Capítulo 22

Justine salió a recibirle a la puerta. Acababa de insertar la llave en la cerradura cuando ella la abrió. Anthony vio que aún no se había cambiado, y aunque llevaba el traje negro y la blusa gris perla desde hacía trece horas, no se veía ni una arruga, como si terminara de vestirse.

Justine miró hacia las luces del coche policial, que iba marcha atrás por el camino particular.

– ¿Dónde has estado? -preguntó-. ¿Dónde está el Citroen? Anthony, ¿dónde están tus gafas?

Le siguió al estudio y se quedó en la puerta, mientras él buscaba en el escritorio unas gafas de concha que no utilizaba desde hacía años. Sus gafitas de Woody Allen, decía Elena. «Papá, te dan aspecto de patán.» No las había vuelto a llevar.

Miró a la ventana y vio su reflejo, y a su mujer detrás de él. Era una mujer adorable. Durante los diez años de su matrimonio le había pedido muy poco, solo que la amara, solo que estuviera con ella. A cambio, había creado este hogar, en el cual recibía a sus colegas. Le había brindado apoyo, había creído en su futuro, le había sido perfectamente fiel, pero no había podido darle la inefable comunicación que existe entre dos personas cuando sus almas están unidas.

Mientras trabajaron por una meta común (buscar una casa, pintar y decorar, comprar muebles, mirar coches, diseñar un jardín), creyeron en la ilusión de que formaban el matrimonio ideal. Anthony había llegado a pensar: «Vamos a ser un matrimonio feliz. Es regenerativo, devoto, comprometido, tierno, cariñoso y fuerte. Hasta somos del mismo signo zodiacal, Géminis, los gemelos. Es como si hubiéramos sido el uno para el otro desde nuestro nacimiento».

Pero cuando desaparecieron los puntos comunes superficiales, una vez comprada la casa y amueblada a la perfección, una vez plantado el jardín y guardados en el garaje los bonitos coches franceses, descubrió que perduraba una vaciedad indefinible y una vaga e inquietante sensación de necesitar algo más.

También le había apoyado en esto. No le imitó (el arte no la interesaba en exceso), pero admiró sus dibujos, montó y enmarcó sus acuarelas y recortó el anuncio aparecido en el periódico local anunciando las clases de Sarah Gordon. Esto te gustaría, cariño, le dijo. Nunca he oído hablar de ella, pero el diario dice que posee un talento sorprendente. ¿No sería maravilloso que conocieras a una auténtica artista?

Y esa fue la mayor de las ironías, que la hubiera conocido por mediación de Justine. Que Justine le hubiera descubierto la presencia de Sarah Gordon en Grantchester completaba el círculo de la historia de una manera bien equilibrada. Al fin y al cabo, Justine era la única responsable de los acontecimientos finales que redondeaban esta obscena tragedia, y era muy adecuado que también ella fuera la pieza fundamental que desencadenara los primeros acontecimientos, iniciados con una clase de dibujo en vivo que tuvo lugar en el estudio de Sarah Gordon.

Si todo ha terminado entre vosotros, deshazte del cuadro, había dicho Justine. Destrúyelo. Sácalo de mi vida. Sácala de mi vida.

No fue suficiente que lo desfigurara con pintura. Solo su completa destrucción mitigó la ira de Justine y aplacó el dolor de su infidelidad. Este acto de destrucción solo podía llevarse a cabo en un momento y lugar determinados, con el fin de convencer a su mujer de la sinceridad con que ponía fin a su relación con Sarah. Había hundido tres veces el cuchillo en la tela, mientras Justine presenciaba la escena. Sin embargo, fue incapaz de desembarazarse del cuadro destrozado.

Si ella hubiera sido la persona que yo necesitaba, nada de esto habría sucedido, pensó. Si hubiera sido capaz de abrir su corazón, si hubiera entrado en contacto con su espíritu, si crear hubiera significado para ella más que poseer, si hubiera hecho algo más que escuchar y fingir solidaridad, si hubiera tenido algo que decir sobre sí misma, sobre la vida, si hubiera intentado comprender quién y qué soy…

– ¿Dónde está el Citroen, Anthony? -repitió Justine-. ¿Dónde están tus gafas? ¿Dónde demonios has estado? Son más de las nueve.

– ¿Dónde está Glyn?

– En el baño, y gastando casi toda el agua caliente de la casa.

– Se irá mañana por la tarde. Me gustaría que la aguantaras hasta entonces. Al fin y al cabo…

– Sí, ya lo sé. Ha perdido a su hija. Está destrozada y yo debería ser capaz de pasar por alto todo lo que hace, y todo lo que dice, solo por eso. Bien, no pienso hacerlo. Y tú serás un idiota si lo haces.

– En ese caso, supongo que soy un idiota. -Se apartó de la ventana-. Claro que te has aprovechado de esa circunstancia más de una vez, ¿no?

Las mejillas de Justine se tiñeron de púrpura.

– Somos marido y mujer. Aceptamos un compromiso. Prestamos juramento en una iglesia. Al menos, yo. Y nunca lo he roto. Yo no fui la que…

– Muy bien. Ya lo sé.

Hacía calor en la sala. Necesitaba quitarse el abrigo, pero no logró reunir las fuerzas suficientes.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Justine-. ¿Qué has hecho con el coche?

– Está en la comisaría de policía. No me dejaron conducir hasta casa.

– ¿Que no…? ¿La policía? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre?

– Nada. Ya no.

– ¿Qué quieres decir?

Daba la impresión de crecer a medida que la certeza se abría paso en su mente. Anthony casi vio cómo se tensaban sus músculos bajo la fina tela del traje.

– Has estado con ella. Lo leo en tu cara. Me lo prometiste, Anthony. Anthony, me lo juraste. Dijiste que había terminado.

– Y lo está, créeme.

Dejó el estudio y se encaminó a la sala de estar. Oyó sus tacones repiquetear detrás de él.

– Entonces, ¿qué…? ¿Has tenido un accidente? ¿El coche está averiado? ¿Te has hecho daño?

Daño, un accidente. Qué gran verdad. Tuvo ganas de reír ante la macabra coincidencia. Ella siempre pensaría que él era la víctima, no el vengador. No podría concebir que, por una vez, se había ocupado de resolver un asunto sin ayuda. No podría concebir que, por fin, hubiera actuado de motu propio, sin importarle las opiniones o las criticas, porque creía que tenía derecho a hacerlo. ¿Quién la podía culpar? ¿Cuándo había actuado por decisión propia? Aparte de abandonar a Glyn, y había pagado por ello durante los últimos quince años.

– Contéstame, Anthony. ¿Qué ha pasado hoy?

– Terminé algunas cosas. De una vez por todas.

Entró en la sala de estar.

– Anthony…

En otro tiempo había creído que los bodegones colgados sobre el sofá constituían su mejor obra. «Pinta algo que podamos colgar en la sala de estar, cariño. Emplea colores que combinen.» Lo había hecho. Albaricoques y amapolas. Una sola mirada bastaba para identificarlos. ¿Acaso no es el verdadero arte la reproducción precisa de la realidad?

Los había bajado de la pared para enseñárselos la primera noche de clase. A pesar de que enseñaba dibujo de modelos vivos, quería que conociera desde el principio su superioridad sobre los demás, talento en bruto a la espera de que alguien lo transformara en el nuevo Manet.

Ella le sorprendió desde el primer momento. Subida sobre un taburete en un rincón de su estudio, empezó por no impartir ninguna enseñanza. En cambio, habló. Encajó los pies entre los travesaños del taburete, apoyó los codos sobre las rodillas manchadas de pintura, sostuvo la cabeza entre las manos, de forma que los cabellos se derramaron entre sus dedos, y habló. A su lado tenía un caballete con un cuadro inacabado que plasmaba a un hombre abrazando a una niña de cabello revuelto. Mientras hablaba, no lo señaló en ningún momento. Esperaba que sus alumnos establecieran la relación.

– No han venido aquí para aprender a aplicar pintura a una tela -dijo al grupo.

Se componía de seis personas: tres mujeres mayores con guardapolvos y zapatos estilo Oxford, la esposa de un militar norteamericano con mucho tiempo libre, una chica griega de doce años cuyo padre estaba pasando un año en la universidad como catedrático invitado, y él. Supo al instante que era el estudiante más serio de todos. Daba la impresión de que Sarah le hablaba directamente.

– Cualquier idiota puede hacer manchones y llamarlo arte -continuó-. Este cursillo no tratará de eso. Han venido para plasmar algo de ustedes en el lienzo, para revelar quiénes son mediante su composición, su elección del color, su sentido del equilibrio. El reto consiste en saber qué se ha hecho antes y superarlo. El trabajo consiste en seleccionar una imagen, pero pintar un concepto. Puedo proporcionarles técnicas y métodos, pero lo que produzcan al final ha de surgir de su más íntimo ser, si quieren llamarlo arte. Y… -Sonrió. Era una sonrisa franca, extraña, desprovista por completo de afectación. No sabía que arrugaba su nariz de una manera muy poco atractiva. Y, si lo sabía, lo más probable era que no le importara. No parecía conceder mucha importancia a las apariencias-…, si carecen de auténtico ser, o si no tienen forma de descubrirlo, o si por algún motivo tienen miedo de sacarlo a la luz, aun así lograrán crear algo en la tela con sus pinturas. Será agradable de mirar y un placer para ustedes. Pero todo será técnica. No será arte, necesariamente. El propósito, nuestro propósito, es comunicarse a través de un medio. Para ello, han de tener algo que decir.

Sutileza es la clave, les había dicho. Un cuadro es un susurro. No es un grito.

Al final, se sintió avergonzado de la arrogancia que representaba traer sus acuarelas para enseñárselas, tan convencido de sus méritos. Decidió salir del estudio sin hacerse notar, con los cuadros envueltos en su papel marrón, tan protector y conveniente, pero no fue lo bastante rápido.

– Veo que ha traído algunas de sus obras para enseñármelas, doctor Weaver -dijo Sarah, mientras los demás se iban.

Se acercó a su mesa y esperó a que los desenvolviera. Hacía años que no se sentía tan nervioso y superior.

Ella los examinó con aire pensativo.

– ¿Albaricoques y…?

Anthony notó que su cara enrojecía.

– Amapolas.

– Ah. -Y enseguida-: Sí. Muy bonitos.

– Bonitos, pero no es arte.

Ella le dirigió una mirada franca y cordial. Que los ojos de una mujer le miraran con tanto desparpajo le desconcertó.

– No me malinterprete, doctor Weaver. Estas acuarelas son muy hermosas. Y las acuarelas hermosas también tienen un lugar.

– ¿Las colgaría en su pared?

– ¿Yo? -Bajó la vista, pero luego volvió a clavarla en él-. Prefiero las pinturas algo más osadas. Es cuestión de gustos.

– ¿Y estas no son osadas?

La mujer estudió de nuevo las acuarelas. Se sentó sobre la mesa y sostuvo los cuadros sobre las rodillas, primero uno y después el otro. Apretó los labios. Ahuecó las mejillas.

– Lo asumiré -dijo Anthony, con una carcajada más angustiosa que humorística-. Puede ser sincera.

Ella le tomó la palabra.

– Muy bien -contestó-. Está claro que sabe copiar. Aquí tenemos la prueba. Pero ¿es capaz de crear?

No le hirió tanto como pensaba.

– Póngame a prueba -dijo.

Ella sonrió.

– Será un placer.

Se dedicó de pleno a ello durante los dos años siguientes, primero como alumno de las clases que Sarah ofrecía a la comunidad, y más tarde como estudiante particular, a solas con ella. En invierno, utilizaban modelos vivos en el estudio. En verano, iban al campo con caballetes, cuadernos de dibujo y pinturas. Solían dibujarse mutuamente, como un ejercicio destinado a comprender la anatomía humana. «El esternocleidomastoideo, Tony -decía ella, y apoyaba las yemas de sus dedos en su cuello-. Intenta pensar en los músculos como cuerdas bajo la piel.» Y siempre añadía música al ambiente. «Escucha, si estimulas un sentido, estimulas a los demás -explicaba-, es imposible crear arte si el artista es un pozo de insensibilidad. Hay que ver la música, escucharla, sentirla, sentir el arte.» Y la música empezaba; una fascinante selección de melodías celtas, una sinfonía de Beethoven, una orquesta de salsa, la Misa Luba, el rasgueo trepidante de guitarras eléctricas.

Ante la presencia de su intensidad y dedicación, empezó a sentirse como si hubiera salido de cuarenta y tres años de oscuridad para caminar por fin bajo el sol. Se sintió renacer. Sus intereses se renovaron, su intelecto estaba sometido a un constante desafío. Las emociones latían a flor de piel.

Durante los seis meses anteriores a que Sarah se convirtiera en su amante, lo llamó la búsqueda de su arte. Existía cierta seguridad en ello, a fin de cuentas. No exigía una respuesta dirigida al futuro.

Sarah, pensó, y se asombró de que, incluso ahora, después de todo, después de Elena, todavía deseara murmurar el nombre que le habían prohibido pronunciar durante los últimos ocho meses, desde que Justine le había acusado y él había confesado.

Se detuvieron ante la antigua escuela un martes por la noche, justo a la hora en que él solía llegar. Las luces estaban abiertas y el fuego encendido (vio su resplandor a través de las cortinas corridas), y supo que Sarah le estaba esperando, que sonaría música y que una docena o más de dibujos estarían diseminados por el suelo, entre los almohadones. Y que saldría a recibirle cuando sonara el timbre, que correría a su encuentro, que abriría la puerta y que le arrastraría al interior, diciendo: «Tonio, he tenido una idea maravillosa sobre la composición para ese cuadro de la mujer en el Soho, ya sabes cuál digo, el que me tiene loca desde hace una semana…».

«No puedo hacerlo -dijo a Justine-. No me lo pidas. La destruiré.»

«Me importa muy poco lo que le ocurra», contestó Justine, y salió del coche.

Debía estar cerca de la puerta cuando llamaron al timbre, porque contestó justo cuando el perro se puso a ladrar. Gritó: «Para, Llama, es Tony, ya sabes, Tony, tontorrón». Y entonces abrió la puerta, los vio a los dos, a él en primer término y a su mujer al fondo, y él llevaba el retrato, envuelto en papel marrón, bajo el brazo.

No dijo nada. Ni siquiera se movió. Se limitó a mirar a su mujer, y su rostro transparentó la enormidad del pecado cometido por Anthony. «La traición funciona en dos direcciones, Tonio», había dicho en cierta ocasión. Y él lo comprendió con absoluta claridad cuando Sarah dejó caer aquella cortina insustancial de educación y urbanidad, en la creencia de que iba a protegerla.

«Tony», dijo.

«Anthony», dijo Justine.

Entraron en la casa. Llama salió corriendo de la sala de estar con un viejo calcetín remendado entre los dientes y ladró alegremente al ver a su amigo. Seda, tendido junto al fuego y medio dormido, levantó la vista y movió la larga cola a modo de perezoso saludo.

«Ahora, Anthony», dijo Justine.

Carecía de voluntad para obedecer, para negarse, incluso para hablar.

Vio que Sarah miraba al cuadro. Dijo: «¿Qué me has traído, Tonio?», como si Justine no estuviera a su lado. Había un caballete en la sala de estar. Anthony desenvolvió el cuadro y lo colocó. Esperaba que ella se precipitara sobre la pintura cuando viera los manchones rojos, blancos y negros que ocultaban las facciones sonrientes de su hija, pero, en cambio, se acercó poco a poco, y emitió un leve sollozo cuando vio lo que había en la parte inferior del marco. La plaquita de latón. La palabra ELENA.

Anthony oyó que Justine se movía. Oyó que pronunciaba su nombre y notó que apretaba el cuchillo contra su mano. Era un cuchillo para cortar verduras. Ella lo había cogido de la cocina. Había dicho: «Sácalo de mi vida, sácala de mi vida, lo harás esta noche y yo te acompañaré para comprobarlo».

Efectuó el primer corte con un movimiento colérico y desesperado a la vez. Oyó que Sarah gritaba: «¡No, Tony!», notó que cerraba los dedos sobre su puño y vio el rojo de su sangre cuando el cuchillo resbaló sobre sus nudillos y trazó otra brecha sobre el cuadro. Y después el tercer corte, pero ella ya había retrocedido con la mano ensangrentada apoyada sobre su pecho, como una niña, sin llorar, porque no quería hacerlo delante de él, delante de su mujer.

«Ya es suficiente», dijo Justine. Dio media vuelta y salió.

Él la siguió. No había pronunciado ni una palabra.

Sarah había hablado en una clase sobre los riesgos y las recompensas de producir arte personal, de ofrecer fragmentos dispersos de la propia esencia a un público que podía malinterpretarlos, ridiculizarlos o rechazarlos. Aunque escuchó con atención sus palabras, no había entendido su significado hasta que vio su cara cuando destruyó la pintura. No fue una reacción motivada por las semanas y meses de esfuerzo que le costó terminarla para él, ni una respuesta a la mutilación de su regalo. Fue por las tres veces que había clavado el cuchillo en lo que representaba para Sarah la forma más singular de manifestarle su ternura y su amor.

Este era, a la vez, el peor de sus pecados. Haber despreciado el regalo. Haberlo destrozado.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella-. Anthony, contéstame.

Parecía asustada.

– Termino cosas.

Sacó los cuadros al vestíbulo y balanceó uno sobre las puntas de sus dedos, con aire pensativo. «Sabe copiar -había dicho Sarah-, pero ¿es capaz de crear?»

Los últimos cuatro días le habían proporcionado la respuesta que no había obtenido durante los dos años de su relación. Algunas personas crean. Otras destruyen.

Destrozó el cuadro contra el poste de la escalera. Una lluvia de cristales cayó sobre el suelo de parquet.

– ¡Anthony! -Justine le cogió del brazo-. ¡No! Son tus cuadros. Son tu arte. ¡No lo hagas!

Golpeó el segundo con mayor fuerza. Notó el dolor del impacto contra el poste de madera, que se propagó por su brazo como una bala de cañón. Los cristales salieron despedidos hacia su cara.

– Yo no tengo arte -dijo.


A pesar del frío, Barbara salió con su taza de café al descuidado jardín trasero de la casa de Acton y se sentó en el gélido bloque de hormigón que hacía las veces de peldaño. Se ciñó más el abrigo y depositó la taza sobre su rodilla. Aún no había oscurecido por completo (es imposible cuando se está rodeado por varios millones de personas y por una bulliciosa metrópolis), pero las densas sombras de la noche convertían el jardín en un lugar más desconocido que el interior de la casa, en uno menos abrumado por el conflicto desatado entre las fuerzas opuestas del sentimiento de culpabilidad y la pura necesidad.

¿Qué clase de vínculo existe en realidad entre un padre y un hijo?, se preguntó. ¿En qué momento resulta necesario romperlo o redefinirlo?

Durante los últimos diez años de su vida, había llegado a creer que nunca tendría hijos. Al principio, esta certeza le resultó dolorosa, inextricablemente relacionada con la otra certeza de que nunca se casaría. Sabía muy bien que el matrimonio no era un requisito indispensable para la maternidad. Cada vez era más frecuente que un solo padre adoptara un niño, y ahora que tenía su carrera encauzada, podía aspirar sin demasiados obstáculos a esa perspectiva. Si se presentara voluntaria para adoptar a un niño difícil de colocar, su éxito estaría prácticamente garantizado. Sin embargo, tal vez de una manera en exceso convencional, siempre había considerado la paternidad como una cuestión de dos. Y como la probabilidad de encontrar un compañero se hacía más remota cada año, la lejana posibilidad de ser madre se iba esfumando, como una fantasía poco acorde con la realidad de sus circunstancias.

No pensaba en ello muy a menudo. Casi siempre estaba demasiado ocupada para meditar sobre un futuro que presentía resbaladizo, pero, mientras la mayoría de la gente, al envejecer, veía crecer a su familia, así como los lazos derivados del matrimonio y los hijos, su familia iba disminuyendo a marchas forzadas, y sus relaciones desaparecían una tras otra. Su hermano y su padre, ambos muertos y enterrados. Y ahora se enfrentaba a la perspectiva de cortar el último lazo con su madre.

Al final, la vida consiste en buscar la serenidad, pensó, todos estamos enfrascados en buscar la señal que desmienta nuestra soledad. Queremos un vínculo, un ancla que nos amarre al puerto seguro de tener un lugar, de pertenecer a alguien, de poseer algo más que las ropas de nuestros armarios, las casas en que vivimos o los coches que conducimos. Al final, solo la gente nos puede proporcionar serenidad. A pesar de que intentemos dotar a nuestras vidas de una apariencia de independencia, queremos ese vínculo, porque una relación vital con otro ser humano siempre aporta la posibilidad de actuar con el fin de ganar nuestra autoaprobación. Si me quieren, soy valioso. Si me necesitan, soy valioso. Si mantengo esta relación a pesar de todas las dificultades, soy una persona íntegra.

¿Cuál era la auténtica diferencia entre Anthony Weaver y ella? ¿Acaso no gobernaba su comportamiento, como en el caso del profesor, la angustia de que el mundo le retirara su aprobación? ¿Acaso su comportamiento, como el de él, no enmascaraba la desesperación que produce la culpa?

– Mamá ha estado muy bien, Barbie -había dicho la señora Gustafson-. Empezó un poco pasada de rosca. Al principio, pasó de mí y siguió llamándome Doris. Después, no quiso comer las pastas de té. Y no quiso tomar la sopa. Cuando vino el cartero, creyó que era tu papá y no paró de repetir que quería marcharse con él. A Mallorca, dijo. Jimmy me prometió que iríamos a Mallorca, dijo. Y, cuando intenté decirle que no era Jimmy, casi me pone de patitas en la calle, pero al final se calmó. -Se llevó la mano a la peluca con un gesto nervioso, como un pájaro vacilante, y acarició con los dedos los tiesos rizos grises-. No ha querido ir al váter. No sé por qué. Pero está viendo la tele. Se ha portado a las mil maravillas desde hace tres horas.

Barbara la encontró en la sala de estar, sentada en la raída butaca de su marido, reclinada sobre el hueco grasiento que la cabeza del hombre había producido a lo largo de los años. La televisión rugía a un volumen equivalente a la falta de audición de la señora Gustafson. Vio a Humphrey Bogart y Lauren Bacall, la película en que ella decía: «Si me necesitas, silba». Barbara la había visto una docena de veces, como mínimo, y bajó el volumen justo cuando Bacall se contoneaba por última vez en dirección a Bogart. Era el momento favorito de Barbara. Siempre le había gustado su promesa velada de un futuro.

– Ahora está bien, Barbie -dijo la señora Gustafson desde la puerta, nerviosa-. Ya lo ves.

La señora Havers se había derrumbado sobre un lado de la silla. Tenía la boca abierta. Sus manos jugaban con el borde de su vestido, que se había levantado hasta los muslos. El olor a excrementos y orina impregnaba el aire que la rodeaba.

– ¿Mamá? -dijo Barbara.

La mujer no respondió, pero tarareó cuatro notas, como si tuviera la intención de empezar a cantar.

– ¿Ves lo tranquila y quieta que está? -dijo la señora Gustafson-. Tu mamá, cuando quiere, es una joya.

El tubo de la aspiradora estaba enrollado a pocos centímetros de los pies de su madre, en el suelo.

– ¿Qué hace eso aquí? -preguntó Barbara.

– Bueno, Barbie, eso ayuda a tenerla…

Barbara notó que algo pugnaba por surgir de su interior, como una presa que se viene abajo cuando ya no puede aguantar la presión del agua.

– ¿Ni siquiera ha reparado en que se ha hecho las necesidades encima? -preguntó a la señora Gustafson. Le pareció milagroso que su voz sonara tan serena.

La señora Gustafson palideció.

– Te equivocas, Barbie. Se lo pregunté dos veces. No quiso ir al váter.

– ¿Es que no huele? ¿No vino a verla? ¿La dejó sola?

Una sonrisa vacilante tembló en los labios de la mujer.

– Ya veo que te has enfadado un poco, Barbie, pero, si pasaras mucho tiempo con ella…

– He pasado años con ella. Toda mi vida, con ella.

– Solo quería decir…

– Gracias, señora Gustafson. No la volveré a necesitar más.

– Bueno, yo… -La señora Gustafson retorció la tela de su vestido, más o menos sobre el corazón-. Después de todo lo que he hecho…

– Tiene razón -dijo Barbara.

Se agitó en el peldaño, notó que el frío se filtraba por sus pantalones, intentó expulsar de su mente la imagen de su madre, fláccida como una muñeca de trapo en aquella silla, reducida a la inercia. Barbara la había bañado. Una infinita tristeza la invadió al ver su piel arrugada. La llevó a la cama, la tapó con las mantas y cerró la luz. Su madre no había pronunciado palabra en todo el rato. Era como un muerto viviente.

A veces, la acción más correcta es la más obvia, había dicho Lynley. Era cierto. Había sabido desde el primer momento lo que debía hacer, lo que era correcto, lo que era mejor, lo que era más apropiado para su madre. Barbara se había mostrado indecisa por el temor de ser juzgada como cruel e indiferente (por un mundo que, bien sabía, era sobre todo cruel e indiferente). Había esperado directrices, instrucciones o permisos que jamás recibiría. La decisión dependía de ella, como siempre. Lo que no había comprendido era que el juicio también dependía de ella.

Se levantó del peldaño y entró en la cocina. Percibió el olor a queso enmohecido. Había platos que lavar, un suelo que fregar y una docena de distracciones que retrasarían una hora más lo inevitable, lo que llevaba retrasando desde marzo, cuando murió su padre. No podía hacerlo indefinidamente. Se dirigió al teléfono.

Era raro pensar que había memorizado el número. Debió saber desde el primer momento que volvería a utilizarlo.

El teléfono sonó cuatro veces, antes de que una voz agradable contestara.

– Soy la señora Fio. Hawthorn Lodge.

Barbara suspiró.

– Soy Barbara Havers. ¿Recuerda que conoció a mi madre el lunes por la noche?

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