Capítulo 12

A la mañana siguiente, Emily se despertó tal como se había dormido: afligida. Y en ese estado había un solo sitio en que quería estar: con los animales. Se puso unos pantalones de lana, una chaqueta, la gorra con visera y se escabulló de la casa antes de que los demás se levantaran. Había empezado a caer otra vez la nieve, punzante y congelada. Como con pies planos, se deslizó sobre ella, con la cabeza colgando y las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta.

Dentro del establo estaba tibio y agradable. El ambiente familiar la tranquilizó: el olor fecundo, la rutina matinal, los saludos de los caballos que giraban las enormes cabezas cuando les decía tonterías y pasaba por debajo de sus vientres mientras les daba comida y agua.

Edwin llegó a la hora de costumbre.

– Te has levantado temprano -comentó.

– Sí -respondió, desanimada, evitando la mirada del padre.

– Ya has hecho todo.

– Sí.

– ¿Te pasa algo malo?

– Oh, papá… -Se arrojó en sus brazos, cerró los ojos y tragó saliva, intentando disolver el nudo de aprensión que tenía en la garganta-. Te quiero.

Edwin se echó atrás y la sujetó por los brazos.

– ¿Quieres contárselo a tu padre?

Lo miró a los ojos cariñosos y sintió la tentación de hacerlo. Pero quizás había exagerado lo de la noche pasada. Tal vez no era más que un beso en un armario, un juego estúpido que Tom ya había olvidado. Y aunque la propuesta de su padre era sincera, al final negó con la cabeza.

Discreto, Edwin no hizo preguntas. Dejó sola a Emily y se mantuvo fuera de la oficina, donde ella se refugió con los libros. Pero aunque tenía la Biblioteca Popular Hogareña apoyada entre los codos, miraba sin ver los compartimientos desbordados del viejo escritorio y pensaba… pensaba… hecha un lío de emociones.

Un amanecer sombrío pintaba de gris las ventanas cuando la puerta interior se abrió e irrumpió Tom Jeffcoat a grandes zancadas, como un hombre con un propósito. Hizo girar la silla de Emily y la arrancó de allí a sus brazos.

– Tom, he…

Interrumpió la protesta con un beso. Sin disculparse. Con audacia. Sin ocultarse en ningún armario.

Estupefacta, se olvidó de resistir y permaneció en sus brazos dejando que la besara hasta que los sentimientos de la noche anterior se irguieron, renovados, dentro de ella. A su debido tiempo, se impuso el sentido común y se arqueó hacia atrás, empujando las gruesas mangas de la chaqueta de piel de oveja.

– Tom, mi padr…

– Ya lo sé.

La interrumpió otra vez, doblándola hacia atrás como la cuerda de un arco, hasta que la sintió ceder, y atrayéndola hacia arriba con las bocas unidas. La besó como la noche pasada, con la lengua, los labios, un beso mojado que arrasó con toda lógica. La sorprendió con la guardia baja, esparció su propio sabor en la boca de Emily, empleando una atracción directa a la que no pudo resistirse.

Cuando se separaron para mirarse a los ojos, la resistencia de Emily se había evaporado.

Más allá del amanecer de lúgubres complicaciones por venir, los salpicó un instante dorado de olvido, en el que se sumergieron el uno en el otro, jóvenes, despreocupados y ávidos. La lengua del hombre arremetió con fuerza la de la muchacha y ella se abrió a él, gustosa, como el que aprende a conocer un sabor nuevo. Era intrínsecamente "Tom Jeffcoat", tan particular como las vetas de color en los ojos azules. Estaba afeitado, olía a jabón, a aire fresco y a vieja piel de cordero… todos olores conocidos pero en una combinación que le era peculiar.

El beso cambió de tono, se convirtió en una exploración de las distintas blanduras, cabezas que se buscaban y al pasar de los minutos renovó la carga de los latidos en los corazones de ambos. Se separaron, se miraron otra vez en lo hondo de los ojos, con una interrogación tardía sobre las ganas antes de unirse otra vez con más fervor aún. Los brazos de Emily lo enlazaron con fuerza cruzándose sobre el grueso cuello levantado de la chaqueta, los de Tom rodeándole la espalda, los dedos extendidos como estrellas de mar sobre las costillas.

Se embebieron mutuamente en las texturas del otro, lenguas húmedas, la sedosa cara interior de los labios, los dientes tersos, continuando lo que la noche anterior no pudieron, bajo la amenaza de que los descubriesen a pocos centímetros de la puerta del armario.

La muchacha pensó el nombre: Tom… Thomas… y sintió la asombrosa irrupción del deseo que borraba los contornos de la discreción.

El hombre pensó en ella como siempre: marimacho… la que menos hubiese sospechado que pudiese encender ese fuego en él.

Con las palmas extendidas por toda la espalda, sobre los tirantes cruzados y la vasta camisa del hermano, la cintura de los pantalones de lana, exploró hacia arriba por los omóplatos, buscando un sitio seguro para habitar. Le sujetó los hombros desde atrás, mientras luchaba por recuperar el control.

Cuando el beso acabó, se miraron de cerca. Atónitos. No estaban preparados para la inmediata reacción que cada uno disparaba en el otro.

– No pude dormir mucho -le informó, en voz ronca.

– Yo tampoco.

– Esto será complicado.

Emily lanzó un suspiro trémulo y se esforzó por ser sensata:

– Das demasiadas cosas por sentadas, Tom Jeffcoat.

– No -respondió, admitiendo lo que ella no podía-. He esperado mucho tiempo a que esta atracción se pasara, pero no ha sido así, ¿Qué podía hacer?

– No lo sé. Todavía estoy un poco asombrada.

Rió, incrédula.

– ¿Crees que yo no?

Iba a besarla de nuevo, pero Emily retrocedió.

– Mi padre…

Miró hacia la puerta y puso distancia entre los dos, pero Tom la traspuso tomándola del codo, insistiendo como si lo impulsara una fuerza incontrolable.

– Anoche, cuando no podías dormir, ¿en qué pensabas? -quiso saber.

Emily movió la cabeza en ruego sincero y retrocedió.

– No me hagas decirlo.

– Antes de que terminemos te haré decirlo. Te haré confesar todo lo que piensas y sientes por mí.

La muchacha llegó hasta algo sólido y él se acercó, inclinándose hacia ella, aun con el cuerpo pegado al suyo. Emily se alzó de puntillas y lo abrazó. Se besaron con fuerza, con toda la boca, impulsados por la increíble atracción que todavía los aturdía.

En mitad del beso, Edwin entró en la oficina.

– Emily, ¿sabes dónde está…?

Se interrumpió.

Tom se dio la vuelta con brusquedad, con los labios todavía mojados y una mano en la cintura de Emily.

– Bueno… -Se aclaró la voz, y los miró alternativamente-. No se me ocurrió golpear la puerta de mi propia oficina.

– Edwin -saludó Tom, serio.

El tono no expresaba excusas ni disculpas sino reconocimiento llano. Se quedó donde estaba, con el brazo alrededor de la muchacha, mientras los ojos del padre iban del uno al otro.

– Así que eso era lo que te molestaba esta mañana, Emily.

– Papá, nosotros…

No había modo de explicar la escena y desistió.

Calma, la voz de Tom llenó el vacío:

– Emily y yo tenemos algunas cosas de qué hablar. Le pediría que no le dijera esto a nadie y menos a Charles, hasta que tengamos tiempo de resolver ciertas cuestiones. ¿Nos disculpa, Edwin, por favor?

Edwin se mostró incrédulo y fastidiado, alternativamente; primero, por ser excluido de su propia oficina, aun con toda cortesía; segundo, por dejar a su hija en manos de alguien que no era Charles. Tras diez segundos de cólera silenciosa, se dio la vuelta y salió. Al mirar a Emily, Tom la vio roja hasta la raíz del cabello, muy compungida.

– No tendrías que haber venido. Ahora papá lo sabe.

– Lo lamento, Emily.

– No, no es así. Te has enfrentado a él sin la menor vergüenza.

– ¡Vergüenza! ¡No me siento avergonzado! ¿Qué esperabas que hiciera, fingir que no sucedía nada? Ya no tengo quince años y tú tampoco. Sea lo que fuere, tendremos que afrontarlo.

– Repito que das muchas cosas por seguro. ¿Y yo? ¿Y si yo no quiero que se sepa?

Le apretó los hombros con firmeza:

– Emily, tenemos que hablar, pero no aquí pues podría entrar cualquiera. ¿Podemos encontrarnos esta noche?

– No. Esta noche viene Charles a cenar.

– ¿Y después?

– Nunca se va antes de las diez.

– Entonces, encontrémonos después de las diez. En mi establo, en la casa o donde tú digas. ¿Qué te parece el arroyo, al aire libre? ¿Te haría sentir más segura? No haremos nada más que hablar.

Emily se soltó: esto no se parecía a nada que hubiese experimentado.

– No puedo, por favor, no me lo pidas.

– ¡No me digas que piensas fingir que esto nunca ha sucedido! Cristo, Emily, sé honesta contigo misma. No nos dimos un par de besos en el armario y salimos imperturbables. Entre nosotros pasa algo, ¿no es cierto?

– ¡No lo sé! Es tan repentino… tan… tan…

Pareció suplicar con la mirada algo que le permitiese comprender.

– ¿Tan qué?

– No sé. Deshonesto. Peligroso. ¿A ti no te molesta pensar en Charles?

– ¿Cómo puedes dudar de semejante cosa? Desde luego que me molesta. ¡Si ahora siento un nudo en el estómago! Pero eso no significa que le dé la espalda. Necesito conocer tus sentimientos y entender los míos propios, pero también necesitamos un poco de tiempo. Emily, encontrémonos esta noche, después de las diez.

– Creo que no.

– Te esperaré junto al arroyo, donde los chicos van a pescar en verano, cerca de los grandes chopos detrás del almacén de Stroth. Estaré ahí hasta las once. -Se acercó más, le tomó la cabeza con las manos cubriéndole las orejas y los costados de la gorra roja, y apoyó los pulgares a los lados de la boca-. Y deja de sentir que acabas de romper cada uno de los Diez Mandamientos. En verdad, no has hecho nada malo, tú lo sabes.

Depositó un beso leve sobre sus labios y se fue.


Se sentía como si hubiese hecho algo muy malo… todo el día y la noche, inventando la visita a un paciente veterinario que jamás existió, cuando Charles le preguntó a dónde había ido. Mientras comían carne asada con verduras y salsa y jugaba a los naipes con Fannie y Frankie; cuando evitaba los ojos de su padre y dejó escapar un suspiro de alivio cuando subió a hacerle compañía a la madre en lugar de quedarse a jugar; mientras Charles le daba el beso de buenas noches y se iba, a las diez menos cuarto. Y después, cuando le dijo a Fannie que ella ordenaría los naipes y las tazas de café, y le sugería que se fuese a acostar.

La casa quedó en silencio. Ante la ventana que daba al arroyo y a la propiedad de Stroth, imaginó a Tom allí dando patadas sobre la nieve, escudriñando las sombras, esperándola. Podría llegar hasta los chopos en menos de diez minutos, ¿y luego, qué? ¿Más besos ilícitos? ¿Más caricias prohibidas? ¿Más culpa?

Era indigno, Charles no lo merecía. Era la clase de conducta propia de las mujeres de reputación dudosa.

Argumentaba para sí mientras se cambiaba los zapatos abotonados por botas de vaquero, se ponía una chaqueta larga sobre el vestido de mangas largas y se encasquetaba la gorra roja con el pelo metido dentro.

Esto está mal.

No puedo detenerme.

Puedes, pero no quieres.

Es cierto. Puedo, pero no quiero.

Papá siempre dijo que eras caprichosa.

Papá ya lo sabe y no dijo nada.

¡Eso es racionalizar, Emily, lo sabes! Él está esperándote para que le expliques qué sientes.

¿Cómo puedo explicar lo que yo misma no entiendo?

Cruzó de puntillas el vestíbulo y se escabulló fuera sin hacer ruido. La llovizna del día se había transformado en nieve, esponjosa como plumón. Todavía caía en línea recta como plomada en la noche sin viento, depositándose en cada superficie que tocaba. Debajo, la capa helada crujía a cada paso de Emily. Encima, sus faldas la barrían con un suspiro sin fin. La luna se ocultó. El cielo se cerró, iluminado por dentro por las espesas motas blancas que vertía. Aquí y allá, una ventana lo adornaba como un lingote de oro, pero en su mayor parte era un mundo silencioso y desierto.

Llegó a la propiedad de Stroth, caminó alrededor de la casa, junto a la leñera con su cobertura helada, pasó ante una piedra de molino gastada abandonada a la intemperie, pasó los almacenes hacia un prado abierto donde unas huellas delataban que alguien había pasado poco tiempo antes. Las siguió, haciendo coincidir las suyas con las zancadas de él, más largas, y experimentó un deleite poco común por el solo hecho de caminar sobre sus huellas. Delante, los chopos proyectaban sombras uniformes recortadas contra la noche blanca. Parecían cálidas y abrigadas. De entre ellas se destacó una silueta alta, tocada de negro, quieta como un pedestal, esperando.

Emily se detuvo, percibiendo la euforia que le provocaba la presencia de ese hombre. Era una novedad por su intensidad y magnitud. No recordaba haberla sentido jamás con Charles, ni entusiasmarse con algo tan prosaico como las pisadas marcadas en la nieve. Se consideraba una muchacha sensata y opinaba que lo más prudente era casarse con Charles. Pero la sensatez la abandonó a medida que se aproximaba a Tom Jeffcoat.

Tras él corría el arroyo, aún no congelado, tocando una música nocturna que se unió al susurro de la falda de Emily, que seguía andando hacia él. Y se detuvo a la distancia de un brazo.

– Hola -dijo Tom en voz queda, tendiéndole las manos enguantadas.

– Hola -respondió, entregándole las suyas, metidas en mitones.

– Me alegra que hayas venido. Pensé que no lo harías.

El Stetson negro impidió que se le metiese la nieve en el cuello, pero los hombros de la chaqueta de piel de oveja estaban cubiertos de blanco.

– ¿Hace mucho que estás?

– Una hora, más o menos.

No eran más que las 10:30 de la noche y Emily no pudo menos que alborozarse.

– Debes estar congelándote.

– Un poco… los pies. No importa. ¿Puedo besarte?

Sorprendida, la muchacha rió.

– ¿Esta vez me preguntas?

– Prometí que sólo hablaríamos, pero quiero besarte.

– Si no fuese así, me decepcionaría.

Se acercaron sin tropiezos, sin prisas, sin aferrarse: bastó que Tom echara un poco atrás el ala del sombrero, que Emily alzara la barbilla y las manos de ambos apenas aplastaron los copos de nieve sobre la ropa del otro. Para Emily fue más devastador que los abrazos frenéticos de la mañana. Desde que tomaron conciencia de la atracción física mutua, la había besado tres veces y cada una fue diferente. La primera, en el armario, el miedo le cerró la garganta. Esa mañana, en la oficina, la sorpresa de verlo la insensibilizó. Pero esta era diferente, de pleno acuerdo, sin apresurarse. Cuando las bocas se separaron, permaneció al abrigo del ala del sombrero, donde los alientos se mezclaron como cintas blancas en el aire helado.

– Pensé en ti todo el día -le dijo sin rodeos.

– Yo también pensé en ti… y en Charles, en Tarsy y en mi padre. He pasado un día muy malo.

– Yo también. ¿Tu padre te dijo algo después de que me fuera?

– No. Pero me observó como un águila todo el día. Estoy segura de que está tratando de adivinar qué es lo que pasa entre nosotros.

– ¿Y qué es?

Emily retrocedió un paso apoyando los mitones en el cuello despellejado de la chaqueta y miró la cara en sombras:

– No lo sé -admitió-. ¿Y tú?

– No… no estoy seguro.

Todo había sido tan súbito, tan inesperado, que se contemplaron en silencio evaluándose, dudando y aceptándose alternativamente.

– Quiero saber muchas cosas acerca de ti -dijo Tom-. Tengo la sensación de que acabo de conocerte, quiero decir, cuando dejamos de pelearnos. Diablos, lo que digo no tiene sentido.

– Sí, lo tiene. Te entiendo. Al comienzo, no hacíamos más que hostigarnos.

– ¿Verdad que sí?

Gozaron de un momento de silencio, tocándose apenas a través de la ropa abrigada, hasta que Tom preguntó en voz queda:

– ¿Cuánto hace que conoces a Charles?

– De toda mi vida. Desde que tengo memoria.

– ¿Lo amas?

– Sí.

– Lo dices sin remordimientos.

– Porque es verdad. Siempre lo amé… ¿quién podría no amar a Charles? Hasta tú lo quieres, ¿no es así?

– Lamentablemente, sí. Nunca tuve un amigo como él. -Atormentado, apoyó las manos en los hombros de la muchacha y miró a lo lejos. Después de unos momentos, sacudió la cabeza-. ¿Puede alguien superarlo? ¿A un sujeto que construyó ese bello mueble para mi casa? Fue el que más hizo en este pueblo para hacerme sentir bienvenido.

– Sin duda, más de lo que yo hice jamás.

– Eso es lo más increíble. Tú, Emily Walcott, la marimacho… caramba, demonios, ni habías terminado de superar tu resentimiento hacia mí cuando esto… esta cosa me derrumbó como una avalancha. Todavía tenía ganas de estrangularte incluso cuando empecé a pensar en besarte. Es absurdo. ¡Ni había superado lo de Julia, aún! -Le tocó la mejilla con un dedo enguantado-. ¿Recuerdas aquel día en la plataforma, cuando casi nos besamos?

– ¿Casi nos besamos ese día?

– Sabes perfectamente que así fue. Estábamos resoplando como fuelles a toda presión. Lo único que nos frenó fue el recuerdo de Charles.

– Charles y Tarsy. No podemos dejar de lado a Tarsy.

– No, por desgracia Tarsy no permitirá que se la deje de lado.

Emily soltó una risa breve y luego se puso seria.

– Sabes que te ama. Y a menos que me equivoque, es probable que… -Desconcertada, bajó la vista-,… haya más entre tú y Tarsy que entre Charles y yo.

– Emily, no voy a ocultarte que Tarsy y yo nos acercamos mucho, en cierto modo. Cuando llegué aquí, estaba solo. Pasaba mucho tiempo solo y en Charles y Tarsy encontré dos amigos que me sostuvieron. Pero Tarsy es… circunstancial. Lo fue desde el principio y así lo entendió. El problema permanente entre nosotros es Charles, y odio con toda mi alma que nos encontremos a sus espaldas.

– Yo también.

– ¿Y entonces?

– ¿Y?

– Podríamos terminar esto aquí y Charles jamás se enterará.

– No sería honesto.

Sin embargo, ni aun mientras lo discutían podían dejar de tocarse.

– ¿Eso es lo que quieres hacer?

– Yo…

Tragó saliva, sintiéndose desdichada.

– No es eso, ¿verdad?

Desvió el rostro, eludiendo la mirada de Tom.

Aferrándola de los brazos, la apretó contra su pecho.

– Emily, ven a la casa.

– Tengo miedo.

– Te prometo que nada ocurrirá. Sólo hablaremos. Una hora, ¿sí?

– No.

– Ten un poco de compasión de mí. A fin de cuentas, se me están congelando los pies.

Los dos sabían que era una excusa conveniente, pero no querían separarse y no habían aclarado nada. La frustración no había hecho más que aumentar.

– Está bien. Pero nada más que media hora. Fannie duerme conmigo y sabe que me fui. Le diré que salí a caminar en la nieve nueva, pero no puedo quedarme más de media hora.

Emprendieron el regreso sin tocarse, Emily sobre la huella que habían dejado, Tom a su lado, dejando una nueva en el patio de Stroth, por las calles desiertas y hasta la puerta por la que Charles Bliss había entrado el regalo capaz de dar calor de hogar a la casa, menos de veinticuatro horas antes.

En la cocina estaba tan oscuro como dentro de un barril de whisky. Emily entró, se detuvo y oyó que Tom cerraba la puerta.

– En la sala no hay fuego encendido, sólo aquí. Por aquí.

La empujó con suavidad y Emily lo siguió, tocándole la manga para orientarse en ese espacio desconocido, rodeando la mesa, hasta la silla mullida que estaba arrimada a la cocina encendida, de donde salía un agradable calor.

– Siéntate -le indicó-. Pondré un poco más de leña.

Levantó la tapa de la cocina, encontró el atizador, removió los rescoldos y el techo se iluminó de rojo. Agregó un leño y las chispas ascendieron con suaves estallidos, después ardieron llamas nuevas y Tom volvió a tapar la cocina, con lo cual quedaron otra vez en la oscuridad.

– Puedes ver a través de las cortinas de la cocina, pues todavía no tengo persianas -le explicó, ajustando mejor el cierre de la ventana-. Es preferible no encender una lámpara.

Se quitó los guantes y la chaqueta que arrojó por cualquier lado, en la oscuridad, cayó sobre un banco y se resbaló al suelo. Se sentó sobre un barril de clavos y empezó a quitarse las botas. Sonaron dos golpes sordos cuando las puso junto a la estufa y luego, silencio, sólo interrumpido por los agujeros de ventilación de la leñera.

Se quedaron sentados lado a lado, Tom inclinado hacia adelante con los codos en las rodillas, Emily, en el borde de la silla. El leño terminó de encender y Tom abrió la puerta de la estufa que les brindó una luz parpadeante a la cual podían verse los rostros.

Al fin, dijo:

– Estuve intentando convencerme de no empezar esto.

– Lo sé. Yo también.

– Me dije que, en verdad, no te conozco, pero lo difícil de todo esto es cómo puedo lograrlo si no puedo verte sin ocultarme.

– ¿Qué quieres saber?

– Todo. Cómo eras de niña. ¿Tuviste tos ferina? ¿Te gustan las remolachas? ¿La lana te irrita la piel? -Como el clásico enamorado, estaba impaciente por recuperar la parte anterior de la vida de Emily-. No sé… todo.

La muchacha sonrió y respondió.

– Era curiosa y voluntariosa, tuve tos ferina, soporto las remolachas y lo único que me irritó la piel, alguna vez, fue la hiedra venenosa. Mi madre tuvo que ponerme guantes en pleno verano para que no me rascase. Fue… cuando tenía nueve años, creo. Ya está… ya sabes todo.

Rieron y se sintieron mejor.

– ¿Hay algo que tú quieras saber de mí? -preguntó Tom, admirando el pálido resplandor del rostro de Emily.

– Sí. ¿Qué hacía mi hebilla junto a tu cama, la otra noche?

Las miradas se encontraron y se sostuvieron y se hizo un silencio puntuado por los latidos de los dos corazones, hasta que respondió:

– Creo que puedes imaginártelo.

– En realidad, no tendrías que dejar ese tipo de cosas por ahí tiradas, donde tu mejor amigo podría verlas.

– ¿Dijo algo?

– No. Creo que no la vio, pues estaba muy atareado comentándome los méritos de la casa. De paso, me gusta mucho tu casa.

– Gracias.

Habían intercambiado tantas observaciones con doble sentido, que les costaba esfuerzo acostumbrarse a las sinceras. El ambiente se tornó denso y Emily pensó otra pregunta para aliviar la presión que crecía dentro de su pecho.

– ¿Tu nombre verdadero es Tom o Thomas?

– Thomas. Pero la única que me llama así es mi abuela materna.

– Thomas. Tiene… estatura. Tu abuela, ¿aún vive?

– Ya lo creo. Tengo a mis cuatro abuelos vivos.

– ¿Los echas de menos?

– Sí.

– Y a tu… a la mujer con la que ibas a casarte, ¿también la echas de menos?

– ¿A Julia? A veces. La conocía desde hacía mucho, igual que tú a Charles. Es natural que añores a alguien en esas circunstancias.

– Es natural.

Trató de imaginarse cuánto echaría de menos a Charles si se fuera de pronto y, para su congoja, descubrió que mucho.

– Pero recibí una carta de Julia y es muy dichosa. Se casó y está esperando un hijo.

– Charles quiere hijos enseguida.

– Sí, me lo contó.

– Yo no.

– También me lo dijo.

– ¿En serio? -preguntó, sorprendida.

Echándole una mirada de soslayo, Tom guardó silencio.

– Así que sabes más de mí de lo que dejaste entrever.

Tom hinchó los pulmones y se encogió de hombros, relajándolos.

– Emily, ¿te molestaría que no siguiéramos hablando de Charles? ¿Tienes los pies fríos? ¿Quieres quitarte las botas?

– No. Estoy bien.

– ¿Los mitones?

– No. Estoy… los…

Levantó y dejó caer las manos, apretándolas sobre la falda como si las envolturas pudiesen acorazarla contra esos sentimientos nacientes.

Tom siguió mirándola sin hablar: se sintió incómoda y apartó la vista, fijándola en el círculo dorado de luz de la estufa. Encorvado hacia adelante, con la barbilla apoyada en los pulgares y los índices, la contemplaba en silencio. Después de un rato, se levantó del barril y fue hacia las sombras, detrás de ella.

De pie ante la ventana, mirando afuera, forcejeó con su conciencia. ¿Qué le debía un amigo a otro? ¿Qué se debía un hombre a sí mismo? Giró la cabeza para mirar el bulto oscuro del aparador, a su izquierda. Había rozado la tersa superficie muchas veces en las pocas horas que hacía que estaba ahí, lo tocaba y se torturaba. En ese momento, mantuvo las manos en los bolsillos.

Se dio la vuelta para contemplar la silueta difusa de Emily, la gorra rodeada de un halo como una luna naranja que asomara, el cabello escapando por debajo a los lados, formando como un ramillete de luz, los hombros caídos hacia adelante como si estuviese encaramada a la silla igual que una golondrina a punto de volar.

"Charles", pensó, con el corazón martilleándole, salvaje, perdóname.

Rodeó la silla y se detuvo delante de ella, contemplando la cabeza, las manos metidas en los mitones, atrapadas entre las rodillas. Emily no levantó la vista. Tom se apoyó sobre una rodilla, le tomó con delicadeza las manos, le quitó los mitones y los hizo a un lado; después, las botas, primero una, luego la otra, girando sobre los talones para dejarlas junto a las suyas, bajo el depósito. Girando sobre una rodilla, fue desabotonando uno por uno los botones de la chaqueta y la quitó de los hombros. Por último, le quitó la gorra dejándole el cabello erizado por la electricidad estática. Entonces, Emily alzó hacia él los ojos de expresión acosada.

– Detenme si hago mal -murmuró, y apretándola contra su pecho, la besó.

En esta ocasión, no hubo una recepción tibia sino una exigencia inmediata, bocas abiertas, lenguas exploradoras. Y las manos que conservaban cierto trémulo decoro, aferrándose a las partes más seguras: hombros, espaldas. En un momento dado, Tom le acarició el cabello con toda la mano, ahuecándola sobre el cráneo tibio. Le besó el cuello, el mentón, otra vez la boca, hasta que el aliento se volvió apremiante y el deseo les pesó en el cuerpo. Tom puso las manos al costado de los pechos, los masajeó con las palmas y luego hizo lo mismo con las caderas, acunándolas con firme presión.

"Oh", podría haber dicho Emily, pero él le apresó la exclamación en la garganta, convirtiéndola en un murmullo apasionado. Emily le tocó la cabeza: sienes, coronilla, cuello, mandíbulas, garganta, reconociendo la textura como para grabársela en la memoria.

El hombre deslizó los brazos detrás de las rodillas por la espalda… la alzó… la cargó por la cocina tenuemente iluminada… el ruido de un banco arrastrándose por el suelo, pasó alrededor, ladeó los pies de Emily para pasar por la puerta de la despensa y la del dormitorio.

Los elásticos de la cama rechinaron cuando la depositó allí y luego él mismo, estirándose cuan largo era junto a la muchacha. Apoyado en los codos, jugueteó con su pelo, exhaló el aliento en su boca, le dio tiempo de adaptarse a su propio peso inmóvil y al surgimiento de la imprudencia. Bajó la cabeza, la incitó a dar un paso más, depositando besos húmedos en los labios y el mentón, a lo largo de la nariz, hasta que Emily se convirtió en un pichón que pedía su alimento, obligándolo a detener el recorrido. Los besos se tornaron agitados y húmedos. Las reacciones, explosivas, y la continencia se evaporó. Se acercaron más, alzando rodillas, rodando, enroscándose en faldas y enaguas. Le acarició un pecho… los dos… exploró el contorno con los dedos y las palmas de las manos, y con la boca, a través del algodón tenso. Hundió la cara entre ellos, respiró sobre Emily, calentándole la piel y la sangre mientras ella acunaba su cabeza y se entregaba a la sensualidad. Tom se incorporó, encontró de nuevo la boca abierta y movió las caderas de manera rítmica… al principio, apenas una insinuación, un contrapunto de las caricias de la lengua. Tendido sobre ella, recorrió con las manos su tórax, sus caderas, empujó contra las mantas, la sujetó desde atrás, metiendo los dedos entre los pliegues de la falda y la carne de Emily. El cuerpo de Tom se abatió sobre el de la muchacha con ardiente deseo en cada latido del corazón. Ella cerró los ojos y cabalgó junto con él hasta el borde del infierno.

– Tom… basta.

Se quedó quieto, hundió la cabeza en el hueco del hombro de Emily y permaneció ahí, jadeando.

– Esto es un pecado -murmuró Emily.

Tom dejó escapar un aliento desgarrado, se tendió de espaldas, se cubrió los ojos con un brazo y cruzó el otro sobre la ingle.

Emily se apartó y se sentó, pero él la sujetó de la muñeca.

– Quédate. Un minuto… por favor. -Se acurrucó contra él, apoyando las rodillas y la frente contra el costado del hombre. Permanecieron unos minutos unidos por esos puntos de contacto y descendieron como semillas de diente de león, en el aire inmóvil-. No haces estas cosas con Charles, ¿no?

– No.

– ¿Por qué las haces conmigo?

– No lo sé. Si estás echándome la culpa…

– No. -Otra vez la retuvo-. Trato de ser honesto. Me parece que estamos enamorándonos. ¿Tú qué piensas?

Aunque Emily supo que existía esa posibilidad desde el día en que fue a su establo, pronunciar las palabras la asustaba: eran demasiado terminantes y podían causar tumultos en varias vidas.

– No creo que esta sea la prueba definitiva. No es más que lujuria. Hace tanto tiempo que amo a Charles… sé que lo amo, pero se debe a tantos años de conocernos. Todas las personas que conozco se casaron con alguien que conocían desde hacía mucho: mis padres, los padres de ellos, todos los de mis amigos. Nunca imaginé que el amor aparecía de repente.

– Yo tampoco. Yo era como toda la gente que tú conoces, enamorado y comprometido con la chica que conocía desde siempre. Pero ella tuvo la honestidad de romper el compromiso cuando supo que amaba a otro. Al principio, yo estaba resentido, pero ahora comienzo a entender cuánta fuerza necesitó para admitir que sus sentimientos habían cambiado.

Cuanto más hablaba Tom, más deseaba Emily que callara, pues si lo que había surgido entre ellos era lo que él creía, preveía mucho dolor para muchas personas.

– ¿Emily? -Encontró su mano y la sostuvo con suavidad, acariciándola con el pulgar mientras se perdía largo rato en sus pensamientos. Por fin, continuó-: No es sólo lujuria. Para mí no. Admiro muchas cosas en ti: tu dedicación al trabajo, a tu familia e incluso a Charles. Te respeto por no querer pisotear sus sentimientos y por no querer que yo pisotee los de Tarsy… por tu cariño a los animales, tu compasión hacia tu madre y el modo en que peleas para que yo no me deshonre. Esas cosas pesan tanto como cualquier otra. Y eres… diferente. Todas las demás mujeres que conozco se visten con enaguas y delantales. -Rodó hacia ella y le apoyó una mano en la cintura-. Me gusta tu independencia… tus pantalones, tu medicina veterinaria, todo. Eso te hace única. Y me gusta el color de tu pelo… -Lo tocó-. Y tus ojos. -Besó uno-. Y cómo besas, y cómo hueles, la manera de mirar que tienes… y me gusta esto. -Llevó una mano de Emily a su propia garganta, donde el pulso tamborileaba con fuerza-: Lo que me provocas por dentro. Si eso es lujuria, está bien, es una parte. Pero yo te quiero… tenía que decirlo, al menos una vez.

– Calla. -Le tapó los labios-. Estoy muy asustada y tú no me ayudas.

– Dime -murmuró, cerrando los ojos, besándole las puntas de los dedos.

– No puedo.

– ¿Por qué no?

– Porque todavía estoy comprometida. Porque un compromiso es una especie de voto, de promesa, y yo le hice a él la promesa cuando acepté la propuesta de matrimonio. Además… ¿qué sucede si esto es pasajero?

– ¿A ti te parece pasajero?

– Me pides respuestas que no tengo.

– ¿Por qué te has encontrado conmigo esta noche?

– No pude evitarlo.

– ¿Qué tengo que hacer yo mañana y al día siguiente, y después?

– ¿Hacer?

– Soy hombre. Los hombres perseguimos.

– ¿Para qué?

Ah, esa era la cuestión: ¿para qué? Ninguno de los dos sabía la respuesta. Sería precipitado hablar de matrimonio tras sólo veinticuatro horas. Y, como dijo Emily, cualquier cosa menor sería inicua. Ningún hombre honrado esperaría que una mujer aceptara eso. No obstante, seguir engañando a Charles era impensable.

Agotada por las emociones, Emily se arrastró hasta el borde de la cama y se quedó sentada con las faldas en desorden, la cabeza gacha en una postura de desdicha y los codos apretados contra el estómago.

Tom se sentó, también con el corazón pesado, contemplando la parte de atrás de la cabeza de Emily y se preguntó por qué tendría que ser de ella de quien se enamorara. En un momento dado, levantó una mano y comenzó a alisar, distraído, los mechones revueltos, pues no se le ocurrió ningún otro consuelo que ofrecer.

– Emily, estos sentimientos no se irán.

Emily sacudió la cabeza con vehemencia, sin descubrirse el rostro.

– No se irán -insistió.

De pronto, la muchacha se levantó.

– Debo irme.

Tom se quedó atrás con la vista fija en el suelo oscuro, escuchándola sollozar mientras se vestía en la cocina. Se sentía muy mal. Se sentía un traidor. Se levantó con un suspiro, fue hacia ella y se quedó parado a la luz tenue, viendo cómo se abotonaba el abrigo. La siguió en silencio hasta la puerta y se quedó detrás mientras Emily permanecía de cara a la puerta, sin tocar el picaporte. La tocó en el hombro, ella giró, le echó los brazos al cuello y se aferró a él con muda desesperación.

– Lo siento -murmuró Tom contra la gorra, sosteniéndole la nuca como si fuese una niña que él llevara en medio de una tormenta-. Lo siento, marimacho.

Emily contuvo los sollozos hasta que bajó los escalones del porche y llegó a la mitad del patio, corriendo a toda velocidad.

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