muchísimo superar el dolor y volver a confiar en una mujer.

– ¿Le ha pedido él que hablara con nosotros? -preguntó Lynley.

La muchacha ladeó su bonita cabeza.

– Usted no me cree, ¿verdad? Cree que me lo estoy inventando todo.

– En absoluto. Solo me estaba preguntando si y cuándo le pidió que hablara con nosotros.

– No me pidió que hablara con ustedes. Sería incapaz de ello. Esta mañana me contó que habían ido a verle y que se habían llevado algunas de sus ropas. Entonces, pensé… -Su voz enmudeció mientras cogía la taza. Esta vez bebió. Sostuvo la taza sobre su pequeña y blanca palma-. Lenny no tuvo nada que ver con Elena. Está enamorado de mí.

La sargento Havers emitió una delicada tosecilla. Catherine la fulminó con la mirada.

– Sé lo que está pensando, que para él solo soy una puta idiota, pero no es así. Vamos a casarnos.

– Claro.

– ¡Es verdad! Cuando me gradúe.

– ¿A qué hora la dejó Thorsson? -preguntó Lynley.

– A las siete menos cuarto.

– ¿Se aloja usted en St. Stephen?

– No vivo en el College. Comparto una casa con tres chicas más al lado de Mili Road, hacia Ramsey Town.

Y no hacia la isla Crusoe, pensó Lynley.

– ¿Está segura de la hora?

– No me cabe la menor duda.

Havers dio unos golpecitos sobre la página del cuaderno con su lápiz.

– ¿Porqué?

Hubo cierto grado de orgullo en la respuesta de Catherine.

– Porque miré el reloj cuando Lenny me despertó y lo volví a mirar cuando terminamos. Quise ver cuánto había aguantado esta vez. Setenta minutos. Así que terminamos a las siete menos veinte.

– Un auténtico maratón -comentó Havers-. Debía de estar hecha polvo, y nunca mejor dicho.

– Havers -la reprendió Lynley en voz baja.

La muchacha se levantó.

– Lenny dijo que no me creerían. Dijo que usted en especial -señaló con el dedo a Havers- se la tiene jurada. ¿Por qué?, le pregunté. Ya lo verás, dijo, ya lo verás cuando hables con ella. -Se puso la gorra y la bufanda. Estrujó los guantes entre sus manos-. Bien, ya lo he visto. Es un hombre maravilloso. Es tierno. Es cariñoso, brillante, y ha sufrido mucho en la vida, porque se entrega en cuerpo y alma. Se entregó a Elena y ella lo malinterpretó. Cuando él no quiso acostarse con ella, Elena fue al doctor Cuff con esa historia despreciable… Si son incapaces de comprender la verdad…

– ¿Estuvo anoche con usted? -preguntó Havers.

La muchacha vaciló.

– ¿Cómo?

– ¿Volvió a pasar la noche con usted?

– Pues… No. Tenía que preparar una clase, y un ensayo que está escribiendo. -Su voz adquirió más fuerza-. Está trabajando en un estudio sobre las tragedias de Shakespeare. Es una tesis sobre los héroes trágicos. Víctimas de su tiempo, afirma, derrotados por las circunstancias sociales del momento, no por sus trágicas imperfecciones. Es radical, brillante. Estuvo trabajando en eso anoche y…

– ¿Dónde? -preguntó Havers.

Por un momento, la muchacha volvió a vacilar. No contestó.

– ¿Dónde? -insistió Havers.

– En su casa.

– ¿Le dijo que pasó toda la noche en casa?

Sus manos se cerraron con mayor fuerza sobre los guantes arrugados.

– Sí.

– ¿No se marchó en ningún momento? ¿No fue a ver a nadie? -siguió interrogando Havers.

– ¿A ver a alguien? ¿A quién? ¿A quién querría ver? Yo estaba en una reunión. Volví a casa muy tarde. No había pasado, no había telefoneado. Cuando llamé, no contestó, pero supuse… Yo soy la única con quien sale. La única. De modo que… -Bajó los ojos. Se puso los guantes con ciertas dificultades-. Yo soy la única…

Se encaminó hacia la puerta, se volvió una vez como si fuera a añadir algo, y se marchó. La puerta quedó abierta cuando la joven salió. Un viento frío y húmedo se coló de inmediato en el interior del local.

Havers cogió la taza y la levantó, como saludando la partida de la muchacha.

– Un gran tipo, nuestro Lenny.

– No es el asesino -respondió Lynley.

– No, no lo es. Al menos, no es el de Elena.

Penélope abrió la puerta cuando Lynley llamó al timbre de Bulstrode Gardens a las siete y media de aquella noche. Llevaba a la niña apoyada en el hombro, y aunque solo vestía bata y zapatillas, se había lavado el pelo y caía sobre sus hombros, formando suaves olas. El aire que la rodeaba olía a polvos frescos.

– Hola, Tommy -dijo.

Le condujo a la sala de estar. Había varios volúmenes gruesos abiertos sobre el sofá, en dura competencia con un Colt 45 en miniatura, un sombrero vaquero y un montón de ropa recién lavada que consistía, sobre todo, en pijamas y pañales.

– Anoche despertaste mi interés sobre Whistler y Ruskin -dijo Penélope, indicando los volúmenes, que eran libros de arte-. La disputa entre ellos forma parte ya de la historia, pero hacía años que no pensaba en eso. Whistler fue un gran luchador. Con independencia de la opinión que merezca su obra, bastante controvertida en su tiempo (basta pensar en la sala Peacock de la mansión Leyland), es imposible negarle la admiración.

Se acercó al sofá, ahuecó el montón de colada y depositó sobre ella a la niña, que gorjeó y pataleó alegremente. Desenterró un libro de debajo de la pila.

– Aquí se incluye parte de la transcripción del juicio. Imagínate lo que supone acusar de difamación al crítico de arte más importante de su tiempo. No creo que nadie tuviera hoy los redaños de hacerlo. Escucha su juicio sobre Ruskin. -Cogió el libro y recorrió la página con el dedo-. Aquí está: «No solo me opongo a la crítica cuando es hostil, sino cuando es incompetente. Sostengo que nadie, excepto un artista, puede ser un crítico competente». -Lanzó una carcajada y se apartó el pelo de las mejillas. Era un gesto muy parecido a otro de Helen-. ¿Te imaginas decir eso de John Ruskin? Whistler era muy arrogante.

– ¿Decía la verdad?

– Creo que su juicio es cierto y aplicable a toda crítica artística, Tommy. En el caso de la pintura, un artista basa su juicio sobre una obra en el conocimiento que ha extraído de la educación y la experiencia. Un crítico de arte, cualquier crítico, trabaja a partir de un marco histórico de referencia, cosa que ya se ha hecho, y a partir de la teoría, cosa que debería hacerse ahora. Eso es lo que cuenta: teoría, técnica y un buen conocimiento de los rudimentos básicos. Sin embargo, solo un artista es capaz de comprender realmente a otro artista y a su obra.

Lynley se acercó al sofá, donde un libro estaba abierto por Nocturno en negro y oro: la caída del cohete.

– De su obra solo conozco el retrato de su madre -dijo.

Penélope hizo una mueca.

– Ser recordado por una obra espantosa, y no por estas. De todos modos, soy injusta. El retrato de su madre era un buen estudio de composición y color…, o la falta de luz y color, pero los cuadros de ríos son espléndidos. Fíjate. Poseen una cierta gloria, ¿no? Qué gran desafío es pintar la oscuridad, ver sustancia en las sombras.

– O en la niebla -musitó Lynley.

Penélope levantó la vista del libro.

– ¿La niebla?

– Sarah Gordon se disponía a pintar en medio de la niebla cuando encontró el cadáver de Elena Weaver, el lunes por la mañana. Ese detalle me bloquea cuando reflexiono sobre su papel en lo ocurrido. ¿Crees que pintar la niebla es lo mismo que pintar la oscuridad?

– Yo diría que no hay mucha diferencia.

– ¿Significaría un nuevo estilo, como en Whistler?

– Sí, pero es normal que los artistas cambien de estilo. Basta con pensar en Picasso. El período azul. El cubismo. Siempre estaba experimentando.

– ¿Como un desafío?

Penélope acercó otro volumen. Estaba abierto por Nocturno en azul y plata, la plasmación nocturna del Támesis y el puente de Battersea llevada a cabo por Whistler.

– Desafío, maduración, aburrimiento, necesidad de cambiar, una idea momentánea que da lugar a un compromiso a largo plazo. Los artistas cambian de estilo por muy diversas razones.

– ¿Y Whistler?

– Creo que veía arte donde otra gente no veía nada, pero en ello reside la grandeza del artista, ¿verdad?

Ver arte donde otra gente no ve nada. Comprendió con cierta sorpresa que era la conclusión más lógica que se desprendía de los hechos, y que hasta él hubiera podido extraerla.

Penélope pasó algunas páginas más. Un coche se detuvo en el camino particular. Una puerta se abrió y cerró. La mujer levantó la cabeza.

– ¿Qué le pasó a Whistler? -preguntó Lynley-. No recuerdo si ganó el caso contra Ruskin.

Los ojos de Penélope estaban clavados en las cortinas, que estaban corridas. Los desvió hacia la puerta principal cuando los pasos se acercaron a ella. La grava del camino crujió.

– Ganó y perdió -contestó-. El jurado le concedió un cuarto de penique por daños y perjuicios, pero tuvo que pagar los costes del juicio y terminó arruinado.

– ¿Y después?

– Pasó en Venecia una temporada, no pintó nada y trató de destruirse entre orgías y desenfrenos. Regresó a Londres y siguió destruyéndose.

– ¿No lo consiguió?

– No. -Sonrió-. Se enamoró. De una mujer que le correspondió. Lo cual ayuda a olvidar pasadas injusticias, ¿no? No es posible concentrarse en la autodestrucción cuando el otro adquiere una importancia mucho mayor.

La puerta principal se abrió. Oyeron que alguien se quitaba el abrigo y lo colgaba del perchero. A continuación, más pasos. Después, Harry Rodger se detuvo en la puerta de la sala de estar.

– Hola, Tommy -dijo-. No tenía ni idea de que estabas en la ciudad.

No se movió. Parecía molesto por su traje arrugado y la corbata manchada. Aferraba una bolsa de deporte abierta, por la cual asomaba el puño de una camisa blanca.

– Tienes mejor aspecto -dijo a su mujer. Avanzó unos pasos, bajó los ojos hacia el sofá y vio los libros-. Entiendo.

– Tommy se interesó anoche por Whistler y Ruskin.

– ¿De veras?

Rodger lanzó una fría mirada en dirección a Lynley.

– Sí. -Penélope prosiguió-. Había olvidado lo interesante que fue la situación suscitada entre ellos…

– Mucho.

Penélope levantó poco a poco una mano, como si quisiera comprobar el estado de su cabello. Leves arrugas se marcaron en las comisuras de su boca.

– Iré a buscar a Helen -dijo a Lynley-. Está leyendo a los gemelos. No te habrá oído llegar.

Cuando salió, Rodger se quedó de pie ante el sofá. Pasó las yemas de los dedos sobre la frente de la niña, como dispuesto a bendecirla.

– Creo que deberíamos llamarte Lienzo -dijo, y recorrió la suave mejilla del bebé con su dedo índice-. A mamá le gustaría, ¿verdad?

Miró a Lynley y su boca se curvó en una sonrisa sardónica.

– La gente suele tener otros intereses, además de los relacionados con la familia, Harry -dijo Lynley.

– Intereses secundarios. La familia es lo primero.

– La vida no es tan estricta. La gente no siempre se adapta a moldes ultraconservadores.

– Pen es una esposa. -Rodger hablaba con voz apacible, pero dura y decidida, como una roca-. También es una madre. Tomó esa decisión hace más de cuatro años. Eligió ser la columna vertebral de la familia, no alguien que deja a su hija sobre un montón de ropa, se pone a hojear sus libros de arte y se regodea, en el pasado.

Era una condenación que Lynley consideró particularmente injusta, teniendo en cuenta el interés renovado de Penélope por el arte.

– De hecho, yo la animé a ello ayer.

– Bien. Entendido, pero esa parte de su vida ha terminado para siempre, Tommy.

– ¿Y quién lo ha decidido?

– Sé lo que estás pensando. Te equivocas. Ambos decidimos lo que era más importante, pero ahora no lo acepta. No quiere adaptarse.

– ¿Por qué ha de hacerlo? La decisión no está grabada a fuego sobre su piel, ¿verdad? ¿Por qué no puede compaginar las dos cosas? La carrera y la familia.

– Nadie gana en una situación como esa. Todo el mundo sufre.

– ¿En lugar de solo Pen?

El rostro de Rodger se demudó ante la afrenta, pero el tono de su voz siguió siendo razonable.

– He visto lo que les ha ocurrido a mis colegas, Tommy, aunque puede que tú no. Las mujeres siguen su camino y la familia se disuelve. Y aunque eso no sucediera, aunque Penélope pudiera compaginar los roles de esposa, madre, ama de casa y conservadora de arte sin volvernos locos a todos, cosa que no puede, por cierto, por eso dejó el trabajo en el Fitzwilliam cuando los gemelos crecieron; aquí tiene todo lo que necesita. Un marido, unos buenos ingresos, una casa decente y tres niños sanos.

– Eso no siempre es suficiente.

Rodger lanzó una áspera carcajada.

– Hablas igual que ella. Ha perdido su personalidad, dice. Es una simple extensión de los demás. Una mentira despreciable. Lo que ha perdido son cosas. Lo que sus padres le dieron. Lo que tenía cuando los dos trabajábamos. Cosas. -Dejó caer la bolsa del deporte al lado del sofá y se frotó la nuca-. He hablado con su médico. Dale tiempo, me ha dicho. Es la depresión posparto. Volverá a ser la de siempre dentro de unas semanas. Bien, en lo que a mí concierne, será mejor que se dé prisa. Está acabando con mi paciencia. -Señaló a la niña con un cabeceo-. Cuídala, ¿quieres? He de comer algo.

Salió de la sala y desapareció por la puerta de la cocina. La niña gorjeó de nuevo y manoteó en el aire. Emitió algo parecido a «uh puh», y dirigió al techo una sonrisa desdentada y feliz.

Lynley se sentó a su lado y le cogió una mano. No era mucho más grande que la yema de su pulgar. Las uñas de la niña acariciaron su piel (nunca había pensado que los bebés tuvieran uñas) y experimentó una oleada de ternura hacia ella. Poco preparado para sentir otra cosa que diversión al quedarse a solas con el bebé, cogió uno de los libros de arte de Penélope. Aunque veía las palabras algo borrosas porque no quería, ni podía, tomarse la molestia de ponerse las gafas, se abismó en la descripción de los primeros tiempos que James McNeil Whistler pasó en París, y las revelaciones tópicamente académicas y farragosas acerca de la relación con su primera amante, cuya entrada y salida en la vida de Whistler se resumía en una sola frase: «Asumió el estilo de vida que consideraba apropiado para un bohemio y sedujo a una joven modistilla (apodada La Tigresse, con la gozosa propensión hiperbólica de aquel período), para que viviera con él y posara como modelo durante cierto tiempo». Lynley siguió leyendo, pero no había más referencias de la modistilla. Para el erudito que había escrito el libro, solo merecía una frase, sin importar lo que hubiera significado para Whistler, ni la influencia o inspiración que hubiera ejercido en su obra.

Lynley reflexionó sobre la implicación velada que se desprendía de aquellas palabras. «Inexistente», declaraban, alguien a la que pintaba y con quien compartía su lecho. La historia la describía como la amante de Whistler. Su personalidad se diluía en el olvido.

Se levantó, inquieto, se acercó a la chimenea y contempló las fotos alineadas sobre la repisa. Mostraban a Penélope con Harry, a Penélope con los niños, a Penélope con sus padres, a Penélope con sus hermanas. No había ni una foto de Penélope sola.

– ¿Tommy?

Se volvió y vio que Helen había entrado en la sala. Se quedó cerca de la puerta, vestida con prendas de lana marrón y seda blanca. Una elegante chaqueta de camello colgaba de su brazo. Penélope apareció detrás de ella.

Quiso decirles: «Creo que ya comprendo. En este momento. Creo que por fin he comprendido», pero, consciente de lo inadecuado que sería, considerando que era un hombre, se limitó a decir:

– Harry se está preparando algo de comer. Gracias por tu ayuda, Pen.

Penélope expresó su agradecimiento de una manera breve y vacilante: un movimiento de los labios que habría podido pasar por una sonrisa, un rápido cabeceo. Se acercó al sofá y empezó a cerrar sus libros. Los dejó sobre el suelo y cogió a la niña.

– Ya tenía que haber comido -dijo-. No entiendo por qué no ha cogido un berrinche.

Salió de la sala. Oyeron que subía la escalera.

No dijeron nada hasta que subieron al coche, mientras recorrían la escasa distancia que los separaba de Trinity Hall, donde iba a celebrarse el concierto de jazz en la sala de descanso de los estudiantes. Fue lady Helen quien rompió el silencio.

– Ha vuelto a la vida, Tommy. No sé cómo explicarte el alivio que me ha producido.

– Sí, lo sé. Me he dado cuenta de la diferencia.

– Durante todo el día ha estado concentrada en algo que no era esta casa. Es lo que necesita, y lo sabe. Los dos lo saben. Es obvio.

– ¿Has hablado con ella sobre eso?

– «¿Cómo voy a abandonarlos? -me ha preguntado-. Son mis hijos, Helen. ¿Qué clase de madre sería si los abandonara?»

Lynley la miró, pero Helen tenía la cara vuelta.

– No puedes resolver este problema por ella.

– Si no lo hago, seré incapaz de abandonarla.

La determinación que subyacía en sus palabras desanimó a Lynley.

– Piensas quedarte aquí, ¿no?

– Mañana llamaré a Daphne. Que aplace su visita una semana más. Bien sabe Dios lo contenta que se pondrá. Ella también tiene una familia.

– Maldita sea, Helen, ojalá pudieras…

Notó que ella se volvía en el asiento, adivinó que le estaba mirando. No añadió nada más.

– Has sido bueno con Pen. Creo que gracias a ti se ha enfrentado a algo que no quería afrontar.

La información no le proporcionó el menor placer.

– Me alegro de ser útil a alguien.

Aparcó el Bentley en un hueco de Garret Hostel Lane, a pocos metros del puente peatonal que cruzaba el río Cam. Regresaron hacia el pabellón del conserje del College, que estaba bajando por la calle desde la entrada de St. Stephen.

El aire era frío, y parecía impregnado de humedad. Una espesa capa de nubes ocultaba el cielo nocturno. Sus pasos despertaron sonoros ecos en la calzada, como un redoble de tambor.

Lynley miró a lady Helen. Caminaba tan cerca de él que sus hombros se rozaban, y el calor de su brazo, combinado con el fresco y penetrante perfume de su cuerpo, le incitaba a una acción que intentaba desechar. Se dijo que había cosas más importantes en la vida que la satisfacción inmediata de los deseos. Trató de creerlo, al tiempo que se abismaba en la contemplación del contraste que ofrecía la cascada oscura de su cabello sobre el tono perlífero de su piel.

– ¿Yo te soy útil, Helen? -preguntó, como si la conversación de antes no se hubiera interrumpido-. Esa es la auténtica cuestión, ¿no? -Aunque logró dominar su voz, los latidos de su corazón se aceleraron-. No ceso de preguntármelo. Pongo en un platillo de la balanza lo que soy, y en el otro lo que debería ser, y me pregunto si existe un equilibrio.

Cuando Helen volvió la cabeza, la luz ámbar que surgía de una ventana la rodeó como una aureola.

– ¿Por qué te menosprecias siempre?

Lynley reflexionó sobre la pregunta y rastreó sus pensamientos y sentimientos hasta su origen. Descubrió que emanaban de la decisión tomada por Helen de quedarse en Cambridge con su familia. Él quería que volviera a Londres, que estuviera en todo momento a su disposición. Si le era útil, regresaría a petición suya. Si valoraba su amor, se inclinaría ante sus deseos. Deseaba que lo hiciera. Deseaba una clara manifestación del amor que ella afirmaba sentir hacia él. Y deseaba ser quien decidiera exactamente cuál debía ser esa manifestación.

Pero no podía decirle eso.

– Creo que estoy luchando con una definición de amor.

Ella sonrió y le cogió del brazo.

– Tú y todo el mundo, Tommy.

Doblaron la esquina de Trinity Lane y entraron en el College. En una pizarra había escritas las palabras:

«PON JAZZ EN TU VIDA ESTA NOCHE», con tizas de colores, y flechas de papel pegadas a la calzada atravesaban el patio principal del College hasta llegar a la sala de descanso de los estudiantes, situada en la parte noreste del terreno.

El edificio que albergaba la sala, al igual que el de St. Stephen, era moderno, poco más que paneles de madera alternados con otros de cristal. Además de la sala de descanso, alojaba el bar del College, donde una considerable multitud se había congregado alrededor de mesas pequeñas. Todo el mundo estaba enzarzado en ruidosas conversaciones, que parecían girar en torno a dos hombres enfrascados en una partida de dardos, disputada con más ardor del habitual. La razón aparente de la ávida concentración parecía residir en la edad. Un jugador era un joven que no contaría más de veinte años, y el otro un hombre mayor de barba gris.

– Ánimo, Petersen -gritó alguien cuando le llegó su turno al joven-. Demuéstrales a todos que no hay nadie como los estudiantes.

El joven realizó una aparatosa demostración de relajar los músculos y adoptar la posición correcta, antes de tirar y fallar estrepitosamente. Las burlas atronaron la sala. En respuesta, se giró en redondo, señaló su trasero en un gesto significativo y se llevó una pinta de cerveza a la boca.

Lynley guió a lady Helen hasta el bar y desde allí se dirigieron hacia la sala de descanso, cervezas en ristre. La sala tenía varios niveles diferentes, con una fila de sofás fijados al suelo y numerosas sillas carentes de todo interés, con respaldo flojo. En un extremo de la sala, el piso se elevaba hasta lo que se estaba utilizando como escenario, y donde el grupo de jazz se preparaba para iniciar la actuación.

Eran seis, y solo necesitaban espacio para disponer un teclado, la batería, tres sillas de respaldo recto para el saxo, la trompeta y el clarinete, y una zona triangular toscamente delimitada para el contrabajo. Los cables eléctricos que brotaban del teclado parecían serpentear por todas partes, y Miranda Webberly tropezó con uno de ellos, en su prisa por saludarlos, cuando vio a Lynley y a lady Helen.

Se enderezó con una sonrisa y se precipitó hacia la pareja.

– ¡Han venido! Esto es increíble. Inspector, ¿me promete decirle a papá que soy un genio musical? Estoy preparando otro viaje a Nueva Orleans, pero solo colaborará si creo que tengo futuro improvisando en Bourbon Street *.

– Le diré que tocas como un ángel.

– ¡No! ¡Como Chet Baker, por favor! -Saludó a lady Helen y continuó en tono confidencial-. Jimmy, nuestro batería, quería suspender el concierto de esta noche. Está en Queen's, y pensó que después de la segunda chica asesinada… -Miró hacia el batería, que estaba probando los platillos con aire sombrío-. No deberíamos actuar, dijo, no es correcto, pero no ha encontrado un sustituto. Paul, el bajo, quería reclutar a alguien en un club de Arbury, pero al final nos pareció mejor seguir adelante. No sé cómo sonaremos. Nadie parece muy en forma.

Paseó una mirada nerviosa por la sala, como si necesitara descubrir un dato contrario que la tranquilizara.

Se había congregado ya una respetable multitud, atraída al parecer por los rápidos acordes y escalas que el pianista empleaba para calentar el ambiente. Lynley aprovechó la oportunidad, antes de que el concierto empezara, y preguntó:

– Randie, ¿sabías que Elena estaba embarazada?

Miranda se sostuvo sobre un pie, mientras se frotaba el tobillo izquierdo con la suela de su zapatilla deportiva derecha.

– Más bien -contestó.

– ¿Cómo es eso?

– Quiero decir que lo sospechaba. Nunca me lo dijo. Se volvía a repetir el toma y daca habitual.

– Quieres decir que no lo sabías a ciencia cierta.

– No lo sabía a ciencia cierta.

– Pero lo sospechabas. ¿Por qué?

Miranda se mordió el labio inferior.

– Fue por los «Cocoa Puffs» de la despensa, inspector. Eran suyos. No tocó la caja en semanas.

– Creo que no entiendo.

– Su desayuno -dijo lady Helen.

Miranda asintió.

– Dejó de desayunar. Y la encontré tres o cuatro veces en el váter, vomitando. Una vez la sorprendí en plena sesión, y las otras… -Miranda retorció un botón de su chaqueta de lana azul. Llevaba una camiseta debajo-. Noté el olor.

Era de la policía, pensó Lynley. Una observadora nata. No se le pasaba nada por alto.

– Le habría dicho algo el lunes por la noche, pero no estaba segura. Su comportamiento no cambió, a excepción de esos malestares matutinos.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no se comportaba como si tuviera alguna preocupación concreta, y pensé que podía equivocarme.

– Quizá no estaba preocupada. Hoy una soltera embarazada no es el desastre que representaba hace treinta años.

– Puede que en su familia no -sonrió Miranda-, pero no creo que mi padre recibiera la noticia como el anuncio de la Segunda Venida. Y jamás me dio la impresión de que su padre fuera diferente.

– Vamos, Randie. A escena -la llamó el saxo desde el otro lado de la sala.

– De acuerdo -dijo, y se despidió de Lynley y lady Helen-. Me marco una galopada durante el segundo número. Estén atentos.

– ¿Una galopada? -preguntó lady Helen, mientras Randie corría a reunirse con sus compañeros-. ¿Qué demonios significa eso, Tommy?

– Debe de ser jerga del jazz. Temo que necesitaríamos a Louis Armstrong de traductor.

El concierto empezó con un redoble de batería.

– Suave, Randie -dijo el pianista-. Uno, dos, tres…

Randie, el saxo y el clarinete levantaron sus instrumentos. Lynley consultó la hoja de papel que servía de programa y leyó el título de la pieza: Circadian Dysrhythmia. Llevaba la voz cantante el pianista, quien, inclinado sobre su instrumento con esfuerzo y concentración, se encargó de la vivaz melodía durante los primeros minutos, hasta ceder el protagonismo al clarinete, que se puso en pie y prosiguió. El batería dotaba a los platillos de un ritmo trepidante. Mientras tocaba, observaba a la multitud con los ojos entornados.

Más público entró en la sala a mitad de la pieza, procedente del bar y del resto del College, pues no cabía duda de que la música se oía desde los edificios cercanos. Las cabezas se movían al compás de la música, mientras las manos seguían el ritmo sobre los brazos de las sillas, los muslos y las jarras de cerveza. Al finalizar el número ya tenían al público en el bolsillo, y cuando la canción concluyó (sin previa advertencia ni disminución del entusiasmo de los músicos, sino tras una sola nota que dio paso al silencio), un largo y enfervorizado aplauso siguió al momento de sorprendida pausa.

El grupo recibió las muestras de aprobación con un cabeceo del pianista. Antes de que los aplausos murieran, el saxo atacó la conocida melodía de Take Five. Después de recorrer la pieza en su totalidad, empezó a improvisar. El contrabajo le acompañaba, repitiendo tres notas, y el batería mantenía el ritmo, pero, por lo demás, el saxo iba a la suya. Y se entregaba en cuerpo y alma, los ojos cerrados, el cuerpo echado hacia atrás, el instrumento levantado. Era la clase de música que se siente en el plexo solar, retumbante y persistente.

El saxo terminó su improvisación y cabeceó en dirección a Randie, que se levantó y empalmó con la última nota de su compañero. El contrabajo volvió a marcar las tres notas, la batería no cesó en su ritmo machacón. Sin embargo, el sonido de la trompeta modificó el aire de la pieza. Se convirtió en una jubilosa, exaltada y pura celebración sonora.

Al igual que el saxo, Miranda tocaba con los ojos cerrados y seguía con el pie derecho el ritmo de la batería. Sin embargo, al contrario que el saxo, cuando completó la improvisación y dio paso al clarinete, sonrió con indisimulado placer a los aplausos que premiaban su «galopada».

El tercer título, Just a Child, volvió a cambiar el tono. Daba protagonismo al clarinete, un pelirrojo obeso cuyo rostro brillaba de sudor, y sus notas melancólicas hablaban de anocheceres lluviosos y clubs nocturnos mal ventilados, humo de cigarrillos y vasos de ginebra. Invitaba a bailar despacio, a besar despacio, a dormir.

Gustó mucho al público, así como la siguiente pieza, titulada Black Nightgown, protagonizada por el saxo y el clarinete. Así terminó la primera parte.

Hubo un clamor unánime de protesta cuando el pianista anunció «una pausa de quince minutos», pero, como brindaba la oportunidad de volver a llenar los vasos, casi todo el mundo desfiló hacia el bar. Lynley no se quedó atrás.

Comprobó que los tiradores de dardos seguían en lo suyo, indiferentes a la actuación que tenía lugar al lado. Al parecer, el joven había recuperado la forma, porque el marcador de la pizarra señalaba que casi había logrado alcanzar a su barbudo contrincante.

– Último lanzamiento -anunció-. De espaldas, diana, y gano. ¿Quién apuesta por mí?

– ¡Vaya fiera! -rió alguien.

– Tira de una vez, Petersen -gritó otro-, y acaba con tus padecimientos.

Petersen chasqueó la lengua con fingida decepción.

– Oh, qué falta de fe intolerable -dijo.

Dio la espalda al tablero, tiró hacia atrás y pareció sorprenderse tanto como los demás cuando el dardo voló como un imán hacia el metal y atravesó el centro del blanco.

La multitud lanzó un rugido de satisfacción. Petersen saltó sobre una mesa.

– ¡Me dirijo a todos los presentes! -gritó-. Atrévanse. Tienten su suerte. Solo estudiantes. Collins se acaba de llevar un chasco, y quiero sangre fresca. -Escudriñó la masa de cuerpos apretados, que el humo de los cigarrillos casi ocultaba-. ¡Usted, doctor Troughton! Le veo agazapado en un rincón. Salga y defienda el honor de los profesores.

Lynley siguió la dirección de su mirada hasta una mesa situada al fondo de la sala, donde otro profesor del College conversaba con dos hombres más jóvenes.

– Olvídese por un momento de la historia -continuó Petersen-. Déjela para las evaluaciones. Vamos, Troughton, anímese.

El hombre levantó la vista. Rechazó la invitación con un ademán. Los congregados le alentaron. No hizo caso.

– Maldita sea, Troughtsie, anímese. Compórtese como un hombre -rió Petersen.

– Al ataque, Trout * -gritó alguien.

Y, de repente, Lynley no oyó otra cosa que el nombre y sus sucesivas variaciones. Troughton, Troughtsie, Trout. La eterna predilección de los estudiantes por dar a sus profesores una especie de apelativo afectuoso. Él también lo había hecho, primero en Eton, y después en Oxford.

Por primera vez, se preguntó si Elena Weaver había hecho lo mismo.

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