Capítulo 2

El hogar de Emily Walcott era diferente de todos los que conocía. Siempre estaba desordenado; las comidas nunca estaban preparadas a tiempo; en ocasiones, se quedaban sin ropa limpia y a las lámparas de la chimenea siempre les hacía falta una limpieza. No siempre había sido así. Cuando la madre estaba sana, antes, mientras vivían en Philadelphia, la casa era alegre y estaba bien cuidada. Las cenas estaban listas a tiempo, la ropa lavada colgaba de la cuerda todos los lunes por la mañana y se planchaba los martes. Los miércoles era el turno de remendar, los jueves de las tareas sueltas, los viernes se horneaba pan y los sábados, limpieza general.

Entonces, la madre comenzó a sentirse mal y todo cambió. Al comienzo, no tuvieron muy en cuenta su fatiga. De hecho, todos se rieron y se burlaron de ella la primera vez que la encontraron descansando cuando tendría que haber estado sirviendo la cena sobre la mesa. La enfermedad avanzó de manera insidiosa, pasaron los meses y nadie atribuyó la pérdida de peso a nada fuera de lo común. Después de haber parido a sus dos hijos, siempre fue rolliza. A medida que los kilos se esfumaban y su figura se tornaba más esbelta y juvenil, su marido se sintió complacido y sus bromas la hacían ruborizarse. Pero luego comenzó la tos y las bromas se convirtieron en preocupación.

– Tienes que ver a un médico, Josephine -insistía Edwin.

– No es nada, Edwin, en serio -replicaba ella-. Sólo la vejez que se acerca.

Pero eso sucedía dos años atrás, cuando no tenía más que treinta y ocho años. Treinta y ocho, pero se marchitaba ante los ojos de su familia. La tos se hizo más áspera y frecuente, y la dejaba cada vez más débil, mientras su familia se convertía en testigo impotente.

Entonces, papá leyó el artículo acerca del éxito de un sombrerero de Philadelphia, John B. Stetson. Era joven cuando los médicos le anunciaron que tenía problemas pulmonares y le dieron pocos meses de vida. El joven Stetson decidió que existía una sola manera de demostrarles que el pronóstico estaba equivocado y comprendió que tenía que marcharse de la atestada ciudad llena de humo, estar al aire libre; marchó hacia el Lejano Oeste, que en aquel entonces significaba Missouri. Pero siguió más lejos aún, hasta Pike's Peak, cubriendo buena parte del trayecto a pie, durmiendo al aire libre, aceptando el clima como se presentara. A pesar de las situaciones duras del camino y del año que pasó como buscador de oro en lo alto de las Rocosas, su salud mejoró de manera notable. Regresó a Philadelphia con sólo cien dólares, producto de las búsquedas, pero con la salud más sólida de que había gozado jamás. Robusto y fuerte, John B. Stetson atribuyó al Oeste el mérito de haber sanado.

Con los cien dólares construyó un imperio sombrerero. Y en señal de eterna gratitud por su recuperación, enseñó a otros y los cuidó, transformándose en un partidario empecinado del aire fresco y el sol, y cuidando que en sus fábricas hubiese mucho de las dos cosas. Estaba demasiado ocupado para ir al médico y, cuando fue necesario, este se presentó en la oficina del propio Stetson. A continuación, empezó a llevar a la oficina a cualquiera de sus empleados que necesitara atención médica. Esta, como todas sus otras ideas, se agrandaban. Cuando los servicios de su propio médico resultaron insuficientes, requirió los de diferentes especialistas. Y llegó el día en que comprendió que, si quería escapar al desfile de médicos y empleados que circulaban constantemente por la oficina, tenía que organizar las cosas de otra manera.

Por lo tanto, construyó un hospital y, dando rienda suelta a su magnanimidad, extendió los beneficios no sólo a sus empleados sino a todos, para que recibieran atención médica gratuita.

Ahí fue donde Edwin Walcott llevó a su esposa después de leer el artículo, con la esperanza de encontrar una cura para su consunción. Ese día, los hados les sonrieron, pues mientras estaban en la sala de espera, vieron al gran John B. en persona. Era imposible conocerlo y conversar con él sin que se disipara el desánimo. Sano y vigoroso, resultaba un ejemplo convincente de la vida pura y atribuía su curación a ese solo año de aire fresco, agua limpia y sol.

– ¡Vaya al Oeste! -le aconsejó a Josephine Walcott-. Vaya al Oeste, donde el clima es saludable, los arroyos de montaña son puros como el cristal, y la gran altitud purifica y fortalece los pulmones al hacerlos trabajar más intensamente. Construya su casa mirando al Sur y al Este, colóquele muchas ventanas y ábralas todos los días. De noche, también.

Y entonces, fueron allí. Construyeron la casa no sólo mirando al Sur y al Este, sino también al Oeste y le pusieron todas las ventanas que recomendó John B. Stetson. Le agregaron un porche alrededor, donde Josephine podía tomar el aire y el sol en grandes dosis, y desde donde podía observar el amanecer sobre la llanura del río Powder y el ocaso tras los majestuosos Big Horn.

Pero lo que logró curar a John B. Stetson, no lo logró con Josephine Walcott. En los dieciocho meses que estuvieron allí, no hizo más que debilitarse. Su cuerpo, en otro tiempo robusto, estaba reducido a menos de cuarenta y cinco kilos. La tos era tan constante que ya no despertaba a los niños por la noche. Y en los últimos tiempos comenzaron a aparecer pañuelos ensangrentados entre la ropa sucia.

Era la ropa para lavar lo que preocupaba a Emily cuando volvía a la casa esa tarde de junio.

Mientras subía los amplios escalones del porche, miró al sol sobre el hombro izquierdo y se preguntó si habría tiempo de que la ropa se secara.

Entró en el recibidor y se detuvo, renuente, mirando alrededor. Polvo. Polvo por todos lados. Y un montón de chucherías capaz de marear a cualquiera. A pesar de la delicada condición de su madre, papá había prosperado como palafrenero de Philadelphia y ella quería que todos en Sheridan supieran de su éxito. Como era una moderna ama de casa victoriana, exhibía las pruebas de la prosperidad en el recibidor, como sus amigas de Philadelphia, según el principio de la decoración actual que rezaba: "cuanto más, mejor…".

Aunque el cuarto fue pensado por el padre para dar impresión de espacio, la madre hizo todo lo posible para llenarlo e insistió en llevar no sólo el piano sino en colocarlo como se usaba, con la parte de atrás hacia el salón, y no hacia la pared, cosa que le dio la posibilidad de "vestirlo". Festoneado por una colgadura de seda china de muchos colores, bordeada de un fleco de trencilla y borlas, su enorme tapa levantada constituía el núcleo de esa monstruosidad que la madre llamaba "recibidor". Contra el piano había un diván sin respaldo; encima, un sinfín de abanicos y fotografías enmarcadas; a un costado, un jarrón con plumas de pavo real. No fue posible disuadirla de dejar ni una pieza de su colección de objetos menudos y el cuarto estaba atestado de paraguas, bustos de yeso, mecedoras de mimbre, almohadones, percheros, gabinetes llenos de porcelana, tallas, mesas de marquetería, relojes y demás chucherías. El suelo estaba cubierto de alfombras orientales, poltronas ocultas por almohadones bordados y tapetes turcos. El encantador mirador que su padre había instalado para que entrase abundante luz, estaba casi oscurecido por helechos colgantes y cortinas con borlas.

Contemplándolo todo, Emily suspiró. Con frecuencia deseaba que su padre se hubiese puesto firme en llevarse todo y dejar sólo una mecedora de mimbre y una o dos mesas, pero comprendía que la enfermedad de su madre lo dominaba y lo obligaba a permitirle salirse con la suya.

Porque su madre se estaba muriendo.

Si bien todos lo sabían, nadie lo decía. Si quería tener el piano cubierto de flecos y todo lleno de chucherías, ¿quién en la familia podría negárselo?

Emily se dejó caer en el feo diván, apoyó los brazos cruzados y la cabeza sobre las rodillas y cedió a la depresión que se cernía sobre la casa.

Oh, madre, por favor, cúrate. Te necesitamos. Papá te necesita. Está tan solitario, tan perdido, aunque trata de ocultarlo. Quizás, en este mismo momento, esté angustiado pensando qué pasará con otro establo para alojar caballos que se instalará bajo sus propias narices. Nunca me lo confiaría a mí, pero sí a ti si estuvieses fuerte.

Y Frankie… sólo tiene doce años y aún necesita muchos cuidados maternales. Si tú te mueres, ¿quién se los brindará? ¿Yo, que todavía necesito una madre? En este mismo momento, la necesito. Quisiera correr a ti y hablarte de mis miedos con respecto a papá y mi esperanza de convertirme en veterinaria, cosa que anhelo más que ninguna otra que pueda recordar, y de Charles, y mis dudas con respecto a él. Necesito saber si lo que siento es lo bastante fuerte o si tendría que ser más intenso. Porque me lo advirtió: va a volver a proponerme matrimonio y ¿qué le diré esta vez?

Con el rostro hundido entre las manos, Emily pensó en Charles. El sencillo, bueno y trabajador Charles, que era su compañero de juegos desde la infancia, y que, abrumado al saber que ella se marchaba de Philadelphia, adoptó la trascendental decisión de venir junto con la familia al territorio de Wyoming e iniciar su vida allí.

Charles, al que estaba tan agradecida al comienzo, cuando fueron a vivir a ese lugar nuevo, donde había poca gente de su misma edad. Que insistió en que fijaran una fecha para la boda, cuando, en realidad, lo que ella quería era estudiar primero medicina veterinaria. Charles, al que se sentía comprometida antes aún de estarlo.

Suspiró, se levantó con un esfuerzo y fue a la cocina. Gracias a la necesidad, era el único lugar de la casa despojado de decoraciones extravagantes. Tenía la mejor cocina económica que era posible comprar, un fregadero de granito verdadero y una bomba instalada dentro de la casa. En el fondo había un lavadero con un calefactor de queroseno, una máquina de lavar con engranajes metálicos, una batidora fácil de manejar y verdaderos rodillos escurridores de madera con una cómoda manivela.

Emily le echó un vistazo y se volvió fastidiada, deseando poder estar en el establo limpiando pesebres.

Pero fue al piso alto a ver a su madre.

Según las pautas de Sheridan, la casa era rica, no sólo porque el padre la había dotado de comodidades en beneficio de su esposa enferma, sino porque Charles Bliss era carpintero, y viajó acompañado de su habilidad y de sus planos… cosa que significó un gran alivio para la madre, temerosa de tener que vivir en una desnuda choza de troncos, con ratones e insectos. En cambio, vivía en una elegante casa de madera de dos plantas, con grandes habitaciones ventiladas y un impresionante recibidor con una escalera abierta de barandas con barras con forma de carrete.

Emily subió esa escalera, giró en la cima y se detuvo en la entrada del dormitorio de sus padres, un cuarto espacioso con una segunda puerta que daba a una pequeña terraza con baranda, que miraba al Sur. Su padre insistió en que Charles incluyese ese balcón, para que la madre pudiese salir y disfrutar del aire fresco y del sol cada vez que lo necesitara. Pero ya no lo usaba. La puerta estaba abierta en ese momento y dejaba pasar el sol sobre el suelo barnizado del cuarto donde yacía, en la inmensa cama con forma de trineo, en la que habían nacido Emily y Frankie. Encima de esa cama, su madre parecía más frágil que nunca.

En un tiempo fue hermosa, con el cabello grueso y brillante de intenso color rubio. Lo llevaba con tanto garbo como los polisones, los mechones retorcidos en un impresionante moño en forma de ocho que sobresalía en la parte de atrás de la cabeza, casi como el busto generoso se proyectaba por delante. Ahora el cabello estaba opaco y se extendía en una trenza floja, y el busto casi no existía. Usaba una bata de seda desteñida en lugar de los crujientes satenes y gasas que llevaba en otras épocas. La piel tenía una alarmante cantidad de arrugas y se veía fláccida sobre los huesos.

Mientras la hija observaba a la madre dormida, Josephine tosió y se tapó la boca con el sempiterno pañuelo, gesto que se había vuelto tan involuntario como la tos misma.

La mirada triste de Emily pasó al catre que estaba colocado junto a la ventana lateral, donde su padre dormía hacía unos meses para no molestar a su esposa… razonamiento ante el cual la muchacha se intrigaba con frecuencia, pues era seguro que la tos tenía que molestar al padre.

Permaneció quieta un momento, pensando en cosas que una correcta joven victoriana no debería pensar, cosas referidas a padres y madres, a camas compartidas y al momento en que compartir la cama dejaría de tener importancia. Nunca había visto a su padre tocar a su madre de un modo que no fuese decoroso. Incluso cuando entraba en esta habitación, si Emily estaba presente, jamás la besaba sino que le hacía una caricia fugaz en la frente o la mano. Y sin embargo, era indudable que la quería. Emily lo sabía. Después de todo, ella y Frankie, ¿no eran prueba de ello? Y papá estaba muy triste desde que su madre enfermó. Una vez, en mitad de la noche, Emily lo descubrió sentado en el porche de adelante, con las lágrimas rodándole por la cara, reflejando la luz de la luna, y volvió a entrar sigilosamente, para que no sospechara jamás que le sorprendió esa pena secreta.

Cuando un hombre amaba a una mujer, ¿lo manifestaba de la forma respetuosa en que papá lo hacía con mamá, o acariciándola, como había empezado a hacer Charles con Emily? ¿Cómo reaccionó su madre la primera vez que su padre la tocó? ¿Lo hizo antes de que se casaran? Le costaba imaginar a su madre permitiendo semejantes libertades, incluso cuando estaba sana, pues Josephine Walcott exhalaba un aire de corrección que parecía descartar esa posibilidad.

Qué falta de respeto pensar tales cosas en la entrada del dormitorio, donde su madre yacía enferma, moribunda, y mientras su padre se enfrentaba no sólo a esa triste verdad, sino también a una crisis comercial.

– ¿Emily?

– Oh, mamá, lo siento. ¿Te he despertado?

Se acercó a la cama y tomó la mano frágil de su madre. Josephine sonrió, cerró los ojos y movió débilmente la cabeza. Todos sabían que pocas veces dormía bien, sino que permanecía en un estado de semisueño, tan fatigoso como el trabajo manual para las personas sanas. Abrió los ojos y palmeó la cama, junto a su cadera. Cada vez con mayor frecuencia empleaba gestos para transmitir mensajes, ahorrando lo más posible el aliento.

– No -replicó Emily-. Estoy sucia. He estado ayudando a papá en el establo. Además, tengo cosas que hacer abajo. ¿Quieres que te traiga algo?

Josephine contestó con un vago movimiento de la cabeza.

– En todo caso, toca la campanilla.

Una pequeña campanilla de bronce había rodado por el borde de las mantas, bajo la rodilla de Josephine, y Emily la tomó y la acercó a la mano de su madre.

– Graci…

Un espasmo de tos la interrumpió y Emily huyó de la habitación, sintiéndose culpable por haberlo provocado y por preferir hasta lavar la ropa en lugar de ver sufrir a su madre.

Tardó casi una hora en calentar el agua y en refregar con los nudillos para quitar las manchas de sangre. Todavía estaba haciéndolo cuando llegó Frankie con dos truchas moteadas de negro, ensartadas en un tridente.

– ¡Mira lo que he pescado, Emily!

Era el muchacho más hermoso que jamás había visto y con frecuencia afirmaba que era el que se había quedado con la gallardía de toda la familia, tenía ojos azules de largas pestañas, hoyuelos, una bonita boca y un pelo oscuro que, en unos pocos años, muchas mujeres anhelarían acariciar. Al perder el último diente de leche, se quedó con una notable y perfecta dentadura. Nunca dejaba de maravillar a Emily pues, aunque sólo era una parte de él que había llegado al tamaño de la madurez, llevaba consigo la promesa de una madurez total en un futuro muy próximo. Ya estaban estirándosele los miembros, y si el tamaño de los pies daba algún indicio, Frankie pronto tendría la altura de su madre, que sobrepasaba al padre en más de cinco centímetros.

Emily se sentía mal al pensar en su hermano. No tenía más que doce años pero, al estar enferma la madre, la última parte de su niñez le era arrebatada, quitándole el feliz abandono que merecía. No era justo, como no lo era la situación para ninguno de ellos y menos aún para la madre. Tenían que arremangarse y ocuparse de las tareas domésticas lo mejor que pudieran, les gustara o no. Por lo tanto, Emily se fortaleció contra el ruego que preveía, mientras admiraba el botín de pesca de su hermano.

– Hermoso pescado. ¿Quién lo limpiará?

– Earl y yo. ¿Dónde está papá?

– Todavía en el cobertizo.

– ¡Voy a enseñárselo!

– ¡Espera un minuto!

– ¡Pero Earl está esperando!

Impaciente, Frankie se detuvo e hizo una mueca al comprender el error que había cometido al pasar por la cocina.

– Prometiste volver a casa a las tres para ayudarme.

– No tenía reloj.

– Podías guiarte por el sol, ¿no?

– No pude. -Abrió mucho los ojos para exagerar su inocencia-. ¡En serio, Emily, no pude! Estábamos ahí, junto a los chopos grandes, en el terreno vacío detrás de lo de Stroth, y los árboles me tapaban el sol.

La hermana compadeció a la pobre chica que intentara sujetar a este individuo. Ataviado con un sombrero de paja y un mono, sin camisa ni zapatos, los inmensos ojos brillantes y los labios entreabiertos en fingida inocencia, Frankie resultaba un cuadro encantador, que a ella le costaba resistir. Aun así, lo intentó.

– Toma. -Soltó el agitador de la máquina de lavar-. Te toca a ti. A mi está a punto de caérseme el brazo.

– Pero quiero llevar el pescado al pueblo y enseñárselo a papá. Además, Earl está esperándome y en cuanto se lo enseñe a papá tengo que volver aquí de inmediato y limpiarlo para que puedas freírlo para la cena. Por favor, Emily… ¡pooor faaavoor!

Lo dejó ir, pues cuando ella tuvo doce años, no fue necesario que lavase la ropa a las cuatro de una cálida tarde de verano. Sin la ayuda del niño, el lavado duró más de lo que había pensado y estaba terminando cuando papá llegó a cenar. Fiel a su palabra, Frankie había limpiado la trucha, y esa noche él y el padre se harían cargo de la cena, mientras Emily ordenaba el lavadero y apilaba la ropa mojada para tenderla al día siguiente.

Los platos preparados por el padre dejaban mucho que desear. Las patatas estaban demasiado blandas, las truchas, un poco tostadas, el café, hervido y los bizcochos pegados a la sartén. Pero lo peor de todo era que la madre no se sentaba con ellos a la mesa. Edwin le llevó una bandeja arriba y, cuando volvió a bajar, sorprendió la mirada de Emily al otro lado de la cocina e hizo un triste gesto negativo con la cabeza. Como de costumbre, la silla vacía parecía arrojar un paño mortuorio sobre la cena, pero la muchacha trató de aligerarlo.

– A partir de ahora, yo cocinaré y vosotros limpiaréis el lavadero -bromeó.

– Haremos como hemos venido haciendo -repuso Edwin-. Nos arreglaremos bien.

Pero cuando su mirada se encontró con la de la hija, esta percibió un atisbo de desesperación, similar al que había presenciado aquella noche, en secreto, en el porche. Edwin lo ocultó tan rápido como apareció y se levantó para llevar los platos al fregadero.

– Será mejor que limpiemos. Charles dijo que pasaría esta noche, más tarde.

Charles iba casi todas las noches. Aunque tenía su propia casa, sin duda se sentía solo. Era natural que quisiera estar con los Walcott, a los que conocía de toda la vida y con los que había llegado a Wyoming en la misma época. Desde que se trasladaron a Sheridan, se convirtió en íntimo amigo de Edwin, pese a la diferencia de edad. Y la madre siempre le manifestaba un indudable afecto, pues lo conocía desde pequeño. A menudo repetía que Charles provenía de una crianza religiosa sólida, conocía el valor del trabajo duro y, algún día, sería un buen marido para Emily. En cuanto a Frankie… bueno, idolatraba a Charles.

Charles llegó a tiempo para ayudar a secar los platos. Cada vez que llegaba, últimamente, siempre había algo en qué ayudar y lo hacía con gusto. Emily se había hartado de oír decir al padre:

– Sin duda, este Charles sabe lo que es el trabajo.

Por supuesto que sabía lo que era el trabajo… ¿acaso no lo sabían todos?

Después de secar, Frankie lo convenció para jugar una partida de dominó. Se instalaron todos en el recibidor, y los dos colocaron las piezas mientras Emily miraba y Edwin fumaba una última pipa antes de subir a leerle a la esposa.

– Supongo que habéis conocido al forastero que llegó al pueblo -dijo Charles, para nadie en particular.

– Tenemos sus caballos en el establo -respondió Edwin.

– ¿Qué forastero? -preguntó Frankie.

– Se llama Jeffcoat. Tom Jeffcoat -contestó Charles, colocando un cinco junto a otro cinco.

– ¿Así que tú también lo has conocido? -preguntó Edwin.

– Sí. Loucks me lo mandó, le informó que yo era carpintero.

– Por supuesto, querrá contratarte -comentó Edwin.

Charles alzó la vista, sus ojos se encontraron con los de Edwin y Emily percibió la ambivalencia de su expresión.

– Sí, en efecto.

– Bueno, si su dinero es genuino, más vale que lo aceptes.

– Edwin, ¿sabes lo que está construyendo?

– Un establo para alojar caballos, él me lo dijo.

– ¿Te lo dijo?

– Como dice Emily, sería difícil ocultar un establo cuando empieza a construirse.

– ¿Emily también lo ha conocido?

Charles miró a la aludida, que se inclinaba sobre el hombro del hermano para verle el juego.

– Lamento confirmarlo -repuso con frialdad, sin levantar la vista hacia Charles ni una vez.

– Ah.

La joven levantó una de las piezas de Frankie y la jugó, mientras comentaba:

– Primero me dijo "muchacho", y después, intentó aconsejarme cómo cuidar el casco cuarteado de Sergeant. No me gustó ninguna de las dos cosas.

Con la boquilla de la pipa a un lado de la boca, Edwin rió.

– Lo puedo corroborar. Cuando entré y salvé el valor de una semana de transacciones, estaba afilando en él su lengua y acababa de mandarlo al infierno.

– ¡Papá! -exclamó Emily, irritada-. ¡No tienes por qué difundirlo!

– ¿Eso hizo Emily? -preguntó Frankie, perdiendo interés en el juego y riendo maravillado de la actitud de su hermana.

– Caramba, Emily, no tenemos secretos para Charles.

Lo que, a su juicio, era uno de los motivos por los que no podía entablar un vínculo romántico con el joven. Sentía como si ya hubiese vivido con él los últimos dos años, por lo mucho que lo frecuentaba. Abandonó las fichas de Frankie y se dejó caer en el diván.

– ¡Espero que le hayas escupido un ojo, Charles! -dijo, en tono provocador.

– Sé sensata, Emily. ¿Cómo crees que Charles puede hacer algo así? -se burló el padre.

– Yo lo hice, ¿no?

Para sorpresa de Emily, Charles dijo:

– A decir verdad, a mí me agradó.

– ¡Te agradó! -exclamó-. ¡Charles, cómo es posible!

– ¡Emily, al parecer, olvidas que Charles tiene que preocuparse por su negocio! -la reconvino el padre en tono áspero y se suavizó al dirigirse al joven-: Diga Emily lo que diga, yo no te echaría en cara que trabajases para Jeffcoat.

– También quiere ver mi colección de planos. Después del cobertizo para caballos, quiere construir una casa.

– Me lo dijo. Y eso podría representar buenos beneficios para ti, Charles.

– Es posible, pero no me gusta trabajar para tu competidor.

Edwin dio una chupada a la pipa, la encontró apagada, sacó un clavo de herradura del bolsillo de la camisa y comenzó a escarbar la cazoleta, vaciando el contenido en un cenicero.

– Charles, yo no soy tu padre -empezó, tras un silencio pensativo-, pero creo saber qué consejo te daría él en esta circunstancia. Diría que es una de esas ocasiones en que primero tienes que ser comerciante y, en segundo lugar, amigo. En lo que a mí se refiere, te respetaré tanto por adoptar una sabia decisión comercial como por ser leal, de modo que puedes decirle que sí a Jeffcoat. Por eso viniste aquí, ¿no es cierto? Porque creías que el pueblo prosperaría y tú con él, ¿verdad? Bueno, no podrías prosperar si rechazaras clientes.

Charles posó sus ojos grises en Frankie.

– Frankie, ¿qué opinas?

– Si a papá no le molesta, a mi tampoco.

– ¿Emily?

La miró. La muchacha no podía separar el disgusto hacia Jeffcoat de la certeza de que su padre tenía razón. ¿Sería ella la única en ese lugar en sentirse indignada por la situación? Bueno, no era tan magnánima como ellos ¡y no fingiría serlo! Con expresión enfadada, se levantó de la silla y fue hacia la puerta principal:

– ¡Oh, no me importa! -gritó-. ¡Haz lo que quieras!

Un instante después, se escuchó golpear la puerta mosquitero.

El malhumor de Emily acabó con los juegos. Charles se levantó diciendo:

– Iré a hablar con ella.

Edwin dijo:

– Frankie, cerciórate de enterrar las entrañas del pescado antes de acostarte.

Subió para pasar el resto de la velada con su esposa.

El porche rodeaba tres lados de la casa. Charles encontró a Emily en el lado oeste, sentada en un sillón de mimbre, de cara a las Big Horns y el cielo color melocotón, que iba palideciendo.

Si bien oyó los pasos de Charles que se aproximaban, siguió con la cabeza apoyada en la pared cuando él se acomodó en el borde del sillón, junto a ella, haciendo crujir el mimbre. Juntó las manos sobre las rodillas y fijó la vista en ellas.

– Estás molesta conmigo.

– Estoy molesta con la vida, Charles, no contigo.

– Me doy cuenta de que conmigo también.

Emily cedió y volvió la cabeza hacia él, observándolo. Había crecido en una época en la que la mayoría de los hombres usaban barba y, sin embargo, nunca se acostumbró a verla en Charles. El bigote y la barba rubio oscuro eran espesos y estaban pulcramente recortados, pero echaba de menos las líneas nítidas y fuertes que ocultaban. Tenía una mandíbula y un mentón demasiado atractivos para esconderlos bajo esa mata y, además, le daban aspecto de más viejo de lo que era en realidad. ¿Por qué motivo un hombre de veintiuno querría parecer de treinta? Desechó las ideas críticas y lo miró a los ojos, esos inteligentes ojos grises que la contemplaban y disimulaban con cuidado los sentimientos heridos.

– No -le aseguró en tono más suave-, contigo no. Con todo el trabajo, la preocupación por mamá y ahora, este extraño que viene al pueblo a competir con papá. Es muy inquietante. -Volvió la mirada a las Big Horns, suspiró y continuó-: Hay ocasiones en que echo tanto de menos Philadelphia que creo que voy a morir.

– Ya lo sé. A veces, a mí también me ocurre.

Contemplaron el cielo, que iba tornándose azul y, en un momento dado, Charles preguntó:

– ¿Qué es lo que más añoras?

– Oh… -Eran tantas cosas que, en ese momento, no pudo elegir una.

– Ir a patinar y las visitas el día de Año Nuevo, y las excursiones en verano. Todo lo que solíamos hacer con los amigos. Aquí, lo único que hacemos es trabajar, dormir, trabajar de nuevo y dormir de nuevo. No hay… no hay alegría, no hay vida social.

Charles guardó silencio. Por fin, dijo:

– Yo también lo echo mucho de menos.

– ¿Qué es lo que más echas de menos?

– A mi familia.

– Oh, Charles… -Se sintió torpe por preguntarlo, pues sabía cuan solitaria se sentiría ella si, de pronto, estuviese a unos tres mil doscientos kilómetros de papá y mamá, y de Frankie-. Pero nosotros estamos aquí, siempre que nos necesites -agregó, porque era cierto.

No podía imaginar la casa sin Charles casi todos los domingos por la noche. Advirtió demasiado tarde el ruego en sus ojos y supo que le tomaría la mano. Cuando lo hacía, no sentía más excitación que cuando tenía seis años, él nueve y la escoltaba por una calle de Philadelphia, con las madres de ambos detrás, empujando cochecitos de niño.

– Tengo una idea -dijo Charles de pronto, iluminándose-. Si echas de menos las excursiones de Philadelphia, ¿por qué no hacemos una?

– ¿Nosotros dos solos?

– ¿Por qué no?

– Oh, Charles… -Retiró la mano y apoyó de nuevo la cabeza en la pared-. Casi no me alcanza el tiempo para lavar, planchar, preparar la cena y atender a mamá cuando es mi turno.

– Existen los domingos.

– No porque sea domingo dejamos de cenar.

– Sin duda, podrás disponer de un par de horas. ¿Qué te parece este domingo? Yo llevaré la comida. Y tomaremos el calesín negro de tu padre, ese que es para dos, iremos por las colinas, beberemos zarzaparrilla y nos tenderemos al sol como un par de lagartos perezosos. -Llevado por el entusiasmo, la tomó de las manos-. ¿Qué dices, Emily?

Salir, aunque fuera sólo una tarde, parecía tan maravilloso que no fue capaz de resistir.

– Oh, está bien. Pero no podré salir hasta haber dado de comer a los demás.

Extasiado, Charles le besó las manos con delicadeza, sólo para conservar el ánimo alegre. Pero cuando alzó la cabeza, le apretó los dedos con más fuerza y la expresión de sus ojos se intensificó.

"Oh, no lo estropees, Charles", pensó.

– Emily -rogó en voz queda, llevándose una de las manos a los labios.

El cielo adquirió un tono azul oscuro y no había nadie cerca que pudiera presenciar lo que sucedía en la sombra de la honda galería cuando la tomó en sus brazos, la acercó y posó su boca sobre la de ella. Emily cedió, pero el contacto de los labios tibios y el bigote cosquilleante la hizo pensar: "¿Por qué tengo que conocerte de toda la vida? ¿Por qué no serás un misterioso extraño que entró galopando al pueblo y me echó una segunda mirada que me hizo tambalear sobre los pies? ¿Por qué el aroma de virutas de madera de tu piel y del tónico del cabello son demasiado familiares para resultar excitantes? ¿Por qué te quiero del mismo modo que a Frankie?"

Cuando el beso terminó, el corazón de Emily percutía con el mismo ritmo tranquilo que si acabara de despertarse, desperezándose tras una larga siesta.

– Charles, ahora tengo que entrar.

– No, todavía no -murmuró, sujetándola de los brazos.

Emily bajó la barbilla, para que no la besara otra vez.

– Sí, Charles… por favor.

– ¿Por qué siempre te apartas?

– Porque no es correcto.

El joven soltó un suspiro trémulo y la soltó.

– Está bien… pero haré los preparativos para el domingo.

La acompañó hasta la puerta y Emily sintió la renuencia de Charles a marcharse, a regresar a su propia casa vacía. Experimentó un desagradable sentimiento de culpabilidad por no poder expresar los sentimientos que él esperaba de ella, por no poder llenar el vacío dejado por la familia, por el hecho de que no le gustaran el bigote y la barba, cuando estaba segura de que a otras mujeres les resultarían atractivos.

Cuando se interrumpió y se volvió hacia ella, supo que él quería besarla otra vez, pero se escabulló dentro antes de que pudiese hacerlo.

– Buenas noches, Charles -dijo, a través de la puerta de alambre.

– Buenas noches, Emily. -Se quedó mirándola, almacenando su decepción-. Terminaré por conquistarte, ¿sabes?

Mientras lo veía cruzar el porche, tuvo la desoladora sensación de que tenía razón.


Arriba, Edwin estaba leyéndole a Josephine Cuarenta mentirosos y otras mentiras, de Edgar Wilson Nye, aunque sabía que la mente de su esposa estaba muy lejos de la humorística descripción del Oeste que hacía Nye.

– "… dejando una hilera de ponies manchados a lo largo del arroyo, donde…

– Edwin -lo interrumpió, mirando al techo.

El hombre bajó el libro y la miró con ansiedad.

– ¿Qué, querida?

– ¿Qué vamos a hacer? -murmuró.

– ¿Cómo?

Dejó el libro, se levantó del catre y fue a sentarse en el borde de la enorme cama.

– Sí. ¿Qué vamos a hacer desde ahora hasta que me muera?

– Oh, Josie, no…

Hizo un gesto para acallarlo.

– Ambos lo sabemos, Edwin, y tenemos que hacer planes.

– No lo sabemos. -Sostuvo los dedos blancos, frágiles, y los apretó-. Mira lo que le pasó a Stetson.

– Ya hace más de un año que estoy aquí y sé que no seré tan afortunada como Stet… -Un espasmo de tos la dobló y la hizo estremecerse como una caña que se sumerge. Su marido la palmeó en la espalda y se inclinó más cerca.

– No hables más, Josie. Ahorra el aliento… por favor.

La tos arrasadora siguió durante dos minutos completos hasta que cayó de espaldas, exhausta. Edwin le apartó el cabello de la frente sudorosa y contempló el rostro lívido, mientras su propio semblante manifestaba la desesperación por su impotencia en ayudarla de algún modo.

– Descansa, Josie.

– No -logró decir, aferrándole la mano para que no se alejara-. Escúchame, Edwin. -Se esforzó por controlar la respiración, inhalando grandes bocanadas de aire, como reserva para decir lo que tendría que decir-. Ya no volveré a bajar y los dos lo sabemos. Apenas tengo fuerzas para comer sola… ¿cómo podría ocuparme de las tareas de la casa otra vez? -Otro acceso de tos la interrumpió, hasta que reanudó la lucha, recuperando las fuerzas para continuar-: No es justo esperar que los niños hagan mi parte y también me cuiden a mí.

– No les molesta hacerlo y a mí tampoco. Estamos arreglándonos b…

La esposa le apretó la mano, sin fuerzas, y posó en él sus ojos hundidos, como suplicándole indulgencia.

– Emily tiene dieciocho años. Hemos depositado una carga muy pesada sobre sus hombros. Preferiría que… -Se interrumpió otra vez para respirar-. Preferiría trabajar en el establo contigo y además necesita tiempo para estudiar, para completar el curso del doctor Barnum. ¿Es justo, acaso, esperar que sea ama de casa y enfermera, además?

No tuvo respuesta. Edwin se quedó acariciándole la mano blanca de venas azules, contemplándola, con la desdicha apretándole la garganta.

Josephine prosiguió:

– Creo que Charles la pidió en matrimonio y lo rechazó por mi causa.

No podía negarlo, sabía que lo que su esposa decía era cierto, aunque Emily jamás lo admitiría ante ninguno de los dos.

– Es una buena chica, Edwin, una hija cariñosa. Te ayudará a ti en el establo y a mí en la casa, hasta que Charles se canse de esperar y se lo pida a otra.

– Eso nunca pasará.

– Quizá no. Pero imagina que Emily quisiera darle el sí de inmediato. ¿No comprendes que tendría que estar cuidando su propia casa, a sus propios hijos, en lugar de cuidarnos a Frankie, a ti y a mí?

Edwin no tuvo respuesta.

– Mírame.

Lo hizo, con el semblante alargado por la pena.

– Me moriré, Edwin -murmuró-, pero tal vez transcurra… algo de tiempo todavía. Y no será fácil… para ninguno de vosotros y menos aún para Emily. Debería tener… derecho a aceptar a Charles, ¿no te das cuenta? Y Frankie todavía necesita la mano fuerte de una mujer, hace falta cuidar la casa… preparar comida bien hecha, y tú… no tendrías que ocuparte, por turno, de lavar la ropa y freír pescado… de modo que le escribí a Fannie y le pedí que viniese.

A Edwin le pareció que un rayo de fuego le estallaba en las entrañas.

– ¿Fannie? -Parpadeó, y enderezó la espalda-. ¿Te refieres a tu prima, Fannie?

– ¿Conocemos a alguna otra?

Saltó de la cama, de cara a la puerta del balcón, para ocultar el rostro encendido.

– Pero ella tiene su propia vida.

– No tiene ninguna vida; sin duda, se puede leer entre líneas en las cartas.

– Al contrario, a Fannie le interesan tantas cosas, y… tiene amigos, caramba, ella…

Edwin tartamudeó y se calló, sintiendo que la sangre se le aceleraba en las venas ante la sola mención de ese nombre.

Tras él, Josephine dijo en voz suave:

– La necesito, Edwin. Esta familia la necesita.

El hombre giró y le replicó:

– ¡No, no aceptaré a Fannie!

Por un momento, Josephine lo miró fijamente y Edwin se sintió alternativamente tonto y transparente. Todos esos años le había ocultado la verdad y no se arriesgaría a que lo descubriese ahora, cuando estaba expuesta a tanto sufrimiento. Hizo un esfuerzo para calmarse y serenó el tono:

– No quiero obligar a Fannie a decir que sí sólo porque tú eres pariente. Y sabes que eso es lo que haría, sin vacilar.

– Me temo que es demasiado tarde, Edwin… Ya ha aceptado.

El susto lo hizo palidecer. Sintió los dedos ateridos y el pecho contraído.

– Hoy ha llegado la carta.

Josephine le entregó el sobre y Edwin lo miró como si estuviese vivo. Tras un largo silencio se acercó, remiso.

Josephine vio que recuperaba el color a medida que leía la respuesta de Fannie. Vio cómo intentaba disimular sus sentimientos, pero las orejas y las mejillas adquirían un brillante color rojo y la nuez de Adán se movía. Viéndolo, lamentó los años de matrimonio con un hombre que jamás había amado. Edwin, mi galante y noble esposo, nunca sabrás cuánto me esforcé por hacerte feliz. Quizá, por fin haya encontrado la manera de hacerlo.

Cuando terminó de leer, plegó la carta y se la devolvió, incapaz de disimular el reproche en la expresión y el tono.

– Tendrías que haberme consultado antes, Josephine.

Sólo la llamaba Josephine cuando estaba demasiado molesto. De lo contrario, le decía Josie.

– Sí, ya lo sé.

– ¿Por qué no lo hiciste?

– Por el mismo motivo que tú estás expresando.

Edwin metió las manos en los bolsillos traseros, temeroso de que ella notara cómo temblaban.

– Es una mujer de ciudad. No es justo pedirle que venga aquí, a este pueblo perdido. Los chicos y yo podemos ocuparnos. O, tal vez, pueda contratar a alguien.

– ¿A quién?

Los dos sabían que ahí, en ese pueblo de vaqueros, las mujeres escaseaban. Las que tenían la edad apropiada pasaban muy poco tiempo solteras, hasta que tenían su propio marido y su propia casa. No encontraría en Sheridan ninguna dispuesta a trabajar como enfermera y ama de casa.

– Ven, Edwin… siéntate a mi lado.

La complació a desgana, con la vista fija en el suelo. Josie le tocó la rodilla, en uno de los raros gestos de intimidad, y le tomó la mano.

– Prométeme esto, por favor… Libera a los chicos de la carga que yo les he acarreado… y también a ti. Cuando llegue Fannie, dale la bienvenida. Creo que ella nos necesita tanto a nosotros como nosotros a ella.

– Fannie nunca necesitó a nadie.

– ¿No?

Edwin se sintió confundido por las emociones: el temor más grande jamás experimentado, y en la misma medida, una euforia sin límites ante la perspectiva de ver otra vez a Fannie; rencor con Josie por ponerlo en posición tan desairada; alivio de que, al fin, ella hubiese hallado una solución para la situación doméstica; una sensación de ambigüedad encubierta que, sin duda, pondría en práctica desde el mismo instante en que Fannie Cooper pisara la casa; la decisión de que, pasara lo que pasase, jamás traicionaría sus votos matrimoniales.

– ¿Dónde piensas instalarla?

– Con Emily.

Edwin permaneció en silencio largo rato, absorbiendo el choque, tratando de imaginarse acostado en ese cuarto, en el catre, todas las noches, sabiendo que Fannie estaba al otro lado del pasillo. No podía hacer nada, ella ya estaba en camino en ese mismo momento, mientras él sentía un nudo en el estómago y los músculos de las piernas tensos. Llegaría en diligencia dentro de esa semana y él la recogería en el hotel, y fingiría que no había conservado el recuerdo resplandeciendo en su corazón durante veintidós años.

– Por supuesto que seré amable con ella, lo sabes. Es que…

Los ojos de ambos se encontraron e intercambiaron un mensaje silencioso. La llegada de Fannie representaba mucho más que la llegada de una ayuda. Representaba el primero de una serie de pasos finales. Hasta ese momento habían vivido con la ilusión de que un día Josephine se levantaría, otra vez recuperada, y se haría cargo de sus tareas. Que la vida volvería a la normalidad. A partir de la llegada de Fannie, esa idea quedaría sepultada con la misma fatalidad oscura con que sabían que esta mujer, la esposa y madre, yacería en su descanso eterno, en un futuro cercano.

Edwin sintió un nudo en la garganta y escozor en los ojos. Se inclinó hacia adelante cubriendo el frágil torso de Josephine con el suyo, robusto, y deslizó las manos entre ella y la pila de almohadas. Apoyó la mejilla sobre la sien de su mujer, sin atreverse a descansar todo su peso en ella. La sintió extraña, huesuda y devastada. Era curioso que sintiera una pena tan honda al percibir la diferencia entre ese cuerpo consumido del que había obtenido tan poco placer cuando era rollizo y saludable. Quizá fuese justamente eso lo que lamentaba.

Querida Josie, te prometo fidelidad hasta el fin… es lo menos que puedo ofrecerte.

Josie lo estrechó y cerró con fuerza los ojos, defendiéndose del dolor de perderlo a manos de Fannie, preguntándose por qué nunca pudo recibir deseosa el abrazo en los años que estuvo sana.

Mi queridísimo Edwin, ella te dará la clase de amor que yo nunca pude darte… estoy segura.

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