– ¿Cuál es este, Christian? -preguntó lady Helen.
Levantó una pieza del gran rompecabezas de madera dispuesto en el suelo, entre ellos. Era un mapa de los Estados Unidos, hecho de caoba, roble, pino y abedul, que la hermana mayor de lady Helen, Iris, había enviado desde América a los gemelos, como regalo por su cuarto cumpleaños. El rompecabezas reflejaba los gustos de lady Iris más que el afecto por sus sobrinos.
– Calidad y durabilidad, Helen. Eso es lo que la gente quiere -decía con tozudez, como si esperara que Christian y Perdita se entretuvieran con juguetes hasta la senectud.
Colores brillantes habrían atraído más a los niños y captado su atención, pero los tonos del rompecabezas eran desvaídos. Tras unas cuantas tentativas fracasadas, lady Helen había conseguido transformar el montaje del rompecabezas en un juego al que Christian se entregaba con pasión, mientras su hermana observaba. Perdita estaba sentada al lado de lady Helen con las piernas extendidas frente a ella; los zapatitos apuntaban al noreste y al noroeste.
– ¡Cafilornia! -anunció Christian con aire triunfal, tras dedicar un momento a examinar la forma que su tía sostenía. Dio unas cuantas patadas en el suelo y chilló de entusiasmo. Siempre adivinaba los estados de forma extraña. Oklahoma, Texas, Florida, Utah. Ningún problema. Pero Wyoming, Colorado y Dakota del Norte eran flagrantes invitaciones a un ataque de nervios.
– Maravilloso. ¿Y la capital es…?
– ¡Nueva York!
Lady Helen rió.
– Sacramento, cabeza de chorlito.
– ¡Sacquermeno!
– Eso. Ahora, ponlo. ¿Sabes dónde va?
Tras un intento fallido de colocar la pieza en el hueco de Florida, Christian la deslizó sobre el tablero hacia la costa opuesta.
– Otra, tía Lee -dijo-. Quiero poner más.
Lady Helen seleccionó la pieza más pequeña y la levantó. Christian examinó el mapa. Hundió el dedo en el hueco situado al este de Connecticut.
– Aquí -anunció.
– Sí, pero ¿cómo se llama?
– ¡Aquí! ¡Aquí!
– ¿Se te ha rayado el disco, querido?
– ¡Aquí, tía Leen!
Perdita se removió.
– Roseila -susurró.
– ¡Roads Island! -chilló Christian. Se precipitó con un aullido de triunfo sobre el estado que su tía aún sostenía.
– ¿Y la capital? -Lady Helen alejó la pieza de su sobrino-. Ánimo. Ayer la sabías.
– ¡Lantic Ocean!-gritó.
Lady Helen sonrió.
– Caliente, caliente.
Christian le arrebató la pieza y la puso cara abajo en el tablero. Como no encajaba, la puso al revés. Apartó a su hermana cuando esta intentó ayudarle.
– Sé hacerlo, Perdy -dijo, y logró colocarla bien a la tercera.
– Otra -pidió.
Antes de que lady Helen pudiera complacerle, la puerta de la casa se abrió y Harry Rodger entró. Echó un vistazo a la sala de estar y clavó la mirada en el bebé que pataleaba y farfullaba al lado de Perdita, envuelto en una gruesa manta.
– Hola a todos -saludó, mientras se quitaba el abrigo-. ¿Un besito a papá?
Christian lanzó un aullido y se precipitó contra las piernas de su padre. Perdita no se movió.
Rodger alzó a su hijo, le dio un sonoro beso en la mejilla y le bajó al suelo. Fingió que le daba unas palmaditas en el trasero.
– ¿Te has portado mal, Chris? ¿Has sido malo?
Christian aulló de alegría. Lady Helen notó que Perdita se pegaba más a ella. Observó que se estaba chupando el pulgar, los ojos fijos en su hermano y los dedos posados sobre su palma.
– Estamos haciendo un rompecabezas -informó Christian a su padre-. Tía Leen y yo.
– ¿Y qué hace Perdita? ¿Te ayuda?
– No. Perdita no quiere jugar, pero tía Leen y yo sí. Ven a verlo, papá.
Christian tiró de la mano a su padre, arrastrándole hacia la sala de estar.
Lady Helen intentó no sentir rabia ni aversión cuando su cuñado se reunió con ellos. Anoche había dormido fuera de casa. No se había molestado en llamar. Aquellos dos hechos bastaban para desterrar toda la simpatía que podía sentir por él al verle y comprender que no se encontraba bien, fuera la enfermedad física o psíquica. Tenía los ojos amarillentos, la cara sin afeitar, los labios agrietados. Si no dormía en casa, tampoco daba la impresión de dormir en otra parte.
– Cafilornia -Christian indicó el rompecabezas-. ¿Lo ves, papá? Nevada. Puta.
– Utah -le corrigió automáticamente Harry Rodger-. ¿Cómo va todo? -preguntó a lady Helen.
Lady Helen era muy consciente de la presencia de los niños, en especial de Perdita, acurrucada contra ella. También era consciente de que ardía en deseos de recriminar a su cuñado.
– Estupendo, Harry -se limitó a decir-. Es fantástico volver a verte.
El hombre respondió con una vaga sonrisa.
– Bien. Lo dejo en tus manos.
Palmeó la cabeza de Christian y escapó en dirección a la cocina.
Christian se puso a berrear de inmediato. Lady Helen empezó a perder la paciencia.
– Tranquilo, Christian. Voy a preparar vuestra comida. ¿Te quedas con Perdita y la hermanita un momento? Enseña a Perdita a montar el rompecabezas.
– ¡Quiero a mi papi! -chilló el niño.
Lady Helen suspiró. Qué bien había llegado a comprender ese deseo. Volcó el rompecabezas sobre el suelo.
– Escucha, Chris -empezó, pero el niño cogió unas cuantas piezas y las tiró a la chimenea. Chisporrotearon entre las cenizas y despidieron nubes de partículas que cayeron sobre la alfombra. Los gritos de Christian aumentaron de intensidad.
Rodger asomó la cabeza.
– Por el amor de Dios, Helen, ¿no puedes hacerle callar?
Lady Helen perdió los estribos. Se puso en pie como impulsada por un resorte, atravesó la sala y empujó a su cuñado hacia la cocina. Cerró la puerta para ahogar los aullidos de Christian.
Si a Rodger le sorprendió su repentina reacción, no lo demostró. Volvió a la mesa donde estaba examinando la colección de cartas atrasadas. Sostuvo una a la luz, la miró, la desechó y cogió otra.
– ¿Qué pasa, Harry? -preguntó.
Él la miró un momento antes de volver a la correspondencia.
– ¿De qué demonios estás hablando?
– Estoy hablando de ti. Estoy hablando de mi hermana. Está arriba, por cierto. Tal vez quieras verla un momento antes de volver al College. Porque doy por sentado que vas a volver, ¿verdad? Esta visita no me da la impresión de que vaya a ser muy duradera.
– Tengo una clase a las dos.
– ¿Y después?
– Esta noche asisto a una cena oficial. La verdad, Helen, ya empiezas a hablar como Pen.
Lady Helen se abalanzó sobre él, le arrebató el puñado de cartas y las tiró sobre la mesa.
– ¿Cómo te atreves, gusano egocéntrico? ¿Crees que todo el mundo está a tu servicio?
– Eres muy astuta, Helen -dijo Penélope desde el umbral-. A mí no se me habría ocurrido.
Entró poco a poco en la cocina, apoyándose con una mano en la pared y sujetando con la otra el cuello de su bata. Dos regueros húmedos que brotaban de sus pechos hinchados teñían la tela rosa de fucsia. Los ojos de Harry los siguieron, hasta que desvió la mirada.
– ¿No te gusta el espectáculo? -preguntó Pen-. ¿Demasiado real para ti, Harry? ¿No es lo que querías?
Rodger volvió a sus cartas.
– No empieces, Pen.
Su mujer lanzó una carcajada temblorosa.
– Yo no empecé esto. Corrígeme si me equivoco, pero fuiste tú, ¿no? Tantos días. Tantas noches. Hablando, incitando. Son como un regalo, Pen, nuestro regalo al mundo. Pero, si uno de ellos moría… Fuiste tú, ¿verdad?
– Y no vas a dejar que lo olvide, ¿eh? Te has estado vengando durante estos seis últimos meses. Bien, de acuerdo, hazlo. No puedo impedírtelo, pero puedo decidir que no voy a quedarme para que me maltrates.
Penélope volvió a reír, con menos fuerza. Se apoyó en la puerta de la nevera. Se llevó una mano al cabello, que estaba pegado contra su nuca.
– Harry, es increíble. Si quieres maltratos, tírate encima de este cuerpo. Ah, pero ya lo has hecho, ¿no? Un montón de veces.
– No vamos a…
– ¿Hablar de ello? ¿Porque mi hermana está presente y no quieres que se entere? ¿Porque los niños están jugando en la habitación de al lado? ¿Porque nuestros vecinos se darían cuenta si grito con todas mis fuerzas?
Harry arrojó las cartas sobre la mesa.
– No me eches a mí la culpa. Tú tomaste la decisión.
– Porque no me dejabas en paz. Ni siquiera me sentía ya como una mujer. Ni siquiera me tocabas si yo no accedía a…
– ¡No! -gritó Harry-. Maldita sea tu estampa, Pen. Pudiste negarte.
– Solo era una cerda, ¿verdad? Para las épocas de celo.
– Estás algo equivocada. Las cerdas se revuelcan en el barro, no en la autocompasión.
– ¡Basta! -gritó lady Helen.
Christian chilló en la sala de estar. Los débiles sollozos del bebé corearon sus berridos. Algo se estrelló contra la pared con un tremendo estrépito, sugiriendo que un ataque de ira había dado cuenta del rompecabezas.
– Fíjate en lo que les estás haciendo -dijo Harry Rodger-. Fíjate bien.
Se encaminó hacia la puerta.
– Y tú, ¿qué estás haciendo? -gritó Penélope-. Padre modelo, esposo modelo, profesor modelo, santo modelo. ¿Huyendo como de costumbre? ¿Tramando tu venganza? Hace seis meses que no me deja meterla, y ahora me las pagará, ahora que está débil, enferma y puedo darle una buena lección. El momento adecuado para darle a entender que es un cero a la izquierda.
Rodger giró sobre sus talones.
– Estoy harto de ti. Ya es hora de que decidas lo que quieres hacer, en lugar de echarme las culpas a mí.
Se marchó antes de que ella pudiera contestar. Un momento después, la puerta de la calle se cerró con estrépito. Christian aulló. El bebé lloró. En respuesta, manchas húmedas aparecieron sobre la bata de Penélope, que estalló en lágrimas.
– ¡No quiero esta vida!
Lady Helen experimentó una oleada de compasión. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. No sabía qué decir para consolarla.
Por primera vez comprendió los largos silencios de su hermana, las noches pasadas en vela frente a la ventana, su llanto silencioso. Lo que no comprendía era el acto inicial que la había llevado a estos extremos. Constituía un tipo de rendición tan ajeno a ella que rehuía buscar su significado.
Estrechó a su hermana entre los brazos.
Penélope se puso rígida.
– ¡No! No me toques. Estoy mojada de arriba abajo. El bebé. Lady Helen siguió abrazándola. Intentó pensar en una pregunta, pero no sabía por dónde empezar ni cómo evitar traicionar su furia creciente. El hecho de que esa furia fuera multidireccional solo servía para que disimularla le resultara mucho más difícil.
Su furia se dirigía en primer lugar hacia Harry y al egoísmo que impulsa a un hombre a tener otro hijo como una demostración de la virilidad del padre, no como una necesidad definida. También se centraba en su hermana y en su sumisión al sentido del deber innato en las mujeres desde el principio de los tiempos, un deber que definía su personalidad en función de poseer un útero fructífero. Al abandonar su carrera por los gemelos, se había hecho dependiente con el tiempo, una mujer convencida de que debía dedicarse a su hombre. Y cuando él había exigido otro hijo, había accedido. Había cumplido su deber. Al fin y al cabo, ¿qué mejor forma de retenerle que concederle lo que pedía?
Que nada de esto había sido necesario, que todo procedía de la incapacidad o desgana de su hermana para rechazar la sofocante definición de feminidad a la que Penélope se adhería, provocaba que la situación actual fuera aún más insostenible. En el fondo, Penélope era lo bastante inteligente para saber que estaba aceptando una forma de vida en la que no creía, lo cual era el principal motivo de desdicha. Las últimas palabras de su marido iban encaminadas a que tomara una decisión, pero, hasta que aprendiera a definirse de nuevo, serían las circunstancias y no Penélope quienes decidirían.
Su hermana sollozaba con la cabeza hundida en su hombro. Lady Helen la abrazó y trató de consolarla.
– No puedo soportarlo -gimió Penélope-. Me estoy ahogando. No soy nada. Carezco de identidad. Soy una simple máquina.
Eres una madre, pensó lady Helen, mientras, en la habitación de al lado, Christian seguía chillando.
Lynley y Havers dejaron el coche a mediodía en la sinuosa calle principal del pueblo de Grantchester, una colección de casas, tabernas, una iglesia y una vicaría, separada de Cambridge por el campo de rugby de la universidad y una larga extensión de tierras de labranza, en barbecho de cara al invierno, situada detrás de un seto de espinos que empezaba a teñirse de color pardo. La dirección que constaba en el informe policial era decididamente vaga: «Sarah Gordon, El Colegio, Grantchester». Sin embargo, en cuanto llegaron al pueblo, Lynley comprendió que no era necesaria mayor información. Entre una fila de casas adosadas y la taberna El León Rojo se alzaba un edificio de ladrillo color avellana, de lustrosa madera roja y numerosas claraboyas dispuestas en un tejado inclinado. De una de las columnas que se erguían a cada lado del camino particular colgaba un letrero con letras de color bronce que rezaba «El Colegio».
– No está mal la cabaña -comentó Havers mientras abría la puerta-. La típica propiedad histórica remozada con gusto. Siempre he odiado a la gente que tiene paciencia para conservar las cosas. ¿Quién es ella, a propósito?
– Una especie de artista. Ya averiguaremos el resto.
El espacio que ocupaba antes la puerta principal albergaba ahora cuatro paneles de cristal, a través de los cuales se veían hermosas paredes blancas, parte de un sofá y la pantalla de cristal azul perteneciente a una lámpara de pie de latón. Cuando cerraron las puertas del coche y subieron por el camino particular, un perro se asomó a las ventanas y empezó a ladrar furiosamente.
La nueva puerta principal estaba situada hacia la parte posterior del edificio, encastrada en un pasadizo cubierto que comunicaba la casa con el garaje. Cuando se acercaron, la abrió una mujer esbelta ataviada con tejanos descoloridos, una camisa de lana marfileña, cuya talla parecía de hombre, y una toalla rosa anudada como un turbante en la cabeza. Con una mano la sostenía y con la otra sujetaba al perro, de raza indefinida, sucio y de orejas desequilibradas, una alerta y la otra relajada. Un flequillo de color caqui colgaba sobre sus ojos.
– No tengan miedo. No muerde nunca -dijo, mientras el perro intentaba desembarazarse de su presa-. Le gustan las visitas. Siéntate, Llama -ordenó, pero el perro hizo caso omiso y meneó frenéticamente la cola.
Lynley exhibió sus credenciales y efectuó las presentaciones.
– ¿Es usted Sarah Gordon? -preguntó-. Nos gustaría hablar sobre lo ocurrido ayer por la mañana.
Dio la impresión de que sus ojos oscuros se ennegrecían aún más, aunque quizá se debiera a que había retrocedido hacia la sombra arrojada por el tejado.
– No sé qué más puedo añadir, inspector. Le dije a la policía todo lo que pude.
– Sí, lo sé. He leído el informe, pero creo que a veces ayuda oír las cosas de primera mano. Si no le importa.
– Por supuesto. Entren, por favor.
Se apartó de la puerta. Llama se lanzó alegremente sobre Lynley y plantó las patas sobre sus muslos.
– ¡Basta ya, Llama! -dijo Sarah Gordon, y tiró del perro. Lo levantó (estaba como loco) y lo transportó hasta la sala que habían visto desde la calle. Lo depositó en una cesta situada a un lado de la chimenea-. Basta -ordenó, y le palmeó la cabeza. El perro paseó su mirada ansiosa de Lynley a Havers, y después a su ama. Cuando comprendió que todo el mundo iba a quedarse en la sala con él, lanzó un ladrido de alegría y apoyó la mandíbula entre las patas.
Sarah se dirigió hacia la chimenea, donde ardía un montón de leña. Crepitaba y lanzaba chispas cada vez que las llamas devoraban bolsas de resina y savia. Añadió otro tronco antes de volverse hacia sus visitantes.
– ¿Esto era un colegio? -preguntó Lynley.
La mujer aparentó sorpresa. Había esperado que se lanzara sin más dilación sobre los acontecimientos de la mañana anterior. Sonrió, paseó la vista a su alrededor y respondió:
– La escuela del pueblo, sí. Estaba hecha un desastre cuando la compré.
– ¿La renovó usted?
– Una habitación de vez en cuando, si me lo podía permitir y si tenía tiempo. Está prácticamente acabada, a excepción del jardín trasero. Esto fue lo último -extendió la mano para indicar la sala-. Un poco diferente de lo que se suele encontrar en un edificio de esta antigüedad, supongo, pero por eso me gusta.
Lynley examinó la estancia, mientras Havers se desanudaba la primera de sus bufandas. La sala constituía un inesperado placer, con su extenso despliegue de óleos y litografías, cuyo tema eran las personas: niños, adolescentes, viejos jugando a las cartas, una anciana mirando por una ventana. Las composiciones eran figurativas y metafóricas al mismo tiempo; los colores, puros, vivos y auténticos.
El efecto general de un sala llena de tanto arte, combinando con el suelo de roble blanqueado y el sofá color harina, debería ser el de un museo, e igual de cálido, pero, como si quisiera suavizar la naturaleza poco acogedora de su entorno, Sarah Gordon había tendido sobre el respaldo del sofá una manta roja de angora, y cubierto el suelo con una alfombra trenzada de alegres colores. Como si no fuera suficiente para dotar de personalidad a la habitación, un ejemplar del Guardian estaba abierto ante la chimenea, cerca de la puerta había una caja de dibujos y un caballete, y la atmósfera (lo menos parecida a la de un museo) olía a chocolate. Parecía emanar de un grueso jarro verde que descansaba sobre el bar montado en una esquina de la sala. A su lado había una jarra. De ambos recipientes brotaba un hilo de humo.
– Es cacao -explicó Sarah Gordon, al ver en qué dirección miraba-. Lo considero antidepresivo. He necesitado un montón desde ayer. ¿Les apetece?
Lynley negó con la cabeza.
– ¿Sargento?
Havers declinó la invitación y tomó asiento en el sofá, donde dejó caer las bufandas y el abrigo. Sacó el bloc del bolso. Un enorme gato anaranjado surgió de entre las cortinas y saltó sobre su regazo.
Sarah fue a buscar su taza de cacao y corrió al rescate de Havers.
– Lo siento -se disculpó, y se puso el gato bajo el brazo. Se acomodó en el otro extremo del sofá y se reclinó hacia la luz. Hundió la mano libre en el espeso pelaje del gato. La otra mano, que sujetaba la taza, temblaba ostensiblemente. Habló como si necesitara excusarse por hacerlo.
– Nunca había visto un cadáver. No, no es cierto del todo. He visto personas en ataúdes, pero después de haber sido lavadas y maquilladas por los funerarios. Supongo que la única forma de soportar la muerte es verla como vida algo alterada, pero esto es otra… Me gustaría olvidar lo que vi, pero es como si estuviera impresa a fuego en mi cerebro. -Tocó la toalla que rodeaba su cabeza-. Me he duchado cinco veces desde ayer por la mañana. Me he lavado el pelo tres. ¿Por qué lo hago?
Lynley se sentó en una butaca, frente al sofá. No se molestó en improvisar una respuesta a la pregunta. Las reacciones ante la contemplación de una muerte violenta dependen de la personalidad de cada uno. Había conocido a detectives bisoños que no podían bañarse hasta solucionar el caso, otros que no comían, y algunos que no dormían. Aunque la inmensa mayoría de sus colegas se inmunizaban contra la muerte al cabo de cierto tiempo, considerando la investigación de un asesinato como un simple trabajo, el hombre de la calle nunca lo veía así. Se lo tomaba como algo personal, un insulto deliberado. Nadie deseaba que le recordaran la amarga transitoriedad de la vida.
– Hábleme de ayer por la mañana -dijo.
Sarah depositó la taza sobre una mesita auxiliar y hundió la otra mano en el pelaje del gato. No parecía tanto un gesto de afecto como una forma de buscar consuelo o apoyo. El gato, con la típica intuición felina, pareció adivinarlo, porque aplastó las orejas y emitió un sonido gutural del que Sarah no hizo caso. Se puso a acariciarlo. El animal intentó saltar al suelo.
– Sé bueno, Seda -dijo Sarah.
El gato volvió a protestar y huyó de su regazo. Sarah pareció afligida. Seda se acercó al fuego, indiferente por completo a su deserción, se estiró sobre el periódico y empezó a limpiarse la cara.
– Gatos -dijo con elocuencia Havers-. ¿A que son como los hombres?
Dio la impresión de que Sarah reflexionaba sobre la justicia del comentario. Seguía sentada como si el gato continuara en su regazo, algo inclinada hacia delante, las manos sobre los muslos, en una postura autoprotectora.
– Ayer por la mañana -repitió.
– Por favor -dijo Lynley.
Resumió los hechos con gran rapidez, sin añadir nada nuevo a lo que Lynley había leído en el informe de la policía. Acosada por el insomnio, se había levantado a las cinco y cuarto. Se había vestido y comido un cuenco de cereales. Había leído casi todo el periódico del día anterior. Había seleccionado y reunido su equipo. Había llegado a Fen Causeway poco antes de las siete. Había ido a la isla para hacer unos bocetos del puente Crusoe. Había descubierto el cadáver.
– Tropecé con ella -dijo-. Yo… Me horroriza pensar en ello. Ahora comprendo que habría debido ayudarla, ver si aún estaba viva. Pero no lo hice.
– ¿Dónde estaba el cadáver, exactamente?
– Junto a un pequeño claro, en el extremo sur de la isla.
– ¿No lo vio enseguida?
Sarah acunó la taza de cacao entre sus manos.
– No. Fui con la intención de hacer algunos bocetos. No había trabajado… No, por una vez seré sincera, no había producido nada de valor desde hacía meses. Me sentía impotente y paralizada, y abrigaba el terrible pavor de haberlo perdido para siempre.
– ¿A qué se refiere?
– Al talento, inspector. Creatividad. Pasión. Inspiración. Como prefiera. Estaba convencida de que lo había perdido. Hace unas semanas decidí actuar, dejar de dedicarme a los proyectos de la casa, de tener miedo al fracaso, en una palabra, y empezar a trabajar de nuevo. Elegí el día de ayer. -Como adivinando la siguiente pregunta de Lynley, se apresuró a añadir-: La elección fue al azar, en realidad. Pensé que, si hacía una señal en el calendario, sería como una especie de compromiso. Pensé que, si elegía la fecha de antemano, podría empezar otra vez sin dar pasos en falso. Era muy importante para mí.
Lynley volvió a examinar la sala, esta vez con más calma, y estudió la colección de óleos y litografías. No pudo evitar compararlos con las acuarelas que había visto en casa de Anthony Weaver. Aquellas eran hábiles, bien ejecutadas, conservadoras. Las obras de esta casa eran un desafío, tanto en color como en diseño.
– Esto es su obra -afirmó, pues era obvio que todo había sido creado por la misma mano experta.
Sarah utilizó la taza que tenía para señalar una pared.
– Esta es mi obra, sí. Ninguna es reciente, pero toda es mía.
Lynley se permitió un instante de satisfacción al pensar que no podía contar con mejor testigo en potencia. Los artistas eran observadores experimentados. Era imposible crear sin observar. Sarah habría reparado en cualquier cosa fuera de lo común que hubiera visto en la isla.
– Hábleme de lo que recuerda sobre la isla.
Sarah contempló el contenido de su taza, como si quisiera recrear la escena en su interior.
– Bueno, había mucha niebla, mucha humedad. Las hojas de los árboles goteaban. Los cobertizos donde se reparan las embarcaciones estaban cerrados. Habían dado una capa de pintura al puente. Me fijé por la forma en que capturaba la luz. Y había… -Vaciló, con expresión pensativa-. Había mucho barro cerca de la puerta, y el barro estaba… revuelto. Lleno de surcos, diría yo.
– ¿Como si hubieran arrastrado un cuerpo? ¿Surcos de los zapatos?
– Supongo. Había basura junto a una rama caída. Y… -Levantó la vista-. Creo que también vi los restos de una hoguera.
– ¿Cerca de la rama?
– Delante, sí.
– ¿Qué clase de basura había en el suelo?
– Paquetes de tabaco, sobre todo. Algunos diarios. Una botella de vino. ¿Una bolsa? Sí, una bolsa naranja de Peter Dominic. Me acuerdo. ¿Es posible que alguien estuviera esperando a la chica desde hacía un rato?
Lynley hizo caso omiso de la pregunta.
– ¿Algo más?
– Las luces de la cúpula de Peterhouse. Se veían desde la isla.
– ¿Oyó algo?
– Nada anormal. Pájaros. Un perro, hacia el pantano. Todo me pareció de lo más normal, excepto que la niebla era muy espesa, pero ya se lo habrán dicho.
– ¿No oyó nada procedente del río?
– ¿Como una barca? ¿Ruido de remos? No. Lo siento. -Sus hombros se hundieron un poco-. Ojalá pudiera decirle algo más. Me siento monstruosamente egocéntrica. Cuando estaba en la isla, solo pensaba en mi arte. De hecho, sigo haciéndolo. Un punto muy negativo en mi expediente personal.
– Es poco frecuente salir a pintar cuando hay niebla -observó Havers. Estaba tomando notas a gran velocidad, pero ahora levantó la vista y concentró su interés en hablar con la mujer-: ¿Qué clase de artista va a dibujar en la niebla?
Sarah se mostró de acuerdo.
– Muy poco frecuente. Era una locura. El resultado no habría tenido nada que ver con el resto de mi obra, ¿verdad?
Era cierto. Además de emplear colores vivos, brillantes, inspirados por el sol, las imágenes de Sarah Gordon estaban muy bien definidas, desde un grupo de niños paquistaníes sentados en los desgastados escalones de una casa de pintura desportillada, hasta una mujer desnuda reclinada bajo una sombrilla amarilla. Ninguna poseía la ausencia de definición o la falta de color que sugería pintar en la niebla matutina. Para colmo, ninguna plasmaba un paisaje.
– ¿Intentaba cambiar de estilo? -preguntó Lynley.
– ¿De Los comedores de patatas a Los girasoles?
Sarah se levantó y caminó hasta el bar, donde se sirvió más cacao. Llama y Seda levantaron los ojos desde sus respectivas posiciones, alertas a la posibilidad de un festín. Sarah se acercó al perro, se acuclilló a su lado y acarició su cabeza con los dedos. El animal agitó la cola en señal de agradecimiento, y volvió a depositar la mandíbula entre las patas. La mujer se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, de cara a Lynley y Havers.
– Intentaba probar algo diferente -dijo-. No sé si entiende la sensación de creer que has perdido la capacidad y la voluntad de crear. Sí, la voluntad -insistió, como si esperara que la contradijera-, porque es un acto de voluntad. Es mucho más que sentirse inspirado por alguna musa artística apropiada. Es tomar la decisión de ofrecer algo de la esencia propia al juicio de los demás. Como artista, me decía que no importaba mucho la valoración que mi obra recibiera. Me decía que el acto creativo, no su aceptación o lo que alguien hiciera con el producto terminado, era lo fundamental. En algún momento, dejé de creer en ello. Y cuando uno deja de creer en que el acto es superior al análisis que cualquiera realice de él, se queda paralizado. Eso me ocurrió a mí.
– Fantasmas de Ruskin y Whistler, si no recuerdo mal su historia -dijo Lynley.
Por algún motivo, la mujer dio un respingo ante la alusión.
– Ah, sí. El crítico y su víctima, pero al menos Whistler tuvo su momento de gloria en la corte, ¿no? Algo es algo. -Sus ojos recorrieron poco a poco sus obras, como si quisiera convencerse de que era su creadora-. Perdí la pasión. Y sin eso, solo queda la masa, los objetos. Pintura, lienzos, arcilla, cera, piedra. Solo la pasión les insufla vida. De lo contrario, son estáticos. Dibujar, pintar o esculpir sin pasión es un mero ejercicio de competencia. No es la expresión de la personalidad. Eso es lo que deseaba recuperar, el deseo de ser vulnerable, la capacidad de sentir, el gusto por el riesgo. Si eso conlleva un cambio de técnica, una alteración del estilo, el empleo de otros medios, estaba decidida a intentarlo. Estaba decidida a probar cualquier cosa.
– ¿Funcionó?
La mujer se inclinó sobre el perro y frotó la mejilla contra su cabeza. Un teléfono sonó en algún lugar de la casa. Un contestador automático respondió. Un momento después, la voz grave de una boca masculina flotó hacia ellos, dejando un mensaje inaudible desde donde se encontraban. En apariencia, la llamada y la identidad del comunicante solo merecieron la indiferencia de Sarah.
– No tuve la oportunidad de averiguarlo -respondió-. Hice unos cuantos bocetos preliminares en un lugar de la isla. Como salieron mal (eran espantosos, para ser sincera), fui a otro sitio y tropecé con el cadáver.
– ¿Qué recuerda al respecto?
– Solo que retrocedí unos pasos y tropecé. Pensé que era una rama. Le di una patada para apartarla y descubrí que era un brazo.
– ¿No se había fijado en el cuerpo?
– Estaba cubierto de hojas. Mi atención se concentraba en el puente. Creo que ni siquiera miraba por dónde caminaba.
– ¿En qué dirección dio la patada al brazo? -preguntó Lynley-. ¿Hacia ella, o lejos de ella?
– Hacia ella.
– ¿No tocó el cadáver?
– Dios mío, no, pero tendría que haberlo hecho, ¿verdad? Quizá estaba viva. Tendría que haberla tocado, comprobado su estado. No lo hice. En cambio, vomité. Y huí.
– ¿En qué dirección? ¿Volvió sobre sus pasos?
– No. Por Coe Fen.
– ¿Con aquella niebla? ¿No regresó por donde había venido?
Lynley observó por la abertura de su blusa que el pecho y el cuello de Sarah enrojecía.
– Acababa de tropezar con el cadáver de una chica, inspector. No puedo decir que me portara con mucha lógica en aquellos momentos. Corrí por el puente y atravesé Coe Fen. Hay un sendero que pasa cerca del departamento de Ingeniería. Había dejado mi coche allí.
– ¿Condujo hasta la comisaría de policía?
– Seguí corriendo por Lensfield Road y crucé Parker's Piece. No está muy lejos.
– Pero podría haber cogido el coche.
– Sí.
No se defendió. Contempló su cuadro de los niños paquistaníes. Llama se removió bajo su mano y emitió un potente suspiro.
– No pensaba con claridad -continuó Sarah, algo irritada-. Ya estaba nerviosa antes de ir a la isla porque quería dibujar. Dibujar, fíjese. Algo que me había sentido incapaz de hacer durante meses. Significaba todo para mí. Cuando encontré el cuerpo, no pensé, así de sencillo. Debí comprobar si la chica aún estaba viva. Debí intentar ayudarla. Debí seguir por el sendero pavimentado. Debí ir en mi coche a la comisaría de policía. Todo eso lo sé. Estoy harta de «deberes». Mi comportamiento no tiene excusa, pero el pánico me dominó. Y créame, no me hace nada feliz.
– ¿Las luces del departamento de Ingeniería estaban encendidas?
Sarah le miró, pero sin verle. Daba la impresión de que intentaba reproducir en su mente la película de los acontecimientos.
– Luces. Creo que sí, pero no estoy segura.
– ¿Vio a alguien?
– En la isla, no, y en el pantano, tampoco; había demasiada niebla. Dejé atrás algunos ciclistas cuando llegué a Lensfield Road, y había tráfico, por supuesto, pero solo me acuerdo de eso.
– ¿Por qué eligió la isla? ¿Por qué no se quedó aquí, en Grantchester, sobre todo cuando vio la niebla?
Su piel enrojeció un poco más. Como si se hubiera dado cuenta, se llevó la mano al cuello de la camisa y jugueteó con la tela, hasta que por fin abrochó el botón.
– No sé cómo explicárselo, excepto que ya había elegido ese día, había planeado ir a la isla, y hacer algo menos de lo que había planeado sería como admitir la derrota y huir. No quería hacer eso. No podía enfrentarme a la perspectiva. Sé que suena patético, rígido y obsesivo, pero así son las cosas. -Se levantó-. Vengan conmigo. Solo hay una forma de que puedan comprender por completo.
Dejó su cacao y a los animales en la sala y los condujo a la parte trasera de la casa. Empujó una puerta entreabierta y entraron en su estudio. Era una habitación grande y luminosa, con cuatro claraboyas rectangulares en el techo. Lynley se detuvo antes de entrar y dejó que sus ojos tomaran nota de todo; la habitación corroboraba todo lo que Sarah Gordon les había contado.
De las paredes colgaban enormes bocetos a carboncillo (un torso humano, un brazo, dos desnudos entrelazados, un rostro masculino de tres cuartos de perfil), los típicos estudios preliminares que un artista realiza antes de emprender una nueva obra. Sin embargo, en lugar de ser toscas ideas de un producto terminado ya exhibido, bajo ellos se alineaban lienzos inconclusos, proyecto tras proyecto iniciado y abandonado. Un montón de parafernalia artística descansaba sobre una mesa de trabajo: latas de café llenas de pinceles limpios y secos, como flores de pelo de camello; botellas de trementina, aceite de linaza y barniz Damar; una caja de pasteles secos sin utilizar; más de una docena de tubos de pintura con etiquetas escritas a mano. Habría podido ser una masa caótica, con manchones de pintura sobre la mesa, huellas dactilares pringosas en las botellas y latas, y los tubos aplastados en determinados puntos. En cambio, todo estaba tan pulcra y minuciosamente dispuesto como en un museo.
El aire no olía a pintura ni trementina. No había bocetos tirados en el suelo que sugirieran una repentina inspiración artística y un no menos repentino rechazo artístico. No había pinturas terminadas a la espera de la capa de barniz definitiva. Al parecer, alguien limpiaba el estudio con regularidad, porque el suelo de roble brillaba como si estuviera cubierto de cristal y no se veía la menor huella de polvo o suciedad. Tan solo señales de que se utilizaba poco, por doquier. Solo un caballete sostenía un lienzo, y estaba cubierto con una tela manchada de pintura, bajo una claraboya. Daba la impresión de que nadie lo había tocado en años.
– Este fue una vez el centro de mi mundo -dijo Sarah Gordon con resignación-. ¿Lo comprende ahora, inspector? Quería que volviera a serlo.
Lynley observó que la sargento Havers se había desplazado a un lado de la habitación, donde una serie de estanterías se habían construido sobre una mesa de trabajo. Sostenían cajas de marcos para diapositivas, cuadernos de dibujo manoseados, recipientes de pasteles, un gran rollo de lienzos y diversas herramientas, desde un juego de espátulas hasta un par de tenazas. La mesa estaba cubierta por una gran hoja de vidrio cilindrado, cuya superficie rugosa tocó la sargento Havers con aire pensativo.
– Sirve para moler colores -explicó Sarah Gordon-. Lo utilizaba para pulverizar mis propios colores.
– Es usted una purista -dijo Lynley.
La mujer sonrió con la misma resignación que expresaba su voz.
– Cuando empecé a pintar, hace años, quería poseer cada parte de la obra terminada. Quería ser cada cuadro. Hasta corté la madera para fabricar los bastidores de mis lienzos. Así de pura quería ser.
– ¿Perdió aquella pureza?
– El éxito, a la larga, lo contamina todo.
– Y tuvo éxito.
Lynley se acercó a la pared de la que colgaban los bocetos a carboncillo, uno sobre el otro. Los examinó. Un brazo, una mano, la línea del mentón, una cara. Le recordó la colección de estudios de Da Vinci guardada en Queen's. La mujer poseía un gran talento.
– En cierto modo, sí, tuve éxito, pero eso significaba menos para mí que la paz espiritual. Y paz espiritual, en último extremo, era lo que buscaba ayer por la mañana.
– Encontrar a Elena Weaver lo impidió -señaló la sargento Havers.
Mientras Lynley estudiaba los bocetos, Sarah se había quedado cerca del caballete cubierto. Había levantado una mano para ajustar el velo de hilo, quizá con la esperanza de impedir que descubrieran hasta qué extremos se había degradado su trabajo, pero se detuvo y habló sin mirar en su dirección.
– ¿Elena Weaver?
Su voz sonó extrañamente insegura.
– La muchacha muerta -contestó Lynley-. Elena Weaver. ¿La conocía?
Se volvió hacia ellos. Sus labios se movieron sin emitir ningún sonido.
– Oh, no -susurró al cabo de un momento.
– ¿Señorita Gordon?
– Su padre es Anthony Weaver. Conozco a su padre. -Acercó el taburete y se sentó-. Dios mío. Mi pobre Tony. -Como en respuesta a una pregunta no formulada, indicó la habitación con un ademán circular-. Fue uno de mis estudiantes. Hasta finales de la primavera pasada, cuando empezó la batalla política por la cátedra Penford, fue uno de mis estudiantes.
– ¿Estudiantes?
– Di clases durante varios años. Ahora ya no, pero Tony… El doctor Weaver asistió a casi todas. También le daba clases particulares. Así le conocí. Durante un tiempo estuvimos muy unidos.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, que ella intentó reprimir.
– ¿Conocía a su hija?
– Un poco. Nos encontramos varias veces, la última durante el trimestre de otoño, cuando la trajo con él para que hiciera de modelo en una clase de dibujo.
– ¿Y no la reconoció ayer?
– ¿Cómo iba a hacerlo? Ni siquiera le vi la cara. -Agachó la cabeza, levantó una mano y la pasó sobre sus ojos-. Esto le destrozará. Significaba todo para él. ¿Ya han hablado con él? ¿Está…? Claro que habrán hablado con él. Qué preguntas hago. -Alzó la cabeza-. ¿Tony se encuentra bien?
– Nadie acepta con resignación la muerte de un hijo.
– Pero Elena era algo más que una hija para él. Solía decir que era su esperanza de redención. -Paseó la mirada por el estudio, con una expresión de autodesprecio-. Y yo aquí (pobre Sarah), preguntándome si podré volver a pintar, preguntándome si volveré a crear una obra de arte, preguntándome… Mientras Tony… ¿Cómo he podido ser tan egoísta?
– No debe culparse por querer enderezar su carrera.
Era el más racional de los deseos, pensó. Reflexionó en las obras que había visto colgadas en la sala de estar. Eran impecables. Cabía esperarlo de una litografía, pero lograr tal pureza de líneas y detalles en un óleo se le antojó notabilísimo. Cada imagen (un niño jugando con un perro, un cansado castañero calentándose inclinado sobre su brasero, un ciclista pedaleando bajo la lluvia) denotaba seguridad en todas las pinceladas. ¿Qué se sentiría al creer que se había perdido la capacidad de crear obras tan excelentes?, se preguntó. ¿Cómo podía considerarse un acto de egoísmo desear recuperar aquella capacidad?
Era algo que intrigaba a Lynley, y mientras la mujer los guiaba de vuelta a la parte delantera de la casa, Lynley comprendió que algo de ella le inquietaba vagamente, al igual que le había inquietado la reacción de Anthony Weaver ante la muerte de su hija. El comportamiento y las palabras de Sarah le daban que pensar. No lograba concretar lo que arañaba su inconsciente, aunque sabía de manera intuitiva que algo había, como una reacción preparada de antemano. Un momento después, ella le dio la respuesta.
Cuando Sarah Gordon abrió la puerta para que salieran, Llama saltó de la cesta, se puso a ladrar y correteó hacia el pasillo. Sarah se inclinó hacia delante y lo cogió por el collar. En ese momento, la toalla resbaló de su cabeza, y el mojado cabello rizado, de un intenso color café, se derramó sobre sus hombros.
Lynley contempló su imagen, recortada en el umbral. Era el cabello y el perfil, pero sobre todo el cabello. Era la mujer que había visto anoche en el Patio de la Hiedra.
Sarah se precipitó hacia el lavabo en cuanto cerró la puerta. Atravesó a toda prisa la sala de estar, la cocina, y llegó al lavabo con el tiempo justo. Vomitó. Su estómago se revolvió al tiempo que el cacao, antes dulce, ahora caliente y agrio, quemaba su garganta.
Ascendió a su nariz cuando intentó respirar. Tosió y volvió a vomitar. Su frente se perló de un sudor frío. Tuvo la impresión de que el suelo se inclinaba y las paredes oscilaban. Cerró los ojos con fuerza.
Oyó un lloriqueo de solidaridad a su espalda. Siguió un empujoncito contra su pierna. Después, una cabeza descansó sobre sus brazos extendidos, y un cálido aliento bañó su mejilla.
– No pasa nada, Llama -dijo-. Estoy bien. No te preocupes. ¿Te acompaña Seda?
Sarah rió por lo bajo al pensar en un repentino cambio en la personalidad del gato. Los gatos eran como las personas. La compasión y la empatía no eran su fuerte. Los perros eran diferentes.
Extendió una mano hacia el perro y volvió la cara hacia el animal. Oyó que su cola golpeaba la pared. Llama le lamió la nariz. De pronto, se le ocurrió que a Llama no le importaba quién era, lo que había hecho, lo que había logrado crear, o si había contribuido de alguna forma a la vida. A Llama no le importaba que volviera a pintar. Y eso la consoló. Quiso sentirlo así. Intentó creer que solo debía hacer eso en la vida.
Pasó el último espasmo. Su estómago se apaciguó en parte. Se levantó y caminó hacia el lavabo, donde se mojó la boca, levantó la cabeza y contempló su imagen en el espejo.
Se llevó una mano a la cara, recorrió las arrugas de su frente, los surcos incipientes que bajaban desde la nariz a la boca, las diminutas líneas que surgían encima de su maxilar inferior. Solo tenía treinta y nueve años. Aparentaba cincuenta como mínimo. Peor aún, se sentía como si tuviera sesenta. Apartó los ojos de aquella visión.
Dejó que el agua del fregadero resbalara sobre sus muñecas hasta sentir frío. Después, bebió del grifo, se mojó la cara de nuevo y la secó con una toalla de té amarilla. Pensó en cepillarse los dientes o en dormir un poco, pero se le antojaba imposible subir la escalera hasta su habitación, y todavía más exprimir pasta dentífrica sobre un cepillo y restregarlo enérgicamente por la boca. Regresó a la sala de estar, donde el fuego seguía ardiendo y Seda se calentaba ante él. Llama la siguió, se reintegró a su cesta y desde allí la observó mientras arrojaba más leña al fuego. Sarah reparó en que el animal componía lo que ella siempre consideraba una expresión preocupada; sus ojos adoptaban la forma de toscos diamantes modificados.
– Estoy bien -le dijo-. De veras. Te lo aseguro.
El perro no pareció convencido… Al fin y al cabo, sabía la verdad, puesto que había sido testigo de casi todo y ella le había contado el resto. Dio cuatro vueltas a la cesta y se hundió entre los pliegues de la manta. Sus ojos se cerraron al instante.
– Bien -dijo Sarah-. Echa una siestecita.
Se alegraba de que, al menos, uno de ellos pudiera dormir.
Se acercó a la ventana, para olvidar la idea de dormir y todo aquello que conspiraba para impedírselo. Daba la impresión de que, a cada paso que se alejaba del fuego, la temperatura de la sala descendía diez grados. Y aunque sabía que era imposible, rodeó su cuerpo con los brazos. Miró afuera.
El coche seguía en su sitio. Elegante, plateado, reluciente bajo el sol. Se preguntó por segunda vez si eran auténticos policías. Cuando les abrió la puerta, pensó que venían a ver su obra. Hacía tiempo que no ocurría, y menos sin cita previa, pero fue la única explicación razonable que se le ocurrió ante la aparición de dos extraños a bordo de un Bentley. Como pareja, no podían ser más distintos: el hombre era alto, atractivo y refinado, sorprendentemente bien vestido, con la voz inconfundible de las escuelas privadas; la mujer era baja, vulgar, de aspecto más seguro que el de Sarah, y su acento poseía las inflexiones distintivas de la clase obrera. Aun así, hasta pasados unos minutos, Sarah siguió pensando que eran marido y mujer. Le resultaba más fácil hablar con ellos de esta manera.
En cualquier caso, no la habían creído. Lo leyó en sus rostros. ¿Quién podía culparlos? ¿Quién iba a correr a través de Coe Fen, invadido por la niebla, en lugar de volver sobre sus pasos? ¿Por qué desecharía su coche y acudiría corriendo a la comisaría de policía, en lugar de dirigirse a ella en su automóvil, alguien que acababa de descubrir un cadáver? No tenía sentido. Lo sabía muy bien. Y ellos también.
Lo cual explicaba asimismo por qué el Bentley seguía aparcado delante de su casa. Los policías no se veían. Estarían interrogando a los vecinos, verificando su relato.
No pienses en ello, Sarah.
Se obligó a apartarse de la ventana y regresó al estudio. El contestador automático descansaba sobre una mesa cercana a la puerta; parpadeaba para anunciar un mensaje en la cinta. Lo contempló un momento antes de recordar que había oído sonar el teléfono mientras hablaba con la policía. Apretó el botón de reproducción.
– Sarah, querida. He de verte. Sé que no tengo derecho a pedir. No me has perdonado. No merezco el perdón. Nunca lo mereceré, pero necesito verte. Necesito hablar contigo. Eres la única persona que me conoce por completo, que me comprende, que siente compasión, ternura y… -El hombre se puso a llorar-. Estuve aparcado delante de tu casa casi todo el domingo por la noche. Te vi por la ventana. Y yo… Volví el lunes, pero no tuve el valor de llamar a tu puerta. Y ahora… Sarah, por favor. Elena ha sido asesinada. Déjame verte, por favor. Llámame al College. Deja un mensaje. Haré lo que quieras. Déjame verte, te lo suplico. Te necesito, Sarah.
Escuchó como atontada hasta que el aparato se desconectó. Siente algo, se dijo. Pero nada se removió en su corazón. Apretó el dorso de su mano contra la boca y lo mordió con fuerza, y luego una segunda vez, una tercera y una cuarta, hasta que probó el vago sabor salado de su sangre, en lugar del jabón y la loción de su piel. Invocó un recuerdo. Algo, cualquier cosa, daba igual. Algo que bastara, como una pantalla de humo, para mantener su mente ocupada con pensamientos a los que pudiera hacer frente.
Douglas Hampson, su hermano de leche, diecisiete años. Quería que se fijara en ella. Quería que hablara con ella. Le deseaba. Aquel cobertizo polvoriento, al fondo del jardín de sus padres en King's Lynn, donde ni siquiera el olor del mar podía ocultar los hedores a abono compuesto, paja y estiércol. Pero no les había importado, ¿verdad? Ella, desesperada por lograr la aprobación y el afecto de alguien. Él, ansioso por hacerlo porque tenía diecisiete años, iba caliente y, si volvía de otras vacaciones al colegio sin poder describir a sus compañeros un buen polvo, no lo soportaría.
Eligieron un día en que el sol caía sobre las calles, las calzadas y, en especial, el viejo tejado de cinc de aquel cobertizo. Él le introdujo la lengua en la boca y Sarah se preguntó si aquello era lo que la gente llamaba hacer el amor, porque solo tenía doce años, y aunque tendría que haber sabido algo, como mínimo, acerca de lo que hombres y mujeres hacían con aquellas partes de su cuerpo tan diferentes entre sí, no tenía ni idea. Primero le quitó los pantalones cortos, después las bragas, y no paraba de resollar como los perros que acaban de marcarse una buena carrera.
Todo terminó enseguida. Él estaba salido y erecto, pero ella no estaba preparada, de modo que solo se enteró de la sangre, la asfixia y el dolor lacerante. Y el gruñido sordo de Douglas cuando se corrió.
Douglas se levantó de inmediato, se limpió con los pantalones de ella y se los tiró. Se subió la cremallera de los tejanos y dijo:
– Esto huele a váter. He de salir de aquí.
Y se marchó.
Douglas no contestó a sus cartas. Respondió con el silencio cuando ella telefoneó al colegio y sollozó una tediosa declaración de amor. Claro que no le amaba en absoluto, pero tenía que creerlo, porque nada excusaba la insensata invasión de su cuerpo que había permitido sin rechistar, aquella tarde de verano.
Sarah se apartó del contestador. Para ser una pantalla de humo, no había podido escoger mejor. Ahora, Douglas Hampson la requería. Cuarenta y cuatro años, veinte años de matrimonio, un agente de seguridad lanzado de cabeza hacia la crisis de la madurez, la requería ahora.
Por favor, Sarah, decía cuando se encontraban para comer, algo que ocurría con frecuencia. No puedo estar aquí sentado mirándote y fingir que no te deseo. Vamos. Hagámoslo.
Somos amigos, respondía ella. Eres mi hermano, Doug.
A la mierda la fraternidad. No pensaste en esto aquella vez.
Y ella le sonreía con afecto (porque ahora le apreciaba) y procuraba callarse lo que «aquella vez» le había costado.
El recuerdo de Douglas no era suficiente. Bien a su pesar, se acercó al caballete cubierto y contempló el retrato que había iniciado meses atrás para que hiciera compañía al otro. Pensaba regalárselo por Navidad. Ignoraba que no habría Navidad.
Estaba inclinado hacia delante, como tantas veces le había visto, un codo apoyado en la rodilla, las gafas colgando de sus dedos. Su rostro estaba iluminado por el entusiasmo que le invadía siempre que hablaba de arte. La cabeza ladeada, atrapado en plena discusión sobre un tema predilecto, tenía aspecto feliz y juvenil, un hombre que vivía al ciento por ciento por primera vez en toda su existencia.
No vestía terno, sino una camisa manchada de pintura, con la mitad del cuello doblado hacia arriba y un desgarrón en el puño. Y como en tantas otras ocasiones, cuando Sarah se acercaba a él para inspeccionar la forma en que la luz bañaba su pelo, él la atraía hacia sí, reía de sus protestas, que no eran en realidad protestas, y la abrazaba. La boca en su cuello, las manos sobre sus pechos, y la pintura olvidada mientras se quitaban la ropa. Y la forma en que la miraba, embelleciendo su cuerpo, sin apartar los ojos de los suyos en ningún momento del acto. Y su voz susurraba: «Oh Dios mío, mi dulce amor…».
Sarah se defendió de los embates de la memoria y se obligó a valorar el cuadro como una simple obra de arte. Pensó en terminarlo, acarició la idea de una posible exposición, de encontrar una manera de poner manos a la obra y dotarle de un significado que trascendiera el obediente ejercicio técnico de un neófito. Podía hacerlo, después de todo. Era pintora.
Extendió sus manos temblorosas hacia el caballete. Las retrajo, convertidas en puños.
Aunque distrajera a su mente con una docena de pensamientos, su cuerpo aún la traicionaba. En último término, nunca esquivaría ni negaría.
Volvió a contemplar el contestador automático, oyó su voz y sus súplicas.
Pero sus manos aún temblaban. Sus piernas flaqueaban.
Y su mente debía aceptar los dictados de su cuerpo. Hay cosas mucho peores que tropezarse con un cadáver.