Capítulo 4

– Siempre estuvo claro que Elena Weaver era, en potencia, un número uno -dijo Terence Cuff a Lynley-. Supongo que decimos lo mismo de casi todos los estudiantes, ¿no? ¿Qué harían aquí si no pudieran, en teoría, alcanzar la máxima puntuación en su especialidad?

– ¿Cuál era la de ella?

– Inglés.

Cuff sirvió dos coñacs y tendió uno a Lynley. Señaló con la cabeza tres mullidas butacas agrupadas alrededor de una mesa plegable, situada a la derecha de la chimenea de la biblioteca, una muestra de uno de los aspectos más aparatosos de la arquitectura isabelina tardía, decorada con cariátides de mármol, columnas corintias y el escudo de armas de Vincent Amberlane, lord Brasdown, fundador del colegio.

Antes de llegar al pabellón, Lynley había dado un solitario paseo por los siete patios que albergaban los dos tercios occidentales del St. Stephen College, deteniéndose en el patio de los profesores, donde una terraza dominaba el río Cam. Era muy amante de la arquitectura. Le gustaba fijarse en los detalles característicos del capricho individual de cada período. Y aunque siempre había considerado a Cambridge una mina de extravagancias arquitectónicas (desde la fuente del Patio Grande de Trinity al puente de las Matemáticas de Queen's), descubrió que el St. Stephen merecía una atención especial. Abarcaba quinientos años de diseño, desde el Patio Principal del siglo XVI, con sus edificios de ladrillo rojo y ángulos de piedra franca, hasta el triangular Patio Norte del siglo XX, donde una serie de paneles encristalados deslizantes, enmarcados en caoba brasileña, encerraban la sala de descanso de los agregados, el bar, una sala de conferencias y el colmado. St. Stephen era uno de los colleges más grandes de la universidad, «limitado por los Trinities», como lo describía el folleto de la universidad, con Trinity College al norte, Trinity Hall al sur, y Trinity Lane separando las secciones este y oeste. Solo el río, que corría paralelo a sus límites occidentales, impedía que quedara encajonado por completo.

El pabellón del director se encontraba en el extremo sudoeste de los terrenos pertenecientes al College, contiguo a Garret Hostel Lane y frente al río Cam. Su construcción databa del siglo XVII y, como sus predecesores del Patio Principal, había escapado a la renovación de la fachada con sillería, tan popular en Cambridge en el siglo XVIII. De esta manera, conservaba sus ladrillos exteriores originales y los ángulos de piedra en contrastes. Como gran parte de la arquitectura de aquel período, resultaba una feliz combinación de detalles clásicos y góticos. Su equilibrio perfecto evidenciaba la influencia del diseño clásico. Dos ventanas saledizas se proyectaban a cada lado de la puerta principal, mientras que una hilera de ventanas de gablete, coronadas por frontones semicirculares, surgían de un techo de pizarra inclinado. Las almenas del tejado, el arco puntiagudo que trazaba la entrada del edificio y la bóveda de abanico del techo de la entrada atestiguaban una persistente afición por el gótico. Aquí se había citado Lynley con Terence Cuff, director de St. Stephen y graduado del Exeter College (Oxford), donde Lynley había estudiado.

Lynley vio que Cuff acomodaba su cuerpo larguirucho en una de las mullidas butacas de la biblioteca. No recordaba haber oído hablar de Cuff durante sus años en Oxford, pero, como el hombre era unos veinte años mayor que Lynley, este dato no indicaba que Cuff hubiera fracasado en distinguirse como estudiante.

Hacía gala de una confianza en sí mismo comparable a la desenvoltura con que llevaba sus pantalones de color cervato y la chaqueta azul marino. Estaba claro que, si bien estaba profundamente (y tal vez personalmente) preocupado por el asesinato de una estudiante del College, no consideraba la muerte de Elena Weaver como una demostración de su competencia como responsable de la institución.

– Me alegra que el vicerrector accediera a que Scotland Yard coordinara la investigación -dijo Cuff, dejando su coñac sobre la mesa plegable-. El que Miranda Webberly resida en St. Stephen ayudó. Fue muy fácil darle al vicerrector el nombre de su padre.

– Según Webberly, se produjo cierta inquietud por la forma en que el DIC local se ocupó de un caso el pasado trimestre de Pascua.

Cuff apoyó la cabeza sobre sus dedos índice y medio. No llevaba anillos. Su cabello era espeso y cano.

– Fue un suicidio evidente, pero alguien de la comisaría filtró a la prensa que le parecía un asesinato encubierto. Ya conoce ese tipo de historias, la insinuación de que la universidad está protegiendo a uno de los suyos. Dio lugar a una situación banal pero desagradable, fomentada por la prensa local. Me gustaría evitar que volviera a ocurrir algo semejante. El vicerrector está de acuerdo.

– Pero tengo entendido que la muchacha no fue asesinada en terrenos pertenecientes a la universidad; luego es lógico imaginar que alguien de la ciudad haya podido cometer el crimen. Si tal es el caso, se verán involucrados en una desagradable situación de otro tipo, independientemente de lo que se desee obtener de Scotland Yard.

– Sí. Lo sé, créame.

– De modo que la intervención del Yard…

Cuff interrumpió a Lynley con brusquedad.

– Mataron a Elena en la isla de Robinson Crusoe. ¿La conoce? Se halla a poca distancia de Mili Lane y del centro de la universidad. Hace bastante tiempo que la gente joven la ha elegido como lugar de reunión, para beber y fumar.

– ¿Miembros del College? Me resulta un poco extraño.

– Mucho. No, los miembros del College no necesitan la isla. Pueden beber y fumar en sus salas de descanso. Los graduados pueden ir al Centro de la Universidad. En las habitaciones es posible hacer de todo. Existe cierto número de normas, por supuesto, pero no puedo afirmar que se hagan cumplir con regularidad. Aquellos días en que los superintendentes patrullaban ya son historia.

– Por lo tanto, deduzco que la ciudad es quien hace mayor uso de la isla.

– Del extremo sur, sí. El extremo norte se utiliza para reparar embarcaciones en invierno.

– ¿Embarcaciones del College?

– Algunas.

– Por lo tanto, es posible que estudiantes y habitantes de la ciudad se encuentren en la isla de vez en cuando.

Cuff no se mostró en desacuerdo.

– ¿Un desagradable incidente entre un miembro del College y alguien de la ciudad? ¿Unos cuantos epítetos bien elegidos, la palabra «urbanita» gritada como un insulto, y un asesinato como venganza?

– ¿Cree posible que Elena Weaver se viera mezclada en ese tipo de incidente?

– Está pensando en un altercado que condujo a una emboscada.

– Yo diría que es una posibilidad.

Cuff miró por encima de sus gafas una antigua esfera terrestre que descansaba sobre una de las ventanas saledizas de la biblioteca. La luz de la estancia creaba un duplicado de la esfera, algo deformado, en el imperfecto cristal.

– Para ser sincero, esa teoría no concuerda con el carácter de Elena. Y aunque ese no fuera el caso, aunque estemos hablando de un asesino que la conocía y se emboscó, dudo de que sea alguien de la ciudad. Por lo que yo sé, no sostenía relaciones con nadie de la ciudad lo bastante íntimas como para desembocar en un asesinato.

– ¿Un crimen arbitrario, pues?

– El conserje nocturno afirma que salió del College alrededor de las seis y cuarto. Iba sola. Lo más sensato sería llegar a la conclusión de que una muchacha fue asesinada por un criminal, que no conocía, mientras corría. Por desgracia, me siento inclinado a pensar que ese no es el caso.

– ¿Cree que fue alguien conocido, un miembro de algún College?

Cuff acercó a Lynley una caja de palisandro que descansaba sobre la mesa y le ofreció un cigarrillo. Lynley declinó la invitación, de modo que encendió uno para él, desvió la vista y dijo:

– Me parece más probable.

– ¿Tiene alguna idea?

Cuff parpadeó.

– Ninguna en absoluto.

Lynley reparó en el tono decidido que subyacía tras las palabras y condujo a Cuff hacia el tema del principio.

– Antes dijo que Elena tenía posibilidades.

– Una afirmación significativa, ¿verdad?

– Tiende a sugerir fracaso antes que éxito. ¿Qué puede contarme sobre ella?

– Estaba en la parte IB * de los exámenes para obtener la graduación en Inglés. Creo que este año el curso se concentraba en la historia de la literatura, pero su tutor se lo podrá decir con mayor exactitud, si es necesario. Se ha ocupado de la adaptación de Elena a Cambridge desde su primer trimestre, el año pasado.

Lynley enarcó una ceja. Conocía el papel desempeñado por el tutor. Era mucho más personal que académico. El hecho de que se hubiera ocupado de Elena sugería problemas de adaptación que sobrepasaban la confusión de una estudiante enfrentada a los misterios del sistema educativo de la universidad.

– ¿Hubo problemas?

Cuff se demoró en tirar la ceniza del cigarrillo en un cenicero de porcelana.

– Más de los esperados. Era una muchacha inteligente y escribía muy bien, pero, nada más empezar el primer trimestre del año pasado, empezó a saltarse evaluaciones, lo cual dio la primera señal de alarma.

– ¿Qué más?

– Dejó de asistir a clases. Acudió a tres evaluaciones, como mínimo, bebida. Pasaba fuera las noches (el tutor le dirá cuántas, si lo considera importante), sin dar cuenta al conserje.

– Imagino que no contemplaron la posibilidad de expulsarla a causa de su padre. ¿El principal motivo de que la admitieran en St. Stephen fue él?

– Solo en parte. Es un distinguido académico, y concedimos especial atención a su hija, por supuesto; pero además, como ya he dicho, era una chica brillante. Sus notas eran excelentes. Su documentación de solicitud era sólida. En conjunto, la entrevista inicial fue más que satisfactoria. Y, al principio, tuvo buenos motivos para encontrar agobiante la vida en Cambridge.

– Y cuando la alarma se disparó…

– El tutor, sus supervisores y yo nos reunimos para trazar un plan de acción. Además de concentrarse en sus estudios, asistir a las clases y entregar hojas firmadas para saber que había acudido a las evaluaciones, insistimos en que mantuviera mayor contacto con su padre, para que él también pudiera seguir sus progresos. Empezó a pasar los fines de semana con él. -Dio la impresión de que le resultaba un poco embarazoso continuar-. Su padre sugirió que podría ser de ayuda permitirle tener un animal doméstico en la habitación, un ratón, de hecho, con la esperanza de que desarrollaría su sentido de la responsabilidad y la obligaría a regresar al colegio por las noches. Por lo visto, le gustaban mucho los animales. Trajimos a un joven de Queen's, un chico llamado Gareth Randolph, para actuar como supervisor y, sobre todo, para que Elena se afiliara a una sociedad apropiada. Su padre no aprobó esta última medida. Se opuso a ella desde el primer momento.

– ¿Por culpa del muchacho?

– Por culpa de la sociedad, Estusor. Gareth Randolph es el presidente, y uno de los estudiantes minusválidos más brillantes de la universidad.

Lynley frunció el ceño.

– Da la impresión de que a Anthony Weaver le preocupaba que su hija se uniera sentimentalmente a un estudiante minusválido.

Un aspecto que también podía dar lugar a problemas.

– No me cabe la menor duda. En mi opinión, mantener relaciones con Gareth Randolph habría sido lo más indicado para ella.

– ¿Porqué?

– Por un motivo evidente: Elena también era minusválida. -Lynley no dijo nada, y Cuff aparentó perplejidad-. Lo sabía, ¿no? Se lo habrán dicho.

– No.

Terence Cuff se inclinó hacia delante.

– Lo lamento muchísimo. Pensé que le habían transmitido toda la información. Elena Weaver era sorda.


Terence Cuff explicó que Estusor era el nombre informal por el que se conocía a la Unión de Estudiantes Sordos de la universidad de Cambridge, un grupo que se reunía cada semana en una sala de conferencias desocupada situada en el sótano de la biblioteca de Peterhouse, al final de Little St. Mary's Lane. En teoría, constituía un grupo de apoyo para los numerosos estudiantes sordos que acudían a la universidad. Por otra parte, sostenían la idea de que la sordera no era una minusvalía, sino una cultura.

– Es un grupo que posee un gran orgullo -explicó Cuff-. Su labor ha sido fundamental a la hora de fomentar una tremenda autoestima entre los estudiantes sordos. No es una vergüenza expresarse mediante signos en lugar de hablar. No saber leer los labios no implica un deshonor.

– Sin embargo, antes ha dicho que Anthony Weaver quería alejar a su hija de ellos. Si era sorda, parece un poco absurdo.

Cuff se levantó y caminó hacia la chimenea, donde encendió los carbones que formaban un montoncito en una cesta metálica. La habitación se estaba enfriando, y aunque la decisión era razonable, daba la impresión de que también servía para ganar tiempo. Tras encender el fuego, Cuff no se movió. Hundió las manos en los bolsillos del pantalón y examinó las puntas de sus zapatos.

– Elena leía los labios -explicó-. Hablaba muy bien. Sus padres, sobre todo su madre, se habían esforzado para que funcionara como una mujer normal en un mundo normal. Querían que aparentara, a todos los efectos y propósitos, ser una mujer capaz de oír. Para ellos, Estusor representaba un paso atrás.

– Pero Elena se expresaba mediante signos, ¿no?

– Sí, pero solo empezó en la adolescencia, cuando su escuela secundaria llamó a Servicios Sociales al no conseguir convencer a su madre de que era necesario matricular a Elena en un programa especial para aprender el lenguaje. Aun así, se le prohibió expresarse por signos en casa, y por lo que yo sé, sus padres jamás se comunicaron por signos con ella.

– Qué extravagancia -musitó Lynley.

– Desde nuestro punto de vista, sí, pero querían que la muchacha se desenvolviera a la perfección en el mundo normal. Podemos estar en desacuerdo con la fórmula empleada, pero el resultado final fue que leía los labios, hablaba y, en último caso, se expresaba mediante signos. Lo logró todo.

– En efecto, pero me gustaría saber a qué mundo se sentía más unida.

El montoncito de carbones crepitó cuando el fuego comenzó a devorarlos. Cuff los repartió con un atizador.

– Ahora comprenderá por qué hicimos ciertas concesiones a Elena. Estaba atrapada entre dos mundos, y como usted mismo ha señalado, no la educaron para adaptarse por completo a uno u otro.

– Es extraño que una persona culta tome una decisión tan peculiar. ¿Cómo es Weaver?

– Un brillante historiador. Una mente lúcida. Un hombre de una integridad profesional sin mácula.

Lynley reparó en que había contestado a su pregunta de una manera indirecta.

– Tengo entendido que espera un ascenso.

– ¿La cátedra Penford? Sí, está en la lista de candidatos escogidos.

– ¿Qué es, exactamente?

– La principal cátedra de la universidad en historia.

– ¿Una oferta prestigiosa?

– Y más. Una oferta para hacer exactamente lo que quiera durante el resto de su carrera. Dar clases cuando y si quiere, escribir cuando y si quiere, aceptar estudiantes graduados cuando y si quiere. Libertad académica completa junto con el reconocimiento nacional, los máximos honores posibles y la estima de sus compañeros. Si le eligen, será la cumbre de su carrera.

– El dudoso historial de su hija en la universidad, ¿ha disminuido sus posibilidades de ser elegido?

Cuff se encogió de hombros, desechando al mismo tiempo la pregunta y las implicaciones.

– No he pertenecido al comité de selección, inspector. Están pasando revista a los candidatos en potencia desde diciembre. Exactamente, no sé lo que buscan.

– ¿Pudo pensar Weaver que el comité le juzgaría con parcialidad por culpa de sus problemas?

Cuff dejó el atizador en su sitio y acarició con el pulgar su puño de latón.

– Siempre he considerado prudente desconocer las vidas privadas y creencias de los profesores -contestó-. Temo que no podré serle de ayuda en este aspecto de la investigación.

Cuff solo levantó la vista del puño del atizador cuando terminó de hablar. Una vez más, Lynley captó la reticencia de su interlocutor a proporcionar información.

– Querrá ver dónde le hemos alojado, sin duda -dijo Cuff-. Permítame llamar al conserje.


Pasaban unos minutos de las siete cuando Lynley tocó el timbre de la casa de Anthony Weaver, situada junto a Adams Road. La casa, en cuyo camino particular estaba aparcado un Citroen azul metálico de aspecto caro, no distaba mucho de St. Stephen, de modo que había venido a pie. Cruzó el río sobre el moderno puente de Garret Hostel, construido con hierro y hormigón, y pasó bajo los castaños que sembraban Burrell's Walk de enormes hojas amarillentas, mojadas por la niebla. A su lado pasó un ciclista, protegido del frío con un sombrero de punto, bufanda y guantes, pero, por lo demás, el sendero que comunicaba Queen's Road con Grange Road estaba desierto. Algunas farolas proporcionaban una esporádica iluminación. El sendero estaba bordeado por setos de acebo, abetos y boj, interrumpidos por vallas intermitentes, tanto de madera como de ladrillo y hierro. Sobre ellas se alzaba la masa bermeja de la biblioteca de la universidad, en cuyo interior deambulaban siluetas borrosas que aprovechaban los últimos minutos antes del cierre.

Todas las casas de Adams Road estaban situadas detrás de setos y rodeadas de árboles, plateados abedules sin hojas que se recortaban como bosquejos a lápiz contra la niebla, chopos cuya corteza desplegaba todas las variedades del gris, alisos que todavía no ofrecían sus hojas al invierno inminente. Reinaba el silencio, roto solo por el gorgoteo del agua que caía en un desagüe exterior. La fragancia entrañable de la bruma viajaba con el aire nocturno, pero los únicos olores que Lynley percibió al llegar a casa de los Weaver procedían de la lana húmeda de su abrigo.

No advirtió diferencias en el interior.

Abrió la puerta una mujer alta y rubia, cuyo rostro era una máscara de compostura refinada. Parecía demasiado joven para ser la madre de Elena, y no aparentaba una pena excesiva. Mientras la miraba, Lynley pensó que jamás había visto a nadie con una actitud afectada tan perfecta. Todos sus miembros, huesos y músculos parecían adoptar una postura de manual, como si una mano invisible hubiera concluido los preparativos pocos segundos antes de que el inspector llamara a la puerta.

– Sí.

No fue una pregunta, sino una afirmación. La única parte de su rostro que se movió fueron los labios.

Lynley mostró su tarjeta de identificación, se presentó y solicitó ver a los padres de la muchacha muerta.

La mujer dio un paso atrás.

– Voy a buscar a Anthony -se limitó a decir, y le dejó sobre la alfombra de color bronce y melocotón que cubría el suelo de parquet del vestíbulo. A su izquierda, una puerta daba a la sala de estar. A su derecha, una salita encristalada albergaba una mesa de mimbre, dispuesta para el desayuno con un mantel de hilo y servicio de porcelana.

Lynley se quitó el abrigo, lo dejó sobre el pulido pasamanos de la escalera y entró en la sala de estar. Se detuvo, desconcertado por lo que vio. Al igual que en el vestíbulo, el suelo de la sala de estar era de parquet, y al igual que en el vestíbulo, el parquet estaba cubierto por una alfombra oriental. Sobre ella estaban distribuidos muebles de cuero gris (un sofá, dos butacas y una tumbona) y mesas con pie de mármol veteado de color melocotón y superficie de cristal. Era obvio que las acuarelas de las paredes habían sido elegidas, montadas y enmarcadas para hacer juego con la disposición de colores de la sala, y colgaban precisamente sobre el centro del sofá: la primera, un cuenco con albaricoques que descansaba sobre el antepecho de una ventana, tras la cual brillaba un cielo de un azul intenso, y la segunda, un esbelto jarrón gris con amapolas orientales color salmón, con tres flores caídas sobre la superficie de marfil en la que descansaba el jarrón. Ambas estaban firmadas con la palabra «Weaver». El marido, la mujer o la hija estaban interesados en el arte. Un ramo de tulipanes de seda adornaba una mesa de té de cristal apoyada contra una pared. Junto al ramo había un ejemplar de Elle y una fotografía con marco de plata. Aparte de estos dos objetos y las acuarelas, nada en la sala sugería que la casa estuviera habitada. Lynley se preguntó cómo sería el resto de la vivienda, y se acercó a la mesa de té para mirar la fotografía. Era un retrato de bodas, de unos diez años de antigüedad, a juzgar por la longitud del cabello de Weaver. Y la novia, de aspecto solemne, celestial y sorprendentemente joven, era la mujer que acababa de abrir la puerta.

– ¿Inspector?

Lynley se volvió, mientras el padre de la joven asesinada entraba en la sala. Caminaba con gran lentitud.

– La madre de Elena está durmiendo arriba. ¿Quiere que la despierte?

– Ha tomado una pastilla, querido.

La mujer de Weaver se había detenido en el umbral, vacilante, y acariciaba con una mano el lirio de plata prendido en la solapa de su chaqueta.

– No necesito verla en este momento, considerando que está durmiendo -dijo Lynley.

– La conmoción -explicó Weaver, y añadió sin necesidad-: Ha llegado de Londres esta tarde.

– ¿Preparo café? -preguntó la esposa de Weaver. Se adentró unos pasos en la sala.

– Para mí, no -dijo Lynley.

– Para mí, tampoco. Gracias, Justine. Querida.

Weaver le dirigió una breve sonrisa (el esfuerzo que le costó se hizo patente en sus gestos) y extendió una mano para indicar que se reuniera con ellos. La mujer entró en la sala de estar, Weaver se acercó a la chimenea y encendió un fuego de gas, oculto bajo la artística disposición de carbones artificiales.

– Le ruego se siente, inspector.

Mientras Weaver escogía una de las dos butacas de cuero y su esposa se acomodaba en la otra, Lynley observó al hombre que había perdido a su hija aquel día y reparó en las sutilezas que ilustraban la forma en que los hombres se permiten mostrar ante los extraños su dolor más íntimo. Detrás de las gruesas gafas de montura metálica, sus ojos castaños estaban inyectados en sangre, y semicírculos rojos bordeaban la parte inferior de sus párpados. Sus manos, pequeñas para un hombre de su estatura, temblaban cuando las movía y sus labios, ocultos en parte por un bigote oscuro y bien recortado, se agitaron mientras esperaba a que Lynley hablara.

Lynley pensó que era muy diferente de su mujer. Moreno, de cuerpo que empezaba a ensancharse en la cintura por efecto de la edad, de cabello que empezaba a teñirse de gris, con arrugas en la frente y bajo los ojos. Vestía un terno y exhibía gemelos de oro, pero, a pesar de su atuendo demasiado formal, parecía completamente fuera de lugar en medio de la fría y recargada elegancia que le rodeaba.

– ¿Qué podemos decirle, inspector? -La voz de Weaver era tan poco firme como sus manos-. Dígame en qué podemos ayudarle. Necesito saberlo. Necesito encontrar a ese monstruo. La estranguló. La golpeó. ¿Se lo han contado? Su cara era… Llevaba la cadena de oro con el unicornio que le regalé en Navidad, y supe que era Elena en cuanto la vi. Y aunque no hubiera llevado el unicornio, tenía la boca entreabierta y vi el diente delantero. Fue suficiente. Vi aquel diente. El que estaba un poco astillado. Aquel diente.

Justine Weaver bajó la vista y enlazó las manos sobre el regazo.

Weaver se quitó las gafas.

– Que Dios me ayude. No puedo creer que haya muerto.

La angustia del hombre no dejó de afectar a Lynley, a pesar de su presencia en aquella casa como un profesional encargado de investigar el asesinato. ¿Cuántas veces, durante los últimos trece años, había presenciado aquella misma escena? Y sin embargo, se sentía tan incapaz de mitigar el dolor como cuando era un agente detective, enfrentado en su primer interrogatorio con la histérica hija de una mujer que había sido golpeada hasta morir por su marido borracho. En todos los casos, dejaba rienda suelta al dolor, confiando en que así ofrecía a las víctimas la pobre consolación de saber que alguien compartía su sed de justicia.

Weaver siguió hablando, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

– Era tierna, frágil.

– ¿Porque era sorda?

– No. Por mi culpa. -Cuando la voz de Weaver se quebró, su mujer le miró, apretó los labios y volvió a bajar la vista-. Abandoné a su madre cuando Elena tenía cinco años, inspector. Lo averiguará tarde o temprano, de modo que da igual si se entera ahora. Estaba en la cama, dormida. Hice las maletas, me marché y no regresé más. Y no había forma de explicarle a una niña de cinco años, que ni siquiera podía oírme, que no la estaba abandonando a ella, que no era por su culpa, que era un matrimonio tan desdichado que no podía soportarlo ni un día más. Glyn y yo éramos los culpables de esa situación, pero no Elena, en ningún momento. Pero yo era su padre. La abandoné, la traicioné. Y ella se vio abrumada por esa circunstancia, y por la idea de que la culpa era suya, durante los siguientes quince años. Rabia, confusión, falta de confianza, miedo. Esos eran sus demonios.

Lynley ni siquiera necesitó formular una pregunta para dirigir el discurso de Weaver. Era como si el hombre hubiera esperado la oportunidad apropiada para autoflagelarse.

– Podría haber elegido Oxford… Glyn estaba decidida a que fuera a Oxford, no quería que estuviera aquí conmigo, pero Elena eligió Cambridge. ¿Sabe lo que eso significó para mí? Había pasado todos aquellos años en Londres, con su madre. Siempre que iba a verla intentaba portarme de la mejor manera posible, pero ella me mantenía a distancia. Solo me dejaba ser padre de la forma más superficial. Aquí, se me presentó la oportunidad de volver a ser un padre auténtico, de recuperar nuestra relación, de dar… -buscó la palabra adecuada-, de dar salida al amor que sentía por ella. Mi mayor felicidad fue notar que un vínculo se iba estableciendo entre nosotros a lo largo de este último año. Me sentaba aquí y miraba cómo Elena ayudaba a Justine en sus trabajos. Cuando estas dos mujeres… -su voz desfalleció-, estas dos mujeres de mi vida…, estas dos mujeres, Justine y Elena, mi mujer y mi hija…

Y por fin se permitió llorar. Fue un sollozo de hombre, horrible y humillante. Se cubrió los ojos con una mano, y con la otra aferró las gafas.

Justine Weaver no hizo el menor movimiento, como si fuera una estatua de piedra. Exhaló un único suspiro, levantó los ojos y los clavó en el brillante fuego artificial.

– Tengo entendido que Elena tuvo ciertas dificultades en la universidad, al principio -dijo Lynley, tanto a Justine como a su marido.

– Sí-contestó Justine-. El cambio de… de madre y Londres… aquí… -Lanzó una mirada de preocupación a su marido-. Le costó un tiempo…

– Era imposible que la adaptación fuera fácil -dijo Weaver-. Luchaba por su vida. Hacía todo lo que podía. Intentaba madurar. -Se secó la cara con un pañuelo arrugado que, a continuación, estrujó en su mano. Volvió a calarse las gafas-. Pero nada de esto me importaba, porque era un amor, un regalo. Era inocente.

– Entonces, ¿sus problemas no le causaron trastornos profesionales?

Weaver le miró fijamente. Su expresión pasó en un instante de profundo dolor a incredulidad. Lynley consideró el repentino cambio inquietante, y, a pesar de que existían motivos para experimentar dolor e indignación, se preguntó si estaría asistiendo a una representación.

– Santo Dios -dijo Weaver-. ¿Qué insinúa?

– Tengo entendido que su nombre se halla incluido en una lista de candidatos para un puesto bastante prestigioso de la universidad.

– ¿Y qué tiene eso que ver con…?

Lynley se inclinó hacia delante y le interrumpió.

– Mi trabajo es obtener y evaluar información, doctor Weaver. Para ello, he de hacerle preguntas que tal vez prefiera no oír.

Weaver reflexionó sobre estas palabras y sus dedos se hundieron en el pañuelo encerrado en su puño.

– Mi hija jamás me causó o representó trastornos, inspector. En absoluto.

Lynley tomó nota de las negaciones y observó que los músculos de la cara de Weaver se ponían rígidos.

– ¿Su hija tenía enemigos? -preguntó.

– No. Nadie que la conociera sería capaz de hacerle daño.

– Anthony -murmuró Justine, vacilante-, ¿crees que Gareth y ella…? ¿Crees que es posible que se pelearan?

– ¿Gareth Randolph? -dijo Lynley-. ¿El presidente de Estusor? -Justine asintió-. El doctor Cuff me contó que el año pasado le habían pedido que actuara como supervisor de Elena. ¿Qué puede decirme sobre él?

– Si fue él, le mataré.

Justine respondió a la pregunta.

– Estudia ingeniería y es miembro del Queen's.

– Y el laboratorio de ingeniería está al lado de Fen Causeway -dijo Weaver, más para sí que para Lynley-. Realiza en él sus prácticas, y también sus supervisiones. ¿Cuánto será? ¿Un paseo de dos minutos desde la isla Crusoe? ¿Un minuto corriendo, por Coe Fen?

– ¿Le gustaba Elena?

– Se veían con mucha frecuencia -dijo Justine-, pero esa fue una de las condiciones que el doctor Cuff y los supervisores de Elena le impusieron el año pasado, que frecuentara Estusor. Gareth se ocupó de que acudiera a las reuniones. También la acompañó a unas cuantas veladas sociales. -Dirigió una mirada de cautela a su marido antes de terminar-. Yo diría que a Elena le gustaba bastante Gareth, pero no de la forma que ella le gustaba a él. Es un muchacho encantador, la verdad. Es imposible pensar que…

– Está en la asociación de boxeo -continuó Weaver-. Representó a su colegio. Elena me lo dijo.

– ¿Pudo saber que ella saldría a correr esta mañana?

– Ahí está el detalle -dijo Weaver-. En teoría, hoy no iba a correr. Dijiste que había llamado por teléfono.

Sus palabras llevaban implícito un tono de acusación. El cuerpo de Justine se encogió levísimamente, una reacción casi imperceptible, teniendo en cuenta la rigidez con que se sentaba en la butaca.

– Anthony.

Pronunció su nombre como una moderada súplica.

– ¿La telefoneó? -preguntó Lynley, perplejo-. ¿Cómo?

– Por módem -respondió Justine.

– ¿Una especie de teléfono visual?

Anthony Weaver se removió, apartó la vista de su esposa y se levantó.

– Tengo uno en el estudio. Se lo enseñaré.

Atravesaron la sala de estar, una impoluta cocina repleta de aparatos relucientes, y recorrieron un breve pasillo que conducía a la parte posterior de la casa. El estudio era una pequeña habitación que daba al jardín trasero. Cuando encendió la luz, un perro empezó a gemir bajo la ventana.

– ¿Le has dado de comer? -preguntó Weaver.

– Quiere entrar.

– No podré soportarlo. No lo hagas, Justine.

– Solo es un perro. No puede comprender. Nunca ha tenido que…

– No lo hagas.

Justine guardó silencio. Como antes, se quedó en la puerta, mientras Lynley y su marido entraban en la habitación.

El estudio era muy diferente del resto de la casa. Una raída alfombra floral cubría el suelo. Los libros se amontonaban sobre estanterías desfallecientes de pino barato. Una colección de fotografías se apoyaban contra un archivador, y una serie de bocetos enmarcados colgaban de las paredes. Bajo la única ventana de la habitación estaba el escritorio de Weaver, grande, de metal gris, feísimo. Aparte de un montón de correspondencia y varios libros de consulta, descansaban sobre el mueble un ordenador, la pantalla, un teléfono y un módem.

– ¿Cómo funciona? -preguntó Lynley.

Weaver se sonó la nariz y guardó el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta.

– Telefonearé a mi despacho del colegio -dijo.

Se acercó al escritorio, conectó la pantalla, marcó varios números en el teléfono y apretó una tecla del módem.

Al cabo de unos momentos, la pantalla se dividió en dos secciones, separadas por una delgada franja horizontal. En la mitad inferior aparecieron las palabras «Aquí Jenn».

– ¿Un compañero?-preguntó Lynley.

– Adam Jenn, mi estudiante graduado.

Weaver tecleó con rapidez. Mientras lo hacía, su mensaje apareció impreso en la mitad superior de la pantalla. «Soy el doctor Weaver, Adam. Estoy haciendo una demostración del módem a la policía. Elena lo utilizó anoche.»

«Correcto», apareció en la mitad inferior. «¿Sigo? ¿Quieren ver algo en concreto?»

Weaver dirigió a Lynley una mirada interrogativa.

– No, ya está bien -contestó Lynley-. Está claro cómo funciona.

«No es necesario», tecleó Weaver.

«Bien», fue la respuesta. Y al cabo de un momento: «Me quedaré aquí el resto de la noche, doctor Weaver, y mañana también. Hasta que ya no me necesite. No se preocupe por nada, se lo ruego».

Weaver tragó saliva.

– Buen chico -susurró.

Desconectó la pantalla. Todos miraron, mientras los mensajes se desvanecían poco a poco.

– ¿Qué clase de mensaje le envió anoche Elena? -preguntó Lynley a Justine.

Seguía en la puerta, apoyada en la jamba. Miró el monitor, como para recordar.

– Solo dijo que esta mañana no iba a correr. A veces tenía problemas en una rodilla. Supuse que quería descansar uno o dos días.

– ¿A qué hora telefoneó?

Justine frunció el ceño, pensativa.

– Debió ser poco después de las ocho, porque preguntó por su padre y aún no había llegado del colegio. Le dije que había vuelto para trabajar un rato más y contestó que llamaría allí.

– ¿Lo hizo?

Weaver negó con la cabeza. Su labio inferior tembló y lo apretó con su índice izquierdo, como si quisiera controlar otras demostraciones de emoción.

– ¿Estaba sola cuando telefoneó?

Justine asintió.

– ¿Y está segura de que era Elena?

La fina piel que cubría sus mejillas pareció tensarse.

– Por supuesto. ¿Quién, si no…?

– ¿Quién sabía que ustedes dos corrían por las mañanas?

Sus ojos se desviaron hacia su marido, y luego volvieron hacia Lynley.

– Anthony lo sabía. Supongo que se lo habré contado a una o dos de mis compañeras.

– ¿De dónde?

– De la editorial universitaria.

– ¿Y a otras personas?

Justine volvió a mirar a su marido.

– Anthony, ¿se te ocurre alguien más?

Weaver continuaba mirando el monitor, como si esperase una llamada.

– Adam Jenn, probablemente. Estoy seguro de que se lo dije. Sus amigas lo sabrían, supongo. La gente de su escalera.

– ¿Con acceso a su habitación, a su teléfono?

– Gareth -dijo Justine-. Se lo debió decir a Gareth, sin duda.

– Que también tiene un módem. -Weaver dirigió una mirada penetrante a Lynley-. No fue Elena quien llamó, ¿verdad? Fue otra persona.

Lynley notó la creciente necesidad de acción de Weaver, pero no supo si era falsa o auténtica.

– Es posible -reconoció-, pero también es posible que Elena inventara una excusa para correr sola esta mañana. ¿Habría sido anormal?

– Corría con su madrastra. Siempre.

Justine no dijo nada. Lynley la miró. Ella evitó sus ojos. Como admisión, bastaba.

– No la viste cuando saliste esta mañana -dijo Weaver a su mujer-. ¿Por qué, Justine? ¿No miraste? ¿No estuviste atenta?

– Ella me llamó, querido -respondió Justine con paciencia-. No esperaba verla, y aun en este caso no pasé junto al río.

– ¿Usted también fue a correr esta mañana? -preguntó Lynley-. ¿A qué hora?

– A la hora de siempre. Las seis y cuarto. Solo que tomé una ruta diferente.

– No pasó cerca de Fen Causeway.

Un momento de vacilación.

– Pues sí, pero al final de la carrera, en lugar de al principio. Hice el circuito de la ciudad y atravesé la carretera de este a oeste, hacia Newnham Road. -Miró a su marido y cambió un poco de postura, como si estuviera reuniendo fuerzas-. La verdad, detesto correr junto al río, inspector. Siempre lo he odiado, de modo que cuando tuve la oportunidad de coger otra ruta, la aproveché.

Era lo más cercano a una revelación sobre la naturaleza de su relación con Elena que Justine Weaver se iba a permitir delante de su marido, pensó Lynley.


Justine dejó entrar al perro en casa cuando el inspector se marchó. Anthony había subido al piso de arriba. No se enteraría de lo que ella había hecho. Como no bajaría en toda la noche, el perro podría dormir en su cesta de mimbre sin que su visión reabriera las heridas de Anthony. Se levantaría pronto para sacar al animal antes de que su marido lo viera.

Era desleal contradecir de esta forma la voluntad de Anthony. Justine sabía que su madre nunca habría desobedecido los deseos de su padre, pero debía pensar en el perro, un animal confuso y solitario, cuyo instinto le decía que algo iba mal, pero no podía saber o comprender por qué.

Cuando Justine abrió la puerta posterior, el perdiguero entró al instante, pero sin dar saltos sobre la hierba como de costumbre, sino vacilante, como si supiera que no era del todo bienvenido. Ya en la puerta, el perro agachó su cabeza castaña y alzó unos ojos esperanzados hacia Justine. Meneó la cola dos veces. Irguió las orejas, y después las dejó caer.

– No pasa nada -susurró Justine-. Entra.

Había algo reconfortante en el ruido de sus patas sobre el suelo, mientras olfateaba los olores de las baldosas de la cocina. Había algo reconfortante en los ruidos que emitía: los ladridos y gruñidos cuando jugaba, los resoplidos cuando cavaba y el hocico se le ensuciaba de tierra, el largo suspiro cuando se acostaba por las noches, el zumbido bajo cuando deseaba atraer la atención de alguien. En muchos sentidos, era como una persona, un hecho que sorprendía mucho a Justine.

– Creo que un perro le iría bien a Elena -había dicho Anthony, antes de que la muchacha llegara a Cambridge el año anterior-. La perra de Víctor Throughton ha parido hace poco. Iré con ella para que escoja uno.

Justine no había protestado. En parte, lo había deseado. De hecho, la protesta fue prácticamente automática, puesto que el perro, una fuente en potencia de problemas y preocupaciones, no viviría en St. Stephen con Elena, sino en Adams Road. Por otra parte, la idea la había entusiasmado. Sin contar un periquito azul, que adoraba sin límites a la madre de Justine, y una carpa dorada ganadora en un concurso de feria cuando tenía ocho años, que se suicidó mediante el expediente de saltar fuera de la pecera demasiado repleta, quedando pegada a un narciso de papel detrás del aparador, Justine nunca había tenido lo que ella consideraba un auténtico animal doméstico, un perro que correteara tras ella, un gato que se aovillara al pie de su cama, o un caballo sobre el que pudiera cabalgar por las carreteras apartadas del Cambridgeshire. Sus padres tenían un concepto muy estricto de la salud. Los animales portaban gérmenes. Los gérmenes eran incorrectos. Y la corrección lo significó todo en cuanto heredaron la fortuna del tío abuelo de Justine.

Anthony Weaver la había ayudado a romper con todo ello, la permanente declaración de incorrección y madurez. Aún podía ver la boca de su madre, temblando al pronunciar las palabras: «¿Pero en qué demonios estás pensando, Justine? Ese hombre es… Bueno, es judío». Aún podía sentir aquella punzada de satisfacción entre los pechos, casi física, cuando vio las mejillas de su madre palidecer en respuesta al anuncio de su inminente matrimonio. La reacción de su padre fue más matizada.

– Se ha cambiado el apellido. Es profesor de Cambridge. Tiene un sólido futuro por delante. Que haya estado casado anteriormente es un problema menor, y me gustaría que no te llevara tantos años, pero en conjunto no es un mal partido.

Cruzó las piernas por los tobillos, cogió su pipa y el ejemplar de Punch que, según había decidido mucho tiempo antes, era la lectura de los domingos por la tarde más apropiada para un caballero.

– Me gusta mucho ese apellido, qué caramba.

No era Anthony quien lo había cambiado, sino su abuelo. Se limitó a alterar dos letras. Las originales «i-n» se convirtieron en «a-v», y volvió a nacer, no como Weiner de Alemania, sino como Weaver, un inglés. Weaver no era exactamente un apellido de clase alta, desde luego, pero el abuelo de Anthony no lo habría podido saber o comprender en aquel tiempo, como tampoco habría comprendido la delicada sensibilidad de la clase a la cual aspiraba, una sensibilidad que le impidió siempre cruzar la barrera delimitada por su acento y la profesión elegida. La clase alta, al fin y al cabo, no solía relacionarse con sus sastres, por cercana que estuviera la sastrería a Savile Row.

Anthony le había contado todo esto, poco después de conocerse en la editorial universitaria, donde habían encargado a Justine, en su condición de ayudante de dirección recién graduada por la universidad de Durham, que controlara las fases finales del proceso de publicación de un libro sobre el reinado de Eduardo III. Anthony Weaver había sido el alma del volumen, una colección de ensayos escritos por excelsos medievalistas de todo el país. Habían trabajado en estrecha colaboración durante los dos últimos meses del proyecto, a veces en el pequeño despacho de la imprenta cedido a Justine, pero con más frecuencia en las habitaciones que Anthony tenía en St. Stephen. Y cuando no trabajaban, Anthony hablaba sin parar sobre sus orígenes, su hija, su anterior matrimonio, su trabajo y su vida.

Ella nunca había conocido a un hombre que se expresara tan bien con palabras. Procedente de un mundo en que la comunicación se reducía a un arqueamiento de cejas o un rictus de la boca, se enamoró de su afición a la conversación, de su sonrisa cálida y pronta, de la forma en que la miraba directamente a los ojos. Solo deseaba escuchar a Anthony, y durante los últimos nueve años solo había conseguido eso, hasta que el mundo restringido de la universidad de Cambridge no fue suficiente para él.

Justine vio que el perdiguero removía su caja de juguetes y sacaba un calcetín negro raído para jugar con ella sobre las baldosas de la cocina.

– Esta noche, no -murmuró-. Quédate en tu cesta.

Palmeó la cabeza del perro, sintió la suave caricia de una lengua caliente y cariñosa sobre sus dedos, y salió de la cocina. Se detuvo en el comedor para arrancar un hilo suelto que colgaba del mantel y volvió a la sala de estar para apagar el fuego de gas y contemplar la rápida desaparición de las llamas entre los carbones. Luego, como ya nada la retenía, subió a su habitación.

Anthony estaba tendido sobre la cama en la semioscuridad del dormitorio. Se había quitado los zapatos y la chaqueta. Justine, como un autómata, colocó los primeros en su estante y colgó la segunda de su percha. Después, se volvió hacia su marido. La luz del pasillo centelleó sobre los regueros de lágrimas que resbalaban por su sien y desaparecían en el cabello. Tenía los ojos cerrados.

Deseaba sentir piedad, pena o compasión. Quería sentir cualquier cosa, excepto aquella angustia que la había invadido cuando él abandonó la casa por la tarde y la dejó a solas con Glyn.

Se acercó a la cama. Consistía en una tarima moderna, de reluciente teca danesa, con mesitas adosadas a ambos lados. Sobre cada una descansaban lámparas de latón en forma de seta, y Justine encendió la de su marido. Él levantó el brazo derecho para cubrirse los ojos. Su mano izquierda buscó la de Justine.

– Te necesito -gimoteó-. Quédate conmigo.

Justine se dio cuenta de que su corazón no se abría como lo habría hecho un año atrás, ni tampoco que su cuerpo despertaba a la promesa implícita de sus palabras. Deseó emplear el momento como lo harían otras mujeres en aquella situación. Abriría el cajón de la mesa situada al lado de Anthony, sacaría la caja de condones y diría: «Tíralos, si tanto me necesitas». Pero no lo hizo. Fuera cual fuera la confianza que espoleaba aquella clase de comportamiento, la había agotado mucho tiempo atrás. Solo quedaban elementos negativos. Tenía la sensación de estar poseída por una indignación, una desconfianza y una necesidad de venganza que nada podía aún saciar.

Anthony se tendió de costado. La atrajo hacia la cama y apoyó la cabeza sobre su regazo, rodeando su cintura con los brazos. Ella le acarició el pelo, en un acto reflejo.

– Es un sueño -dijo Anthony-. Este fin de semana vendrá y los tres volveremos a estar juntos. Iremos de excursión a Blakeney, o a practicar el tiro en vistas a la temporada de caza del faisán. Nos sentaremos y charlaremos. Seremos una familia unida. -Justine vio que las lágrimas resbalaban por su mejilla y caían sobre la fina lana gris de su camisa-. Quiero que vuelva. Elena. Elena.

Justine dijo lo único que era absolutamente cierto en este momento.

– Lo siento.

– Abrázame, por favor.

Deslizó las manos bajo su chaqueta y la aferró con fuerza. Al cabo de un momento, ella oyó que musitaba su nombre. Anthony aumentó su presión y sacó la blusa de su falda. Justine sintió la calidez de sus manos sobre la espalda. Se deslizaron hacia arriba, hasta desabrochar el sujetador.

– Abrázame -repitió.

Le quitó la chaqueta y levantó la cabeza para lamerle los pechos. A través de la delgada seda de su blusa, Justine notó primero su aliento, después su lengua, y por fin los dientes alrededor del pezón. El pezón se endureció.

– Abrázame -susurró él-. Solo abrázame. Por favor.

Justine sabía que hacer el amor era una de las reacciones más normales y afirmadoras de la vida ante una pérdida dolorosa. Lo único que no podía dejar de preguntarse era si su marido ya se había entregado hoy a una reacción afirmadora de la vida ante su pérdida dolorosa.

Como si Anthony notara su resistencia, se apartó de ella. Sus gafas estaban sobre la mesilla de noche, y se las puso.

– Lo siento -dijo-. Ya no sé ni lo que hago.

Justine se levantó.

– ¿Adónde fuiste?

– No me ha parecido que quisieras…

– No estoy hablando de eso. Estoy hablando de esta tarde. ¿Adónde fuiste?

– A pasear en coche.

– ¿Adónde?

– A ningún sitio en concreto.

– No te creo.

Anthony apartó la vista y examinó las esbeltas y frías líneas de la cómoda de teca.

– Ha vuelto a empezar. Fuiste a verla. Fuiste a hacer el amor. ¿O tal vez os limitasteis a comunicaros… de alma a alma? ¿No era así entre vosotros?

Anthony la miró de nuevo y meneó la cabeza lentamente.

– Has elegido el momento preciso, ¿verdad?

– Te estás desviando de la cuestión, Anthony. Eso es jugar a sentirse culpable. Y no te va a funcionar, ni siquiera esta noche. ¿Dónde estuviste?

– ¿Qué debo hacer para convencerte de que todo terminó? Tú lo quisiste así. Pusiste las condiciones. Lo lograste. Todo. Ha terminado.

– ¿De veras? -Justine jugó su mejor carta con suavidad-. Entonces, ¿dónde estuviste anoche? Telefoneé a tu despacho del colegio, justo después de hablar con Elena. ¿Dónde estabas, Anthony? Mentiste al inspector, pero a tu mujer puedes decirle la verdad.

– Baja la voz. No quiero que despiertes a Glyn.

– Me da igual despertar a los muertos.

Se arrepintió de sus palabras al instante. Sirvieron para arrojar agua sobre el fuego de su ira, al igual que la respuesta entrecortada de su marido.

– Ojalá pudieras, Justine.

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