Capítulo 8

Los dos llegaron tarde a la fiesta de Tarsy. Cuando Tom llamó a la puerta, la anfitriona estaba al borde del pánico pensando que no iría.

– ¿Dónde has estado?

Tarsy voló a través del cuarto y lo asió del brazo con fuerza suficiente para dejarle hematomas.

– En el rancho Lucky L, comprando caballos.

– Eso ya lo sé. Me lo dijo Charles. Pero has llegado muy tarde.

– Regresamos hace sólo media hora.

Registró la habitación, pero Emily aún no había aparecido.

– Estamos esperándote para empezar a jugar.

Tarsy casi arrastró a Tom a través de la sala, donde este vio casi las mismas caras que la semana anterior, con la diferencia de que los mayores no estaban invitados. Todos los miembros del grupo, al parecer, eran jóvenes y solteros. En el comedor vecino, estaban reunidos en torno de la mesa conversando, riendo y bebiendo ponche. Ahí estaba Charles, pero cuando Tom intentó acercarse a él para hablarle, Tarsy lo arrastró:

– ¡Oh, tú y ese Charles! Os veis todos los días en el trabajo, ¿no es suficiente? -Levantando la voz, convocó a todos a la sala-. ¡Venid todos, ya podemos empezar los juegos! ¡Todos aquí!

Comenzó a disponer las sillas en círculo.

Tom se escabulló para servirse una taza de ponche y encontró a Charles en la arcada del comedor.

– ¿Cómo ha ido todo? -le preguntó Charles.

– Es un buen comienzo: cuatro caballos de montar.

– ¿Y has logrado regresar sin heridas mortales? -Riendo, fingió revisarlo de frente y de espalda, en busca de heridas-. ¿Sin fracturas de huesos?

– Ha sido un ejemplo de amabilidad. Nos hemos entendido muy bien.

– Me bastará echarle una mirada a la cara en cuanto traspase la puerta para saberlo.

– Lamento haber hecho que llegue tarde. ¿Quién preparó el ponche?

– Creo que la misma Tarsy, la gata salvaje.

Tom recorrió con la mirada las dos habitaciones.

– ¿Tampoco están sus padres?

– No. Creo que Tarsy tiene ciertas intenciones hacia ti e iría contra sus intereses que ellos estuviesen presentes. Salieron a jugar al whist. Me parece que nos han llamado por segunda vez.

Se reunieron con los demás. Mientras Tarsy empezaba a explicar el juego, llegó Emily: una Emily transformada. Tom le echó una mirada y sintió que dentro de él se formaba un campo de fuerza. Si bien había empleado menos de una hora para convertirse de marimacho en mujer, la transformación era completa. El cabello estaba recogido en la coronilla, como un huevo en un nido, con rizos sueltos enmarcando el rostro. Llevaba un esplendoroso vestido color malva, del tono intenso de los jacintos de primavera. Era tan apropiado, femenino y recatado como para que lo usara la reina Victoria en persona, con cuello alto bordeado de una banda, la parte de arriba cerrada y ajustada, mangas largas apretadas y un volante que caía en cascada sobre el trasero. Los adornos de encaje marfil estaban puestos de manera que atraían las miradas masculinas hacia las partes estratégicas. Se había puesto encima un gran chal con flecos, cruzado como al descuido entre un hombro y el codo opuesto. ¿Dónde estaba la muchacha que había sacado cerdos muertos del vientre de la madre toda la tarde? ¿Y la experta en caballos? ¿Y la que había cabalgado varias horas? Había desaparecido y en su lugar estaba una mujer que, por un momento, le cortó el aliento a Tom Jeffcoat.

Vio que su mirada buscaba a Charles, lo encontraba y le telegrafiaba un saludo privado, vio cómo su mejor amigo cruzaba la sala para tocarle los hombros y quitarle el chal, y sintió una punzada de celos. Charles apoyó la mano en el volante trasero y dijo algo que la hizo reír. Emily respondo y los dos miraron en dirección a Tom. La expresión divertida se esfumó como si hubiese chocado contra una cerca de alambre de púas. Apartó de inmediato la mirada y Tom se llevó la taza a los labios, sabiendo que Charles lo observaba.

Tarsy exclamó desde el otro extremo:

– Ah, Emily, por fin has llegado. Date prisa, toma una silla que empezaremos a jugar.

Emily y Charles se sentaron enfrente de Tom, que intentó olvidar que estaban ahí.

Se fijó en Tarsy. Estaba aturdida de excitación y anunciaba un juego llamado Chilla, Cerdo. Había colocado las sillas en círculo mirando hacia adentro, y cuando todos estuvieron sentados, se colocó en el centro y ordenó:

– Cada uno tiene que elegir un número del uno al cien para ver quién es el primero.

– ¿Para hacer qué?

– Ya veréis. Elegid.

Ganó Ardis Corbeill, una muchacha alta, pelirroja y pecosa que se ruborizó y se levantó, renuente, para ir al centro del círculo.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Ya verás. Date la vuelta.

Tarsy tenía un pañuelo doblado.

– No vas a taparme los ojos, ¿no?

– Por supuesto que sí. Luego te haré girar varias veces, te daré un almohadón y eso será lo único con que puedas tocar a las personas. Tendrás que sentarte en el regazo de la primera persona que toques y decir: "Chilla, cerdo, chilla". Entonces, cuando esa persona chille, deberás adivinar quién es.

– ¿Eso es todo?

– Es todo.

En el salón se escucharon risas disimuladas mientras tapaba los ojos de Ardis y la hacía girar. Tarsy la hizo girar hasta que la pobre chica no podía distinguir la izquierda de la derecha.

Por toda la sala se extendieron risas ahogadas y murmullos.

– ¡Silencio! ¡ Si habláis, descubrirá quiénes sois! Ardis, ¿todavía estás mareada?

La pobre Ardis estaban más que mareada: sentía vértigo, vacilaba y, cuando la soltó, estuvo a punto de caerse, pero Tarsy la ayudó a mantener el equilibrio.

– Aquí tienes el almohadón, y recuerda, ¡sin usar las manos! Puedes pedir tres chillidos para adivinar de quién es el regazo donde estás sentada y, si lo adivinas, el otro tiene que ocupar tu lugar; de lo contrario, debes pagar una prenda. ¿Estamos?

Ardis, con los ojos vendados, hizo un vacilante gesto de asentimiento.

Se hizo silencio y lo único que se escuchaba eran las risas ahogadas. Inclinándose desde la cintura, Ardis dio tres pasos arrastrando los pies poniendo el almohadón por delante.

Las risas seguían.

– ¡Shhh! -dijo Tarsy.

Se sentó en una silla y se hizo el silencio.

Ardis avanzó con el almohadón entre las manos extendidas, deslizando los pies con precaución por el suelo. El almohadón chocó en la cara de Mick Stubs, que se echó atrás y apretó los labios para no estallar en carcajadas. Ardis lo golpeteó con el almohadón en la cabeza, bajó por los hombros, el pecho y por fin, las rodillas.

Algunas de las chicas se ruborizaron y se taparon la boca. Tom echó una mirada a Emily y la sorprendió observándolo. Los dos parecían islas de quietud en medio de la jarana que los rodeaba, mientras la atención de todos estaba fija en el juego. ¿Cuánto tiempo? ¿Un segundo? ¿Cinco? El suficiente para que Tom Jeffcoat verificase que lo que percibió esa tarde entre los dos no era producto de su propia imaginación. Ella también lo sentía y hacía lo posible para evitarlo. Tom ya había estado enamorado y reconocía las señales de advertencia. Fascinación. Vigilancia. Deseos de tocar.

Charles reía junto a Emily y esta apartó la vista con forzada indiferencia. También Tom volvió la atención al desarrollo del juego.

Ardis estaba encaramada en las rodillas de Mick, que tenía el rostro rojo de contener la risa.

– Chilla, cerdo, chilla -ordenó la muchacha. Mick lo intentó, pero le salió más un resoplido que un chillido. Todos rieron entre dientes.

– ¡Shh!

– ¡Chilla, cerdo, chilla!

Esta vez, Mick logró emitir un chillido agudo que hizo estallar en carcajadas a todos los presentes, aunque Ardis no pudo identificarlo.

– ¡Chilla, cerdo, chilla!

El tercer intento de Mick fue una obra maestra: alto, agudo, porcino. Pero, por desgracia para él, cuando terminó todos los presentes reían tan fuerte que perdió el control y reveló su identidad.

– ¡Es Mick Stubbs! -exclamó Ardis, quitándose la venda-. ¡Lo sabía! ¡Ahora tú tienes que ponerte esto!

Mick pesaba poco menos de cien kilos. Tenía una enmarañada barba castaña y brazos más gruesos que los muslos de la mayoría de los hombres. Tenía un aspecto cómico con la venda en los ojos, mientras lo hacían girar y se abría paso, tanteando, hasta el regazo de Martin Emerson, otro de los invitados con barba. Era imposible no participar de la hilaridad a medida que avanzaba el juego. A todos les encantó. Martin Emerson tocó a Tarsy, esta a Tilda Awk, Tilda a Tom, y este a Patrick Haberkorn y, en el trayecto, se descubrió que reía como todos. Registró el momento en que también Emily comenzaba a divertirse. Vio que la resistencia al juego se derretía cuando el humor se hizo contagioso. Vio su primera sonrisa, oyó la primera carcajada, admiró el semblante risueño, una faceta de ella que pocas veces había visto. Emily sonriente era un recuerdo para conservar. Pero siempre estaba Charles junto a ella, Charles, al que estaba prometida.

Después de "Chilla, cerdo, chilla", todos votaron por hacer una pausa y volver a llenar las copas de ponche.

Durante la pausa, Tarsy monopolizó a Tom y este se dejó monopolizar, aliviado de apartar la atención de Emily Walcott. Tarsy era una bella muchacha, divertida y vivaz. Resolvió que lo mejor que podía hacer por sí mismo era disfrutar de ella y olvidar lo relativo a esa tarde, el favorecedor peinado de Emily, lo hermosa que estaba con el vestido malva y las miradas que intercambiaron en la sala llena de gente.

– ¡Tom, ven aquí! ¡Tengo que hablar contigo! -Excitada, Tarsy lo apartó y le dijo en tono secreto-: ¿Harías algo por mí?

– Puede ser. -Le sonrió provocativo y sorbió la bebida-. Depende de qué cosa sea.

– ¿Serías el primero conmigo en el próximo juego?

– Depende.

– Es "Pobre Pussy".

Sonriente, Tom contempló la expresión ansiosa. Conocía el juego. Estaba cargado de insinuaciones e incluía cierto grado de toqueteo y no se le escapó el motivo subyacente de la muchacha para incluirlo.

– ¿Y quién será el "Pobre Pussy", tú o yo?

– Yo. Tú, lo único que tienes que hacer es sentarte en una silla y tratar de mantenerte serio mientras yo hago todo lo posible para hacerte reír.

Bebió otro sorbo de coñac, contempló los ávidos ojos castaños y pensó que no habría mejor modo de demostrarles a todos, incluido Charles, que Tarsy era la que despertaba su interés.

– De acuerdo.

Tarsy rió y, tomándolo del brazo, lo llevó a la sala para reanudar la diversión.

– ¡Venid todos, vamos a jugar a un nuevo juego: se llama Pobre Pussy!

Los invitados regresaron ansiosos, de un humor más festivo a causa del coñac y también del éxito del primer juego. Cuando todos se sentaron en círculo otra vez, Tarsy explicó:

– El objetivo de "Pobre Pussy" es no reír, para las dos personas que juegan. Yo seré una gata y elegiré a cualquiera con el que quiera jugar. Lo único que puedo decir es "miau", y sólo puede decir "pobre Pussy" la persona a la que se lo diga. No podemos hablar más que tres veces. Cualquiera de los dos que se ría tiene que pagar una prenda que el otro elija, ¿de acuerdo?

Los presentes lanzaron murmullos de aprobación y se acomodaron en las sillas esperando más diversión.

La dueña de casa continuó:

– Por supuesto, todos podéis decir lo que queráis: podéis aguijonear, provocar y hacer cualquier sugerencia que se os ocurra. Empezamos.

"Pobre Pussy" era tan elemental que su misma simpleza lo hizo triunfar. Tarsy se puso a gatas e hizo un mohín felino que hizo reír a todos. Arqueó la espalda, rozó las rodillas de varios espectadores hasta que, al fin, adoptó una postura suplicante a los pies de Tom. Agitó las pestañas y lanzó un lastimero: "Miau". Los observadores rieron y Tom, cruzado de brazos, la consoló:

– Pobre Pussy.

A la izquierda de Tom, Patrick lo codeó y bromeó:

– Puedes hacer algo mejor que eso, Jeffcoat. ¡Acaríciale un poco la piel!

Si hablaba, tendría que pagar una prenda y, entonces, Tom la miró otra vez con la cabeza ladeada, como si se hubiese renovado su interés.

Tarsy repitió un doloroso y felino Miau. Actuó como una gata cautivante frotándose contra la rodilla de Tom y haciendo un atractivo mohín.

– Parece que la pobre gatita ansia que le presten atención -improvisó Haberkorn.

Tom se estiró para palmear la cabeza de Tarsy, le rascó bajo la barbilla y pasó las yemas por el cuello.

– Poooobre Pussy -se condolió.

No corría riesgo de reír, pero el hoyuelo en la mejilla se ahondó y la boca formó una semisonrisa, que era una burla disimulada.

Los otros captaron el espíritu del juego y redoblaron esfuerzos para hacer reír a alguno de los dos.

– ¡Quién ha dejado entrar aquí a esa gata sarnosa!

– ¡Eh, gata!, ¿dónde está tu caja de aserrín?

Tarsy estaba maullando y frotando la oreja contra la pierna de Tom cuando Charles exclamó:

– ¿Nadie tiene un ratón para alimentarla?

La muchacha estalló en carcajadas, seguida por todos los presentes. Se quedó arrodillada en el suelo con la cabeza floja, demasiado dominada por la risa para poder levantarse y demasiado divertida para desear hacerlo. Tom la tomó del brazo, disfrutando mucho, y los dos se pusieron de pie.

– Bueno, ya habéis oído a Tarsy. Tiene que darme una prenda.

Sí, una prenda. Cualquiera de los presentes podía percibir el romance que comenzaba a florecer.

En el centro del círculo, Tom tenía del codo a Tarsy y la contemplaba con lascivia burlona.

– ¿Cuál será, gatita? -preguntó, para diversión de todos.

Le arrojaron dos sugerencias al mismo tiempo.

– Que pase la noche en el escalón del porche trasero.

– Que se bañe… ¡como los gatos!

Tom sabía bien qué era lo que Tarsy esperaba. Posó la vista en los labios de la muchacha… bellos labios llenos, rosados, un poco entreabiertos. Sin duda, un beso reafirmaría en las mentes de todos los que estaban ahí en qué sentido soplaba el viento para Tom Jeffcoat. Pero esta era la fiesta de Tarsy: si quería empezar por prendas arriesgadas, tendría que instigarlas ella misma.

– Tráiganle un plato con leche -ordenó, sin soltarla, viendo cómo se ruborizaba.

Alguien trajo el plato con leche y lo dejó en el suelo. Tarsy prometió, por lo bajo:

– Me vengaré de ti, Tom Jeffcoat. No podrás escaparte de mí para siempre.

Y con un revuelo de faldas, se puso a gatas para cumplir la prenda.

Presentaba un cuadro provocativo, arrodillada, con el polisón levantado, lamiendo leche del borde del plato, tan provocativa como cuando frotaba el pecho contra la rodilla de Tom. Observándola, rió junto con los demás, pero cuando pasó quince segundos en esa ignominiosa posición, se condolió y la hizo levantarse:

– La pobre gata queda excusada -dijo para todos. Y sólo para Tarsy-:… por ahora.

Ninguno de los presentes dudaba de que entre los dos existía cierto interés.

Emily Walcott presenció, toda la escena con una extraña tensión en el pecho y cierta pesadez en el estómago. Había sido muy sugestivo. Por momentos, trató de no reír pero no pudo. Por momentos, se sintió avergonzada pero no pudo apartar la vista.

¿Qué dirían los padres? En especial, la madre.

Tanto Emily como las demás chicas presentes fueron educadas bajo las rígidas normas victorianas. El coqueteo descarado estaba estrictamente prohibido y la proximidad con el otro sexo se limitaba a un fugaz contacto de las manos al saludarse o en tomar del codo a la compañera mientras caminaban. Esta clase de juegos, sin embargo, daban lugar a una buena dosis de contacto físico y de insinuaciones orales.

Se preguntó si las otras muchachas, como ella, se sentirían atraídas y repelidas al mismo tiempo, sonrojadas e incómodas. ¿Sería la sutil malicia de los juegos en sí o la presencia de Tom? Al ver a Tarsy frotarse contra la pernera del pantalón, Emily sintió una agitación insidiosa dentro de sí. Cuando acarició la cabeza de Tarsy y le pasó los dedos por el cuello, experimentó una inesperada ola de excitación. Y algo más. Estaba segura de que era prurito por la indecencia de esos juegos. No obstante, no pudo darles la espalda. Ni cuando Tom miró a Tarsy a los ojos y le dirigió una sonrisa provocativa. Clavó la mirada, sacudida por una intensa oleada de celos, mientras todos esperaban que el hombre pidiera un beso como prenda. Pero al fin pidió un plato con leche y Emily soltó, aliviada, el aliento, esperando que Charles no estuviese observándola.

¿Qué era lo que Tarsy había comenzado?

Su amiga sabía muy bien lo que hacía y lo hizo con plena conciencia. Al terminar la velada, le pidió a Tom que se quedara después que se fueran los demás, para ayudarla a colocar otra vez los muebles en su lugar.

Tom sabía que era una treta, pero él era un varón americano de sangre caliente y en ese momento el alcohol corría por sus venas, Tarsy era una joven tentadora y su admiración por él era bienvenida. Lo que era más, la señorita Emily Walcott estaba prohibida y él estuvo toda la noche pendiente de ella.

Cuando hubieron llevado el cuenco del ponche a la cocina, pusieron las sillas en su lugar y apagaron todas las lámparas menos una, decidió aprovechar la apenas velada invitación de la señorita Tarsy Fields. Caminaron lentamente hasta la puerta y la dueña de casa estaba tomando la chaqueta, colgada del perchero.

– Ven aquí -le ordenó Tom, tomándola de la cintura y atrayéndola hacia él-. Ahora cobraré el resto de la prenda.

Cuando inclinó la cabeza y la besó primero con decoro pero cada vez con más intimidad, Tarsy se olvidó de la chaqueta. La incitó a abrir los labios y lo obedeció. Tocó con su lengua la de ella y respondió. Le acarició la espalda y la muchacha hizo lo mismo.

Le regocijó percibir que le excitaba. Levantó con lentitud la cabeza y le permitió que leyese en sus ojos:

– Creo que has estado buscándolo toda la noche.

– ¿Tú no?

Tom rió y le acarició el mentón con el dorso de los dedos. La boca del hombre tomó un gesto especulativo y siguió acariciándole la barbilla, paseando la mirada entre los ojos y la boca y volviendo a los ojos.

– Me pregunto qué quieres de mí.

– Diversión. Inocente diversión y nada más.

– ¿Nada más?

En lugar de cualquier otra cosa que hubiese querido, se apropió de otro beso. Tenía labios lozanos y sabía por instinto cómo usarlos para lograr algo. Cuando se apartó, Tom tenía los suyos húmedos y sentía una agradable excitación.

– Estás buscando un marido, ¿verdad?

– ¿Será verdad?

– Yo creo que sí. Pero yo no soy ese marido, Tarsy. Aunque disfrute besándote siendo tu compañero en juegos de salón y dejando que te frotes contra la pernera de mi pantalón, no estoy buscando esposa. Será mejor que lo sepas desde el principio.

– Es muy honorable al advertírmelo, señor Jeffcoat.

– Y usted es muy tentadora, señorita Fields.

– En ese caso, ¿qué hay de malo en disfrutar un poco uno del otro? -replicó, encogiéndose de hombros.

La besó otra vez, lánguidamente, apoyándole una mano en el costado del pecho, penetrando más con la lengua. Las bocas se apartaron, renuentes.

– Oh… lo haces tan bien… -murmuró la joven.

– Tú también. ¿Has practicado mucho?

– Un poco. ¿Puedo tener otra demostración?

– Por favor.

La otra demostración fue más húmeda, más promiscua. Cuando la mano de Tom fue hacia el pecho, ella retrocedió discretamente: sabía cómo dejar a un hombre con algo que esperar.

– Tal vez sería mejor que ya nos diésemos las buenas noches.

Se sintió un tanto divertido, pero no con el corazón destrozado. Tarsy era una diversión agradable, nada más, y mientras los dos lo entendiesen, estaba dispuesto a sumergirse a tanta profundidad como ella lo permitiese.

– Está bien. -Sin prisa, fue a tomar la chaqueta-. Gracias por una fiesta muy divertida. Pienso que todos estarán de acuerdo en que ha sido un éxito imbatible.

– ¿Verdad que sí?

– Creo que has dado comienzo a algo con estos juegos de salón. A los hombres les encantaron.

– A las chicas también, pero creen que no deben admitirlo. Incluso a Emily, que es de lo más recatada y Ardis, que ha decidido dar la próxima fiesta. ¿Irás la semana próxima?

– Desde luego. No querría perdérmela.

– ¿Aunque seas tú el que tenga que pagar prenda?

– Las prendas pueden ser divertidas.

Rieron y la muchacha le alisó la solapa. En el porche se dieron un último y lento beso de buenas noches, pero en la mitad Tom descubrió que estaba pensando si Charles estaría haciendo lo mismo con Emily en ese mismo instante, y si era así, cuan deseosa estaría ella.


Esa semana sólo la vio fugazmente. Eligió los caballos de tiro sin su ayuda y firmó contrato para el suministro de heno con el granjero Claude McKenzie, que aseguró que cosecharía a mediados de julio. Encargó al fabricante de arneses del pueblo, Jason Ess, los que necesitaba. Ess le dijo que la ferretería Munkers y Mathers, de Buffalo, vendía carretas Bain nuevas y Tom hizo el viaje de casi cincuenta kilómetros para hacer el pedido.

Charles le contó que a Emily la habían llamado dos veces en esa semana: para diagnosticar y tratar a una vaca que tenía una burbuja de aire en la barriga, y para extraerle un diente deteriorado a un caballo. En ambos casos, le pagaron en efectivo y estaba eufórica por haber ganado su primer dinero como veterinaria.

Llegó Frankie y contó que su hermana estuvo intentando montar en la bicicleta de Fannie, se cayó y se golpeó, pero se puso tan furiosa que volvió a montarla, se cayó por segunda vez y se arrancó un trozo de piel de la mano y otro de la frente.

– ¡Tendríais que haberla oído maldecir! -exclamó-. ¡No sabía que las chicas eran capaces de maldecir así!

Tom sonrió y pensó en ella el resto de la tarde.

El sábado por la noche, Emily apareció en casa de Ardis Corbeil con un par de cicatrices rojas, una debajo del nacimiento del cabello, la otra en la nariz. Tom estaba cerca de la puerta cuando llegaron. Le ofreció a Charles un saludo amable, pero miró a Emily y cometió el error de reír entre dientes.

– ¿De qué se ríe?

– De sus cicatrices de guerra.

– ¡Bueno, por lo menos intenté montarla! ¡Si le parece tan fácil, pruebe usted!

– Le dije a Fannie que me encantaría.

Intervino Charles:

– En estos momentos, el tema de la bicicleta es un tanto espinoso.

Sonriendo, Tom hizo una pequeña reverencia de disculpa:

– Lamento haberlo mencionado, señorita Walcott.

– ¡Me lo imagino!

Se dio la vuelta y se alejó.

– ¡Por Dios, no acepta bien las bromas!

– En especial, de tu parte.

Esa noche, jugaron un nuevo juego llamado "El gallito ciego adivino", y sucedió lo que Tom temía: cuando le tocó a él, con los ojos vendados, rodeado de un círculo de jugadores sentados, fue a parar al regazo de Emily. Algo le dijo de inmediato que era ella, quizá la reacción de los demás. Oyó a su izquierda unos "¡Oh!" amortiguados, luego "¡Shh!".

Todos los presentes sabían que, desde el momento en que Tom llegó al pueblo, Emily lo consideraba su peor enemigo. En cuanto lo vio, tuvo ganas de hundirlo. Claro que le había ayudado a comprar los caballos, pero lo hizo a desgana, porque Charles se lo pidió. Incluso esa misma noche, en la puerta, lo reprendió en cuanto llegó.

Y ahora estaba sentado sobre sus piernas con los ojos tapados, en medio de las risas ahogadas.

Las reglas del juego eran simples: tenía las manos libres y contaba con tres posibilidades para adivinar quién era.

Las risas cesaron. El silencio se hizo pesado y Tom imaginó a Charles mirando. Los juegos se tornaban cada vez más audaces. Esta vez, no había almohadón de por medio, y si tanteaba en el sitio equivocado, no sabía qué podía estar tocando. Emily estaba inmóvil, como de piedra, casi sin respirar. Alguien rió entre dientes. Otro susurró. Debajo, Tom sentía el contacto de las rodillas esbeltas pero las dejó cargar con todo su peso… haría cualquier cosa para que pareciese que seguía provocándola para divertirse. Tras la venda se imaginaba las mejillas ardiendo de vergüenza, el aliento contenido, los hombros rígidos.

Tanteó… y encontró la mano derecha de Emily aferrada al borde de la silla. Por un momento, se enzarzaron en un forcejeo, pero ganó él y levantó la mano de la muñeca, mucho más pequeña que el círculo formado por sus dedos.

El juego le daba licencia para hacer lo que jamás tendría ocasión de hacer y por Dios que lo haría, y satisfaría su curiosidad, aun con Charles mirando. Los presentes no verían más de lo que ya habían visto: un hombre burlón divirtiéndose con una mujer que casi no lo soportaba.

Sin soltarle la muñeca, exploró con la mano libre cada uno de los dedos largos y delgados, las uñas cortadas al ras; callosas (cosa sorprendente) en la base de la palma, luego la palma misma, como un mortero y su almirez. Y ahí estaba la cicatriz, sin duda causada por la caída de la bicicleta. Sintió una agitación furtiva.

– Ah, manos ásperas. ¿Será Charles Bliss?

Todos rieron a carcajadas mientras Tom ocultaba su propia perturbación bajo una máscara de burla. Levantó la mano derecha y encontró la mejilla. La muchacha se tensó y se echó atrás. La mano la persiguió y palpó todo y las dos cicatrices que conocía estaba ahí; una ceja sedosa; un ojo, al que obligó a cerrarse; una sien suave donde el pulso latía redoblado; un lóbulo aterciopelado.

Se inclinó y olió: limón y verbena… otra sorpresa.

– Mmm… no hueles como Charles.

Más risas, mientras seguía examinando el cabello vaporoso y los rizos que enmarcaban el rostro.

– Charles, si eres tú, le has hecho algo a tu pelo.

Las carcajadas aumentaron; tocó la mejilla de Emily… caliente… caliente, ardiendo por la vergüenza y, por fin, la boca, que se abrió y emitió un tenso jadeo. Se echó atrás con tanta vivacidad, que Tom la imaginó arqueada sobre el respaldo de la silla. Cuando la incomodó lo bastante para que todos los presentes supieran que lo hacía adrede, tocó la nariz lastimada y la frente.

– ¿Eres tú, marimacho? -preguntó, en voz fuerte y clara, y luego vociferó-: ¡Emily Walcott! -al tiempo que saltaba del regazo y se quitaba la venda de los ojos.

Estaba roja como un tomate en pleno verano y se miraba la falda como tratando de ocultar las lágrimas de mortificación.

Tom giró hacia Charles.

– No quería ofender, Charles.

– Claro que no, es un juego -repuso Charles.

La expresión de Emily se tornó furiosa y Tom comprendió que tendría que hacer algo para aliviar la tensión. Entonces, ante todos los amigos, se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

– Eres una buena perdedora, Walcott.

Emily se levantó de un salto y le clavó una mirada feroz, se puso las manos en las caderas y se acercó a él con intención amenazadora mientras, alrededor, los amigos reían de su conducta. Tom retrocedió tras la silla de Charles y extendió las palmas como para detenerla.

– ¡Ayúdame, Charles! ¡Dile a tu mujer que retroceda!

El amigo se sumó a la parodia, fingiendo que calmaba a Emily que trataba de atacar a Jeffcoat, advirtiendo:

– ¡La próxima vez te arrojaré al suelo, mozo de cuadra!

Si bien Emily fingió enfurecerse para que no se detectaran sus sentimientos nacientes hacia Tom, el incidente la enervó. Pero no tanto como lo que sucedió más tarde.

Tendría que ocurrir tarde o temprano. Tarsy insistió en jugar al cartero francés. Las reglas del juego no necesitaban explicación para que Emily supiera que, como resultado, habría besos. Ella se escapó de recibir una "carta", pero antes de que terminara, Tarsy le envió una a Tom, y cuando fue entregada, observó fascinada cómo los dos que estaban en el centro del círculo se besaban de un modo que no había visto jamás: las manos de Tom acariciando la espalda de Tarsy, las bocas abiertas… ¡del todo! ¡Durante medio minuto! A Emily se le formó un nudo en la garganta. Unos tentáculos calientes de celos y de indudables escrúpulos le provocaron manchas rojas en el cuello. Antes aún de que el juego acabara, se juró que no volvería a asistir a ninguna de esas fiestas.


Para Tom, besar a Tarsy no fue más que una exhibición falsa, una oportunidad conveniente para apartar del recuerdo lo que había hecho con Emily.

Ese fue el encuentro que lo sacudió.

Para algunos fue sólo un juego, pero para él fue el primer contacto con su piel, la primera ráfaga del perfume de su pelo y el jadeo revelador que no pudo controlar cuando le tocó los labios. Cualquiera fuese la apariencia exterior de Emily, estaba lejos de ser indiferente a él y saberlo le causó una tensión en el pecho que no se disipaba.

En los días que siguieron, trabajando junto a Charles, Tom fingía indiferencia o diversión cada vez que se mencionaba a la muchacha. Pero en la cama caía sobre la almohada mirando al techo y pensaba en su dilema: estaba enamorándose de Emily Walcott.

Inventó una excusa para no asistir a la fiesta siguiente y, en cambio, pasó una noche desgraciada en el Mint Saloon, escuchando veladas calumnias de parte de su competidor, Walter Pinnick, que estaba sentado con un grupo de secuaces borrachos y farfullaba acerca del fracaso de su negocio. Después fue al Silver Spur, donde jugó unas manos de póquer con un puñado de curtidos peones. Pero, como compañía, eran un pobre sustituto de los amigos que estaban reunidos en el otro extremo del pueblo.

La semana siguiente, Charles y él terminaron el trabajo en el establo y su amigo le sugirió:

– Tendrías que dar una fiesta en el almacén, antes de que McKenzie te entregue el heno.

– ¿Yo?

– ¿Por qué tú no? Es el lugar perfecto. Hay mucho espacio.

Tom sacudió la cabeza.

– No, creo que no.

– Podría ser un baile, invitarías a los comerciantes locales con sus esposas… una gran inauguración, si prefieres. Sabes que le vendría bien al negocio.

Más allá de otras consideraciones, la idea tenía sentido. Un baile. ¿En qué dificultades podría meterse con un baile, en especial si estaba presente la vieja generación? Diablos, ni siquiera tendría que bailar con Emily y Charles tenía razón: sería un maravilloso gesto de buena voluntad por parte del comerciante más nuevo del pueblo. Necesitaría una orquesta, vituallas, unas lámparas y no mucho más.

Encontró a un violinista que a veces tocaba en el Mint; este conocía a un tipo que tocaba la armónica, que a su vez conocía a un guitarrista, y en menos que canta un gallo, Tom tenía orquesta. Dijeron que tocarían por la cerveza, de modo que un sábado por la noche, a mediados de julio, todo el pueblo acudió al bautismo del Establo Jeffcoat.


Josephine insistió en que Edwin llevara a Fannie.

– Ha estado demasiado tiempo en la casa. Necesita salir y tú también.

– Pero…

– Edwin, no aceptaré una negativa, y sabes que a ella le encanta bailar.

– No puedo llevarla a…

– Puedes y lo harás -afirmó Josephine, con tranquila autoridad.

Fueron caminando juntos Charles y Emily, Edwin y Fannie, bajo el oro fundido del crepúsculo veraniego, en un anochecer violeta, sin viento, la pareja mayor sin tocarse, salvo que la falda de Fannie rozaba el tobillo de Edwin con un susurro íntimo. Edwin se sintió joven otra vez, liberado, paseando junto a la mujer vital y saludable a la que deseaba pese al transcurso de los años. Ese deseo más bien se había incrementado. Lo admitió para sí, mientras mantenía la mirada fija en la espalda de su hija. Si las cosas hubiesen sido diferentes, Emily podría haber sido de los dos… de él y de Fannie.

– Oh, Edwin -exclamó Fannie a mitad de camino-. Soy increíblemente feliz.

¿Quién, sino Fannie, estaría feliz en una situación imposible?

– Siempre lo estás.

Las miradas se encontraron y la de la mujer preguntaba: "¿Debo sentirme culpable porque Josephine te compartió conmigo por esta noche o tengo que aprovecharlo?"

Lo aprovecharon. Bailaron el vals y la varsoviana, la danza turca y escocesa. Las manos conocieron el contacto mutuo… la de él en la cintura de ella, la de ella en el hombro. Aceptaron esos contactos como un regalo.

Sintieron calor y bebieron cerveza para refrescarse. Rieron. Charlaron. Conversaron y bailaron con otros, tomando distancia para admirarse a escondidas, de un extremo a otro del salón. Supieron que podían ser felices nada más que con eso.


Tom no pensaba sacar a bailar a Emily. Había ido con Tarsy, que bastaba para agotar a cualquier hombre en la pista de baile. También bailó con otras integrantes del nuevo círculo de amigos: Ardis, Tilda, Mary Ess, Lybee Ryker. La lista había crecido. Y con muchas de las madres y, por supuesto, con Fannie, que era buscada como compañera por todos los hombres, cualquiera fuese su edad.

Fannie provocó lo que Tom trataba de evitar. Estaba bailando el vals con él, parloteando acerca de la capacidad de Frankie para comer bizcochos de melaza, cuando pasó Edwin bailando con su hija.

– Oh, Edwin, ¿podría hablar contigo? -dijo Fannie, soltándose de los brazos de Tom-. Pensaba si uno de nosotros no tendría que ir a casa a ver cómo está Joey.

Mientras sostenían una breve conversación, Emily y Tom estaban cerca, tratando de no mirarse. Por fin, Fannie les tocó los brazos y dijo:

– Discúlpame, Tom, ¿no te molesta terminar este baile con Emily, verdad?

Y así fue. Tom y Emily quedaron cara a cara sobre la pista de baile llena de gente. Ella no lo miró. Él no pudo evitar mirarla. Vio el revelador rosado que le trepaba por las mejillas y decidió que era mejor mantener una buena convivencia.

– Creo que estamos destinados a tropezamos. -Sonrió y le abrió los brazos-. Si tú puedes soportarlo, yo también.

Se acercaron con presteza y comenzaron a danzar, cuidando de mantener la distancia pero enlazados por los recuerdos de la última noche que compartieron.

Los dedos de Tom conocieron la textura del rostro de Emily.

Sus manos y su lengua, a Tarsy.

– No estaba seguro de que vinieras -dijo, encontrándose con la mirada de Charles que los observaba desde el borde de la pista.

– Papá, Fannie y Charles no querían perdérselo.

– Entonces, estabas obligada.

– Se podría decir que sí.

– Todavía estás enfadada por ese juego estúpido. -Se colocó de espaldas a Charles y miró los labios apretados de la muchacha que, a su vez, miraba sobre el hombro de él-. Lamento haberte incomodado.

Fue bajando la mirada al pecho, coloreado por un retazo de piel tostado por el sol, encantador aunque poco femenino, que tenía la forma del cuello abierto de la camisa de Frankie. Ahí detectó otra vez el rubor, bajo una salpicadura de pecas.

– Por favor, ¿podríamos hablar de otra cosa?

– Claro. De lo que quieras.

– Tienes un buen cobertizo -dijo, cortés.

– Elegí el resto de los caballos la semana pasada. Puedo tenerlos cuando quiera.

Con el tema de los caballos se sentía cómoda y se arriesgó a mirarlo a los ojos:

– ¿En Liberty?

– Sí. Una de las yeguas está preñada. -A medida que Tom continuaba con su tema favorito, la joven se relajó más-. Y fui a Buffalo a encargar carros y carretas en Munkers y Mathers. Iré a buscarlas en cuanto me entreguen el heno.

– ¿A Bains?

– Sí.

– Son buenos vehículos, fuertes. Buenos ejes. Te durarán. ¿Qué marca son?

– Studebaker.

– Studebaker… son buenos.

– Con esos malditos caminos ondulados de aquí, pensé que necesitaba los mejores… y eso cuando hay caminos. También encargué el heno a McKenzie. En cuanto llegue, abriré el negocio.

Tras la charla impersonal, siguieron bailando en cómodo silencio, todavía cuidando de no acercarse demasiado.

– ¿Qué has estado haciendo? -le preguntó, fingiendo poco interés cuando en realidad tenía avidez por saber todo lo que afectaba la vida de Emily desde que se conocieron.

– No mucho.

– Charles me contó que sacaste una bola de pelos y un diente podrido. Y que te pagaron por eso.

– Extraje el diente, no la bola de pelos. De eso se encargaron las sales digestivas y un poco de aceite de lino. Feo sabor, pero eficaz.

– Pero te pagaron.

Buscó en el rostro señales de satisfacción y las halló cuando la chica le respondió:

– Sí.

– Supongo que eso te convierte en una verdadera veterinaria, ¿eh?

– En realidad, no. Hasta la primavera, no.

Hicieron silencio una vez más, moviéndose con la música, aún separados por un cuerpo de ancho, pensando en una nueva distracción. Al fin, Emily comentó:

– Charles me dijo que has elegido los planos para tu nueva casa.

– En efecto.

– Dos plantas y una galería en L.

– Según parece, es la moda. Tarsy dice que hoy en día todos tienen una galería.

Las miradas chocaron y se movieron en una maraña de sentimientos confusos.

¿Estás construyéndola para ella?

La tensión entre ambos se hizo palpable.

Con la esperanza de que los dos recordaran sus obligaciones, Emily dijo:

– Charles hará un buen trabajo. Hace todo bien.

– Sí, me imagino que sí.

En algún sitio gemía una armónica y sonaba un violín, pero ninguno de los dos los oyó. Seguían arrastrando los pies, perdidos uno en los ojos del otro.

Deja de mirarme así.

Tú deja de mirarme así.

Esto era imposible, peligroso.

La tensión aumentó, hasta que Emily sintió un dolor agudo entre los omóplatos y perdió la voluntad de continuar con la conversación impersonal.

– No fuiste a la fiesta de la semana pasada -se quejó, en voz leve.

– No… trabajé en el cobertizo.

Era una mentira obvia.

– ¿Por la noche?

– Usé una lámpara.

– Ah.

En ese momento, alguien empujó a Emily contra Tom. Los pechos se aplastaron contra el tórax y los brazos del hombre la apretaron un breve instante. Pero no hizo falta más para que los corazones latiesen descontrolados. La muchacha saltó atrás y empezó a parlotear para disimular el desasosiego.

– Nunca me gustó mucho bailar. Es decir, hay chicas que nacieron para montar a caballo y otras para bailar, pero no creo que muchas hayan nacido para hacer ambas cosas, pero deja que me siente sobre una montura y…

– ¡Emily! -Le atrapó la mano y la apretó sin piedad-. ¡Basta! Charles está mirando.

La charla insustancial cesó en mitad de una palabra.

Permanecieron enfrentados, impotentes bajo el yugo de una atracción que crecía y que ninguno de los dos había buscado ni querido. Cuando Emily recuperó cierta semblanza de compostura, Tom dijo con sensatez:

– Gracias por esta pieza -luego la hizo girar del brazo y la condujo junto a Charles.

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