Capítulo 9

Esa misma noche, más tarde, Emily estaba acostada junto a Fannie que dormía, evocando a Tom con el pensamiento: gestos y expresiones que adquirían un insólito atractivo en lo profundo de la noche. Sus ojos azules burlones. Ese sentido del humor que desarmaba. Los labios, curvándose y aligerando el peso de algo amenazador dentro de ella. Se abrazó a sí misma y se enroscó, apartándose de Fannie.

Casi no lo conozco. Pero no importaba.

Es el rival de papá. Un rival noble.

Es el novio de Tarsy. Eso no pesaba demasiado.

Es el amigo de Charles.

En ese argumento se detenía, siempre.

¿Qué clase de mujer era la que provocaba una brecha entre amigos?

Mantente alejado de mí, Tom Jeffcoat. ¡Mantente alejado!

Así lo hizo escrupulosamente durante dos semanas, al mismo tiempo que abría su propio establo para comenzar a trabajar. Y mientras crecía el armazón de la casa. Y Emily se enteraba de que veía a Tarsy cada vez con mayor regularidad. Emily pensaba: "Bueno, es preferible que sea con Tarsy… es mejor así". Que Jerome Berryman daba una fiesta y Tom no asistía. Que Charles se tornaba cada vez más audaz y la presionaba para que adelantasen la fecha de la boda. Que el verano se apoderaba del valle y lo pintaba de un amarillo marchito y la temperatura diurna no bajaba de los veintiséis grados. El calor hacía que no se pudiese disfrutar tanto del trabajo en el establo pues abundaban las moscas, la piel escocía al menor contacto con los desechos de paja y a los caballos solían formárseles mataduras en el cuello por el roce de los arneses.

Una mañana, Edwin llevó a Sergeant a herrar al otro lado de la calle y a última hora de la tarde pidió a Emily que fuese a buscarlo.

La muchacha giró la cabeza con brusquedad y el corazón le saltó a la garganta. Barbotó la primera excusa que se le ocurrió:

– Estoy ocupada.

– ¿Ocupada haciendo qué? ¿Rascando a ese gato?

– Bueno… estaba estudiando.

La mirada impaciente del padre se posó sobre el libro, que estaba boca abajo junto a la cadera de Emily.

Hacía un calor terrible y su padre estaba de mal humor, no sólo por el calor. Otra vez, la madre había empeorado, un cliente devolvió un landó con un desgarro en el asiento y tuvo que discutir con Frankie por la limpieza de un corral. Cuando Emily remoloneó para ir a buscar a Sergeant, Edwin tuvo una de sus raras explosiones.

– ¡Está bien! -Tiró el balde con ruido metálico-. ¡Iré yo a buscar a ese maldito caballo!

Salió a zancadas de la oficina y Emily corrió tras él:

– ¡Papá, espera!

Se detuvo, exhaló un pesado suspiro y cuando se dio la vuelta era la imagen misma de la paciencia sufrida.

– Ha sido un día difícil, Emily.

– Ya sé. Lo siento. Por supuesto que iré a buscar a Sergeant.

– Gracias, preciosa.

La besó en la frente y se separaron en la puerta del Sur. Mientras recorría la media manzana que había hasta el establo Jeffcoat, Emily amontonaba dudas. Todo el tiempo que estuvo en construcción y desde que se abrió al público, nunca había estado a solas con él y ahora sabía por qué. Se detuvo afuera, vacilante, ordenándole al pulso que se calmara, concentrándose en el cartel recién pintado que había sobre la puerta: Establo-Alojamiento Jeffcoat. Se alojan y herran caballos. Se alquilan coches. En el frente se erguía un par de travesaños de amarre nuevos, con los postes de pino descortezado que brillaban, blancos, al sol. La fila de ventanas en el lado Oeste del edificio reflejaba el azul del cielo y en una resplandecía, el sol de la tarde, cegador. En un corral cercano al edificio, la nueva reata de caballos dormitaba, revoleando la cola para espantar a las moscas.

Ve a buscar a Sergeant. En dos minutos puedes entrar y salir.

Inspiró una honda bocanada, exhaló lentamente y siguió andando por la calle copiando, sin saberlo, el golpe rítmico del martillo sobre el acero.

Se detuvo ante la puerta abierta. El ruido venía de adentro: pang-pang-pang. Sergeant estaba en el extremo opuesto del edificio, amarrado cerca de la puerta de la herrería. Caminó hacia él rodeando la plataforma giratoria que estaba en el centro del ancho corredor, sin quitar la vista de la entrada.

¡Pang-pang-pang! Resonaba en todo el cobertizo, haciendo temblar las vigas del techo y repercutía en los ladrillos del suelo como si repitiera el ritmo del corazón de Emily.

¡Pang-pang-pang!

Se acercó en silencio a Sergeant y lo rascó con cariño, aunque distraída, murmurando:

– Hola, muchacho, ¿cómo estás?

El martilleo cesó. Esperó que apareciera Jeffcoat, pero como no fue así, se acercó a la puerta de la herrería y escudriñó dentro.

Estaba caliente como el mismo infierno y muy oscura, salvo por el resplandor rojizo de la fragua, instalada en la pared de enfrente: un hogar de ladrillo a la altura de la cintura, con techo en arco y muy profundo, rodeado de herramientas, martillos, tenazas, escoplos y punzones que colgaban pulcramente de la campana de ladrillo. A la derecha había una mesa de madera sin desbastar, donde había más herramientas, a la izquierda, el estanque de agua para enfriar herramientas y hierros candentes y, en el centro del ámbito, un viejo yunque de acero montado sobre una pirámide de gruesas planchas de madera. Sobre la fragua pendía un fuelle de doble cámara con el tubo que alimentaba el fuego. Accionando el fuelle, de espaldas a la puerta, estaba Jeffcoat.

El hombre al que había estado eludiendo.

Con la mano izquierda bombeaba rítmicamente provocando un siseo sostenido y un ruido sordo del cuero plegado en forma de acordeón; con la derecha, sostenía una larga barra de hierro, negra en una punta, incandescente en la otra, casi tan roja como las mismas brasas. Trabajaba con las manos desnudas, los brazos también, con la conocida camisa de mangas arrancadas y, encima, un delantal de cuero manchado de hollín.

En una postura nítida, la silueta se recortaba contra el arco resplandeciente, pintado por la radiación escarlata de las brasas, que se avivaban al recibir el soplido del fuelle. Por la chimenea ascendió un rugido. El ruido abofeteó los oídos de Emily, la luminosidad del fuego aumentó y pareció expandir los contornos de Jeffcoat. Volaron chispas que aterrizaron a los pies del hombre, sin que les prestara atención. El olor acre del humo se mezcló con el del hierro recalentado formando una fragancia amarga.

Viéndolo trabajar por primera vez, cambió de nuevo la percepción que tenía de él y se tornó permanente: ese hombre iba a quedarse allí. Decenas de veces en su vida Emily se detendría ante la puerta y lo encontraría así, trabajando. Se preguntó si siempre le cortaría el aliento verlo en esa situación.

Lo observó moverse y cada movimiento era aumentado por ese halo bermellón que flotaba alrededor. Dio la vuelta la barra de hierro, que resonó como una campana en el hogar de ladrillo, y observó cómo se calentaba. Cuando alcanzó un blanco amarillento, tomó un formón, la cortó y la levantó con un par de pesadas tenazas.

Giró hacia el yunque.

Y ahí se encontró con Emily que lo miraba desde la entrada.

Se quedaron inmóviles, como sombras, tanto tiempo que el blanco amarillento del hierro candente comenzó a tornarse ocre. Tom fue el primero en recuperar el sentido y dijo:

– Hola.

– He venido a buscar a Sergeant -le anunció, incómoda.

– No está listo. -Levantó el hierro a modo de explicación-. Falta una herradura.

– Ah.

Una vez más se hizo silencio, mientras el hierro seguía enfriándose.

– Si quieres, puedes esperar. No falta mucho.

– ¿No te molesta?

– En absoluto.

Volvió a la fragua para recalentar la barra y Emily entró, pasando sobre una capa crujiente de cenizas que cubría el suelo y se detuvo, interponiendo la mesa de herramientas entre ella y el hombre. Observó con atención el perfil, segura en la penumbra de la herrería. Tenía una banda roja sujeta en la frente. Encima, el cabello caía en mechones húmedos; y el sudor marcaba arroyuelos brillantes en las sienes. La luminosidad roja le encendía el vello de los brazos y el que asomaba por la pechera del delantal. Lo miró hasta que sintió la necesidad de inventar una distracción. Alzó los ojos hacia el oscuro techo de gruesas vigas, a las paredes en sombras, y los miró como un cazador mirando el cielo.

– ¿Te has quedado sin ventanas?

Tom le lanzó una mirada, sonrió y volvió su atención a la fragua.

– ¿Has venido a fastidiarme otra vez?

– No. Lo que sucede es que siento curiosidad.

Tom giró la barra y siguió con su música.

– Sabes tan bien como yo por qué los herreros trabajamos en la oscuridad: porque nos ayuda a distinguir mejor la temperatura del metal. -Blandió la barra, que estaba otra vez al rojo blanco-. Por el color, ¿ves?

– Ah. -Tras una pausa de silencio, agregó-: ¿No tendrías que usar guantes?

– Una vez se me quedó una brasa dentro y ahora trabajo sin ellos.

Emily bajó la vista y arrastró una bota entre las cenizas.

– Al suelo no le vendría mal un barrido.

– Sí, has venido a fastidiarme.

– No. Sólo vengo a buscar a Sergeant, en serio. Papá me ha enviado.

La miró largo rato, hasta que dirigió una vez más la vista al trabajo y le explicó:

– Las cenizas mantienen el suelo frío en verano y caliente en invierno.

– ¿Así de frío?

Extendió las manos en el aire tórrido.

– Lo más fresco posible. Si quieres, puedes esperar afuera.

Pero se quedó, viendo cómo otra gota de sudor bajaba por la mandíbula de Tom Jeffcoat, que se la secó en el hombro. En el rostro no recibía ninguna sombra y el calor de la fragua era tan intenso que los ojos parecían dos brasas rojas. Aun así, bombeaba con regularidad el fuelle y permanecía en medio de ese infierno como si fuese sólo un poco más cálido que el viento que soplaba sobre las Big Horns.

De vez en cuando, Emily apartaba la vista, pero sus ojos tenían voluntad propia. No quería hallarlo tan atractivo, pero indiscutiblemente lo era. Ni tan masculino. Ni ninguna de las miles de cosas indefinibles que la atraían hacia él, aun contra su voluntad.

– Ya está lista.

La barra tomó una vez más el tono casi blanco de la luna llena. Tom la levantó con las tenazas, eligió un martillo y se puso a trabajar sobre el yunque, golpeando el metal con ruidos resonantes y cantarinos.

A Emily le fascinó el sonido: para el granjero significaba que estaban arreglando la reja del arado; para el carretero, que estaban dando forma a las llantas de las ruedas; pero para ella, significaba la posibilidad de cuidar a los caballos. Esa música colmaba la herrería, le llenaba la cabeza… la nota repetida que había oído desde lejos toda su vida.

¡Pang-pang-pang!

Como un maestro por derecho propio, vio ejecutarla a Tom, a este hombre que aceleraba su pulso cada vez que lo veía.

Cuando esgrimía el martillo cambiando la forma del hierro, enrollándolo golpe a golpe al extremo puntiagudo del yunque, los músculos sobresalían. La música se interrumpió. Levantó la herradura con las tenazas, la evaluó con la mirada, la puso otra vez en el yunque y reanudó los golpes medidos y rítmicos. Cada uno resonaba en la boca del estómago de Emily y se extendía hacia sus extremidades.

– Estoy usando una herradura de tres cuartos -gritó Tom sobre el estrépito-. Y también una lámina de cobre en esa pata delantera. Así evitaremos que se le vuelva a resquebrajar.

Emily recordó el primer día que lo vio y cómo la hizo enfadar. ¡Ah, si pudiese recuperar ahora algo de ese enfado! En cambio, contemplaba la piel iluminada por el resplandor del fuego e imaginaba lo cálida que debía estar. Veía una gota de sudor en la comisura del ojo e imaginaba lo salada que sería. Veía flexionarse el pecho y pensaba en lo duro que debía ser.

Se distrajo iniciando una conversación:

– Nosotros se lo llevamos a Pinnick para que le cambiara la herradura, pero en lugar de un cambio hizo una reparación.

– Ese Pinnick es un sujeto extraño. Un día, vino aquí borracho y se quedó mirándome, balanceándose sobre los pies. Cuando le pregunté en qué podía ayudarlo farfulló algo que no entendí y se fue otra vez, tambaleándose.

– No le prestes atención. Está siempre ebrio, cosa que, sin duda, te beneficiará. Tendrás muchos encargos de herraduras.

Tom se encaminó hacia la puerta con la herradura caliente.

– Ven. Te mostraré lo que he hecho.

En el corredor entre una y otra puerta, se formaba una bienaventurada corriente fría. Entre los olores mezclados de madera nueva, hierro caliente y caballo, Emily se acuclilló y recibió también una ráfaga de su sudor, cuando Tom levantó la pata delantera del animal y se la puso sobre el regazo. Midiendo la herradura, señaló:

– He puesto la plancha de cobre en el lado y como la herradura es más grande le dará más protección aún. Cuando toque el próximo cambio, este casco estará como nuevo. Incluso antes… dentro de unas cuatro semanas, diría yo.

– Bueno -respondió, contemplando el brazo sucio a pocos centímetros del suyo.

La herradura era un poco grande. Tom la llevó otra vez a la herrería mientras Emily esperaba en el corredor fresco, viendo cómo daba unos golpes diestros y volvía a levantar otra vez el casco de Sergeant. Esta vez, la herradura quedaba tan perfecta como si hubiese sido vaciada en un molde de arena. La llevó otra vez adentro, tomó un punzón y perforó agujeros en ella, apoyándola sobre la parte plana del yunque.

La levantó silbando entre dientes y revisó los agujeros a la luz de las brasas.

– Listo. Ahora tiene que estar bien.

Fue hacia la izquierda y sumergió la herradura en el tanque, donde siseó y echó vapor, mientras Tom miraba sobre su hombro.

– Toma un puñado de remaches de la mesa, por favor.

Le indicó con la cabeza.

– Ah, sí, sí.

Tomó los clavos mientras él encontraba un martillo de cabeza cuadrada y volvían los dos junto a Sergeant. Emily se quedó de pie, con la vista fija en la cabeza de Tom que adoptó una pose que a ella le resultaba absolutamente familiar en cualquier hombre, pero que parecía tan diferente en él. Observó la curva de la espalda, la mancha húmeda en el centro de la camisa, los pantalones ajustados que se hinchaban, apenas, en la cintura.

Girando sobre los talones, la sorprendió mirándolo.

– Clavos -pidió, extendiendo la mano.

– ¡Oh, ten!

Le entregó cuatro, pero Tom no se movió. Las miradas se encontraron y la fascinación se multiplicó hasta que el aire que los rodeaba pareció arder como el de la fragua.

Con brusquedad, el hombre giró y se concentró de nuevo en el trabajo.

– ¿Cómo estuvo la fiesta la semana pasada?

– Bien, creo.

Había cambiado de idea e ido con la esperanza de encontrárselo.

– Charles se divirtió.

Emily había perdido y tuvo que besar a Charles cuando jugaron al Cartero Francés.

– Fue tonto. No me gustan esos juegos.

– A él sí.

Colocó un clavo y lo clavó, mientras la muchacha se ruborizaba, incapaz de pensar una respuesta.

– ¿Fueron todos? -preguntó Tom.

– Todos, menos Tarsy y tú.

Terminó de colocar el último clavo, soltó el casco y se levantó.

– Esa noche, estuvimos pintando el cartel.

Señaló hacia la puerta con el martillo.

– Ah, sí. Quedó bien.

Las miradas se encontraron y se separaron, discretas.

– Bueno… es mejor que corte estos remaches.

Buscó la herramienta adecuada y pasó varios minutos recortando las puntas de los clavos que sobresalían en los cuatro cascos. Emily miraba alrededor, la leña recién apilada, las ventanas sin telarañas; recordaba que todo lo habían hecho él y Charles y que, mientras lo hacían, se convirtieron en amigos.

Tom terminó y pidió:

– ¿Quieres traerlo hacia mí, así puedo ver cómo está la herradura nueva?

Se acuclilló cerca de la entrada a la herrería y Emily alejó a Sergeant para luego volver hacia él, sintiendo la mirada de Tom tanto en sus propios pies como en las patas del animal. Cuando se acercó, el hombre se levantó y rascó la nariz del caballo.

– Estás cómodo, ¿eh, Sergeant? -Y a Emily-: Tendría que verlo trotar y galopar para estar seguro de que quedaron bien planos.

– Pinnick jamás en su vida se tomó tiempo para controlar ese tipo de detalle.

– A mí me enseñaron así.

– ¿Tu padre?

– Sí.

– ¿Era herrador?

Miró los ojos azul claro.

– Mi padre y también mi abuelo. -Mientras hablaba, se quitó la banda roja, se enjugó la cara y el cuello y la metió en el bolsillo trasero-. El fuelle y el yunque son de él, de mi abuelo. Mi abuela insistió en que me los trajese al venir aquí. Dijo que eran para darme suerte.

Los dos levantaron la mirada hacia la herradura que colgaba sobre la puerta de la herrería.

– ¿No sabes que hay que colgarla para arriba, para que la suerte quede atrapada dentro?

– Los herreros, no. -La miró-. Somos los únicos que podemos colgarla para abajo, de modo que la suerte fluya hacia nuestro yunque.

Esta vez, las miradas se encontraron y se sostuvieron. El trabajo estaba hecho. Ya no había excusas para que se llevara a Sergeant en cualquier momento y ambos lo sabían. Por eso inventaron una conversación que la retuviese.

– Eres supersticioso -comentó.

– Igual que cualquiera. Pero las herraduras son mi especialidad. La gente espera verlas aquí.

Emily miró otra vez la que estaba colgada y Tom contempló la curva del cuello que quedaba expuesta. Bajó la mirada a la línea de los pechos, aplastada en los pezones donde se cruzaba con los tirantes rojos, los pulgares enganchados en las hebillas de bronce, en la cintura de los pantalones de Frankie. Le parecía tan atrayente con ese atuendo de muchacho como con el vestido color malva. Nunca había conocido a una mujer menos pretenciosa, ni con la que compartiese tantos intereses. De repente, deseó que ella conociera todo su reino, que comprendiese su alegría de tenerlo, pues cualquier otro dueño de establo era capaz de entender lo que significaba todo eso.

– Emily, la noche de mi fiesta no viste nada salvo este establo. Me gustaría mostrarte el resto. ¿Quieres hacer una pequeña visita?

La muchacha supo que sería más prudente salir de allí con la debida prisa, pero no pudo resistir el ruego que sonaba en la voz del hombre.

– Está bien. -Por deferencia a Charles, agregó-: Pero no puedo quedarme mucho. Fannie tendrá la cena lista muy pronto.

– No llevará más de cinco minutos. Espera.

Entró a la herrería, se inclinó sobre el tanque y se frotó la cara y los brazos con la banda mojada. Desde la puerta, Emily vio las masculinas abluciones con un nudo cada vez más grande en el estómago.

– Lo siento -dijo, y al levantarse y darse la vuelta la encontró mirando-. Hay veces que huelo peor que mis caballos. -Extendió la banda mojada sobre los ladrillos calientes, se secó las manos en el trasero de los pantalones y dijo-: Bueno, podríamos comenzar aquí. Ven. -Esperó que se acercara-. Los fuelles fueron fabricados en Alemania, en 1798. Durarán toda mi vida y más también. El yunque es el mismo en que mi padre aprendió del suyo y con el que después me enseñó. Tal vez sea el mismo en que yo enseñe a mis hijos. -Le dio una palmada cariñosa y pasó la mano por el hierro surcado de cicatrices-. Conozco cada una de sus marcas. Cuando partí de Missouri, mi madre me mandó cuatro hogazas de pan casero para el camino. No me interpretes mal: me encantó, pero llegó un momento en que me lo comí. Esto, en cambio… -Miró el yunque, con la mano apoyada sobre la herramienta en gesto de cariño-, las marcas de los martillos de mi padre y mi abuelo no desaparecerán nunca. Cuando los echo de menos, recuerdo eso y me siento mejor.

Si bien se podía decir que era un momento extraño, desapasionado para reconocer que se había enamorado de Tom, fue en ese instante, cuando Emily se encontró con sus ojos, cuando la dejó ver el alma que moraba en ese cuerpo al admitir cuánto echaba de menos a su familia y cuánto valoraba la herencia familiar. La estremeció con la fuerza de un golpe: ¡Pang-pang!… Lo amo.

Se dio la vuelta, temiendo que lo leyera en sus ojos. El calor de la herrería se le apretaba contra la piel y se unía al calor interior, un calor aterrador, que difundía la súbita admisión de ese amor.

– La artesa para enfriar el hierro la hice yo -continuó Tom-, y la base del yunque, con traviesas de ferrocarril, y el banco de herramientas, también. Los ladrillos son de Buffalo.

Le indicó con un gesto que lo precediera. Recorrieron el cobertizo separados por varios metros y Emily miró con aplicación los pesebres, las ventanas, el cuarto de aparejos y la oficina, aunque lo único que quería era mirarlo a él a la luz de ese amor que acababa de descubrir.

Se detuvieron al pie de las escaleras del henil y el monólogo continuó:

– Ahora duermo ahí arriba. No tiene sentido que pague el cuarto de hotel sin necesidad. En esta época del año hace calor y Charles dice que la casa estará terminada bastante antes de que empiece el frío.

Emily miró hacia arriba, percibió el aroma dulce del heno fresco y se imaginó subiendo esa escalera alguna noche. Pero se volvió, rechazando la idea.

– No me has enseñado la plataforma.

– Mi plataforma. Ah… -Rió levantando una ceja-. ¿Mi locura?

– ¿Lo es?

Volvieron al centro del almacén.

– Los chicos no opinan así. Vienen y me ruegan que los deje dar una vuelta.

Se detuvieron en sitios opuestos del círculo de madera y Tom lo empujó con el pie mientras Emily lo veía girar. Rodando sobre cojinetes, casi no hacía ruido.

– Qué suave.

– Locura o no, resulta muy práctico cuando quiero hacer girar una carreta. ¿Quieres probar?

Levantó la barbilla y lo miró, sintiendo el desastre inminente que le tamborileaba en las venas, pero lo ignoró y respondió:

– ¿Por qué no?

Tom detuvo la rueda y Emily se subió. La puso en movimiento con la punta de la bota, y la muchacha levantó el rostro y miró cómo las vigas del techo giraban lentamente, distraída, sabiendo que él la observaba dar vueltas. El leve temblor de los cojinetes le subió por las piernas hasta el estómago. Dio la vuelta, lo pasó de largo una, dos veces, con el rostro vuelto hacia las vigas. Pero en la tercera vuelta se rindió y bajó la vista hacia él al dar el último medio giro.

Cuando llegó frente a él, la bota de Tom frenó la plataforma.

Quedaron transfigurados, los pulsos convertidos en locos tambores, luchando contra las compulsiones que los mantenían en el límite desde el momento en que Tom la vio parada, mirándolo silenciosa, en la puerta de la herrería. Los puños que tenía a la altura de las caderas se abrieron una vez y se cerraron. Los labios de Emily se abrieron pero no emitieron sonido alguno. Permanecieron juntos en un remolino de incertidumbre: dos seres mudos, atrapados en la tentación.

– Emily -dijo Tom, en voz ahogada.

– ¡Tengo que irme!

Trató de pasar junto a él, pero la atrapó del antebrazo.

– No has visto los caballos.

Los dos sabían que no la retenía por eso.

– Tengo que irme.

– No… espera.

La mano de él le quemaba en el brazo, pobre sustituto de las caricias que anhelaban compartir.

– Déjame ir -rogó susurrando y al fin alzó los ojos hacia él.

Tom tragó con dificultad y preguntó en tono tenso:

– ¿Qué vamos a hacer?

– Nada -respondió, soltándose.

– Estás enfadada.

– ¡No estoy enfadada!

Lo estaba, pero no con él sino con lo desesperado de la situación.

– Bueno, ¿qué esperas que haga? -razonó-. Charles es mi amigo. En este mismo momento está construyendo mi casa, mientras yo estoy aquí, pensando en…

– ¡No creas que no lo sé!

Los ojos de Emily ardieron hundiéndose en los de él.

– Me alejé adrede de las fiestas -arguyó, defendiéndose a sí mismo.

– Lo sé.

– Y estuve visitando mucho a Tarsy, pero ella es…

– No lo digas. Por favor, Tom, no digas nada más. También es mi amiga.

Se miraron, impotentes, respirando agitados como si hubiesen alcanzado la línea de llegada de una carrera. Por fin, Tom retrocedió.

– Tienes razón. Es mejor que te vayas.

Pero ahora que la había soltado, no podía. No había dado más que dos pasos cuando se detuvo en mitad del corredor y se tocó la frente con las manos. No lloró ni habló, pero la postura fue más expresiva que las lágrimas y las palabras.

Tom permaneció detrás, a punto de ceder a la tentación. Cuando no pudo soportar más, se dio la vuelta y quedaron espalda con espalda, y la imaginó detrás de él.

Fue Emily la que rompió el silencio.

– Supongo que no vendrás a la fiesta de Tilda, mañana por la noche.

– No, creo que es preferible que no vaya.

– No, es… yo… -Tartamudeó, se interrumpió y admitió-: Yo tampoco quiero ir.

– Ve -le ordenó con sensatez-, con Charles.

– Sí, tengo que hacerlo.

Otra vez pensaron en Charles, espalda con espalda, mirando hacia las paredes opuestas.

– Tarsy me presiona para ir. Pero yo la invité a cenar en el hotel.

– Ah.

Tom sintió como si le aplastaran el pecho y, por fin, desesperado, se dio la vuelta para ver los hombros caídos, la gorra de lana, la nuca, los tirantes que le aplastaban la camisa color tostado contra los hombros. ¿Cómo diablos había sucedido esto? La amaba. Era la mujer de Charles y Tom la amaba.

– Esto es terrible… es deshonesto -murmuró.

– Lo sé.

Pasó otro minuto sin que surgieran soluciones y Tom repitió:

– Es mejor que te vayas.

Sin añadir palabra, Emily tomó la brida de Sergeant, se subió al lomo del animal y fustigó las riendas gritando:

– ¡Ho!

Al llegar al vano de las puertas dobles ya galopaba inclinada hacia adelante, hacia la redención, una vía de escape de Tom Jeffcoat y del torbellino interminable que había causado en su vida.


En las semanas siguientes, supo que no había escapatoria posible. El torbellino estaba dentro de ella día y noche. De día, mientras trabajaba a pocos pasos de Tom Jeffcoat. De noche, se infiltraba en sus sueños.

Sueños locos, imposibles.

En uno de ellos, Tom montaba en la bicicleta de Fannie, se caía y se desmayaba. Y ella estaba de pie junto a él, riendo. Pero como sangraba, Emily caía de rodillas en plena calle Main y empezaba a arrancar vendas del mantel de lino preferido de su madre. Se despertó agitada, tironeando de las sábanas como si quisiera desgarrarlas.

En otro sueño, el que la perturbaba con más frecuencia, estaba vestida con una extraña mezcla: la gorra de Frankie, la chaqueta de estar en casa de su madre y los bombachos de Fannie. Caminaba descalza por una calle desconocida. Al pie de una colina, el camino se transformaba en un pantano fétido de estiércol de cerdo, y mientras ella chapoteaba, Tom estaba de pie en la cima del tejado de la iglesia nueva con los brazos cruzados sobre el pecho, riéndose. Ella se enfurecía y trataba de volar hasta el campanario para decírselo, pero estaba muy sumergida y los brazos no la elevaban.

En otro, estaban jugando al Cartero Francés y Tom la besaba. Eso era absurdo pues aunque ella seguía asistiendo a las fiestas por insistencia de Charles, Tom seguía evitándolas, por lo general con Tarsy.

Pero el sueño se repetía. Una noche en que estaba acostada, inquieta y preocupada junto a Fannie, decidió confiar en ella.

– Fannie, ¿estás dormida?

– No.

Llegó la tos de la madre del otro lado del pasillo, luego la casa quedó en silencio mientras Emily formulaba preguntas y reunía coraje para decirlas.

– Fannie, ¿qué opinarías de una mujer comprometida que sueña con alguien que no es su novio?

– ¿Otro hombre, quieres decir?

– Sí.

Fannie se sentó.

– Caramba, esto es serio.

– No, no lo es. Sólo son sueños… sueños tontos. Pero los tengo muy a menudo y me molestan.

– Cuéntamelos.

Fannie se acomodó contra la cabecera, preparándose para una larga charla, y Emily le contó todo, omitiendo el nombre de Tom. Describió las dos pesadillas y preguntó:

– ¿Qué crees que significan?

– Dios mío, no tengo idea.

Emily reunió valor y admitió:

– Hay otro.

– Ahá.

– Sueño que estamos jugando al Cartero Francés y que él me besa.

Fannie no dijo más que:

– Oh, caramba.

– Y me gusta.

– Oh, caramba, caramba.

Emily se sentó y dio puñetazos a la manta, disgustada consigo misma.

– ¡Me siento tan culpable, Fannie!

– ¿Por qué culpable? A menos que haya un motivo.

– ¿Te refieres a si en realidad lo besé? ¡No, por supuesto que no! Nunca me tocó. De hecho, hay ocasiones en que no sé si le gusto. -Pensó en silencio un minuto y preguntó-: Fannie, ¿por qué crees que nunca sueño con Charles?

– Quizá porque lo ves tan a menudo que no necesitas soñar.

– Quizá.

Tras un instante de silencio reflexivo, Fannie preguntó:

– Ese hombre con el que sueñas… ¿te atrae?

– ¡Fannie, estoy prometida a Charles!

– Eso no es lo que te he preguntado.

– No puedo… él… cuando nosotros…

Tartamudeó y se calló.

– Te atrae.

El silencio fue una confirmación.

– Entonces, ¿qué pasó entre tú y el hombre soñado?

– No es el hombre soñado.

– Está bien, ese hombre al que a veces no le agradas. ¿Qué pasó?

– Nada. Nos miramos, eso fue todo.

– ¿Que os mirasteis? ¿Tanta culpa por unas miradas inocentes?

– Jugamos una vez a tu maldito juego… el Gallito Ciego Adivino, él tenía los ojos vendados; se sentó en mi falda… me tocó la cara… el cabello… fue horrible. Quise morirme ahí mismo.

– ¿Por qué?

– ¡Porque Charles estaba allí, mirando!

– ¿Qué dijo Charles?

– Nada. Él opina que esos juegos son completamente inocentes.

– Oh, Emily… -Fannie suspiró, la rodeó con sus brazos, atrajo la cabeza de la chica sobre su hombro y le acarició el cabello-. Te pareces mucho a tu madre.

– ¿Y eso no es bueno?

– Hasta cierto punto. Pero tienes que tratar de reírte más, de tomar la vida como viene. ¿Qué hay de malo en un juego con besos?

– Es embarazoso.

La respuesta de Fannie, en lugar de tranquilizarla, intensificó sus dudas.

– En ese caso, mi pobre confundida, me temo que no besaste al hombre correcto.


A fines de agosto, Tom recibió carta de Julia.


Querido Thomas:

He estado muy afligida por lo que te hice y la única forma de apaciguar mi conciencia es escribirte y pedirte perdón. La mañana de mi boda, lloré. Me desperté, miré por la ventana las calles por las que tú y yo caminamos juntos tantas veces, pensé en ti, tan lejos, y recordé la expresión de tu cara el día en que te hablé de mis planes para casarme. Lamento haberte herido, Tom. No quise hacerlo. Sé que el corte brusco que le di a nuestro compromiso fue imperdonable. Pero soy muy feliz con Jonas, Tom, y quería que lo supieras. Hice la elección adecuada para mí, para los dos. Porque soy tan feliz que deseo para ti la misma clase de dicha. Es mi más ferviente esperanza que encuentres la mujer que te valore como mereces. Cuando la encuentres, por favor, no seas pesimista pensando en lo mal que yo te traté. No me gustaría saberme responsable de ningún desencanto que pudieses albergar contra las mujeres. La vida conyugal es rica y placentera. Te la deseo a ti también, más aún desde que Jonas y yo supimos que esperamos nuestro primer hijo para marzo. Espero que al recibir esta carta estés contento y próspero en tu nuevo ambiente. Pienso en ti con frecuencia con el más hondo afecto.

Julia


La leyó en la acera, frente a la ferretería de Loucks. Cuando terminó, le sorprendió cuan pocos sentimientos albergaba hacia Julia. Hubo una época en que con sólo ver su escritura se le estrujaba el corazón. Le sacudió saber que ya no tenía poder para herirlo.

Pero la carta le causó nostalgias de su pueblo. La mención de las calles por las que habían caminado le evocó vívidas imágenes del pueblo natal y de la familia. Estaba harto de comer en el hotel, de dormir en el almacén, de trabajar catorce horas por día, primero en el establo, después en la casa. A veces, cansado de estar colocando yeso durante horas, cuando volvía al establo veía las lámparas en los hogares por los que pasaba y se sentía profundamente desanimado.

Comenzó a pasar más tiempo con Tarsy.

Si hubiera habido otra muchacha en Sheridan que le interesara, la cortejaría. Pero, además de Emily Walcott, Tarsy era la única, y era natural que se sintieran más libres el uno con el otro cuanto más a menudo se vieran. Llegó un punto en que se descubrieron trazando una peligrosa línea entre la discreción y el desastre.

Tan frustrada como Tom, llegó el momento en que Tarsy necesitaba hablar con alguien y buscó a Emily. Fue al hogar de los Walcott, después de la cena, en una noche desapacible y neblinosa de finales de septiembre. Charles y Edwin jugaban backgammon. Frankie abrió la puerta y llevó a Tarsy a la cocina, donde Emily ayudaba a Fannie con los platos.

– Emily, ¿puedo hablar contigo?

– Tarsy… -Le bastó una mirada para saber que sucedía algo malo. Dejó el paño de inmediato-. ¿Qué pasa?

– ¿Podríamos ir arriba, a tu cuarto?

Sin sospechar nada, Emily la llevó arriba.

Arriba, a la luz de la lámpara, Tarsy se quitó el abrigo de lana y curioseó por la habitación, como si no quisiera revelar lo que le pasaba ahora que contaba con la atención de Emily. Ante la cómoda, levantó el cepillo y pasó, distraída, el pulgar por las cerdas. Lo dejó, tomó un peine y lo pasó una vez por el pelo, que llevaba sujeto con un moño negro y le caía por los hombros.

Emily la observó, esperando paciente que Tarsy dijera lo que necesitaba contar. Era esbelta y bonita, vestida con una blusa blanca y una falda roja escocesa, con mucho la muchacha más linda de Sheridan. A menudo pensaba que no era extraño que Tom se sintiera atraído por Tarsy. Sabía que, últimamente, se veían con frecuencia y el efecto sobre su amiga era notable.

Durante el verano, había cambiado. La muchacha risueña y aturdida había desaparecido reemplazada por una joven juiciosa, que ya no se arrojaba sobre las camas ni sobre las pilas de heno, en medio de efusiones sentimentales.

La ironía estaba en que Emily sentía más cerca que antes a esta Tarsy transformada.

Se acercó a ella y la hizo girar tomándola de los brazos.

– Tarsy, ¿qué pasa?

Su amiga alzó los afligidos ojos castaños:

– Es Tom -admitió, en voz baja.

Pronunciaba el nombre de un modo diferente, con respeto.

– Ah.

Las manos de Emily se deslizaron por las mangas de Tarsy.

Antes de que se le escapara, Tarsy atrapó una de ellas.

– Sé que no te gusta, Emily, pero yo… No tengo nadie más a quien confiarle esto. Creo que lo amo, Em.

Ya estaba: la confidencia. Otra carga para la espalda de Emily. Si Tarsy hubiese fingido desmayarse como hacía unos meses atrás, no sería tan trágico. Pero era muy sincera.

– ¿Lo amas?

– Oh, ya sé lo que dije antes. Soñé despierta como cualquier muchacha alocada y me tiré en el desván, y me comporté como una perfecta tonta en relación con él. Pero ahora es diferente. Es de verdad. -Apretó el puño contra el pecho izquierdo y habló con alarmante sinceridad-: Está aquí, en la parte más profunda de mi ser y es tan grande que casi no puedo llevarlo dentro. Pero tengo miedo de decírselo porque si lo supiera dejaría de visitarme.

Se dejó caer en el borde de la cama de Emily y bajó la vista, desconsolada. Las manos descansaban sobre el regazo en lugar de revolotear, melodramáticas, como solían hacerlo.

– ¿Sabes? -continuó-, hace tiempo me dijo que sospechaba que yo estaba buscando marido. Pero me aclaró que él no estaba en el mercado del matrimonio. Yo ya lo sabía, incluso cuando permití que empezara a besarme. Al principio, eso fue todo, pero seguimos viéndonos y ahora… bueno, es natural que… -Se levantó de golpe, fue hasta la ventana y se quedó mirando la llovizna-. Oh, Emily, debes tener muy mala opinión de mí.

– Tarsy, ¿tú y Tom…?

No se le ocurrió una manera discreta de hacer la pregunta. Aterrada, esperó la respuesta.

Tarsy siguió una gota con el dedo y dijo con calma:

– No, todavía no. -Se dio la vuelta muy compuesta y se sentó otra vez junto a su amiga-. Pero estoy tentada, Em. Nos hemos hecho íntimos.

Las miradas de las dos se encontraron, y Emily vio en la de Tarsy una sinceridad y una culpa que nunca habría esperado. Para su desazón, los ojos de su amiga se llenaron de lágrimas y se cubrió la cara con las manos.

– Es pecado. Sé que es pecado. Y es peligroso, pero, ¿qué hace una cuando ama tanto a alguien que ya no le parece mal?

– No lo sé -respondió Emily sin rodeos, abrumada por el giro de la conversación.

– Pero tú estás comprometida, Emily; tú y Charles estáis tanto tiempo juntos como Tom y yo. ¿Qué hacéis cuando os sentís así?

¿Sería percepción o lucidez por parte de Tarsy creer que el amor envolvía a todos de la misma manera, que desataba una pasión ciega en una mujer por el simple hecho de haber aceptado casarse con un hombre? Para espanto de Emily, Charles nunca le había provocado semejantes sentimientos. A decir verdad, se acercó más a ellos con Tom que con su propio novio.

Eso hacía más irónica todavía la situación.

– No sé qué decir, Tarsy.

– Hay más. Algo peor aún -confesó-. A veces, pienso en permitir que pase para atraparlo.

– ¡No digas eso! -exclamó Emily, horrorizada-. ¡Es una locura!

– Pero es la verdad. Si me quedara embarazada, tendría que casarse conmigo y en ocasiones pienso que valdría la pena la vergüenza.

– Oh, Tarsy, no. -Emily cedió al dolor de su propio corazón y abrazó a Tarsy con un afecto que hasta ahora no había sentido. ¿Cuántas veces la consideró una boba y se burló de su frivolidad? Ahora que había desaparecido, Emily quería que volviese, que la infancia regresara porque la feminidad era dolorosa y desconcertante-. Prométeme que nunca harás eso. Promételo. Podría arruinar para siempre las vidas de los dos y sería injusto para él.

Tarsy ocultó la cara en el hombro de Emily y lloró.

– Oh, Emily, ¿qué voy a hacer? Está enamorado de otra.

El pánico la golpeó. La culpa. Se ruborizó y abrazó con fuerza a Tarsy para que no la viese.

Pero su amiga continuó:

– Es esa mujer a la que estaba prometido. Todavía la ama.

– Puede ser. Han pasado pocos meses desde que se rompió el compromiso. Lleva tiempo superar una cosa así. Llegará a darse cuenta que tú eres… bueno, que has madurado, que estás lista para el matrimonio. -Esforzándose por animarla, continuó-: Y tú eres la muchacha más bella que se ha visto en este pueblo. Sería un tonto si no lo advirtiese.

Levantó la barbilla temblorosa de Tarsy. Al principio, la muchacha se negó a dejarse consolar pero al fin cedió a un resoplido de risas.

– Oh, la tonta soy yo. -Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano-. Sé que lo soy. Sólo… una estúpida dice que hará algo que en realidad no está dispuesta a hacer. Nunca lo haría, lo sabes, ¿verdad, Emily?

– Desde luego.

Emily encontró un pañuelo en el cajón de la cómoda y se lo dio a Tarsy, esperando que se secara el rostro y se sonara la nariz. Cuando terminó, se enroscó, distraída, el pañuelo en los pulgares y se quedó mirándolo.

– Pero, Emily… -se lamentó, levantando los ojos tristes-, de verdad lo amo.

Emily se arrodilló ante la amiga y le cubrió las manos.

– Lo sé.

Esa nueva Tarsy adulta realizó un valiente esfuerzo por controlar las lágrimas que estaban a punto de brotar otra vez.

– Oh, Emily, ¿por qué tiene que doler tanto?

Ninguna de las dos conocía la respuesta ni sospechaba que el dolor se haría más intenso en las semanas siguientes.

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