Capítulo 4

Fannie Cooper debía llegar en la diligencia a las 3 de la tarde, procedente de Buffalo, que estaba a unos cincuenta kilómetros hacia el Sur. Emily prometió estar de regreso alrededor de las tres, pero diez minutos antes no había llegado. Frankie se había ido a pescar y Edwin hacía todo lo posible por parecer imperturbable, mientras buscaba una bata de cama limpia para Josie y la ayudaba a trenzarse de nuevo el cabello.

– Será mejor que vayas, Edwin -dijo Josie.

Sacó el reloj del bolsillo del chaleco, lo abrió inútilmente pues ya sabía la hora con exactitud y accedió:

– Sí, tienes razón. Cuando esos chicos vuelvan, recibirán una buena reprimenda.

– Vamos, Edwin, sabes que Fannie no se fi-fija en formalidades. Sin duda preferirá saber que están afuera, pasándolo bien, que cum-cum-pliendo con la regla de esperar… a la vieja prima soltera.

Guardó el reloj, palmeó el hombro de Josie y preguntó.

– ¿Estás segura de que estarás bien?

– Sí. Bastará que me ayudes a a…acostarme, y después ten-tendrás que darte prisa.

Hacía meses que no veía a Josie tan entusiasmada por algo. Le faltaba el aliento. Edwin sonrió mientras se inclinaba sobre ella y le subía las mantas hasta las caderas.

– Si la diligencia llega puntual, estaré de vuelta con ella dentro de veinte minutos. Ahora, tú descansa y así tendrás energías suficientes para recibirla.

La enferma asintió y se acomodó sobre las almohadas, rígida, para no despeinarse. Su esposo le sonrió y le apretó la mano antes de darse la vuelta para salir.

– Edwin -dijo, en tono ansioso.

– ¿Qué, querida?

Cuando se volvió, le tendía la mano. Se la tomó y recibió un apretón:

– Estoy dichosa de que ven…ga Fannie.

Edwin se inclinó y le besó la mano.

– Yo también.

Cuando al fin salió del cuarto se detuvo en lo alto de la escalera, aspiró una honda bocanada y, con los ojos cerrados, apretó las manos contra el diafragma. Yo también. ¿Lo decía en serio? Sí. Que Dios tuviese piedad de él, sí. Bajó saltando, como si tuviese veinte años.

Abajo, fue al comedor, donde el armario tenía el único espejo de la planta baja. Estaba colocado a la altura del tórax y separaba el cristal de arriba de la cajonera, abajo. Se agachó para contemplarse en el cristal biselado. Tenía las mejillas encendidas, los ojos demasiado brillantes, el aliento acelerado y superficial. Maldición, ¿lo habría notado Josie? Era una locura tratar de engañarla. ¡Pero si Fannie aún no había llegado y le temblaban las manos como si tuviese fiebre! De golpe, apretó los puños aunque no sirvió de mucho, de modo que apretó las manos contra el borde afilado del mueble y juntó los codos, sintiendo que el corazón le martilleaba hasta hacerle temer que haría tintinear la loza.

Había tenido buenas intenciones: que los chicos lo acompañaran cuando fuese a buscar a Fannie, para evitar a toda costa quedarse solos. Pero no resultó así. ¡Emily, confiaba en ti! ¿Dónde diablos estás? ¡Prometiste estar de regreso a esta hora!

Sólo le respondió su corazón galopante.

Observó de nuevo su imagen, feliz de que fuese domingo y eso le diera una excusa para salir con el traje de lana después de la iglesia y no tuviera que preocuparse de cómo quedaría si se cambiaba de ropa en mitad de un día de trabajo. Se arregló la corbata larga, tironeó de las solapas y pasó la mano sobre el cabello gris de las sienes. "¿Ella también tendrá canas? ¿Me verá viejo? ¿Le temblarán las manos como a mí y le golpeará el corazón a medida que se acerca a mí? Cuando nuestras miradas se encuentren por primera vez, ¿veremos la agitación y el rubor del otro o tendremos la buena fortuna de no ver nada?"

¡Edwin, si tus manos ya están mojadas y tu corazón galopa como el de un caballo desbocado!

Se secó las palmas en las colas de la chaqueta y las abrió, examinándose los dorsos y las palmas. Manos grandes, anchas, callosas, que fueron las de un joven, suaves y sin marcas, la primera vez que abrazó a Fannie. Manos con tres uñas rotas, con suciedad incrustada y cicatrices dejadas por años de trabajo; dos dedos torcidos en la izquierda, que le había pisado un caballo; una cicatriz en el dorso de la derecha, de un arañazo con un alambre de púas; y la eterna orla negra bajo las uñas que le resultaba imposible limpiar, por mucho que refregase. Fue a la cocina, llenó una palangana con agua y las frotó otra vez, pero fue en vano. Lo único que logró fue que se le hiciera tarde para llegar a la parada de la diligencia.

Tomó el sombrero hongo negro del perchero del recibidor y bajó al trote los escalones del porche. A mitad del trayecto le faltaba el aire y tuvo que aminorar el paso para no llegar jadeando.

La diligencia de Rock Creek, más conocido como el Jurkey, llegó al hotel al mismo tiempo que Edwin. Se detuvo en una nube de polvo, en medio del estruendo de dieciséis cascos y los bramidos de Jake McGiver, un antiguo vaquero que de milagro, aguantó las guerras contra los indios y las neviscas sin heridas de flechas ni por congelamiento.

– ¡Eh, deténganse, hijos de perra -vociferó Jake, tirando de las riendas-, antes de que haga sacos con sus pellejos picados por las moscas! ¡Que paren, he dicho!

Antes de que el polvo se hubiese asentado, Fannie miraba a McGiver por la ventanilla abierta, riendo y sujetándose el sombrero alto.

– ¡Qué lenguaje, señor McGiver! ¡Y qué manera de conducir! ¿Está seguro de que mi bicicleta aún está en el coche?

– Seguro, señora. ¡Sana y salva!

McGiver trepó al techo para comenzar a desatar la bicicleta y el equipaje, mientras Fannie abría la portezuela.

Edwin se apresuró a acercarse y estaba esperándola mientras la mujer se inclinaba para cruzar la estrecha abertura.

– Hola, Fannie.

Fannie alzó la vista y su semblante alegre se puso serio. Edwin creyó ver que contenía el aliento pero recuperó de inmediato la sonrisa ancha y se apeó.

– Edwin. Mi querido Edwin, en verdad estás aquí.

Este tomó la mano enguantada, la ayudó a bajar y se vio abrazado en plena calle Main.

– Qué alegría verte -le dijo Fannie en el oído y se apresuró a retroceder para contemplarlo, sin dejar de estrecharle las manos-. Caramba, estás espléndido. Me preocupaba encontrarte gordo o calvo, pero estás estupendo.

Ella también. Sonriente, como siempre la recordaba, el cabello ya no tenía el rojo vibrante de la juventud, que ahora se había tornado de un suave color melocotón, pero seguía teniendo los rebeldes rizos naturales que parecían hechos con tenacillas. Sabía que formaba parte de la efervescencia natural de esa mujer. En las comisuras de los ojos almendrados ya había patas de gallo pero, también, más chispas y alegría que en una danza gitana. Conservaba la cintura diminuta de su juventud, pero el busto era más pleno, cosa que subrayaba el corte escueto de la ropa de viaje color cobre y Edwin se sintió orgulloso de que no hubiese engordado, ni perdido los dientes, ni ese ánimo inimitable.

– Yo también he estado pensando en ti, pero estás tal como te recordaba. Ah, Fannie, ¿cuánto tiempo ha pasado? ¿Veinte años?

– Veintidós. -Lo sabía tan bien como ella pero se equivocó adrede, para los que estaban mirándolos. Se hubiese soltado, pero Fannie lo retenía con las dos manos, como si no tuviese idea de lo incorrecto que era el abrazo-. ¿Te das cuenta, Edwin? Somos de mediana edad.

Rió y se soltó con el pretexto de cerrar la puerta de la diligencia.

– De edad mediana, pero andamos en bicicleta, ¿verdad?

– Bicicleta… ¡oh, caramba, es cierto! -Se dio la vuelta y levantó la vista, protegiéndose los ojos con la mano-. ¡Tenga cuidado con eso, señor McGiver! ¡Tal vez sea la única en muchos kilómetros a la redonda!

La cabeza del aludido apareció encima de las suyas.

– ¡Aquí está, de una pieza!

Fannie hizo un gesto como para agarrarla, sin pedirle ayuda a Edwin pero, de pronto, este saltó:

– ¡Permíteme!

– He vivido cuarenta años sin ayuda de un hombre. Soy perfectamente capaz.

– Estoy seguro de que es así, Fannie -tuvo que apartarla-, pero de todos modos te ayudaré.

El aparato pasó a sus manos y cayó al suelo con un ruido sordo.

– Por Dios, Fannie, no me dirás en serio que montas esta cosa. ¡Es más pesada que un cañón!

– Por supuesto que la monto. Y, en cuanto te enseñe, tú también lo harás. Te encantará, Edwin. Conserva las piernas firmes y la sangre pura, y es excelente para los pulmones. No hay nada igual. Me pregunto si Josie podrá. Podría hacer maravillas con ella. ¿Te conté el viaje a Gloucester?

– Sí, en tu última carta.

Edwin sonrió: Fannie no había cambiado en absoluto. Impredecible, anticonvencional y animosa como ninguna mujer que hubiera conocido. Se había acostumbrado tanto a la debilidad de Josie, que la vigorosa independencia de Fannie le resultaba amenazadora. Mientras observaba la bicicleta, la mujer se adelantó a tomar el equipaje que el señor McGiver le alcanzaba.

Otra vez, Edwin tuvo que intervenir:

– Yo ayudaré al señor McGiver con el equipaje. ¡Tú, sostén la bicicleta!

– Está bien, si insistes. Pero no te pongas mandón conmigo, Edwin, pues así no podremos entendernos. Sabes que no estoy acostumbrada a recibir órdenes de hombres.

Cuando fue a tomar la primera maleta polvorienta, miró sobre el hombro y la vio dibujar una sonrisa afectada, como un duende. A la primera maleta siguieron una segunda, tercera, hasta cinco. Una vez que el equipaje formó un círculo a los pies de los dos, se echó el sombrero atrás y, con los brazos en jarras, contempló la colección de maletines y baúles.

– ¡Buen Dios, Fannie!, ¿todo esto?

Alzó una de las cejas cobrizas.

– Claro que todo esto. Una mujer no puede aventurarse en tierra de nadie sin más que un par de prendas sobre la espalda. Quién sabe cuándo volveré a conseguir unos trapos decentes. Y, aunque así fuera, dudo de que aquí pudiese encontrar un par de bombachos.

– ¿Bombachos?

– Pantalones a la rodilla, para subir en bicicleta. ¿Cómo haría entre las dos ruedas con todos esos polisones y enaguas? Se enredarían en los radios y me rompería todos los huesos. Y yo aprecio mucho mis huesos, Edwin. -Estiró un brazo y lo tocó con cariño-. Todavía son muy serviciales. ¿Cómo están tus huesos, Edwin?

Riendo, respondió:

– Creo que a Emily vas a encantarle. Saquemos esto de la calle.

– Emily… estoy impaciente por conocerla. -Mientras Edwin colocaba el equipaje en la acera, Fannie parloteaba-. ¿Cómo es? ¿Es morena, como tú? ¿Heredó la seriedad de Josie? Espero que no. Josie fue siempre demasiado seria, hasta para su propio bien. Yo se lo decía desde que teníamos diez años. En la vida hay tantas cosas con las que debemos ser serios, que no puedo permitirme serlo cuando no es necesario, ¿no crees, Edwin? Háblame de Emily.

– No puedo hacerle justicia con palabras. Tendrás que esperar a conocerla. Lamento que no esté aquí. Mis dos hijos me aseguraron que vendrían, pero Frankie se fue a pescar y Emily, de excursión con Charles. Y todavía no han vuelto.

– ¿Charles Bliss?

– Sí.

– Ah, ese joven. Las cartas de Josephine hablaban tanto de ellos que me parece conocerlos. ¿Crees que se casarán, Edwin?

– No lo sé. Si es así, aún no nos lo han dicho.

– ¿El muchacho te agrada tanto como afirma Josie?

– Le agrada a toda la familia. A ti también te gustará.

– Me reservaré mi opinión hasta que lo conozca, si no te importa. No soy una mujer a la que se le puedan imponer ideas.

– Por supuesto -respondió Edwin, con una mueca.

Fue precisamente esa valentía siempre pronta una de las características que los padres de Edwin objetaron, en el pasado. Gracias a Dios, no la había perdido. Era capaz de regañar y elogiar al mismo tiempo, preguntar y rogar, simpatizar y regocijarse sin perder el ritmo. Con ella, la vida sería una cabalgata sobre una rueda excéntrica en lugar de una caminata alrededor de la noria.

– En realidad no esperaba que trajeras tanto equipaje. Si esperas aquí, iré al establo a traer una carreta para llevarlo. Sólo tardaré…

– No se me ocurriría esperarte aquí. Iré contigo. Puedes llevarme a conocer el lugar.

Edwin echó un vistazo precavido a la calle, pero como era domingo, la gente estaba descansando en casa. Los únicos que estaban fuera eran el conductor de la diligencia y un par de vaqueros, holgazaneando en la escalinata del hotel. Recordó que Fannie era una pariente. Sus propias aprensiones lo hacían creer que las personas espiarían tras las cortinas de encaje y alzarían las cejas.

– Está bien. Son sólo tres manzanas. ¿Podrás recorrerlas con eso?

Señaló los zapatos con tacones de cinco centímetros de alto, con forma de cuña.

Fannie se alzó las faldas y reveló así que los zapatos estaban forrados de seda castaña y dorada, que resplandecía al sol.

– Claro que puedo. Qué pregunta tan tonta, Edwin. ¿En qué dirección?

Dejó caer la falda y lo tomó del brazo dando un paso tan largo que la hizo flamear como la vela de un barco. Otra vez Edwin se sintió impresionado por su vitalidad y su falta de doblez. Sin duda era una mujer para la cual era más importante la naturalidad que las convenciones. Todo lo que hacía parecía natural, desde la risa fuerte, alta, hasta las zancadas casi masculinas, pasando por el modo de tomarlo del brazo, sin afectaciones. Aparentemente, no advertía que el costado de su pecho rozaba la manga del hombre mientras avanzaban por la calle Main hacia Grinnell.

– ¿Cómo fue el viaje?

– ¡Aj! ¡Horrible! -replicó, y mientras lo divertía hablándole de huesos molidos y del lenguaje grosero de Jake McGiver, casi logró olvidar la cercanía de ese pecho.

Doblaron la esquina y se acercaron al establo. El pueblo parecía casi tan soñoliento como los caballos parados sobre tres patas, al lado oeste de la construcción. Edwin abrió las puertas del frente, que colgaban de un riel de acero. Las abrió de par en par y así, cualquiera que pasara podía mirar dentro y ver que lo único que sucedía era una inocente exhibición del lugar.

Dentro, todo estaba en silencio pues, por ser domingo, no había mucho movimiento. Una tajada de sol caía sobre el suelo de tierra, pero dentro estaba fresco, sombreado y olía a caballos y a heno. Fannie entró la primera y fue directamente al corredor entre los pesebres mirando a ambos lados, mientras Edwin se quedaba en la franja de sol y la miraba. Cuando llegó al extremo, abrió por sí misma las puertas que daban al Norte y miró afuera. Edwin contempló la silueta negra en el contraluz del rectángulo brillante y la vio inclinarse y asomar la cabeza fuera, mirar hacia el umbral y volverse. Hizo bocina con las manos y cuando habló, la voz sonó lejana y resonante, en el inmenso cobertizo.

– ¡Edwiiiin! -como si estuviera en la cima de los Alpes.

Sonriendo, también hizo bocina y respondió:

– ¡Fannieeee…!

– ¡Tienes un almacén grandioooso!

– ¡Graaaciaaas!

– ¿Dónde conseguiste todos esos coocheees?

– En Rockfooord.

– ¿Dónde queda esooo?

– Al oeste de Cheyeeeene.

– ¿Eres ricooo?

Edwin bajó las manos y estalló en carcajadas. Fannie, querida Fannie, me dará un trabajo endiablado resistirme a ti. Recorrió lentamente el cobertizo y se detuvo delante de ella, observándola fijamente antes de responder con calma:

– Me va bien. Construí para Josie una casa elegante, de dos plantas y con muchas ventanas.

Fannie se puso seria.

– ¿Cómo está, Edwin? ¿Cómo está, en realidad?

Por primera vez, las miradas se encontraron sin disfraces y Edwin vio que le importaba mucho, y no sólo él sino su prima.

– Está muriéndose, Fannie.

Se movió con tanta rapidez que no pudo eludirla:

– Oh, Edwin, lo siento tanto… -Le tomó ambas manos, las encerró entre las suyas y apoyó los labios en las yemas de los dedos largos del hombre. Por unos momentos, permaneció así, quieta, absorbiendo la verdad. Después, retrocedió, lo miró a los ojos con tanta resolución que Edwin no pudo apartar la vista-. Te prometo que haré todo lo que esté a mi alcance para hacerlo más fácil para los dos. Por mucho tiempo que lleve… sea lo que sea… ¿entiendes?

No pudo responder, pues le pareció que el corazón se había expandido y le llenaba la garganta, donde clamaba por las caricias de Fannie. Estaba tan cerca que podía oler el polvo en sus ropas, el perfume de su pelo y de su piel; podía sentir el aliento de la mujer sobre las manos unidas. Una mota de sol rozaba los ojos almendrados.

– Nunca dejé de amar a ninguno de los dos -añadió y retrocedió tan bruscamente que Edwin se quedó con las manos unidas, en el aire-. Ahora, muéstrame rápidamente el establo y así podré ir a ver a mi prima.

Lo obedeció en medio de un embrollo de emociones, con las palabras titilando en sus terminaciones nerviosas. "Por mucho tiempo que lleve… ¿entiendes?" Aunque, para su congoja, había entendido, el repentino cambio de humor lo obligó a preguntarse si estaba en lo cierto. Mientras le mostraba la oficina, que había ordenado ante su llegada, los pesebres limpios y los animales, que había cepillado, se comportó con tanta vivacidad como lo había hecho en el cobertizo, como si las palabras más tranquilas no hubiesen sido pronunciadas. Al terminar la breve gira se quedó inmóvil viendo cómo Edwin enganchaba un caballo a la carreta. No intentó disimular el minucioso examen del hombre bajo la excusa de observar el interior del establo, sino que se mantuvo erguida, con las manos a los lados de la falda. No movió un músculo, salvo los que usaba para respirar. Edwin hizo los movimientos necesarios para concluir la tarea evitando la mirada de la mujer, sintiéndose como imaginaba que debía de sentirse una fruta que madura en el árbol: tibio por dentro, a punto de estallar, presionando hacia afuera sobre su propia piel, expandiéndose. Fannie podría ser el sol que lo maduraba.

Así era ella. Una observadora, una oyente, una bebedora. Cuando eran pequeños, lo llevaba de la mano a la huerta trasera de su madre y decía:

– ¡Sh! ¡Escucha, Edwin! Creo que puedo escuchar cómo crecen las manzanas. -Y, un instante después-: Crecen de noche, no bajo la luz del sol, ¿sabes?

– Fannie, no seas tonta -replicaba él.

– No soy tonta. Es verdad. Mañana lo demostraré.

Al día siguiente, había cortado una manzana al medio en sentido transversal y le mostraba la estrella que formaban las semillas en el interior.

– ¿Ves? A la luz de las estrellas -se burlaba, y así lo hizo creer.

Quizás en ese momento estuviese catalogando los cambios producidos en él. Cualesquiera fuesen sus pensamientos, se puso inquieto mientras lo miraba moverse alrededor de Gunpowder, un capón totalmente negro que estaba enganchando a la calesa de cuatro ruedas.

– ¿Tus hijos lo saben?

Como ninguno de los dos había hablado por mucho tiempo, perdió el hilo de la conversación. Por un instante, pensó que se refería a ellos dos… ¿sabían sus hijos lo sucedido entre él y Fannie hacía veintidós años?

– ¿Los chicos?

Se quedó de pie, con el animal interponiéndose entre los dos, con las manos apoyadas sobre el lomo curvo y ancho.

– ¿Saben que está muriéndose?

Exhaló con infinito cuidado, para no revelar lo que pensaba.

– Pienso que Emily lo imagina, pero Frankie es muy joven para ahondar demasiado.

– Quiero que quede clara una cosa: mientras yo esté en tu casa, no se hablará de muerte. Josie está viva y mientras lo esté tendremos que realzar esa vida de todas las maneras posibles.

Las miradas se encontraron por encima del lomo del caballo, intercambiando otra promesa de honor. Si bien nada había cambiado entre los dos, esa era la manera más clara en que podían expresarlo. Pero arrebataron a la tarde ese momento exacto para mirarse a los ojos con sinceridad, para aceptar las arrugas que los años le habían dejado en la piel, el tono más pálido del cabello de ella, los matices de plata en el de él y para rogar en silencio no permitirse jamás que los sentimientos se mostraran tan desnudos como en ese instante.

– Te doy mi palabra, Fannie.

Los interrumpió el ruido de una carreta que se acercaba: eran Emily y Charles que entraban por la puerta.

Emily habló antes de que Charles detuviese el vehículo.

– ¡Oh, está aquí! -Saltó al suelo y fue directo hacia Fannie-. Hola, Fannie, soy Emily.

– Desde luego que lo eres. Te habría reconocido entre una muchedumbre de desconocidos. -La temperamental Fannie era capaz de cambiar de humor según lo exigiera la situación y parloteó alegremente-: Edwin, es tu viva imagen con esos ojos azules y el cabello negro. Pero me parece que la boca es como la de Josie. -Sosteniendo las manos de Emily, continuó-: Por Dios, muchacha, eres encantadora. Diría que has heredado lo mejor de cada uno de tus progenitores.

Emily nunca se consideró encantadora bajo ningún concepto, pero el elogio se alojó directamente en su corazón y, por un momento, la incomodó mientras buscaba una respuesta elegante.

– Por desgracia, no tengo las habilidades domésticas de mi madre y por eso la familia está más que dichosa de tenerte aquí.

Todos rieron y Emily se volvió hacia su padre:

– Lamento haber llegado tarde, papá. Fuimos un poco más lejos de lo que yo esperaba.

– No es nada.

– Fannie, todavía no conoces a Charles. -El joven se había apeado y estaba junto a ellos-. Charles, esta es la prima de mi madre, Fannie Cooper. Este es Charles Bliss.

– Charles… eres casi como te imaginaba.

Tomó nota de la barba minuciosamente recortada y de los ojos grises.

– Cómo está, señorita Cooper.

– Es la última vez que toleraré que me llamen "señorita Cooper". Soy Fannie. Sólo Fannie. -Se estrecharon las manos-. Supongo que estás al tanto de que sé a qué edad aprendiste a caminar con zancos, qué clase de estudiante fuiste y qué excelente carpintero eres.

Charles rió, encantado.

– Por las cartas de la señora Walcott, claro.

– Claro. Y hablando de eso, yo le escribí una carta informándole de cuándo llegaría y todavía no he ido a verla, ¿no?

Intervino Edwin:

– Fannie y yo estábamos a punto de ir a buscar el equipaje y entrar en la casa. ¿Venís con nosotros?

– En cuanto desensillemos a Pinky y revise el pie de Sergeant. ¿Cómo está, papá?

Por un momento, la expresión sobresaltada se volvió culpable.

– No he mirado. Estaba… bueno estaba mostrándole el establo a Fannie.

– Yo lo haré. Vosotros adelantaos y nosotros iremos luego.

Cuando Edwin trató de ayudar a Fannie a subir a la calesa, le apartó la mano y afirmó:

– Soy flexible como una rama de sauce, Edwin. Ocúpate de ti mismo.

Emily los miró irse con un brillo de admiración en los ojos.

– ¿No te parece maravillosa, Charles?

– Lo es. No sé qué es lo que esperaba pero, pese a sus cartas, la imaginaba más parecida a tu madre.

– Es tan diferente de mamá como la nieve de la lluvia.

Era cierto. Edwin lo sentía con más intensidad aún que su hija. Cuando Fannie vio la casa desde fuera, inclinó la cabeza para ver el tejado en pico, donde un armazón de madera realzaba las tejas en forma de escamas.

– Edwin, es muy hermosa. ¿La hizo Charles?

– Charles y yo, con alguna que otra mano de Frankie y una sorprendente ayuda de parte de Emily.

– Es bellísima. No sabía que tuvieras tanto talento.

Era más de lo que Josie le había dicho jamás, pues consideraba la casa como algo que se le debía y cualquier entusiasmo que hubiese sentido quedaba eclipsado por el alivio de no tener que vivir en una espantosa guarida.

– Construí el porche todo alrededor para que Josie pudiese sentarse afuera, de cara al sol, a cualquier hora del día. Y arriba, allí… -Señaló el balcón de baranda blanca que contrastaba con las tejas oscuras-. Una pequeña galería a la salida de nuestro dormitorio, para que pudiese salir a tomar aire en cualquier momento.

Fannie, que jamás había poseído una casa, pensó que Josie era muy, muy afortunada.

Edwin condujo a Fannie al interior, por el recibidor del frente. Aunque observó el amontonamiento, no hizo comentarios.

– Josie está arriba. -Le indicó que subiera antes que él y contempló el polisón que se balanceaba y la larga cola de la falda cobriza que se deslizaba encima de sus botas mientras la seguía con dos maletines-. La primera puerta a tu izquierda -le explicó.

Dentro, Josephine esperaba, con expresión excitada y las manos tendidas:

– Fannie… querida Fannie. Por fin estás aquí.

– Joey.

Fannie corrió hacia la cama y se abrazaron.

– Ese horrible sobrenombre. Hace… veinte años… que no lo escucho.

Josephine perdió el aliento en medio de carcajadas ahogadas.

– Cómo se disgustaban tus padres cuando yo te llamaba así.

Se separaron para contemplarse. Josephine dijo:

– Estás elegante.

Fannie replicó:

– Polvorienta y maltratada por el viaje en esa Jurkey, más bien, pero disfruté mucho con el señor McGiver. Y tú estás delgada. Edwin me dijo que no estabas muy bien. -Posó una mano en la mejilla de su prima-. Bueno, voy a malcriarte sin reparos, ya verás. Vayamos a lo concreto. Aprendí a cocinar, imagínate. Pero no soy capaz de hacer un budín sin quemarlo, así que no esperéis que haga uno. Soy buena para preparar carne y verduras, y muy buena con los mariscos, aunque, ¿dónde conseguiríamos mariscos aquí, en medio de las montañas? Además, sé hacer pan… eh… -Fannie se concentró en quitarse los guantes-. Creo que mi pan es un poco pegajoso, pero comestible. Siempre tengo demasiada prisa para dejarlo subir todo lo necesario. Seguramente no hay panadería en el pueblo, ¿verdad?

– Me temo que no.

– Bueno, no importa. Sé hacer unos bizcochos ligeros como plumón de cisne. Sé que cuesta creerlo si recordamos cómo mi madre levantaba las manos, desesperada, cuando trataba de enseñarme los secretos de la cocina. -Fannie saltó de la cama y recorrió la habitación, observando los elegantes muebles oscuros, sin sorprenderse al ver el catre-. Ligeros como plumón de cisne, te lo juro. ¿Quieres que hornee unos para la cena?

– Eso sería maravilloso.

– ¡Y cuando los ponga delante de ti, será mejor que los comas! -Fannie apuntó a la nariz de la prima-. Porque he traído mi bicicleta y tengo la intención de que te pongas lo bastante fuerte para montar en ella.

– ¡Tu bicicleta! Pero, Fannie, yo no sé an… andar en bicicleta.

– ¿Por qué no?

– Porque… -Josephine abrió los brazos-. Soy… tísica.

– ¡Bueno, si esa no es la excusa más endeble que he escuchado, no sé qué puede ser! Eso sólo significa que tienes pulmones débiles. Si quieres fortalecerlos, debes montarte sobre ese par de ruedas y hacerlos trabajar duro. ¿Alguna vez viste un herrero con pulmones débiles? Yo diría que no. ¿Qué diferencia puede haber en materia de pulmones? Lo mejor para ti será salir al aire fresco de la montaña y recuperar tu fuerza.

Al mirarlas, Edwin pensó que en ese cuarto nunca hubo tanta alegría desde que fue construido. El buen humor de Fannie era contagioso; en el semblante de Josie ya se veía un tenue tinte rosado, los ojos eran dichosos, sonreía. Quizá, como él tendía a mimarla, eso la hacía sentirse peor.

Llegaron los jóvenes; habían recogido a Frankie en algún punto del camino y desde abajo llegó su voz, que abría la marcha hacia arriba:

– ¡Eh, hay una bicicleta ahí abajo!

Irrumpió en el dormitorio, seguido de Emily y Charles.

– Es mía -informó Fannie.

Edwin detuvo la arremetida del hijo:

– Frankie, quiero presentarte a la prima Fannie. Fannie, este es nuestro hijo Frank que, en estos momentos, huele un poco a pescado si la nariz no me engaña.

De todos modos, Fannie le tendió la mano.

– Me alegro de conocerte, señor Frank. ¿Cuánto crees que miden tus piernas? -Se ladeó para hacer una estimación visual-. Deben tener, digamos, unos sesenta centímetros para que puedas montar la bicicleta con un mínimo de facilidad.

– ¿Montarla yo? ¿En serio?

– En serio.

Fannie levantó la mano como haciendo un juramento y así conquistó a otro miembro más de la familia Walcott.

Emily no podía apartar la vista de ella. Era un ser fascinante, de la misma edad que su madre pero mucho más joven en la forma de actuar, en el temperamento y en los intereses. Tenía una voz animada y movimientos enérgicos. Tenía un aire rebelde, con ese revuelto cabello rojizo, con rizos alrededor de la cara, como el halo de una linterna en torno de un potrillo recién nacido, que la hacía parecer inmune a la gravedad que transformaba en aburridas y poco interesantes a la mayoría de las mujeres. Los ojos le brillaban siempre de interés y las manos jamás permanecían quietas cuando hablaba. Era mundana; montaba en bicicleta y había viajado sola desde Massachusetts y navegado a vela a un lugar llamado Nantucket, donde cavó buscando almejas; asistió a la Opera, vio a Emma Abbott y Brignoli en La Bohemia y se hizo adivinar la suerte por una adivinadora llamada Cassandra. La lista seguía con los relatos de las cartas que Emily absorbía, casi, desde que tuvo edad suficiente para leer. Era increíble pensar que una mujer así estuviese allí y se quedara, y durmiese en la misma cama que Emily donde podrían charlar en la oscuridad, después de apagar las lámparas. Ya la casa parecía transformada con su presencia. Con ella llegó la alegría, una atmósfera de fiesta que tanta falta hacía. También su madre estaba atrapada en el hechizo de Fannie. Por el momento, olvidó la enfermedad: se le veía en el semblante. Y papá estaba sentado con los brazos cruzados, sonriendo, aliviado al fin de una parte de sus preocupaciones. Emily ya quería a Fannie por haber brindado todo eso a la familia Walcott.

En ese mismo momento, papá se apartó del chiffonier y dijo:

– Hablando de bicicletas, convendrá que lleve la de Fannie al cobertizo y traiga también los baúles. Charles, tal vez puedas echarme una mano.

– Un minuto, señor…

Charles detuvo a Edwin poniéndole una mano en el brazo.

– ¿Señor? -Las cejas de Edwin se alzaron, en sorpresa, y su boca dibujó una mueca divertida-. Charles, ¿desde cuándo me llamas señor?

– Hoy me parece apropiado. Pensé que, mientras estemos todos juntos, como la señora Walcott se siente tan bien y Fannie acaba de llegar, y hay un ambiente festivo, bien podría sumarme. -Tomó la mano de Emily y la acercó a él-. Quiero anunciarles que le he pedido a Emily que sea mi esposa y ha aceptado… por fin.

La muchacha se sintió invadida por una multitud de sensaciones: una abrumadora sensación de fatalidad, ahora que el anuncio estaba hecho, opuesta a la dicha de ver la expresión complacida en el rostro de sus padres y diversión ante la reacción de Frankie.

– ¡Hurra! Ya era hora.

Todos rieron e intercambiaron abrazos. Josephine le secó una lágrima y papá palmeó a Charles en el brazo, le estrechó la mano con vigor y le dio una fuerte palmada en la espalda. Fannie besó a Charles en la mejilla y, en medio de todo, alguien golpeó la puerta, abajo.

– Emily. -Era Tarsy, que se esforzaba por hacerse oír por encima del feliz barullo-. ¿Puedo entrar?

Emily se asomó por la escalera y gritó:

– ¡Pasa, Tarsy, estamos aquí arriba!

Tarsy apareció abajo, excitada como de costumbre.

– ¿Está ella aquí?

– Sí.

– ¡Estaba impaciente por conocerla! -Comenzó a subir la escalera-. Todas esas maletas que están afuera, ¿son suyas?

– Todas. Y es tal como en las cartas.

Otra devota cayó en las redes de Fannie en cuanto se hicieron las presentaciones.

– Pero, claro -dijo Fannie-, la amiga de Emily, la hija del barbero, la muchacha con el cabello más lindo del pueblo. Ya me dijeron que vería muchas como tú por aquí. -Rozó los rizos rubios de Tarsy y le dio la atención adecuada, hasta que volvió a concentrarse en el anuncio reciente-. Pero no te has enterado de las novedades de Emily y Charles, ¿no es así?

– ¿Qué?

Tarsy se volvió hacia la amiga con expresión receptiva.

– Charles me ha pedido en matrimonio y lo he aceptado.

Tarsy reaccionó como lo hacía ante cualquier motivo de excitación: de manera frívola. Se arrojó sobre Emily con fuerza suficiente para quebrarle los huesos y estalló en exclamaciones, en "¡Oh!" y en torrentes de felicitaciones; después, arremetió contra Charles besándolo en la mejilla, exclamando que sabía que sería muuuy feliz y que ella estaba verde de envidia (cosa que no era cierta, y Emily lo sabía); y por fin, con divertida brusquedad, volvió su atención a Fannie.

– Háblame del viaje en diligencia.

Fannie le contó y Tarsy se quedó a cenar, lo cual se transformó en un picnic sobre la cama de Josephine, ante la insistencia de la propia Fannie. Declaró que no se debía dejar arriba a Joey en medio de la celebración, mientras todos los demás se quedaban abajo. Llevarían el festejo hacia ella.

Por lo tanto, papá, Fannie y Frankie se sentaron en la cama, Emily, Charles y Tarsy en el catre de papá y apoyaron los platos sobre las rodillas. Cenaron crema de guisantes sobre los ligeros bizcochos de Fannie y la pesca de Frankie frita, que tenía la consistencia de una suela. Fannie, risueña, se negó a disculparse por ello:

– Los bizcochos son la perfección misma. Lo demás, irá mejorando con el tiempo.

Después, Emily anunció que sacarían pajas para decidir quién ayudaría a lavar la vajilla. Como Frankie perdió e hizo una mueca de disgusto, Fannie le regañó:

– Te conviene acostumbrarte, muchacho, porque pienso hacerlo todas las noches y tienes que esperar sacarte la paja más corta de vez en cuando. Y ahora, salgamos; así vuestros padres tienen un poco de tiempo para estar solos.

Charles dijo que al día siguiente tenía que levantarse temprano, les dio las buenas noches y dio un beso breve a Emily en la boca cuando lo acompañó hasta el porche. Pero ella estaba demasiado impaciente para quedarse mucho tiempo con Charles: Fannie estaba en la cocina y era con ella con quien quería estar.

Las chicas salvaron a Frankie al asegurar que ellas lavarían la vajilla, pues Tarsy no estaba dispuesta a volver a la casa y apartarse de la presencia mágica de Fannie. Aunque esta tenía las mejores intenciones de compartir la tarea de limpieza, de algún modo nunca se mojaba las manos. Las tenía ocupadas haciendo gestos para ilustrar los relatos hechiceros de cuando asistió al Teatro del Vaudeville de Tony's Pastor, donde las bailarinas cantaban, haciendo girar las sombrillas: "Un día, paseando por el parque". La cantó en voz clara e hizo una demostración de la danza alrededor de la mesa de la cocina, haciende girar el atizador de la cocina como si fuese una sombrilla y llenando las mentes de las muchachas de vividas imágenes.

De pronto, recordó que estaba allí para ocuparse de los platos, secó uno y luego olvidó secar otro, pues se lanzó al relato de su última pasión: la arquería. Hizo la demostración parándose sobre una esquina de la bayeta, estirando otra en diagonal, hacia arriba, y tirando hacia atrás como si estuviese colocando una flecha y haciendo puntería. Cuando la flecha dio en su blanco, en la chimenea de la cocina, se colocó el paño de secar alrededor del cuello, como si fuese una piel, y declaró que, hasta la fecha, había participado en tres torneos y que, en el último, ganó una copa y el beso que el príncipe de Austria le dio en la mano. Y en cuanto volvió al Este, donde se instalaban cada vez más aceras, pensó en comprarse un par de objetos sorprendentes llamados patines y tratar de usarlos.

Pareció maravillada cuando vio que los platos estaban todos limpios.

– ¡Caramba, y yo no he tocado ni uno!

– No nos importa -dijo Tarsy-. Cuéntenos más.

Fueron a la planta alta, donde Fannie siguió con los relatos mientras vaciaba los baúles, provocando una serie de "casi desmayos" de Tarsy al sacar un vestido tras otro, más sugestivos que cualquiera que pudieran haber visto en Sheridan.

– La última vez que usé este, juré que nunca volvería a ponérmelo. -Sostuvo en alto un vestido con rosetas de encaje dispuestas en diagonal desde el pecho a la cadera-. Jugábamos juegos de salón y por el vestido me descubrieron.

– ¿Juegos de salón?

Los ojos de Tarsy bailotearon, interesados.

– Son la última moda en el Este.

– ¿De qué clase?

– Oh, de muchas clases. Whist, dominó, el verdugo y, por supuesto, los de hombre-mujer.

– ¿Hombre-mujer?

Fannie lanzó unas carcajadas encantadoras y se tiró sobre un lado de la cama con el vestido estrujado sobre el regazo.

– Creo que no debí haberlos mencionado. A veces, son bastante maliciosos.

Tarsy se echó hacia adelante e insistió:

– ¡Cuéntenos!

La mujer pareció pensarlo, plegó el vestido de las rosetas y cruzó las manos encima:

– Está bien, pero no convendría que vuestros padres se enterasen, en especial Joey. Nunca estuvo de acuerdo con la frivolidad ¡y, seguramente, no de esta clase!

Ansiosa, Tarsy se acercó más.

– No se lo diremos, ¿no es cierto, Emily?

– Bueno, entre los cómicos hay uno que se llama "Pobre Pussy", y otro, "Patatas Musicales"; uno de suspenso que hace erizar el pelo y se llama "Alice, dónde estás". Y después, avanzada la noche, cuando todos se sienten… bueno, más libres, digamos, está el Cartero Ciego y el Francés Ciego en cueros. A ese estaba jugando la noche que me descubrí por culpa de este vestido.

Fannie lanzó una provocativa mirada de soslayo y una sonrisa melindrosa. Tarsy se tiró hacia adelante, en una melodramática demostración de impaciencia.

– Pero, ¿qué estaba haciendo?

– Bueno, a uno de los jugadores se le cubren los ojos con un pañuelo de cabeza… pero… -Fannie hizo una pausa-. Se le atan las manos a la espalda.

Tarsy ahogó una exclamación y agitó las manos junto a las mejillas como si la hubiese salpicado algo muy caliente y Emily apenas pudo contenerse de poner los ojos en blanco.

Fannie siguió:

– Los demás se sitúan en distintos lugares de la habitación y el ciego sólo puede caminar hacia atrás. Los demás lo provocan y lo desnudan tirándole de la ropa o haciéndole cosquillas en el rostro con una pluma. Cuando al fin logra atrapar a alguien, el ciego tiene que adivinar quién es. Si lo adivina, el prisionero debe pagar un rescate.

– ¿Qué es un rescate?

– Es lo más divertido.

– Pero, ¿qué es?

– Lo que decida el ciego. A veces, el prisionero se convierte en ciego, otras, si todos están de humor para tontear, tiene que imitar a un animal y, en ocasiones… si hay alguien del sexo opuesto, tiene que pagar con un beso.

A Emily la escandalizó la sola idea. Los besos eran algo íntimo y no podía imaginarse haciéndolo en un salón lleno de gente mirando. Pero Tarsy se tendió de espaldas y gimió extasiada, fantaseando con la vista fija en el techo y un pie balanceándose por el borde de la cama.

– Daría cualquier cosa por ir a una fiesta así. Nosotros nunca damos fiestas. Este lugar es aburrido como una ostra.

– Podríamos hacer una… no de esa clase, por supuesto. No sería correcto. Sin embargo, me parece que el compromiso de Emily merece un anuncio formal. Podríamos invitar a todos vuestros amigos y, sin duda, Edwin y Joey querrán comunicar la buena nueva a sus amigos y relaciones comerciales. ¿Por qué no planeamos una?

Tarsy se levantó de un salto y cayó sobre Emily con tanta fuerza que casi la tiró de la cama.

– ¡Claro, Emily, es una idea perfecta! Yo ayudaré. Vendré y… y… bueno, haré cualquier cosa. ¡Di que sí, Em… pooor faaavor!

– Podríamos hacerla el sábado que viene, por la noche -sugirió Fannie-. Así tendríais una semana de tiempo para avisar.

– Bueno… es… yo…

De repente, la idea entusiasmó a Emily. Se imaginó cuánto disfrutaría su padre de recibir otra vez gente en la casa y cuan adecuado sería que tanto él como Charles invitaran a sus respectivos clientes. Por otra parte, Tarsy tenía razón, ese pueblo era aburrido como una ostra, ¿acaso no se lo había dicho ella misma a Charles? De repente, adquirió una expresión de advertencia y, señalando a Tarsy, dijo:

– ¡Pero nada de juegos con besos!, ¿entendido?

– Oh, perfecto -se precipitó a acceder Tarsy-. ¿Está bien, Fannie?

– Oh, ninguno -la secundó la mujer.

Aunque acababan de conocerse ese día y Emily no perdió una sola de las palabras que intercambiaron, tenía la inquietante sensación de que estaban conspirando sin hablar.

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