Capítulo 17

¿Cómo se viste una mujer para romper un compromiso? Esa noche, en su dormitorio, con la lámpara al lado, Emily se contempló en el espejo. Vio un rostro afligido enmarcado por cabello negro como el carbón, ojos color zafiro de expresión angustiada, una boca tensa y la curva del escote sobre una prenda interior blanca. No tenía mucho que elegir en cuanto al atuendo, al menos por todo un año, y sin embargo el luto parecía apropiado para la misión de esa noche.

El vestido era liso, cortado en la parte de arriba, de mangas amplias, hecho de muselina sin adornos. Cuando abotonó la parte de adelante y vio que su cuerpo le daba forma, curvo aquí, cóncavo allá, hasta que el alto cuello clerical encerró el último centímetro, se examinó a sí misma como mujer. Pocas veces había pensado en ella en el sentido femenino, pero desde que se enamoró de Tom se vio a través de sus ojos: delgada, esbelta, pero sin carecer de agradables curvas. Se tocó las caderas, los pechos, cerró los ojos y recordó la oleada de sensaciones que le había despertado. Un año… Dios querido… un año…

Abrió los ojos sintiéndose culpable, tomó un cepillo y comenzó a castigarse el cabello tironeándolo sin piedad, para luego enroscarlo en forma de ocho y clavarlo, casi, con las hebillas en la parte posterior de la cabeza.

Así. Parezco una mujer llena de remordimiento por lo que tiene que hacer.

Sin embargo, un rato después, esperando en lo alto de la escalera oír la llamada a la puerta de Tom Jeffcoat, se sentía más bien como una escolar ansiosa. Desde abajo, en la sala, más allá de su ángulo de visión, oía a Fannie tocar el piano y sabía que, entretanto, papá leía el periódico. Esa noche, Earl se había quedado a dormir y, seguramente, él y Frankie estaban tendidos boca abajo en el suelo, armando casas con naipes.

Cuando sonó el golpe en la puerta, Frankie exclamó:

– ¡Yo atiendo! ¡Debe ser Charles!

Pasó ante la vista de Emily mientras ella bajaba a la carrera tratando de impedírselo.

– ¡Yo abriré!

– ¡Pero puede ser Charles!

Emily se frenó en la entrada y apartó la mano de su hermano del picaporte.

– ¡He dicho que yo abriré, Frank!

El chico retrocedió, sintiéndose maltratado:

– Bueno, atiende, pues. ¿Qué haces ahí parada?

– Ya lo haré -murmuró, entre dientes-. Vuelve a tus naipes.

En vez de obedecerle, Frankie se sentó en el segundo escalón para fastidiarla. Al espiar a través de las cortinas de encaje, vio la línea de los hombros de Tom y sintió una punzada de desesperación. Fannie dejó de tocar el piano. El periódico crujió cuando el padre lo bajó sobre las rodillas, esperando a ver quién aparecía tras el tabique. Era probable que Earl también estuviera con la boca abierta y sin duda contaría la noticia en cuanto llegara a su casa.

– ¡Bueno, por el amor de Dios -dijo Edwin, exasperado-, a ver si alguno de ustedes abre la puerta!

– Abre la puerta, Emiliiii -canturreó el hermano menor.

La aludida aspiró una bocanada de aire para fortalecerse y atendió la puerta.

– Hola, Emily.

¡Tenía una apariencia increíble! De áspero atractivo con su chaqueta de piel de oveja, las mejillas recién afeitadas, enrojecidas por el frío, el sombrero en la mano y un mechón que le caía sobre la frente. Emily lo contempló, enmudecida.

– Emily, ¿quién es? -preguntó su padre desde la sala.

El recién llegado entró y cerró la puerta.

– Soy Tom, señor.

– ¡Tom! -Dejó caer el periódico y fue al vestíbulo, seguido de Fannie-. ¡Vaya, qué sorpresa! -Le tendió la mano y lo invitó con entusiasmo-: ¡Pasa, pasa!

– Gracias, Edwin, pero he venido a buscar a Emily.

Confundido, el dueño de casa miró a uno y a otro.

– ¿Emily? -repitió, incrédulo.

Fannie esbozó una sonrisa vacua. Frankie pasó de un escalón al siguiente, sobre las nalgas. Transcurrieron varios segundos de silencio hasta que Earl se quejó desde la sala:

– ¡Ay, el viento me ha tirado los naipes!

Fannie fue la primera en recuperarse de la sorpresa:

– Bueno… qué gentil. ¿Irán a pasear?

– Sí, a casa de Charles -se apresuró a responder Emily.

– ¡Ah, a casa de Charles! -dijo el padre, aliviado-. Hace un par de semanas que no lo vemos. Enviadle saludos.

– ¿Puedo ir? -preguntó Frankie, levantándose del escalón.

– Esta noche no -repuso su hermana.

– ¿Por qué no? Mañana no hay clases y Charles dice…

– ¡Frank Alien! -estalló Emily-. ¡Basta!

– A Tom no le molesta, ¿no es cierto, Tom? -Se apropió de la muñeca de Tom y se colgó de ella-. Dile que puedo ir, ¿síiiiii?

– Me temo que no, Frankie. Quizás en otra ocasión.

– Oh, Cristo -protestó y se fue, enfadado, hacia la sala, donde se tiró al suelo.

Fannie aconsejó:

– Es una noche fresca, Emily, llévate una bufanda.

Emily tomó el abrigo del perchero y empezó a ponérselo sola, pero Tom se acercó por atrás y lo sostuvo, mientras los demás observaban y aprobaban el gesto galante con indisimulada fascinación.

– Pienso que no tardaremos más de una hora -dijo Tom, abriendo la puerta para que saliera Emily.

Esta dirigió una sonrisa tensa a Fannie y a su padre.

– Buenas noches a todos.

– Buenas noches -respondió Fannie.

Edwin no dijo nada.

Los peldaños del porche podrían haber sido los de una horca cuando Tom y Emily bajaron, con las miradas hacia adelante. Tom no aflojó la tensión de los hombros hasta llegar a la calle.

– ¡Uf!

– Fannie lo sabe.

– ¿O sea que se lo has contado?

– No, estoy segura de que lo ha adivinado. Sabe que me atraes desde la primera semana que llegaste al pueblo.

– Oh, ¿en serio? -En el tono había un matiz burlón. Miró sobre el hombro, alejándose de la casa, y la tomó de la mano-. Esa es una novedad.

Cuando Emily se volvió con una sonrisa discreta, se encontró con que Tom le dirigía una igual. Caminaron en silencio, con los dedos entrelazados, disfrutando de un ánimo momentáneamente elevado.

En un momento dado, Tom preguntó:

– ¿Y con respecto a tu padre?

– Creo que está evitando admitir lo que tiene delante de los ojos.

– A mí me pareció mejor resolver este asunto con Charles, primero, antes de decírselo a él.

– Estoy de acuerdo. Charles merece ser el primero en saberlo y mientras que no se lo digamos, no podré respirar tranquila.

Al llegar al porche de Charles, se soltaron las manos. Dejaron de bromear. Evitaron mirarse.

– Está todo oscuro. Da la impresión de que no está en la casa.

Tom llamó a la puerta y retrocedió, quedando a una distancia apropiada de Emily.

Esperaron largo rato.

Lanzó una mirada fugaz a Emily, llamó otra vez, pero no hubo respuesta. Las ventanas siguieron a oscuras.

– ¿Dónde podrá estar?

Emily lo miró con expresión inquieta.

– No sé. ¿Qué hacemos, lo buscamos?

– ¿Qué quieres hacer?

– Quiero terminar con esto. Veamos si podemos encontrarlo.

La tomó de la mano y se encaminaron hacia el pueblo. Loucks ya estaba cerrado. Como las tabernas estaban abiertas, Tom fue sólo al primero -una mujer de luto ni soñaría con entrar en un salón- y la dejó esperando en la acera. Dentro del Mint, Walter Pinnick le dirigió una frase incomprensible de borracho, tres peones del rancho Circle T lo invitaron a jugar al póker y una ramera pintarrajeada llamada Nadine le lanzó una mirada sugestiva. Sin hacerles caso, preguntó al tabernero y salió un minuto después para informar a Emily:

– Estuvo aquí, pero se fue y dejó dicho que iría a mi casa.

– Pero hemos pasado por tu casa y no estaba.

– ¿Crees que habrá ido al establo cuando no me encontró en casa?

– No sé. Podríamos ir a ver.

Se encontraron con Charles a mitad de camino entre el establo Walcott y el Jeffcoat, pues era evidente que había estado buscando a Tom. Los vio casi desde veinte metros, saludó y corrió hacia ellos.

– ¡Hola, Emily! ¡Eh, Tom!, ¿dónde estabas? ¡Te he buscado por todos lados!

Tom le respondió de lejos:

– Nosotros también hemos estado buscándote.

Se reunieron en medio de la calle Grinnell, removiendo los pies para mantenerlos calientes y lanzando al aire vapor blanquecino mientras hablaban.

– ¿Ah, sí? ¿Hay algo para esta noche? Espero que sí, por Dios. Después de las seis, este pueblo es un cementerio. Fui al Mint y tomé una cerveza, pero eso es todo lo que un hombre puede soportar, así que fui a buscarte. -Se apoderó del brazo de Emily-. No esperaba encontrarte a ti también, por eso del duelo.

Echó una mirada a la banda negra en la manga, y ella, en cambio, apartó la suya hacia la calle llena de surcos.

– Queremos hablar contigo, Charles -dijo Tom.

– ¿Hablar? Bueno, hablemos.

– Aquí no, adentro. ¿Por qué no vamos a mi establo?

Charles se inquietó por primera vez, lanzando miradas alarmadas a uno y otro, que, a su vez, eludían mirarlo.

– ¿Acerca de qué?

Fijó la mirada interrogante en Emily, que bajó la vista sintiéndose culpable.

– Venid, salgamos del frío -sugirió Tom, sensato.

Charles dirigió otra mirada inquieta a sus dos mejores amigos y luego se esforzó por adoptar una actitud más ligera:

– Claro… vamos.

Caminaron juntos por la calle helada sin tocarse, Emily entre los dos, sin que se rozara un codo. Tom abrió la puerta pequeña y entró el primero en el cobertizo oscuro. Dentro, permanecieron en la densa oscuridad que olía a caballo, hasta que halló una cerilla, la encendió y la alzó para encender una linterna que estaba colgada. Se acuclilló y la apoyó sobre el suelo de cemento. Bajo la observación de los otros dos, abrió la portezuela con un chasquido metálico, encendió la mecha, se incorporó y volvió a colgar la lámpara del gancho, arriba. Mientras duró el proceso, la tensión que reinaba en el cobertizo se multiplicó.

La lámpara esparcía una luz fantasmal sobre el rostro serio de Tom, que bajó el brazo y miró a Charles. La gravedad de su expresión daba a la escena más dramatismo aún. Por unos momentos guardó silencio, como buscando las palabras.

– Bueno, ¿de qué se trata? -quiso saber Charles, mirándolos de hito en hito.

– No es bueno -respondió el amigo con sinceridad.

– Y no es fácil -agregó la muchacha.

Charles le lanzó una mirada brusca, súbitamente furioso, como si ya lo supiera.

– ¡Bueno, sea lo que sea, dilo!

Sintió que un impulso de terror le atenazaba la garganta. Lo miró con ojos secos y empezó:

– Charles, hace tanto tiempo que nos conocemos, que no sé cómo comenzar, ni cómo…

La interrumpió Tom:

– Esto es lo más difícil que he tenido que decir en mi vida, Charles. Eres un verdadero amigo y te mereces algo mejor.

– ¿Mejor que qué?

Charles guardó silencio, expectante, con el rostro tenso.

– Ninguno de los dos quiere herirte, Charles, pero ya no podemos dejar pasar más tiempo sin decirte la verdad. Emily y yo estamos enamorados.

– ¡Hijo de perra! -La reacción fue inmediata y violenta-. ¡Sabía que era eso! ¡Bastaba con echaros una mirada y hasta un ciego habría podido ver que sois más culpables que el demonio!

– Charles. -Emily le tocó el brazo-. Tratamos de no…

– ¡No me toques! -Se liberó con brusquedad-. ¡Por Dios, no me toques!

– Pero quisiera explicarte cómo…

– ¡Explícaselo a otro! ¡Yo no quiero escucharlo!

Tom trató de tocarlo.

– Dale una oportunidad de…

– ¡Tú! -Se abalanzó y lo golpeó en el pecho, haciéndolo retroceder varios pasos-. ¡Hijo de perra! -El ataque fue tan sorpresivo que lo dejó atónito por un momento-. ¡Taimado, mentiroso hijo de perra!

Tom se recuperó e intentó persuadirlo:

– ¡Vamos, Charles, no queremos que esto sea tan duro… ay!

Un segundo golpe convirtió el resto de la palabra en un gruñido y lo hizo retroceder otro paso.

¡Mi amigo! -resopló Charles con desdén, empujando otra vez a Tom con fuerza suficiente para hacerlo retroceder más aún-. ¡Mi amigo, el que me apuñala por la espalda, traicionero, mentiroso, hijo de perra!

Tom se quedó quieto y dejó que lo maltratase.

– Está bien, sácatelo de adentro.

– ¡Puedes estar seguro de que lo haré, canalla tramposo! ¡Y cuando termine, lo lamentarás!

Dejó que lo golpease una y otra vez, con los brazos laxos a los lados, hasta que tocó con los hombros una calesa que estaba sobre la plataforma y el sombrero se le torció. Alzó lentamente las manos para enderezarlo y se colocó con las piernas separadas y las manos levantadas.

– No quiero pelear contigo, Charles.

– ¡Pues vas a pelear y no será grato! ¡Si crees que dejaré que me robes a mi mujer y te vayas tan fresco, estás equivocado, Jeffcoat! ¡Yo la reclamé como mía desde que tenía trece años!

Horrorizada, Emily salió de su estupor.

– ¡Basta, Charles! -Lo aferró del brazo-. ¡No te dejaré pelear!

– ¡Apártate! -Le dio un codazo y la miró con odio-. ¡Quisiste hacerte la Jezabel y lanzar a un amigo contra otro, bueno, muy bien, ahora quédate ahí y contempla los resultados! ¡Verás sangre antes de que esto acabe, así que te sugiero que mires esa hermosa cara antes de que yo se la estropee!

Girando de manera inesperada, Charles lanzó todo su peso en un violento puñetazo que echó atrás la cabeza de Tom y le estrelló los hombros contra la calesa. Se le cayó el sombrero. Gruñó y se dobló sobre sí mismo, al tiempo que se sujetaba el estómago.

Emily gritó y agarró a Charles con las dos manos. Logró arrastrarlo un par de pasos hasta que él se dio vuelta, la aferró de los brazos y la estampó contra la puerta de un pesebre con tanta fuerza que le hizo castañetear los dientes.

– ¡Por Dios, apártate, o te daré una a ti, por más mujer que seas! ¡Y tal como me siento ahora, créeme que no me costará mucho!

Indignado, Tom atacó a Charles de atrás. Lo hizo girar tomándolo de la chaqueta y lo alzó de puntillas.

– ¡Inténtalo y será el último movimiento que hagas, Bliss! Está bien, quieres pelear… crees que eso solucionará las cosas… -Retrocedió, se agazapó y le hizo señas con los dedos de que se acercara-.Ven… ¡terminemos con esto!

Esa vez, cuando Charles atacó, Tom estaba preparado. Sufrió el impacto de un hombro en el pecho, pero lo recibió, conservó el equilibrio, le hizo enderezarse, lo calzó en el mentón con los antebrazos y de inmediato le asestó una izquierda a la mandíbula. El golpe sonó como el mango de un rastrillo que se quiebra. Charles aterrizó sobre el trasero en el suelo de cemento y se quedó un instante así, atónito.

– Ven -lo retó Tom otra vez, con el rostro crispado de decisión-. ¡Querías pelear, lo has conseguido!

Charles se levantó lentamente, sonriendo, limpiándose la sangre del labio con los nudillos:

– ¡Uh! -lo provocó, agazapándose-. Así que está enamorado. -El semblante se le endureció y la voz se tornó amenazadora-. ¡Ven, miserable, te demostraré lo que pienso de tu…!

Un contundente derechazo lo hizo callar y caer de la calesa. Rebotó, cambió el eje de equilibrio y lanzó una andanada que le impactó tres veces debajo de la cintura. Antes de que Tom pudiese incorporarse, lo atrapó del cuello empujándolo atrás por el corredor hasta que irrumpieron en uno de los pesebres. Ahí, un capón bayo relinchó y bailoteó, haciendo girar los ojos. Emily dio un salto, gritó y atacó desde la retaguardia, tironeando a Charles del cuello de la chaqueta, mientras este trataba de estrangular a Tom. Se colgó hasta que la abertura del cuello le apretó la nuez de Adán y le quitó el resuello.

– ¿Cuánto hace, Jeffcoat? -preguntó Charles en voz ronca y constreñida-. ¿Cuánto hace que persigues a mi mujer? ¡Te haré pagar por cada uno de esos días!

– ¡Basta, Charles! ¡Estás estrangulándolo!

Emily forcejeó con el cuello de la chaqueta de Charles, pero saltó un botón y la hizo caer sentada. Se levantó de un salto y lo agarró otra vez, ahora con un brazo, y se le trepó como un mono a la espalda.

– ¡Quítate de encima y déjanos pelear!

Le dio un codazo que la hizo tambalearse hacia atrás, agarrándose un pecho y haciendo una mueca de dolor.

– ¡Hijo de perra, has lastimado a Emily! -rugió Tom, furioso.

¡La furia fue una sensación maravillosa! ¡Caliente, curativa, revitalizante! Alzó la rodilla y apartó a Charles, haciéndolo retroceder, luego se abalanzó sobre él por el aire con una fuerza que jamás habría imaginado. Dos golpes certeros tiraron a Charles de espaldas, pero se levantó al instante y Tom recibió algo similar a lo que había dado. Los dos, uno, herrero, el otro carpintero, formados por años de enarbolar pesados martillos, eran fuertes, con torsos como de percherones y antebrazos gruesos como arietes. Y aumentada por la súbita hostilidad, esa fuerza se volvió terrible. Cuando se decidían a castigar, lo hacían.

Con los pies bien plantados, se dieron con los nudillos al descubierto en cara, estómago, hombros, intercambiando andanadas de golpes tremendos y gruñidos, yendo de un lado a otro del pasillo entre los pesebres. Contra la puerta del pesebre, en el suelo, luego levantados, rozando la madera llena de astillas con los omóplatos, abriendo sin querer el cerrojo y aterrorizando más aún al caballo, que relinchó y piafó, asustado. Pero ninguno de los dos lo oyó. Cuando Tom hizo levantarse a Charles con un puñetazo, Charles se incorporó y le devolvió el favor.

A los pocos minutos, ambos tenían la cara ensangrentada. Tenían los nudillos desollados. Pero seguían peleando, más débiles a cada golpe.

Un porrazo ineficaz sorprendió a Charles y lo hizo tambalearse hacia atrás y tropezar sobre el tirante de una calesa. Se desplomó sobre la plataforma poniéndola en movimiento y así se alejó de Tom, que lo siguió con pasos inseguros. Jadeando, descansaron unos segundos antes de seguir aporreándose, ya sobre el suelo, demasiado cerca para tomar suficiente impulso.

Sin embargo, siguieron intentándolo, maldiciendo, lanzándose golpes desde cerca hasta que pegaron contra la pared opuesta, donde quedaron apoyados en una confusión de brazos y piernas. Con las narices pegadas, jadearon, aferrándose de las chaquetas.

Charles casi no tenía aliento para hablar, pero de todos modos dijo, en voz entrecortada:

– ¿Hasta dónde… llegaste… con ella, eh, amigo?

Tom no estaba mejor:

– ¡Qué m-mente tan sucia tienes… Bliss!

Aturdido, tambaleante, Tom se puso de pie con dificultad e izó a Charles. Se impulsó hacia atrás para asestar otro golpe, pero la inercia casi lo hizo caer de espaldas. El otro estaba igualmente agotado. Vaciló sobre los talones, apretando sin fuerza los puños.

– ¡Vamos… canalla… no he terminado!

Tom volvió la cara, doblando la cadera, los brazos colgando como badajos de campanas.

– Sí, has terminado… Voy a ca-casarme con ella -logró decir, entre estridentes jadeos.

Hablar dolía casi tanto como los golpes, pero aguantaron enfrentados, próximos al agotamiento total.

– ¿Quieres… darlo por terminado? -barbotó Tom, balanceándose.

– Ni lo… sueñes.

– Está bien, entonces…

No tenía fuerza para asestar un golpe y se abalanzó sobre Charles con todo el cuerpo. Se fueron hacia atrás tambaleándose, dentro del pesebre abierto, contra la cruz del asustado animal, aplastándolo contra la pared del establo cuando cayeron enredados, ya sin fuerzas.

Arrodillada cerca de la plataforma, Emily sollozaba cubriéndose la boca con las manos, temerosa de volver a intervenir.

– Por favor… por favor… -rogaba, con los dedos ateridos, inclinándose adelante sin levantarse.

Los dos hombres se precipitaron fuera del pesebre, se separaron, lograron ponerse de pie inclinándose como beodos, intentando ver con los ojos hinchados. A juzgar por el aspecto que tenían sus chaquetas, parecían haber sido usadas en una carnicería.

– ¿Ya… has tenido… suficiente? -exhaló Tom, a través de los labios lastimados.

– Que Dios me ayude…

Charles no pudo terminar y se cayó de rodillas, doblándose en la cintura.

Lo siguió Tom, que cayó a gatas, con la cabeza balanceándose como si sólo pendiera de un hilo. Por unos segundos, lo único que se oyó en el establo fue la respiración entrecortada de los dos, hasta que al fin se oyó la voz de Tom, conmovida, próxima al llanto.

– ¡M-maldito seas…! ¿Por qué tenías que llevarla a mi casa cuando hicieron esa cencerrada?

Charles se tambaleó sobre las rodillas, casi erguido y trató de señalar con un dedo ensangrentado al rival, pero el brazo no se le sostenía.

– ¡Fuiste tú el que la besó en ese maldito armario!

Asintió sin resuello, incapaz de levantar la cabeza.

Con las articulaciones flojas, Charles se cayó de costado y se apoyó en un codo.

– Qué… estúpido fui… te hice los muebles…

– Sí… estúpido hijo de perra… Voy a tomar un hacha y… y a reducir esa cosa… a astillas.

– ¡Hazlo!… vamos… hazlo. -Dejó caer la cabeza contra el hombro-. Me importa un comino.

Emily los miró, pasmada, llorando, con las manos apretadas sobre la boca.

Los dos hombres respiraban como locomotoras a las que se les acababa el vapor y la enemistad se había evaporado tan súbitamente como apareció. Ahora que la verdad se abría paso en ellos, tenían un aspecto lamentable. Tras unos instantes, Charles cayó de espaldas con los ojos cerrados y gimió:

– ¡Cristo, me duele!

La rodilla derecha, levantada, se balanceó hacia los lados.

– Creo que… tengo las costillas rotas.

Tom seguía a gatas, con la frente colgando a escasos centímetros del suelo, como si no pudiese levantarse.

– Me alegro. Así tengo yo el corazón.

Arrastrándose sobre las manos y las rodillas, Tom recorrió penosamente el pasillo hasta que llegó junto al amigo y lo miró con ojos inyectados en sangre. Con el aliento entrecortado, al fin pudo pronunciar, en un susurro ronco:

– Lo siento, amigo.

Charles trató de asir un lastimoso puñado de heno y arrojárselo, pero falló y dejó caer la mano sobre el suelo, con la palma hacia arriba.

– Sí, bueno, vete al diablo, canalla.

Permaneció tendido, exhausto, con los ojos cerrados.

Emily contempló el colapso de los dos a través de una niebla de lágrimas. En todos los años que conocía a Charles, nunca lo había oído maldecir así ni pegarle a nadie. Tampoco había imaginado que Tom pudiese hacerse eco de la violencia. Los últimos cinco minutos, había presenciado la escena horrorizada y temerosa y se le partió el corazón por los dos. Era evidente que el dolor verdadero no lo habían causado los puños. Esas heridas sanarían.

Pero ahora que había terminado, le tembló el estómago y la razón se apoderó de ella, trayendo consigo una furia comprensible. Qué espantoso que dos seres humanos se lastimaran así mutuamente.

– Estáis locos los dos -susurró, con los ojos dilatados-. ¿Qué habéis logrado con esto?

– Díselo, Jeffcoat.

– Lo haría, pero no puedo. Me siento como un trozo de carne pasada por la picadora… para un lado y otro.

Tom metió la barriga hacia adentro y se palpó con delicadeza.

– Bien.

– Creo que necesito vomitar.

– Bien.

Sin dejar de mirar el suelo, Tom escupió una bocanada de sangre y la náusea se le pasó.

– ¡Ohhh, Dioooos! -gimió, pasando el peso a los talones-. Oh, por todos… los diablos.

Cerró los ojos y se cubrió las costillas con las manos.

Charles abrió los ojos y giró la cabeza.

– ¿Están rotas?

El dolor se hizo tan intenso que no pudo hacer otra cosa que sacudir la cabeza y formar con los labios la frase:

– No lo sé.

– ¿Emily? -llamó Charles con voz gangosa, la palabra distorsionada por los magullones de los labios mientras la buscaba.

La muchacha se sentó detrás de él y asomó encima.

– ¿Qué?

Torció la cabeza y miró hacia atrás.

– Tal vez sea mejor que vayas a buscar al médico. Creo que le he roto las costillas.

Pero Emily se quedó donde estaba, consternada por lo que se habían hecho.

– Oh, miraos la cara, pedazo de tontos, miraos -lloró, lastimera.

Lo hicieron. Sorprendidos por la vehemencia de Emily, Tom y Charles contemplaron la carnicería que habían perpetrado y se ablandaron más aún. Al parecer, el estallido de Emily les devolvió tardíamente el sentido común y les hizo comprender que habían peleado sin discutir primero… se limitaron a aporrearse a puñetazos, como si de ese modo pudiesen arreglar algo. Pero no fue así. Tendrían que hablar, y mientras descansaban, tan agotados física como emocionalmente, comenzó a surgir la comprensión y, con ella, el patetismo, aumentado por la primera pregunta de Charles:

– Está bien… ¿cómo sucedió?

Tom movió la cabeza y se miró, desalentado, las rodillas sucias.

– Demonios, no lo sé. ¿Cómo sucedió, Emily? Atendiendo juntos a los caballos, jugando esos estúpidos juegos de salón, no sé. ¿Cómo sucede siempre? Sucede, eso es todo.

– Emily, ¿está diciendo las cosas como fueron? ¿Ya le has dicho que te casarías con él?

– Sí, Charles -respondió, mirando la coronilla de Charles, que seguía de espaldas en el suelo.

– Es un idiota, ¿sabes? -En la voz temblorosa vibraba una nota de afecto-. ¿Quieres casarte con un idiota que le robó la novia a su mejor amigo?

Emily tragó saliva y sintió que le saltaban otra vez las lágrimas, viendo a esos dos hombres que se observaban.

La voz de Tom se suavizó y se tornó tan conmovida como la del amigo.

– Hubiese querido que fuese otra mujer. Lo intenté con Tarsy. Quería con toda mi alma que fuese Tarsy. Pero ella fue como… como demasiado divina… ¿entiendes lo que quiero decir? -Bajó la voz hasta convertirla en un susurro-. Lo intenté, Charles, pero no resultó. -Tras una larga pausa, le tocó la mano-. Lo siento -murmuró.

Charles le apartó la mano y se cubrió los ojos con un brazo.

– Oh, sal de aquí. ¡Vamos, sal de aquí y llévatela!

Emily observó con espanto cómo se movía la nuez de Adán, pues comprendió que, bajo la manga ensangrentada, se esforzaba por no llorar.

Se puso de pie con dificultad, con la falda arrugada y llena de paja.

– Vamos, Tom… -Lo tomó del brazo-. A ver si puedes levantarte.

Tom apartó de Charles la mirada triste y se irguió como un anciano artrítico, aceptando la ayuda de la muchacha. Cojeó hasta la puerta abierta del pesebre y se colgó de ella para sostenerse, recuperó el aliento y entonces se acordó:

– ¿Tú estás bien, Em?

– Sí.

– Pero yo vi que recibías un codazo.

– No estoy herida. Vamos -murmuró-. Creo que Charles está bien. Pienso que tendríamos que buscar al doctor Steele para que te revise.

– El doctor Steele es un matasanos y, para colmo, lunático. Todos lo dicen.

– Pero es el único médico que tenemos.

– No necesito ningún médico.

No obstante, fue demasiado para él recorrer la mitad del establo.

– Detente -rogó, cerrando los ojos-. Tal vez tengas razón. Quizá sea mejor que vayas a buscar al doctor Steele y lo traigas aquí. Así, podrá revisarnos a los dos.

Ayudó a Tom a tenderse donde estaba y lo dejó sentado, apoyado contra la puerta de madera, sobre el suelo de ladrillos fríos.

Tres minutos después, llamaba a la puerta de la casa del doctor Steele y la atendía Hilda Steele, envuelta en una bata, con el cabello trenzado.

– ¿Sí?

– Soy Emily Walcott, señora Steele. ¿Está el doctor?

– No, no está. Está fuera hasta el fin de semana.

– ¿Hasta el fin de semana?

– ¿De qué se trata? ¿Es algo grave?

– ¿Podría…? Yo… no… no estoy segura. Iré a buscar a mi padre.

Por instinto, corrió hacia la casa con la mente vacía de todo lo que no fuese la preocupación por Tom y Charles. Cuando irrumpió por la puerta principal, Edwin y Fannie estaban sentados juntos en el sofá. Earl se había ido a su casa y Frankie no estaba a la vista.

– ¡Papá, necesito tu ayuda! -exclamó, con los ojos dilatados y agitada de correr.

– ¿Qué pasa?

Le salió al encuentro a mitad del vestíbulo, tomándole las manos heladas.

– Se trata de Tom y Charles. Se han peleado y creo que Tom tiene unas costillas rotas. Con respecto a Charles, no estoy segura. Está tendido de espaldas en el establo de Tom.

– ¿Inconsciente?

– No. Pero tiene la cara destrozada y yo no puedo mover a ninguno de los dos. Los dejé ahí y corrí a buscar al doctor Steele, pero no está y Tom no puede caminar y… oh, por favor, ayúdame, papá, no sé qué hacer. -Se le crispó el rostro-. Estoy muy asustada.

– ¡Fannie, dame mi chaqueta! -Se sentó y empezó a calzarse las botas. Fannie, un manojo de eficiencia, se acercó corriendo con la chaqueta pedida y ya se adelantaba a los hechos-. Emily, ¿qué tienes en tu maletín de medicinas para arreglar huesos rotos?

– Vendas enyesadas adhesivas.

– ¿Algo para detener la hemorragia?

– Sí, ungüento de ranúnculo.

– Necesitaremos unas sábanas para hacer vendas. Edwin, ve tú mientras yo las busco. Iré en cuanto pueda.

Corriendo por las calles nevadas, Edwin preguntó:

– ¿Por qué se han peleado?

– Por mí.

– Eso imaginaba. Fannie y yo hemos estado todo este tiempo tratando de imaginar qué estaría pasando. ¿Quieres contármelo?

– Papá, sé que no va a gustarte, pero voy a casarme con Tom. Le quiero, papá. Eso es lo que fuimos a decirle a Charles.

Agitado por la carrera, Edwin dijo:

– Es terrible hacerle eso a un amigo.

– Ya lo sé. -Con los ojos llenos de lágrimas, añadió-: Pero tú debes entenderlo, papá.

Siguió corriendo.

– Sí… maldito si lo sé.

– ¿Estás enfadado?

– Tal vez mañana, pero ahora estoy más preocupado por esos dos que has dejado sangrando allá.

Al pasar por el establo Walcott, Emily entró, recogió el maletín y volvió junto al padre a la carrera. Entraron en el establo de Tom como un tren de dos vagones, la nariz de la hija chocando con la espalda del padre. La escena que vieron dentro era irónicamente apacible. La luz mísera de la única lámpara de queroseno iluminaba el extremo más cercano del corredor, donde estaba sentado Tom, apoyado contra la pared de la derecha; más lejos, Charles estaba sentado del lado izquierdo. El capón bayo había salido del pesebre y escudriñaba dentro de la herrería oscura, en la otra punta del edificio.

Edwin corrió primero hacia Tom y se apoyó en una rodilla, junto a él.

– Así que tienes una o dos costillas rotas -comentó.

– Eso creo… duele como el demonio.

– Fannie traerá algo para vendarte.

Emily le explicó:

– El doctor Steele no estaba. Tuve que ir a buscar a papá.

Edwin se acercó a Charles.

– Me alegra que estés sentado. Me dijo que te dejó tendido de espaldas, inmóvil. Nos asustamos muchísimo.

Con los labios hinchados que le deformaban el habla, Charles dijo:

– Por desgracia, no estoy muerto ni a punto de morirme, Edwin.

– Pero tienes la cara hecha un desastre. ¿Te duele algo más?

Mirando melancólico a Emily y a Tom al otro lado de la plataforma, reflexionó en voz alta:

– ¿El orgullo también cuenta, Edwin?

Luego apartó la vista.

Emily, que estaba arrodillada al lado de Tom, gimió:

– Oh, Thomas, mira lo que te has hecho. ¿Quién te pidió que pelearas por mí?

– Tengo la impresión de que no estás muy complacida.

– Tendría que hacerte otro chichón en la cabeza, eso es lo que tendría que hacerte. -Le tocó la mejilla con ternura y murmuró-: ¿No sabes, acaso, que yo amo esta cara? ¿Cómo te atreves a hacértela destrozar?

Por unos instantes, se sumergieron el uno en la mirada del otro, los de Emily, afligidos, los ojos de Tom, hinchados y enrojecidos, hasta que al fin ella se levantó y dijo:

– Iré a buscar un poco de agua para limpiarte.

En uno de los pesebres encontró una palangana con el esmalte saltado, la llenó de agua y volvió, se arrodilló y sacó gasa del maletín veterinario. Cuando tocó el primer corte, Tom hizo una mueca.

– Te lo mereces -le dijo, sin compasión.

– Eres una mujer dura, marimacho, ya veo. Tendré que esforzarme para suavizarte… ¡ay!

– Quédate quieto. Esto hará que deje de sangrar.

– ¿Qué es?

– Ungüento de una hierba… es un viejo remedio indio un tanto modernizado.

– ¡Uf!

Irrumpió Fannie, sin sombrero, cargando un bolso de lona rayado, con asas.

– ¿A quién tengo que atender primero?

Emily respondió:

– Quítale la camisa a Tom mientras yo le curo los cortes a Charles.

Mientras Edwin y Fannie se instalaban a los pies de Tom, Emily cruzó el pasillo y se arrodilló, vacilante, junto a Charles. Qué incómoda se sintió al contemplar la cara magullada, la mirada doliente, cargada de reproche.

– Tengo que limpiar un poco la sangre, para ver bien la gravedad de las heridas.

Siguió mirándola con silencioso reproche hasta que, al fin, le preguntó en un susurro dolido:

– ¿Por qué, Emily?

– Oh, Charles…

Alzó la vista, tratando de no llorar más.

– ¿Por qué? -insistió-. ¿Qué es lo que hice mal? ¿O no hice bien?

– Hiciste todo bien -le respondió, abatida-, lo que sucede es que te conozco desde hace demasiado tiempo.

– Entonces tendrías que saber lo bueno que sería contigo.

A medida que hablaba los ojos ya contusos, se volvían más tristes.

– Lo sé… lo sé… pero faltaba… algo. Algo…

Mientras buscaba la palabra que no hiriese, se miraba los pulgares, que alisaban sin necesidad una gasa húmeda.

– ¿Qué cosa?

Alzó la mirada con expresión descorazonada y murmuró con sencillez:

– Te había conocido durante demasiado tiempo, Charles. Cuando nos besábamos, sentía como si besara a un hermano.

Por encima de la barba, apareció un sonrojo en las mejillas heridas. Guardó silencio mientras digería las palabras para luego responder, como quien acepta una idea por la fuerza:

– Bueno, eso es difícil de rebatir.

– Por favor, ¿podríamos discutirlo en otro momento?

Volvió a guardar silencio, cada vez más triste, hasta que aceptó, sin convicción:

– Sí, en otro momento…

Mientras ella le lavaba la cara y los nudillos se mostró estoico, con la vista clavada en el cubo de la rueda de una carreta. Le pasó una gasa húmeda por las heridas, le aplicó el ungüento, tocándole la cara, las cejas, la barba, los labios, por última vez. En un rincón oculto del corazón, descubrió un innegable dolor por ser la última vez, porque lo había herido tanto y porque lo quería mucho. Le vendó los nudillos, hizo el último nudo y se sentó, con las manos sobre el regazo en actitud decorosa.

– ¿Hay algo más? -preguntó.

– No.

Obstinado, siguió mirando el cubo de rueda para no mirarla aunque, en ese momento, por extraño que pareciera, Emily necesitaba que la mirase.

– ¿No sientes nada roto?

– No. Ve. Ve a vendarlo a él -le ordenó en tono áspero.

Emily se quedó arrodillada contemplándolo, esperando alguna señal de perdón, pero no hubo ninguna. Ni una mirada, ni un contacto, ni una palabra. Antes de levantarse, le tocó con ligereza la muñeca y murmuró:

– Lo siento, Charles.

En la mandíbula del joven se contrajo un músculo, pero permaneció taciturno y distante.

Emily atravesó el pasillo para atender a Thomas, sin dejar de sentir que, por fin, había atraído la atención de Charles. La mirada dura de este no perdía uno solo de sus movimientos y la sentía clavada en su espalda como un punzón.

Edwin y Fannie habían recogido la parte de arriba de la ropa interior de Tom y lo revisaron con manos inexpertas.

– A Fannie y a mí nos parece que tiene algo roto.

Como Emily había tocado a Tom muy pocas veces hasta ese momento, era natural que sintiera escrúpulos de hacerlo ante esos tres pares de ojos vigilantes. Se tragó las dudas y palpó las costillas, haciendo a un lado sus sentimientos personales y observando las reacciones en el rostro del hombre. La mueca de dolor apareció al tocar la cuarta costilla.

– Es probable que esté fracturada.

– ¿Que es probable, dices? -preguntó Tom.

– Así es. Diría que es una fractura tipo rama verde.

– ¿Qué es una fractura de rama verde?

– Se rompe como una rama verde, curvada en las puntas, ¿sabes? En ocasiones, son más difíciles de curar que las fracturas limpias. Hay dos alternativas: o te enyeso yo, o puedes esperar hasta el fin de semana, a que vuelva el doctor Steele.

Tom miró a Edwin y a Fannie y luego preguntó, dubitativo:

– ¿Sabes lo que estás haciendo?

– Lo sabría si fueses un caballo o una vaca… incluso un perro. Pero como eres un hombre, tendrás que arriesgarte conmigo.

Suspiró y se decidió:

– Está bien, adelante.

– Cuando enyeso a un animal, afeito la zona para que no duela tanto cuando se quita el yeso. Primero te vendaremos con sábanas, pero a veces el yeso se filtra.

Tom se miró la cuña de vello negro que tenía en el pecho, mientras Emily, pudorosa y sintiendo la vigilancia atenta de Charles, y también de Fannie y de su padre, apartó la vista.

– Oh, diablos… está bien. Pero no quites más de lo necesario.

Emily afeitó la punta de flecha desde la cintura hasta la mitad del arco pectoral… una zona demasiado personal, que Tom hacía más enervante aún, pues no dejaba de saltar y encogerse por efecto del jabón frío y la navaja. Había que tener en cuenta que era la barriga desnuda del hombre con el que iba a casarse.

En una ocasión, se retorció y se quejó, irritado:

– Date prisa, estoy congelándome.

Emily contuvo una sonrisa: así que, como marido, tendría sus rachas de malhumor. Quizá, como esposa, encontraría el modo de suavizarlo en esas ocasiones.

Mientras Fannie lo vendaba con tiras de tela de algodón, Emily medía, cortaba y mojaba las cintas adhesivas de yeso. Indicó a Tom que bajase las manos a los lados y que exhalara, y así lo envolvió desde la espalda hasta el esternón con trozos superpuestos, hasta que el torso se asemejó a la armadura de un monstruoso lagarto.

– Listo. No es elegante, pero servirá.

Tom se miró, murmuró un juramento, disgustado consigo mismo y preguntó:

– ¿Cuánto tiempo crees que tengo que dejármelo puesto?

– Yo diría que unas cuatro semanas, ¿qué opinas, papá?

– ¡A mí no me preguntes! Todavía no sé para qué viniste a buscarme. Lo único que he hecho ha sido mirar.

Era cierto. Bajo presión, Emily se comportó con calma y eficiencia, como aquel día en la granja Jagush. Tom la admiró, pero ella le quitó importancia diciéndole al padre:

– Has sido mi apoyo moral. Además, no sé si hubiese podido levantarlos. Gracias por venir, papá. A ti también, Fannie.

– Bueno -dijo Edwin-, creo que será mejor que enganche un coche y lleve a estos dos a sus casas. -Primero se acercó a Charles-. ¿Cómo estás, hijo?

Hacía tanto tiempo que le decía hijo que se había convertido en algo automático, pero cuando lo ayudó a levantarse, la palabra dejó un eco molesto. Hasta ese momento, hubo, muchas distracciones que ocultaron gran parte de la tensión entre los dos pretendientes. Pero cuando se enfrentaron desde extremos opuestos del corredor, la hostilidad entre ellos volvió a brotar, con un sesgo a la vez repelente y atractivo. Compromisos rotos, huesos rotos y corazones rotos. Todos fueron testigos del silencioso intercambio de miradas.

Charles se encaminó hacia la puerta arrastrando los pies.

– Iré caminando a casa -dijo, torvo-. Necesito aire fresco.

– No digas tonterías, Charles… -empezó a decir Edwin, pero Charles lo empujó y pasó de largo sin echar una mirada atrás.

Edwin lanzó un suspiro pesado:

– No se le puede pedir que esté muy contento, ¿verdad?

Tom dijo:

– Señor, sé que Charles significa mucho para usted. Pensaba decirle lo de Emily y yo en mejor momento. Pensaba pedirle la mano como debe ser. Lamento que lo haya sabido de esta manera.

– Sí, bueno… -Buscó las palabras que disimularan su decepción por perder a Charles como yerno. Mientras actuó con su parte humanitaria, Edwin dejó de lado su propia consternación ante el giro que habían tomado los acontecimientos, pero en ese momento resurgió, en una explosión carente de todo tacto-. Ahora lo sé, y mi hija me dice que te ama, pero quiero advertirte, joven… -Lo apuntó con un dedo-. El período de luto es de un año ¡de modo que, si se te ocurre alguna otra cosa, será mejor que te la quites de la cabeza!

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