Capítulo 19

Una espesa niebla pendía sobre la ciudad a la mañana siguiente, una cortina gris que se elevaba como gas de los pantanos circundantes y enviaba al aire nubes amorfas que cubrían árboles, edificios, autopistas y campos, transformándolo todo en formas irreconocibles. Coches, camiones, autobuses y taxis avanzaban a paso de tortuga por las mojadas calzadas de las calles. Los ciclistas se abrían paso poco a poco entre la oscuridad. Los peatones, embutidos en gruesos abrigos, esquivaban las constantes gotas de condensación que caían de tejados, salientes de ventanas y árboles. Era como si los dos días de viento y sol no hubieran existido. La niebla había regresado por la noche como la peste. Era el típico tiempo de Cambridge, pero corregido y aumentado.

– Me siento como una tuberculosa -dijo Havers.

Se golpeó los brazos con las manos y pateó el suelo mientras caminaban hacia el coche de Lynley, protegida con el abrigo de color guisante, la capucha subida y provista de una gorra rosa de punto. La niebla había dibujado un laberinto de humedad sobre sus prendas. El pelo que caía sobre su frente empezaba a rizarse, como si lo hubiera expuesto al vapor.

– No me extraña que Philby y Burgess se pasaran a los soviéticos mientras estaban aquí -continuó-. Tal vez buscaban un clima mejor.

– Cierto -dijo Lynley-. Moscú en invierno. Mi idea del paraíso en la tierra.

Miró a la sargento mientras hablaba. Había llegado casi media hora tarde, y ya estaba recogiendo sus cosas para empezar sin ella, cuando Havers llamó a su puerta.

– Lo siento -dijo-. La maldita niebla. La Mil parecía un aparcamiento.

A pesar del tono desenfadado de su voz, reparó en que su rostro expresaba una gran preocupación. Paseó arriba y abajo de la habitación mientras esperaba a que él se pusiera el abrigo y la bufanda.

– ¿Una noche loca? -preguntó.

Se subió un poco más al hombro la correa del bolso, como una forma metafórica de reunir fuerzas para contestar.

– Solo una pizca de insomnio. Sobreviviré.

– ¿Y su madre?

– A ella también.

– Entiendo.

Se anudó la bufanda alrededor del cuello y se puso el abrigo. Se cepilló el pelo ante el espejo, pero era una excusa para observar a Havers de una manera indirecta. Estaba mirando el maletín que Lynley había dejado abierto sobre el escritorio. Daba la impresión de que no se fijaba en nada. Lynley siguió ante el espejo, dándole tiempo, sin decir nada, preguntándose si la sargento acabaría por hablar.

Sentía una mezcla de culpabilidad y vergüenza, enfrentado a lo dispar de sus posiciones. No por primera vez, se vio obligado a reconocer que las diferencias entre ellos no se limitaban a cuna, clase y dinero. Las desdichas de Havers hundían sus raíces en una cadena de circunstancias que trascendían la familia en que había nacido y la manera en que pronunciaba las palabras.

Estas circunstancias nacían de la sucesión de desgracias que había caído sobre ella en los últimos diez meses, con tal rapidez que no había podido detener su progresión. Que podía detenerla ahora con una simple llamada telefónica era lo que él quería que asumiera, aunque debía admitir que esa llamada telefónica, que tan fácil le resultaba recomendar, representaba para ella desembarazarse de una responsabilidad, una salvación encubierta más que la solución evidente. Tampoco podía negar que, en circunstancias parecidas, no se habría encontrado tan atado a la idea de la obligación filial.

Cuando llegó al punto en que solo el narcisismo podía explicar su afición a admirarse en el espejo, dejó el cepillo y se volvió hacia ella. Havers oyó su movimiento y levantó la vista.

– Escuche, lamento haberme retrasado -dijo a toda prisa-. Sé que me está cubriendo, señor, pero no puede hacerlo indefinidamente.

– Esa no es la cuestión, Havers. Nos cubrimos mutuamente cuando surgen problemas personales. Eso está claro.

Havers extendió la mano hacia el respaldo de una silla, no tanto para apoyarse, cuanto para hacer algo con las manos, porque sus dedos juguetearon con un hilo suelto del tapizado.

– Lo más divertido es que esta mañana estaba lúcida como un Einstein cualquiera. Anoche fue un auténtico horror, pero esta mañana estaba fina. Sigo pensando que debe significar algo. Me sigo diciendo que es una señal.

– Si busca señales, las encontrará en cualquier cosa. Sin embargo, no suelen cambiar la realidad.

– ¿Y si hay una posibilidad de que esté mejorando?

– ¿Qué me dice de anoche? ¿Y de usted? ¿A qué juega, Havers?

Estaba destruyendo toda una parte del entramado, retorciendo el hilo entre sus dedos.

– ¿Cómo voy a sacarla de su casa, si ni siquiera comprende lo que ocurre? ¿Cómo puedo hacerle eso? Es mi madre, inspector.

– No es un castigo.

– ¿Y por qué me da la impresión de que lo es? Peor aún, ¿por qué me siento como un criminal a punto de quedar en libertad, mientras ella las pasa canutas?

– Porque en el fondo de su corazón lo desea, supongo. No existe mayor culpabilidad que la que se desprende de intentar decidir si lo que quieres hacer, que parece momentánea y superficialmente egoísta, es también lo correcto. ¿Cómo saber si se actúa con decencia, o se aborda la situación de forma que satisfaga los deseos propios?

El aspecto de la sargento revelaba la enormidad de su derrota.

– Esa es la cuestión, inspector, y nunca obtendré la respuesta. La situación se me escapa de las manos.

– No, de ninguna manera. Empieza y termina con usted. La decisión está en sus manos.

– No puedo soportar herirla. No lo comprendería.

Lynley cerró el maletín.

– ¿Y qué comprende en este momento, sargento?

Así terminó la discusión. Mientras caminaban hacia el coche, encajado en el mismo hueco de Garret Hostel Lane que había utilizado la noche anterior, le contó su conversación con Víctor Troughton.

– ¿Cree que Elena Weaver sentía auténtico amor por alguien? -preguntó Havers, antes de entrar en el Bentley.

Lynley encendió el motor. El calentador envió un chorro de aire frio a sus pies. Lynley pensó en las últimas palabras de Troughton sobre la muchacha.

– Intente comprender. No era mala, inspector. Solo estaba irritada. Y yo, al menos, no puedo condenarla por eso.

– ¿Aunque, en realidad, usted significara para ella poco más que una herramienta de venganza? -había preguntado Lynley.

– Sí.

Ahora, Lynley dijo:

– Nunca es posible llegar a conocer por completo el corazón de una víctima, ¿verdad, sargento? En nuestro trabajo, rastreamos la vida hacia atrás, partiendo de la muerte. Encajamos piezas e intentamos extraer de ellas la verdad. Y con esa verdad solo podemos confiar en comprender quién era la víctima y cuál fue la causa de su muerte. En cuanto a su corazón, en cuanto a la íntima verdad de Elena, nunca la conoceremos. Al fin y al cabo, solo contamos con hechos y con las conclusiones extraídas de ellos.

La callejuela era demasiado estrecha para dar la vuelta al Bentley, de modo que condujo marcha atrás poco a poco hacia Trinity Lane, y frenó cuando apareció un grupo de estudiantes bien abrigados que salían por la puerta lateral de Trinity Hall. Detrás, la niebla invadía el jardín del College.

– ¿Por qué quería casarse con ella, inspector? Sabía que le era infiel. No le quería. ¿Cómo podía creer que su matrimonio saldría adelante?

– Pensaba que su amor sería suficiente para cambiarla.

Havers resopló.

– La gente nunca cambia.

– Por supuesto que sí. Cuando está preparada para madurar.

Dejaron atrás la iglesia de St. Stephen, en dirección a Trinity College. Las farolas luchaban con la espesa capa de niebla, y su luz se coló inútilmente en el interior del coche. Se movían al paso de un insecto adormecido.

– Sería un mundo mejor y mucho menos complicado, sargento, si la gente solo se acostara con quien amara, pero la verdad es que la gente utiliza el sexo por variados motivos, y la mayoría no tienen nada que ver con el amor, el matrimonio, el compromiso, la intimidad, la procreación, o cualquier otro motivo elevado. Elena era así. Y Troughton lo aceptó sin más.

– ¿Qué clase de matrimonio esperaba que saliera de su unión? -protestó Havers-. Iniciaban una nueva vida con una mentira.

– A Troughton le daba igual. La quería.

– ¿Y ella?

– Ella deseaba, sin duda, el momento triunfal de ver el rostro de su padre cuando le diera la noticia. Tal noticia habría dejado de producirse si antes no hubiera convencido a Troughton de casarse con ella.

– Inspector -dijo Havers, en tono pensativo-, ¿existe alguna posibilidad de que Elena se lo dijera a su padre? Recibió la noticia el miércoles por la noche. No murió hasta el lunes por la mañana. Su mujer salió a correr. Estaba solo en casa. ¿Cree que…?

– No podemos descartarlo, desde luego.

Por lo visto, la sargento quedó satisfecha con la tímida insinuación de sus sospechas, porque prosiguió en tono más decidido.

– Elena y Troughton no podían pensar que iban a ser felices.

– Creo que tiene razón. Troughton estaba engañado respecto a su capacidad de curar su ira y resentimiento. Ella se había engañado con la idea de que obtendría placer al asestar a su padre tamaño golpe. Es imposible fundar un matrimonio sobre esos cimientos.

– ¿Está diciendo, en realidad, que no se puede seguir viviendo hasta haber exorcizado los fantasmas del pasado?

Lynley le dirigió una mirada de cansancio.

– Eso son palabras mayores, sargento. Creo que siempre se puede avanzar a trancas y barrancas por la vida. La mayoría de la gente lo hace. Lo que no sabría decirle es si lo hacen bien.

Por culpa de la niebla, el tráfico y las caprichosas calles de dirección única de Cambridge, tardaron más de diez minutos en llegar al Queen's College, lo mismo que les hubiera costado ir a pie. Lynley aparcó en el mismo sitio del día anterior, y entraron en el College por el pasaje de los torreones.

– ¿Cree que eso es la respuesta a todo? -preguntó Havers, mientras echaba un vistazo al Patio Viejo.

– Creo que es una de ellas.

Encontraron a Gareth Randolph en el comedor del College, una espantosa combinación de linóleo, largas mesas y paredes chapadas en lo que parecía falso roble dorado. Era el homenaje de un arquitecto moderno a la banalidad más absoluta.

Aunque había otros estudiantes presentes, Gareth estaba solo en una mesa, inclinado, con aspecto desconsolado, sobre los restos de un tardío desayuno que consistía en huevos fritos mordisqueados, con la yema separada, y un cuenco de cereales y plátanos, reblandecidos y grises, respectivamente. Tenía un libro abierto delante de él, pero no estaba leyendo. Tampoco se dedicaba a escribir en el cuaderno que había al lado, aunque tenía el lápiz levantado como si fuera a hacerlo.

Alzó la cabeza con brusquedad cuando Lynley y Havers se sentaron frente a él. Paseó la mirada por la sala, como si buscara una vía de escape o ayuda de los demás estudiantes. Lynley cogió el lápiz y escribió unas palabras sobre la cubierta del bloc: «Eras el padre de su hijo, ¿verdad?».

Gareth se llevó una mano a la frente. Se estrujó las sienes y echó hacia atrás su lacio cabello. Hinchó el pecho antes de serenarse, gracias a ponerse de pie e indicar la puerta con un movimiento de cabeza. Le siguieron.

Al igual que la habitación de Georgina Higgins-Hart, la de Gareth se encontraba encajada en el Patio Viejo. Situada en la planta baja, era una pieza perfectamente cuadrada, de paredes blancas decoradas con carteles enmarcados de la Filarmónica de Londres y tres ampliaciones fotográficas de obras teatrales: Los miserables, Starlight Express, Aspects of Love. En los carteles destacaba el nombre de Sarah Raleigh Randolph sobre las palabras «al piano». Una atractiva joven, ataviada con la indumentaria pertinente y captada mientras cantaba, era la figura central de los carteles.

Gareth indicó primero los carteles, y después las fotografías.

– Made -dijo, con su extraña voz gutural-. Rmana.

Miró a Lynley con astucia, como si esperase una reacción a su pronunciación. Lynley se limitó a asentir.

Había un ordenador sobre el amplio escritorio dispuesto bajo la única ventana de la habitación. También era un módem, idéntico a los demás que ya había visto en Cambridge. Gareth conectó el aparato y acercó una segunda silla al escritorio. Indicó a Lynley que tomara asiento y preparó el programa.

– Sargento -dijo Lynley, cuando vio la forma elegida por Gareth para comunicarse-, tendrá que tomar notas de la pantalla.

Lynley se quitó la chaqueta y la bufanda y se sentó ante el escritorio. Havers se quedó de pie detrás de él, echó hacia atrás la capucha, se sacó la gorra de punto y cogió el bloc.

«¿Eras el padre?», tecleó Lynley.

El muchacho contempló las palabras durante largo rato antes de contestar.

«No sabía que estaba emb. Nunca me lo confesó. Ya se lo dije el otro día.»

– No saber que estaba embarazada no significa nada -señaló Havers-. Nos está tomando por idiotas.

– No -contestó Lynley-. Me atrevería a decir que es él quien se toma por idiota.

Tecleó: «Mantuviste relaciones sexuales con Elena», no en forma de pregunta, sino como una deliberada afirmación.

Gareth contestó tecleando un número: «1».

«¿Una vez?»

«Sí.»

«¿Cuándo?»

El muchacho se apartó del escritorio un momento, sin moverse de la silla. No miraba a la pantalla del ordenador, sino al suelo, con los brazos sobre las rodillas. Lynley tecleó la pantalla «septiembre» y tocó el hombro del muchacho. Gareth levantó la vista, leyó y dejó caer la cabeza. Una especie de aullido contenido brotó de su garganta.

Lynley tecleó: «Cuéntame lo que ocurrió, Gareth», y volvió a tocar el hombro del joven.

Gareth le miró. Había empezado a llorar y, como si esa manifestación de sus sentimientos le irritara, se pasó el brazo por los ojos con brusquedad. Lynley aguardó. El chico se acercó al escritorio.

«Londres -tecleó-. Justo antes de que empezara el trimestre. La vi el día de mi cumpleaños. Se me folló en el suelo de la cocina, mientras su madre iba a comprar leche para el té. FELIZ CUMPLEAÑOS, CAPULLO DE MIERDA.»

– Fantástico -suspiró Havers.

«La quería», continuó Gareth. «Quería que lo nuestro fuera especial. Que fuera.»

Dejó caer las manos sobre el regazo y contempló la pantalla.

«Pensabas que hacer el amor significaba más de lo que Elena pretendía que significara», tecleó Lynley. «¿Fue eso lo que ocurrió?»

«Follar -respondió Gareth-. Nada de hacer el amor. Follar.»

«¿Así lo llamaba ella?»

«Yo pensaba que estábamos construyendo algo. El año pasado. Me entregué a fondo. Para que fuera duradero. No quería precipitar las cosas. Nunca lo intenté con ella. Quería que fuera auténtico.»

«¿Y no lo fue?»

«Yo pensaba que sí. Porque, si te portas así con una mujer, es como un compromiso. Como decir algo que no dirías a nadie más.»

«¿Decir que os amáis?»

«Querer estar juntos. Querer un futuro. Creo que por eso me la jugó.»

«¿Sabías que se acostaba con alguien más?»

«Entonces, no.»

«¿Cuándo lo averiguaste?»

«Volvió al empezar el trimestre. Pensé que estaríamos juntos.»

«¿Como amantes?»

«Ella no quiso. Rió cuando le hablé de ello. Dijo: "Qué pasa contigo Gareth, solo fue un polvo, lo hicimos, fue cojonudo, punto, por qué te pones tan romántico, no fue nada".»

«Pero para ti lo era.»

«Pensé que me quería y por eso quiso hacerlo conmigo, no sabía.» Se interrumpió. Parecía exhausto.

Lynley le concedió una tregua y paseó la vista por la habitación. De un gancho clavado en la parte interior de la puerta colgaba su bufanda, del color azul propio de los estudiantes de Letras. Sus guantes de boxeo, de piel suave y limpia, con el aspecto de estar muy bien cuidados, colgaban de un gancho. Lynley se preguntó cuánto dolor habría descargado Gareth Randolph sobre los sacos de arena del pequeño gimnasio situado en la última planta de Fenners.

Se volvió hacia el ordenador.

«La discusión que sostuviste el domingo con Elena. ¿Fue entonces cuando te dijo que salía con otro?»

«Yo hablé de nosotros, pero no había tal nosotros.»

«¿Eso te dijo?»

«Cómo es posible que no, dije, y lo de Londres.»

«¿Te dijo entonces que no había significado nada?»

«Solo fue para divertirnos un poco Gareth, íbamos calientes, lo hicimos, no seas plasta y deja de darle importancia.»

«Se estaba riendo de ti. Supongo que no te gustó.»

«Intenté seguir hablando. Cómo había actuado en Londres. Lo que sintió en Londres. Pero no me escuchó. Y entonces lo dijo.»

«¿Que había otro?»

«Al principio no la creí. Dije que estaba asustada. Dije que intentaba ser lo que su padre quería que fuera. Le dije de todo. No podía pensar. Quería hacerle daño.»

– Un comentario interesante -observó Havers.

– Tal vez -respondió Lynley-, pero es una reacción típica cuando alguien a quien quieres te hiere: golpe por golpe.

– ¿Y cuando el primer golpe es el asesinato? -preguntó Havers.

– No lo he descartado, sargento.

Tecleó: «¿Qué hiciste cuando te convenció de que había otro hombre?».

Gareth levantó las manos, pero no tecleó. Una aspiradora rugió en la habitación de al lado, cuando la chacha del edificio empezó su ronda diaria, y Lynley experimentó la necesidad de concluir el interrogatorio antes de que alguien estorbara. Tecleó otra vez: «¿Qué hiciste?».

Gareth, vacilante, tocó las teclas: «Me quedé en St. Stephen hasta que ella se marchó. Quería saber quién era».

«¿La seguiste hasta Trinity Hall? ¿Sabías que era el doctor Troughton? -Cuando el muchacho asintió, Lynley tecleó-: ¿Cuánto tiempo te quedaste?»

«Hasta que ella salió.»

«¿A la una?»

Gareth asintió. Había esperado en la calle a que saliera, les dijo. Y cuando salió, discutió con ella de nuevo, colérico por su rechazo, amargamente decepcionado por la destrucción de sus sueños, pero disgustado sobre todo por su comportamiento. Pensaba que había comprendido sus intenciones al liarse con Victor Troughton, e interpretó aquellas intenciones como un intento de anclarse al mundo de los que oían, un mundo que nunca la aceptaría o comprendería del todo. Actuaba como una sorda, no como una Sorda. Discutieron violentamente. La dejó plantada en la calle.

«Nunca más la volví a ver», terminó.

– Esto no me gusta, señor -dijo Havers.

«¿Dónde estabas el lunes por la mañana?», tecleó Lynley.

«¿Cuando la mataron? Aquí. En la cama.»

Pero nadie podía demostrarlo, por supuesto. Estaba solo. Y a Gareth le habría resultado muy fácil no volver a Queen's College aquella noche, ir a la isla de Crusoe para esperar a Elena y poner punto final a la disputa.

– Necesitamos esos guantes de boxeo, señor-dijo Havers, mientras cerraba la libreta-. Tenía un móvil. Tenía medios. Tuvo la oportunidad. Además, tiene mal genio y el talento de canalizarlo a través de sus puños.

Lynley se vio obligado a admitir que no podía pasar por alto su afición al boxeo cuando la víctima del asesinato había sido golpeada antes de estrangularla.

Tecleó: «¿Conocías a Georgina Higgins-Hart?-Y, cuando Gareth asintió-: ¿Dónde estabas ayer por la mañana, entre las seis y la seis y media?».

«Aquí. Durmiendo.»

«¿Alguien lo puede verificar?»

Negó con la cabeza.

«Necesitamos tus guantes de boxeo, Gareth. Hemos de entregarlos al laboratorio forense. ¿Nos los dejas llevar?»

El muchacho emitió un lento bramido.

«Yo no la maté yo no la maté no no no no no.»

Lynley apartó con suavidad las manos del chico.

«¿Sabes quién lo hizo?»

Gareth meneó la cabeza una vez, pero mantuvo las manos sobre el regazo, convertidas en puños, como si, dotadas de voluntad propia, pudieran traicionarle si las acercaba al teclado y permitía que se movieran de nuevo.

– Miente. -Havers se detuvo en la puerta para sujetar los guantes de boxeo de Gareth a la correa de su bolso-. Si alguien tenía un motivo para cargársela, ese es él, inspector.

– Estoy de acuerdo.

Havers se caló la gorra sobre la frente y levantó la capucha del abrigo.

– Pero seguro que no está de acuerdo con otra cosa. He oído ese tono muchas veces. ¿Qué es?

– Creo que sabe quién la mató. O cree que lo sabe.

– Pues claro que sí. Porque fue él. Justo después de aporrearle la cara con estos. -Agitó los guantes en su dirección-. ¿Cuál es el arma que no paramos de buscar? ¿Algo suave? Toque esta piel. ¿Algo pesado? Imagínese recibir en plena cara el puñetazo de un boxeador. ¿Algo capaz de destrozar la cara? Eche un vistazo a las fotos tomadas después de los combates, si quiere pruebas.

No pudo contradecirla. El chico tenía todos los requisitos necesarios. Salvo uno.

– ¿Y la escopeta, sargento?

– ¿Qué?

La escopeta utilizada para matar a Georgina Higgins-Hart. ¿Cómo lo ve?

– Usted mismo dijo que en la universidad tiene que haber un club de tiro. Al que Gareth Randolph, sin duda, pertenecerá.

– Entonces, ¿por qué la siguió?

Havers frunció el ceño y pisó con fuerza el helado suelo de piedra.

– Havers, entiendo por qué podía esperar a Elena Weaver en la isla de Crusoe. Estaba enamorado de ella. Elena le había rechazado. Dejó claro que su escarceo sexual había sido un simple ejercicio de gimnasia sobre el suelo de la cocina de su madre. Proclamó su relación con otro hombre. Se burló de él, le humilló y le trató como a un perfecto imbécil. Estoy de acuerdo con todo eso.

– ¿Y…?

– ¿Y Georgina?

– Georgina… -Havers apenas concedió un instante a la idea, y prosiguió con insistencia-. Quizá es lo que pensamos antes. Matar una y otra vez simbólicamente a Elena Weaver, cargándose a todas las chicas que se le parecen.

– En tal caso, ¿por qué no fue a su habitación, Havers? ¿Por qué no la mató en el College? ¿Por qué la siguió hasta más allá de Madingley? ¿Y cómo la siguió?

– ¿Que cómo…?

– Es sordo, Havers.

La sargento se paró en seco.

Lynley aprovechó su ventaja.

– Fue en el campo, Havers. Estaba muy oscuro. Aunque hubiera conseguido un coche y seguido a la chica desde lejos, hasta salir de la ciudad y adelantarla para aguardarla en aquel campo, ¿no tendría que haber oído algo, sus pasos, su respiración, algo, para saber exactamente en qué momento disparar? ¿Me va a decir que el miércoles por la mañana salió antes de amanecer, confiando ciegamente en que, con este tiempo, la luz de las estrellas fuera suficiente para ver con claridad a una chica que corría, apuntar, disparar y matarla? Eso no es asesinato premeditado. Es una chorrada.

Havers levantó un guante de boxeo con la palma de la mano.

– ¿Qué vamos a hacer con esto, inspector?

– Que St. James se gane su dinero esta mañana, y a ver qué nos explica.

La sargento abrió la puerta del coche con una sonrisa cansada.

– Me encantan los hombres que nunca se rinden.

Se encaminaban hacia el pasaje flanqueado por las torres, cuando una voz los llamó. Se volvieron y vieron que una esbelta silueta se acercaba por el sendero; la niebla se dividió ante ella como una cortina cuando se puso a correr.

Era alta y rubia, de largo cabello sedoso que sujetaba con dos peinetas de carey. Brillaron a causa de la humedad cuando la luz procedente de un edificio cayó sobre ellas. Gotas de humedad se agolpaban sobre sus párpados y piel. Vestía solo un chándal cuya camisa, como la de Georgina, llevaba bordado el nombre del colegio. Daba la impresión de que tenía un frío horrible.

– Estaba en el comedor -dijo-. Vi que entraban a por Gareth. Son policías.

– ¿Y usted es…?

– Rosalyn Simpson. -Sus ojos se clavaron en los guantes de boxeo y arrugó el entrecejo, consternada-. No pensarán que Gareth tiene algo que ver con esto…

Lynley no dijo nada. Havers se cruzó de brazos. La chica prosiguió.

– Habría ido antes a verlos, pero estuve en Oxford hasta el martes por la noche. Y después… Bueno, es un poco complicado.

Desvió la vista en dirección a la habitación de Gareth Randolph.

– ¿Tiene alguna información? -preguntó Lynley.

– Primero, fui a ver a Gareth. Fue por el panfleto de Estusor que había imprimido. Lo vi al volver, así que me pareció lógico hablar con él. Además, en aquel momento había otras consideraciones que… Oh, ¿qué más da ya? Estoy aquí. He venido a contárselo.

– ¿Qué, exactamente?

Rosalyn se cruzó de brazos, al igual que la sargento Havers, si bien dio la impresión de que era más por calentarse que por aparentar inflexibilidad.

– El lunes por la mañana corrí junto al río -dijo-. Pasé junto a la isla Crusoe alrededor de las seis y media. Creo que vi al asesino.


Glyn Weaver bajó un poco la escalera, lo suficiente para escuchar la conversación entre su ex marido y su actual esposa. Seguían en la salita, aunque habían pasado horas desde el desayuno, y sus voces eran lo suficientemente educadas y formales para indicar cómo estaba la situación entre ellos. Fría, decidió Glyn, bajando a glacial. Sonrió.

– Terence Cuff quiere pronunciar alguna especie de panegírico -estaba diciendo Anthony. Hablaba sin expresar el menor sentimiento, como si recitara-. He hablado con dos de sus supervisores. También dirán algo, y Adam dijo que desea leer un poema que a ella le gustaba mucho-. Se oyó un tintineo de porcelana, una taza depositada con todo cuidado sobre el platillo-. Puede que la policía no nos entregue el cuerpo hasta mañana, pero la funeraria trasladará allí un ataúd. Nadie notará la diferencia. Como se le ha dicho a todo el mundo que será enterrada en Londres, nadie esperará que se realice mañana.

– Hablando del funeral, Anthony. En Londres…

La voz de Justine era serena. Glyn sintió un escalofrío cuando oyó aquel tono de fría determinación.

– Los planes no se cambiarán -dijo Anthony-. Intenta comprenderlo. No tengo otra elección. He de respetar los deseos de Glyn. Es lo mínimo que puedo hacer.

– Soy tu mujer.

– Y ella lo fue en otro tiempo. Y Elena era su hija.

– Fue tu mujer durante menos de seis años. Seis miserables años, para emplear tus propias palabras, pronunciadas hace más de quince años, mientras que nosotros…

– Esta situación no tiene nada que ver con el tiempo que he estado casado con las dos, Justine.

– Ya lo creo que sí. Tiene que ver con la lealtad, con los juramentos que hice y las promesas que he cumplido. Te he sido fiel en todos los sentidos, mientras ella se acostaba con todo el mundo como una puta, y tú lo sabías. ¿Y ahora dices que respetar sus deseos es lo mínimo que puedes hacer? ¿Respetar los suyos antes que los míos?

– Si aún no comprendes el pasado, en ocasiones… -empezó a decir Anthony, pero en ese momento Glyn entró. Tardó solo un momento en examinarlos antes de hablar. Anthony estaba sentado en una silla de mimbre, sin afeitar, demacrado. Justine se había acomodado ante la fila de ventanas, cuyos cristales manchaba de humedad la niebla que se había adueñado del jardín. Iba vestida con un traje negro y una blusa gris perla. Un maletín de piel negra estaba apoyado contra su silla.

– Tal vez te gustaría proclamar el resto, Justine -dijo Glyn-. De tal madre, tal hija. ¿O no tienes el valor de llevar tu particular concepto de la decencia hasta sus conclusiones lógicas?

Justine hizo ademán de dirigirse hacia su silla. Se apartó un mechón de cabello rubio de la mejilla. Glyn aferró su brazo, hundió los dedos en la fina lana de su vestido y gozó de un fugaz momento de placer cuando Justine se encogió.

– ¿Por qué no terminas lo que estabas diciendo? -insistió-. Glyn encauzó a Elena, Anthony. Glyn convirtió a tu hija en una putilla sorda. Elena se tiraba a todos los que le gustaban, como su madre.

– Glyn -dijo Anthony.

– No intentes defenderla, ¿me oyes? Estaba en la escalera. Oí lo que decía. Mi única hija muerta hace tres días, yo desesperada, y ella no puede esperar a desollarnos. Y escoge el sexo como instrumento. Me parece de lo más interesante.

– No pienso escuchar esto -dijo Justine.

Glyn intensificó su presa.

– ¿No puedes soportar oír la verdad? Utilizas el sexo como un arma, y no solo contra mí.

Glyn notó que los músculos de Justine se ponían rígidos. Sabía que su cuchillo se había clavado a fondo. Lo hundió un poco más.

– Le recompensas cuando es buen chico y le castigas cuando es malo. ¿Funciona así? ¿Cuánto tiempo pagará por apartarte del funeral?

– Eres patética -dijo Justine-. El sexo te ciega tanto como a…

– ¿Elena? -Glyn soltó el brazo de Justine. Miró a Anthony-. Eso es.

Justine se frotó la manga, como para limpiarse del contacto con la anterior esposa de su marido. Cogió el maletín.

– Me voy -anunció con calma.

Anthony se puso en pie, desvió los ojos desde el maletín hacia ella, y la miró de pies a cabeza, como si solo entonces se hubiera fijado en su indumentaria.

– No pretenderás…

– ¿Volver a trabajar tres días después del asesinato de Elena? ¿Exponerme a la pública censura por ello? Oh, sí, Anthony, eso es exactamente lo que pretendo.

– No, Justine. La gente…

– Basta, por favor. Yo no soy como tú.

Anthony siguió mirándola mientras Justine cogía el abrigo del poste de la escalera y cerraba la puerta a su espalda, mientras se adentraba en la niebla en dirección a su Peugeot gris. Glyn no apartaba los ojos de él, preguntándose si correría detrás de ella para detenerla. Sin embargo, parecía demasiado agotado para intentar disuadirla. Se volvió y caminó con paso lento hacia la parte posterior de la casa.

Glyn se acercó a la mesa y contempló los restos del desayuno: bacon cuajado en pequeñas lonchas de grasa, yemas de huevo secas y astilladas como barro amarillo. Aún había una tostada en la tostadora de plata, y Glyn extendió la mano con aire pensativo. Se rompió con facilidad, reseca y áspera, y se derramó como fino polvillo sobre el limpio suelo de parquet.

Oyó el sonido metálico de archivadores que se abrían en la parte posterior de la casa. Y también los lloriqueos agudos del perro de Elena, suplicando que le dejaran entrar. Glyn fue a la cocina y vio desde la ventana al perro sentado en el peldaño de la entrada trasera, su hocico negro apretado contra la puerta, meneando la cola con impaciencia. Retrocedió, alzó los ojos y vio que ella le miraba por la ventana. El ritmo de su cola aumentó y lanzó un alegre ladrido. La mujer le miró fijamente, satisfecha de alentar sus esperanzas, se volvió y se encaminó a la parte posterior de la casa.

Se detuvo ante la puerta del estudio de Anthony. Estaba agachado junto a un cajón abierto del archivador. El contenido de dos sobres de papel manila estaba diseminado sobre el suelo. Consistían en unas dos docenas de bosquejos a lápiz. A su lado había un lienzo, arrollado como un tubo.

Glyn observó que la mano de Anthony pasaba lentamente sobre los dibujos, como una caricia incompleta. Después, empezó a examinarlos. Sus dedos se movían con torpeza. En dos ocasiones, pareció ahogarse. Cuando se quitó las gafas y limpió los cristales con la camisa, Glyn comprendió que estaba llorando. Entró en el estudio para ver mejor los dibujos tirados en el suelo. Todos eran bosquejos de Elena.

– Papá se dedica a dibujar últimamente -le había dicho Elena.

Pronunciaba «dibugar», y la idea le había hecho mucha gracia. Las dos solían burlarse de las tentativas de Anthony por encontrarse a sí mismo, mediante una actividad u otra, a medida que se aproximaba a la madurez. Primero fueron las carreras de fondo, después empezó a nadar, más tarde se dedicó a la bicicleta como un poseso, y por fin aprendió a navegar. Pero, de todas las actividades que había probado, la de dibujar fue la que más las divirtió.

– Papá piensa que posee el alma de Van Gogh -decía Elena.

Imitaba a su padre, abierto de piernas con un cuaderno en la mano, los ojos escudriñando la lejanía, protegiéndose del sol con una mano sobre la frente. Dibujaba un bigote como el suyo sobre el labio superior y componía una expresión de ceñuda concentración.

– No se mueve ni un milímetro, Glynnie -decía a su madre-. Tieso como un palo. Como un palo.

Y las dos estallaban en carcajadas.

Pero, ahora, Glyn comprobó que los dibujos eran muy buenos, que estaban mucho más logrados que los bodegones colgados en la sala de estar, o los veleros, puertos y pueblos de pescadores que decoraban las paredes del estudio. En la serie de dibujos esparcidos sobre el suelo, comprendió que había conseguido captar la esencia de su hija. La exacta inclinación de su cabeza, los ojos de duende, la amplia sonrisa que revelaba el diente roto, el contorno de un pómulo, de la nariz y de la boca. Eran simples estudios, rápidas impresiones. Pero eran bellos y auténticos.

Cuando avanzó un paso más, Anthony levantó la vista. Recogió los dibujos y los guardó en sus respectivas carpetas. Los guardó en el cajón, junto con el lienzo, que encajó en el fondo.

– No has enmarcado ninguno -observó Glyn.

Él no contestó, sino que cerró el cajón y se acercó al escritorio. Jugueteó inquieto con el ordenador, conectó el módem y miró la pantalla. Aparecieron las instrucciones de un menú. Las contempló, sin tocar para nada el teclado.

– Da igual -dijo Glyn-. Ya sé por qué los escondes. -Se situó detrás de él y habló muy cerca de su oreja-. ¿Cuántos años has vivido así, Anthony? ¿Diez? ¿Doce? ¿Cómo demonios lo has conseguido?

El hombre bajó la cabeza. Glyn estudió su nuca, recordó inesperadamente la suavidad de su cabello y que, cuando lo llevaba demasiado largo, se rizaba como el de un niño. Había encanecido, con mechas blancas que se mezclaban con otras negras.

– ¿Qué esperaba lograr? Elena era tu hija. Tu única hija. ¿Qué demonios esperaba lograr?

La respuesta de Anthony fue un susurro. Habló como si respondiera a alguien que no se encontrara en la habitación.

– Quería herirme. Es lo único que podía hacer para que yo comprendiera.

– ¿Comprender, qué?

– Lo que es sentirse destrozado. Como yo la había destrozado a ella. Mediante la cobardía. El egoísmo. El egocentrismo. Pero sobre todo mediante la cobardía. La cátedra Penford solo te interesa para hinchar tu ego, dijo. Quieres una bonita casa y una bonita esposa y una hija que sea tu marioneta. Así la gente te mirará con admiración y envidia. Así la gente dirá que ese tío afortunado lo tiene todo. Pero no lo tienes todo. No tienes prácticamente nada. Tienes menos que nada. Porque lo que tienes es una mentira. Y ni siquiera tienes la valentía de admitirlo.

Una súbita certeza estrujó el corazón de Glyn, al comprender poco a poco el significado pleno de aquellas palabras.

– Podrías haberlo evitado. Si le hubieras dado lo que ella deseaba, Anthony, habrías podido detenerla.

– No pude. Tenía que pensar en Elena. Estaba aquí, en Cambridge, en esta casa, conmigo. Empezó a venir con frecuencia, a sentirse libre conmigo por fin, a permitirme ser su padre. No podía correr el riesgo de perderla otra vez. No podía arriesgarme. Y pensé que la perdería si…

– ¡La has perdido! -gritó Glyn, y sacudió su brazo-. No volverá a entrar por esa puerta. No va a decir: «Papá, comprendo, te perdono, sé que hiciste lo que pudiste». Se ha ido. Está muerta. Y tú pudiste evitarlo.

– Si ella hubiera tenido un hijo, tal vez habría comprendido lo que significaba tener a Elena en casa. Habría comprendido por qué no podía soportar la idea de hacer algo que diera como resultado volver a perderla. Ya la había perdido una vez. ¿Cómo iba a enfrentarme de nuevo a aquella agonía? ¿Cómo podía esperar de mí que lo hiciera?

Glyn comprendió que, en realidad, no estaba respondiendo a su pregunta. Estaba cavilando. Hablaba por hablar. Agazapado tras una barrera que le protegía de los peores aspectos de la verdad, hablaba en un desfiladero cuyos ecos devolvían palabras diferentes. De repente, despertó en ella la misma cólera que había despertado durante los años más calamitosos de su matrimonio, cuando ella respondía a la ciega dedicación a su carrera con dedicaciones de signo muy distinto, cuando le esperaba para que reparara en lo tarde que se iba a dormir, cuando quería que se fijara en los morados de su cuello, pechos y muslos, aguardando el momento en que por fin hablaría, en que por fin daría una señal de que la situación le preocupaba realmente.

– Siempre serás igual, ¿verdad? -dijo-. Como siempre. Que Elena viniera a Cambridge fue para tu conveniencia, no la suya. No por su educación, sino para que te sintieras mejor, para lograr lo que deseabas.

– Quería darle una vida. Quería que compartiéramos una vida.

– Habría sido imposible. Tú no la querías, Anthony. Solo te querías a ti mismo. Querías tu imagen, tu reputación, tus logros maravillosos. Querías que te quisieran, pero no la querías. Incluso ahora, analizas la muerte de tu hija, piensas que tú fuiste el responsable, en lo que sientes ahora, en lo destrozado que estás y en lo que todo ello dice sobre ti, pero no harás nada en absoluto, no extraerás ninguna deducción, no tomarás ninguna medida. Menudo descrédito para ti.

Anthony la miró por fin. Tenía los ojos inyectados en sangre.

– No sabes lo que pasó. No lo entiendes.

– Lo comprendo perfectamente. Piensas enterrar a tu muerta, lamerte las heridas y seguir adelante. Eres tan cobarde como hace quince años. La abandonaste en plena noche, y ahora repetirás la jugada. Porque es la solución más fácil.

– No la abandoné -protestó Anthony-. Esta vez me mantuve firme, Glyn. Por eso murió.

– ¿Por ti? ¿Por tu culpa?

– Sí. Por mi culpa.

– En tu mundo, el sol sale y se pone por el mismo horizonte. Siempre ha sido así.

El hombre meneó la cabeza.

– En otro tiempo, tal vez -dijo-. Pero ahora solo se pone.

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