Lynley aparcó el Bentley en un hueco que encontró en la esquina sudoeste de la comisaría de policía de Cambridge. Contempló la forma apenas discernible del tablón de anuncios encristalado que se alzaba frente al edificio, con la sensación de estar al borde de sus fuerzas. A su lado, Havers se removió en el asiento. Pasó las páginas de su libreta. Sabía que estaba leyendo las recientes declaraciones de Rosalyn Simpson.
– Era una mujer -había dicho la estudiante del Queen's.
Les había conducido por el mismo camino que ella había seguido el lunes por la mañana, a través de la espesa niebla algodonosa de Laundress Lane, donde la puerta abierta a la facultad de Estudios Asiáticos arrojaba un poco de luz hacia la oscuridad. Una vez que alguien la cerraba, sin embargo, la niebla parecía impenetrable. El universo se reducía al perímetro de seis metros cuadrados que podían ver.
– ¿Corres cada mañana? -preguntó Lynley a la chica mientras cruzaban Mili Lane y caminaban bordeando los postes metálicos que separaban los vehículos del puente peatonal que salvaba el río en Granta Place. A su derecha, la niebla ocultaba Laundress Lane, una extensión de campo brumoso interrumpida de vez en cuando por las formas voluminosas de los sauces. Al otro lado del estanque, una sola luz parpadeaba en el último piso de Old Granary.
– Casi -contestó ella.
– ¿Siempre a la misma hora?
– Lo más cerca posible de las seis y cuarto. A veces, un poco más tarde.
– ¿Y el lunes?
– Los lunes me cuesta más despegarme de la cama. Debí salir de Queen's hacia las seis y veinticinco.
– De modo que llegaste a la isla…
– No más tarde de la media.
– Estás muy segura. ¿No pudo ser más tarde?
– Estaba de vuelta en mi habitación a las siete y media, inspector. Soy rápida, cierto, pero no tan rápida. Y el lunes por la mañana me hice unos buenos quince kilómetros, empezando por la isla. Es mi circuito de entrenamiento.
– ¿Para «Liebre y Sabuesos»?
– Sí. Este año quiero representar a la universidad en las competiciones.
Les dijo que aquella mañana, mientras corría, no había observado nada extraño. Aún era de noche cuando salió del Queen's College, y aparte de adelantar a un obrero que empujaba una carretilla por Laundress Lane, no había visto a nadie. Los patos y cisnes de costumbre, algunos flotando ya en el río, otros dormitando plácidamente en la orilla. Pero, como la niebla era espesa («Al menos tan espesa como hoy», les dijo), debió admitir que cualquiera habría podido estar al acecho en un portal, o agazapado al amparo de la niebla.
Cuando llegaron a la isla, encontraron una pequeña fogata que desprendía nubes de humo acre y de color hollín, que iban a mezclarse con la niebla. Un hombre ataviado con una gorra picuda, abrigo y guantes la estaba alimentado con hojas otoñales, basura y trozos de madera. Lynley reconoció a Ned, el más hosco de los dos reparadores de embarcaciones.
Rosalyn indicó el puente peatonal que no cruzaba el Cam, propiamente dicho, sino el segundo brazo de agua en que el río se convertía cuando rodeaba la parte oeste de la isla.
– Ella estaba cruzando el puente -dijo Rosalyn-. La oí cuando tropezó con algo. Debió perder pie, todo estaba muy mojado. También tosió. Supuse que había salido a correr como yo y estaba hecha polvo, y me molestó un poco encontrarme con ella, porque daba la impresión de que no miraba por dónde iba y casi me la llevé por delante. -Aparentó turbación-. Bueno, supongo que tengo los típicos prejuicios universitarios sobre la gente de la ciudad. ¿Cómo osaba invadir mi territorio?, pensé.
– ¿Por qué creíste que vivía en la ciudad?
Rosalyn dirigió una mirada pensativa al puente peatonal. El aire húmedo provocaba que rizos infantiles se formaran sobre su frente.
– Su ropa, diría yo, y tal vez la edad, aunque bien podía ser de Lucy Cavendish.
– ¿Por qué su ropa?
Rosalyn señaló su chándal.
– Los corredores de la universidad llevan en alguna parte los colores de su College, y también camisetas del College.
– ¿No llevaba un chándal? -preguntó Havers con brusquedad, y alzó la vista del cuaderno.
– Sí, pero no era del College. No recuerdo haber visto escrito el nombre del College. Sin embargo, ahora que lo pienso, bien podía ser de Trinity Hall, considerando el color.
– Porque iba vestida de negro -dijo Lynley.
La rápida sonrisa de Rosalyn confirmó su suposición.
– ¿Conoce los colores de la universidad?
– Una buena intuición, digamos.
– Caminó hacia el puente peatonal. La puerta de hierro forjado estaba entreabierta hacia la parte sur de la isla. El cordón policial ya había desaparecido, y la isla estaba abierta a cualquiera que quisiera sentarse a la orilla del agua, citarse a escondidas o, como Sarah Gordon, intentar dibujar.
– ¿Te vio la mujer?
Rosalyn y Havers se habían quedado en el sendero.
– Oh, sí.
– ¿Estás segura?
– Casi tropecé con ella. No pudo dejar de verme.
– ¿Y llevabas la misma ropa que usas ahora?
Rosalyn asintió y hundió las manos en los bolsillos del anorak que había cogido de la habitación antes de salir.
– Sin esto, desde luego -subió los hombros para indicar el anorak-. Cuando corres, enseguida te acaloras. -Su rostro se iluminó-. Ella no llevaba abrigo ni chaqueta, así que debí pensar que era corredora por otro motivo. Aunque… -Una marcada vacilación, mientras escudriñaba la niebla-. Debía de llevar uno, supongo. No me acuerdo, pero creo que llevaba algo. Me parece.
– ¿Qué aspecto tenía?
– ¿Aspecto? -Rosalyn frunció el ceño y contempló sus zapatillas de deporte-. Delgada. Llevaba el pelo tirado hacia atrás.
– ¿De qué color?
– Madre mía. Era claro, me parece. Sí, muy claro.
– ¿Algo especial? ¿Algún rasgo distintivo? ¿Una marca en la piel? ¿La forma de la nariz? ¿La frente despejada? ¿La barbilla puntiaguda?
– No me acuerdo. Lo siento muchísimo. No les soy de mucha ayuda, ¿verdad? Fue hace tres días y en aquel momento ignoraba que debería acordarme de ella. La gente no suele pararse a examinar a cada persona que ve. No suele ocurrir que deba acordarse de ella. -Rosalyn dejó escapar un suspiro de frustración antes de continuar-. Si me quieren hipnotizar, como se hace a veces cuando un testigo no recuerda los detalles del crimen…
– No pasa nada -dijo Lynley. Volvió a entrar en el sendero-. ¿Crees que ella vio con claridad tu camiseta?
– Oh, yo diría que sí.
– ¿Pudo ver el nombre?
– ¿Quiere decir Queen's College? Sí, debió verlo.
Rosalyn miró en dirección al colegio, aunque tampoco habría podido verlo sin niebla. Cuando se volvió hacia ellos, su expresión era sombría, pero no dijo nada hasta que un muchacho, que venía por el puente Crusoe desde Coen Fen, bajó los diez peldaños de hierro (sus pasos resonaron con fuerza sobre el metal) y pasó junto a ellos, la cabeza inclinada, hasta que la niebla se lo tragó.
– Melinda tiene razón, a fin de cuentas -susurró Rosalyn-. Georgina murió en mi lugar.
Una chica de su edad no debía llevar sobre sus hombros esa responsabilidad hasta el fin de sus días, pensó Lynley.
– Eso no está tan claro -dijo, pero estaba llegando rápidamente a la misma conclusión.
Rosalyn se llevó la mano a la peineta de carey. La sacó y cogió un largo mechón de cabello entre sus dedos.
– Fue por esto -dijo, abrió la cremallera del anorak y señaló el emblema impreso sobre su pecho-. Y esto. Somos de la misma estatura, del mismo peso, del mismo color de piel. Las dos somos del Queen's. La persona que siguió a Georgina ayer por la mañana pensó que me seguía a mí. Porque la vi. Porque la conocía. Porque tenía que haberlo dicho. Y lo habría hecho, si…
Y, si lo hubiera hecho, tal como era mi deber, y no hace falta que usted me lo diga, Georgina no estaría muerta.
Desvió la cara bruscamente y parpadeó con violencia, mirando la masa brumosa de Sheep's Green.
Lynley sabía que no podía decir nada para aminorar su culpabilidad o el peso de su responsabilidad.
Ahora, más de una hora después, Lynley respiró hondo y dejó escapar el aire, mientras contemplaba el letrero situado frente a la comisaría de policía. Al otro lado de la calle, la espesa niebla ocultaba la verde extensión de Parker's Piece, como si jamás hubiera existido. Una farola parpadeaba en el centro del parque, y servía de guía a los que intentaban orientarse.
– Por lo tanto, no tuvo nada que ver con el hecho de que Elena estuviera embarazada -dijo Havers-. ¿Qué haremos ahora?
– Esperar a St. James, a ver qué deduce sobre el arma, y a ver si también elimina los guantes de boxeo.
– ¿Y usted?
– Iré a casa de los Weaver.
– Muy bien. -La sargento no se movió del coche. Lynley notó que le estaba mirando-. Todo el mundo pierde, ¿verdad, inspector?
– Es lo que siempre ocurre cuando se produce un asesinato.
Cuando Lynley frenó frente a la casa de los Weaver, no vio ninguno de sus coches en el camino particular, pero las puertas del garaje estaban cerradas y, suponiendo que los coches estarían protegidos de la humedad, tocó el timbre. El perro le dedicó un ladrido de bienvenida desde la parte posterior de la casa. Momentos después, una voz de mujer le ordenó callar. Alguien descorrió el pestillo.
Como Justine Weaver le había abierto la puerta en las dos ocasiones anteriores, Lynley esperaba verla cuando la ancha hoja de roble se abriera en silencio, pero se quedó estupefacto cuando, en su lugar, apareció una mujer de edad madura, alta, algo entrada en carnes, cargada con una bandeja de emparedados que olían a atún. Estaban rodeados por abundantes patatas fritas.
Lynley recordó su primera entrevista con los Weaver, y la información que Anthony Weaver le había proporcionado sobre su primera esposa. Comprendió que esta mujer era Glyn.
Sacó su tarjeta de identidad y se presentó. Ella examinó el documento sin prisas, lo cual dio tiempo a Lynley a examinarla. Solo se parecía a Justine Weaver en la estatura. En todos los demás aspectos, era la antítesis de Justine Weaver. Al ver su gruesa falda de tweed, que sus caderas ensanchaban, su rostro surcado por arrugas de preocupación, la papada, su cabello veteado de gris y recogido en un moño poco atractivo, Lynley recordó las palabras de Victor Troughton sobre su mujer. Y experimentó una oleada de mortificación cuando se dio cuenta de que él también juzgaba y descartaba en función del deterioro que el tiempo había infligido al cuerpo de una mujer.
Glyn Weaver dejó de examinar la tarjeta y levantó la vista. Abrió más la puerta.
– Entre -dijo-. Estaba comiendo. ¿Le apetece algo? -Extendió la bandeja-. Pensaba que habría algo más que latas de pescado en la despensa, pero a Justine le gustaba vigilar su peso.
– ¿Está en casa? -preguntó Lynley-. ¿Está el doctor Weaver?
Glyn le condujo a la salita y agitó una mano para indicar que no.
– Los dos han salido. Era improbable que Justine se quedara en casa más de uno o dos días por algo tan irrelevante como una muerte en la familia. En cuanto a Anthony, lo ignoro. Se marchó hace un rato.
– ¿En coche?
– Sí.
– ¿Al College?
– No tengo ni idea. Estaba hablando conmigo, y se marchó sin más. Supongo que estará vagando por la niebla, pensando qué va a hacer ahora. Ya sabe cómo son las cosas. Obligación moral frente a polla loca. Siempre ha tenido problemas cuando se plantea un conflicto. En ese caso, temo que la lujuria acaba por vencer.
Lynley no contestó. Habría tenido que ser muy corto para no captar lo que ocultaba el leve barniz de educación de Glyn. Ira, odio, amargura, envidia. Y el terror de renunciar a ello para permitir a su corazón empezar a experimentar toda la fuerza de un dolor multidireccional.
Glyn dejó el platillo sobre la mesa de mimbre. Los platos del desayuno aún no se habían retirado. El suelo estaba cubierto de migas de tostadas, y las pisó, indiferente, distraída. Apiló los platos, sin quitar la comida fría y cuajada. En lugar de llevarlos a la cocina, los apartó a un lado, haciendo caso omiso de un cuchillo y una cucharilla de té sucios, que cayeron de la mesa sobre la almohada floreada que cubría el asiento de una silla.
– Anthony lo sabe -dijo Glyn-. Espero que usted también lo sepa. Espero que haya venido por ese motivo. ¿La detendrá hoy?
Se sentó. Las trenzas de sauce de su silla crujieron. Cogió el emparedado y dio un gran bocado; masticó con un placer que parecía solo relacionado en parte con la comida.
– ¿Sabe adónde ha ido, señora Weaver? -preguntó Lynley.
Glyn picoteó, distraída, las patatas fritas.
– ¿En qué momento concreto practican la detención? Siempre me lo he preguntado. ¿Necesitan un testigo ocular? ¿Pruebas de peso? Han de proporcionar algo sólido a la justicia, un caso atado y bien atado.
– ¿Tenía una cita?
Glyn se secó las manos en la falda y se quitó fragmentos pegados a sus dedos.
– Tenemos la llamada por módem que afirmó recibir el domingo por la noche. Tenemos el hecho de que fue a correr sin el perro el lunes por la mañana. Tenemos el hecho de que sabía exactamente dónde, cuándo y a qué hora encontrarla. Y tenemos el hecho de que la odiaba y deseaba su muerte. ¿Necesita algo más? ¿Huellas dactilares? ¿Sangre? ¿Un fragmento de piel?
– ¿Ha ido a ver a algún familiar?
– La gente quería a Elena. Justine no podía soportarlo, pero lo que menos podía soportar era que Anthony la quisiera. Odiaba su devoción, sus intentos de que todo fuera bien entre ellos. Ella no estaba de acuerdo, porque, si las cosas iban bien entre Anthony y Elena, las cosas irían mal entre Anthony y Justine. Eso pensaba, y los celos la consumían. Por fin ha venido a por ella.
Las comisuras de su boca temblaron de ansiedad. Le recordó a Lynley las multitudes que se congregaban en otras épocas para presenciar las ejecuciones públicas, disfrutando del vengativo espectáculo. Si existiera una posibilidad de ver descuartizada a Justine Weaver, Lynley no dudaba de que esta mujer aprovecharía la oportunidad. Quiso decirle que ningún tribunal practicaba un auténtico ojo por ojo, que ninguno proporcionaba una auténtica satisfacción, pues, aunque infligiera al criminal el más espantoso castigo, la rabia y el dolor de las víctimas permanecía.
Sus ojos se posaron sobre la desordenada mesa. Cerca de los platos apilados y debajo de un cuchillo manchado de mantequilla, había un sobre con el blasón de la editorial universitaria y el nombre de Justine, pero no su dirección, escrito con letra firme y masculina.
Glyn reparó en la dirección de su mirada.
– Es una ejecutiva importante. No habrá pensado que la encontraría en casa.
Lynley asintió e hizo ademán de marcharse.
– ¿La va a detener? -preguntó Glyn de nuevo.
– Quiero hacerle una pregunta.
– Entiendo. Una simple pregunta. Bien. Muy bien. ¿La detendría si tuviera la prueba en la mano? ¿Si yo le diera esa prueba? -Esperó a ver cómo reaccionaba a sus preguntas. Sonrió como una gata complacida cuando Lynley vaciló y se volvió hacia ella-. Sí -dijo poco a poco-. Ya lo creo, señor policía.
Se levantó de la mesa y salió de la sala. Al cabo de un momento, se oyeron los ladridos del perdiguero desde la puerta posterior de la casa, y el grito airado de Glyn.
– ¡Calla de una vez!
El perro insistió.
– Tome -dijo Glyn cuando volvió. Llevaba en la mano dos sobres de papel manila y, bajo el brazo, lo que parecía una tela de cuadro enrollada-. Anthony los tenía escondidos en el fondo de su archivador. Le encontré lloriqueando sobre ellos hace una hora, justo antes de que se marchara. Eche un vistazo. Sé de antemano la conclusión a la que llegará.
Primero, le tendió los sobres. Lynley examinó los bosquejos que contenían. Todos consistían en estudios de la muchacha muerta, y todos parecían deberse a la misma mano. Eran indudablemente buenos, y admiró su calidad. Sin embargo, ninguno servía como móvil del asesinato. Estaba a punto de decirlo, cuando Glyn le tiró la tela.
– Mire esto.
Lo desenrolló y lo extendió sobre el suelo, porque era muy grande y lo habían doblado antes de arrollarlo y guardarlo. Era un lienzo manchado, con dos amplios desgarrones que avanzaban en diagonal hacia la mitad, y otro desgarrón más pequeño en el centro, que empalmaba con los otros dos. Las manchas eran de pintura blanca y roja, sobre todo, con aspecto de haber sido producidas al azar. En los puntos donde no coincidían o tapaban la tela, asomaban los colores de otro cuadro. Lynley se puso en pie y lo contempló, hasta que empezó a comprender.
– Y esto -dijo Glyn-. Estaba envuelta en la tela cuando la desenrollé.
Depositó en su mano una plaquita de latón, de unos cinco centímetros de largo y dos de ancho. La cogió y alzó a la luz, casi seguro de lo que vería. En la placa estaba grabada la palabra ELENA.
Miró a Glyn Weaver y vio el exultante placer que estaba extrayendo del momento. Sabía que aguardaba un comentario sobre el móvil que le había ofrecido.
– ¿Ha ido a correr Justine mientras usted ha estado en Cambridge? -preguntó, en cambio.
Su expresión delató que no era la frase esperada, pero reaccionó bien, aunque entornó los ojos con suspicacia.
– Sí.
– ¿Con chándal?
– Bueno, no llevaba exactamente un modelo exclusivo de Coco Chanel.
– ¿De qué color, señora Weaver?
– ¿De qué color? -repitió en tono ofendido, porque no prestaba la debida atención al cuadro destruido ni a sus implicaciones.
– Sí. El color.
– Era negro. ¿Cuántas pruebas más quiere de que Justine odiaba a mi hija?
Glyn Weaver le había seguido fuera de la salita, dejando a sus espaldas los olores mezclados a atún, mantequilla y patatas fritas, que pugnaban por su primacía.
– ¿Qué hace falta para convencerle? ¿Cuántas pruebas más necesita?
Le cogió por el brazo y le obligó a volverse, tan cerca de él que Lynley notó su aliento en la cara y el olor aceitoso a pescado cada vez que la mujer exhalaba.
– No dibujaba a su mujer, sino a Elena. No pintaba a su mujer, sino a Elena. Imagine soportar eso. Imagine odiar cada momento de ese espectáculo, aquí mismo, en esta sala, porque hay buena luz, y prefería pintarla con luz buena.
Lynley dirigió el Bentley hacia Bulstrode Gardens. Las farolas de la calle no conseguían perforar la niebla, sino pintar de un tono dorado la capa superior, mientras que el resto continuaba siendo una masa húmeda y grisácea. Frenó en el camino semicircular, sobre una alfombra de hojas mojadas que habían caído de los esbeltos abedules situados al borde de la propiedad. Contempló la casa antes de salir, pensó en las pruebas que llevaba encima, reflexionó sobre los dibujos de Elena y lo que sugerían acerca del cuadro destruido, pensó en el módem y, sobre todo, calculó el tiempo, porque todo el caso dependía del tiempo.
Según Glyn Weaver, primero había destrozado la imagen y, al no obtener una satisfacción auténtica y duradera, había dado el segundo paso, atacando a la muchacha. Había golpeado su cara del mismo modo que había acuchillado el cuadro, en un afán de destrucción nacido de la ira.
Pero todo se reducía a conjeturas, pensó Lynley. Solo una parte rozaba la verdad. Sujetó el lienzo bajo el brazo y caminó hacia la puerta.
Harry Rodger abrió, seguido de Christian y Perdita.
– ¿Vienes a ver a Pen? -se limitó a preguntar, y dijo a su hijo-: Chris, ve a buscar a mamá.
Cuando el niño corrió escaleras arriba, gritando «¡Mamá!», golpeando los pasamanos con la cabeza medio destrozada de un caballito, con gritos suplementarios de «¡Cachún, puní!», Rodger indicó a Lynley que pasara a la sala de estar. Montó a su hija sobre la cadera y echó un vistazo al lienzo que Lynley llevaba bajo el brazo. Perdita se acurrucó, mimosa, contra el pecho de su padre.
Los pasos de Christian resonaron en el pasillo de arriba. Su caballito golpeó contra la pared.
– ¡Mamá!
Pequeños puños aporrearon una puerta.
– Le has traído trabajo, ¿eh?
Las palabras de Rodger eran educadas, su rostro, deliberadamente impasible.
– Quiero que le eche una ojeada a esto, Harry. Necesito su experiencia.
Los labios de Rodger se curvaron en una breve sonrisa, indicando que aceptaba la información, pero sin precisar si le gustaba.
– Disculpa, por favor -dijo, y entró en la cocina, cerrando la puerta a su espalda.
Un momento después, Christian entró en la sala de estar, precediendo a su madre y a su tía. Durante su recorrido por la casa se había apoderado de una pistolera de vinilo en miniatura, que se había ceñido con torpeza alrededor de la cintura; la pistola correspondiente le colgaba hasta las rodillas.
– Muerto, señor -dijo a Lynley, aferrando la culata del revólver y tropezando con las piernas de lady Helen en su afán por desenfundar-. Muerta, tía Leen.
– Me parece poco prudente decirle eso a un policía, Chris. -Lady Helen se arrodilló delante de él-. Estáte quieto un poco -dijo, y le ciñó mejor el cinturón.
El niño rió y chilló, mientras jugaba con la pistola.
– ¡Bang bang, señor!
Corrió hacia el sofá y golpeó los almohadones con la pistola.
– Al menos, le espera un gran futuro en el crimen -observó Lynley.
Penélope levantó las dos manos.
– Casi es la hora de la siesta. Se pone muy nervioso cuando está cansado.
– Tiemblo solo de pensar cómo se pondrá cuando esté despierto del todo.
– ¡Ca-poum! -aulló Christian. Se tiró al suelo y procedió a reptar en dirección al vestíbulo, imitando el ruido de disparos y apuntando a enemigos imaginarios.
Penélope le miró y meneó la cabeza.
– He considerado la posibilidad de suministrarle sedantes hasta que cumpla dieciocho años, pero ¿quién me haría reír? -Mientras Christian se disponía a asaltar la escalera, indicó la tela con un cabeceo-. ¿Qué has traído?
Lynley la desenrolló sobre el respaldo del sofá y dejó que Penélope la observara un momento desde el otro extremo de la sala.
– ¿Qué puedes hacer con eso? -preguntó.
– ¿Hacer?
– Restaurarlo, no, Tommy -comentó lady Helen, intrigada.
Penélope levantó la vista del lienzo.
– Santo Dios. ¿Estás bromeando?
– ¿Porqué?
– Está hecho una ruina, Tommy.
– No necesito que lo restaures. Me basta con saber qué hay debajo de la capa de pintura superpuesta.
– ¿Cómo sabes que hay algo debajo?
– Míralo más de cerca. Tiene que haberlo. Lo verás. Y, además, es la única explicación.
Penélope no solicitó más detalles. Se acercó al sofá y recorrió con los dedos la superficie de la tela.
– Tardaría semanas en rascar esto -dijo-. No tienes ni idea de lo que costaría. Se hace de capa en capa. No basta con tirar una botella de disolvente encima y limpiarlo, como si fuera una ventana.
– Maldición -masculló Lynley.
– ¡Ca-poum! -gritó Christian desde su supuesto escondite en la escalera.
– Aunque… -Penélope se dio unos golpecitos sobre los labios-. Deja que lo lleve a la cocina y lo examine con mejor luz.
Su marido estaba de pie ante los fogones e inspeccionaba el correo del día. Su hija, apretujada contra él, rodeaba con un brazo su pierna y apoyaba la mejilla sobre su muslo.
– Mamá -dijo con voz adormilada.
Rodger levantó la vista de la carta que estaba leyendo. Sus ojos se clavaron en la tela que Penélope cargaba. Su expresión era indescifrable.
– Si despejáis la encimera -dijo Penélope, y esperó con el lienzo en la mano a que Lynley y Havers apartaran los cuencos, los platos de la comida, libros de cuentos y cubiertos. Después, desenrolló el lienzo y lo contempló con aire pensativo.
– Pen -dijo su marido.
– Espera un momento -replicó ella. Se acercó a un cajón y sacó una lupa. Acarició el cabello de su hija cuando pasó a su lado.
– ¿Dónde está la pequeña? -preguntó Rodger.
Penélope se inclinó sobre la encimera, examinó primero los manchones de pintura y después los desgarros de la tela.
– Ultravioletas -dijo-. Tal vez infrarrojos. -Miró a Lynley-. ¿Necesitas el cuadro, o te bastará con una fotografía?
– ¿Una fotografía?
– Pen, te he preguntado…
– Tenemos tres opciones. Una radiografía nos mostraría el esqueleto del cuadro, todo lo pintado sobre la tela, por más capas que haya. Una luz ultravioleta nos descubriría todo lo que se ha hecho sobre el barniz, si se ha vuelto a pintar, por ejemplo. Y una foto infrarroja nos proporcionaría el bosquejo inicial del cuadro, y cualquier falsificación de la firma. Si había firma, claro. ¿Cuál prefieres?
Lynley contempló la destrozada tela y reflexionó sobre las opciones.
– Yo diría que los rayos X -dijo, en tono pensativo-, pero, si eso no sirve, ¿podemos intentar otra cosa?
– Desde luego. Yo…
– Penélope. -El rostro de Harry Rodger se había teñido de púrpura, si bien su voz continuaba siendo serena-. ¿No es hora de acostar a los gemelos? Christian está como loco desde hace veinte minutos, y Perdita se va a quedar dormida de pie.
Penélope consultó el reloj de la pared. Se mordió el labio y desvió la vista hacia su hermana. Lady Helen sonrió levemente, tal vez en señal de agradecimiento, o de aliento.
– Tienes razón, por supuesto -suspiró Penélope-. Necesitan una siesta.
– Bien. Entonces…
– Si tú te ocupas de ellos, querido, los demás podremos ir con este cuadro al Fitzwilliam, a ver si es posible conseguir algo. La pequeña ya ha comido. Está dormida. Y los gemelos no te darán mucho trabajo, siempre que les leas un poco de los Versos Ejemplares. A Christian le gusta mucho el poema sobre Mathilda. Helen tuvo que leérselo ayer media docena de veces antes de que se durmiera. -Enrolló la tela-. Voy a vestirme -dijo a Lynley.
Cuando salió de la sala, Rodger levantó a su hija. Miró hacia la puerta, como si esperara el regreso de Penélope. Como eso no ocurrió, sino que oyeron decir a Penélope: «Papá te ayudará a acostarte, Christian», dedicó su atención a Lynley un momento, mientras Christian bajaba la escalera y se dirigía en tromba hacia la cocina.
– No se encuentra bien -dijo Rodger-. Sabes tan bien como yo que no debería salir de casa. Te hago responsable, a los dos, Helen, de lo que suceda.
– Solo vamos al museo Fitzwilliam -replicó lady Helen, en el tono más razonable del mundo-. ¿Qué demonios le puede suceder?
– ¡Papá! -Christian irrumpió en la cocina y se precipitó sobre las piernas de su padre-. ¡Léeme Tilda! Ahora!
– Te lo advierto, Helen -dijo Rodger, y apuntó un dedo en dirección a Lynley-. Os lo advierto a los dos.
– ¡Papá! ¡Lee!
– El deber te llama, Harry -contestó lady Helen con serenidad-. Encontrarás los pijamas bajo las almohadas de sus camas, y el libro…
– Sé dónde está el jodido libro -masculló Rodger, y sacó a sus hijos de la cocina.
– Santo Dios -murmuró Helen-. Temo que se va a armar una de órdago.
– No creo -dijo Lynley-. Harry es un hombre educado. Como mínimo, sabemos que sabe leer.
– ¿Los Versos Ejemplares?
Lynley negó con la cabeza.
– Las pintadas de las paredes.
– Al cabo de una hora, logramos llegar a un acuerdo. Lo más probable es que se tratara de cristal. Cuando me marché, Pleasance seguía esgrimiendo su teoría de que fue una botella de vino o champán, preferiblemente llena, pero acaba de graduarse y aprovecha cualquier oportunidad para explayarse. La verdad, espero que se sienta más atraído por la espectacularidad de sus argumentaciones que por su viabilidad. No me extraña que el jefe del departamento…, ¿se llama Drake?, quiera su cabeza.
El científico forense Simón Allcourt-St. James se reunió con Barbara Havers en la solitaria mesa que esta ocupaba en el comedor de la comisaría de policía de Cambridge. Había pasado las dos horas anteriores encerrado en el laboratorio de la policía regional, con las dos partes en litigio que constituían el equipo forense del superintendente Sheehan. No solo había examinado las radiografías de Elena Weaver, sino también su cuerpo, para comparar sus conclusiones con las formuladas por el científico más joven del grupo de Cambridge. Barbara había declinado el honor de asistir al procedimiento. El breve período de su entrenamiento como policía dedicado a contemplar autopsias había colmado su ya escaso interés en la medicina forense.
– Agentes, hagan el favor de observar -había canturreado el patólogo forense, de pie ante la camilla tapada con una sábana, bajo la cual se hallaba el cadáver sobre el cual giraría su clase- que la señal de la cuerda utilizada para estrangular a esta mujer aún se ve sin el menor problema, aunque nuestro asesino realizó lo que creyó un ingenioso intento de simulación. Acérquense más, por favor.
Como idiotas, o autómatas, los agentes en ciernes habían obedecido. Y tres se habían desmayado en el acto cuando el patólogo, con una sonrisa maliciosa de anticipación, apartó la sábana y dejó al descubierto los espeluznantes despojos de un cuerpo saturado de parafina y quemado a continuación. Barbara se había mantenido en pie, por muy poco. Y, desde aquel día, jamás había tenido prisa por asistir a una autopsia. Limítense a proporcionarme los datos, pensaba, cuando se llevaban un cadáver del lugar del crimen. No me obliguen a presenciar el proceso de recogida.
– ¿Té? -preguntó a St. James, mientras este se acomodaba en una silla de forma que la abrazadera de la pierna izquierda no le molestara-. Está recién hecho. -Echó un vistazo a su reloj-. Bueno, vale. Solo hasta cierto punto, pero lleva la suficiente cafeína para que tus ojos permanezcan abiertos, por más ganas que tengas de cerrarlos.
St. James aceptó la invitación y añadió a su taza tres generosas cucharadas de azúcar. Después de probar el brebaje, añadió una cuarta.
– Mi única excusa es Falstaff, Barbara -dijo.
La sargento levantó la taza.
– Salud -dijo.
Tenía buen aspecto, decidió. Aún demasiado delgado y anguloso, aún demasiado demacrado, pero el indisciplinado cabello oscuro se veía brillante, tanto como relajadas las manos apoyadas sobre la mesa. Un hombre en paz consigo mismo, pensó, y se preguntó cuánto tiempo había tardado St. James en alcanzar ese equilibrio psicológico. Era el mejor y más antiguo amigo de Lynley, un experto forense de Londres cuyos servicios había reclamado más de una vez.
– Si no era una botella de vino, y había una en el lugar del crimen, a propósito, y no era una botella de champán, ¿qué utilizaron para golpearla? -preguntó-. ¿Y por qué se pelea la gente de Cambridge por este dato en concreto, para empezar?
– Desde mi punto de vista, se trata de un caso de puro machismo -contestó St. James-. El jefe del departamento forense tiene cincuenta y un años. Tiene una experiencia de veinticinco años. De repente aparece Pleasance, con solo veintiséis y muchas ganas de trepar. Por lo tanto…
– Hombres -concluyó Barbara-. ¿Por qué no resuelven su disputa mediante el viejo truco de ver quién mea más lejos?
St. James sonrió.
– No es mala idea.
– ¡Ja! Las mujeres deberían dirigir el mundo. -Se sirvió más té-. ¿Por qué no pudo ser una botella de vino, o de champán?
– La forma no encaja. Buscamos algo con una curva un poco más ancha, que una el fondo con los lados. Como esto.
Formó medio óvalo con la palma derecha.
– ¿Los guantes de piel no se adaptan a esa curva?
– A la curva, tal vez, pero unos guantes de piel de ese peso no romperían un pómulo de un solo golpe. Ni siquiera sé si un peso pesado lo lograría y, por lo que me has dicho, el chico a quien pertenecen los guantes no es un peso pesado ni por asomo.
– Entonces, ¿qué? ¿Un jarro?
– No lo creo. Lo que utilizaron tenía una especie de mango. Y era muy pesado, lo bastante para producir el máximo daño con el mínimo esfuerzo. Solo la golpearon tres veces.
– Un mango. Eso sugiere el cuello de una botella.
– Por eso Pleasance se empeña en su teoría de la botella de champán llena, a pesar de las abrumadoras pruebas en su contra. -St. James cogió una servilleta de papel y trazó un dibujo-. Lo que estáis buscando tiene el fondo plano, una amplia curva en los lados y, supongo, algo fuerte por donde cogerlo.
Tendió el dibujo a Barbara, que lo examinó.
– Parece una de esas garrafas de barco -dijo, y se pellizcó el labio superior con aire pensativo-. Simón, ¿golpearon a la chica con el Waterford de la familia?
– Es tan pesado como el cristal, pero de superficie suave, no cortante. Y también sólido. Si tal es el caso, no se trata de ningún recipiente.
– Pues ¿qué?
Simón miró el dibujo colocado entre ellos.
– No tengo la menor idea.
– ¿Tal vez algo metálico?
– Lo dudo. El cristal, sobre todo cuando es suave y pesado, suele ser la sustancia más probable cuando no quedan huellas.
– ¿Necesito preguntarte si encontraste huellas donde el equipo de Cambridge no encontró ninguna?
– No es necesario. No las encontré.
– Qué putada.
Havers suspiró.
Simón no la contradijo, sino que cambió de posición en la silla y dijo:
– ¿Tommy y tú todavía intentáis relacionar los dos asesinatos? Es un método extraño, sobre todo cuando los medios son tan diferentes. Si se trata del mismo asesino, ¿por qué no murieron de un disparo las dos víctimas?
Havers pinchó la superficie gelatinosa de la tarta de cerezas que acompañaba a su té.
– Pensamos que el móvil determinó el medio en cada asesinato. El primer móvil fue personal, de modo que requirió un medio personal.
– ¿Manual? ¿Golpear y luego estrangular?
– Sí, pero el segundo asesinato no fue personal, sino motivado por la necesidad de eliminar a una testigo potencial que situaría al asesino en la isla Crusoe justo cuando estrangulaban a Elena Weaver. Un disparo bastó para eliminar esa amenaza. Lo que el asesino no sabía, por supuesto, es que se había equivocado de chica.
– Qué horror.
– Ya lo creo.
Havers cogió una cereza. Recordaba demasiado a un coágulo de sangre. Se estremeció, la dejó en el plato y probó con otra.
– Al menos, eso nos ha dado alguna pista sobre el asesino. El inspector ha ido a…
Se interrumpió y frunció el ceño cuando Lynley entró por las puertas giratorias, el abrigo colgado sobre el hombro y su bufanda de cachemira agitándose a su alrededor como alas de color carmín. Llevaba un sobre grande de papel manila. Lady Helen y otra mujer, probablemente su hermana, le acompañaban.
– St. James -saludó a su amigo-. Vuelvo a estar en deuda contigo. Gracias por venir. Ya conoces a Pen, claro.
Dejó caer el abrigo sobre el respaldo de una silla, mientras St. James saludaba a Penélope y besaba a lady Helen en la mejilla. Acercó más sillas a la mesa, mientras Lynley presentaba a Barbara a la hermana de lady Helen.
Barbara la contempló, perpleja. Había ido a casa de los Weaver en busca de información. Se suponía que el paso siguiente era una detención. Estaba claro que esa eventualidad no se había producido. Algo le había desviado de dirección.
– ¿No la ha traído con usted?
– No. Eche un vistazo.
Sacó unas fotografías del sobre, y le habló de la tela y la colección de bosquejos que Glyn Weaver le había entregado.
– El cuadro sufrió un doble atentado -explicó-. Alguien lo desfiguró con grandes manchas de color, y luego remató el trabajo con un cuchillo de cocina. La anterior esposa de Weaver dio por sentado que Elena era el tema del cuadro y que Justine lo había destruido.
– ¿Debo suponer que estaba equivocada? -preguntó Barbara.
Cogió las fotografías y las examinó. Cada una mostraba una parte diferente de la tela. Eran piezas curiosas; algunas parecían dobles exposiciones, en que una figura se superponía a otra. Plasmaban diversos retratos de una mujer, desde la infancia a la juventud.
– ¿Qué es esto? -preguntó Havers, mientras iba pasando las fotos a St. James después de estudiarlas.
– Son fotografías con infrarrojos y rayos X -dijo Lynley-. Pen se lo explicará. Lo hicimos en el museo.
En el grupo había cinco estudios de cabezas, como mínimo, uno de los cuales era de tamaño doble que el de los demás. Barbara los fue mirando poco a poco.
– Qué cuadros tan raros, ¿no?
– Si junta las diversas partes, no -dijo Penélope-. Se lo enseñaré.
Lynley despejó la mesa y depositó la tetera de acero inoxidable, las tazas, los platos y los cubiertos en una mesa cercana.
– A causa de su tamaño, solo pudimos fotografiarlo por partes -explicó a Barbara.
– Cuando se juntan las partes -siguió Pen-, se obtiene esto.
Dispuso las fotografías de manera que formaran un rectángulo incompleto; faltaba un cuadrilátero en la esquina derecha. Lo que Barbara vio sobre la mesa fue un semicírculo de cuatro estudios de cabeza de una muchacha (desde que tenía meses a la adolescencia), rematado por el quinto estudio de cabeza, más grande, de joven.
– Si esta no es Elena Weaver -empezó Barbara-, ¿quién…?
– Es Elena, en efecto -aclaró Lynley-. Su madre acertó de pleno en eso, pero se equivocó en lo demás. Vio dibujos y un cuadro escondidos en el estudio de Weaver y llegó a una conclusión lógica, basada en su conocimiento de que Anthony hacía sus pinitos en arte, pero es obvio que esto no son simples pinitos.
Barbara levantó la vista y vio que sacaba otra fotografía del sobre. La sargento extendió la mano, colocó la foto en el hueco de la esquina inferior derecha y observó la firma del artista. Al igual que la mujer, no era llamativo. Tan solo la simple palabra «Gordon» escrita con finos trazos negros.
– El círculo se cierra -dijo Lynley.
– Demasiadas coincidencias -replicó Havers.
– Si conseguimos relacionarla con algún tipo de arma, no tardaremos en volver a casa. -Lynley miró a St. James, mientras lady Helen agrupaba las fotografías y las guardaba en el sobre-. ¿Cuál es tu conclusión? -preguntó.
– Cristal -dijo St. James.
– ¿Una botella de vino?
– No. La forma no acaba de encajar.
Barbara se acercó a la mesa donde Lynley había dejado los restos de la merienda y rebuscó entre ellos hasta encontrar el dibujo de St. James. Lo sacó de debajo de la tetera y lo tiró hacia sus compañeros. Cayó al suelo. Lady Helen lo cogió, lo miró, se encogió de hombros y lo pasó a Lynley.
– ¿Qué es esto? -preguntó el inspector-. Parece una garrafa.
– Yo opino lo mismo -dijo Barbara-. Simón dice que no.
– ¿Por qué?
– Es preciso que sea sólido y lo bastante pesado para romper un hueso de un solo golpe.
– Maldita sea mi estampa -exclamó Lynley, y lo puso sobre la mesa.
Penélope se inclinó hacia delante y acercó el papel hacia ella.
– Tommy -dijo con aire pensativo-, no estoy segura, ¿sabes?, pero esto se parece terriblemente a una moleta.
– ¿Una moleta? -preguntó Lynley.
– ¿Qué coño es eso? -dijo Havers.
– Una herramienta -respondió Penélope-. La que utiliza primero un artista cuando prepara un cuadro.