10

Serpiente aceptó a regañadientes que no podía quedarse en Centro. Era demasiado peligroso malgastar el tiempo explorando las cavernas de la montaña, aunque la atraían enormemente. Tal vez alguna de ellas las llevara finalmente a la ciudad, pero también podían quedar atrapadas con la misma facilidad en un laberinto de estériles túneles de piedra. La lluvia ofrecía un único respiro. Si Serpiente no lo aceptaba, su hija y ella, los caballos y los reptiles, no tendrían una segunda oportunidad.

De alguna manera, no le parecía justo que su regreso a las montañas fuera tan fácil como un placentero viaje a través de las praderas, pues en eso se había metamorfoseado el desierto después de la lluvia. Durante todo el día los caballos estuvieron mordisqueando hierba fresca mientras avanzaban, y sus jinetes arrancaban grandes ramos de flores y las chupaban para saborear su néctar. El polen inundaba el aire. Guiando a los caballos, Serpiente y Melissa siguieron caminando hasta muy avanzada la noche, mientras la aurora boreal danzaba en el cielo; el desierto se iluminó y ni los caballos ni sus jinetes parecían cansados. Serpiente y Melissa comían a intervalos, mascaban fruta seca o tasajo; casi al amanecer, acamparon sobre una hierba suave y espléndida donde sólo había habido arena unas cuantas horas antes. Durmieron un rato y se despertaron con la salida del sol, refrescadas.

Las plantas sobre las que habían descansado ya habían florecido. Por la tarde, las flores cubrían las dunas de nubes de color, una blanca, la siguiente púrpura brillante, la tercera multicoloreada con arroyos desde la cima al valle. Las flores moderaban el calor, y el cielo estaba más claro que nunca. Incluso los contornos de las dunas estaban alterados por la acción de la lluvia: suaves ondulaciones se habían convertido en afilados surcos erosionados, marcados por los estrechos cañones de arroyuelos de corta vida.

A la tercera mañana, las nubes de polvo empezaron a agruparse de nuevo. La lluvia se había evaporado; las plantas capturaron todo lo que pudieron. Ahora la sequedad moteaba las hojas de marrón mientras las plantas se marchitaban y morían. El viento arrastraba sus semillas al paso de Serpiente. La vasta paz del desierto se enroscaba en sus hombros, pero los pies de las colinas del este de las montañas centrales se alzaban ante ella, recordándole de nuevo su fracaso. No quería volver a casa.

Veloz, respondiendo a algún movimiento inconsciente del cuerpo de Serpiente, su indecisión a continuar, se detuvo bruscamente. Serpiente no la urgió a seguir andando. Unos pocos pasos por delante, Melissa tiró de las riendas y miró hacia atrás.

—¿Serpiente?

—Oh, Melissa, ¿adonde te estoy llevando?

—Vamos a casa —dijo la niña, tratando de consolarla.

—Puede que ya ni siquiera tenga una casa.

—No te expulsarán. No pueden hacerlo.

Serpiente se secó furiosamente las lágrimas con la manga, frotando el tejido sedoso contra su mejilla. La desesperanza y la frustración no le darían consuelo ni alivio. Se apretó contra el cuello de Veloz y cerró los puños en la larga melena negra de la yegua.

—Dijiste que era tu hogar, dijiste que todos eran tu familia. ¿Cómo van a poder echarte?

—No lo harían —susurró Serpiente—. Pero si me dijeran que no puedo ser curadora, ¿cómo podría quedarme?

Melissa extendió la mano y la palmeó torpemente.

—Todo saldrá bien. Lo sé. ¿Qué puedo hacer para que no estés tan triste?

Serpiente suspiró profundamente. Alzó la cabeza. Melissa la miró fijamente, sin vacilar. Serpiente se volvió y le beso la mano, que sujetaba la suya propia.

—Tú confías en mí —dijo—. Y tal vez eso es lo que más necesito ahora mismo.

Melissa sonrió a medias, cohibida y animada mientras continuaban, pero después de unos pocos pasos Serpiente volvió a refrenar a Veloz. La niña se detuvo también, y la miró con preocupación.

—Pase lo que pase —dijo Serpiente—, decidan lo que decidan, eres su hija tanto como mía. Puedes ser aún una curadora. Si tengo que marcharme…

—Iré contigo.

—Melissa…

—No me importa. Además, nunca quise ser curadora —dijo Melissa con firmeza—. Quiero ser jockey. No podría quedarme con la gente que te hizo marchar.

La intensidad de la lealtad de Melissa preocupó a Serpiente. Nunca había conocido a nadie que fuera tan completamente ajena a la propia conveniencia. Tal vez Melissa no podía aún pensar en sí misma como alguien con derecho a tener sus propios sueños; tal vez le habían quitado ya tantos sueños que ni se atrevía a tenerlos. Serpiente esperaba poder devolvérselos.

—No importa —dijo—. Aún no hemos llegado a casa. Ya nos preocuparemos cuando lleguemos.

La fija máscara de decisión de Melissa se relajó un poco y continuaron cabalgando.


Al final del tercer día, las minúsculas plantas se convirtieron en polvo bajo los cascos de los caballos. Una fina neblina marrón cubría el desierto. De vez en cuando, una nubecilla de semillas pasaba volando, arrastrada por el aire, y cuando el viento soplaba más fuerte, semillas más pesadas surcaban la arena como olas. Al caer la noche, Serpiente y Melissa llegaron al pie de las colinas, y el desierto, negro y pelado, quedó tras ellas.

Habían regresado a las montañas viajando directamente al oeste, por el camino más rápido hacia la seguridad. Aquí, las colinas se alzaban menos escarpadas que los acantilados de Montaña; la escalada era mucho más fácil que en el paso del norte, pero más larga. En la primera cima, antes de emprender el camino a las siguientes, más altas, Melissa refrenó a Ardilla y se dio la vuelta para dar una mirada al desierto oscuro. Después de un instante, sonrió a Serpiente.

—Lo conseguimos —dijo.

Serpiente sonrió lentamente en respuesta.

—Tienes razón —dijo—. Lo conseguimos.

Su miedo más inmediato, el de las tormentas, se disolvió lentamente con el frío y claro aire de las colinas. Las nubes gravitaban opresivamente bajas, desfigurando el cielo. Nadie, nómada o habitante de las montañas, vería ni siquiera un trozo de azul, o una estrella, o la luna, hasta la próxima primavera, y el disco del sol se iría haciendo más y más sombrío. Ahora, mientras se hundía tras los picos de las montañas, proyectaba la negra sombra de Serpiente hacia el desierto llano y oscuro. Más allá del alcance del viento más violento, más allá del calor y la arena sin agua, Serpiente azuzó a Veloz a continuar hacia las montañas a las que pertenecían.

Serpiente buscó un lugar para acampar. Poco después escuchó el bienvenido tintineo de un arroyo. El sendero conducía más allá de un hueco, la fuente de un manantial, un lugar que parecía un campamento usado mucho tiempo antes. El agua mantenía unos cuantos árboles perennes y un poco de pasto para los caballos. En el centro del terreno, la tierra mostraba restos carbonizados, pero Serpiente no tenía madera para encender un fuego. Sabía que no podía talar los árboles, al contrario de otros viajeros que habían dejado fútiles marcas de hacha en la gruesa corteza. La madera era dura y resistente como el acero.

Era tan difícil viajar de noche por las montañas como hacerlo durante el día en el desierto, y el fácil regreso de la ciudad no había borrado el esfuerzo de todo el viaje. Serpiente desmontó. Se detendrían a pasar la noche, y al amanecer…

¿Al amanecer, qué? Llevaba tantos días viajando con prisa, corriendo contra la enfermedad o la muerte o las arenas implacables, que tuvo que pararse y darse cuenta de que no había razón para seguir corriendo. Ya no tenía ninguna necesidad acuciante para llegar a ninguna parte, ni de dormir unas pocas horas y despertarse bostezando al amanecer o en el ocaso. Su hogar la esperaba, y no estaba segura de que cuando lo alcanzara continuara siendo su hogar. No tenía nada que ofrecer, sólo fracaso, malas noticias y una víbora de arena de mal temperamento que podría o no ser útil. Desató el zurrón y lo depositó suavemente en el suelo.

Después de cepillar a los caballos, Melissa se arrodilló junto a las mochilas y empezó a sacar la comida y el horno de parafina. Ésta era la primera vez, desde que empezaron el viaje, que montaban un campamento adecuado. Serpiente se sentó junto a su hija para ayudarle con la cena.

—Yo lo haré —dijo Melissa—. ¿Por qué no descansas?

—No me parece justo.

—No me importa.

—No se trata de si te importa o no.

—Me gusta hacer cosas por ti.

Serpiente colocó las manos sobre los hombros de Melissa, sin forzarla ni obligarla a darse la vuelta.

—Lo sé. Pero a mí también me gusta hacerlas por ti. Los dedos de Melissa juguetearon con las cinchas y las riendas.

—Eso no es justo —dijo por fin—. Eres una curadora, y yo… yo trabajo en un establo. Lo normal es que yo haga cosas por ti.

—¿Dónde está escrito que un curador tiene más derechos que el trabajador de un establo? Eres mi hija, y formamos una unión.

Melissa se dio la vuelta y abrazó a Serpiente con fuerza, escondiendo su cara contra su camisa. Serpiente le devolvió el abrazo y la sostuvo, meciéndose sobre el duro suelo, consolando a Melissa como si fuera una niña muchísimo más pequeña de lo que nunca había tenido oportunidad de ser.

Después de unos pocos minutos, los brazos de Melissa se aflojaron y se echó hacia atrás. Había recuperado el control y apañó la vista, turbada.

—No me gusta estar sin hacer nada.

—¿Alguna vez has tenido la oportunidad de intentarlo? Melissa se encogió de hombros.

—Podemos hacer turnos —dijo Serpiente—, o compartirás tareas cada día. ¿Qué prefieres hacer?

Melissa la miró a los ojos con una rápida sonrisa de alivio.

—Compartir las tareas —miró a su alrededor como si viera el campamento por primera vez—. Tal vez haya algún tronco muerto por ahí cerca. Y necesitamos agua.

Buscó la correa para sujetar la leña y la cantimplora. Serpiente se la quitó de las manos.

—Me reuniré contigo dentro de unos minutos. Si no encuentras nada, no pierdas mucho tiempo buscando. Es probable que los árboles que caen durante el invierno sean utilizados por el primer viajero que pasa cada primavera. Si es que los hay.

El lugar no sólo parecía no haber sido utilizado desde hacía años, sino que tenía un aura indefinible de abandono. El arroyo corría más allá del campamento y no había señales de barro donde Veloz y Ardilla habían bebido, pero, de todas formas, Serpiente caminó un poco corriente arriba. Cuando hubo llegado cerca de la fuente, soltó la cantimplora y se encaramó a lo alto de un enorme peñasco que permitía ver la mayor parte de los alrededores. No había nadie a la vista, ningún caballo, ningún campamento, nada de humo. Serpiente casi deseaba creer que el loco se había ido, o que nunca había existido realmente y que su doble encuentro con un loco real y un ladrón equivocado e incompetente se trataban de una coincidencia. Aunque fueran la misma persona, no había visto ni rastro de él desde la pelea en la calle. Aquello no había sucedido hacía tanto tiempo como parecía, pero tal vez era más que suficiente.

Serpiente bajó el peñasco, regresó al arroyo y metió la cantimplora bajo la superficie plateada. El agua borboteó camino de la abertura y le mojó los dedos y las manos, fría y rápida. El agua era algo diferente en las montañas. El pellejo de cuero se llenó. Se refrescó el cuello con unas pocas gotas y se echó la cantimplora al hombro.

Melissa no había regresado al campamento todavía. Serpiente esperó durante unos minutos y se puso a preparar una comida de provisiones secas que parecía la misma incluso después de haber sido empapada. También sabía igual, pero era un poco más fácil de comer. Desenrolló las mantas. Abrió el zurrón de las serpientes, pero Sombra se quedó dentro. La cobra solía quedarse en su compartimento después de un viaje largo, y se enfadaba si la molestaban. Serpiente se sintió incómoda porque no veía a Melissa. No podía ahuyentar su incomodidad recordándose que la niña era dura e independiente. En vez de abrir el compartimento de Susurro para que el crótalo pudiera salir, o comprobar el estado de la víbora de arena, una tarea que no le gustaba mucho, volvió a cerrar el zurrón y se puso en pie para llamar a su hija. De repente, Veloz y Ardilla se agitaron violentamente, llenos de miedo.

—¡Serpiente! ¡Cuidado! —gritó Melissa con voz cargada de aviso y terror. Un puñado de rocas y arena rodaron sonoramente colina abajo.

Serpiente corrió hacia el ruido de la trifulca mientras sacaba a medias el cuchillo de su funda. Rodeó un peñasco y se detuvo.

Melissa se debatía violentamente contra una figura alta y cadavérica vestida con ropas del desierto. Tenía una mano sobre la boca de la niña y la rodeaba con la otra, retorciéndole los brazos. Melissa peleaba y pateaba, pero el hombre no reaccionaba con dolor ni con furia.

—Dile que se esté quieta —dijo—. No quiero lastimarla. Sus palabras eran pastosas y confusas, como si estuviera borracho. Tenía la ropa rota y sucia, y el pelo salvajemente despeinado. El iris de sus ojos parecía más pálido que la blanca córnea inyectada en sangre, lo cual le daba un aspecto inexpresivo e inhumano. Serpiente supo inmediatamente que era el loco, incluso antes de ver el anillo que le había cortado la frente cuando la atacó en las calles de Montaña.

—Suéltala.

—Haré un trato contigo —dijo él.

—No tenemos mucho, pero es tuyo. ¿Qué quieres?

—La serpiente del sueño. Nada más. —Melissa volvió a debatirse y el hombre se movió para asirla con mayor fuerza y crueldad.

—De acuerdo —dijo Serpiente—. No tengo elección, ¿verdad? Está en mi zurrón.

El loco la siguió hasta el campamento. El viejo misterio había quedado resuelto, pero a cambio se enfrentaba a uno nuevo.

Serpiente señaló el zurrón.

—El compartimento superior —dijo.

El loco se dirigió hacia él sin soltar a Melissa. Tendió la mano hacia el cierre, luego la retiró. Estaba temblando.

—Hazlo tú —le dijo a Melissa—. Es más seguro.

Sin mirar a Serpiente, Melissa extendió la mano hacia el cierre.

—Alto —dijo Serpiente—. No hay nada ahí dentro. Melissa dejó caer la mano al costado y miró a Serpiente con una mezcla de alivio y miedo.

—Suéltala —repitió la curadora—. Si lo que quieres es la serpiente del sueño, no puedo ayudarte. La mataron antes de que encontraras mi campamento.

El hombre la miró, encogiendo los ojos, y luego se dio la vuelta hacia el zurrón. Abrió el cierre y le dio una patada. La grotesca víbora de arena salió en una maraña, revolviéndose y siseando. Alzó la cabeza por un instante como si fuera a morder como venganza por su cautiverio, pero tanto el loco como Melissa permanecieron inmóviles. Serpiente saltó hacia adelante y arrancó a Melissa de las manos del loco, pero éste ni siquiera se dio cuenta.

—¡Me has engañado! —de repente empezó a reírse histéricamente y alzó las manos al cielo—. ¡Me habrías podido dar lo que necesito! —cayó a tierra llorando y riendo, con las lágrimas corriéndole por la cara.

Serpiente se abalanzó rápidamente hacia las rocas, pero la víbora de arena había desaparecido ya. Con el ceño fruncido, cogió la empuñadura de su cuchillo y se alzó sobre el loco. Las víboras eran bastante raras en el desierto, pero en las colinas ni siquiera existían. Ahora no podría hacer la vacuna para el pueblo de Arevin, y no tenía nada que llevar a sus maestros.

—Levántate —dijo, con voz ronca. Miró a Melissa—. ¿Estás bien?

—Sí —contestó la niña—. Pero dejó escapar a la víbora. El loco continuó acurrucado en el suelo, llorando en voz baja.

—¿Qué le pasa? —preguntó Melissa, junto a Serpiente, mirando al hombre.

—No lo sé —Serpiente lo tocó con la punta del pie—. Tú. Basta. Levántate.

El hombre se movió débilmente a sus pies. Las muñecas le sobresalían de las mangas hechas harapos; sus manos y brazos eran como ramas peladas.

—Debí haber sido capaz de librarme de él —dijo Melissa, disgustada.

—Es más fuerte de lo que parece —contestó Serpiente—. Por el amor de los dioses, hombre, deja de aullar de esa manera. No vamos a hacerte nada.

—Ya estoy muerto —susurró—. Eras mi última oportunidad, ahora es como si ya estuviera muerto.

—¿Tu última oportunidad para qué?

—Para ser feliz.

—Vaya una porquería de felicidad si te induce a romperlas cosas y asaltar a la gente — dijo Melissa.

El loco las miró, con la esquelética cara surcada de lágrimas. Su piel mostraba profundas arrugas.

—¿Por qué regresaste? Ya no podía seguirte. Quería volver a casa para morir, si me dejaban. Pero regresaste. Derechita a mí —enterró la cara en las mangas rasgadas de su túnica. Había perdido su turbante. Tenía el pelo oscuro y reseco. Ya no sollozaba, pero sus hombros temblaban.

Serpiente se arrodilló y le ayudó a ponerse en pie. Tuvo que soportar la mayor parte de su peso. Melissa se quedó al margen por un instante, luego se encogió de hombros y se acercó a ayudar. Mientras empezaban a caminar, Serpiente sintió una forma cuadrada, afilada y dura bajo las ropas del loco. Le dio la vuelta, y le abrió la túnica, desprendiendo al mismo tiempo capas de polvo y suciedad.

—¿Qué estas haciendo? ¡Detente! —se revolvió contra ella, y alzó sus huesudos brazos en un intento de volver a cubrirse el cuerpo esquelético con sus ropas.

Serpiente encontró el bolsillo interior. En cuanto palpó la forma oculta, supo que era su diario. Lo agarró y soltó al loco. El hombre retrocedió uno o dos pasos y se quedó temblando, reordenando frenéticamente los pliegues de su ropa. Serpiente le ignoró, y asió el libro con fuerza.

—¿Qué es eso? —preguntó Melissa.

—El diario de mi año de prueba. Lo robó de mi campamento.

—Mi intención era tirarlo —dijo el loco—. Olvidé que lo tenía.

Serpiente lo miró.

—Pensaba que me serviría de algo, pero me equivoqué. No servía para nada.

Serpiente suspiró.

De vuelta al campamento, Serpiente y Melissa depositaron al loco en el suelo y le hicieron recostar la cabeza contra una silla de montar, donde se quedó mirando ausente el cielo. Cada vez que parpadeaba, una nueva lágrima le corría por la cara y lavaba el polvo y la suciedad. Serpiente le dio un poco de agua y se sentó sobre los talones a observarle, mientras se preguntaba qué significaba aquella última observación. Era un loco, después de todo, pero tenía una misión. Estaba impulsado por la desesperación.

—No va a hacer nada, ¿verdad? —preguntó Melissa.

—No creo.

—Me hizo soltar la madera —dijo la niña. Claramente disgustada, se internó entre las rocas.

—Melissa…

La niña volvió la cabeza.

—Espero que la víbora se haya marchado, pero puede que esté aún por aquí cerca. Será mejor que nos pasemos la noche sin encender una hoguera.

Melissa dudó tanto que Serpiente se preguntó si iba a decir que prefería la compañía de la víbora que la del loco, pero al final se encogió de hombros y se acercó a los caballos.

Serpiente volvió a acercar el recipiente del agua a los labios del loco. Éste tragó una vez, y luego dejó que el agua le cayera por las comisuras de la boca a través de la barba de varios días. El agua cayó al suelo bajo él y se perdió formando pequeños arroyos.

—¿Cómo te llamas?

Serpiente esperó, pero el hombre no respondió. Empezaba a preguntarse si no habría entrado en estado catatónico cuando el loco se encogió de hombros, profundamente.

—Debes tener un nombre.

—Supongo —dijo; se pasó la lengua por los labios, retorció las manos, parpadeó y otras dos lágrimas surcaron la suciedad de su cara—. Supongo que alguna vez tuve uno.

—¿Qué querías decir con eso de ser feliz? ¿Por qué querías mi serpiente del sueño? ¿Te estás muriendo?

—Ya te he dicho que sí.

—¿De qué?

—De necesidad. Serpiente frunció el ceño.

—¿Necesidad de qué?

—De una serpiente del sueño.

Serpiente suspiró. Le dolían las rodillas. Se cambió de postura y se sentó con las piernas cruzadas cerca del hombro del loco.

—No puedo ayudarte si no me ayudas a saber qué sucede.

El hombre se enderezó, hurgó entre las ropas que había alisado con tanto cuidado y tiró del material gastado hasta que se rasgó. Lo abrió y desnudó su garganta al mismo tiempo que alzaba la barbilla.

—¡Esto es todo lo que necesitas saber!

Serpiente miró más cerca. Entre el áspero vello negro de la barba del loco pudo ver numerosas cicatrices diminutas, todas en parejas, agrupadas en torno a la arteria carótida. Se echó hacia atrás, sorprendida. No tenía ninguna duda de que aquellas marcas habían sido causadas por los colmillos de una serpiente del sueño, pero no podía imaginar, ni mucho menos recordar, una enfermedad tan severa y agónica que requiriera tanto veneno para suavizar el dolor, y que al mismo tiempo dejara a su víctima con vida. Aquellas cicatrices tenían que haber sido hechas a través de un considerable espacio de tiempo, pues algunas eran viejas y blancas mientras que otras se veían tan frescas, sonrosadas y brillantes que aún tenían que haber sido simples postillas cuando saqueó su primer campamento.

—¿Comprendes ahora?

—No —dijo Serpiente—. No sé. ¿Qué pasa…? —Se detuvo, frunciendo el ceño—. ¿Fuiste curador?

Pero aquello era imposible. Le habría reconocido, o al menos habría oído hablar de él. Además, el veneno de una serpiente del sueño no tendría más efecto en un curador que el de cualquier otra serpiente.

No se le ocurrió ninguna razón para usar tanto veneno de serpiente del sueño durante mucho tiempo. Mucha gente había muerto dolorosamente a causa de este hombre, fuera lo que fuese.

Sacudiendo la cabeza, el loco se hundió de nuevo en el suelo.

—No, curador nunca… yo no. No necesitamos curadores en la cúpula rota.

Serpiente esperó, impaciente pero sin querer correr el riesgo de sonsacarle. El loco se lamió los labios y volvió a hablar.

—Agua… por favor.

Serpiente le llevó el recipiente a los labios y el hombre bebió ansiosamente, sin derramar ni sorber como antes. Intentó volver a sentarse, pero su codo resbaló bajo su peso y se quedó tendido, sin intentar hablar siquiera.

—¿Por qué tienes tantas mordeduras de serpientes del sueño?

El loco la miró. Sus ojos pálidos e inyectados en sangre eran ahora bastante firmes.

—Porque fui un suplicante bueno y útil, y llevé muchos tesoros a la cúpula rota. Me recompensaban a menudo.

—¿Te recompensaban? Su expresión se suavizó.

—Oh, sí —sus ojos se nublaron; parecía mirar más allá de Serpiente—. Con felicidad y olvido y la realidad de los sueños.

Cerró los ojos y no volvería a hablar, ni siquiera aunque Serpiente le interrogara con fuerza.

Serpiente regresó con Melissa, que había encontrado ramas resecas al otro lado del campamento y estaba sentada junto a una pequeña hoguera, esperando descubrir qué sucedía.

—Alguien tiene una serpiente del sueño —dijo la curadora—. Están utilizando el veneno como droga de placer.

—Vaya tontería —dijo Melissa—. ¿Por qué no usan cualquiera de las cosas que crecen por aquí? Hay un montón de material diferente.

—No lo sé —contestó Serpiente—. No sé por mí misma qué efecto tiene el veneno. Lo que me gustaría saber es dónde consiguieron la serpiente del sueño. No se la dio un curador, al menos no voluntariamente.

Melissa agitó la sopa. La luz de la hoguera hacía que sus cabellos rubios parecieran rojos.

—Serpiente —dijo por fin—, aquella noche, cuando regresaste al establo después de la pelea con el loco… él te habría matado si lo hubieras dejado. Hoy me habría matado a mí de tener una oportunidad. Si tiene amigos y decidieron quitarle la serpiente del sueño a un curador…

—Lo sé. —¿Matar a los curadores para quitarles las serpientes? Era difícil aceptar aquella idea. Serpiente trazó en el suelo con la punta de un guijarro afilado un dibujo sin sentido—. Ésa es la única explicación que tiene algún sentido.

Cenaron. El loco dormía profundamente, así que no comió, aunque estaba lejos de la muerte, como decía. En realidad, bajo la suciedad y los harapos, estaba sorprendentemente sano: era delgado, pero sus músculos eran fuertes, y no mostraba ningún signo de anemia. Era, sin ninguna duda, muy fuerte.

Pero por eso, pensó Serpiente, llevaban los curadores las serpientes del sueño. El veneno no mataba, y no hacía inevitable la muerte. Más bien, suavizaba el tránsito entre la vida y la muerte y ayudaba al moribundo a aceptar su destino irreversible.

Con el tiempo, el loco se entregaría sin duda a la muerte. Pero Serpiente no tenía intención de dejarle cumplir su voluntad antes de averiguar de dónde venía y qué hacía aquí. Tampoco tenía intención de pasar en vela la mitad de la noche para evitar que atacara a Melissa. Las dos necesitaban dormir.

Los brazos del loco eran tan flácidos como los harapos que los cubrían. Serpiente le alzó las manos por encima de la cabeza y le ató las muñecas a su silla de montar con dos tiras de cuero. No lo hizo con saña o con crueldad, sólo con la fuerza suficiente para poder oírlo si intentaba zafarse. La noche se había vuelto fría, así que lo arropó con una manta, y luego Melissa y ella tendieron sus petates en el duro suelo y se pusieron a dormir.

Hacia la medianoche, Serpiente volvió a despertarse. El fuego se había apagado y había dejado el campamento sumido en la oscuridad. Serpiente se quedó tendida, sin moverse, esperando el ruido del loco al intentar escapar.

Melissa lloriqueó en sueños. Serpiente se arrastró hacia ella y le tocó el hombro. Se sentó junto a ella y le acarició la cara y el pelo.

—Tranquila, Melissa —susurró Serpiente—. Despierta, sólo es un mal sueño.

Un instante después, Melissa se enderezó con un respingo.

—¿Qué…?

—Soy yo, Serpiente. Tenías una pesadilla. La voz de Melissa tembló.

—Creía que estaba de vuelta en Montaña —dijo—. Creía que Ras…

Serpiente la abrazó y le acarició aún su suave pelo rizado.

—No importa. Nunca tendrás que volver allí. Notó que Melissa asentía.

—¿Quieres que me quede a tu lado? —preguntó Serpiente—. ¿O eso hará volver la pesadilla?

Melissa dudó.

—Quédate, por favor —susurró.

Serpiente se tendió a su lado y tendió la manta sobre las dos.

La noche se había vuelto fría, pero Serpiente se alegraba de haber dejado el desierto atrás y estar de regreso a un sitio donde el suelo no absorbía tenazmente el calor del día. Melissa se apretujó contra ella.

La oscuridad era completa, pero por la respiración de la niña, Serpiente supo que estaba dormida de nuevo. Tal vez nunca había llegado a despertarse del todo. Serpiente no concilio el sueño durante un rato. Podía oír los ronquidos del loco por encima del tintineo del agua del arroyo, y sentía las vibraciones de los cascos de los caballos sobre la dura tierra mientras se agitaban en la noche. Bajo su cuerpo, el suelo no cedía, y sobre ella ninguna estrella ni ningún resquicio de la luna atravesaban el cielo.


La voz del loco era fuerte y quejumbrosa, mucho más que la noche anterior.

—Déjame levantarme. Desátame. ¿Vas a torturarme hasta la muerte? Necesito mear. Tengo sed.

Serpiente apartó las mantas y se sentó. Estuvo tentada de ofrecerle agua primero, pero decidió que aquello era la indigna fantasía de ser despertada al amanecer. Se levantó y se desperezó, bostezando, y luego saludó a Melissa, que se encontraba entre Veloz y Ardilla sirviéndoles el desayuno. Melissa se rió y agitó una mano en respuesta.

El loco se debatió contra las cuerdas.

¿Bien? ¿Vas a dejar que me levante?

Dentro de un minuto.

Utilizó la letrina que habían cavado tras los arbustos, y se acercó al arroyo para lavarse la cara. Le apetecía darse un baño, pero el caudal no era suficiente, ni tenía intención de hacer esperar tanto tiempo al loco. Regresó al campamento y lo desató. El hombre se sentó mientras se frotaba las muñecas y gruñía, y luego se puso en pie y empezó a andar.

—No quiero invadir tu intimidad —dijo Serpiente—, pero no te me pierdas de vista.

Él replicó algo ininteligible, pero no dejó que la pantalla natural lo ocultara por completo. De regreso junto a Serpiente, se sentó en el suelo y cogió el recipiente con el agua. Bebió ansiosamente y se secó la boca con la manga, mirando a su alrededor con aspecto hambriento.

—¿Qué hay para desayunar?

—Pensaba que tenías planeado morir. El hombre puso mala cara.

—En mi campamento, todo el mundo trabaja por su comida —dijo Serpiente—. Puedes dar información a cambio de la tuya.

El hombre miró al suelo y suspiró. Tenía unas cejas espesas y oscuras que ensombrecían sus ojos claros.

—De acuerdo —dijo. Se sentó con las piernas cruzadas, apoyó los brazos sobre las rodillas y dejó caer las manos. Sus dedos temblaban.

Serpiente esperó, pero el hombre no habló.

Dos curadores habían desaparecido en los últimos años. Serpiente aún pensaba en ellos por sus nombres de niño, los nombres con que los había conocido hasta que se marcharon a cumplir su año de práctica. No había conocido muy íntimamente a Philippe, pero Jenneth era su hermana mayor favorita, una de las tres personas a las que se sentía más unida. Aún podía sentir la conmoción del invierno y la primavera del año de pruebas de Jenneth, a medida que los días pasaban y la comunidad advertía lentamente que no iba a regresar. Nunca descubrieron qué le había sucedido. A veces, cuando moría un curador, un mensajero traía la mala noticia a la estación, y a veces incluso devolvían las serpientes. Pero los curadores nunca llegaron a recibir un mensaje de Jenneth. Tal vez el loco que tenía al lado había saltado sobre ella en algún oscuro callejón y la había matado para conseguir su serpiente del sueño.

—¿Bien? —preguntó bruscamente. El loco se sobresaltó.

—¿Qué? —La miró con los ojillos bizcos, esforzándose por enfocar la visión.

Serpiente se contuvo.

—¿De dónde eres?

—Del sur.

—¿De qué ciudad? —Sus mapas mostraban este paso, pero nada más allá. Tanto en las montañas como en el desierto, la gente tenía buenas razones para evitar las tierras extremas del sur.

El loco se encogió de hombros.

—Ninguna ciudad. No queda ninguna allí. Sólo la cúpula rota.

—¿Dónde conseguiste la serpiente del sueño? El loco volvió a ignorarla.

Serpiente se puso en pie de un salto y lo agarró por el cuello de la sucia túnica y lo levantó.

—¡Respóndeme!

Una lágrima resbaló por su cara.

—¿Cómo? No te entiendo. ¿Dónde la conseguí? Nunca he tenido una. Siempre las había allí, pero no eran mías. Estaban allí cuando llegaba y seguían estándolo cuando me marché. ¿Para qué iba a necesitar la tuya si tuviera las mías? —El loco se hundió en el suelo mientras Serpiente soltaba lentamente su presa.

—¿Si tuvieras las tuyas?

El loco extendió las manos y las alzó para dejar al descubierto las mangas. También sus brazos en el interior del codo, en las muñecas, en todas partes donde las venas eran prominentes, mostraban las cicatrices de las mordeduras.

—Es mejor si te muerden por todas partes a la vez —dijo soñadoramente—. En la garganta, que es rápido y seguro, es mejor para emergencias, para salir del paso. Eso es lo que Norte suele dar. Pero por todas partes es lo que te da si haces algo especial para él.

El loco se abrazó y se frotó los brazos como si tuviera frío. Se sonrojó lleno de excitación, frotándose con más fuerza, más rápido.

—Entonces sientes, sientes… todo se ilumina, eres de fuego, todo… sigue y sigue.

—¡Basta!

El loco dejó caer las manos y la miró, otra vez ausente.

—¿Qué?

—Ese Norte… tiene serpientes del sueño.

El loco asintió ansiosamente, dejando que la memoria lo excitara de nuevo.

—¿Muchas?

—Un pozo lleno. A veces deja que alguien baje al pozo, como recompensa… pero nunca a mí. No desde la primera vez.

Serpiente se sentó, miró al loco sin verlo e imaginó a las criaturas atrapadas en un pozo, expuestas a los elementos…

—¿Dónde las consigue? ¿Comercia con él la gente de la ciudad? ¿Trata con los extraños?

—¿Que dónde las consigue? Están allí. Norte las tiene. Serpiente temblaba con la misma intensidad que el loco.

Se apretó las rodillas con las manos, fuerte, tensando todos sus músculos, y luego lentamente se relajó. Sus manos se volvieron más firmes.

—Se enfadó conmigo y me echó —dijo el loco—. Estaba tan enfermo… y entonces oí hablar de una curadora y fui a buscarte, pero no estabas allí y te habías llevado la serpiente del sueño contigo… —su voz se elevaba a medida que sus palabras se hacían más y más rápidas—. Y la gente me dio caza, pero te seguí, y te seguí y te seguí hasta que volviste a meterte en el desierto, y entonces ya no pude seguirte, no pude, intenté volver a casa pero no pude, así que me tumbé para morir pero tampoco pude hacerlo. ¿Por qué viniste directamente a mí si no tienes la serpiente del sueño? ¿Por qué no me dejas morir?

—No vas a morir. Vas a vivir hasta que me lleves con Norte y las serpientes del sueño. Después de eso, el que vivas o mueras será asunto tuyo.

El loco la miró.

—Pero Norte me expulsó.

—Ya no tienes que seguir obedeciéndole. Si no quiere darte lo que quieres, ya no tiene ningún poder sobre ti. Tu única posibilidad es ayudarme a conseguir algunas serpientes del sueño.

El loco la miró durante rato, parpadeando, con el ceño fruncido, pensativo. De repente, su expresión se aclaró. Su cara se tornó serena y alegre. Se acercó a ella, tropezó y se arrastró. De rodillas a su lado, le cogió las manos. Las suyas estaban sucias y cubiertas de callos. El anillo que cortó la Serpiente en la frente no era más que un engarce que había perdido su piedra.

—¿Quieres decir que me ayudarás a conseguir una serpiente del sueño para mí? — sonrió— ¿Para usarla cuando quiera?

—Sí —respondió Serpiente con los dientes apretados. Apartó las manos cuando el loco se dispuso a besarlas. Aunque sabía que aquella promesa era el único medio de conseguir su cooperación, se sentía como si hubiera cometido un pecado terrible.

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