11

La luz de la luna iluminaba tenuemente la excelente carretera que conducía a Montaña. Arevín cabalgaba tan inmerso en sus pensamientos que no advirtió que la noche había dado paso a los rayos del sol. Aunque hacía días que había dejado atrás la estación de los curadores, al norte, seguía sin encontrar a nadie que tuviera noticia de Serpiente. Montaña era el último lugar donde podía estar, pues no había nada más al sur. Los mapas que Arevin tenía sobre las montañas centrales mostraban un sendero de pastores, un viejo paso sin usar que cortaba sólo la cordillera oriental, y terminaba. Los viajeros de las montañas, al igual que los del país de Arevin, no se aventuraban en las lejanas regiones septentrionales de su mundo.

Arevín intentaba no preguntarse qué haría si no encontraba aquí a Serpiente. No se encontraba tan cerca de las cimas de las montañas para ver el desierto oriental, y se alegraba de ello. Si no veía empezar las tormentas, podía imaginar que el clima tranquilo duraba más que de ordinario.

Rodeó una amplia curva, miró al cielo, y escudó su linterna, parpadeando. Había luces delante: suaves luces de gas amarillas. La ciudad parecía una cesta de chispas esparcidas por la pendiente, todas descansando juntas excepto unas cuantas separadas en el valle.

Aunque conocía varias ciudades, aún le parecía sorprendente lo mucho que trabajaban sus habitantes después de la oscuridad. Decidió continuar hacia Montaña esta misma noche: tal vez podría tener noticias de Serpiente antes de la mañana. Se arrebujó en su túnica para protegerse del frío nocturno.

A pesar suyo, Arevin se quedó adormilado, y no se despertó hasta que los cascos de su caballo golpearon el empedrado. No había actividad aquí, así que continuó cabalgando hasta que alcanzó el centro de la ciudad con sus tabernas y otros lugares de entretenimiento. Esta zona era casi tan brillante como el día, y la gente actuaba como si nunca fuera a llegar la noche. A través de la puerta de una taberna vio a un grupo de trabajadores que cantaban con los brazos sobre los hombros, la contralto desafinando ligeramente. La taberna estaba adosada a una posada, así que detuvo su caballo y desmontó. El consejo de Thad de que pidiera información en las posadas parecía bueno, aunque hasta el momento ninguno de los propietarios con los que había hablado poseía información que darle.

Entró en la taberna. Los trabajadores seguían cantando, perdiendo el compás, o lo que quiera que la flautista del rincón estuviera intentando construir. La mujer depositó el instrumento sobre su rodilla, alzó una jarra de licor y bebió. Cerveza, pensó Arevin. El agradable olor de la levadura inundaba la taberna.

Los trabajadores entonaron otra canción, pero la contralto cerró la boca de repente y miró a Arevin. Uno de los hombres la imitó. La canción murió poco a poco a medida que los demás seguían su mirada. La melodía de la flauta se extinguió. La atención de todos los presentes en la habitación quedó centrada en Arevin.

—Os saludo —dijo el muchacho formalmente—. Me gustaría hablar con el propietario, si es posible.

Ninguno se movió. Entonces la contralto se puso bruscamente en pie y derribó su taburete.

—Veré… veré si puedo encontrarla. —Y desapareció tras una cortina.

Nadie habló, ni siquiera el encargado de la barra. Arevin no supo qué decir. No creía que estuviera tan sucio y polvoriento como para provocar tanta sorpresa y, desde luego, en una ciudad de comerciantes como ésta la gente debería estar acostumbrada a su forma de vestir. Todo lo que pudo hacer fue devolverles la mirada y esperar. Tal vez reemprenderían sus cánticos, o beberían sus cervezas, o le preguntarían si tenía sed.

Pero no hicieron nada. Arevin esperó.

Se sentía un poco ridículo. Dio un paso hacia adelante en un intento de romper la tensión actuando como si todo fuera normal. Pero en cuanto se movió, todos los presentes parecieron contener la respiración y apartarse de él. La tensión de la sala no era la típica de la gente que inspecciona a un extraño, sino la de los antagonistas que esperan a un enemigo. Alguien le susurró algo a otra persona que tenía al lado; las palabras eran inaudibles, pero el tono parecía insultante.

Las cortinas se apartaron y una alta figura se detuvo en las sombras. La propietaria avanzó hacia la luz y miró fijamente a Arevin, sin miedo.

—¿Quería hablar conmigo?

Era tan alta como Arevin, elegante y robusta. No sonreía. Los habitantes de las montañas expresaban rápidamente sus sentimientos, así que Arevin se preguntó si no habría irrumpido en una casa privada, o transgredido una costumbre que no conocía.

—Sí —respondió—. Estoy buscando a Serpiente, la curadora. Esperaba poder encontrarla en vuestra ciudad.

—¿Por qué creía que iba a encontrarla aquí?

Arevin se preguntó cómo los habitantes de Montaña podían ser tan prósperos si hablaban tan rudamente a todos los viajeros que llegaban.

—Si no está aquí, entonces no ha alcanzado las montañas… debe encontrarse aún en el desierto occidental. Las tormentas se acercan.

—¿Por qué la está buscando?

Arevin se permitió hacer una leve mueca, pues la pregunta había pasado los límites de la simple brusquedad.

—No creo que eso sea asunto suyo —dijo—. Si en su casa no es costumbre cumplir el trato civilizado, preguntaré en otra parte.

Se dio la vuelta y casi tropezó con un hombre y una mujer que tenían insignias en el cuello de sus uniformes y cadenas en las manos.

—Venga con nosotros, por favor —dijo la mujer.

—¿Por qué razón?

—Sospecha de asalto —anunció el hombre. Arevin le miró completamente sorprendido.

—¿Asalto? No llevo aquí más que unos minutos.

—Eso ya se determinará —repuso la mujer. Le cogió las muñecas para colocarle los grilletes. Arevin se echó hacia atrás, con revulsión, pero la mujer mantuvo su presa. El muchacho se debatió y los dos le cercaron. Un momento después, todos estaban forcejeando, mientras los clientes del bar daban voces de ánimo. Arevin se desembarazó de sus dos asaltantes y se tambaleó. Algo le golpeó la cabeza. Sintió que las rodillas se le debilitaban y perdió el conocimiento.


Arevín se despertó en una habitacioncita de piedra que tenía una sola ventana muy elevada. Le dolía enormemente la cabeza. No comprendía lo sucedido, pues los comerciantes a quienes su clan vendía lana hablaban de Montaña como un lugar de buena gente. Tal vez estos bandidos de ciudad sólo atacaban a los viajeros solitarios y no se metían con las caravanas bien protegidas. Su cinturón, donde guardaba todo su dinero y su cuchillo, había desaparecido. No sabía por qué no estaba muerto en un callejón. Al menos, ya no se encontraba encadenado.

Se sentó muy despacio, deteniéndose cada vez que el dolor lo mareaba, y miró a su alrededor. Oyó pasos en el corredor, se puso en pie, tropezó y volvió a incorporarse para mirar a través de los barrotes de la pequeña abertura de la puerta.

Los pasos se perdieron en la distancia.

—¿Es así como tratáis a los visitantes en vuestra ciudad? —gritó. Era muy difícil perturbar su tranquilo temperamento, pero ahora estaba furioso.

Nadie contestó. Soltó los barrotes y se apartó de la puerta. Fuera de su prisión no podía ver más que otro muro de piedra. La ventana estaba demasiado alta para poder asomarse, incluso si acercaba a ella el camastro y se subía encima. Toda la luz de la habitación llegaba a través de un pequeño orificio en la pared. Alguien le había quitado la túnica y las botas, y ahora no tenía más que sus pantalones de montar.

Calmándose lentamente, se dispuso a esperar.


Pisadas entrecortadas (una persona coja, un bastón) recorrieron el corredor de piedra hacia su celda. Esta vez, Arevin simplemente esperó.

La llave chasqueó y la puerta se abrió de par en par. Primero entraron los guardias, con cautela. Vestían las mismas insignias que sus asaltantes de la noche anterior. Eran tres, lo que extrañó a Arevin, pues no había sido capaz de vencer a los otros dos anoche. No tenía mucha experiencia peleando. En su clan, los adultos generalmente separaban a los niños que se enzarzaban en riñas y trataban de ayudarles a solventar sus diferencias con palabras.

Ayudado por un criado y por un bastón, un hombre grande de pelo oscuro entró en la celda. Arevin no le saludó ni se levantó. Se miraron el uno al otro durante un momento.

—Al menos, la curadora está a salvo de ti —dijo el hombretón. Su criado le soltó un instante para acercar una silla de la pared. Cuando el hombre se sentó, Arevin vio que no era cojo de nacimiento, sino que estaba herido: su pierna derecha permanecía vendada.

—También os ha ayudado a vosotros —dijo Arevin—. ¿Por qué os oponéis a aquellos que quieren encontrarla?

—Finges bien la cordura. Pero supongo que después de que te vigilemos unos cuantos días podrás volver a dar gritos.

—No dudo de que empezaré a hacerlo si me dejáis aquí mucho tiempo.

—¿Crees que te soltaremos para que sigas persiguiendo ala curadora?

—¿Está aquí? —preguntó Arevin ansiosamente, abandonando su reserva—. Debe haber atravesado el desierto a salvo si la habéis visto.

El hombre se le quedó mirando durante unos segundos.

—Me sorprende oírte hablar de su seguridad —dijo—. Perola inconsistencia es lo que puede esperarse de un loco.

—¿Un loco?

—Cálmate. Estamos enterados de tu ataque.

—¿Ataque…? ¿La han atacado? ¿Se encuentra bien? ¿Dónde está?

—Creo que será más seguro para la curadora que no te diga nada.

Arevin apartó la mirada y buscó algún medio de concentrar sus pensamientos. Una peculiar mezcla de confusión y alivio le inundó. Al menos Serpiente había salido del desierto. Estaba a salvo.

Una abertura en un bloque de piedra reflejaba la luz. Arevin miró el punto chispeante y se calmó.

Alzó la cabeza, casi sonriendo.

—Esta discusión es una locura. Pídele que venga a verme. Te dirá que somos amigos.

—¿De verdad? ¿Y quién le decimos que quiere verla?

—Decidle… que es aquél cuyo nombre conoce. El hombretón frunció el ceño.

—¡Vosotros los bárbaros y vuestras supersticiones…!

—Ella sabe quién soy —dijo Arevin, rehusando entregarse a la furia.

—¿Te has enfrentado a la curadora?

—¿Enfrentarme a ella?

El hombretón se arrellanó en la silla y miró a su ayudante.

—Bueno, Brian, desde luego no habla como un loco.

—No, señor —dijo el anciano.

El hombretón miró a Arevin, pero sus ojos en realidad se centraban en la pared de la celda tras él.

—Me pregunto qué pensaría Gabriel… —se interrumpió, y luego miró a su ayudante—. A veces tenía buenas ideas para situaciones como ésta. —Parecía levemente turbado.

—Sí, gobernador.

Hubo un momento de silencio más largo y más intenso. Arevin sabía que dentro de unos instantes el gobernador, el anciano y los guardias se levantarían y le dejarían solo en la celda. Notó que una gota de sudor le corría por el costado.

—Bien… —dijo el gobernador.

—¿Señor…? —preguntó una de los guardias con voz cargada de duda.

El gobernador se volvió hacia ella.

—Bien, habla. No tengo estómago para encarcelar a inocentes, pero ya hemos tenido demasiados locos sueltos últimamente.

—Se sorprendió anoche cuando le arrestamos. Ahora creo que su sorpresa era genuina. La señora Serpiente peleó con el loco, gobernador. La vi cuando regresó. Ganó la pelea, y tenía serias magulladuras. Sin embargo, este hombre no tiene ni un solo arañazo.


Al oír que Serpiente estaba herida, Arevin tuvo que contenerse y no preguntar de nuevo cómo se encontraba. Pero no estaba dispuesto a suplicar nada a esta gente.

—Eso parece cierto. Eres muy observadora —le dijo el gobernador a la guardia—. ¿Tienes algún hematoma? —le preguntó a Arevin.

—No.

—Me perdonarás si insisto en que lo demuestres. Arevin se levantó. Estaba profundamente disgustado ante la idea de desnudarse ante desconocidos, pero se desabrochó los pantalones y dejó que estos cayeran a sus tobillos. Permitió que el alcalde le estudiara, girándose lentamente. En el último momento recordó la pelea de la noche anterior y que era posible que tuviera alguna magulladura visible. Pero nadie dijo nada, así que se dio la vuelta de nuevo y se subió los pantalones.

Entonces el anciano se le acercó. Los guardias se estiraron. Arevin se quedó muy quieto: podían interpretar cualquier movimiento como una amenaza.

—Ten cuidado, Brian —dijo el gobernador.

Brian alzó las manos de Arevin, miró los dorsos, luego observó las palmas y las soltó por fin. Regresó junto al gobernador.

—No lleva ningún anillo. Dudo que los haya llevado alguna vez. Sus manos están bronceadas y no hay marcas. La curadora dijo que el corte que tenía en la frente fue producido por un anillo.

El gobernador resopló.

—¿Entonces qué piensas?

—Como tú mismo has dicho, señor, no habla como un loco. Además, un loco no tiene por qué ser necesariamente estúpido, y sería una estupidez preguntar por la curadora vestido con ropas del desierto, a menos que fuera inocente… y no tuviera siquiera idea de la existencia del crimen. Tiendo a creer en la palabra de este hombre.

El gobernador alzó la mirada hacia su ayudante y la guardia.

—Espero —dijo con tono no del todo simpático— que me aviséis con tiempo si alguno de los dos decide alguna vez ocupar mi puesto —miró de nuevo a Arevin—. Si te dejamos ver a la curadora, ¿llevarás cadenas hasta que te identifique?

Arevin todavía podía sentir los hierros de la noche pasada atrapándole, encerrándole, fríos hasta el hueso. Pero Serpiente se reiría de ellos cuando le hablaran de las cadenas. Esta vez, sonrió.

—Dadle mi mensaje a la curadora —dijo—. Entonces decidiréis si necesito las cadenas o no.

Brian ayudó a incorporarse al gobernador, que miró a la guardia que creía en la inocencia de Arevin.

—Prepárate. Mandaré a buscarle. Ella asintió.

—Sí, señor.


La guardia regresó, con sus compañeros y las cadenas. Arevin observó horrorizado los tintineantes grilletes. Esperaba haber visto a Serpiente. Se alzó anonadado mientras la guardia se le acercaba.

—Lo siento —dijo. Le colocó una fría banda de metal en la cintura, agarró su muñeca izquierda y pasó la cadena a través de una anilla de la pieza de la cintura, luego cerró las esposas de su muñeca derecha. Le sacaron al pasillo.

Arevin sabía que Serpiente no habría sido capaz de hacer esto. Si así era, entonces la persona que existía en su mente no había existido jamás en la realidad. Le habría resultado mucho más fácil aceptar una muerte real y física, la de ella o incluso la suya propia. Tal vez la centinela no había entendido bien. El mensaje podía haberse confundido, o lo habían enviado tan rápidamente que nadie recordó decirles que no se molestaran en cargarlo de cadenas. Arevin decidió soportar este error humillante con orgullo y buen humor.

Los guardias le condujeron al exterior y la luz del día le deslumbre momentáneamente. Luego volvieron a entrar en otra sala, pero sus ojos no lograron ajustarse a la oscuridad. Subió a tientas unas escaleras, tropezando de vez en cuando.

La habitación a la que le condujeron estaba casi oscura también. Se detuvo en la puerta, apenas capaz de distinguir la figura embozada que le daba la espalda.

—Curadora —dijo uno de los guardias—, aquí está el que dice que es tu amigo.

Ella no habló ni se movió.

Arevin se quedó petrificado de terror. Si alguien la había atacado, si estaba mal herida, si no podía andar ni moverse, ni reírse cuando sugirieron las cadenas…

Dio un paso hacia ella, atemorizado, luego otro. Quería apresurarse y decirle que él la cuidaría, quería huir y no volver a recordarla más que como estaba antes, viva, fuerte y entera.

Pudo ver su mano, que colgaba fláccidamente. Se arrodilló ante la forma embozada.

—Serpiente…

Las cadenas le entorpecían. Le cogió la mano y se dispuso a besarla.

En cuanto la tocó, incluso antes de ver la piel suave y sin cicatrices, supo que aquella mujer no era Serpiente. Retrocedió con un alarido de desesperación.

—¿Dónde está?

La figura embozada se quitó la capucha con un grito de vergüenza. Se arrodilló ante Arevin y le tendió las manos, con la cara bañada de lágrimas.

—Lo siento —dijo. Por favor, perdóname… —Se derrumbó. Su largo pelo le cubrió la hermosa cara.

El gobernador salió cojeando de una esquina. Brian ayudó esta vez a Arevin a levantarse, y en un momento las cadenas cayeron al suelo.

—Tenía que asegurarme con algo más que con magulladuras y cadenas —dijo el gobernador—. Ahora te creo.

Arevin oía los sonidos, pero no los significados. Sabía que Serpiente no estaba aquí, en ninguna parte. Nunca habría participado en esta farsa.

—¿Dónde está? —susurró.

Se marchó. Fue a la ciudad. A Centro.


Arevin permanecía sentado en un lujoso sofá, en una de las habitaciones de invitados del gobernador. Era la misma habitación donde se había alojado Serpiente, pero por mucho que lo intentaba, no podía captar nada de su presencia.

Las cortinas estaban abiertas a la oscuridad. Arevin no se había movido desde su regreso del puesto de observación, donde había contemplado el desierto oriental y las masas rodantes de nubes cargadas de tormenta. Los vientos asesinos convertían los aguzados granos de arena en armas letales. En la tormenta, las gruesas ropas no protegerían a Arevin, ni tampoco lo haría el valor ni la desesperación. Unos pocos minutos en el desierto le matarían; una hora le pelaría los huesos. En primavera, no quedaría ni rastro de él.

Si Serpiente se encontraba aún en el desierto, estaría muerta.

No lloró. Lo haría cuando supiera que estaba muerta. Pero no lo creía. Se preguntaba si sería una locura pensar que podía saber si Serpiente vivía aún o no. Nunca se había considerado un loco. El padre mayor de Stavin, el primo de Arevin, supo que el pequeño estaba enfermo y regresó con el rebaño un mes antes de lo previsto. Sus lazos con Stavin eran de amor y de familia, no de sangre. Arevin creía tener las mismas habilidades.

Alguien llamó a la puerta.

—Adelante —dijo, con desconfianza.

Larril, la criada que se había hecho pasar por Serpiente, entró en la habitación.

—¿Te encuentras bien?

—Sí.

—¿Te apetece cenar?

—Pensaba que estaba a salvo. Pero está en el desierto, y las tormentas ya han empezado.

—Ha tenido tiempo de llegar a Centro —dijo Larril—. Salió con mucha antelación.

—Sé muchas cosas de esa ciudad. Sus habitantes pueden ser crueles. ¿Y si no la han dejado entrar?

—Aún así, ha tenido tiempo de regresar.

—Pero no lo ha hecho. Nadie la ha visto. Si estuviera aquí, todo el mundo lo sabría.

Interpretó el silencio de Larril como un asentimiento, y los dos miraron melancólicamente por la ventana.

—Tal vez… —Larril se interrumpió. _ ¿Qué?

—Tal vez deberías descansar y esperarla…

—No es eso lo que ibas a decirme.

—No…

—Por favor, dímelo.

—Hay otro paso, al sur. Nadie lo usa ya. Pero está más cerca de Centro que nosotros.

—Tienes razón —dijo Arevin lentamente al tiempo que intentaba reconstruir más precisamente el mapa en su mente—. ¿Es posible que se haya dirigido allí?

—Tienes que haber oído esas palabras tan a menudo…

—Sí.

—Lo siento.

—Pero te lo agradezco. Puede que lo hubiera visto yo mismo al mirar el mapa una vez más, o tal vez habría renunciado a toda esperanza. Partiré mañana —se encogió de hombros—. Traté de esperarla una vez pero no pude. Si lo intento otra vez me convertiré en el loco que todos suponíais que era. Estoy en deuda contigo.

Ella varió la mirada.

—Todos los de esta casa estamos en deuda contigo, una deuda que no puede ser pagada.

—No importa —dijo él—. Está olvidado.

Eso pareció aliviarla un poco. Arevin volvió a mirar por la ventana.

—La curadora fue amable conmigo, y tú eres su amigo. Dijo Larril—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—No —dijo Arevin—. Nada.

Ella dudó, se dio la vuelta y se marchó. Después de un momento, Arevin se dio cuenta de que no había oído cerrarse la puerta. Miró por encima del hombro justo a tiempo de ver cómo lo hacía.

El loco seguía sin querer recordar cómo se llamaba. O tal vez, pensaba Serpiente, procedía de un clan como el de Arevin y no podía decir su nombre a los extraños.

Serpiente no podía imaginarlo en el clan de Arevin. El pueblo del muchacho era orgulloso y firme; el loco era dependiente e inestable. Un instante le daba las gracias por la serpiente del sueño prometida y al siguiente lloriqueaba y gemía argumentando que estaba muerto, pues Norte le mataría. Decirle que se callara no servía de nada.

Serpiente se alegraba de estar de nuevo en las montañas, donde podían viajar de día. La mañana era fría y desagradable, los senderos estrechos y cubiertos de niebla. Los caballos buceaban en ella como criaturas acuáticas, y sus jirones burbujeaban entre sus patas.

Serpiente inhaló profundamente hasta que el aire frío le lastimó los pulmones. Podía oler la niebla, el rico humus y el dulce olor picante de la vegetación. El mundo a su alrededor era gris y verde, pues los árboles aún no habían empezado a mudar las hojas. En la parte más alta de las montañas, los árboles de hoja perenne, más oscuros, parecían casi negros a través de la niebla.

Melissa cabalgaba junto a ella, silenciosa y vigilante. No se acercaba al loco más de lo imprescindible. Este era audible pero no visible, y se encontraba en alguna parte a sus espaldas. Su viejo caballo no podía seguir el ritmo de Veloz y Ardilla, pero al menos Serpiente ya no tenía que preocuparse por cargar un caballo con dos personas.

Su voz se hizo más y más débil. Impaciente, Serpiente refrenó a Veloz para que pudiera alcanzarlas. Melissa se detuvo aún de más mala gana. El loco había rehusado cabalgar ningún animal mejor. Sólo éste era lo bastante tranquilo para él. Serpiente había tenido que forzar su pago a sus amos, y no creía que los jóvenes pastores hubieran rehusado vendérselo porque no se alegraran de deshacerse de él o porque quisieran más dinero. Jean y Kev estaban avergonzados. Bueno, no menos lo estaba Serpiente.

El caballo se abrió paso a través de la niebla, con los ojos caídos y las orejas colgando. El loco canturreaba desafinadamente.

—¿Sigue pareciéndote desconocido el sendero?

El loco la miró, sonriente.

—Todo me da lo mismo —dijo, y se echó a reír. Golpearle, adularle, amenazarle no servía para nada. No parecía sentir ya dolor ni necesidad desde la promesa de la serpiente del sueño, como si la expectación fuera suficiente para mantenerlo. Canturreaba y murmuraba felizmente, hacía chistes incomprensibles y a veces se enderezaba, miraba a su alrededor, exclamaba «¡Siempre hacia el sur!» y volvía a cantar. Serpiente suspiró y dejó que el viejo caballo del loco las adelantara para que así pudiera encabezar la marcha.

—No creo que nos esté llevando a ninguna parte, Serpiente dijo Melissa—. Creo que nos está haciendo dar vueltas para que le cuidemos. Deberíamos dejarlo aquí y dirigirnos a otra parte.

El loco se enderezó. Lentamente, se dio la vuelta. El viejo caballo se detuvo. Serpiente se sorprendió al ver que una lágrima brotaba de los ojos del hombre y resbalaba por su mejilla.

—No me dejéis —dijo. Su expresión y el tono de su voz eran simplemente penosos. Antes, no había parecido capaz de preocuparse por nada. Miró a Melissa y parpadeó—. Haces bien en no confiar en mí, pequeña —dijo—. Pero por favor, no me abandones — sus ojos se nublaron y sus palabras parecían proceder de muy lejos—. Quedaos conmigo hasta la cúpula rota, y los dos tendremos nuestras serpientes del sueño. Seguro que tu señora te dará una —se inclinó hacia ella y extendió una mano, curvando los dedos como si fueran garras—. Olvidarás los malos recuerdos y los problemas, olvidarás tus cicatrices…

Melissa se apartó de él con una incoherente maldición de sorpresa y furia. Azuzó a Ardilla y forzó al pony atigrado al galope. Se separó de los otros sin mirar atrás. En un momento, los árboles oscurecieron todo excepto el sonido apagado de los cascos del caballito.

Serpiente miró al loco.

—¿Cómo has podido decirle una cosa así? El parpadeó, confundido.

—¿Qué he dicho de malo?

—Síguenos, ¿comprendes? No te salgas del sendero. La encentraré y te esperaremos —picó a Veloz con los talones y cabalgó tras la niña. La voz del loco la siguió.

—Pero ¿por qué ha hecho eso?

A Serpiente no le preocupaba la seguridad de Melissa ni de Ardilla. Su hija podía cabalgar cualquier caballo en las montañas todo el día y no correr ni un momento de peligro. A lomos del tranquilo pony atigrado, estaba doblemente a salvo. Pero el loco la había herido y no quería dejarla sola justo ahora.

No tuvo que ir muy lejos. Melissa se encontraba de pie junto a Ardilla, acariciándole el cuello mientras el animal le mordisqueaba el hombro, en un lugar donde el sendero empezaba a subir de nuevo y conducía hacia la pendiente del valle y otra montaña. Al oír que Veloz se aproximaba, la niña se secó la cara con la manga y alzó la cabeza. Serpiente desmontó y se acercó a ella.

—Temía que te hubieras alejado mucho —dijo—. Me alegra que no lo hicieras.

—No es bueno que un caballo que ha estado cojo corra colina arriba —dijo Melissa casualmente, pero con cierto resentimiento.

Serpiente le tendió las riendas de su yegua.

—Si quieres cabalgar rápido un rato, puedes montar a Veloz.

Melissa la miró como si buscara en su expresión el sarcasmo que no había notado en su tono. No lo encontró.

—No —contestó—. No importa. Tal vez sirva de algo, pero estoy bien. Sólo que… no quiero olvidar. Al menos no así.

Serpiente asintió.

—Lo sé.

Melissa la abrazó con una de sus bruscas efusiones. Serpiente le palmeó el hombro.

—Está loco.

—Sí —Melissa se separó lentamente— Sé que puede ayudarte. Lamento no poder dejar de odiarlo. Lo he intentado.

—Yo también —dijo Serpiente.

Se sentaron a esperar que el loco, con su lento ritmo, apareciera.

Antes de que el loco reconociera el paisaje o el sendero, Serpiente vio la cúpula rota. Contempló su enorme forma unos instantes antes de darse cuenta, con un sobresalto, de qué era. Al principio parecía el pico de otro macizo montañoso; pero su color, gris en vez de negro, le llamó la atención. Esperaba la semiesfera habitual, no una enorme superficie irregular que se extendía por la colina como una ameba en reposo. El gris translúcido general estaba lleno de colores y enrojecido por la luz de la tarde. Serpiente no sabía si la cúpula había sido construida con forma asimétrica o si empezó siendo una burbuja plástica redonda y las fuerzas de la antigua civilización del planeta la habían fundido y deformado. Pero llevaba en su estado actual mucho, mucho tiempo. La tierra se había aposentado en los huecos y valles de su superficie, y los árboles y la hierba y los matojos crecían en los huecos cubiertos.

Serpiente cabalgó en silencio durante un par de minutos, apenas capaz de creer que por fin había alcanzado su objetivo. Tocó a Melissa en el hombro y la niña alzó bruscamente la mirada del punto indeterminado en el cuello de Ardilla que había estado contemplando. Serpiente señaló. Melissa vio la cúpula y exclamó en voz baja, luego sonrió llena de excitación y alivio. Serpiente le devolvió la sonrisa.

El loco canturreaba tras ellas, ajeno a su destino. Una cúpula rota. Las palabras encajaban extrañamente. Las cúpulas no se rompían, no soportaban los embates del clima, no cambiaban. Simplemente existían, misteriosas e impenetrables.

Serpiente se detuvo y esperó al loco. Cuando el viejo caballo las alcanzó y se detuvo a su lado, señaló hacia adelante. El loco la siguió con la mirada. Parpadeó como si no pudiera creer lo que estaba viendo.

—¿Es eso? —preguntó Serpiente.

—Todavía no —dijo el loco—. No, todavía no. No estoy preparado.

—¿Cómo llegaremos allí arriba? ¿Podremos hacerlo a caballo?

—Norte nos verá…

Serpiente se encogió de hombros y desmontó. El camino hacia la cúpula era escarpado y no podía ver ningún sendero.

—Entonces iremos andando —dijo. Desató las cinchas dela silla de la yegua—. Melissa…

—¡No! —contestó la niña bruscamente—. No me quedaré aquí mientras tú subes con ése. Ardilla y Veloz estarán bien y nadie molestará el zurrón. ¡Excepto tal vez otro loco, y se merecerá cualquier cosa que le suceda!

Serpiente empezaba a comprender por qué su fuerte voluntad había exasperado tan a menudo a los curadores más viejos cuando tenía la edad de Melissa. Pero en la estación nunca había corrido ningún peligro serio, y sus maestros podían permitirse ser indulgentes.

Serpiente se sentó sobre un tronco caído e hizo un gesto a su hija para que se sentara a su lado. Melissa así lo hizo, sin miraría, con los hombros rígidos de obstinación.

—Necesito tu ayuda —dijo Serpiente—. No puedo tener éxito sin ti. Si algo me pasa…

—¡Eso no es tener éxito!

—En cierto modo, lo es. Melissa… los curadores necesitan serpientes del sueño. Ahí arriba en esa cúpula tienen tantas que pueden permitirse el lujo de jugar con ellas. Tengo que averiguar cómo las consiguen. Pero si no puedo hacerlo, si no regreso, eres la única que puede decir a los otros curadores qué me ha sucedido y por qué. Eres la única que puede informarles de la existencia de las serpientes del sueño.

Melissa miró al suelo, rascándose los nudillos de una mano con las uñas de la otra.

—Esto es muy importante para ti, ¿verdad?

—Sí.

Melissa suspiró. Cerró los puños.

—De acuerdo —dijo—. ¿Qué quieres que haga? Serpiente la abrazó.

—Si no regreso en, digamos, dos días, coge a Veloz y a Ardilla y cabalga hacia el norte. Después de llegar a Montaña y Encrucijada sigue adelante. Es un largo camino, pero hay dinero de sobra en la bolsa. Sabes cómo emplearlo.

—Tengo mi salario —dijo Melissa.

Muy bien, pero lo demás es igualmente tuyo. No necesitas abrir los compartimentos donde están Sombra y Susurro. Pueden sobrevivir hasta que llegues a casa. —Por primera vez, consideró verdaderamente la posibilidad de que Melissa tuviera que hacer sola el viaje—. De todas formas, Susurro está engordando demasiado. —Forzó una sonrisa.

—Pero… —Melissa se interrumpió. _ ¿Qué?

—Si te sucede algo, no podré volver a tiempo de ayudarte, no si recorro todo el camino hasta la estación de los curadores.

—Si no regreso por mis propios medios, entonces no habrá ninguna manera de ayudarme. No me sigas sola. Por favor. Necesito saber que no lo harás.

—Si no regresas en tres días, iré a informar a tu pueblo de las serpientes del sueño.

Serpiente le concedió un día extra, no sin cierta gratitud.

—Gracias, Melissa.

Dejaron sueltos al pony atigrado y la yegua gris en un claro cerca del sendero. En vez de galopar hacia el prado y retozar en la hierba, los caballos se quedaron juntos, alertas y nerviosos, agitando las orejas, inflamadas las aletas de la nariz. El jumento del loco se quedó solo a la sombra, cabizbajo. Melissa observó a los animales con los labios fruncidos.

El loco estaba de pie en el lugar donde había desmontado, miraba a Serpiente con lágrimas en los ojos.

—Melissa —dijo Serpiente—, si vuelves sola a casa, diles que te he adoptado. Entonces… entonces sabrán que también eres su hija.

—No quiero ser hija de ellos. Quiero serlo tuya.

—Lo eres. No importa lo que pase —inspiró profundamente y expulsó el aliento lentamente—. ¿Hay sendero? —le preguntó al loco—. ¿Cuál es el camino de subida más rápido?

—No hay sendero… se abre ante mí y se cierra detrás. Serpiente pudo sentir que Melissa contenía una observación sarcástica.

—Marchemos, entonces —dijo—, y vamos a ver si tu magia funciona para más de uno.

Abrazó a Melissa por última vez. Melissa la agarró, no quería dejarla marchar.

—Estaré bien —dijo Serpiente—. No te preocupes.

El loco escalaba a una velocidad sorprendente, como si en efecto un sendero se abriera para él solo. Serpiente tuvo que esforzarse para seguir su ritmo, y el sudor le inundaba los ojos. Subió unos pocos metros más de anda piedra negra y agarró al hombre por la túnica.

—No tan rápido.

El hombre jadeaba rápidamente, pero por la excitación, no por el esfuerzo.

—Las serpientes del sueño están cerca —dijo. Se soltó de su presa de un tirón y subió por la roca. Serpiente se secó la frente con la manga y continuó escalando.

La siguiente vez que le alcanzó lo agarró por el hombro y no lo soltó hasta que se hundió en un recodo.

—Descansaremos aquí —dijo—, y luego continuaremos, más despacio y sin hacer tanto ruido. De otro modo, tus amigos sabrán antes de tiempo que nos acercamos.

—Las serpientes del sueño…

—Hay que tener en cuenta a Norte. Si te ve primero, ¿te dejará continuar?

—¿Me darás una serpiente del sueño? ¿Una para mí solo? ¿No como Norte?

—No como Norte —respondió Serpiente. Se sentó en una estrecha cuña de sombra y apoyó la espalda contra la roca volcánica.

En el valle inferior, una porción del prado aparecía entre las oscuras ramas de los árboles perennes, pero ni Veloz ni Ardilla estaban en aquella parte del claro. Desde la distancia, parecía una pequeña alfombra de terciopelo. De repente, Serpiente se sintió aislada y solitaria.

La roca no estaba tan pelada como parecía desde abajo. Había líquenes verdigrises aquí y allá, y pequeñas plantas carnosas de hojas planas anidaban en la sombra. Serpiente se inclinó hacia adelante para ver una más de cerca. Contra la roca negra, en las sombras, su color era indistinguible. Se sentó de nuevo, bruscamente.

Recogiendo una lasca de roca, Serpiente volvió a inclinarse hacia adelante y se arrodilló junto a la planta verdiazul. Sacudió sus hojas, que se cerraron firmemente. Se escapó, pensó Serpiente. Es de la cúpula rota. Tendría que haber esperado algo parecido; tendría que haber sabido que encontraría cosas que no pertenecían a la tierra. Volvió a pinchar de nuevo, desde el mismo lado. La planta en efecto, se movía. Recorrería arrastrándose toda la montaña si la dejaba. Serpiente introdujo la punta de la roca bajo ella, la sacó del resquicio y la puso boca abajo. A excepción del manojo de raíces en su centro, parecía igual, sus brillantes hojas turquesas rotaban sobre sus bases buscando un asidero. Serpiente nunca había visto esta especie antes, pero sí criaturas similares, plantas que no encajaban en las clasificaciones normales y se apoderaban de un terreno por la noche, envenenando el suelo de forma que nada más pudiera crecer. Varios veranos antes, ella y los otros curadores ayudaron a quemar un enjambre en las granjas cercanas. No habían vuelto a reproducirse, pero de vez en cuando aún aparecían pequeñas colonias de ellas, y los campos de los que se apoderaban se tornaban áridos y estériles.

Quería quemar ésta, pero no podía arriesgarse a hacer fuego ahora. La sacó de las sombras y la empujó hacia la luz, donde se cerró fuertemente. Serpiente advirtió que acá y allá había restos marchitos de otras reptadoras, muertas y resecas por el sol, derrotadas por el árido acantilado.

—Vamos —dijo Serpiente, más para sí misma que para el loco.

Se asomó por encima del borde del acantilado para ver el hueco de la cúpula rota. La extraña cualidad del lugar la golpeó como si fuera un golpe físico. Plantas alienígenas crecían por toda la base de la tremenda estructura medio destruida, casi hasta el acantilado, sin dejar ningún sendero claro. Lo que cubría el terreno no se parecía a la hierba, la maleza, los matojos, ni nada que conociera. Era una extensión plana y sin delimitaciones de brillante hoja roja. Al observar con más atención, Serpiente pudo ver que era más que una simple hoja enorme: cada sección tenía tal vez el doble de su tamaño, de forma irregular, y estaba unida por los bordes a otras hojas vecinas por un sistema de cabellos entrelazados. Donde se tocaban más de dos hojas, una delicada película se elevaba unas pocas cuartas de la intersección. Donde una fisura salpicaba la piedra, una franja turquesa de reptadoras separaba el terreno rojo, buscando sombra tan deliberadamente como las hojas rojas luz. Algún día, varias reptadoras vencerían la escarpada cara del risco y dominarían el valle de abajo: algún día, cuando el calor y el frío abrieran más hendiduras en la piedra donde refugiarse.

La depresión de la superficie de la cúpula contenía un poco de vegetación normal, pues los tentáculos reproductores de las reptadoras no podían llegar tan lejos. Si esta especie se parecía en algo a las que conocía, no producía semillas. Pero otras plantas alienígenas habían alcanzado la parte superior de la cúpula, pues los huecos fundidos estaban llenos, algunos de hierba verde ordinaria, otros con colores extraños y extraños a este mundo. En algunos de los huecos marchitos y hundidos por el sol, muy por encima del suelo, los colores se arremolinaban, sin que unos hubieran vencido aún a otros.

Dentro de la cúpula translúcida, aparecían las sombras de altas figuras, indeterminadas y extrañas. Entre el borde del acantilado y la cúpula no había lugar a cubierto, ni ninguna otra forma de acercarse. Serpiente advirtió dolorosamente que era visible, pues su silueta se recortaba contra el cielo. El loco se reunió con ella.

—Sigamos el sendero —dijo, señalando las hojas planas que no separaban ningún camino. En algunos sitios, oscuras venas de reptadoras cortaban la línea que indicaba.

Serpiente dio un paso hacia adelante y puso cuidadosamente el pie sobre una hoja plana. No pasó nada. No era distinto a pisar cualquier otra hoja ordinaria. Bajo la planta, el terreno parecía tan sólido como cualquier otro.

El loco la adelantó, dirigiéndose hacia la cúpula. Serpiente le agarró por el hombro.

—¡Las serpientes del sueño! —chilló—. ¡Lo prometiste!

—¿Has olvidado que Norte te desterró? Si puedes volver como si tal cosa, ¿por qué me buscaste?

El loco miró al suelo.

—No le gustará verme —susurró.

—Quédate detrás de mí —dijo ella—. Todo saldrá bien.

Serpiente empezó a atravesar las hojas, escogiendo con mucho cuidado el lugar en donde colocaba los pies por si las anchas hojas rojas ocultaban algunas grietas que las reptadoras azules no hubieran ocupado todavía. El loco la siguió.

—A Norte le gusta ver gente nueva —dijo—. Le agrada cuando vienen y le piden que les deje soñar —su voz se volvió triste—. Tal vez vuelva a apreciarme.

Las botas de Serpiente dejaban marcas en las hojas rojas, señalaban su camino por los afloramientos que mantenían la cúpula rota. Sólo miró atrás una vez: sus pisadas dejaban lívidas marcas púrpuras contra el fondo rojo hasta el borde del acantilado. El rastro del loco era mucho más débil. El hombre avanzaba tras ella, un poco apartado para poder ver siempre la cúpula, no tan asustado del tal Norte como atraído por las serpientes del sueño.

La burbuja oblonga era aún más grande de lo que parecía desde el risco. Su flanco translúcido se elevaba en una curva inmensa y suave hasta el punto más alto de la superficie, a muchos metros por encima de Serpiente. La cara por la que se acercaba estaba salpicada de franjas multicolores. No se fundió en el gris original hasta que llegaron al extremo distante de la cúpula, muy por delante, a la derecha de Serpiente. A su izquierda, a medida que se aproximaban a la parte más estrecha de la estructura, las franjas se hacían más brillantes.

Serpiente llegó a la cúpula. Las hojas planas crecían a su alrededor hasta sus tobillos, pero por encima de esa altura el plástico estaba despejado. Serpiente se acercó al muro y se asomó entre una franja de naranja y otra púrpura, cortando con sus manos la luz del exterior, pero las formas del interior seguían siendo extrañas e inidentificables. No se movió nada.

Siguió las intensas bandas de color.

Mientras rodeaba el extremo estrecho, vio por qué la llamaban la cúpula rota. Lo que había fundido la superficie era un poder que Serpiente no podía comprender, pues también había forzado una abertura en un material que creía indestructible. Las franjas en arcoiris irradiaban del agujero por todo el plástico combado. El calor tenía que haber cristalizado la sustancia, pues los bordes de la abertura se habían roto y abierto una entrada amplia e irregular. Goterones de plástico, colores fluorescentes que brillaban entre las hojas de las plantas alienígenas, yacían alrededor.

Serpiente se aproximó a la entrada con cautela. El loco empezó a entonar de nuevo su quejumbrosa melodía.

—¡Sh-h! —Serpiente no se volvió, pero el hombre obedeció.

Fascinada, Serpiente atravesó el agujero. Sentía los afilados bordes contra sus palmas, pero en realidad no los advertía. Tras la abertura, donde el lado de la pared se había curvado hacia adentro para formar el techo cuando estaba intacto, todo un arco de plástico estaba derrumbado un poco más arriba de la altura de Serpiente. Aquí y allá el plástico se había caído y desmoronado, formaba hilachas del techo al suelo. Serpiente tocó una con cuidado. Tañó como una gigantesca cuerda de arpa, y la agarró rápidamente para silenciarla. La luz del interior era rojiza y extraña; Serpiente parpadeaba en un intento de aclarar su visión. Pero a su vista no le pasaba nada, excepto que no podía acostumbrarse al paisaje alienígena. La cúpula contenía una jungla aliena que ahora se había desbordado, y muchas más especies que las reptadoras y las hojas- planas abarrotaban el terreno. Una gran enredadera con un tallo más grande que el mayor de los árboles que Serpiente había visto en su vida subía por la pared, con sus gruesos tentáculos adhiriéndose al plástico ahora quebrado, agarrándose a precarios asideros en la cúpula. La enredadera desplegaba por el techo una bóveda de hojas pequeñas y delicadas. Sus flores eran pequeñas pero compuestas de cientos de blancos pétalos aún más pequeños que las hojas.

Serpiente se internó más en la cúpula, hacia donde el derrumbe, menos severo, no había colapsado el techo. Aquí y allá una enredadera se había arrastrado hasta el borde, y luego, donde el plástico era demasiado fuerte para poder romperlo y demasiado resbaladizo para agarrarse a él, había vuelto a caer al suelo. Tras las enredaderas seguían los árboles, o lo que hacían las veces de árboles en el interior de la cúpula. Había uno cerca, sobre un montículo: una masa enmarañada de troncos de madera, o miembros, apilados y retorcidos por encima de la cabeza de Serpiente, que se extendía lentamente mientras se alzaba para moldear a la planta en forma de cono.

Al recordar la vaga descripción del loco, Serpiente señaló hacia una colina central que se elevaba hasta casi tocar el cielo de plástico.

—¿Por ahí, no? —susurró.

Acurrucado tras ella, el loco murmuró algo que parecía una respuesta afirmativa. Serpiente emprendió el camino por debajo de las sombras de los árboles-maraña y a través de zonas ocasionales de luz coloreadas, donde las heridas de la cúpula dejaban pasar el sol. Mientras caminaba escuchaba atentamente, esperando oír el sonido de otra voz humana, el leve siseo de las serpientes en sus nidos, cualquier cosa. Pero incluso el aire estaba inmóvil.

El terreno empezó a elevarse: llegaban al pie de la colina. Aquí y allá la negra roca volcánica salpicaba el suelo: era, por lo que sabía Serpiente tierra alienígena. Parecía bastante común, pero las plantas que crecían en ella no. Aquí, el terreno parecía cubierto de fino pelo marrón y tenía la misma textura viscosa. El loco abrió la marcha, y siguió un sendero que no existía. Serpiente fue tras él. La pendiente se hacía empinada y el sudor le chorreaba por la frente. Empezaba a dolerle la rodilla otra vez. Maldijo entre dientes. Un guijarro rodó bajo las plantas-pelo y Serpiente perdió pie. Se agarró a la hierba para impedir la caída. Lo consiguió, pero cuando se levantó, tenía en la mano un puñado de finos tallos. Cada pieza tenía su propia raíz, como si en efecto fueran cabellos.

Siguieron subiendo, y seguían sin ver a nadie. El sudor de Serpiente se le secó en la frente: el aire empezaba a hacerse más frío. El loco, sonriendo y murmurando para sí, escalaba con más ansia. La frialdad se convirtió en un susurro de aire que corría colina abajo como si fuera agua. Serpiente había supuesto que la cima de la colma, justo bajo la corona de la cúpula, estaría cálida por acción del calor atrapado. Pero cuanto más alto subían, más fuerte y fría se iba haciendo la brisa.

Dejaron atrás la zona de plantas-pelo y entraron en otra de árboles. Estos eran similares a los de abajo, formados por marañas de ramas y raíces retorcidas y compactas, con pequeñas hojas que oscilaban. Aquí, sin embargo, sólo tenían unos pocos metros de altura, y se arracimaban en grupitos de tres o más, deformándose la simetría unos a otros. El bosque se hizo más denso. Finalmente, serpenteante entre los troncos retorcidos, apareció un sendero. Cuando el bosque se cerró tras ella, la curadora alcanzó al loco y lo detuvo.

—De ahora en adelante, quédate detrás de mí, ¿entendido?

El loco asintió sin mirarla.

La cúpula difuminaba la luz de forma que no había sombras, y la luz apenas era suficientemente brillante para penetrar las retorcidas ramas. Hojas diminutas temblaban bajo la fría brisa que soplaba a través del bosque. Serpiente avanzó. Las rocas bajo sus pies dieron paso a un suave sendero de hongos y hojas cálidas.

A la derecha, un enorme macizo de roca se alzaba en una pendiente, formando un recodo que dominaba la parte más grande de la cúpula. Serpiente pensó en escalarlo, pero aquello la dejaría completamente al descubierto. No quería que Norte y su gente pudieran acusarla de espía, ni quería que supieran de su presencia hasta que llegara a su campamento. Tiritó, pues la brisa se había convertido en un frío viento.

Miró a su alrededor para asegurarse de que el loco la seguía. Al hacerlo, el hombre corrió hacia el recodo, agitando los brazos. Serpiente dudó, sorprendida. Su primer pensamiento fue que había decidido morir de nuevo. En ese instante, Melissa se lanzó tras él.

—¡Norte! —chilló el hombre, y Melissa cayó sobre sus rodillas, de forma que le golpeó con el hombro y le derribó al suelo. Serpiente corrió hacia ellos mientras la niña luchaba por impedir que el loco se incorporase y éste pugnaba por liberarse. El grito del hombre se repitió una y otra vez, capturado por el eco, rebotando en las paredes y las ondulaciones de la cúpula. Melissa se debatió, medio sofocada por sus brazos demacrados y sus voluminosas ropas del desierto, mientras buscaba su cuchillo y le agarraba por las piernas. Serpiente le quitó a Melissa de encima con todo el cuidado posible. El loco se revolvió, dispuesto a gritar de nuevo, pero Serpiente sacó su propio cuchillo y se lo colocó en la garganta. Tenía la otra mano crispada en un puño. Lo abrió lentamente y realizó un esfuerzo por calmarse.

—¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué? Teníamos un trato.

—Norte… —susurró—. Norte se enfadará conmigo. Pero si le traigo gente nueva… — Su voz se perdió.

Serpiente miró a Melissa, y la niña clavó los ojos en el suelo.

—No te prometí no seguirte —dijo—. Me aseguré de eso. Sé que es hacer trampas, pero… —alzó la cabeza y aguantó la mirada de Serpiente—. Hay cosas que no sabes de la gente. Confías demasiado en todo el mundo. Hay cosas que yo tampoco sé, pero son diferentes.

—Está bien —respondió Serpiente—. Tienes razón, he confiado demasiado en él. Gracias por detenerle.

Melissa se encogió de hombros.

—Para lo que ha servido… Ahora saben que estamos aquí, estén donde estén.

El loco empezó a reírse, meciéndose adelante y atrás con los brazos cruzados.

—Norte volverá a apreciarme —dijo.

—Oh, cierra la boca —ordenó Serpiente. Volvió a guardar el cuchillo en su funda—. Melissa, tienes que salir de la cúpula antes de que venga nadie.

—Por favor, ven conmigo —dijo la niña—. Aquí no hay nada que tenga sentido.

—Alguien tiene que informar a mi pueblo de la existencia de este lugar.

—¡No me importa tu pueblo! ¡Me importas tú! ¿Cómo puedo ir y decirles que dejé que un loco te matara?

—Melissa, por favor, no hay tiempo para discutir. Melissa dobló el extremo de su turbante, de modo que el material cubrió la cicatriz de su cara. Aunque Serpiente se había vuelto a poner sus ropas normales cuando salieron del desierto, la niña había conservado su túnica.

—Deberías dejar que me quedara contigo —dijo. Se giró con los hombros rígidos, y empezó a recorrer el camino devuelta.

—Tu deseo se cumplirá, pequeña —dijo una voz profunda y cortés.

Por un instante, Serpiente pensó que el loco había hablado con tono normal, pero éste se hallaba acurrucado en la roca junto a ella, y ahora había una cuarta persona en el sendero.

Melissa se detuvo en seco, le miró y luego retrocedió.

—¡Norte! —exclamó el loco—. Norte, te he traído gente nueva. Y te avisé, no dejé que te sorprendiera. ¿Me has oído?

—Te oí —dijo Norte—. Me pregunto por qué me has desobedecido volviendo.

—Pensé que te gustaría esta gente.

—¿Y eso es todo?

—¡Sí!

—¿Estás seguro? —el tono cortés continuaba, pero en su soniquete había un gran placer, y la sonrisa del hombre era más cruel que amable. Su forma, con la escasa luz, parecía extraña, pues era muy alto, tan alto que tenía que encorvarse en el túnel de hojas, patológicamente alto: gigantismo pituitario, pensó Serpiente. Su delgadez acentuaba cada asimetría de su cuerpo. Estaba todo vestido de blanco, y además era albino, con el pelo, las cejas y las pestañas blancas como la tiza y ojos azules muy claros.

—Sí, Norte —dijo el loco—. Eso es todo.

Abrumado por la presencia de Norte, el silencio se extendió por el bosque. Serpiente pensó que podía distinguir a otras personas moviéndose entre los árboles, pero no estaba segura, y la maleza parecía demasiado densa para que pudiera ocultarse nadie. Tal vez en este oscuro bosque alienígena los árboles mezclaban y entrelazaban sus ramas tan fácilmente como lo harían dos amantes con sus manos. Serpiente tiritó.

—Por favor, Norte… déjame volver. Te he traído dos seguidoras…

Serpiente tocó al loco en el hombro. El hombre guardó silencio.

—¿Por qué estás aquí?

En las últimas semanas, Serpiente había aprendido que no tenía que decirle a Norte inmediatamente que era una curadora.

—Por la misma razón que los demás —dijo—. Por las serpientes del sueño.

—No pareces el tipo de persona que viene a buscarlas. —Norte se adelantó y se irguió por encima de Serpiente en la penumbra. Paseó la mirada entre el loco y ella, y entonces reparó en Melissa. Su dura mirada se suavizó—. Ah, ya veo. Has venido por ella.


Melissa estuvo a punto de replicar: Serpiente la vio dar un respingo de furia, y luego obligarse a guardar la calma.

—Venimos los tres juntos —dijo Serpiente—. Todos por la misma razón.

Sintió que el loco se movía, como si fuera a apresurarse hacia Norte y arrojarse a sus pies. Le apretó con fuerza el hombro y volvió a sumirse en su letargo.

—¿Y qué me habéis traído para iniciaros?

—No comprendo —respondió Serpiente.

El ceño fruncido de Norte se disolvió en una carcajada.

—Eso es lo que esperaba de este pobre loco. Os ha traído aquí sin explicaros nuestras costumbres.

—Pero las he traído, Norte. Las he traído para ti.

—¿Y ellas te han traído para mí? Esa no es paga suficiente.

—Podemos llegar a un acuerdo sobre la paga —dijo Serpiente. El hecho de que Norte se hubiera erigido en un dios menor, requiriendo tributo, usando el poder de las serpientes del sueño para reforzar su autoridad, la llenaba de furia. La ofendía. Le habían enseñado, y lo creía fervientemente, que usar las serpientes de los curadores en provecho propio era inmoral e imperdonable. Mientras visitaba otras gentes había oído historias infantiles en las cuales los villanos o los héroes trágicos usaban habilidades mágicas para convertirse en tiranos; siempre terminaban mal. Pero los curadores no tenían historias similares. No era el miedo lo que impedía que emplearan mal lo que tenían. Era el respeto propio.

Norte se acercó unos pasos.

—Mi querida niña, no comprendes. En cuanto te unas a mi campamento, no te marcharás hasta que esté seguro de tu lealtad. En primer lugar, no querrás marcharte. En segundo, cuando envío a alguien al exterior, es prueba de que confío en ellos. Es un honor.

—¿Y él? —dijo Serpiente señalando al loco. Norte se rió sin alegría.

—No le envié al exterior. Lo exilié.

—¡Pero sé dónde están sus cosas, Norte! —el loco se debatió contra Serpiente. Esta vez, disgustada, ella lo soltó—. No las necesitas, sólo a mí —arrodillado, se abrazó a las piernas de Norte—. Todo está en el valle. Sólo tenemos que cogerlo.

Serpiente se encogió de hombros cuando Norte la miró.

—Está bien protegido. Podría llevarte hasta mis bártulos, pero no podrías cogerlos — siguió sin decirle cuál era su oficio.

Norte se zafó de los brazos del loco.

—No soy fuerte —dijo—. No bajo al valle.

Una bolsa pequeña y pesada cayó a sus pies. Serpiente y él miraron a Melissa.

—Si hace falta que te paguen para que hables con alguien —dijo la niña beligerantemente—, aquí tienes.

Norte se agachó dolorosamente y recogió el dinero de Melissa. Abrió la bolsa y vertió las monedas en su mano. Incluso bajo la tenue luz del bosque, el oro centelleaba. Sacudió las piezas, pensativo.

—De acuerdo, esto valdrá para empezar. Tendréis que entregar vuestras armas, naturalmente, y entonces iremos a mi casa.

Serpiente desenvainó su cuchillo y lo arrojó al suelo.

—Serpiente… —susurró Melissa. La miró, sorprendida, preguntándose claramente por qué había hecho aquello y agarrando con fuerza el mango de su propio cuchillo.

—Si queremos que confíe en nosotros, tenemos que confiar en él —dijo Serpiente. Sin embargo, no confiaba en el gigante, ni quería hacerlo. No obstante, los cuchillos servirían de poco contra un grupo de personas, y no pensaba que Norte estuviera solo.

Mi querida hija, pensó Serpiente, nunca dije que fuera a ser fácil.

Melissa retrocedió cuando Norte dio un paso hacia ella.

Sus nudillos estaban blancos.

—No me tengas miedo, pequeña. Y no intentes pasarte de lista. Tengo más recursos de los que puedes imaginar.

Melissa miró al suelo, desenvainó lentamente el cuchillo y lo dejó caer a sus pies.

Norte hizo un rápido gesto de cabeza al loco, con el que señaló a Melissa.

—Regístrala.

Serpiente posó la mano sobre el hombro de Melissa. La niña temblaba y estaba inquieta.

—No tiene por qué hacerlo. Te doy mi palabra de que Melissa no lleva más armas.

Serpiente pudo sentir que Melissa había llevado su control casi hasta el límite. Su rechazo y disgusto por el loco la habían presionado más de lo que su compostura podía soportar.

—Motivo de más para registrarla —dijo Norte—. No seremos fanáticos por la eficiencia. ¿Quieres ir primero?

—Eso está mejor —respondió Serpiente. Alzó las manos, pero Norte le dio un empujoncito, hizo que se diera la vuelta y se apoyara contra las ramas torcidas de un árbol. Si no estuviera preocupada por Melissa, le habría divertido la teatralidad de todo esto.

No pasó nada durante lo que pareció un largo rato. Serpiente empezó a darse la vuelta de nuevo, pero Norte tocó las frescas cicatrices de su mano con la punta de un dedo.

—Ah —dijo, en voz muy baja, tan cerca que pudo sentir su aliento caliente y desagradable—. Eres una curadora.

Serpiente oyó la ballesta justo después de que la flecha se le clavara en el hombro, cuando el dolor la cubrió como una ola. Le fallaron las rodillas, pero no pudo caer. La fuerza de la flecha se disipó a través del tronco del árbol retorcido, sacudiendo su cuerpo arriba y abajo. Melissa gritó llena de furia. La sangre corrió por el pecho de Serpiente.

Con la mano izquierda tanteó la punta del pequeño dardo que la clavaba al árbol, pero sus dedos resbalaron y la madera viva contuvo la punta de la flecha. Melissa estaba a su lado y la sostenía lo mejor que podía. Las voces se unían en un tapiz tras ella.

Alguien agarró el dardo y tiró de él hasta liberarlo, y afloro a través del músculo. El roce de la madera sobre el hueso le arrancó un alarido. La fría punta de metal se deslizó por la herida.

—Mátala ahora —dijo rápidamente el loco, pletórico de excitación—. Mátala y déjala aquí como aviso.

El corazón de Serpiente bombeaba sangre caliente por su hombro. Se tambaleó, trató de recuperarse y cayó de rodillas. La dolorosa vibración le recorrió la espalda, y trató de apartarse de ella, pero no lo consiguió, como la pobre Silencio sacudiéndose con la columna rota.

Melissa se encontraba a su lado, cegada por las lágrimas, susurrándole palabras de alivio como haría con un caballo, con la cara y el pelo descubiertos mientras trataba de taponar la herida con su turbante.

Tanta sangre para una flecha tan pequeña, pensó Serpiente.

Y se desmayó.


La frialdad fue lo primero que despertó a Serpiente. Mientras recuperaba el sentido, se sorprendió de verse consciente. El odio en la voz de Norte al reconocer su profesión no le había hecho sentir ninguna esperanza. Le dolía enormemente el hombro, pero ya no sentía la punzante presión que le impedía concentrarse. Flexionó la mano derecha. Estaba débil, pero podía moverla.

Se incorporó, tintando, parpadeando, con la visión nublada.

—¿Melissa? —susurró.

Cerca, Norte soltó una carcajada.

—Como todavía no es curadora, no ha sido herida.

El aire frío la rodeaba. Serpiente sacudió la cabeza y se pasó la manga por los ojos. Su vista se aclaró bruscamente. El sudor provocado por el esfuerzo de sentarse se enfrió rápidamente debido a la acción del aire. Norte estaba sentado ante ella, sonriendo, flanqueado por los suyos, que formaban un círculo de carne a su alrededor. La sangre de su camisa, excepto en la zona misma de la herida, estaba marrón: había estado inconsciente mucho tiempo.

—¿Dónde está?

—Está a salvo —contestó Norte—. Puede quedarse con nosotros. No tienes por qué preocuparte, será feliz aquí.

—No quiso venir. Ésta no es la clase de felicidad que quiere. Déjala ir a casa.

—Como he dicho antes, no tengo nada en contra de ella.

—¿Qué es lo que tienes contra los curadores? Norte la miró fijamente durante largo rato.

—Creo que es obvio.

—Lo siento —dijo Serpiente—. Probablemente podríamos darte alguna habilidad para formar melanina, pero no somos magos.

El aire gélido procedía de una caverna a sus espaldas, y la rodeaba hasta poner su carne de gallina. Sus botas habían desaparecido; la fría piedra absorbía el calor de sus plantas desnudas. Pero también entumecía el dolor de su hombro. Entonces tiritó violentamente y el dolor la golpeó con más ferocidad que antes. Jadeó y cerró los ojos un instante, luego se quedó inmóvil, respirando profundamente y concentrándose para intentar apartar el dolor de la herida. Volvía a sangrar en un lugar de su espalda que era difícil de alcanzar. Esperaba que Melissa estuviera en algún lugar más cálido, y se preguntó dónde se encontrarían las serpientes del sueño, pues necesitaban calor para sobrevivir. Abrió los ojos.

—Y tu altura… —dijo. Norte se rió amargamente.

—¡De todos los defectos que achaco a los curadores, jamás he incluido la cobardía!

—¿Qué? —preguntó Serpiente, confundida. Estaba mareada por la pérdida de sangre—. Podríamos haberte ayudado si te hubiéramos atendido pronto. Seguramente ya habías crecido del todo antes de que te llevaran a un curador…

La pálida cara de Norte se volvió escarlata de furia.

—¡Cierra el pico! —se puso en pie de un salto y levantó a Serpiente. Ella se colocó el brazo derecho al costado.

—¿Crees que quiero oír eso? ¿Crees que quiero seguir oyendo que podría haber sido normal? —la empujó hacia la caverna. Serpiente tropezó, pero el hombre volvió a levantarla de nuevo—. ¡Curadores! ¿Dónde estabais cuando os necesitaba? Te dejaré ver cómo me sentía…

—¡Norte, por favor, Norte! —el loco salió de la multitud de seguidores del gigante, a quienes Serpiente sólo podía percibir ahora como vagas sombras—. Me ayudó, Norte. Yo tomaré su lugar —se agarró a la manga de Norte, gimiendo y suplicando. El gigante lo empujó y cayó al suelo, donde se quedó inmóvil.

—Tu cerebro está podrido. O crees que lo está el mío. El interior de la cueva resplandecía a la tenue luz de las antorchas, y sus paredes brillaban como joyas de hielo. Por encima de las antorchas, piedra negra asomaba en grandes parches redondos. El agua fluía formando estanques de lodo que se extendían por todo el piso y corrían juntos en un riachuelo. El agua manaba por todas partes con un frío sonido de diáfana claridad. A cada paso que daba, Serpiente volvía a notar el dolor en el hombro, y ya no tenía fuerzas para neutralizar la sensación. El aire estaba impregnado del olor de la brea ardiendo. Gradualmente, se dio cuenta de que había un sordo rumor de maquinaria que sentía táctilmente más que oía. El sonido se metía en su cuerpo, en sus huesos. Más adelante, el túnel se iluminaba. Terminó súbitamente, se abría a una depresión en la cima de la colina, como el cráter de un volcán, pero hecho claramente por manos humanas. Serpiente se detuvo en la boca del túnel helado y parpadeó, mirando estúpidamente a su alrededor. Los ojos negros de otras cuevas la contemplaban. La cúpula formaba por encima un cielo gris y sin dirección. El aire fluía del mayor de los túneles que tenía enfrente, formando un lago casi palpable, cuya salida eran los túneles más pequeños. Norte la volvió a empujar. Serpiente veía cosas, sentía cosas, pero no reaccionaba ante nada. No podía.

—Por ahí. Baja —Norte pateó una escalera de madera y cuerda, y ésta resonó en la profunda hendidura tallada en la roca en el centro del cráter. La escalerilla se desenrolló. Serpiente podía ver su parte superior, pero la inferior estaba sumida en la oscuridad.

—Baja —repitió Norte—. O te tiro.

—Norte, por favor —gimió el loco, y Serpiente se dio cuenta súbitamente del lugar a donde la enviaban. Norte la miró mientras se reía. Sentía como si el viento y la tierra le infundieran nuevas fuerzas.

—¿Es así como torturas a una curadora? —preguntó. Se asomó a la grieta, torpe pero ansiosamente. Con una mano, bajó peldaño tras peldaño hacia la fría oscuridad, agarrando cada escalón con sus pies desnudos para tener donde asirse. Oyó al loco estallar en sollozos incontenibles.

—Ya veremos cómo te sientes por la mañana —dijo Norte.

—¡Matará a todas las serpientes, Norte! —gritó el loco, lleno de terror—. ¡Ha venido para eso!

—Me gustaría verlo —contestó el gigante—. Una curadora que mata serpientes del sueño.

Por el sonido que hacían los peldaños contra las paredes de la grieta, Serpiente supo que estaba llegando al fondo. No estaba muy oscuro, pero sus ojos se acostumbraban lentamente. Llena de sudor, temblorosa, tuvo que detenerse. Apoyó la cabeza contra la fría piedra. Sus pies y los nudillos de la mano izquierda estaban desollados, pues la escalera rozaba contra la piedra.

Fue entonces, por fin, cuando oyó el suave deslizar de las serpientes. Agarrándose a la cuerda, escrutó la oscuridad. La luz penetraba en una franja larga y estrecha hacia el centro de la grieta.

Una serpiente del sueño se deslizó suavemente de un borde de oscuridad a otro.

Serpiente descendió los últimos metros pisando el suelo con toda la cautela posible, tanteando con su pie desnudo hasta que se aseguró de que no se movía nada debajo. Se arrodilló. Fríos trozos de piedra le cortaban las rodillas, y el único calor que sentía era la sangre fresca de su hombro. Pero extendió la mano entre los cascotes y palpó cuidadosamente. Sus dedos tocaron las suaves escamas de una serpiente mientras ésta se deslizaba silenciosamente. Volvió a extender la mano, preparada esta vez, y cogió a la siguiente que tocó. Notó dos pequeños pinchazos en la palma. Sonrió y agarró con suavidad al animal por detrás de la cabeza, conservando su veneno por hábito. Acercó a la serpiente para poder verla. Era salvaje, no mansa y amable como Silencio. Se revolvía y coleteaba en su mano: su delicada lengua trífida asomaba y se perdía en su boca una y otra vez mientras saboreaba su olor. Pero no siseó, lo mismo que Silencio tampoco había siseado nunca.

A medida que sus ojos se iban acostumbrando cada vez más a la oscuridad, Serpiente iba percibiendo gradualmente el resto del pozo, y vio a todas las otras serpientes del sueño, de todos los tamaños, a solas, amontonadas unas sobre otras, más de las que había soñado en toda su vida, más de las que su pueblo podría reunir en la estación si todos los curadores volvieran a casa con sus serpientes a la vez.

La serpiente del sueño que tenía se tranquilizó en el tenue calor de su mano. Una gota de sangre asomaba en cada uno de los pinchazos de su mordedura, pero el picor del veneno sólo había durado un instante. Serpiente se sentó sobre sus talones y acarició la cabeza del animal. Una vez más, empezó a reírse. Sabía que tenía que controlarse: esto era más histeria que alegría. Pero, por el momento, se rió.

—Ríe, curadora —la voz de Norte se repitió en la piedra oscura—. Ya veremos cuánto dura.

—Eres un iluso —gritó ella llena de alegría, rodeada de serpientes del sueño. Se rió de la ironía de su castigo, como una historia infantil hecha realidad. Se rió hasta llorar, pero, por un instante, las lágrimas fueron reales. Sabía que aun cuando esta tortura no pudiera hacerle daño, Norte encontraría cualquier otro medio. Sorbió y tosió y se secó la cara con la camisa, pues al menos aún tenía un poco de tiempo.

Y entonces vio a Melissa.

Su hija estaba tendida en la piedra rota en el centro de la grieta. Se acercó a ella cuidadosamente, tratando de no lastimar a ninguna de las serpientes junto a las que pasaba, ni de molestar a las que estaban enroscadas en los brazos y el cuerpo de Melissa. Los ofidios formaban tentáculos verdes en su brillante pelo rojo.

Serpiente se arrodilló junto a la niña y, con mucho cuidado, apartó a las serpientes salvajes. Los hombres de Norte le habían quitado la túnica y le habían cortado los pantalones por las rodillas. Tenía los brazos desnudos y sus botas, como las de Serpiente, habían desaparecido. Estaba maniatada, sus muñecas mostraban magulladuras porque había tratado de zafarse de las ligaduras. Pequeñas mordeduras sangrientas aparecían en sus brazos y sus piernas. Una serpiente del sueño hundió sus colmillos en Serpiente y se retiró demasiado rápida para que pudiera verla siquiera. Apretó los dientes y recordó las palabras del loco: «Es mejor si te muerden todas a la vez…»

Con su propio cuerpo, bloqueó las serpientes para impedir que se acercaran a Melissa y le liberó las muñecas con la mano izquierda. La piel de la niña estaba fría y seca. Serpiente la recogió con su brazo izquierdo mientras las serpientes del sueño salvaje reptaban sobre sus pies y tobillos. Una vez más, se preguntó cómo podían vivir con aquel frío. Nunca se habría atrevido a dejar suelta a Silencio con esta temperatura. Incluso el zurrón habría sido demasiado frío: la habría sacado, la habría calentado con sus manos y la habría dejado enroscarse en torno a su garganta.

Las manos de Melissa se deslizaron fláccidamente contra las rocas. La sangre manaba de los pinchazos allí donde su piel rozaba tela o piedra. Serpiente consiguió colocarla en su regazo para apartarla del frío suelo. Su pulso era pesado y muy lento, su respiración profunda. Pero cada vez que inspiraba, tardaba tanto que Serpiente temía que fuera a dejar de respirar de un momento a otro.

El frío arreció tanto que devolvió el dolor a su hombro ya que absorbía de nuevo toda su energía. No te duermas, pensó. No te duermas. Melissa podría dejar de respirar; su corazón podría pararse por acción de tanto veneno, y entonces necesitaría ayuda. A su pesar, los ojos de Serpiente se desenfocaron y sus párpados se cerraron; cada vez que daba una cabezada, se enderezaba para obligarse a permanecer despierta. Un agradable pensamiento se formó en su mente: nadie muere por el veneno de una serpiente del sueño. Viven, o mueren de su enfermedad, en paz, cuando llega su momento. Es mejor dormir, no morirá. Pero Serpiente no conocía a nadie que hubiera recibido una dosis tan grande de veneno, y Melissa sólo era una niña.

Una pequeña serpiente del sueño se deslizó entre sus piernas y el borde de la grieta. Serpiente la cogió con la mano derecha y la alzó maravillada. El animal se enroscó en su palma y la miró con sus ojos sin párpados, saboreando el aire con su lengua trífida. Había algo raro en ella. Serpiente miró con más atención.

Era una recién nacida, pues aún tenía la boquilla de tejido córneo común a los recién nacidos de muchas especies de serpientes. Era la prueba definitiva de la forma en que Norte conseguía sus serpientes. No había encontrado una despensa de los habitantes del mundo exterior, los extraños. No las clonaba. La población que tenía se reproducía. En el pozo las había de todos los tamaños y edades, desde recién nacidas a individuos maduros más grandes que ninguna otra serpiente del sueño que Serpiente hubiera visto jamás.

Se dio la vuelta para poner la cría en el suelo, pero su mano golpeó la pared. Molesta, la serpiente del sueño la mordió. El agudo pinchazo de sus diminutos colmillos hizo que Serpiente diera un respingo. La criatura escapó de su mano y se perdió entre las sombras.

—¡Norte! —gritó Serpiente con voz ronca. Se aclaró la garganta y lo volvió a intentar—. ¡Norte!

Pasado un rato, su silueta apareció en el borde de la hendidura. Por su sonrisa confiada, Serpiente supo que esperaba que le suplicara por su libertad. El gigante la miró y observó la manera en que se había colocado entre Melissa y las serpientes.

—Podría ser libre si la dejaras —dijo—. No la apartes de mis criaturas.

—Tus criaturas no sirven para nada aquí, Norte. Deberías entregarlas al mundo. Todos te honrarían, especialmente los curadores.

—Ya me honran aquí.

—Pero esta vida debe ser difícil. Podrías vivir cómoda y fácilmente…

—No hay comodidad para mí —dijo Norte—. Tú mejor que nadie tendrías que darte cuenta. Para mí, dormir en el suelo o en un colchón de plumas es lo mismo.

—Has conseguido que las serpientes del sueño se reproduzcan —repuso Serpiente. Miró a Melissa. Varias serpientes habían conseguido burlar su cerco. Agarró a una justo antes de que alcanzara el brazo desnudo de su hija. La serpiente se revolvió y la mordió. La puso junto con las otras sin hacer caso de sus colmillos—. Sea cual sea la forma en que lo haces, deberías difundir el conocimiento a los demás.

—¿Y cuál es tu lugar en este plan? ¿Tendría que convertirte en mi heraldo? Podrías llegar bailando a cada ciudad para anunciar mi llegada.

—Admito que no me importaría morir aquí. Norte se rió roncamente.

—Podrías ayudar a tanta gente. No había ningún curador cuando lo necesitaste porque no tenemos suficientes serpientes del sueño. Podrías ayudar a la gente como tú.

—Ayudo a la gente que viene a verme —dijo Norte—. Ellos sí son como yo. Ellos son los que yo quiero.

Se dio la vuelta.

—¡Norte!

—¿Qué?

—Al menos dame una manta para Melissa. Morirá si no puedo mantenerla caliente.

—No morirá —respondió Norte—. No, si la dejas a mis criaturas. —Su sombra y su forma desaparecieron.

Serpiente abrazó a Melissa con más fuerza, sintiendo en su propio cuerpo cada uno de los latidos cada vez más débiles. Tenía tanto frío y estaba tan cansada que ya no podía pensar. El sueño empezaría a hacerla sanar, pero tenía que permanecer despierta, por el bien de Melissa y por el suyo propio. Un pensamiento se hizo más fuerte: desafía los deseos de Norte. Por encima de todo, sabía que su hija y ella estaban perdidas si le obedecían.

Moviéndose lentamente para que el trabajo de apartar el dolor de su hombro no fuera inútil, Serpiente cogió las manos de Melissa en las suyas y las frotó en un intento de devolverles el calor y la circulación. La sangre de las mordeduras estaba ahora seca. Una de las serpientes se enroscó en el tobillo de la curadora. Serpiente agitó los dedos y flexionó el tobillo, esperando que el animal se marchara. Tenía el pie tan helado que apenas sintió los colmillos de la serpiente hundirse en su empeine. Continuó frotando las manos de Melissa. Las calentó con su aliento y las besó. La tenue luz desaparecía. Serpiente alzó la cabeza. La franja de cúpula gris visible entre los bordes de la grieta se había vuelto casi negra con la llegada de la noche. Serpiente sintió una abrumadora sensación de pesar. Así había sido la noche de la muerte de Jesse, sólo faltaban las estrellas: el cielo claro y oscuro, las paredes de roca que la rodeaban, el frío tan agotador como el calor del desierto. Serpiente abrazó a Melissa con más fuerza y la resguardó de las sombras.

Debido a las serpientes del sueño, no pudo hacer nada por Jesse. Debido a las serpientes del sueño, no podía hacer nada por Melissa.

Las serpientes se agruparon y reptaron hacia ella, el sonido de su escamas sobre la piedra húmeda susurraba a su alrededor… Serpiente despertó bruscamente.

—¿Serpiente? —la voz de Melissa era el ronco susurro que había oído.

—Estoy aquí —apenas podía ver la cara de su hija. Los últimos resquicios de luz brillaban sobre su pelo rizado y las profundas cicatrices. Sus ojos tenían una expresión distante.

—Soñé… —dejó que su voz se perdiera—. ¡El tenía razón!—gimió llena de súbita furia—. ¡Maldito sea, tenía razón!

—Rodeó el cuello de Serpiente con sus brazos y escondió su cara. Su voz sonaba ahogada—. Olvidé por un momento. Pero no lo volveré a hacer. No…

—Melissa… —la niña se enderezó ante el tono de su voz—. No sé qué va a pasar. Norte dice que no te hará daño. —Melissa estaba temblando, tiritando—. Si aceptas a unirte a él…

—¡No!

—Melissa.

—¡No! ¡No lo haré! No me importa —su voz era aguda y tensa—. Será otra vez como con Ras…

—Melissa, querida, ahora tienes un lugar a donde ir. Es lo mismo que hablamos antes. Nuestro pueblo necesita saber de la existencia de este lugar. Tienes que darte una oportunidad para escapar.

Melissa se apretó contra ella en silencio.

—Dejé a Sombra y a Susurro —dijo por fin—. No hice lo que querías, y ahora se morirán de hambre.

Serpiente le acarició el pelo.

—Estarán bien durante un tiempo.

—Tengo miedo —susurró Melissa—. Prometí que no volvería a tenerlo, pero estoy asustada. Serpiente, si digo queme uniré a él y dice que dejará que me muerdan de nuevo, no sé qué haré. No quiero entregarme al olvido… pero lo hice durante un momento, y… —se tocó la cicatriz en torno a su ojo. Serpiente nunca la había visto hacer eso antes—. Esto desapareció. Nada me hacía ya daño. Si me acostumbro, haría cualquier cosa por eso —Melissa cerró los ojos.

Serpiente agarró a una de las serpientes del sueño y la arrojó, tratándola con más brusquedad de la que nunca habría creído ser capaz.

—¿Preferirías morir? —preguntó roncamente.

—No lo sé —respondió Melissa débilmente, atontada. Soltó el cuello de Serpiente y sus manos cayeron fláccidas—. No lo sé. Tal vez sí.

—Melissa, lo siento. No pretendía…

Pero Melissa estaba de nuevo dormida o inconsciente. Serpiente la sostuvo mientras las últimas luces desaparecían. Podía oír las escamas de las serpientes del sueño rozando contra las rocas húmedas. Imaginó de nuevo que se acercaban a ella en una sólida oleada agresiva. Por primera vez en su vida, sintió miedo de las serpientes. Entonces, para reafirmarse cuando los ruidos parecieron acercarse más, extendió un brazo para palpar la piedra desnuda. Su mano se hundió en una masa de escamas viscosas y cuerpos cimbreantes. Retiró el brazo cuando una constelación de pequeños aguijonazos se extendió por toda su superficie. Las serpientes buscaban calor, pero si las dejaba encontrar lo que necesitaban, también encontrarían a su hija. Se acurrucó en el extremo más estrecho de la grieta. Su mano entumecida se cerró involuntariamente en torno a un pesado cascote de piedra volcánica. Lo alzó torpemente, dispuesta a descargarlo sobre las serpientes salvajes.

Serpiente bajó las manos y abrió los dedos. La roca se perdió entre otras rocas. Una serpiente del sueño se deslizó por su muñeca. No podía destruirlas, lo mismo que no podía salir volando de la grieta al aire frío y denso. Ni siquiera por Melissa. Una cálida lágrima rodó por su mejilla. Cuando alcanzó su barbilla, la sintió como si fuera de hielo. Había demasiadas serpientes del sueño para poder proteger a Melissa y, sin embargo, Norte tenía razón. Serpiente no podía matarlas.

Desesperada, se puso en pie, usó la pared de la grieta como apoyo y se metió en el estrecho espacio. Melissa era pequeña y delgada para su edad, pero su peso muerto parecía inmenso. Las frías manos de Serpiente estaban demasiado entumecidas para buscar un lugar seguro donde sujetarse, y apenas podía sentir las rocas bajo sus pies desnudos. Pero notaba cómo los ofidios se enroscaban en sus tobillos. Melissa se deslizó entre sus brazos, y Serpiente la agarró con la mano derecha. El dolor corrió por su hombro y por toda su columna vertebral. Consiguió asirse entre las paredes convergentes y sostener a Melissa por encima de los reptiles.

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