Capítulo 11

Pasó octubre y Tom se instaló en la casa nueva. Era habitable, pero estaba vacía. Las paredes estaban limpias y blancas, pero pedían papel y cuadros, las cosas que una mujer era mucho más apta para elegir que un hombre. Las ventanas, salvo las del dormitorio que usaba el dueño de casa, estaban desnudas. Como pasaba la mayor parte del tiempo en otros sitios, no le importaba demasiado por el momento que la casa fuese acogedora. Tenía una cama de hierro, un calefactor para el vestíbulo, un hornillo para la cocina y una silla repleta de cosas. Además de esos pocos muebles, se las arreglaba con unos barriles de clavos vacíos, una mesa basta, dos bancos largos y una leñera. En Loucks compró sólo lo imprescindible: ropa de cama, lámparas, palangana para lavarse, un cubo para agua, cucharón, tetera, sartén y cafetera. Almacenó unos cuantos productos tales como huevos, café y tocino, en un cajón vacío que había servido para guardar municiones, sobre el suelo de la cocina.

La primera vez que fue Tarsy, miró alrededor y le asomó al rostro una clara expresión decepcionada.

– ¿Esto es todo lo que piensas poner aquí?

– Por ahora. Traeré más cuando comiencen a andar otra vez las casetas, en primavera.

– Pero esta cocina… es… así, vacía es horrible.

– Necesita el toque femenino, eso lo admito. Pero sirve a mis necesidades. De cualquier modo, estoy casi todo el tiempo en el establo.

– ¡Pero no tienes ni platos! ¿En qué comes?

– Hago casi todas mis comidas en el hotel. A veces, frío un huevo para desayunar, pero los huevos no son muy sabrosos sin pan. ¿Conoces a alguien a quien pueda comprarle pan?

Vio que a Tarsy la desazonaban sus espartanos enseres.

Un sábado por la noche, a fines de noviembre, estaba sentado en su única silla, con los pies apoyados sobre un barril de clavos, sintiéndose él mismo un tanto desazonado. El lugar era descorazonador. Como había cerrado las puertas del vestíbulo y del vano de la escalera, la cocina estaba caldeada, pero demasiado silenciosa y lúgubre, con las ventanas sin cortinas, negras como pizarra y las fantasmales paredes blancas sólo interrumpidas por la estufa, en un rincón. Si hubiese estado en el establo, estaría lustrando arneses. Si hubiese estado en su hogar, allá en Springfield, en la cocina de su madre, estaría merodeando en busca de comida. Si hubiese estado con sus amigos, se encontraría en una fiesta, pero se excusó otra vez, pues irían Emily y Charles. Tarsy le había insistido y rogado que cambiase de opinión, hasta que al fin se fue, enfadada, exclamando:

– ¡Está bien, quédate en casa! ¡Pero no esperes que yo te imite!

Por lo tanto, ahí estaba, mirando las puntas de sus calcetines grises, escuchando el silencio, preguntándose cómo pasar la velada, pensando en Emily Walcott y en cómo se eludieron durante semanas.

Charles le había preguntado por qué ya no iba a las fiestas, y le dio la excusa de que Tarsy estaba volviéndose muy posesiva y que no estaba seguro de lo que quería hacer con ella, lo cual no estaba muy lejos de la verdad. De pronto, la muchacha desplegaba un alarmante instinto de formar nido. Hasta había empezado a prepararle pan (pesado y duro como alimento para caballos, aunque le agradeció y elogió los esfuerzos domésticos) y a aparecer ante su puerta por las noches, sin ser invitada; dejando caer insinuaciones de cuánto le gustaría vivir en cualquier otro sitio que no fuese la casa de sus padres, preguntándole a Tom, como sin interés, si algún día querría tener una familia.

Dejó caer la cabeza sobre el respaldo de la silla y cerró los ojos deseando amar a Tarsy. Pero nunca sintió por ella los impulsos de protección y el anhelo que le invadieron el día que Emily lloró y le hizo confidencias. Se preguntó cómo estaría. Por Charles, sabía que la señora Walcott estaba peor que nunca, aferrándose a la vida, pese a que varias semanas atrás el doctor Steele había declarado que no podía hacer nada más por ella.

En la casa silenciosa, Tom giró la cara hacia la ventana, deseando estar con Emily y los demás. Esa noche había una fiesta de patinaje, la primera del año en Little Goose Creek, y después, el grupo iría a la casa de Mary Ess a beber ponche caliente y bizcochos… y sin duda esos malditos juegos de salón. No, a fin de cuentas, era mejor que se hubiese quedado.

Pensativo como estaba, no registró los primeros ruidos. Sólo oyó el crujir del fuego y su propio monólogo melancólico. Pero se repitió: era un repiqueteo lejano cada vez más audible, acompañado de gritos y llamadas. Prestó atención. ¿Qué diablos pasaba ahí afuera? Parecía la mula cargada de un buscador de oro bajando de la montaña, con la diferencia de que se dirigía hacia su casa. Oyó que gritaban su nombre:

– ¡Eh, Jeffcoat! -y se levantó de la silla-. ¡Se acerca la compañía, Jeffcoat! ¡Iuuju, Tomy, abre, muchacho!

Más estrépito, acompañado de risas; ahora la conmoción rodeaba la casa. Lo próximo que escuchó fueron cascos de caballos.

Pegó la cara a la ventana del frente y espió fuera la noche invernal. ¿Qué diablos…? ¡Una yunta y una carreta estaban ahí, ante su porche delantero y había gente por todos lados! Resonaron pasos en el hueco del porche y una cara lo escudriñó con los ojos torcidos: Tarsy. Y junto a ella, Patrick Haberkorn, luego Lybee Ryker y todo un coro de jaraneros que gritaban y golpeaban los cristales:

– ¡Eh, Jeffcoat, abre la puerta!

La abrió y se quedó ahí, con los brazos en jarras, sonriendo. Se suponía que estarían todos en una fiesta de patinaje.

– ¿Qué diablos os pasa, tontos?

– ¡Cencerrada!

Lybee Ryker sacudió la platería que llevaba dentro de una olla tapada, como si fuesen palomitas de maíz. Mick Stubs golpeó una sartén con una cuchara de madera y Tarsy lideró a la banda golpeando dos tapas de teteras a modo de címbalos. Estaban todos allí, todos los amigos, haciendo tal estrépito que parecía que iban a hacer caer la luna del cielo. Dejaron huellas en el patio nevado, en torno de la casa. Un perro los había seguido y unía sus ladridos al alboroto. Tom, de pie en el porche delantero, reía sintiendo que se le entibiaba el corazón viendo esos rostros aparecer a la luz de la puerta abierta tras él. Ella también estaba, Emily… que se quedó en la sombra cuando todos se reunieron, agitados y eufóricos en los escalones del porche.

Abrumado, Tom no encontraba palabras.

– Bueno, demonios, no sé qué decir.

– No digas nada. ¡Apártate y déjanos entrar estas cosas!

Pasaron en fila junto a él y depositaron ollas, sartenes y cubiertos sobre la mesa ordinaria. Tarsy frunció la nariz bajo la de él y le dirigió una sonrisa astuta y complacida, mientras entraba con un bulto blanco.

– Si no quieres que te pisemos, muévete.

– ¿Esto es idea suya, señorita Fields?

Alzó una ceja, satisfecho.

– Podría ser -dijo, corriendo la cola de la falda al pasar-. Con cierta ayuda de Charles.

Charles estaba atareado en la carreta, empujando cosas hacia la puerta trasera para descargarlas.

– ¡Tú, Bliss, pillo solapado! ¿Eres tú el que está ahí afuera?

– ¡Ahora estoy ocupado, después podrás insultarme!

– Jerome, hola, Ardis… -Tom giró la cabeza al ver piezas de vajilla y sillas que pasaban. Voces alegres, sonrisas cálidas y movimiento por todos lados. Y en medio de todo eso, alguien mucho más inadvertido-. Hola, Emily.

Y un discreto.

– Hola, Tom -que le murmuró al pasar a la cocina.

Alguien le besó el mentón: era Tarsy que volvía a salir.

Alguien le golpeó el brazo: Martin Emerson que llevaba la delantera cargando un hermoso baúl de cuero con Jerome Berryman en la otra punta.

– Oh, chicos, esto es demasiado.

Pero el desfile duró casi cinco minutos, gente que entraba y salía, Charles supervisaba la descarga hasta que, al fin, con ayuda de todos los hombres presentes, descargó un mueble del ancho de tres de ellos y más alto que sus cabezas.

– Buen Dios, Charles, ¿qué has hecho?

El mueble era tan pesado que no le permitió a Charles más que unos gruñidos dispersos:

– Tú hazte… a un… lado… Jeffcoat… o te aplastaremos…

Lo acercaron a la pared sur de la cocina, entre dos ventanas largas y estrechas: era un aparador de bella manufactura, hecho de arce moteado, pulido a mano hasta tener la tersura del mango de un hacha muy usada. Tenía dos cajones anchos con puertas debajo, un ancho mostrador para servir, a la altura de la cintura, otras dos puertas y encima, una estantería para platos. En cada puerta había espigas de trigo talladas en círculo alrededor de un asa de bronce. El mueble había llevado muchas horas de amoroso trabajo.

Tom lo tocó, abrumado.

– Por Dios, Charles… no sé qué decir.

Alguien cerró la puerta principal. Aunque la cocina estaba llena de gente joven, se hizo silencio cuando Charles quitó una partícula de cola condensada de la superficie del mueble y después retrocedió al tiempo que se quitaba los guantes.

– Pensé que le daría a este sitio más aspecto de hogar.

Dentro de Tom surgió una fuente de gratitud y amor innegables, y apretó el hombro del amigo:

– Es muy bonito, Charles… es… -Era más que bonito. Era un gesto de corazón. Abrazó con fuerza a Charles y le dio una sincera palmada en la espalda-. Gracias, Charles.

Charles rió entre dientes, un tanto avergonzado, y se apartaron, las miradas se chocaron un momento… y rieron. Cuando rieron, los demás los imitaron, buscando alivio para la emoción del momento.

Tom se concentró en los otros regalos:

– Jerome… ¿me has hecho un baúl?

– El viejo y yo.

El regalo de Jerome era casi tan asombroso como el de Charles: un hermoso baúl de cuero de vaca con armazón de madera y aldaba de candado de bronce, hecho en la talabartería del padre. Tom lo inspeccionó con toda minuciosidad y también dio a Jerome una cariñosa palmada de agradecimiento en la espalda.

– Dale las gracias también a tu padre.

– Ábrelo.

Dentro, había un abigarrado surtido: un raspador para botas, un molde para pan de maíz, un par de teteras abolladas, una colección de trapos limpios, dispuestos en un paquete.

– ¿Qué es esto?

– Trapos.

– ¿Trapos?

Tom los sostuvo colgando de la doble atadura.

– Mi madre dice que en una casa siempre hacen falta trapos.

Con un coro de carcajadas, empezó la segunda oleada de alboroto: las mujeres usaron algunos de los trapos para limpiar la nieve derretida del suelo de la cocina mientras otras comenzaban a desempaquetar una increíble variedad de enseres domésticos. Cortinas, que un contingente colgó mientras otro forraba los anaqueles de la despensa con papel encerado. Los varones abrieron jarras de cerveza casera; alguien encontró vasos entre el revoltijo; otro, abrió la puerta de la sala y encendió el fuego en la pequeña estufa; se le dio cuerda al gramófono de los Fields y pusieron un tubo, con lo que la casa se llenó de música; alguien desenterró una lámpara de pared con reflector y la instaló en la pared de la sala; dos de los hombres regresaron de llevar el carro al establo de Edwin y recibieron una reprimenda por sacudirse la nieve de los pies: Lybee Ryker sacó una estera trenzada hecha con retazos para poner delante de la puerta; Tarsy sacó emparedados de un recipiente. Y en medio de todo eso, Tom desempaquetó todo.

Lo que no habían hecho lo consiguieron requisando sus respectivos hogares. El resultado era una colección de restos, desde ganchos para cucharas hasta jarras con espiche, algunos útiles, otros inútiles. Las mujeres colocaban todo mientras él sacaba: cuatro platos esmaltados astillados, blancos con el borde azul; unos cubiertos de metal deteriorados; un rallador; un pasapuré de madera; paño para secar los platos; frascos con conservas caseras de frutas y verduras, y jaleas; tres sillas llenas de raspones, de distintos estilos; una escupidera de cobre mellada; una pequeña mesa cuadrada con una pata quebrada; un cedazo; fundas para proteger sillones; fundas de almohadas; un portapeines para colgar de la pared; un espejo cuarteado, un recipiente para pelo.

– ¿Un recipiente para pelo? -Tom se tapó la cabeza como para sujetárselo-. ¡Señor, espero no necesitarlo!

Cuando Tarsy se le acercó y le revolvió la espesa melena negra, todos rieron:

– Por ahora, no hay peligro.

El dueño de casa le apretó la cintura y le lanzó un guiño secreto:

– Qué traviesa, ¿eh? -bromeó en voz baja y se le formaron arrugas en las comisuras de los ojos.

– ¿Te diviertes?

– Más tarde, recuérdame que te dé las gracias.

Una de las últimas cosas que desenvolvió fue una bella manta hecha a mano. Las mujeres se acercaron y lanzaron exclamaciones. Todas, menos Emily.

– Es un regalo de Fannie -informó, conservando la misma distancia que mantuvo toda la noche.

Tom la miró a los ojos por primera vez desde que el grupo entró en la casa.

– ¿La hizo ella?

– Sí.

– Es muy hermosa. Dile que se lo agradezco, por favor.

Emily asintió.

Charles, que los observaba, confundió la cuidadosa distancia que mantenían con frialdad y, siempre ansioso de promover la amistad entre las dos personas que más amaba, tomó de la mano a Emily:

– ¿Quieres ver la casa? Te la mostraré.

Su novia le dirigió una sonrisa fugaz, distraída.

– Claro.

Recorrió con Charles la casa de Tom, la que habían construido juntos: subieron la escalera que hacía un giro en el rellano, visitaron los tres dormitorios de la planta alta, cada uno con su propio armario y con encantadoras ventanas en frontón que llegaban hasta los techos en ángulo, pero casi sin muebles. Charles no habría estado más orgulloso si la casa hubiese sido suya. Describía con entusiasmo cada característica, levantando la lámpara, y llevaba a Emily de la mano. Se detuvieron en el tercer dormitorio, girando en círculo para contemplar el suelo recién colocado que olía a madera, la atractiva línea del techo, las esbeltas ventanas, tan despojadas de cortinas como el día que las colocaron. La lámpara proyectó sobre ellas un aro de luz. Contra el fondo negro de la noche, los reflejos de los dos brillaron nítidos en los cristales. Los dos vieron los reflejos en el mismo instante, y Charles apretó su mano en torno de la de Emily y se inclinó como para besarla.

Pero Emily se soltó.

– ¿Pasa algo malo? -preguntó el joven, disimulando su desencanto.

La muchacha se volvió.

– No.

– Esta noche estás demasiado callada.

– No tiene importancia. Es que estoy preocupada por mi madre, eso es todo.

Eso no era todo. Se trataba de Tom Jeffcoat; y de esta casa en la que esperaba vivir con su esposa, algún día; y sus ojos, que evitaron los de ella toda la noche; y el recuerdo de la última vez que estuvo con él, llorando sobre el cuello de su camisa, rodeada por sus brazos, sintiéndose segura y reconfortada.

– Eso no es todo -insistió Charles, acercándose, oprimiéndole el brazo-. Pero, ¿cómo puedo entenderte si no me lo cuentas?

De casualidad, dio con una respuesta creíble:

– Es por esas ventanas sin cortinas, Charles. Cualquiera podría mirar dentro y vernos.

– ¿Y qué hay si miran? Estamos comprometidos para casarnos. Se supone que, de vez en cuando, los prometidos se besan.

Como no tenía más excusas para evitarlo, lo miró con expresión de disculpa:

– Lo siento, Charles.

Charles pareció herido.

– Yo también.

Había bajado el brazo y la luz de la linterna lo iluminaba desde abajo, convirtiendo los ojos en sombras densas.

– ¿Sabes lo que creo que te molesta? -Lo miró sin responder y el joven continuó-: Creo que es Tom.

Emily sintió que algo caliente le estallaba en el pecho y extendía sus tentáculos de culpa por su rostro.

– ¿Tom?

– Cada vez que estás cerca de él, cambias. O lo rechazas o atacas. Esta noche casi no le has dirigido la palabra, aunque esta fiesta es en su honor. Es mi mejor amigo, Emily, y yo me siento atrapado en un tironeo entre vosotros dos. ¿No puedes intentar ser su amiga, aunque sea por mí?

– Lo lamento, Charles -repuso sumisa, sintiendo que se sonrojaba, y bajando la vista con aire culpable.

– No has dicho nada agradable sobre la casa. Sabes que pasé casi todo el verano construyéndola y estoy bastante orgulloso.

– Lo sé.

Adoptó la expresión contrita de una niña a la que reprenden.

– Entonces, compórtate como si, al menos, pudieses tolerarlo. -Le levantó la barbilla con un dedo y le miró los ojos, en sombras como los de él-. No pido más que un poco de armonía entre los dos.

– Lo intentaré -murmuró.

La besó ahí, ante las ventanas sin cortinas, con la luz de la lámpara iluminándolos en el centro del cuarto vacío: fue un roce leve de sus labios sobre los de ella, sin soltarle la barbilla, y después otro: todo estaba perdonado.

– Y ahora, ven que te mostraré el resto -murmuró, saliendo él primero de la habitación y llevándola de la mano.

A medida que avanzaban, le explicaba cómo ensamblaron las vigas, señaló las ventanas de guillotina, el ajuste de las puertas, la tersura de la baranda de la planta alta, lo seguro de los contraescalones de poca altura y el ancho extra de los escalones. Al pie de las escaleras, giraron a la izquierda en lugar de a la derecha y Emily se encontró en el dormitorio de Tom Jeffcoat.

La cama de hierro blanco con junturas en forma de bellotas estaba en un rincón, con una ventana en cada pared. En lugar de un cubrecama, había unas mantas extendidas sobre la almohada simple, que parecía solitaria sobre la cama doble. De un gancho colgaba una lámpara de aceite y sobre su base había una sola hebilla. Al verla, el corazón de Emily dio un brinco y se llevó la mano a la nuca como si acabara de caérsele. ¿Qué estaba haciendo junto a la cama de Tom? Pero Charles sólo tenía ojos para la casa y Emily bajó la mano sin que hubiese mayores consecuencias. Su novio le señaló las molduras de doble astrágalo en las puertas, mientras Emily miraba las ventanas, cubiertas provisoriamente por sábanas de franela clavadas a los marcos. Con excepción de su propia hebilla, el dormitorio era austero como una celda monacal.

– Colocamos armarios empotrados en todas las habitaciones -decía Charles-. Ojalá se me hubiese ocurrido cuando construí mi casa.

Al darse la vuelta, Emily vio que había abierto la puerta del ropero de Tom y dejado al descubierto unas pocas prendas que colgaban dejando un gran espacio sobrante. Reconoció el traje negro que usaba los domingos y la camisa de franela desteñida que había absorbido sus propias lágrimas la última vez que se vieron. De un gancho en el fondo colgaba una de las gastadas camisas azules con las mangas arrancadas y sobre el suelo había una maleta blanda de la que asomaba la pernera de una prenda interior enteriza. En un rincón, estaba apoyado el rifle. El armario olía a él: a caballos, a ropa usada y a hombre.

No se habría sentido más incómoda si hubiese entrado en mitad del baño de Tom Jeffcoat.

– Pusimos rosetas en todos los rincones. -Señaló el tallado de la madera sobre sus cabezas-. Y frisos más anchos de lo común… sujetos con molduras. Esta casa está hecha para durar.

– Es muy bonita, Charles -comentó, como se esperaba de ella.

Y lo era, pero quería salir de ese dormitorio… pronto.

La planta baja de la casa se podía recorrer en un círculo. De la sala a la cocina, de la cocina a un corredor que servía de despensa y albergaba el arranque de la escalera, de la despensa al dormitorio de Tom, de ahí al segundo dormitorio y, por una puerta, otra vez al vestíbulo. Al entrar en la sala, Emily dejó escapar un suspiro de alivio. El gramófono emitía una canción tenue y cascada y había comenzado el baile. Tarsy y Tilda Awk habían colgado la manta para exhibirla, extendiéndola y sujetando las puntas en los bordes de las ventanas corredizas. Habían llevado los bancos de la cocina y un grupo se sentó en ellos riendo, colgándose las cucharas de las narices. Otros conversaban. Tom Jeffcoat estaba de pie en el vano de la puerta de la cocina, bebiendo un vaso de cerveza, observando a Emily y a Charles que salían de su dormitorio. Los ojos de la muchacha se clavaron en los del dueño de casa, y lo vio tragar y limpiarse con el dorso de la muñeca. Fue la primera en apartar la mirada. Giró en redondo, de cara al grupo sentado, pero Charles la tomó de la mano y la llevó al otro lado del cuarto, donde había otra puerta junto a Tom, que se abría a un último armario.

– Incluso pusimos uno aquí.

Estaba completamente vacío.

– Ah -dijo, Emily metiendo la cabeza, consciente de que Tom estaba a pocos centímetros, mirando.

– ¡Vaya que tienes armarios, Tom! -exclamó Mary Ess, corriendo a meter la cabeza dentro ella también-. ¡Qué afortunado!

Mary se metió dentro del armario, al tiempo que Charles hacía salir a Emily aferrándola del codo. Consciente de la tensión emocional subyacente entre su amigo y su novia, Charles dijo:

– Le ha gustado tu casa.

Emily lanzó a Tom una mirada inexpresiva.

– Me gusta tu casa -repitió, sumisa, y pasó junto a él hacia la cocina para servirse un trago.

La fiesta se animó. Subió el volumen del gramófono y el baile se aceleró. Emily bebió tres vasos de cerveza y empezó a divertirse de verdad, sin ignorar ni rechazar a Tom. Bailó la varsoviana y sintió un agradable calor. Cuando bailaban, dejó de apartar el brazo de Charles de su cintura. En un momento dado, miró al otro lado de la sala y vio a Tom con el brazo sobre los hombros de Tarsy, que se apretaba contra su costado. Como si hubiese percibido su mirada, el dueño de casa levantó la vista y las miradas se encontraron. Alzó el vaso y bebió, sin dejar de mirarla. El brazo de Charles rodeaba la cintura de Emily; el de Tom, los hombros de Tarsy. Emily experimentó un relámpago irracional de celos y, una vez más, fue la primera en apartar la mirada.

Alguien abrió otro barril de cerveza casera, más fuerte que la anterior. Los espíritus se reavivaron y el buen humor se hizo contagioso. Los hombres arrastraron el baúl nuevo a la sala, metieron dentro a Mick Stubbs y afirmaron que el único modo de liberarlo era que una dama lo besara. Tilda Awk se ofreció, provocando gran alharaca y un coro de aullidos lobunos cuando lo besó en medio de la sala, de pie dentro del baúl con Mick; los varones trataron, jugando, de encerrarlos a los dos cosa que, por supuesto, no pudieron hacer. Tilda y Tarsy conspiraron en un rincón, tras la manta de Fannie, entre risitas y secretos murmurados. Tras unos minutos, salieron y arrastraron a todas las chicas detrás de la manta, contándoles el nuevo juego que pensaban hacer.

– ¡Haremos una presentación social de pies!

– ¡Una presentación social de pies! -murmuró Ardis con los ojos muy abiertos-. ¿Qué es eso?

Tilda y Tarsy hicieron girar los ojos y rieron entre dientes:

– Mi madre me lo contó -dijo Tilda-. Y si ella pudo hacerlo, ¿por qué yo no?

– Pero, ¿en qué consiste?

Resultó ser otro juego ridículo y muy escabroso. Las mujeres se desnudarían de las rodillas para abajo, levantarían las faldas y, de pie detrás de la manta, mostrarían los pies descalzos y las pantorrillas, y los hombres intentarían adivinar a quién pertenecían.

– ¿Qué pasa si le adivinan?

– ¡Una prenda!

– ¿Qué prenda?

– Esto fue idea de Mary: cinco minutos en ese armario vacío… con la puerta cerrada… en parejas.

– ¡No lo haré! -declaró Emily.

Pero las chicas, eufóricas, le regañaron:

– ¡Oh, no seas aguafiestas, Emily! No es más que un juego.

– ¿Y si quedo atrapada con otro que no sea Charles?

– Canta -sugirió Mary, frívola.

Al oír las reglas del juego, los varones lanzaron aullidos de entusiasmo, metieron los dedos entre los dientes y emitieron silbidos agudos, se dieron golpes juguetones en los brazos y terminaron murmurando entre ellos y rompiendo en carcajadas conspiradoras. Emily miró a Charles y comprendió que a él no le molestaría en lo más mínimo pasar cinco minutos en el armario con ella. Sus objeciones quedaron anuladas y ella misma fue arrastrada al ponerse en marcha el juego. Hicieron salir a los varones de la sala mientras las chicas se quitaban los zapatos, las medias y se subían los calzones de lana. Durante todo ese rato, sentada en el suelo, Emily hizo esfuerzos desesperados por recordar si Charles había visto alguna vez sus pies descalzos. Cuando eran niños, mucho tiempo antes, y vadeaban juntos el arroyo durante los picnics familiares. ¿Podría recordar cómo eran? ¡Oh, por favor, Charles, recuérdalo! ¡Tienes que recordar!

Pese a la estufa que se hallaba en el rincón opuesto, el suelo estaba frío. De pie junto con las demás muchachas, descalza sobre el duro suelo de roble recién colocado de Tom Jeffcoat, se colocó en su lugar en la fila detrás de la manta como una oveja sin seso, temerosa de irse de la fiesta como hubiese querido, de que Charles no reconociera sus pies y Tom sí.

Mary Ess llamó:

– ¡Muy bien, ya podéis entrar!

Los varones regresaron en fila, sin hablar. Del otro lado de la manta, carraspearon, nerviosos. Emily estaba apretada entre Tarsy y Ardis, con la vista fija en la manta a escasos centímetros de su nariz, contemplando las pulcras puntadas de Fannie que unían retazos de sus propios vestidos viejos, de las camisas en desuso del padre y sintiendo el estómago en la garganta, preguntándose qué diablos estaba haciendo ahí, metida a la fuerza en un juego en el que no tenía ganas de participar. Los hombres dejaron de removerse y en la sala se hizo un silencio cargado de tensión.

Las chicas sostuvieron las faldas levantadas y sintieron que les ardían las caras. Una cruzó los pies, avergonzada. No se miraron entre sí. ¿Qué pasaría si sus madres se enterasen de esto?

Lo prohibido de la situación las paralizaba.

Emily rogó que Charles eligiese primero… y bien.

Para su horror, oyó que Jerome sugería:

– Tom, es tu fiesta y tu casa. Incluso es tu manta. ¿Quieres ser el primero?

– De acuerdo.

Emily apretó las manos que sujetaban la falda en las caderas. Por el suelo se coló una corriente fría que le heló los pies. De repente surgió en su mente la imagen de Tom con su propia bota en la mano, arrodillándose para volver a calzársela, el primer día que posó la vista sobre él. En aquel momento fue horrible. Ahora, era peor. No se habría sentido más expuesta si hubiese estado desnuda ante él. ¿Por qué se había dejado arrastrar a ese juego estúpido? ¿Para demostrar que no era una aguafiestas? ¿Para demostrar que no era gazmoña? ¿Y qué había de malo en serlo? ¡Había mucho que decir en favor de la gazmoñería! ¡Esta situación le parecía desagradable e impropia, y ojalá hubiese tenido el valor de decirlo!

Pero era tarde.

Tom Jeffcoat se movió a lo largo de la fila de pies desnudos lentamente, atento, y se detuvo ante Emily. La muchacha cerró con fuerza los ojos y sintió como si todo el cuerpo se le hinchara a cada latido del corazón. Tom fue hacia el extremo de la fila y ella respiró con más facilidad, pero al momento volvió, llenándole de pánico el corazón. Ahí estaban las puntas de sus botas negras, a menos de tres centímetros de sus pies descalzos.

– Emily Walcott -pronunció con claridad, tocando su característico segundo dedo, más largo, con la punta de la bota.

Emily cerró los ojos y pensó: "No, no puedo hacer esto".

– ¿Eres tú, Emily? -preguntó, y la muchacha dejó caer la falda como si fuese una guillotina.

Se quedó con la vista fija en la manta, incapaz de moverse, con el estómago contraído y las mejillas ardiendo. Tarsy le dio un codazo.

– ¡Ve y no le arranques los ojos! -Agregó, junto al oído de la amiga-: ¡Soy muy devota de sus ojos!

Emily salió de atrás de la cortina con el rostro rubicundo como una gelatina de arándano. No podía… ¡no miraría a Tom Jeffcoat!

– Pienso que debemos añadir otra regla -bromeó Patrick Haberkorn-. Los dos tienen que salir vivos de ese armario.

Emily fue la única que no rió. Dirigió un silencioso ruego a Charles, pero este dijo en voz alta:

– ¡No le hagas daño, Em, es mi mejor amigo!

Todos rieron de nuevo, y Emily deseó licuarse y escurrirse por las ranuras del suelo.

– Señorita Walcott… -Jeffcoat la invitó con una leve reverencia y un gesto hacia la puerta abierta del armario, como si estuviese esperándolos un carruaje-. Después de usted.

Como una mártir a la picota, Emily caminó, rígida, hacia el armario. La puerta se cerró tras ella y la sofocó una oscuridad tan densa que, por un momento, se sintió mareada, encerrada con Tom, tan cerca que podía olerlo. Tragó un juramento al sentirlo junto a su hombro, impertérrito, mientras ella sentía como si el aire se le escapara de los pulmones de manera entrecortada. Estiró la mano, tocó el revoque frío y plano, pasó la mano por el rincón y se acercó a él, lo más lejos posible del dueño de casa. Aplastó los hombros contra la pared de la derecha y se deslizó hacia abajo.

Tom hizo lo mismo, a la izquierda.

Silencio. Un silencio burlón.

Se abrazó las rodillas y curvó los pies sobre el suelo nuevo y pulido.

Nunca en su vida había estado tan asustada, ni siquiera cuando tenía cuatro años y creyó que había un lobo bajo la cama, pues su madre le contó una historia en la que unos lobos perseguían a su abuelo cuando era niño.

Oyó que Jeffcoat hacía una honda aspiración.

– ¿Estás furiosa conmigo por haberte metido aquí? -le preguntó, susurrando.

– Sí.

– Me lo imaginaba.

– No quiero hablar.

– De acuerdo.

Otra vez, silencio, más denso que antes; Emily se apretó las rodillas contra el pecho y pensó que iba a estallar. Era como estar varios metros bajo el agua, sin aire: el miedo, la presión y el corazón golpeaban con fuerza suficiente para hacerle estallar los tímpanos.

– ¡Es un juego estúpido! -siseó entre dientes.

– A mí también me lo parece.

– Entonces, ¿por qué me has elegido?

– No lo sé.

La inundó la furia, rica y revitalizadora, reemplazando parte del miedo. A la larga, Tom admitió, renuente:

– Sí, lo sé.

A Emily se le dilataron las fosas nasales y estuvo a punto de dejar marcado el revoque nuevo con los omóplatos.

– Jeffcoat, te lo advierto…

Extendió una mano para protegerse y tocó el espacio vacío.

Tom dejó que la insinuación vibrase hasta que el aire se estremeció. Entonces, le ordenó en voz baja, cargada de intención:

– Ven aquí, marimacho.

– ¡No!

Una mano atrapó el tobillo izquierdo de la joven.

Retrocedió y se golpeó la cabeza contra la pared.

– ¡No!

– ¿Por qué no?

– ¡Suéltame!

– Los dos sentimos curiosidad y esta podría ser nuestra única oportunidad de descubrirlo.

La furia se esfumó, reemplazada por la súplica en la voz:

– ¡No, Tom! ¡Oh, Dios, por favor, no!

Frenética, trató de soltarle la mano del tobillo, pero él siguió tironeándola hasta que sintió que se deslizaba por el suelo del armario, con la rodilla y la cadera flexionadas.

– Si forcejeas demasiado, adivinarán lo que está pasando aquí.

Dejó de forcejear… excepto con el aliento. La respiración pasaba con esfuerzo hacia arriba y quedaba atrapada en un nudo de presentimientos que le surgía del pecho.

Afuera, alguien golpeó la puerta, bromeando. Emily se sobresaltó, pero Tom se mantuvo impávido. Su mano subió por la pantorrilla y se quedó detrás de la rodilla. Inmóvil como una estatua, mientras la otra mano tanteaba en la oscuridad y encontraba la mejilla de Emily, le rodeaba la nuca, la atraía, la atraía y ella se resistía.

– Yo también estoy asustado, marimacho pero, por Dios, estoy decidido a saber. Ven aquí.

La boca falló el blanco por dos centímetros. Corrigió la puntería, dejando una estela tibia de aliento mientras Emily permanecía rígida, conteniendo el suyo, con los labios tensos como un melocotón congelado. El primer beso fue cauto, un simple roce de los labios en los suyos. Como permaneció rígida, Tom retrocedió. Por el aliento supo que todavía estaba peligrosamente cerca. Entonces, atacó de nuevo, separando apenas los labios para brindar un atisbo de humedad.

– No lo hagas -suplicó.

Pero siguió como si Emily no hubiese hablado, besándola seductor, inclinando la cabeza, barriendo levemente los labios con la lengua, deshelándola.

– Vamos, marimacho, haz la prueba -la animó.

Le tomó la cabeza con las manos, los pulgares a los lados de la boca rebelde y trazó círculos como si quisiera remodelarla, frotándole los labios con la lengua, persuasivo.

Emily tragó saliva con los labios aún cerrados, el corazón retumbando con una avalancha de pensamientos prohibidos. Tom era persistente, tranquilo, trazaba ochos húmedos sobre la boca de la muchacha con suma delicadeza, el aliento le caldeaba la mejilla… hasta que ya no pudo contener el suyo. Salió en un borbotón acompañado de un estremecimiento y la fuerza de voluntad de Emily desapareció como la escarcha de un cristal entibiado por el sol. Relajándose contra él, levantó los brazos respondiendo al abrazo. Cuando abrió los labios, la lengua la invadió de inmediato, caliente, inquisitiva, incitándola a hacer lo mismo. Como exploradores, giraron, acariciaron, se sumergieron… desconcertados por la excitación mutua e inmediata.

Se tornó demasiado intensa, demasiado veloz.

Se separaron con dificultad, con los corazones tumultuosos, la respiración agitada, los labios de Tom apoyados en el puente de su nariz.

– Emily… -susurró.

Le echó la cabeza atrás y buscó los labios con impaciencia, como si no quisiera perder un segundo de ese tiempo robado. No hubo oscuridad le bastante densa para disimular la aceptación de Emily; ninguna lo bastante total para ocultar su rendición. Se extendió sobre él como un mantel que cayera al suelo y abrió la boca, suave y dispuesta para él.

Este beso empezó de completo acuerdo y maduró de anhelos. Una oleada de ansiedad subió desde los pies de Emily y la sorprendió con su impacto. Le provocó calor, bruscos estremecimientos, la urgencia imperiosa de apretar los pechos contra él. Pero no bastaba ningún abrazo para aliviar el súbito dolor de la excitación. Tom la alimentó, besándola con toda la boca, atrayéndola sobre su regazo, moviendo la cabeza para que la unión fuese más ajustada.

Ah, sí, lo era. La boca de Emily parecía destinada a la de Tom. Se enroscó alrededor de su tronco alzando las rodillas para tenerlo más cerca, rodeándole el hombro con un brazo, el otro en el costado.

La mano grande del hombre rodeó el codo levantado, lo apretó y se deslizó hasta la axila y luego al pecho. Emily se estremeció y luego se quedó inmóvil, impregnándose de las nuevas sensaciones. El corpiño apretado realzaba la sensación de la mano del hombre ahuecada sobre el pecho, con el pulgar que buscaba el punto más caliente, más duro. En lo profundo de su ser, Emily sintió que algo desbordaba y levantó más las rodillas, mientras la mano de Tom le provocaba un dulce dolor en el pecho.

Tom apartó apenas los labios y le preguntó:

– ¿Cuánto tiempo crees que tenemos?

– No lo sé.

Volvieron a unirse con avidez: fue una revelación. Nunca la habían besado así, con este abandono, como si fuese imperativo. Nunca le habían acariciado los pechos, como si fuera impensable resistirse. Tom era más de lo que esperaba: la boca cálida, flexible, su complemento perfecto.

Irrumpió la realidad: la puerta cerrada, el tictac del reloj… Charles… Tarsy… la posibilidad de que los descubriesen.

Un poco más… sólo un poco.

Tom apartó un poco la boca de la de Emily, le mordió con suavidad los labios, la barbilla y el pecho a través del corpiño apretado, como si quisiera llevarse lo más posible antes de abandonar este cubículo oscuro. Emily no pensó en apartarlo pues sentía cada uno de los avances como algo integral, innegable, necesario. La besó otra vez en la boca, acariciándole el pecho, y en las entrañas de Emily, en el núcleo de su feminidad, se formó un nudo.

Estaba besándolo sin pensar en nada cuando él la sujetó de los brazos y la apartó con rudeza.

– Emily, será mejor que nos detengamos.

Se sintió toda ardorosa e hinchada. La prudencia se impuso. No veía más que una negrura absoluta, pero oyó la respiración estridente del hombre.

– Él lo sabrá -susurró, trémula.

– Entonces, vuelve a sentarte donde estabas.

La empujó contra la pared y volvió a su propio lugar. Emily levantó las rodillas contra su corazón retumbante y Tom estiró una pierna en la esperanza de parecer natural cuando abriesen la puerta. Pero la muchacha comprendió que los descubrirían.

– Estaré sonrojada.

– Dile que yo te besé y yo me disculparé explicándole que fue por la cerveza.

– ¡No puedo decirle eso!

– Dame una bofetada. -Con un movimiento veloz, se puso a gatas delante de ella, tanteó buscándole la mano, la besó rápidamente y la apoyó en su propia mejilla áspera-. ¡Rápido! Álzala y dame una buena, que me deje marca.

– ¡Oh, Tom… no puedo…!

– ¡Rápido, ahora!

– Pero…

– ¡Ya!

Lo abofeteó con tanta fuerza que lo tiró hacia atrás y lo hizo gritar:

– ¡Ay! -en el mismo instante en que la puerta se abría. Miró las caras curiosas de Tarsy, Charles y los demás. Emily tenía el rostro metido entre los brazos, pero Tom tuvo la presencia de ánimo de saltar enseguida fuera del armario, a la luz, donde la marca palpitante de la mano de Emily se destacaba en la mejilla. Se la acarició y dijo-: ¡Eso es lo que se logra cuando uno trata de hacerse amigo de los competidores! -Alejándose sin ofrecer la mano a Emily, se quejó a Charles-: ¡Puedes quedarte con ella, Bliss!

Emily no era hábil para fingir y si no se iba de inmediato de la casa de Tom, se descubriría. Se excusó con una visita veterinaria a la mañana siguiente, temprano, y Charles y ella se marcharon poco después del episodio del armario.

Ya afuera, en el aire frío de la noche, pudo respirar otra vez, pero hasta para ella misma su voz sonó estrangulada.

– Charles, no quiero ir más a ninguna de estas fiestas.

– Pero no son más que una diversión inocente.

– ¡Las detesto!

– A mí me parece que es a Tom Jeffcoat a quien detestas.

– Charles, me besó en ese armario. ¡Me besó!

– Ya lo sé. Me pidió disculpas por eso y me dijo que había bebido demasiada cerveza.

– ¿No te importa? -preguntó, exasperada.

– ¿Si me importa? -Sujetándola del brazo, la detuvo en plena calle-. Emily, era sólo un juego. Un juego estúpido. Pensé que si vosotros dos pasabais cinco minutos en ese armario oscuro, quizá salierais riéndoos de vosotros mismos y del modo en que os habéis comportado desde que él llegó al pueblo, haciendo saltar chispas el uno al otro.

Oh, claro que se hacían saltar chispas, pero Charles era demasiado confiado para advertirlo. Para él no era más que un juego, pero para Emily era mucho más. Fue una amenaza, un riesgo y una multitud de sentimientos prohibidos, tan nuevos que la aturdieron.

Cuando llegaron a la casa de los Walcott, no sólo estaba sacudida sino también furiosa.

– ¿Qué clase de hombre permite que su mejor amigo bese a su novia y se ríe de ello?

– Esta clase. -Charles la tomó del brazo, la hizo girar hacia él y la besó con tanta fuerza como Tom. La soltó y dijo en voz ronca-: Aunque no puedas tratar con amabilidad a mi mejor amigo, te amo, Emily.

Unos minutos después, Emily se deslizaba en la cama junto a Fannie, como una tabla recién cortada, la vista fija en el techo, la manta apretada bajo la barbilla, sujeta con ambos puños. Cerró los ojos y vio lo mismo que en el armario: nada. Sólo negrura, que aguzaba los demás sentidos. Lo había palpado, saboreado, olido. ¡Oh, el olor de Tom!

Soltó la manta y, apretando las dos manos sobre la nariz, inhaló cualquier posible resto de fragancia que pudiera quedarle en la piel. Incluso en ese momento, lo reconoció. No era ningún aroma y, a la vez, eran todos: ropa, cabello, heno, cuero y hombre, en una mezcla. Por extraño que pareciera, no podía recordar el olor de Charles. Pero Tom…

Se puso boca abajo, apretándose los pechos para tratar de aliviar la tensión.

Te tocó aquí y surgiste a la vida.

Sólo porque estaba oscuro y era prohibido.

Era lo que querías desde aquella vez, en la plataforma giratoria.

No.

Sí.

Nunca pensé en besarlo. Ni siquiera cuando entré en ese armario. Sólo quería demostrar que no soy gazmoña.

Y lo demostraste, ¿no es así?

No quise engañar a Charles.

No engañaste a Charles. Sólo descubriste qué era lo que faltaba entre los dos.

Esa revelación aterradora la mantuvo despierta toda la noche.

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