Capítulo 15

Dos coches de la policía, con gran aparato de luces y sirenas, encabezaban la caravana de vehículos que salió de Cambridge, avanzó a toda velocidad por Lensfield Road, remontó Fen Causeway y corrió paralela a Las Lomas hasta desviarse hacia el oeste, en dirección a Madingley. La siguieron con ojos desorbitados estudiantes, ciclistas que se apresuraron a apartarse, profesores togados que se dirigían a sus clases y dos autocares de turistas japoneses que habían descendido en la avenida cubierta de hojas otoñales que conducía al Patio Nuevo de Trinity College.

El Mini de Havers iba emparedado entre el segundo coche de la policía y el vehículo de Sheehan, sobre cuyo techo habían colocado una luz de advertencia. Detrás venía el furgón de los analistas del lugar del crimen, y detrás de este una ambulancia, con la débil esperanza de que la palabra «cuerpo» no significara necesariamente «cadáver».

Cruzaron el paso elevado sobre la Mil y serpentearon entre las casas que formaban el pueblecito de Madingley. Luego, se internaron por un estrecho sendero. Era una zona agrícola, un cambio brusco de ciudad a campo, a solo unos minutos de Cambridge. Setos de espino, brezo y acebo señalaban los límites de los campos recién plantados de trigo otoñal.

Doblaron una curva, tras la cual había un tractor de enormes ruedas cubiertas de barro, una de las cuales se apoyaba en la cuneta. El hombre que lo conducía llevaba una gruesa chaqueta con el cuello subido hasta las orejas y los hombros encogidos, para protegerse del viento y del frío. Un perro pastor que estaba tendido inmóvil junto a la rueda trasera del camión se levantó cuando el hombre se lo ordenó con voz autoritaria y se acercó a su lado.

– Por aquí-dijo el hombre, después de presentarse como Bob Jenkins y señalar su casa, que se encontraba a unos cuatrocientos metros de distancia, alejada de la carretera y rodeada por un pajar, edificios anexos y campos-. Shasta la encontró.

Al oír su nombre, el perro enderezó las orejas, meneó una sola vez la cola y siguió a su amo hasta unos seis metros del tractor, donde un cuerpo yacía entre las malas hierbas y helechos que crecían en la base del seto.

– Nunca había visto nada igual -dijo Jenkins-. No sé adónde irá a parar este maldito mundo.

Se tiró de la nariz, que el frío teñía de púrpura, y parpadeó cuando el viento del noroeste sopló. Mantenía la niebla a raya, al igual que el día anterior, pero traía consigo las gélidas temperaturas del mar del Norte. Un seto ofrecía escasa protección contra él.

– Maldita sea -fue el único comentario de Sheehan cuando se agachó junto al cuerpo. Lynley y Havers le imitaron.

Era una muchacha, alta y delgada, de cabello color haya. Vestía camiseta verde, pantalones cortos blancos, zapatillas deportivas y calcetines bastante sucios; el izquierdo se había arrugado a la altura del tobillo. Estaba tendida de espaldas, con la barbilla levantada, la boca abierta, los ojos vidriosos. Su torso era una masa purpúrea moteada por el tatuaje oscuro de partículas de pólvora sin quemar. Bastaba una mirada para saber que la ambulancia solo serviría para transportar el cuerpo a la autopsia.

– ¿La ha tocado? -preguntó Lynley a Bob Jenkins.

Al hombre pareció aterrorizarle la idea.

– No toqué nada. Shasta la olfateó, pero retrocedió enseguida cuando captó el olor a pólvora. A Shasta no le gustan las armas.

– ¿Oyó algún disparo esta mañana?

Jenkins negó con la cabeza.

– Me puse a arreglar el motor del tractor de buena mañana. Lo encendía y apagaba, dándole al carburador y metiendo mucho follón. Si alguien se la cargó entonces… -Movió la cabeza hacia el cuerpo, pero no lo miró-. No lo habría oído.

– ¿Y el perro?

La mano de Jenkins se dirigió automáticamente hacia la cabeza del perro, que se encontraba a escasos centímetros de su muslo izquierdo. Shasta parpadeó, jadeó unos momentos y aceptó la caricia con otro meneo de la cola.

– Ladró un poco -contestó Jenkins-. Tenía puesta la radio muy alta para que se oyera por encima del motor, y tuve que hacerle callar.

– ¿Recuerda a qué hora fue?

Al principio, Jenkins meneó la cabeza, pero después alzó una mano enguantada, apuntando al cielo con un dedo, como si se le hubiera ocurrido una idea repentina.

– Eran cerca de las seis y media.

– ¿Está seguro?

– Estaban dando las noticias y quería oír si la primera ministro iba a hacer algo sobre el asunto de los impuestos de capitación. -Sus ojos se desviaron hacia el cadáver, pero los apartó al instante-. Pudieron matar a la chica en aquel momento, pero debo decir que Shasta estaba ladra que te ladra. A veces lo hace.

Policías uniformados procedieron a cortar el sendero cuando el equipo de analistas empezó a descargar su equipo del furgón. El fotógrafo de la policía se acercó, empuñando la cámara como un escudo. Tenía un tono verdoso bajo los ojos y alrededor de la boca. Esperó la señal de Sheehan, que estaba inspeccionando la camiseta empapada en sangre de la muchacha.

– Un disparo -dijo. Levantó la vista y chilló al equipo de analistas-: A ver si encontráis el cartucho. -Descansó sobre sus robustas caderas y meneó la cabeza-. Esto será más jodido que buscar una aguja en un pajar.

– ¿Por qué? -preguntó Havers.

Sheehan la miró, sorprendido.

– Es que vive en la ciudad, superintendente -explicó Lynley-. Es la temporada de caza del faisán -dijo a Havers.

– Todo el mundo que quiera cazar faisanes se va a proveer de una escopeta. Las matanzas empiezan la semana que viene. Es la época del año en que cualquier idiota con el dedo inquieto y la necesidad de experimentar las sensaciones de los cavernícolas sale a disparar sobre cualquier cosa que se mueva. A final de mes habrá heridos a mansalva.

– Pero no así.

– No. Esto no fue un accidente. -Rebuscó en el bolsillo del pantalón y sacó un billetero, del cual extrajo una tarjeta de crédito-. Dos chicas, y las dos corrían. Las dos altas, las dos rubias, las dos de pelo largo.

– ¿No estará pensando en un asesino psicópata?

El tono de Havers expresaba duda y decepción ante la posibilidad de que el superintendente de Cambridge hubiera llegado a tal conclusión.

Sheehan utilizó el borde de la tarjeta de crédito para limpiar una mancha de tierra y hojas que había en la camiseta. Las palabras «Queen's College, Cambridge» estaban bordadas sobre el pecho izquierdo, alrededor del escudo de armas del colegio.

– ¿Se refiere a alguien propenso a cargarse corredoras rubias? -preguntó Sheehan-. No, no lo creo. Los asesinos psicópatas no varían su rutina. El asesinato es su firma. Ya sabe a qué me refiero: he roto otra cabeza con un ladrillo, polizontes, ¿aún no tenéis ninguna pista? -Limpió la tarjeta de crédito, se secó los dedos con un pañuelo rojo y se puso en pie-. Fotografíala, Graham -dijo, y el fotógrafo se acercó. En ese momento, los analistas se pusieron en movimiento, al igual que los agentes uniformados, y dieron comienzo al lento proceso de examinar cada centímetro del terreno circundante.

– Tengo que ir a ese campo, si no les importa -dijo Bob Jenkins, y movió la barbilla en dirección al lugar adonde se encaminaba cuando su perro descubrió el cadáver.

A unos tres metros de la muchacha muerta, un hueco en el seto revelaba una puerta que daba acceso al campo más próximo. Lynley lo contempló unos momentos, mientras los analistas empezaban su trabajo.

– Dentro de unos minutos -dijo al granjero-. Superintendente, será preciso buscar huellas a lo largo de todo el perímetro. Huellas de pisadas. Huellas de neumáticos, de coche o de bicicleta.

– De acuerdo.

Lynley y Havers caminaron hacia la puerta. Era lo bastante ancha para permitir el paso de un tractor, y una gruesa masa de espino la enmarcaba por ambos lados. Pasaron por encima con precaución. La tierra del otro lado era blanda, y estaba pisoteada y llena de rodadas en dirección al campo. Su consistencia era frágil, se desmenuzaba con facilidad y, aunque había huellas de pies por todas partes, ninguna había dejado una impresión bien marcada.

– Nada decente -dijo Havers, mientras exploraba la zona-, pero si fue una emboscada…

– La espera debió de ser aquí -concluyó Lynley.

Sus ojos se movían lentamente sobre la tierra, de un lado a otro de la puerta. Cuando localizó lo que estaba buscando, una señal en el suelo que no coincidía con las demás, dijo:

– Havers.

La sargento se acercó. El detective señaló la leve impresión circular en la tierra, la estrecha y alargada impresión, apenas discernible, que había detrás, y la fisura más profunda y definida que completaba el conjunto, que se encontraba en ángulo agudo a unos setenta y cinco centímetros de la puerta y a menos de treinta del seto de espino.

– Rodilla, pierna, pie -dijo Lynley-. El asesino se arrodilló aquí, oculto tras el seto, sobre una rodilla, y apoyó el fusil en la segunda barra de la puerta. Y esperó.

– ¿Cómo pudo saber alguien…?

– ¿Que iba a correr por aquí? De la misma manera que alguien supo dónde encontrar a Elena Weaver.


Justine Weaver rascó con un cuchillo el borde quemado de la tostada, y vio que la ceniza negra manchaba la limpia superficie del fregadero como una fina capa de pólvora. Trató de encontrar un lugar en su interior que aún contuviera compasión y comprensión, una especie de pozo del que pudiera beber y volver a llenar lo que los acontecimientos de los últimos ocho meses (y de los dos días anteriores) habían secado. Pero, si alguna vez había existido un manantial de empatía en su seno, se había secado y dejado en su lugar un terreno yermo de resentimiento y desesperación, del que nada fluía.

Han perdido a su hija, se dijo. Comparten el mismo dolor. Sin embargo, aquellos hechos no eliminaban la desdicha que sentía desde el lunes por la noche, la repetición de un dolor anterior, como la misma melodía interpretada en un tono diferente.

Ayer, Anthony y su ex mujer habían llegado juntos a casa en silencio. Habían ido a la policía. Habían ido a la funeraria. Habían elegido un ataúd y hecho los preparativos, nada de lo cual compartieron con ella. Solo cuando trajo las bandejas con bocadillos y pastel, solo cuando sirvió el té, solo cuando les pasó el limón, la leche y el azúcar, los dos musitaron algunos menoscabos. Y después fue Glyn quien, por fin, le dirigió la palabra, eligiendo el momento y esgrimiendo el arma, una declaración en apariencia sencilla, pronunciada en el instante adecuado.

Cuando habló, mantuvo los ojos fijos en la bandeja de bocadillos que Justine le estaba ofreciendo y que no hizo ademán de aceptar.

– Prefiero que te mantengas alejada del funeral de mi hija, Justine.

Estaban en la sala de estar, reunidos alrededor de la mesita de café. El fuego artificial estaba encendido, y sus llamas lamían los falsos carbones con un mudo siseo. Las cortinas estaban corridas. Un reloj eléctrico zumbaba suavemente. Se encontraban en un lugar sensato, civilizado.

Al principio, Justine no dijo nada. Miró a su marido, esperando que protestara, pero este dedicaba su atención exclusiva a la taza de té y al platillo. Un músculo se agitó en la comisura de su boca.

Sabía lo que iba a suceder, pensó ella.

– ¿Anthony? -dijo.

– No te unía ningún lazo real a Elena -prosiguió Glyn, con voz serena, extremadamente razonable-. Por eso prefiero que no estés presente. Espero que lo comprendas.

– Durante diez años he sido su madrastra -dijo Justine.

– Por favor -replicó airada Glyn-. La segunda esposa de su padre.

Justine dejó la bandeja. Examinó la pulcra disposición de los bocadillos y comprobó la perfección del diseño que había elegido: ensalada de huevo, cangrejo, jamón, queso cremoso. Las cortezas quitadas, cada borde del pan cortado como si fuera un avión perfecto. Glyn continuó.

– La llevaremos a Londres para la ceremonia, de manera que solo te quedarás sin Anthony durante unas pocas horas. Después, ya podréis reintegraros a vuestra vida habitual.

Justine intentó, sin éxito, encontrar una respuesta.

Glyn prosiguió, como si recitara una lección aprendida de antemano.

– Nunca supimos con seguridad por qué Elena nació sorda. ¿Te lo ha dicho Anthony? Sí, supongo que habríamos podido encargar algún estudio de tipo genético, ya sabes a qué me refiero, pero no nos tomamos esa molestia.

Anthony se inclinó hacia delante y dejó la taza sobre la mesita. No apartó los dedos del platillo, como si temiera que fuera a caer al suelo.

– No veo que… -empezó Justine.

– La realidad es que tú también podrías dar a luz un bebé sordo, Justine, si los genes de Anthony contienen alguna imperfección. Creí que debía comentarte esa posibilidad. ¿Estás preparada, desde un punto de vista emocional, para habértelas con un niño minusválido? ¿Has pensado hasta qué punto perjudicaría a tu carrera un niño sordo?

Justine miró a su marido. Este evitó su mirada. Una de sus manos formó un puño sobre su muslo.

– ¿De veras crees esto necesario, Glyn? -preguntó Justine.

– Pensaba que te sería de ayuda.

Glyn extendió la mano hacia su taza. Por un momento, dio la impresión de que examinaba la rosa de la porcelana. Giró la taza a la derecha, luego a la izquierda, como si tuviera la intención de admirar su diseño.

– Ya está, ¿no? Todo está dicho. -Devolvió la taza a su sitio y se levantó-. No quiero cenar.

Los dejó solos.

Justine se volvió hacia su marido, aguardando a que hablara, y vio que estaba inmóvil. Daba la impresión de que iba a desaparecer en su interior, de que huesos, sangre y carne se iban a convertir en las cenizas y polvo de que están formados todos los hombres. Tiene unas manos pequeñas, pensó ella. Y por primera vez reflexionó sobre el ancho anillo de oro que llevaba en el dedo y la razón que la había impulsado a comprárselo; era el más grande, ancho y brillante de la tienda, el más capaz de proclamar su matrimonio.

– ¿Es esto lo que deseas? -le preguntó por fin.

Sus párpados parecían de cartón, su piel, dolorida y estirada.

– ¿Qué?

– Que me mantenga alejada del funeral. ¿Es eso lo que deseas, Anthony?

– Ha de ser así. Trata de comprender.

– ¿Comprender, qué?

– Que no es responsable de la persona que es ahora. No tiene control sobre lo que dice y hace. Le sale de muy dentro, Justine. Has de comprender.

– Y mantenerme alejada del funeral.

Vio el movimiento de resignación (un simple levantar y bajar uno de sus dedos) y supo la respuesta antes de que hablara.

– La herí. La abandoné. Le debo esto. Se lo debo a las dos.

– Santo Dios.

– Ya he hablado con Terence Cuff sobre el funeral que se celebrará el viernes en la iglesia de St. Stephen. Tú acudirás, y también los amigos de Elena.

– ¿Y ya está? ¿Eso es todo? ¿Así opinas sobre nuestro matrimonio, nuestra vida, mi relación con Elena?

– Esto no tiene nada que ver contigo. No te lo tomes tan a pecho.

– Ni siquiera discutiste con ella. Podrías haber protestado.

Él la miró por fin.

– Así debe ser.

Justine no dijo nada más. Notó que su resquemor aumentaba, pero se mordió la lengua. Sé sumisa, habría dicho su madre. Sé buena chica.

Puso la sexta tostada, junto con huevos duros y salchichas, en una bandeja blanca de mimbre. Las buenas chicas han de ser compasivas. Las chicas sumisas perdonan, perdonan y perdonan. No pienses en ti. Supéralo. Has de encontrar una necesidad mayor que la tuya y satisfacerla. Ese es el modelo de vida cristiano.

Pero no podía hacerlo. En la balanza simbólica que utilizaba para sopesar su comportamiento, ponía las horas perdidas que había dedicado a intentar establecer un vínculo con Elena, las mañanas que había corrido a su lado, las noches empleadas en ayudarla a redactar sus trabajos, las interminables tardes de domingo durante las que había esperado el regreso de padre e hija, de alguna excursión que Anthony había considerado esencial para recuperar el amor y la confianza de Elena.

Entró la bandeja en la salita encristalada donde su marido y Glyn estaban sentados a la mesa de mimbre. Habían picoteado gajos de pomelo y cereales durante casi media hora, y supuso que ahora harían lo mismo con los huevos, las salchichas y las tostadas.

Sabía que debía decir: «Los dos necesitáis comer», y otra Justine habría conseguido dotar de un timbre de sinceridad a las cuatro palabras. En cambio, no dijo nada. Se sentó en su lugar de costumbre, de espaldas al camino particular, frente a su marido. Le sirvió café. Él levantó la cabeza. Parecía diez años mayor que dos días antes.

– Cuánta comida-dijo Glyn-. No puedo comer. Qué desperdicio. -Contempló a Justine mientras esta quitaba la parte superior al huevo duro-. ¿Has ido a correr esta mañana? -preguntó, pero Justine no contestó-. Imagino que volverás a empezar pronto. Para una mujer es importante conservar la figura. No te has hecho ninguna operación de liposucción, ¿verdad?

Justine miró el pedazo de clara sólida que había separado del huevo. Todas las advertencias de su pasado se alzaron en su mente, pero formaban una barrera insustancial, que la noche anterior facilitó superar.

– Elena estaba embarazada -dijo, y levantó la vista-. Embarazada de ocho semanas.

Vio que el rostro de Anthony reflejaba una profunda aflicción. Glyn se limitó a dibujar una curiosa sonrisa de satisfacción.

– El hombre de Scotland Yard vino ayer por la tarde -siguió Justine-. Él me lo dijo.

– ¿Embarazada?

Anthony repitió la palabra con voz apenas audible.

– Así lo demostró la autopsia.

– Pero ¿quién…? ¿Cómo…?

Anthony manoseó una cucharilla. Resbaló de sus manos y cayó al suelo.

– ¿Cómo? -Glyn rió entre dientes-. Yo diría que de la manera habitual. -Volvió la cabeza en dirección a Justine-. Qué gran momento de triunfo para ti, querida.

Anthony volvió la cabeza lentamente, como si le costara un gran esfuerzo.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Crees que no saborea este momento? Pregúntale si ya lo sabía. Pregúntale si la información la sorprendió. De hecho, deberías preguntarle si alentó a tu hija a conseguirse un hombre cada vez que le picaba. -Glyn se inclinó hacia delante-. Porque Elena me lo contó todo al respecto, Justine. Todo sobre aquellas conversaciones de mujer a mujer, sobre que debía saber cuidar de sí misma.

– Justine, ¿tú la alentaste? -preguntó Anthony-. ¿Lo sabías?

– Por supuesto que lo sabía.

– No es cierto -dijo Justine.

– No pienses ni por un momento que le desagradaba la idea de ver a Elena embarazada, Anthony. Deseaba hacer algo para alejarla de ti, porque así lograría lo que deseaba: a ti. Para ella sola. Sin más competencia.

– No -dijo Justine.

– Odiaba a Elena. Quería que muriera. No me sorprendería que la hubiera matado ella.

Por un momento, una fracción de segundo, Justine vio la duda pintarse en la cara de Anthony. Intuyó el curso de sus pensamientos: estaba sola en casa cuando se recibió la llamada del módem, salió a correr sola por la mañana, no se había llevado al perro, podía haber golpeado y estrangulado a su hija.

– Santo Dios, Anthony -dijo.

– Lo sabías -contestó él.

– Que tenía un amante, sí, pero nada más. Y hablé con ella, sí. Sobre limpieza… Sobre higiene. Sobre ciertos cuidados que no…

– ¿Quién era?

– Anthony.

– ¿Quién era, maldita sea?

– Seguro que lo sabe -intervino Glyn-. Es evidente que lo sabe.

– ¿Desde cuándo? -preguntó Anthony-. ¿Desde cuándo ocurría?

– ¿Lo hacían aquí, Justine? ¿En casa? ¿Mientras tú estabas? ¿Les diste permiso? ¿Espiabas? ¿Escuchabas detrás de la puerta?

Justine se levantó. La cabeza le daba vueltas.

– Quiero respuestas, Justine. -Anthony elevó el tono de voz-. ¿Quién le hizo esto a mi hija?

Justine se esforzó por encontrar las palabras.

– Ella se lo hizo.

– Oh, claro -dijo Glyn, con ojos brillantes de placer-. Ha hablado la voz de la verdad.

– Eres una víbora.

Anthony se levantó.

– Quiero la verdad, Justine.

– Pues ve a Trinity Lane y descúbrela.

– Trinity… -Se volvió hacia las ventanas, por las que se veía su Citroen en el camino particular-. No.

Salió de la habitación sin una palabra más, y se marchó de casa sin el abrigo. El viento agitó las mangas de su camisa a rayas. Subió al coche.

Glyn cogió un huevo.

– No ha salido exactamente como tú hubieras querido -dijo.


Adam Jenn contempló los renglones de pulcra caligrafía y trató de extraer sentido a sus notas. La Revuelta de los Campesinos. El consejo de regencia. Un nuevo interrogante: ¿fue la composición del consejo de regencia, más que la imposición de nuevos impuestos de capitación, el elemento fundamental de las circunstancias que condujeron a la revuelta de 1381?

Leyó unas cuantas frases sobre John Ball y Wat Tyler, sobre el Estatuto de los Trabajadores, y sobre el rey Ricardo II, bienintencionado pero ineficaz, carecía de la habilidad y la determinación que convierten en líder a un hombre. Había intentado complacer a todo el mundo, pero solo había logrado destruirse. Era la prueba histórica de la contención que el éxito requiere, más que nacer en circunstancias afortunadas. La perspicacia política es la clave para llegar incólume al objetivo profesional y personal.

Adam conocía su vida académica en consonancia con este precepto. Había elegido a su tutor con sumo cuidado, tras estudiar atentamente la lista de candidatos a la cátedra Penford. Solo se decantó por Anthony Weaver cuando estuvo relativamente seguro de que el medievalista de St. Stephen sería elegido por el comité de la universidad. Contar con el propietario de la cátedra Penford como tutor le garantizaba en la práctica las ventajas que consideraba esenciales para labrarse el éxito: el cargo inicial de tutor académico de los estudiantes, la concesión subsiguiente de una beca para investigación, el futuro ascenso a profesor y, por fin, una cátedra antes de cumplir los cuarenta y cinco años. Todo ello parecía razonablemente seguro cuando Anthony Weaver le había aceptado como estudiante graduado. Por tanto, aceptar la petición de Weaver de que tomara bajo su protección a la hija del profesor, con el fin de convertir su segundo año en la universidad en una experiencia más gratificante y placentera que el primero, le había parecido otra afortunada oportunidad de demostrar, aunque solo fuera a sus propios ojos, que poseía la suficiente perspicacia política para medrar en este ambiente. Pero no había contado con Elena, cuando le hablaron por primera vez de la hija minusválida del profesor, ni cuando el doctor Weaver empezó a mostrarle su gratitud por el tiempo que destinaba a suavizar las turbulentas aguas de la vida de su hija.

Esperaba que le presentaran a una chica de hombros hundidos, pecho cóncavo y piel descolorida, una chica sentada con expresión afligida en el borde de un sofá raído, con las piernas muy apretadas. Llevaría un vestido viejo estampado con rosas, calcetines hasta los tobillos y zapatos de aspecto impresentable. Por el bien del doctor Weaver, cumpliría su deber con la mezcla apropiada de seriedad y amabilidad. Incluso se proveería de un pequeño bloc, que guardaría en el bolsillo de la chaqueta, para comunicarse con ella por escrito en cualquier momento.

Siguió rumiando sobre esta Elena de ficción hasta que entró en la sala de estar del doctor Weaver, e incluso examinó a los invitados a la fiesta. Tuvo que renunciar a la idea del sofá raído en cuanto vio los muebles de la casa (dudó de que algo raído y rayado durara más de cinco minutos en este elegante ambiente de piel y cristal), pero retuvo su imagen mental de la encogida, reservada y minusválida muchacha, sentada sola en un rincón y temerosa de todo el mundo.

Y entonces ella se acercó meneando las caderas, con un vestido negro ceñido y pendientes de ónice, mientras su cabello imitaba sus movimientos y el balanceo de sus caderas. Ella sonrió y dijo lo que Adam entendió como «Hola. Tú eres Adam, ¿verdad?», porque su pronunciación no era clara. Reparó en que olía como fruta madura, no llevaba sujetador y no se había puesto medias. Y también en que todos los hombres de la habitación seguían sus movimientos con los ojos, pasando de la conversación que sostenían.

Conseguía que los hombres se sintieran especiales. Pronto lo averiguó. Comprendió que esta impresión de creerse el único interés de Elena era debida a que miraba directamente a la gente para leer los labios cuando le hablaban. Por un tiempo, se convenció de que esto era lo único que le atraía de ella, pero desde el primer momento descubrió que no podía apartar los ojos de sus pezones, erectos, apretados contra la tela del vestido, que pedían a gritos ser chupados, amasados y lamidos, y notó que sus manos ardían en deseos de deslizarse alrededor de su cintura, apoderarse de sus nalgas y atraerla hacia él.

No lo había hecho nunca. En ninguna de la docena o más de veces que habían estado juntos. Ni siquiera la había besado. Y en la única ocasión que Elena, impulsiva como siempre, había recorrido con los dedos la parte interna de su muslo, le había apartado la mano al instante. Ella se rió de él, divertida, sin ofenderse. Él experimentó tantas ganas de abofetearla como de follársela en el acto. El deseo, ardiente como una llamarada, de hacer ambas cosas: la violencia del castigo y el acto sexual; sus gritos de dolor y su sumisión involuntaria.

Siempre le ocurría lo mismo cuando veía demasiado a la misma mujer. Se sentía atrapado entre el deseo y el desagrado. Y en su mente se reproducía una y otra vez la imagen de su padre golpeando a su madre, y el ruido de su frenética copulación poco después.

Conocer a Elena, ver a Elena, escoltarla a todas partes, había formado parte del proceso político de ascensión y éxitos académicos, pero, como en toda maquinación egocéntrica, lo que pasaba por ser cooperación desinteresada tenía un precio.

Lo había leído en la expresión del doctor Weaver, siempre que el profesor le preguntaba por Elena, al igual que lo había comprendido la primera noche, cuando los ojos de Weaver siguieron a su hija por la sala, radiante de satisfacción cuando se detuvo para hablar con Adam, y no con otra persona. Adam no tardó mucho en ser consciente de que el precio del éxito en un ambiente dominado por la figura de Anthony Weaver dependía en gran medida de cómo le fueran las cosas a Elena.

– Es una chica maravillosa -decía Weaver-. Tiene mucho que ofrecer a un hombre.

Adam se preguntó qué dificultades le aguardaban en el futuro, ahora que la hija de Weaver había muerto, porque, si bien había elegido al doctor Weaver como tutor por las ventajas en potencia que podía reportarle tal decisión, se había dado cuenta de que el doctor Weaver le había aceptado por motivos muy poco filantrópicos, que guardaba en secreto, que constituían su sueño. Pero Adam sabía exactamente cuáles eran.

La puerta del estudio se abrió mientras releía sus referencias a los disturbios acaecidos en el siglo catorce en Kent y Essex. Levantó la vista, y luego tiró hacia atrás la silla, confuso, cuando Anthony Weaver entró en la habitación. No había esperado verle hasta pasados unos días y, en consecuencia, se había abstenido de recoger las tazas, platillos y trabajos tirados sobre la mesa y el suelo. Independientemente de ello, la aparición de su tutor al poco de haber pensado en él logró que su cuello y mejillas enrojecieran.

– Doctor Weaver, no esperaba…

Enmudeció. Weaver no llevaba chaqueta ni abrigo, y el viento había desordenado su oscuro cabello. No traía maletín ni libros de texto. No había venido por motivos de trabajo.

– Estaba embarazada -dijo.

Adam notó que su garganta se secaba. Pensó en beber un poco del té que se había servido y olvidado una hora antes, pero, aunque se levantó poco a poco, apenas logró extender la mano hacia la taza.

Weaver cerró la puerta y se quedó inmóvil junto a ella.

– No te culpo, Adam. Era obvio que estabais enamorados.

– Doctor Weaver…

– Ojalá hubierais tomado alguna precaución. No es la mejor forma de empezar una vida en común, ¿verdad?

Adam fue incapaz de responder. Abrigaba la sospecha de que su futuro dependía de lo que hiciera y dijera durante los próximos minutos. Se debatió entre la verdad y la mentira, sin saber cuál de ellas serviría mejor a sus intereses.

– Cuando Justine me lo dijo, salí de casa enfurecido, como un padre del siglo dieciocho que fuera a exigir satisfacción, pero sé que estas cosas suelen pasar. Solo quiero que me digas si le hablaste de matrimonio. Antes, quiero decir. Antes de hacerle el amor.

Adam quiso decir que habían hablado de ello a menudo, tecleando furiosamente en el módem, haciendo planes, compartiendo sueños, comprometidos con un futuro común, pero tal mentira le obligaría a fingir durante los meses venideros un dolor convincente. Y aunque lamentaba la muerte de Elena, no significaba una pérdida irreparable para él, y sabía que le costaría mucho demostrar una aflicción tan enorme.

– Era especial -decía Weaver-. Su hijo, vuestro hijo, Adam, también habría sido especial. Era frágil y se esforzaba por encontrarse a sí misma, es cierto, pero tú la estabas ayudando a madurar. Recuérdalo. Aférrate a eso. Fuiste muy bueno con ella. Me habría sentido orgulloso de veros convertidos en marido y mujer.

Descubrió que no podía hacerlo.

– Yo no fui, doctor Weaver. -Bajó los ojos hacia la mesa. Se concentró en los textos abiertos, en sus notas, en los trabajos-. Quiero decir que nunca hice el amor con Elena, señor. -Notó que su rubor aumentaba-. Ni siquiera llegué a besarla. Apenas la toqué.

– No estoy enfadado, Adam, no me malinterpretes. No hace falta que niegues que erais amantes.

– No estoy negando nada, señor. Le estoy diciendo la verdad. No éramos amantes. No fui yo.

– Pero solo salía contigo.

Adam vaciló en verbalizar la única información que Anthony Weaver estaba soslayando, tal vez a propósito, tal vez de manera inconsciente. Y sabía que verbalizarla equivaldría a proclamar los peores temores del profesor. Sin embargo, no veía otra forma de convencer al hombre de la verdad sobre su relación con Elena. Al fin y al cabo, era un historiador. Se suponía que los historiadores debían buscar la verdad.

No podía exigirse menos.

– No, señor. Su memoria le traiciona. Elena no solo salía conmigo, sino también con Gareth Randolph.

Los ojos de Weaver parecieron nublarse detrás de sus gafas. Adam se apresuró a continuar.

– Le veía varias veces a la semana, señor. Como parte del trato a que había llegado con el doctor Cuff.

No quiso añadir nada más. Vio que el rostro de Weaver expresaba certeza y aflicción.

– Ese sordo… -Weaver enmudeció. Sus ojos volvieron a brillar-. ¿La rechazaste, Adam? ¿Por eso fue a buscar en otra parte? ¿No era lo bastante buena para ti? ¿Te repelía porque era sorda?

– No. En absoluto. Yo no…

– Entonces, ¿por qué?

Quiso decir: «Porque me daba miedo. Pensaba que me iba a chupar hasta la médula de los huesos. Quería tirármela una y otra vez, pero casarme con ella, no, por el amor de Dios, casarme con ella y vivir al borde de la destrucción toda mi vida, no».

– No ocurrió -se limitó a decir.

– ¿Qué?

– Esa especie de comunión que uno busca.

– Porque era sorda.

– Eso no representaba ningún problema, señor.

– ¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes esperar que me lo crea? Pues claro que representaba un problema. Era un problema para todo el mundo. Era un problema para ella. ¿Cómo puedes decir que no?

Adam sabía que pisaba terreno peligroso. Quiso huir del enfrentamiento, pero Weaver aguardaba su respuesta, y su expresión impenetrable comunicó a Adam la importancia de contestar correctamente.

– Solo era sorda, señor. Nada más. Solo sorda.

– ¿Qué significa eso?

– Que no tenía ningún otro defecto, señor. Ser sordo no es ningún defecto. Es una palabra que la gente utiliza para indicar que falta algo.

– ¿Como ciego, mudo, paralítico?

– Supongo.

– Y si ella hubiera sido una de esas cosas, ciega, muda, paralítica, ¿seguirías diciendo que no representaba ningún problema?

– No era ninguna de esas cosas.

– ¿Seguirías diciendo que no representaba ningún problema?

– No lo sé. Solo sé que la sordera de Elena no representaba ningún problema. Al menos para mí.

– Mientes.

– Señor…

– La considerabas un monstruo.

– No.

– Su voz y su pronunciación te molestaban, y te molestaba que no pudiera controlar el volumen de su voz, y que, cuando salíais juntos, la gente oyera aquella voz rara. Se volvían, tenían curiosidad. Y te molestaba que todos aquellos ojos se clavaran en ti. Y te avergonzabas, de ella, de ti, de sentirte molesto. No eras el gran liberal que te creías. Siempre deseabas que fuera normal, porque, si lo hubiera sido, si hubiera podido oír, no te habrías sentido como si le debieras más de lo que podías dar.

Adam experimentó un escalofrío, pero no respondió. Quiso fingir que no había escuchado aquellas palabras o, al menos, impedir que su rostro revelara hasta qué punto comprendía el significado soterrado de lo que el profesor había dicho. Comprendió que había fracasado en ambas tentativas cuando la cara de Weaver pareció desmoronarse.

– Oh, Dios -dijo el profesor.

Caminó hasta la repisa de la chimenea, donde Adam había continuado depositando la colección de sobres y mensajes. Se apoderó de todo como si le costara un tremendo esfuerzo, se dirigió a su escritorio y tomó asiento. Empezó a abrir la correspondencia poco a poco, con movimientos torpes, abrumado por veinte años de negación y culpabilidad.

Adam se sentó con sigilo. Volvió a sus notas, pero con menos éxito que antes. Sabía que debía procurar al doctor Weaver cierta tranquilidad, un poco de camaradería y afecto, pero sus veintiséis años de experiencia limitada no encontraron las palabras adecuadas para decir al otro hombre que no era ningún pecado experimentar aquellos sentimientos. El único pecado era huir de ellos.

Oyó que el profesor emitía un ruido convulsivo. Se volvió en la silla.

Vio que Weaver había abierto algunos sobres. Y aunque el contenido de tres yacía sobre su regazo y otro estaba arrugado en su puño, no miraba nada. Se había quitado las gafas y tapado los ojos con la mano. Estaba llorando.

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