Capítulo 21

Los matrimonios se celebraron un día de principios de marzo, cuando los vientos primaverales descendían por la ladera este de las Montañas Rocosas y abanicaban la tierra con una brisa tibia, casi estival. Los vecinos del pueblo, cuando salían afuera a media mañana y reconocían la corriente tibia y seca que llegaba todos los años sin anunciarse, decían que tenía verdadero hambre de nieve. Llevaba consigo el olor del mar, donde tenía origen, y de la tierra, que desnudaba a su paso, y de pinos, brotes y primavera. Ondulando desde las Big Horns, esas brisas eran capaces de barrer con la nieve de todo el invierno en un solo día, sorber la mitad y hacer que la otra mitad corriese en arroyos que reflejaban chispas de sol y los enviaban otra vez hacia el cielo azul cobalto. Soplaban sobre arroyos y ríos, que cantaban con tintineo de hielos rotos, sobre un fondo infinito, como si el agua que corría suspirase. Llevaban consigo un inconfundible mensaje: ¡el invierno acabó!

Al mediodía, la transformación estaba en pleno curso, y cuando rompieron a sonar las campanas de la Iglesia Episcopal de Sheridan, convocaron a una congregación que empezaba a dejar de lado el ánimo de invierno.

Llegaron en coches abiertos, aspirando profundamente el aire tibio, con las caras elevadas hacia el sol. Llegaron sonriendo felices, ataviados con ropa ligera y holgazaneando al aire libre para bañarse en ese día milagroso todo el tiempo posible.

Allí estaban todos, disfrutando del viento primaveral y el sol, cuando apareció el landó Studebaker más elegante de Edwin Walcott, abandonando, sin excusas, el luto Victoriano en honor de la gloriosa ocasión. El landó mismo resplandecía de pintura amarilla con bordes negros y Edwin eligió su caballo negro más negro, Jet, para hacer los honores nupciales. Sobre los brillantes flancos de Jet, los arneses estaban sembrados de escarapelas de cintas blancas con colas colgando que ondulaban, graciosas, mientras el caballo, reanimado también por la primavera inminente, caracoleaba brioso. En la crin tenía más cinta trenzada, y en cada una de las anteojeras y entre las orejas, asomaban rosetas de papel crepé. Las guarniciones del coche parecían postes adornados para las fiestas, entrelazados con cintas, rosetas y varillas de sauce. El landó mismo parecía un moño. Escarapelas, cintas y más varillas de sauce circundaban los asientos, cubiertos con redes de banderitas de color verde claro, sujetas a la capota, que iba bajada.

En el asiento de adelante, Fannie Cooper, vestida de marfil, llevaba un enorme sombrero con redecilla y, junto a ella, Edwin Walcott se erguía orgulloso, sacando el pecho, resplandeciente, con sombrero de copa de castor, chaqué de color canela y sujetaba un látigo de coche de paseo adornado con otra roseta de papel con cintas.

Tras ellos iban Emily Walcott, con el elegante vestido de bodas gris plateado de su madre, un ramillete de florecillas en el pelo y, a su lado, Thomas Jeffcoat, deslumbrante con su atuendo gris paloma: sombrero de copa, guantes, levita de doble abotonadura y pantalones a rayas. Acuclillado entre las rodillas de ellos, luciendo un traje marrón nuevo y su primer cuello de puntas vueltas, corbata a la inglesa, radiante de alegría, Frankie se puso de pie mucho antes de que su padre tirase de las riendas y vociferó a todo pulmón:

– ¡Eh, Earl, mira esto! ¡Qué te parece!

Cuando Edwin frenó a Jet frente a la Iglesia Episcopal, los invitados estaban riendo. Frankie se encaramó a las piernas de Tom y bajó de un salto para mostrarle a Earl el nuevo traje e instarlo a admirar el decorado landó. Edwin metió el látigo en su soporte, saltó del vehículo como si tuviese veinte años, incapaz de atenuar la sonrisa mientras ayudaba a Fannie a apearse. Tom bajó con menos agilidad, pues bajo las elegantes prendas de boda ocultaba el vendaje de yeso, pero cuando levantó la mano para ayudar a su futura esposa, la ansiedad de su expresión era inconfundible. Tomó la mano desnuda de Emily con la suya, enguantada de gris, y la oprimió con mucha más fuerza de la necesaria, transmitiéndole un mensaje de regocijo.

– Están sonriendo -murmuró, de espaldas a la iglesia.

– Ya lo veo -respondió con disimulo mientras bajaba-. ¿No es maravilloso?

En efecto, sonreían: todos los presentes, contagiados por la felicidad inocultable que resplandecía en los rostros de los contrayentes que bajaban del carruaje, sin una sola prenda de luto a la vista.

Emily y Tom dieron la cara a la muchedumbre y vieron cómo Edwin, que aferraba con gesto posesivo el codo de la mujer, y Fannie avanzaban delante sobre las planchas de madera que hizo colocar el reverendo Vasseler para cruzar la zanja desbordante. Tom también sujetó a Emily del codo y siguieron a la pareja mayor, que recibía felicitaciones de izquierda y derecha, antes aún de que se pronunciaran los votos.

El reverendo Vasseler los esperaba en la escalinata de la iglesia, Biblia en mano, sonriendo a los recién llegados; cuando se detuvieron en el peldaño inferior, estrechó la mano de cada uno.

– Buenos días Edwin, Fannie, Thomas, Emily… y señorito Frank.

– Es un hermoso día, ¿verdad? -dijo Edwin, en nombre de todos ellos.

– Sí, lo es. -El sacerdote escudriñó el cielo sin nubes, y el viento le levantó el cabello que comenzaba a escasear y luego se lo aplastó de nuevo-. Se podría pensar que el Señor envía un mensaje, ¿no?

Tras el benévolo comentario del religioso, entraron en la iglesia en procesión, Vasseler a la cabeza, seguido por las dos resplandecientes parejas, Frankie, y después, toda la multitud.

Sonó el órgano y sopló el viento por las ventanas abiertas. La iglesia estaba decorada con más varillas de sauce y había escarapelas blancas en cada banco. Frankie se sentó adelante entre Earl y los padres de este, y cuando acabó el barullo de las personas acomodándose, el reverendo Vasseler levantó la barbilla y alzó la voz, clara y fuerte.

– Mis bienamados… hoy estamos aquí reunidos, a la vista de Dios, para unir a este hombre y a esta mujer… -Hizo una pausa y posó la mirada sobre una pareja y sobre la otra-…y a este hombre y a esta mujer… en sagrado matrimonio.

Las sonrisas brotaron por todos lados, hasta en el hombre que oficiaba.

Pero desaparecieron cuando se pronunciaron los votos, pues cuando Edwin tomó las manos de Fannie y la miró a los ojos, el amor que irradiaba entre los dos brilló con tanta claridad como la plata que les veteaba el cabello.

– Yo, Edwin, te tomo a ti, Fannie…

– Yo, Fannie, te tomo a ti, Edwin…

La pareja mayor emitía una luz especial que hacía brillar lágrimas en los ojos de muchos de los presentes y los mantuvo embelesados mientras Edwin, tras las últimas palabras, ponía la mano derecha de Fannie sobre su propio corazón y la cubría con la suya, para que todos lo vieran.

Después, Tom y Emily se pusieron cara a cara y los corazones volaron otra vez hacia ellos cuando unieron las manos e intercambiaron promesas con los ojos, antes aún de hacerlo con los labios. Ante Dios y ante los hombres, sólo conscientes el uno del otro, emanaba de ellos una serenidad superior a la de sus años cuando pronunciaron los votos en voces que se oyeron hasta en el último banco.

– Yo, Thomas, te tomo a ti, Emily…

– Yo, Emily, te tomo a ti, Thomas…

Pronunciadas las últimas palabras y las bendiciones, el reverendo Vasseler abrió los brazos como impartiendo una bendición personal y dijo:

– Ahora, pueden besar a las novias.

Cuando los contrayentes se dieron sus primeros besos de casados, las mujeres presentes sacaron pañuelos de las mangas, y los hombres se pusieron rígidos y miraron hacia adelante, para disimular que ellos también tenían un brillo húmedo en los ojos. Y cuando los recién casados, tras los primeros besos, se separaron e intercambiaron compañeros, las emociones se hicieron más intensas todavía. Edwin besó a su hija y Tom a su flamante suegra, a continuación de lo cual las dos mujeres se dieron un sentido abrazo y los dos hombres un sincero apretón de manos. El órgano arrancó con la música final del servicio y cuatro caras sonrientes se volvieron hacia las puertas abiertas, deteniéndose un momento todos del brazo, como para decirle al mundo que, entre ellos, el amor, el honor y el respeto se manifestaba de cuatro modos.

Tomados del brazo, Emily y Tom encabezaron la marcha hacia la salida, seguidos por Edwin y Fannie que, al pasar por el primer banco, recogieron a un Frankie sonriente y salieron de la iglesia tomados de la mano.

Afuera, llovió el arroz y las novias corrieron por la tambaleante pasarela de madera, abordaron el landó cubierto de cintas y apartaron las faldas para que dos esposos felices subieran tras ellas. Frankie se agachó en el asiento de adelante y pidió las riendas, resplandeciente como una luna llena cuando Edwin accedió y le entregó el látigo con cintas colgando del mango.

Atravesaron el pueblo, las novias acurrucadas en brazos de los esposos, protegidos por un arco de varas de sauce y rosas blancas, seguidos por el repiqueteo de zapatos y teteras que chapoteaban en las calles mojadas, detrás del Studebaker.

El banquete de bodas, provisto por amigos, clientes y feligreses, se realizó en Coffeen Hall. La celebración duró hasta últimas horas de la tarde y, cuando terminó, el viento se había llevado lo que quedaba de nieve, dejando el valle desnudo, listo para recibir sus galas primaverales.

Una hora antes del atardecer, dos novias con sus novios abordaron una vez más el landó. Frankie se quedó, saludándolos con la mano con su traje nuevo arrugado y manchado de comida. Pasaría la noche en casa de Earl y, al día siguiente, como le prometió al padre, él y su amigo lavarían el coche, como regalo de bodas.

Pero en ese momento, fue rodando sobre el barro del deshielo, tan salpicado y manchado como la apariencia de los dos chicos, con las cintas sucias y las rosetas aplastadas. No importaba. El proceso de ensuciarlo fue dichoso y memorable.

El anochecer era tibio, las ruedas susurraban. Edwin guiaba, con la mejilla de Fannie apretada contra la manga. En el asiento de atrás, las manos de Emily y Tom se unían sobre la falda gris perla. Pero la mejilla de la muchacha no estaba apoyada en la manga del esposo sino expuesta al viento, caliente de expectativa, mientras Tom le oprimía la mano con vehemencia y los pulgares de los dos jugaban a perseguirse.

Al llegar a la casa de Tom, Edwin frenó a Jet. Se volvió, apoyó un brazo en el respaldo del asiento, y miró a su hija y a su flamante marido.

– Bueno… -Dirigió una sonrisa cariñosa a ambos-. Feliz día de boda -dijo, en tono suave y sincero-. Sé que lo ha sido para nosotros.

Tomó la mano de Fannie y, por un momento, volvió la sonrisa hacia ella.

– Para nosotros, también -respondió Emily-. Gracias, papá. -Lo besó sobre el respaldo del asiento y luego a Fannie-. Gracias a los dos. Ha sido un día maravilloso y el landó resultó una sorpresa estupenda.

– Eso pensamos -dijo Fannie-. Y fue divertido juntar varillas de sauce, ¿no es cierto, Edwin?

Rieron, aliviada por un momento la angustia que acompañaba el instante del adiós en que la hija se marchaba para siempre de la morada del padre. Tom se bajó, ayudó a Emily y se quedaron los dos junto al coche, mirando a la pareja que estaba en él. Tom se acercó, tomó una mano de Edwin y otra de Fannie, y las estrechó con franqueza:

– No os preocupéis por ella. Me encargaré de que sea tan feliz como lo seréis vosotros, el resto de su vida.

Edwin asintió, sin atreverse a hablar. Tom le soltó la mano y se inclinó para besar a Fannie.

– Sed felices -murmuró esta, apretándole las mejillas-. La felicidad lo es todo.

– Lo somos -repuso, dando un paso atrás.

– Fannie…

También Emily aceptó un beso y las emociones se agitaron otra vez.

Como siempre, Fannie supo cómo terminar ese delicado momento con la mezcla apropiada de afecto y decisión:

– Nos veremos mañana. Felicidades, querida.

– A ti también, Fannie.

– Adiós, papá. Hasta mañana.

– Adiós, preciosa.

El landó se alejó, arrastrando las cintas manchadas. Una pareja de novios lo vio irse, pero antes de que hubiese llegado a la esquina, se dieron la vuelta para mirarse entre sí.

El novio sonrió.

La novia sonrió.

Él le tomó la mano.

Ella se la dio sin reservas.

Caminaron juntos hasta la casa. En la escalinata del porche, Tom dijo:

– Lamento no poder entrarla en brazos, señora Jeffcoat.

– Podrás hacerlo en nuestras bodas de plata -respondió, mientras subían los escalones hombro con hombro.

Tom abrió la puerta y entraron en la cocina, donde todo estaba silencioso, sereno, bañado en la luz del sol. Juntaron las palmas, los pies tocándose, sin pensar en veinticinco años, sino en una sola noche.

– Ha sido un día de bodas maravilloso, ¿no? -preguntó Tom.

– Sí, lo ha sido. Lo es.

– ¿Estás cansada?

– No, pero tengo los pies mojados.

– ¿Los pies?

– De cruzar el patio.

– Ahora estás en casa. Puedes quitarte los zapatos cuando quieras.

La sonrisa no llegó a los labios, sólo fue una insinuación en los ojos.

– Está bien, lo haré, pero, ¿puedes besarme, primero? Lleva mucho tiempo quitarse los zapatos.

La sonrisa del hombre fue amplia, desbordante de alegría por esa falta de pudor.

– Oh, Emily… no hay nadie como tú. Me encantará ser tu esposo.

Estaban tan cerca que sólo tuvo que curvar los brazos para atraerla hacia él. La besó, ladeando la cara para encontrarse con la de ella levantada, estrechándola contra la curva del hombro, los dos casi inmóviles pegados uno al otro, apenas inclinados por la cintura. Fue un comienzo dulce, donde se saborearon con calma, sin prisa, dejando que las bocas cambiaran de forma, se ajustaran y se regodearan, manteniendo el resto del cuerpo casi inmóvil.

Cuando las bocas se separaron, aunque sólo el ancho de un cabello, Emily ya había olvidado cómo moverse.

– Los zapatos -murmuró el hombre, rozándole los labios con el aliento.

– Ah… mis zapatos -dijo, soñadora-. ¿Qué zapatos?

Tom sonrió y le besó con delicadeza el labio superior… el de abajo… la comisura de la boca, donde sondeó, inquisitivo con la punta de la lengua, para luego recorrerla como si estuviese cruzando el arco iris, hasta la otra comisura.

– Ibas a quitarte los zapatos -le recordó, con voz aterciopelada.

– Ah, sí… ¿dónde están?

– Por algún lado, ahí abajo.

– ¿Abajo, dónde?

– En alguna parte, en tus pies mojados.

– Ahh…

Tom inclinó la cabeza un poco más y su boca se acopló a la de ella con increíble perfección. Mientras las lenguas se hundían a fondo probando por segunda vez, la mano de Tom jugueteó al azar en la parte baja de la espalda de Emily. Todavía apoyados uno en otro, manteniendo un contacto mínimo, los dedos del hombre trazaron dibujos circulares en la cintura de la mujer, donde sobresalían ganchos y lazos en el vestido plateado. En un momento dado, la muchacha apartó los labios y murmuró, con la boca en la barbilla de él:

– ¿Thomas?

– ¿Eh?

– Mis zapatos.

– Ah, sí.

Se aclaró la voz, la llevó de la mano hasta un banco de la cocina, Emily se sentó y lo miró, con las mejillas teñidas de un adorable rubor. Tom se apoyó en una rodilla ante ella, buscó bajo la falda y encontró uno de los delicados tobillos, que atrajo hacia sí y examinó en silencio. Llevaba zapatos altos abotonados, de cuero gris perla con forro de seda, que encerraban el pie hasta más arriba del tobillo.

– Ya veo que esto no será fácil como la vez que te saqué la bota. ¿Trajiste un desabotonador?

– Está en el dormitorio, con mis cosas.

Tom alzó la vista y ninguno de los dos habló; le acarició el hueso del tobillo con el pulgar a través de la seda, creando una zona de calor que le recorrió la pierna hacia arriba. Por fin, dijo en voz queda:

– Supongo que tengo que ir a buscarlo. ¿Te gustaría acompañarme?

Sentada en la cocina veteada de oro, faltando una hora para el anochecer, Emily asintió con virginal incertidumbre.

Tom le soltó el pie y se levantó. Cuando alzó los ojos hacia él, leyó en ellos esa incertidumbre, la tomó de la mano y acabó las dudas llevándola por las largas barras de sol que rayaban el piso de la cocina hasta el pie de la escalera, luego al dormitorio, que ya tenía cortinas y persianas, y el tocador de Emily contra una de las paredes enjalbegadas.

– Búscalo -le ordenó, ya serio-, y quítatelos.

Él se quitó el sombrero y lo dejó en el armario, donde la ropa de la muchacha ahora colgaba junto a la suya. Emily encontró el desabotonador, se sentó en el borde de la cama cubierta con la manta hecha a mano por Fannie, la manta tras la cual estuvo oculta aquella noche en que él eligió sus pies descalzos entre los otros. Se inclinó hacia adelante concentrándose en los botones, mientras Tom sacaba los guantes del bolsillo y los dejaba sobre el tocador, se quitaba la chaqueta y la colgaba con pulcritud en el armario. Fue hasta la ventana del lado norte y la levantó, pero dejó la persiana a media altura, para que entrara en el cuarto el viento que aún soplaba desde las praderas inmensas que estaban en las afueras. Fue hasta la ventana del lado este, la que daba a la calle, la abrió, pero bajó la persiana hasta el alféizar.

Emily se había quitado un zapato y comenzaba a desabotonar el otro mientras Tom se sacaba las botas, parado primero sobre un pie, luego sobre el otro, y las dejaba en el armario.

Cuando se hubo quitado el otro zapato, Emily cruzó los pies y levantó la vista, vacilante. Tom la miró, mientras se sacaba los faldones de la camisa de adentro de los pantalones, con los tirantes colgando por las rodillas.

– Puedes ponerlos en el armario, junto a los míos -le sugirió.

Cruzó delante de él, sintiéndose torpe e ignorante, desprevenida, pues lo que imaginó que no pasaría hasta después de anochecer, pasaría mucho antes. Se dobló para colocar sus zapatos junto a los del marido y, cuando se incorporó, los brazos de Tom la rodearon desde atrás. Los labios tibios y suaves le besaron el cuello.

– Emily, ¿estás asustada?

El aliento le dejaba rocío sobre la piel y hacía revolotear el cabello fino de la nuca.

– Un poco.

– No te asustes… no.

Le besó el pelo, la oreja, los pliegues del cuello alto, al tiempo que Emily cubría los brazos con los suyos y ladeaba la cabeza, aceptándolo.

– Thomas.

– ¿Eh?

– Lo que sucede es que no sé qué hacer.

– Limítate a echar la cabeza atrás y deja que yo te enseñe.

Echó la cabeza atrás sobre el hombro de su esposo y las manos le recorrieron las costillas hacia arriba… más… más arriba. Cerró los ojos y se apoyó en él, con la respiración cada vez más agitada mientras le enseñaba multitud de formas del placer, moviendo las manos en forma sincronizada sobre los pechos firmes, levantándolos, modelándolos, aplastándolos para luego volver a alzarlos. Los masajeó en círculos con la palma de la mano antes de que la presión desapareciera y exploró con las yemas de los dedos los pezones erectos, como si levantara una pila de monedas. Emily se sintió pesada, aturdida por la excitación, caliente dentro de la ropa, encerrada. La respiración se hizo ardua. Tom deslizó la mano derecha hacia abajo para cubrir los dorsos de las de ella, cerró los dedos sobre la palma, la llevó a la boca y la besó con fuerza antes de soltarla del todo y retroceder, para buscar las hebillas en el cabello.

Las quitó una por una y las dejó caer al suelo, a los pies de los dos. Cayeron con el ruido del reloj que marcara los últimos minutos de espera. Cuando estuvieron todas tiradas, le peinó el pelo con los dedos callosos, haciéndolo derramarse en cascada por la espalda. Hundió el rostro en sus ondas y aspiró hondo. Lo besó, aferró los brazos por atrás e hizo lo mismo que con los pechos, acariciando en círculos duros, compactos. Formó un haz con el cabello y lo arrojó sobre el hombro izquierdo de Emily, se apartó y la tocó sólo con la punta de un dedo mientras abría la larga fila de botones desde la espalda hasta las caderas. Dentro, encontró los lazos en la base de la espalda y los soltó, lanzándolos hacia los omóplatos. Desabotonó la enagua en la cintura y bajó todo junto: vestido, corsé, liguero, enagua y medias, con un solo movimiento, dejándola sólo con dos breves prendas interiores blancas. Le acarició los brazos y, bajando la cabeza, le besó el hombro, después la nuca y la hizo volverse, aún en medio de un montón de ropa desechada, de frente a él.

– ¿Puedes hacer lo mismo conmigo? -le preguntó, en voz queda y ronca-. La mía es mucho más simple.

Emily sintió que se ruborizaba y fue bajando la vista de la cara al cuello y de ahí a la camisa arrugada.

– Si quieres -agregó Tom, en un susurro.

– Quiero -susurró a su vez.

Tomó una mano para soltar el botón de un puño, luego el otro, mientras Tom le tendía las manos para ayudarla. Acababa de concentrarse en el botón del cuello cuando su esposo se acercó y le acarició la cima del pecho izquierdo con los nudillos, a través de la tela de algodón que lo cubría.

– Te amo, señora Jeffcoat -susurró, provocando un aumento en el rubor de las mejillas.

Continuó con las caricias aparentemente al azar, sin dejar de mirarla, mientras que ella, tímida, evitaba mirarlo. A cada botón que soltaba se movía más despacio, hasta que llegó al último y desistió, cerrando los ojos mientras los nudillos seguían incitando el pezón.

– Yo… -empezó a decir, pero el susurro se interrumpió cuando apoyó los antebrazos contra el yeso.

Permaneció así unos segundos, apoyándose contra él, absorbiendo la poderosa corriente de sensaciones provocada por una caricia tan leve que podía haber sido sólo el viento tibio que le agitaba la camisa sobre la piel. Esa brisa acabó y las manos de Tom ascendieron entre los codos, para soltar los cuatro botones diminutos que había entre los pechos.

– ¿Tú…? -murmuró, mirando los ojos cerrados, recordándole la frase sin terminar.

– Yo…

Abrió la camisa y metió las manos dentro, apoyándolas sobre los pechos por primera vez.

Emily alzó hacia él una mirada lánguida y dejó que las caricias mecieran suavemente su cuerpo, hundiéndose en el intenso azul de sus ojos y luego cerrando los suyos al ver que la boca abierta del esposo se abatía sobre la suya. La acarició con la lengua tibia, con las manos tibias, enseñándole a la boca abierta y a los pechos desnudos cómo comenzaba el éxtasis y cómo crecía. Cuando estuvo tensa, le quitó la camisa, se quitó los pantalones, deslizó las manos hacia la espalda de la esposa y la acarició con los dedos extendidos. La atrajo con firmeza hacia sí, contra el yeso duro y frío de arriba, y la tibia y dura virilidad de abajo. Descalza, Emily se puso de puntillas, le rodeó el cuello vigoroso con los brazos y gozó del juego de las manos sobre su piel desnuda.

Sin dejar de acariciarle la espalda se inclinó hacia delante y, mirándola a los ojos, soltó el último botón de su camisa con una mano. Guiada por él, le quitó la prenda estirándose para llegar a los hombros con un decoro que, por extraño que pareciera, no desentonaba con la situación: era uno de sus últimos gestos en estado de inocencia. Cuando dejó la camisa con gran cuidado sobre su propia ropa caída, Tom le tomó las muñecas con firmeza y acarició con el pulgar cada palma. Besó el talón de la palma izquierda… el de la derecha… las apoyó sobre su pecho, por encima del yeso, y le enseñó qué le gustaba a un hombre que le hicieran primero.

– Ahora estamos casados… puedes hacer lo que quieras… aquí… -Pasó las palmas de Emily sobre sus firmes músculos pectorales-. O aquí… -Las llevó a su propia cintura-. O aquí… -Las dejó sobre los botones de su pantalón.

También los desabotonó Emily, metiendo los dedos entre la cintura del pantalón y el borde gastado del vendaje. Hizo todo lo que le pidió, un poco pudorosa, pero dispuesta, hasta que los dos estuvieron desnudos y así fueron hasta el borde de la cama, donde él apartó las mantas, puso las almohadas una sobre otra, se acostó y le tendió la mano, invitándola.

Se acostó junto a él y, de pronto, todo resultó natural: rodearlo con los brazos y que los dos cuerpos quedaran pegados a todo lo largo, sentir las plantas de los pies en la parte de atrás de su pantorrilla, dejarse guiar para luego tomar la iniciativa, hacerle lugar a la rodilla del esposo que se apoyó contra ella, bien arriba, sentir la mano de Tom en la cadera, luego en el estómago, la lengua en su boca mientras él la tocaba por dentro por primera vez y gemía dentro de su boca. Sentir que guiaba su mano hacia la carne distendida y le daba una lección de amor que estaba ansiosa por aprender. Sentir que los ríos de su cuerpo desbordaban las orillas como si los vientos hubiesen derretido la nieve invernal tanto dentro de ella como fuera.

La acarició de todas las maneras: con maravillosos movimientos profundos, y tiernos y leves contactos. Le mojó los pechos con besos, los chupó y encendió el cuerpo de Emily de deseo, al mismo tiempo que incitaba al suyo propio. La hizo estremecerse, buscar, maldecir las vendas que le cubrían las costillas y le arrebataban esa carne que era suya, por derecho.

– Te amo -le dijo Tom.

– Hazlo -respondió, cuando el deseo le había hecho satisfacer todos los caprichos de él, menos uno.

– Lamento lo de este maldito yeso -dijo, en voz ronca y agitada.

Pero el yeso no fue un impedimento cuando el hombre se arqueó sobre la mujer y la penetró en un impulso largo y lento. Emily cerró los ojos y lo recibió, haciéndose suya para toda la vida, esposa y esposo, inseparables. Abrió los ojos y miró ese rostro que se cernía sobre ella, todavía en espera.

Murmuró tres palabras:

– Con el corazón, el alma y los sentidos.

Y cuando Tom comenzó a moverse, la promesa quedó sellada para siempre.

Fue una fiesta espléndida de corazones palpitantes y de almas en armonía. Y los sentidos… ah, cuánto gozaron los sentidos. Emily cerró los ojos, embelesada por la sensación de tenerlo dentro, llenándola, el sonido de la respiración ardua como la suya misma, el olor del pelo y de la piel, cuando traspuso el espacio entre los dos y el movimiento se aceleró, los suaves gemidos guturales y los impulsos francos, veloces. Luego, ante su propio estallido inesperado, un grito ronco, el de ella, seguido de una sucesión de gritos breves, en la voz más ronca, hasta que se estremeció sobre ella.

Después, el silencio, sólo roto por las respiraciones fatigadas y las caricias de los pulgares sobre la cabeza, que seguían y seguían, incesantes.

Tendida de costado, con la boca en el cuello de su esposo y la mano pesada de Tom sobre su cabeza, sintió el pulgar que seguía acariciando. Percibió el brazo relajado contra la oreja y sobre la rodilla, la pierna pesada de él. Experimentó el primer orgasmo total, un don completamente inesperado, ahí tendida, en el abrazo de sus miembros cansados.

– Hmmm…

Dejó que el sonido adormilado vibrara contra sus labios y se imaginó la mejilla de Tom contra la almohada encima de ella, los ojos cerrados, el cabello en desorden.

Le acarició la cadera una sola vez: no tenía más fuerzas. Dejó la mano quieta y permanecieron acostados, flotando en el reino de los bienaventurados. Emily no esperaba esa satisfacción. Era un regalo tan precioso e imprevisto como la llegada de los vientos primaverales.

Cuando lo creía dormido, sintió resonar las palabras a través del brazo de él, hasta el oído:

– Con el corazón, el alma y los sentidos.

– Sí.

Le besó la nuez de Adán.

Tom se sacudió el letargo, levantó la cara de la almohada y la miró a los ojos.

– ¿Cómo están ahora tu corazón, tu alma y tus sentidos?

– Felices.

– Los míos, también. -Le tocó la nariz con amor y se regodearon, disfrutándose mutuamente en silencio, reviviendo la última media hora-. ¿Te golpeé con el yeso?

– Un poco.

– Lo siento, marimacho.

– Dilo otra vez.

– Marimacho.

Rió entre dientes.

– Fue el primer apodo que me pusiste y el último antes de besarme.

– ¿En serio?

– En el armario. "Ven aquí, marimacho", dijiste.

– Lo recuerdas muy bien.

– Muy bien.

– Ven aquí, marimacho.

Riendo, la atrajo hacia sí para renovar los recuerdos.


El anochecer llegó, se fue y Tom le enseñó varios métodos para no golpearse con el yeso. Emily se levantó, encontró en un cajón del tocador la tarjeta con el corazón de flores y el poema, y lo apoyó contra la base de la lámpara para que fuese lo primero que vieran al despertarse a la mañana.

El pueblo estaba en silencio y el viento había cesado. Las ventanas estaban quietas. Emily se quedó de pie mirando a través del encaje, sintiendo el aire fresco de la noche. Tom se acercó por detrás y le rodeó el pecho con los antebrazos. Se mecieron, apacibles.

Emily apoyó sus manos en los brazos de él y habló por primera vez de los que estuvieron ausentes de la ceremonia nupcial.

– Los eché de menos.

– Yo también -comentó él, con la boca contra el pelo de ella.

– Incluso a Tarsy. Pensé que ya no sentía nada hacia ella, pero no es así.

– No creo que lo acepte pronto, tal vez nunca.

Por unos minutos, reflexionaron, mirando por la ventana hacia el Norte, aún meciéndose, hasta que Emily preguntó:

– ¿Crees que Charles ya estará en Montana?

– No, todavía no.

– ¿Piensas que volverá alguna vez?

Tom suspiró, cerró la ventana, y pasándole un brazo por los hombros, caminaron hasta la cama.

– El mundo no es perfecto, marimacho. A veces sufrimos incendios, nos peleamos a puñetazos y perdemos amigos.

– Ya lo sé.

Se metieron bajo las mantas y se acurrucaron, espalda contra frente, de cara a la tarjeta.

Emily le tomó la mano y la apoyó sobre uno de sus pechos. Sintió el aliento cálido en la parte posterior de la cabeza y preguntó, con gracia:

– ¿No te molesta si sigo queriéndolo, sólo un poco?

Tom la besó en la coronilla y respondió:

– Algún día volverá. Estamos nosotros que lo esperamos, por eso volverá.

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