29

Chen no había decidido exactamente lo que iba a hacer aquella noche.

Al salir del estudio fotográfico se dirigió a pie hasta el restaurante, pensando en su encuentro con el abogado mientras la oscuridad lo envolvía.

Intentó convencerse a sí mismo una y otra vez de que no le quedaba otra alternativa. La mejor opción sería dejar en libertad a Jia hasta después del juicio. No parecía prudente detenerlo antes, porque la gente se lo tomaría como una sucia represalia política del Gobierno. Pero, entretanto, tenía que impedir que Jia saliera esa noche, y la manera de conseguirlo era tan poco ortodoxa que no sabía cómo explicársela a Yu. Quizá fuera como la metáfora del camarada Deng Xiaoping sobre la reforma en China: «cruzar el río pisando de piedra en piedra».

Sin embargo, ya no era posible retrasar el enfrentamiento, con la ayuda del Departamento o sin ella.

El inspector Liao rechazaría ese plan, y no sólo para protegerse: desconfiaba del inspector jefe desde hacía mucho tiempo. Habían tenido varios roces a lo largo de los años. Después de la muerte de Hong, Liao no había telefoneado a Chen ni una sola vez.

En cuanto al secretario del Partido Li, Chen no quería pensar en él por el momento. Prefería dejar ese problema para más adelante.

Y no había que olvidar que el director Zhong se mantenía en un segundo plano, maquinando toda clase de conspiraciones desde la Ciudad Prohibida.

Parecía más que probable que Jia desconfiara de su historia. Jia era un abogado inteligente y experimentado, y sabía que nadie podría probar nada en su contra de forma convincente mientras él se mantuviera firme.

Al torcer por la calle Jinling Oeste, Chen vio a una anciana que quemaba dinero del más allá dentro de una palangana de aluminio colocada en medio de la acera. Vestida de negro, con prendas de algodón acolchado, la anciana temblaba de frío mientras echaba los lingotes de papel de plata al fuego, uno tras otro, murmurando en un intento desesperado de comunicarse con los muertos. Era la noche de Dongzhi, cayó en la cuenta Chen.

De acuerdo con el calendario lunar chino, Dongzhi tiene lugar en la noche más larga del año, una fecha importante para el movimiento dialéctico del sistema del yin y el yang. Durante su desplazamiento hasta una posición extrema, el yin se convierte en su opuesto, el yang. Según las convenciones, Dongzhi era la noche en la que vivos y muertos volvían a encontrarse.

Durante la infancia de Chen, en la noche de Dongzhi se servía una comida espléndida, aunque los platos colocados sobre la mesa de la ofrenda ancestral no podían probarse hasta que las velas se hubieran consumido, señal de que los muertos ya habían disfrutado de la comida. Chen volvió a pensar en su madre, quien sin duda estaría quemando dinero del más allá sola en su buhardilla.

Tal vez su encuentro con Jia en la noche de Dongzhi no se debiera a una coincidencia: era una señal de que las cosas iban a cambiar.

El camino puede nombrarse,

pero no de una forma corriente.

De repente, la Antigua Mansión apareció ante él.

Una camarera le sujetó la puerta respetuosamente. Era otra chica, y no lo reconoció.

Tanto el Chino de Ultramar Lu como Nube Blanca lo esperaban ya en el vestíbulo. Lu llevaba su terno negro, con una llamativa corbata y un par de anillos con grandes diamantes en los dedos; Nube Blanca vestía el qipao rojo comprado en el Mercado del Templo del Dios de la Ciudad Antigua.

– El propietario del restaurante ha accedido a cooperar en todo -dijo Lu con tono exultante-. Me encargaré de vuestro reservado, así que me quedaré aquí y os prepararé un festín increíble.

– Gracias, Lu -dijo Chen, volviéndose hacia Nube Blanca para entregarle un sobre-. Muchísimas gracias, Nube Blanca. De momento ponte un conjunto diferente, como si fueras una de las camareras del restaurante. Servirás la comida en el reservado. No tienes que quedarte todo el tiempo en la habitación, por supuesto. Ve trayendo todo lo que el señor Lu prepare para la cena. Cuando te dé la señal, entra vestida como la mujer de la fotografía.

– El vestido mandarín rojo -dijo Nube Blanca, abriendo el sobre y examinando las fotografías que había en su interior-. ¿Descalza, con los botones a la altura del pecho desabrochados y las aberturas laterales desgarradas?

– Sí, exactamente así. Rasga las aberturas laterales sin miedo. Ya te compraré otro vestido.

– ¡Santo cielo! -exclamó Lu, mirando de soslayo la foto que Nube Blanca tenía en la mano.

A continuación Chen salió del restaurante y se dirigió al hotel, que estaba a sólo dos o tres minutos a pie.

No tuvo que esperar demasiado bajo el arco del hotel. En menos de cinco minutos vio que un Camry blanco se detenía frente a la entrada del edificio. Otro coche, posiblemente el de Yu, aparcó detrás del Camry, a cierta distancia.

Chen se acercó a Jia, que estaba saliendo del coche, y le tendió la mano. Era un hombre alto de casi cuarenta años, vestido con un traje negro. Su rostro parecía pálido y tenso bajo las luces de neón intermitentes.

– Gracias por venir a pesar de la poca antelación con que lo he avisado, señor Jia. Mi secretaria ha reservado un comedor privado para nosotros en la Antigua Mansión. Está muy cerca. Ha oído hablar del restaurante, ¿verdad?

– ¡La Antigua Mansión! Habrá pasado un buen rato eligiendo restaurante para esta noche, inspector jefe Chen.

No era una respuesta directa, pero revelaba que Jia era consciente de que Chen había investigado a fondo su pasado.

Una camarera los recibió a la puerta del restaurante con una grácil inclinación de cabeza, como si fuera una flor salida del antiguo cuadro que tenía a su espalda.

– Bienvenidos. Esta noche están en su casa.

La aparición en el vestíbulo de varias muchachas que vendían cerveza puso de relieve lo mucho que habían cambiado las cosas.

– En nuestra casa -dijo Jia con sarcasmo, mientras observaba las bandas que llevaban puestas-. Chica Tigre, Chica Qingdao, Chica Baiwei, Chica Sakura.

La camarera los condujo por el pasillo hasta una elegante estancia, posiblemente un solárium acristalado antes de las reformas, ahora convertido en un reservado para clientes especiales. Daba al jardín de atrás, bonito y bien cuidado incluso en pleno invierno. La mesa estaba puesta para dos y los cubiertos brillaban bajo el candelabro de cristal, como un sueño perdido. Sobre la mesa también habían depositado una delicada campanilla de plata. Ocho platillos en miniatura reposaban sobre una bandeja giratoria.

Tras entrar en el reservado, Nube Blanca les sirvió sendas tazas de té y les abrió la carta. Llevaba un vestido negro, sin mangas y con la espalda descubierta.

– Por nuestra extraordinaria historia, señor Jia -exclamó Chen, alzando su taza.

– Nuestra historia -repitió Jia-. ¿Realmente cree que es más importante que su trabajo policial?

– La importancia depende del enfoque que le demos a algo. En mis años de universidad, como probablemente no sepa, la poesía era lo único importante para mí.

– Bueno, yo soy abogado, y los abogados somos gente de ideas fijas.

– Un abogado constituye un buen ejemplo de lo que acabo de decir. Al considerar los pormenores de un caso, lo que a usted le parece muy importante puede que carezca totalmente de sentido para los demás. Hoy en día, el significado depende de la perspectiva individual.

– Parece que esté dando una conferencia, inspector jefe Chen.

– En mi opinión, la historia ha llegado a un punto crítico y ahora es una cuestión de vida o muerte -siguió diciendo Chen-. Por eso creo que la vista del jardín puede proporcionarnos un escenario tranquilo.

– Parece tener una razón para todo. -La expresión de Jia se mantuvo inalterable mientras lanzaba una mirada de soslayo al jardín-. Es un honor que me haya invitado, ya sea como escritor o como inspector jefe.

– Aún no tengo demasiado apetito -dijo Chen-. Quizá podríamos hablar un poco primero.

– Me parece bien.

– Estupendo -respondió Chen, volviéndose hacia Nube Blanca-. Tomaremos el menú especial de la casa para dos. Ahora puedes irte.

– Si me necesitan, toquen la campanita de plata -ofreció ella-. Esperaré fuera.

– Pasemos a nuestra historia -propuso Chen, contemplando la negra cabellera que cubría la espalda desnuda de Nube Blanca mientras ésta salía del reservado-. Permítame decirle esto antes de empezar: está inacabada. Aún no he decidido los nombres de varios personajes del relato. En las novelas de suspense que he traducido, a los desconocidos los suelen llamar en inglés «John Doe». Por comodidad, llamaré a mi protagonista J.

– ¡Muy interesante! Mi nombre, según la fonética pinyin china, también empieza con una jota.

Jia sabía cómo guardar la compostura, e incluso empezaba a dar muestras de un humor desafiante. Aún no había llegado el momento de presionarlo, estimó Chen. Como en el taichi, un luchador experimentado no tiene que empujar con excesiva fuerza a su adversario. El inspector jefe sacó la revista y la puso sobre la mesa.

– Bien, el relato empezó con esta fotografía -explicó Chen, abriendo la revista sin prisa-, en el preciso momento en que la sacó el fotógrafo.

– ¡No me diga! -exclamó Jia, sin poder evitar levantar la voz.

– Una historia puede contarse desde distintas perspectivas, pero es más fácil narrarla en tercera persona. Y, en este caso, también en un sentido tanto literal como figurado, ya que parte de la historia aún continúa sucediendo. ¿Usted qué opina?

– Como prefiera, usted es el narrador. Y se licenció en literatura, según tengo entendido. Me pregunto cómo acabó convirtiéndose en un policía.

– Las circunstancias. A principios de los ochenta, era el Estado el que asignaba empleo a los licenciados universitarios, como ya sabrá. De hecho, apenas podíamos elegir por nuestra cuenta. Durante la infancia todos soñábamos con un futuro distinto, ¿no le parece? -preguntó Chen, señalando la fotografía-. Se tomó a principios de la década de los sesenta. Yo era probablemente un par de años menor que]., el niño de la foto. Mírelo, tan orgulloso y sonriente. Y tenía motivos de sobra para estarlo, en compañía de una madre hermosa que se preocupaba tanto por él, con el pañuelo rojo ondeando al sol, lleno de esperanza en su futuro en la China socialista.

– Es usted muy lírico para ser inspector jefe. Por favor, continúe con la historia.

– Sucedió en una mansión muy parecida a ésta, con un jardín casi igual, aunque la fotografía se tomó en primavera. Por cierto, este restaurante también fue una vivienda en otros tiempos.

»A principios de los sesenta, el ambiente político estaba empezando a cambiar. Mao comenzaba a hablar de la lucha de clases y de la dictadura del proletariado como antesala de la Revolución Cultural. Con todo, J. tuvo una infancia muy protegida. Su abuelo, un banquero de éxito antes de 1949, continuó recibiendo dividendos que garantizaban un estilo de vida acomodado para su familia. Los padres de J., que era hijo único, trabajaban en el Instituto de Música de Shanghai. El niño estaba muy unido a su madre, una mujer joven, bella y llena de talento que también sentía devoción por él.

»Lo cierto es que se trataba de una mujer extraordinaria. Se decía que mucha gente iba a sus conciertos sólo para verla, aunque su sensatez le impedía querer destacar. Pese a ello, un fotógrafo la descubrió. Era reacia a la fama, pero accedió a que le tomaran una fotografía junto a su hijo en el jardín. Aquella mañana resultó ser muy feliz para J. Posó junto a su madre mientras ésta le cogía de la mano con cariño, ante un fotógrafo entusiasmado de que ofrecieran una imagen tan perfecta. Fue el momento más feliz de su vida. Siempre recordaría la sonrisa resplandeciente de su madre bajo la luz del sol, como si un marco de oro encuadrara aquel instante.

»La Revolución Cultural estalló poco después de aquella sesión fotográfica. La familia de J. sufrió una serie de golpes terribles.

Su narración se interrumpió con la aparición de Nube Blanca, que traía cuatro platos fríos con las especialidades de la casa en una bandeja de plata.

– Lenguas fritas de gorrión, patas de ganso sumergidas en vino, ojos de buey estofados y labios de pescado con jengibre al vapor -enumeró Nube Blanca-. Están cocinados según recetas especiales halladas en la mansión original.

Sin duda Lu se había esforzado al máximo para preparar estos «platos crueles», y no había escatimado gastos. Un platillo de lenguas de gorrión podía haberles costado la vida a cientos de pájaros. Los labios de pescado aún estaban ligeramente enrojecidos y transparentes, como si los peces siguieran vivos y boqueantes.

– Por cierto, estos platos me recuerdan algo que sucede en mi historia, algo igualmente cruel -comentó Chen-. Confucio dice: «Un caballero debería mantenerse alejado de la cocina cuando allí matan animales y los cocinan». ¡No me extraña!

Jia parecía alterado, tal y como esperaba Chen.

– Así que la fotografía representa el momento más feliz en la vida de J., una felicidad que ahora se ha desvanecido para siempre -siguió explicando Chen, mientras masticaba una crujiente lengua de gorrión-. Su abuelo murió, su padre se suicidó, su madre sufrió humillantes críticas de las masas y él se convirtió en un «cachorrillo negro». Los obligaron a salir de la mansión y tuvieron que alojarse en un desván encima del garaje. Pero entonces sucedió algo.

– ¿Qué? -preguntó Jia. Sus palillos temblaban ligeramente sobre el ojo de buey.

– Ahora llegamos a una parte crucial de la historia -anunció Chen-, y su opinión será de gran valor para mí. Será mejor que le lea el borrador que he escrito. La narración será más detallada, más vivida.

Chen sacó su cuaderno, en el que había garabateado algunas palabras la noche anterior en el club nocturno, y de nuevo a primera hora de la mañana en el pequeño restaurante. Sentado frente a él en la mesa, Jia no podría leer el texto. Chen empezó a improvisar, tras aclararse la voz.

– Todo se debió a un eslogan contrarrevolucionario hallado en la tapia del jardín de la mansión. J. no lo había escrito, ni sabía nada al respecto, pero «ciertos revolucionarios» sospecharon de él. Lo sometieron a un interrogatorio en aislamiento en un cuarto trasero del comité vecinal. Lo dejaron totalmente solo durante todo el día, y le negaron cualquier contacto con el mundo exterior, salvo durante los interrogatorios a que lo sometió el comité vecinal y un desconocido apellidado Tian, miembro de la Escuadra de Mao destinada en el Instituto de Música. Obligaron a J. a permanecer allí hasta que admitiera su delito. El recuerdo de su madre fue su único consuelo durante aquellos días terribles. No quería causarle problemas ni dejarla sola, por lo que decidió no confesar ni tampoco seguir los pasos de su padre. Mientras su madre estuviera en el exterior, esperándolo, el mundo seguiría siendo de los dos, como en aquella fotografía tomada en el jardín.

»Sin embargo, esa situación no era nada fácil para un niño tan pequeño, y J. enfermó. Una tarde, inesperadamente, un cuadro del vecindario entró en la habitación y, sin darle ninguna explicación, le dijo que se podía ir a casa.

»J. fue corriendo hasta su casa, ansioso por dar una sorpresa a su madre, y subió las escaleras sin hacer ruido. Mientras abría la puerta con su llave, el niño imaginó ilusionado el momento en que se abalanzaría en brazos de su madre, una escena con la que había soñado cientos de veces en el oscuro cuarto trasero.

»Para su consternación, la vio arrodillada en la cama, completamente desnuda, mientras un hombre también desnudo, quién sino Tian, la penetraba por detrás. Las caderas de su madre se elevaban para recibir cada una de las embestidas de Tian, y ambos gruñían y gemían como animales.

»El niño chilló horrorizado y bajó como un torbellino por las escaleras, creyendo vivir una pesadilla. Para J., que consideraba a su madre el sol de su existencia, la escena supuso un golpe demoledor. Fue como si hubiera perdido el mundo de vista.

»Ella bajó de la cama de un salto, desnuda, y salió en su busca. El niño aceleró el paso frenéticamente. En su aturdimiento, puede que no la hubiera oído tropezar por las escaleras, o quizá confundiera el estruendo con el fragor del mundo que se derrumbaba a sus espaldas. Bajó por las escaleras como una exhalación, cruzó el jardín y salió de la mansión. Su reacción instintiva fue seguir corriendo. No podía olvidar la escena del dormitorio, tan vivida aún en su memoria: el rostro enrojecido de su madre, sus pechos colgando, su cuerpo que apestaba a sexo violento, el vello púbico negro como el azabache aún mojado…

»No miró hacia atrás ni una sola vez, porque aquella terrible imagen se había fijado en su mente y lo había paralizado. La imagen de una mujer desnuda, angustiada, despeinada, que corría como un demonio tras él.

– No tiene por qué dar tantos detalles -interrumpió Jia con voz súbitamente ronca, como si el golpe recibido lo hubiera aturdido.

– Yo creo que sí, esos detalles son importantes para explicar el desarrollo psicológico del chico, y para que nosotros podamos comprenderlo -replicó Chen-. Ahora retornemos al relato. J. volvió corriendo al cuarto trasero del comité vecinal, y una vez allí, se echó a llorar y se desmayó. Todos se sorprendieron al verlo regresar. En su subconsciente, la habitación era el refugio que aún le permitía creer en un mundo maravilloso, en el que su madre continuaba esperándolo. Fue un acto de gran trascendencia psicológica, un intento de volver al pasado. Y, encerrado de nuevo en el cuarto trasero, no se enteró de que su madre había muerto aquella misma tarde.

»Cuando finalmente despertó, todo su mundo había cambiado. Al volver al desván vacío, se dio cuenta de que estaba solo, con la fotografía de su madre en un marco negro como única compañía. Le era imposible permanecer allí, así que se trasladó a otro lugar -explicó Chen, dejando el cuaderno sobre la mesa-. No es preciso que nos detengamos en ese periodo de su vida. No voy a leerle el texto frase a frase. Baste con decir que, al quedarse huérfano, J. pasó por todas las fases previsibles: shock, negación, depresión, ira… Y tuvo que enfrentarse a oscuros sentimientos muy arraigados en lo más profundo de su ser. Como reza un proverbio chino, el jade está hecho a partir de muchas dificultades. Después de la Revolución Cultural, J. ingresó en la universidad y se licenció en Derecho. En aquella época muy pocos jóvenes se interesaban por la abogacía, pero esta elección se debió a su deseo de reclamar justicia para su familia, sobre todo para su madre. Al cabo de algún tiempo consiguió localizar a Tian, el miembro de la Escuadra de Mao.

»Sin embargo, era imposible castigar a todos los seguidores de Mao. El Gobierno no alentaba a la gente a desenterrar sus sufrimientos pasados. Además, aunque consiguiera llevar a Tian a juicio, no lo acusarían de asesinato, y probablemente tendría que arrastrar el recuerdo de su madre por el fango una vez más. J. decidió entonces tomarse la justicia por su mano. Desde su perspectiva, esta decisión estaba justificada porque no había otra manera posible de actuar. J. castigó a Tian sometiéndolo a lo que pareció ser una serie de infortunios. También se vengó de todas aquellas personas relacionadas con Tian, entre ellas, su ex esposa y su hija. Y como un gato que observa los patéticos esfuerzos de una rata por escapar, prolongó el sufrimiento de Tian y de su familia tan hábilmente como el conde de Montecristo.

– Su relato me recuerda la historia de Montecristo -interrumpió Jia-, pero ¿quién se la tomaría en serio?

– Bueno, de hecho yo la leí durante la Revolución Cultural. El libro tuvo la extraordinaria suerte de ser reimprimido en una época en la que las demás novelas occidentales estaban prohibidas. ¿Sabe por qué? Porque la señora Mao hizo un comentario positivo sobre el libro. De hecho, ella también se vengó de la gente que la había despreciado. La esposa de Mao se tomó la novela en serio.

– Un diablo de huesos blancos -comentó Jia, como si fuera un espectador participativo-. Antes de casarse con Mao no era más que una actriz de películas de serie B.

– Debió de creer que sus acciones estaban justificadas, pero olvidémonos de Mao y de su esposa -dijo Chen, acercando sus palillos a los ojos de buey, que parecían devolverle la mirada-. Sin embargo, hay una diferencia entre ambas historias: Monte- cristo aún tenía una vida, mientras que para J. su vida carecía, y aún carece, de cualquier sentido que no sea la venganza.

– Me gustaría hacer un comentario -interrumpió Jia mientras despedazaba los labios del pescado con los palillos, aunque no se los llevó a la boca-. En su historia, J. es un abogado célebre y bastante rico. ¿Cómo es posible que no llevara una vida plena?

– Por un par de razones. La primera se debía a su desilusión por su profesión. Al trabajar como abogado, no tardó en descubrir que carecía de los recursos necesarios para luchar por la justicia. Como ya sucediera en el pasado, los casos importantes se adjudicaban de acuerdo a los intereses de las autoridades del Partido. Años después, en los noventa, se continuaron amañando por razones económicas en el seno de una sociedad inmersa en una corrupción incontrolable. Si bien su carrera como abogado fue siempre muy lucrativa, su idealismo apasionado resultó ser poco práctico y, a la larga, irrelevante.

– ¿Cómo puede decir eso, inspector jefe Chen? Usted ha tenido mucho éxito como policía, seguro que habrá luchado por la justicia durante todos estos años. No me diga que también usted está desilusionado.

– Para serle sincero, ésa es la razón por la que me he inscrito en un curso de literatura. Esta historia forma parte del trabajo que debo entregar.

– Ahora entiendo por qué no he visto su nombre en los periódicos últimamente.

– Ah, ¿ha estado siguiendo mi trabajo, señor Jia?

– Bueno, los periódicos no han dejado de publicar artículos sobre el caso de los asesinatos en serie, y también sobre los policías que lo investigan. Usted es una estrella entre los demás -explicó Jia, levantando su taza con fingida admiración-. Así que se podría decir que en los últimos días lo he echado de menos.

– Para J., la segunda razón podría ser la más importante -continuó diciendo Chen sin responder a Jia, quien, tras haberse recuperado del sobresalto inicial, parecía dispuesto a burlarse de su anfitrión-. J. es incapaz de tener relaciones sexuales con mujeres: sufre un complejo de Edipo agravado, que consiste en identificar a su madre como objeto sexual en su subconsciente, como ya sabe. En todos los demás aspectos parece ser un hombre sano, pero el recuerdo del cuerpo desnudo y mancillado de su madre se cierne como una sombra, inevitablemente, entre el deseo presente y el infortunio pasado. Por numerosos que sean sus éxitos profesionales, J. es incapaz de llevar una vida normal: su vida quedó anclada para siempre en aquel instante en el que cogía la mano de su madre en la fotografía. Y dicha fotografía se rompió en pedazos en el momento en que ella se cayó por las escaleras. J. está exhausto por el continuo esfuerzo que supone mantener esta historia en secreto, y también por tener que luchar contra sus demonios…

– Suena como un profesional, inspector jefe Chen -replicó Jia con sarcasmo-. No sabía que también hubiera estudiado psicología.

– He leído uno o dos libros sobre el tema. Seguro que usted sabe mucho más que yo, por ello le agradecería muchísimo su opinión.

Alguien llamó de nuevo a la puerta con suavidad. Nube Blanca entró con una gran bandeja sobre la que había una cazuela de cristal, un cuenco de cristal con gambas y un minúsculo hornillo. Las gambas estaban sumergidas en una salsa mixta, pero continuaban retorciéndose enérgicamente bajo la tapa del cuenco. El fondo del hornillo estaba recubierto de carbón, sobre el que había una capa de piedrecitas al rojo vivo. Nube Blanca echó primero las piedrecitas en la cazuela, y luego las gambas. Envueltas por el vapor sibilante, las gambas saltaban a la vez que iban adquiriendo un color rojo más intenso.

– Como las víctimas de J. -señaló Chen-, que, ajenas a su sino, seguían intentando escapar.

– No ha escatimado esfuerzos para preparar este banquete, inspector jefe Chen.

– Ya estoy llegando al punto culminante de la historia. En esta parte todavía necesito añadir algunos detalles aquí y allá, por lo que puede que la narración no esté del todo pulida.

»Dando vueltas y más vueltas, como un animal enjaulado, J. se topó, aturdido, contra miles de barrotes. Así que decidió aceptar un caso muy polémico que podría costarle su carrera profesional. En China, un abogado está obligado a mantener buenas relaciones con el Gobierno; éste era un caso que podía dañar la imagen del Gobierno, además de destapar las actividades de ciertos cargos del Partido involucrados en un escándalo inmobiliario. Pero también era un caso que podría brindar justicia a un grupo de gente pobre e indefensa. Tanto si fue un esfuerzo desesperado por encontrarle sentido a su vida como un intento de autodestruirse, un final, posiblemente cualquier final, a su existencia vacía podría constituir una alternativa aceptable para su subconsciente. Desafortunadamente, las dificultades del caso aumentaron aún más su tensión.

»Antes de defender el caso, J. ya estaba a punto de derrumbarse. Pese al aspecto que ofrecía al mundo exterior, su doble personalidad lo atormentaba: defendía el nuevo sistema legal y, al mismo tiempo, infringía la ley de la forma más diabólica. Por no mencionar su desastrosa vida personal.

»Y, de repente, Jazmín fue asesinada.

– Entonces, ¿está diciendo, inspector jefe Chen, que J. se convierte en un asesino porque ha sufrido una crisis nerviosa a causa de un exceso de estrés?

– La crisis ya la sufría desde mucho antes de llegar a esa situación límite. Sin embargo, pese a todos los factores mencionados, tuvo que haber algo más que lo hiciera estallar.

– ¿Y qué es lo que lo hizo estallar? -repitió Jia con indiferencia-. Quién sabe.

– El pánico ante la posibilidad de que su plan de venganza fracasara. J. esperaba que Jazmín llevara una vida depravada, y suponía que su caída en la ignominia sería sólo cuestión de tiempo. Pero entonces la chica conoció a un hombre dispuesto a casarse con ella y a llevársela a Estados Unidos, un país que estaba fuera de su control. J. la había obligado a aceptar un trabajo sin futuro en el hotel, y fue allí donde conoció al amor de su vida. ¡Qué ironía! La posibilidad de que viviera feliz junto a un hombre en Estados Unidos era más de lo que J. podía soportar, y ese revés lo llevó al límite. Una noche decidió salir al encuentro de Jazmín y retenerla por la fuerza.

»Es difícil saber qué le hizo exactamente: no hubo penetración ni eyaculación. Pero la estranguló, le puso un vestido similar al que su madre llevaba en la fotografía y abandonó su cuerpo frente al Instituto de Música, un lugar que tenía una gran importancia simbólica para él. Era como un sacrificio, una declaración de intenciones, un mensaje a su madre en venganza por los años de innumerables injusticias; por otro lado, se trataba también de un mensaje que ni él mismo se veía capaz de analizar. Sus sentimientos eran demasiado contradictorios.

»Sin embargo, la historia no termina aquí. Cuando la muchacha exhaló su último suspiro, J. experimentó algo nuevo e inesperado, algo parecido a la libertad absoluta. A duras penas podía aparentar ser el de siempre. Una vez el demonio hubo escapado, como el genio que sale de la lámpara, J. ya no pudo controlarlo. Y teniendo en cuenta la represión, o la supresión, que había sufrido todos estos años, es en cierto modo comprensible que el asesinato le proporcionara una especie de liberación. Una satisfacción que nunca había sentido hasta entonces. Fue como un orgasmo mental: dudo que la agrediera sexualmente en un sentido estricto. Era una sensación tan liberadora que tuvo en él el efecto de una droga, y ansió volver a experimentarla.

– Todo esto parece sacado de alguna de esas novelas de suspense que ha traducido, inspector jefe Chen -comentó Jia-. En esos libros, algún loco mata siempre por puro placer, como si fuera adicto a las drogas. Es fácil tacharlo de psicópata. No se tragará toda esa basura, ¿verdad?

El reloj de caoba empezó a sonar, como si devolviera el eco de su pregunta. El inspector jefe levantó la vista. Eran las once, y Jia no parecía tener intención de irse. A Chen le pareció que el abogado hablaba en serio. Era buena señal.

– Permítame seguir con mi historia primero, señor Jia -replicó Chen-. J. empezó a cometer asesinatos en serie. Ya no se trataba de venganza, sino de un incontrolable instinto asesino. Sabía que la policía estaba en alerta máxima, por lo que se centró en las chicas de triple alterne: era fácil quedar con ellas, y además llevaban vidas depravadas. J. parecía poseído, y no le importaba que esas mujeres no guardaran relación alguna con su venganza. No le importaba que fueran víctimas inocentes.

– Víctimas inocentes -repitió Jia-. Pocos las describirían así. Por supuesto, cada narrador tiene su propia perspectiva.

– Sus actos tienen también relevancia psicológica -continuó Chen sin responderle directamente-. J. no sufre delirios. La mayor parte del tiempo puede que sea como usted y como yo, como cualquier persona normal y corriente. Necesita justificarse a sí mismo lo que hace, de manera consciente o subconsciente. Para su retorcida mente, esas chicas, dados los servicios sexuales que podían ofrecer, merecían un final así de ultrajante.

– No tiene que dar una conferencia en medio de una narración. Como ha dicho antes, en esta época prima la perspectiva individual.

– Desde cualquier perspectiva, los asesinatos son inexcusables. Y él lo sabe. No está demasiado dispuesto a verse a sí mismo como un asesino.

– Está dotado de una imaginación brillante y creativa, inspector jefe Chen -señaló Jia-. Pongamos que publica la historia. Y entonces, ¿qué? Es una obra para paladares toscos, poco apropiada para un poeta célebre como usted.

– Todas las historias van dirigidas a un lector determinado, el lector que se verá más afectado por ellas. En este caso, dicho lector es, por supuesto, J.

– Entonces, ¿es una especie de mensaje dirigido a él? «Sé que lo hiciste, así que será mejor que confieses.» Pero ¿cuál cree que sería la reacción de J.? -preguntó Jia deliberadamente-. No puedo hablar por él, pero yo, como lector corriente que soy, pienso que la historia no se sostiene. Son conjeturas sobre hechos que pasaron hace más de veinte años, y se basan en una teoría psicológica del todo ajena a la cultura china. ¿Cree que J. se entregará? No hay pruebas ni testigos. Ya no estamos en la época de la dictadura del proletariado, camarada inspector jefe Chen.

– Con cuatro víctimas en la ciudad, aparecerán pruebas. Yo me encargo de eso.

– ¿Como policía?

– Soy policía, pero aquí, en este momento, soy sólo un narrador que cuenta una historia. Permítame que le haga una pregunta. ¿Qué convierte en buena una historia?

– La credibilidad.

– La credibilidad surge de los detalles vividos y realistas. Esta noche, salvo un par de párrafos, sólo estoy trazando una especie de resumen. En la versión definitiva incluiré todos los detalles. No tengo que usar términos abstractos como «complejo de Edipo». Simplemente, explicaré con más detalle el deseo sexual del chico por su madre.

Jia se levantó de repente, se sirvió otra taza y se la bebió de un trago.

– Bueno, si cree que su historia se venderá, pues estupendo. No es asunto mío. Ya ha acabado, y creo que será mejor que me vaya. Tengo que prepararme para el juicio de mañana.

– No, no se vaya tan deprisa, señor Jia. Aún no han servido todos los platos. Y necesito conocer mejor sus opiniones.

– Creo que intenta contar una historia sensacionalista -dijo Jia, aún de pie-, pero la gente la verá como una fantasía sórdida ideada por un policía sin pruebas. De tenerlas, no se habría limitado a contar historias.

– Cuando sepan que la historia está escrita por un policía, le prestarán más atención.

– En China, lo más probable es que cualquier historia procedente de los canales oficiales se ponga en entredicho -replicó Jia-. Si se analiza bien, su historia presenta demasiadas lagunas. Nadie se la tomaría en serio.

La conversación fue interrumpida de nuevo por la llegada de Nube Blanca. Esta vez iba descalza y vestía como una campesina, con una blusa tejida a mano de color añil, pantalones cortos y un delantal blanco. Les traía una serpiente viva en una jaula de cristal.

En su primer encuentro en el karaoke Dinastía, recordó Chen, también había servido un plato de serpiente, pero ahora la estaba preparando delante de ellos.

Nube Blanca demostró estar a la altura de las circunstancias. Sacó la serpiente de la jaula con un movimiento rápido y la golpeó como si fuera un látigo contra el suelo, antes de abrirla con un cuchillo afilado. De un estirón, arrancó la vesícula de la serpiente y la introdujo en una copa con licor. Sin duda algún profesional le habría mostrado cómo hacerlo.

Aun así, la sangre de la serpiente le había salpicado brazos y pies. Las salpicaduras parecían pétalos de flores de melocotonero esparcidos por su delantal en forma de abanico.

– Esto es para nuestro honorable invitado -dijo Nube Blanca, entregándole a Jia una copa que contenía la vesícula verdosa sumergida en el fuerte licor.

La escena no pareció afectar a Jia, quien se tomó la vesícula en licor de un trago; después sacó un billete de cien yuanes para Nube Blanca.

– Por sus servicios -dijo Jia, y volvió a sentarse a la mesa-. Seguro que el inspector se ha desvivido para encontrar a alguien como usted.

– Gracias. -La chica se volvió hacia Chen-. ¿Cómo quiere que les cocinen la serpiente?

– Como tú nos recomiendes.

– A la manera habitual del chef Lu, entonces. Una mitad frita y la otra mitad al vapor.

– Muy bien.

Nube Blanca se retiró, andando de puntillas por la alfombra.

– No es demasiado cómodo hablar en un restaurante -le comentó Chen a Jia-. Pero me estaba diciendo algo sobre las lagunas de la historia.

– Veamos, ésta es una de las lagunas -dijo Jia-. Según su relato, Jazmín debió de tener varias oportunidades para escapar al control de J., y sin embargo J. consiguió manejar la situación durante todos esos años. ¿Por qué no esta vez? Es un abogado muy hábil; en lugar de recurrir al asesinato, podría haber frustrado los planes de la muchacha de cualquier otra forma.

– Puede que lo hubiera intentado, pero por algún motivo fracasó. No obstante, tiene razón, señor Jia. Mucha razón.

Era evidente que Jia estaba intentando socavar la base de la historia, y Chen agradeció que quisiera aportar su opinión.

– Y ahora pasemos a otra laguna similar. Si J. estuviera tan apasionadamente unido a su madre, ¿entonces por qué desnudaría a sus víctimas para luego vestirlas así? Ese tipo de vínculo es un secreto vergonzante, como mínimo; algo que J. se esforzaría por mantener oculto.

– Una explicación breve y sencilla podría ser que J. está muy confundido. Quiere a su madre, pero no puede perdonarla por lo que él considera una traición. Aunque tengo una explicación más compleja de esta peculiaridad psicológica -añadió Chen-. He mencionado el complejo de Edipo, en el que se mezclan dos sentimientos: la culpabilidad secreta y el deseo sexual. En el caso de un niño que creciera en la China de los sesenta, el aspecto relativo al deseo podría alojarse en lo más profundo de su subconsciente.

»El recuerdo del momento en que su madre le pareció más atractiva, la tarde en la que llevaba puesto aquel vestido mandarín, se superpuso en su mente al recuerdo más terrible, el de la relación sexual de su madre con otro hombre. Resultaba inolvidable e imperdonable a un tiempo, porque, en su subconsciente, J. desempeñaba el papel del único amante posible. Esos dos momentos están tan unidos como las dos caras de una moneda. Por ello J. trató a sus víctimas de la manera en que lo hizo: el mensaje resultaba contradictorio incluso para él.

– No soy ningún crítico, ni ningún experto -afirmó Jia-, pero no creo que usted pueda aplicar una teoría occidental a la sociedad china sin causar confusión. En mi opinión como lector, la conexión entre la muerte de la madre de J. y sus asesinatos posteriores me parece infundada.

– Es cierto, es difícil aplicar una teoría occidental a la sociedad china, tiene razón. En la versión original de Edipo, la mujer no es un demonio. Desconoce la verdad, y sólo hace lo que se espera de una mujer de su posición. Es una tragedia del destino. La historia de J. es distinta. Y, casualmente, guarda relación con algo que he estado investigando para un trabajo de literatura. He estado analizando varias historias de amor clásicas en las que diversas mujeres bellas y deseables se convierten súbitamente en monstruos, como «La historia de Yingying», o «El artesano Cui y su mujer fantasma». No importa cuán deseable pueda ser una mujer en el sentido romántico: siempre esconde un lado oscuro que resulta ser desastroso para el hombre que esté con ella. ¿Se trata de algo profundamente arraigado en la cultura china o en el inconsciente colectivo chino? Es posible, sobre todo si pensamos en la institución de los matrimonios concertados. La demonización de las mujeres, en particular de aquellas mujeres que practican el amor sexual, resulta, por tanto, comprensible. Sería un retorcido mensaje edípico, pero con características chinas.

– Su charla es muy profunda, pero no entiendo qué pretende explicar -afirmó Jia-. Debería escribir un libro sobre el tema.

Chen también se preguntó a qué se debía su súbita euforia ahí, en compañía de Jia. Puede que ahora entendiera por fin lo que tanto le había costado captar cuando escribía su trabajo: quizás este paralelismo inesperado con el caso le había ayudado a ver la luz.

– Volviendo a J., su peculiar instinto asesino resultó ser incontrolable. Los arrebatos procedían no sólo de su inconsciente personal, sino también del inconsciente colectivo.

– No me interesan las teorías, inspector jefe Chen. Ni creo que a sus lectores les lleguen a interesar nunca. Mientras su historia tenga tantas lagunas, no podrá defender su hipótesis.

Evidentemente, Jia creía que Chen había jugado ya todas sus bazas y que, por tanto, era incapaz de atraparlo. Por su parte, Jia había señalado las lagunas en la historia de Chen para hacerle saber que sus hipótesis no eran más que faroles en un juego de guerra psicológica.

No cabía duda de que había ciertas lagunas que sólo Jia podía completar, pensó Chen, pero entonces se le ocurrió otra idea. ¿Por qué no dejar que Jia acabara de narrar la historia?

Por inverosímil que pareciera, Chen decidió ponerlo en práctica en el acto. Después de todo, Jia podría sentirse tentado de contar la historia desde su perspectiva, poniendo énfasis en otros aspectos y justificaciones, siempre que, psicológicamente, pudiera mantener que no era más que una historia.

– Es usted un buen crítico, señor Jia. Suponiendo que fuera el narrador, ¿cómo podría mejorar el relato?

– ¿A qué se refiere?

– A las lagunas en la narración. Algunas de mis explicaciones puede que no basten para convencerlo. Como autor, me pregunto qué clase de explicaciones esperaría usted como lector, o intentaría proporcionar.

Por la forma en que miró a Chen, quedó claro que Jia sabía que se trataba de una trampa, y no respondió de inmediato.

– Usted es uno de los mejores abogados de la ciudad, señor Jia -siguió diciendo Chen-. No cabe duda de que su experiencia legal resultará inestimable.

– ¿A qué lagunas en particular se refiere, inspector jefe Chen? -inquirió Jia, aún cauto.

– Al vestido mandarín rojo, para empezar. Si nos atenemos a la investigación sobre la tela y el estilo, J. mandó confeccionar los vestidos en la década de los ochenta, unos diez años antes de empezar a matar. ¿Ya estaba planeando los asesinatos? No, no lo creo. Entonces, ¿por qué tenía tantos vestidos de distintas tallas, como si hubiera previsto la necesidad de escogerlos después para sus víctimas?

– Es algo que no tiene explicación, ¿no le parece? Aunque, como lector, creo que puede haber una hipótesis más creíble y que concuerde mejor con el resto de la historia. -Jia hizo una pausa para beber un sorbo de vino, como si estuviera absorto en sus pensamientos-. Al echar en falta a su madre, J. intentó copiar el vestido de la fotografía. Tardó bastante en encontrar la tela original, hacía tiempo que no la fabricaban, y en localizar al viejo sastre que había confeccionado el vestido original. Así que decidió usar toda la tela y encargó varios vestidos, en lugar de uno solo. Puede que uno de ellos sea bastante parecido al original. J. no previo que se usarían años después.

– Excelente, señor Jia. Es como si J. viviera aferrado al preciso instante en que le tomaron aquella fotografía junto a su madre. No sorprende que intentara reproducir algún elemento de aquella imagen. Algo tangible, para que pudiera convencerse a sí mismo de que aquel momento había existido -explicó Chen, asintiendo con la cabeza-. En cuanto a la otra laguna que ha señalado, usted tenía razón al afirmar que J. era plenamente capaz de frustrar los planes de Jazmín de alguna otra forma. Además, Jazmín no era como las demás víctimas. ¿Por qué habría estado dispuesta a salir con un desconocido?

– Bueno -replicó Jia-, ¿por qué está tan seguro de que había planeado matarla? Tal vez hubiera intentado convencerla para que no se dejara llevar por la pasión. Y entonces sucedió algo.

– ¿Cómo, señor Jia? ¿Cómo podía convencerla para que no se dejara llevar por el amor?

– Yo no soy el autor, pero J. podría haber descubierto algo sobre el amante de Jazmín, algo sospechoso en su negocio o sobre su estado civil. Así que planeó un encuentro con ella para hablar del tema.

– Claro, eso explica que aceptara salir con él. Fantástico.

– Quería que Jazmín dejara de ver a aquel hombre, pero ella se negó a escucharlo. Así que la amenazó con las posibles consecuencias, como revelar su relación secreta, o acusar a su amante de bigamia. Durante su acalorada discusión, ella se puso a gritar. J. le tapó la boca para silenciarla. En pleno trance, de improviso, se vio a sí mismo convertido en Tian, haciéndole a Jazmín lo que Tian le había hecho a su madre. Una experiencia extraña, como la reencarnación. Era Tian el que la atacaba…

– Salvo que en el último minuto -interrumpió Chen-, el recuerdo de su madre volvió a afectar a su virilidad y la estranguló en lugar de violarla. Eso explica las magulladuras en las piernas y en los brazos de Jazmín, y el hecho de que J. lavara después el cadáver. Era un hombre cauto, a quien preocupaba dejar pruebas tras aquel intento fallido.

– Bueno, ésa es su versión, inspector jefe Chen.

– Gracias, señor Jia, ha resuelto el problema -dijo Chen, acabándose el vino-. Aclaremos otra laguna. J. abandonó los cuerpos en lugares públicos. Un mensaje desafiante, en mi opinión. Pero la última víctima apareció en un cementerio. ¿Por qué? Si el ladrón de tumbas no lo hubiera encontrado, el cuerpo podría haber permanecido allí, sin que nadie lo descubriera, durante días.

– No conoce bien ese cementerio, ¿verdad?

– No.

– En los años cincuenta era el cementerio de los ricos, por lo que hay una explicación muy sencilla. Los miembros de la familia de J. estaban enterrados allí.

– Pero los padres de J. fueron incinerados, y sus cenizas esparcidas. Además, la policía registró el cementerio de arriba abajo. Ninguno de sus parientes cercanos estaba enterrado allí.

– Algunas familias compraban sus tumbas con mucha antelación. El abuelo y los padres de J. podrían haber comprado sus tumbas bastantes años antes de morir. Así que, en su imaginación, seguía siendo el lugar en el que descansaba su madre…

El móvil de Chen empezó a sonar pese a ser una hora intempestiva. El inspector jefe contestó a toda prisa. Era una llamada del director Zhong.

– Gracias a Dios, por fin lo encuentro, inspector jefe Chen -dijo Zhong-. El comité central del Partido en Pekín ha tomado una decisión sobre el caso del complejo residencial.

– ¿Sí? -preguntó Chen, volviéndose hacia un lado-. ¿Se refiere a la sentencia del juicio?

– Es un caso difícil, pero también supone una oportunidad para mostrar la determinación con que nuestro Partido combate la corrupción. La gente ve a Peng como un representante de dicha corrupción. Démosle un castigo ejemplar.

– No he colaborado demasiado en este caso, lo siento. Pero estaré allí mañana. Esos funcionarios corruptos deberían recibir su castigo.

Zhong no tenía ni idea de que la conversación telefónica se estuviera desarrollando en presencia de Jia.

– Entonces lo veré en la sala mañana -dijo Zhong.

– Siento la interrupción, señor Jia -se excusó Chen volviéndose hacia el abogado nada más colgar.

Fue entonces cuando el reloj de caoba empezó a dar la hora, sonando como la campana del templo.

Las doce.

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