Capítulo 10

Había ocasiones en que Fannie se preguntaba por qué había ido. No era fácil ver morir a alguien. Últimamente, el consuelo de estar cerca de Edwin no compensaba el dolor de atender a Joey. La pobre Joey, que seguía declinando. No podía estar acostada porque tosía, ni sentada, porque le requería una energía que no poseía. Entonces, pasaba los días y las noches reclinada sobre las almohadas, ahorrando las pocas fuerzas que reponía en breves siestas.

Cuidarla exigía una solidez que Fannie no había imaginado. Ya el dormitorio apestaba, pues la tos era tan violenta que le provocaba incontinencia, y por más que cambiara las sábanas con toda frecuencia, el olor de orina rancia persistía. Descubrió que la sangre también tenía un olor repugnante, no sólo cuando acababa de manar sino cuando se remojaba en una bañera con agua de lejía.

A Fannie le ardían las manos: ahora el lavado debía hacerse todos los días, y aunque Emily la ayudaba casi siempre, el grueso de la tarea recaía sobre ella. Pero no daba importancia a esa irritación mínima que parecía insignificante comparada con las úlceras producidas por la prolongada estancia en cama en los codos de Joey. Se había convertido en un esqueleto viviente, de escasos cuarenta kilos, tan macilenta que, a veces, Fannie tenía que ahogar una exclamación al entrar al cuarto. El cabello de la enferma casi no se podía trenzar de tan escaso y el cuero cabelludo rosado asomaba entre los mechones lacios. La piel sobre los pómulos parecía hecha de hollejo de maíz seco y se amorataba al menor toque. Cualquier contacto físico le provocaba dolor; hasta tuvo que sacarse la sortija de bodas del dedo nudoso pues decía que lo sentía como una esposa de hierro. En cualquier sitio donde la tocaban los que la atendían se le formaban marcas moradas.

Tosió otra vez y Fannie metió una mano bajo la almohada para sostenerla más erguida. Brotó la sangre… carmín brillante contra los limpios trapos blancos que sustituían a los pañuelos, que ya resultaban demasiado pequeños. Lo pasaron juntas, y cuando el espasmo acabó, Josephine se recostó, vacía. Fannie la soltó con delicadeza y le acarició el cabello, el único lugar donde podía acariciarla sin causarle más dolor.

– Ya está, Joey, ahora, descansa…

Inventar palabras tranquilizadoras se había convertido en una gran carga para ella cuando era testigo del dolor de Josephine. Dios Querido, llévatela o provoca un milagro:

– Tengo que colgar unas cosas en la cuerda. ¿Estarás bien? -Demasiado débil para asentir, la prima levantó un dedo-. No tardaré mucho.

Colgó la última sábana y, al volver a la cocina, oyó la tos que se reanudaba. Cerró los ojos y apoyó la frente contra el fresco umbral barnizado.

Así la encontró Emily.

– ¿Fannie?

La mujer se enderezó de golpe.

– Oh, Emily. -Ocultándose en la necesidad de levantar el cesto de ropa limpia, se secó las lágrimas-. No te oí entrar.

– ¿Mi madre está peor?

– Ha tenido una mala tarde. Mucha tos y las úlceras son espantosas. ¿Hay algo en tu maletín médico que pueda aliviarla? La pobre está sufriendo mucho.

– Veré qué puedo encontrar. ¿Y tú? Tampoco pareces muy animada.

– Oh, tonterías. ¿Yo? -Fannie compuso un aire jovial-. Bueno, ya me conoces… soy como un gato: siempre caigo de pie.

Pero Emily vio el brillo de las lágrimas y la postura de derrota. Había percibido lo fatigada y vencida que parecía. Cruzó la cocina y le quitó la cesta del lavado de las manos.

– Necesitas alejarte de aquí un par de horas. Deja esto y cualquier otra cosa que esté sin terminar. Péinate, ponte los bombachos y ve a dar un paseo en bicicleta. No vuelvas hasta que sientas el olor de la cocina: es una orden.

Fannie cerró los ojos, controló sus emociones, se apretó una mano contra el diafragma y exhaló largamente.

– Gracias, querida. Eso es lo que haré y te lo agradezco.

Tardó quince minutos en quitarse el vestido, lavarse para eliminar el olor a enfermedad que le penetraba la piel y ponerse ropa limpia. Con una camisa blanca almidonada, una chaqueta color nuez moscada y los bombachos haciendo juego, tomó la bicicleta del cobertizo.

¡Por todos los cielos, qué bueno era estar fuera! Alzó el rostro hacia el cielo y aspiró hondo. Era primavera, el cielo azul como el flanco de una trucha, el aire parecía tónico y alrededor los chopos se habían convertido en el tesoro de un rey: oro sobre azul. Alejándose, gozó de su libertad y borró las preocupaciones de la mente. A lo lejos se alzaban las colinas como las paredes de una taza de té, pero junto a las riberas de Little Goose Creek la hierba aún lucía el verde irlandés salpicado del rojo del zumaque, que era el primero en florecer. Qué bueno era ser fuerte, sana, robusta y estar al aire libre, de cara al viento. Fannie se equilibró en el sillín y pedaleó con más fuerza, sintiendo que la brisa se le enredaba en el pelo y lo agitaba como unos dedos gruesos y ásperos. En la colina al suroeste del pueblo, bajando una cuesta rocosa que la obligó a aferrarse al manubrio para no caer, pedaleó, corriendo los límites, sintiendo los músculos flexibles que se tensaban y se calentaban, disfrutando cada minuto por la sencilla razón de que era firme, sana y capaz de llegar a tales límites. Se detuvo en un arroyo cuyo nombre no conocía y lo vio rizarse, atrapar el cielo y reflejarlo con brillos de lentejuelas. Dejó la bicicleta y se tendió sobre la hierba, la espalda apoyada en la tierra, y absorbió esa sensación de permanencia, mientras el sol le caldeaba el rostro. Se abrió el corpiño para que le bañase también el pecho. Escuchó a un mirlo de alas rojas que cantaba sobre una mata de juncia, en la otra orilla, se arrodilló para responderle y lo espantó. Bebió el agua del arroyo, se abotonó otra vez la chaqueta y volvió al pueblo.

Siguió por la calle Grinnell, hasta el establo Walcott.

Entró con la bicicleta por el pasillo que dividía el edificio y se detuvo junto a una carretilla cargada de paja fresca ante un pesebre que Edwin estaba forrando. Cuando dejó caer la bicicleta en el pasillo, el hombre se volvió, asombrado.

– Edwin, no hagas preguntas, por favor. Hoy lo necesitaba.

Entró en el pesebre y se arrojó en sus brazos.

– ¿Fannie?

Lo tomó por sorpresa y se quedó quieto, con una horquilla balanceándose en el puño.

Fannie le abrazó el torso y le apoyó la cara en el pecho.

– ¡Por todos los cielos, qué bien hueles!

– Fannie, ¿qué sucede?

– ¿Quieres abrazarme, Edwin, por favor? Muy fuerte y muy quieto dos o tres minutos. Con eso será suficiente.

La horquilla golpeó con ruido sordo contra la división de madera y los brazos de Edwin rodearon los hombros de la mujer.

No tuvo tiempo de hacerse fuerte. En un momento dado estaba acomodando heno y al siguiente Fannie estaba apretada contra él, fragante y flexible, oliendo a grana aplastada, a aire fresco y a las hierbas aromáticas que metía entre sus ropas en el armario. De la cabeza brotaba una suave fragancia tibia, como si hubiese pedaleado mucho. Apoyó la nariz contra ese cabello del color del amanecer y aspiró hondo, extendió las manos sobre la espalda de la mujer, reconociendo sus contornos.

– Ahhh… sí -murmuró Fannie, frotando la nariz contra la camisa, aspirando olores genuinos de hombre, sudor y caballo, suavizados por el aroma dulce del heno fresco que colmaba el pesebre-. Perdóname, Edwin. Sencillamente, lo necesitaba.

– Está bien, Fannie.

Se estrecharon frotándose mutuamente las espaldas: "… carne sana, flexible", pensó Edwin, "como hacía años no acariciaba".

– Es una buena sensación acariciarte -murmuró la mujer.

– Para mí también.

– Recio, fuerte y grato.

A Edwin le pareció que el corazón le latía en la garganta. ¡Era increíble: estaba tocándola, al fin, abrazándola, como imaginó que haría desde que ella llegó y durante años antes de que llegase! Cuan característico de Fannie sorprenderlo así, cuando menos lo esperaba, apretarse contra él y rodearlo, como si ese fuera su lugar propio.

– ¿Por qué hoy? -preguntó, incrédulo.

– Porque no sabía si podía seguir sin esto.

– ¿Tú también, Fannie?

Asintió, chocando con el mentón de Edwin.

– Hueles a vida y a vigor.

– Huelo peor que eso: he estado limpiando los pesebres.

– ¡No! ¡No te apartes! Todavía no es suficiente.

El hombre cerró los ojos y sonrió con el rostro apoyado contra el cabello de la mujer, sintiendo que se le enredaba en la barba, empapándose con la cercanía, inhalando la fragancia herbácea. Se echó atrás para mirarle los ojos mientras le acariciaba los costados, la tomó de la cintura que era como la muesca de un violín, breve y curva. Rodeó las costillas, rozó con los pulgares la depresión debajo de ellas, deseando tocar los pechos pero sin atreverse pues esa sencilla exploración era un placer en sí misma. ¿Cuánto tiempo hacía que no acariciaba a una mujer de esta manera? Había perdido la cuenta. Tal vez, las últimas caricias habían sido las que hiciera años atrás a Fannie. Josie siempre había rechazado las caricias abiertas. Todo contacto sexual entre ellos, incluso el afectuoso, ocurrió en la oscuridad de la noche, discretamente, según las rígidas costumbres de la esposa. Atrajo otra vez a Fannie hacia sí. Ah, qué bueno, qué natural era tocar a una mujer a plena luz del día, apoyar la cara en su pelo y apretar sus caderas contra las de uno… Abrió las manos y las fue subiendo hasta que los pulsares tocaron las axilas, extendiendo los dedos hacia atrás como si Fannie fuese una nuez que él podría partir y saborear. La mujer se estremeció y emitió un sonido extasiado con la boca contra el cuello de Edwin. Cuando este se echó atrás para verle la expresión, un mechón del cabello rojizo quedó enganchado en el botón de la camisa, enlazándolos. Las miradas de ambos se encontraron, desbordantes de un amor tan sólido, tan enraizado, que ya no podían negarlo.

– Perdóname, Fannie, pero tengo que hacerlo -dijo con suavidad.

Se adueñó de sus labios y pechos al mismo tiempo, atrayéndola hacia él con las manos grandes, manchadas del trabajo, ahuecadas sobre esas suaves protuberancias, inclinando la cabeza para saborear la boca expectante. Ya no eran jóvenes como la primera vez que la besó y la acarició. Lo que hacían lo hacían con pleno conocimiento de consecuencias y significado. Se besaron como dos seres que pagaron caro y por mucho tiempo el derecho de hacerlo, lengua sobre lengua, las bocas abiertas y dóciles, mientras él sostenía los pechos desde abajo y acariciaba los pezones con los pulgares. La apoyó contra el áspero tabique de madera, haciendo caer la horquilla al suelo y apretándose contra ella, con una erección total y sin intenciones de ocultarlo. Era como la recordaba, sensual, apasionada e inventiva con la boca. Exploró la lengua y los labios de Edwin, saboreándolo a fondo, con diestros giros de la lengua y con los labios ávidos. El beso no acabó sino que se apaciguó, se esparció hacia otras regiones: los cuellos, los hombros, gargantas, orejas…

– Fannie, nunca lo olvidé… nunca.

Habló en largos suspiros.

– Tampoco yo.

– Tendríamos que haber estado juntos todos estos años.

– En mi corazón lo estuvimos.

– Oh, Fannie, Fannie, mi querida, dulce Fan…

La boca de la mujer, ansiosa y abierta bajo la del hombre, le cortó la palabra. Se besaron con el apremio del tiempo perdido… besos húmedos, agitados, separados por sonidos inarticulados y la presión ardiente de los cuerpos, como si abrazándose fuerte pudiesen borrar el largo período de sufrimiento.

Cuando hicieron una pausa, jadeando, Edwin le dijo:

– Había olvidado estas sensaciones. ¿Sabes cuánto hace que no hacía nada parecido?

– Shh… nada acerca de ella, nunca. Esto ya es bastante deshonroso.

Edwin le sujetó la cabeza como un sacerdote sosteniendo un cáliz y la bebió… Fannie, la del cabello brillante y el espíritu insaciable, y la fragancia a césped aplastado. La acarició como a algo muy precioso… Fannie de los recuerdos y la calidez, de los rocíos de besos de la juventud. ¿Cómo soportó todos esos años sin ella? ¿Por qué intentó soportarlos?

Levantó la cabeza y se sumergió en sus ojos.

– Lo deshonroso fue haberte dejado. Qué tonto fui.

– Hiciste lo que creías que debías hacer.

Le acarició las mejillas con los pulgares.

– Te amo, Fannie. Siempre te amé.

– Y yo te amo a ti, Edwin. Nunca dejé de amarte.

– Lo sabías cuando yo me casé con Josie, ¿no es cierto? Sabías que yo te amaba.

– Claro que lo sabía, del mismo modo que tú sabías lo que yo sentía.

– ¿Por qué no trataste de impedírmelo?

– ¿Habría servido de algo?

– No lo sé. -Había dolor en los ojos de Edwin y arrepentimiento en su voz-. No lo sé.

– Tus padres ejercieron una presión muy fuerte. Los de mi prima, también.

– ¿No es extraño que cuando les dije que Josie y yo nos marchábamos de Massachusetts no protestaran? Casi como si reconocieran que nuestra marcha era un castigo que debían sufrir por haber manipulado nuestras vidas. Yo sabía que era el único modo en que mi matrimonio podía subsistir: no podía vivir cerca de ti y no poseerte. Estoy seguro de que habría roto mis votos conyugales. Mi preciosa Fannie… -La atrajo de nuevo a sus brazos con ternura y posesividad-. Te amo tanto… ¿Quieres venir conmigo al altillo y dejar que te haga el amor?

– No, Edwin.

No se movió de sus brazos mientras lo rechazaba, en una actitud característica de ella.

– ¿Acaso no hemos desperdiciado bastante nuestras vidas? -Sujetándole la cabeza, arrojó sobre ella una lluvia de besos que le mojó la piel-. Cuando teníamos diecisiete años, tendríamos que haber mandado al diablo las consecuencias y convertirnos en amantes, como queríamos. Esas consecuencias no pudieron ser peores que lo que sufrimos. Por favor, Fannie… no prolonguemos el error.

La mujer le tomó las manos, las alzó, las encerró entre las propias bajo su barbilla. Bajó los párpados temblorosos, mientras las emociones recorrían su cuerpo ardiente.

– Basta, Edwin. Tenemos que detenernos. Eres un hombre casado.

– Con la mujer equivocada.

– Es lo mismo. Y jamás le haría algo semejante a Josie. También la quiero a ella.

– Entonces, ¿por qué viniste aquí? -le preguntó, casi enfadado.

Entendió la frustración del hombre. Con calma, apoyó la mano de él sobre su corazón agitado.

– Siente lo que me provocas. La sangre me corre a toda velocidad. Estoy temblando por dentro y me siento mucho más viva, con un motivo para seguir adelante. Tomé esto de ti porque creo que Joey lo aprobaría. Por ahora, es suficiente. -Juntó otra vez las manos de los dos, le besó las yemas de los largos dedos y le buscó la mirada-. Estoy recuperada y tú también. Pero si traicionáramos a Joey, sufriríamos. Lo sabes tan bien como yo, Edwin. Y ahora, tengo que volver a la casa.

Edwin le buscó los ojos, sintiendo que la irritación se desvanecía:

– Fannie, ¿cuándo…?

– Silencio -le ordenó con suavidad, cubriéndole los labios con un dedo. Recorrió los labios con ese dedo, siguiendo el recorrido con la mirada-. Somos seres humanos, Edwin. No podemos mantener siempre en suspenso lo que sentimos uno por el otro. A veces, cuando estemos melancólicos y ansiosos, podríamos buscarnos, como yo he hecho hoy. Pero no hablaremos de contingencias ni nos comprometeremos a engañosos encuentros íntimos, pues lo único que lograríamos sería cimentar nuestra culpa. -Bajó la voz hasta un susurro-. Ahora debo irme. Por favor, déjame.

Retrocedió y se desasió, deslizando las manos por las muñecas, los nudillos y, por último, los dedos.

– Sin embargo, pienso en ti por la noche, cuando estoy acostada -murmuró, escabullándose.

– Fannie…

Fue hasta la bicicleta y la montó, mientras aún le quedaba una pizca de honor.


Por esos días, mientras Josephine sufría una postración final, Tom Jeffcoat trabajó duro para completar el interior de la casa. Una noche, a mediados del otoño, tras quince horas de haber trabajado sin parar, tiró la espátula de revocar, estiró la espalda apretándosela con los puños y se arqueó hacia atrás. Sobre su cabeza colgaba la linterna de queroseno, proyectando sombras arqueadas sobre la pared de la cocina a medio revocar. Quería terminar esa noche -por lo general, trabajaba hasta las diez- pero le dolía la espalda y la cama improvisada en el establo le resultaba irresistible.

Contempló el cuarto, las ventanas a medio instalar, el suelo cubierto de lonas húmedas y se preguntó qué mujer reinaría en ella algún día. Surgió una imagen desconcertante de Emily Walcott, donde estaría el hornillo. Ja. Era probable que ella no supiera por qué extremo se agarraba la cuchara de revolver. ¿Acaso no le confió Charles que no era muy hábil para cocinar? A pesar de ello, la imagen permaneció y Tom se quedó con la vista fija, vidriosa de cansancio.

Vete a casa, Jeffcoat, pues de lo contrario te caerás.

Se puso en cuclillas para limpiar el fratás, tan cansado que le costó esfuerzo levantarse. Bostezando, se puso la desteñida chaqueta de franela, levantó el balde con herramientas sucias y apagó la lámpara. La cocina se llenó de sombras violáceas, mientras se detenía un momento a especular.

Lo más probable es que compartas esta casa con Tarsy Fields. Es lo mejor que puede ofrecer este pueblo.

Afuera, una luna casi llena vertía una luz lechosa sobre las calles, aclarando los tejados y prometiendo helada para el día siguiente. Echó una mirada a los Big Horns. Los picos ya estaban cubiertos de nieve en lo alto y tenían un resplandor casi púrpura bajo la luz lunar. Se levantó el cuello de la chaqueta y se encaminó en dirección opuesta, hacia Grinnell. El pueblo ya estaba preparándose para el invierno. Al pasar, vio huertas en las que habían recogido todo, salvo alguna calabaza o una hilera de zanahorias dejadas para que se endulzaran con las primeras heladas. Se recubrían los cimientos con paja, y la fragancia se mezclaba con el del suelo recién roturado cargado de plantas viejas de tomate y restos de fuegos de los jardineros, que indicaban el final de la estación de las cosechas. Se preguntó qué tal sería Tarsy cuidando el huerto. Aquí, donde los alimentos enlatados llegaban en carros tirados por bueyes y costaban una pequeña fortuna, las amas de casa no tenían otra alternativa que separar alimento para el invierno. Por alguna razón, no podía imaginársela de rodillas, arrancando malezas. ¿Envasando conservas? Le resultaba un cuadro divertido. ¿Criando niños? ¿Tarsy, la de los rizos sedosos?

¿Y Emily Walcott?

Recordarla lo sacudió, pero persistía en sus pensamientos cotidianos, quizá porque Charles hablaba tanto de ella. Tal vez le desagradaran las tareas domésticas, pero sí podía imaginarla criando hijos. Una mujer capaz de soportar una situación como la de la granja Jagush, sin duda podía tener valor suficiente para dar a luz.

En ese sentido, Charles era afortunado. ¿Y qué?

Quítatela de encima, Jeffcoat.

¿Qué me la quite? ¡Nunca estuvo encima!

¿Ah, no?

Está prometida a Charles.

Cuéntale eso a tu corazón la próxima vez que se estremezca cuando ella entra donde estás tú.

Bueno, mi corazón se estremece un poco, ¿y qué?

Te gustaría casarte con ella.

¿Con la marimacho?

¿Por qué te la imaginaste en tu cocina y teniendo hijos? Y no te engañes a ti mismo con que te imaginabas que tenía a los hijos de Charles Bliss.

Estaba exhausto y por eso su mente divagaba por esas rutas imposibles. Fuera lo que fuese lo que creía sentir por Emily Walcott, pasaría. Tenía que pasar, no había otra solución. Siguió caminando con las articulaciones flojas de fatiga y el balde golpeándole la rodilla con ruido blando.

Dobló por la calle Grinnell, llegó ante el establo de Edwin… y se detuvo de golpe.

¿Por qué había una luz encendida a esa hora de la noche? Edwin cerraba a las seis, todos los días, igual que él mismo, y nunca volvía cuando ya estaba oscuro. ¿Y por qué esa luz era tan débil, como si se filtrara por la ventana de la oficina, desde el cuerpo principal del cobertizo?

¿Serían ladrones de caballos?

Se le erizó el pelo. Se deslizó pegado al edificio, con los hombros aplastados contra la pared y apoyó el balde sin hacer ruido. La puerta corrediza estaba abierta sólo el espacio del ancho de un hombre. Fue hacia allí, prestando atención. Silencio. No se escuchaba ni resoplar a un caballo, lo cual significaba que no había ningún intruso en los pesebres. Conteniendo el aliento, escudriñó desde la puerta en la profunda lobreguez del cobertizo. El almacén principal estaba a oscuras. La luz venía de la oficina, pero era tan tenue que apenas iluminaba el borde de la puerta. Si el que estaba dentro era Edwin, tendría la mecha baja. ¿Acaso Edwin dejaría el dinero ahí, de noche, en algún sitio entre el desorden del viejo escritorio?

Jeffcoat contuvo la respiración y se metió por la puerta. Desde la oficina llegó un ruido amortiguado de respiración nasal, seguido de crujir de papeles. Caminó de puntillas junto a la pared, guiándose por el tacto, hasta que tocó una superficie tersa de madera: el mango de una horquilla. Deslizó las manos en silencio para identificar las frías púas mortíferas. Aferró el mango como un guerrero y fue de puntillas hasta un costado de la puerta de la oficina, listo para saltar.

– Edwin, ¿es usted?

La respiración nasal y el arrastrar de papeles cesaron.

– ¿Quién está ahí? -preguntó, en tono severo.

Nadie respondió.

Se le tensó el pecho y se le erizó el pelo, pero aferró la horquilla e irrumpió en la oficina como un guerrero zambiano, aullando:

– ¡Raaaa!

La única persona que estaba en la oficina era Emily Walcott.

Aplastada contra el respaldo de la silla, con el rostro pálido y aterrado, lo vio aterrizar con el arma enarbolada y las rodillas flexionadas.

– ¡Emily! -exclamó, tirando el arma improvisada-. ¿Qué estás haciendo aquí?

Era evidente lo que estaba haciendo ahí: llorando… en la intimidad. Tenía los ojos hinchados y las lágrimas seguían rodándole por el rostro incluso en ese momento, en que tenía la boca abierta por el susto.

– ¿Qué estás haciendo tú aquí?

– Pensé que había un ladrón de caballos o alguien revolviendo el escritorio en busca de dinero. Edwin nunca vuelve después de las seis.

Apoyó la horquilla en la pared y se volvió otra vez hacia la muchacha, perturbado por las lágrimas que le bajaban por las mejillas. Qué acongojada parecía, ataviada con un vestido color calabaza, con manchas oscuras en el corpiño, evidencia de que hacía rato que estaba llorando. Emily giró hacia los huecos del escritorio y se enjugó con disimulo los ojos con los nudillos.

– Bueno, soy yo, así que puedes irte -le informó, con la nariz tapada.

– Estás llorando.

– No por mucho tiempo. Estoy bien. He dicho que puedes irte.

El llanto fue una sorpresa para Tom. No la consideraba mujer fácil de trastornar ni se consideraba hombre capaz de conmoverse por ello. Pero el corazón se le contraía.

Adrede, habló en tono ligero:

– Ahora es demasiado tarde, ya te he sorprendido. De modo que puedes hablar.

Terca, negó con la cabeza, pero inclinó la boca sobre el pañuelo y se le sacudieron los hombros. Con la vista fija en la espalda del vestido abotonado atrás, tenso a la altura de los hombros, el recatado cuello blanco y el cabello negro desordenado en la nuca, tuvo que contener el impulso de girar la silla y tomarla en sus brazos, estrecharla con fuerza y dejar que llorase sobre su hombro. Le preguntó:

– ¿Quieres que vaya a buscar a Charles?

Emily negó con vehemencia con la cabeza, pero siguió sollozando dentro del pañuelo, con los codos apoyados en el escritorio.

Tom se sintió desarmado, no supo qué hacer mientras Emily se doblaba hacia adelante, hundía la cara en el brazo y sollozaba con tal fuerza que se le levantaban las costillas. Sintió que su propio pecho se contraía y se le formaba un nudo en la garganta. ¿Qué hacer? Por piedad, ¿qué tenía que hacer? La contempló hasta que tuvo ganas de llorar él mismo, y por fin se acuclilló y giró la silla hacia él.

– Eh -la llamó con suavidad-, date la vuelta. -La falda le rozó las rodillas, pero Emily se negó a levantar la cara del pañuelo, avergonzada de que la hubiese sorprendido así-. Sabes que puedes contármelo.

La muchacha sacudió la cabeza, soltando una serie de gemidos ahogados.

– V-vete. No q-quiero que me veas así.

– Emily, ¿de qué se trata? ¿Algún problema con Charles?

Negó con la cabeza y una hebilla cayó del pelo sobre la rodilla de Tom y luego al suelo.

La levantó y la guardó apretada en la mano, contemplando la raya del cabello que tenía a escasos centímetros de la nariz.

– ¿Conmigo? ¿Otra vez te hice algo?

Otra negativa vehemente.

– ¿Tu hermano? ¿Tarsy? ¿Tu padre? ¿Qué es?

– Es mi madre. -La pronunciación distorsionada por el pañuelo y la nariz congestionada sonó como bi badre. Los ojos desolados aparecieron sobre la tela de algodón, que apretaba contra la nariz-. Oh Tom -Tob, oyó-, es muy duro verla morir.

El lamento y la involuntaria pronunciación deformada lo golpearon con una ola de emociones. Necesitó un esfuerzo sobrehumano para quedarse de cuclillas ante ella sin tender la mano, sin tocarla.

– ¿Está peor?

Emily asintió y bajó la vista mientras se sonaba la nariz. Cuando al fin apoyó las manos en la falda, tenía la nariz roja e irritada.

– Hoy la cuidé mientras Fannie s-salía un ra-rato -explicó, con frases entrecortadas, las palabras interrumpidas por sollozos-. Pobre Fannie, está con ella todo el día. Hasta ahora no c-comprendí qué tarea tan terrible le encomendamos, al tener que cuidar a nuestra madre todas estas semanas. Pero hoy me pidió si podía… podía -Emily luchó contra un nuevo ataque de sus emociones-. Si podía buscar algo para aliviarle las llagas que le provoca estar en cama, y yo… -Haciendo un enorme esfuerzo para completar el relato sin quebrarse de nuevo, alzó los ojos enrojecidos hacia la parte de arriba de la puerta-. Las… vi. -Parpadeó, cerró los ojos e inhaló una inmensa bocanada de aire, los abrió otra vez y reanudó el esfuerzo-. Fannie baña a mi madre y le cambia la ropa y la ropa de cama. Hasta hoy yo no sabía lo te-terribles que eran esas llagas. Y está ta-tan d-delgada… casi no queda… nada de ella. No puede siquiera darse la vuelta sola. P-papá tiene que ayudarla, pero donde quiera la toque le quedan marcas moradas.

Otra vez se le llenaron los ojos de lágrimas, pese a los valientes esfuerzos para contenerlas.

De rodillas ante ella, Tom vio, impotente, cómo estallaba otra vez en lágrimas cubriéndose la cara con las manos mientras todo su cuerpo se sacudía. Maldito seas, Charles, ¿dónde estás? ¡Te necesita! Viéndola así, desgarrada, desdichada, el corazón se le desbordó. ¡Oh, marimacho, no llores… no llores!

Pero Emily lloró, torturada, tratando de contener el sonido, que se le escapaba como un maullido débil y lamentable. Sintió la presión en su propia garganta y supo que si no la tocaba se haría pedazos.

– Emily, tranquilízate… vamos… vamos.

Aún de rodillas, la acercó a él y Emily se dejó llevar, floja, resbalando de la silla sin ejercer resistencia. La envolvió con ternura en sus brazos y la sostuvo, arrodillado sobre el suelo de cemento de la pequeña oficina atestada. Siguió sollozando, floja contra él, con los brazos sueltos a la espalda de Tom mientras sus sollozos le golpeaban el pecho.

– Oh, Tooom… -gimió, acongojada.

Apoyándole la mano en la cabeza, apretó la cara de Emily contra su cuello, y las lágrimas se derramaron por la pechera de la camisa y le mojaron la piel. Lloró hasta quedar casi agotada y luego quedó apoyada en él, sin fuerzas.

Tom apoyó la mejilla en su pelo, deseando ser sagaz e inteligente en la elección de las palabras y poder expresar el consuelo que tenía en el corazón. Pero lo único que pudo hacer fue ofrecerle su silencio.

En un momento dado, la respiración de la muchacha se regularizó y pudo decir, medio ahogada:

– Lo siento.

– No lo sientas -se burló con ternura-. Si no la amaras, no te sentirías tan angustiada.

Sintió que los pechos se elevaban en un suspiro tembloroso y se secó las últimas lágrimas, con la mejilla aún apoyada sobre el pecho de Tom, sin manifestar demasiado entusiasmo por apartarse. Él fijó la mirada en el calendario amarillento que colgaba sobre el escritorio y le acarició la nuca con toda suavidad.

Pasaron unos minutos en los que cada uno se sumergió en sus pensamientos. Al fin, Emily preguntó, en tono cansado:

– ¿Por qué no podrá morir, sencillamente, Tom?

Percibió tanto la culpa como la sinceridad en la pregunta y comprendió lo doloroso que debía de ser para que lo preguntase. Le frotó la espalda y le besó el cabello.

– No lo sé, Emily.

Por largo rato permanecieron así, muy apretados, unidos por la pena de ella y la angustia de él por no poder aliviarla. En tono suave y comprensivo, le brindó el único alivio que se le ocurrió:

– Pero no debes sentirte culpable por desear que muera.

Por la quietud de Emily, comprendió que le había dado lo que necesitaba: una absolución.

Aunque el llanto había terminado unos minutos atrás, escamotearon un poco más de ese tiempo precioso, hasta que, los dos a una, comprendieron que hacía demasiado que estaban abrazados. En algún punto, cuando Emily estaba apoyada en él, cruzaron la fina línea entre la desolación y el anhelo.

Tom se echó atrás y la tomó por los brazos demorando ahí las manos y luego dejándolas caer a los lados, a su pesar. En las mejillas ruborizadas y calientes vio los miles de deseos que también ella se había permitido imaginar. Pero entre ellos se materializó el espíritu de Charles, y Emily fijó la vista en el botón de la chaqueta de Tom mientras él contemplaba el rostro vuelto y se apoyaba en los talones para poner más distancia entre ellos.

– Bueno… -logró decir con voz trémula y la palabra tembló entre los dos como un pájaro herido-. ¿Te sientes mejor ahora?

Asintió y levantó la vista con cautela:

– Sí.

La contempló, estremecido e inseguro. Si llegaba a hacer el más mínimo movimiento, estaría otra vez en sus brazos y en esta ocasión le daría algo más que consuelo. Por un momento percibió la tentación que le nublaba los ojos, pero soltó una carcajada tensa y esbozó una sonrisa vacilante:

– Bueno, al menos has dejado de llorar.

Emily se tapó las mejillas y se tocó los párpados.

– Debo estar horrible.

– Sí, muy horrible -confirmó, con una risa falsa, viéndola tocarse los ojos, irritados e hinchados.

– Oh, me duelen los ojos -admitió, apartando las manos para dejarlo ver.

En verdad estaban hinchados y enrojecidos, el cabello suelto, las mejillas manchadas, los labios también hinchados; pero de todos modos deseó besarlos y también los pobres ojos enrojecidos, y el cuello y el pecho, y decir, "olvidemos a Charles, olvidemos a Tarsy, a tu madre y déjame hacerte feliz".

En cambio, se reafirmó en su postura, le tomó las manos para ayudarla a levantarse y retrocedió:

– ¿Puedo acompañarte a tu casa?

Con los ojos le dijo que sí, pero con la voz:

– No, he venido aquí a buscar un poco de lanolina para las llagas de mi madre. -Indicó con un gesto el embrollo de papeles y el libro abierto sobre el escritorio, donde ambos sabían que no había lanolina-. Yo… tengo que buscarla, así que tú sigue tu camino.

La mirada de Tom pasó del escritorio a la muchacha.

– ¿Estás segura de que estarás bien?

– Sí, gracias. Estaré bien.

El cuarto pareció arder con las emociones reprimidas y ninguno de los dos se movió.

– Bueno, entonces, buenas noches.

– Buenas noches.

Tendría que haberte besado cuando tuve la oportunidad.

Retrocedió hacia la puerta y las palabras de Emily lo detuvieron otra vez.

– Tom… gracias. Esta noche, necesitaba desesperadamente a alguien.

Asintió, tragó saliva y salió, antes de darse tiempo de deshonrarse a sí mismo, a Emily y a Charles.

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