7

Serpiente se despertó antes que Gabriel, cuando ya terminaba la noche. A medida que iba amaneciendo, la débil luz gris empezó a iluminar el dormitorio. Serpiente estaba tendida de lado, apoyada en uno de sus codos, contemplando a Gabriel. Parecía, si aquello fuera posible, aún más hermoso dormido que despierto.

Extendió la mano, pero se detuvo antes de tocarle. Normalmente le gustaba hacer el amor por la mañana. Pero no quería despertar al muchacho.

Frunciendo el ceño, se tumbó de espaldas y trató de sopesar su reacción. El de anoche no había sido el encuentro sexual más memorable de su vida, pues Gabriel, aunque no exactamente torpe, sí era algo inexperto. Sin embargo, aunque no se había sentido completamente satisfecha, tampoco había encontrado desagradable del todo dormir con Gabriel.

Serpiente reflexionó más profundamente, y descubrió que sus pensamientos la perturbaban, se acercaban demasiado al miedo. Ciertamente, no temía a Gabriel: la misma idea era ridícula.

Pero nunca antes había conocido a un hombre que no pudiera controlar su fertilidad. La hacía sentirse incómoda, no podía negarlo. Su propio control era completo; en este aspecto, tenía plena confianza en sí misma. Y aunque por algún extraño accidente se quedara embarazada, podía abortar sin la reacción que había estado a punto de matar a la amiga de Gabriel, Lean. No, su intranquilidad tenía poca base real.

Era simplemente el conocimiento de la incapacidad de Gabriel lo que la hacía apartarse de él, pues había crecido en la confianza que sus amantes poseían control, que tenían exactamente la misma seguridad que ella. No podía esperar lo mismo del muchacho, a pesar de que sus dificultades no eran culpa suya.

Por primera vez, comprendió verdaderamente lo solitario que tenía que haberse sentido el muchacho en los tres últimos años, cómo tenía que haber reaccionado todo el mundo hacia él y la manera en que el propio Gabriel se había sentido. Suspiró llena de tristeza y lo sacudió con la punta de los dedos para despertarle gradualmente, descartando todas sus dudas y su intranquilidad.


Llevando el zurrón consigo, Serpiente bajó el acantilado para reunirse con Veloz. Tenía que volver a observar a algunos pacientes de la ciudad, y pasaría la tarde administrando vacunas. Gabriel se quedó en la casa de su padre, haciendo los preparativos de su viaje.

Ardilla y Veloz resplandecían después de haber sido cepillados. Ras, el capataz, no estaba a la vista. Serpiente entró en el establo de Ardilla para inspeccionar su pata recién herrada. Rascó las orejas del caballo y le dijo que necesitaba hacer ejercicio o se pondría gordo. Sobre ella, podía escuchar el rumor del heno suelto en el desván, pero aunque esperó, no oyó nada más.

—Tendré que pedirle al capataz que te lleve a dar un paseó por el campo —le dijo al pony, y volvió a esperar.

—Yo lo montaré por ti, señora —susurró la niña.

—¿Cómo sé que sabes montar?

—Porque sé.

—Baja, por favor.

Lentamente, la niña bajo por el hueco del techo, colgada de las manos, y cayó a los pies de Serpiente. Se puso de pie, con la cabeza gacha.

—¿Cómo te llamas?

La niñita murmuró dos sílabas. Serpiente se arrodilló y la agarró suavemente por los hombros.

—Lo siento, no pude oírte.

La niña alzó la mirada, bizqueando a través de la terrible cicatriz. El hematoma estaba desapareciendo.

—M-Melissa.

Tras un primer momento de duda, repitió el nombre a la defensiva, como si desafiara a Serpiente a que lo negara. La curadora se preguntó qué habría dicho la primera vez.

—Melissa —repitió la niña, relamiéndose con los sonidos.

—Mi nombre es Serpiente, Melissa. —Serpiente tendió una mano y la niña la estrechó, en guardia—. ¿Montarás a Ardilla por mí?

—Sí.

—Puede cabriolar un poco.

Melissa agarró las barras de la mitad superior de la puerta del establo y se aupó.

—¿Ves aquél de allí?

El caballo era un enorme pinto, de aspecto difícil. Serpiente lo había visto antes. Tensaba las orejas y sacaba los dientes cada vez que se acercaba alguien.

—Yo lo monto —dijo Melissa.

—Santos dioses —susurró Serpiente, llena de sincera admiración.

—Soy la única que puede hacerlo —dijo Melissa—. A excepción del otro.

—¿Quién, Ras?

—No —dijo Melissa con desdén—. El no. El del castillo. El del pelo rubio.

—Gabriel.

—Ése. Pero no viene mucho por aquí, así que monto su caballo —Melissa bajó al suelo—. Es divertido. Pero tu pony es bonito.

Ante la destreza de la niña, Serpiente no dio más consejos.

—Entonces, gracias. Me alegra tener alguien que lo monte y sepa lo que hace.

Melissa subió al borde del pesebre, a punto de volver a esconderse en el desván, antes de que Serpiente pudiera pensar en algo más que pudiera interesarla y seguir charlando. Entonces, a medio camino, Melissa se volvió hacia ella.

—Señora, ¿le dirás que tengo tu permiso? —Toda la confianza había desaparecido de su voz.

—Claro que sí —respondió Serpiente.

Melissa desapareció.

Serpiente ensilló a Veloz y la condujo al exterior, donde encontró al capataz.

—Melissa va a montar a Ardilla por mí —le dijo Serpiente—. Le di permiso.

—¿Quién?

—Melissa.

—¿Alguien de la ciudad?

—Su ayudante —dijo Serpiente—. La niña pelirroja.

—¿Se refiere a Fea? —El hombre se echó a reír. Serpiente se sintió enrojecer, primero por la sorpresa y después por la furia.

—¿Cómo se atreve a insultar a una niña de esa forma?

—¿Insultarla? ¿Cómo? ¿Porque digo la verdad? Nadie quiere mirarla, y es mejor que lo recuerde. ¿La ha molestado?

Serpiente montó en su yegua y lo miró.

—Será mejor que de ahora en adelante utilice los puños con alguien de su tamaño.

Apretó los flancos de Veloz con los talones y la yegua partió rápidamente dejando atrás el establo, Ras, el castillo y el gobernador.

El día pasó más rápidamente de lo que Serpiente esperaba. Toda la gente del valle, al oír que había una curadora en Montaña, acudió a verla con niños pequeños para que les diera la protección que ofrecía y gente mayor con males crónicos, a algunos de los cuales, como en el caso de la artritis de Grum, no podía ayudar. Su buena fortuna continuó, pues aunque atendió a algunos pacientes de malas infecciones, tumores, incluso unas cuantas enfermedades infecciosas, no vino nadie que se estuviera muriendo. Los habitantes de Montaña eran casi tan sanos como hermosos.

Pasó toda la tarde trabajando en una habitación de la planta baja de la posada donde había intentado hospedarse. Era un lugar céntrico de la ciudad, y la posadera le dio la bienvenida. Por la tarde, cuando el último padre sacó de la habitación al último niño llorón, Serpiente deseó que Pauli hubiera estado presente para contarles chistes e historias. Se tendió en su silla, bostezando, y se relajó, todavía con los brazos en alto, la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados. Oyó que la puerta se abría y percibió pasos entre el rumor de ropas largas; después olió la cálida fragancia del té de hierbas.

Serpiente se enderezó mientras Lainie, la posadera, colocaba una bandeja sobre una mesa cercana. Lainie era una hermosa y agradable mujer de mediana edad, bastante robusta. Se sentó, sirvió dos tazones de té y tendió uno a Serpiente.

—Gracias. —Serpiente inhaló el vapor.

Después de sorber el té durante unos cuantos minutos, Lainie rompió el silencio.

—Me alegro que viniera —dijo—. Hemos pasado mucho tiempo sin una curadora en Montaña.

—Lo sé —respondió Serpiente—. No podernos llegar tan al sur con mucha frecuencia. —Se preguntó si Lainie sabía también, como ella, que el problema no era la distancia entre Montaña y la estación de los curadores.

—Si un curador se estableciera aquí —dijo Lainie—, sé que la ciudad sería generosa en su gratitud. Estoy segura de que el gobernador le hablará de esto cuando se ponga mejor. Pero pertenezco al consejo y puedo asegurarle que su propuesta encontrará apoyo.

—Gracias, Lainie. Lo recordaré.

—¿Entonces se quedará?

—¿Yo? —miró su taza, sorprendida. Ni siquiera se le había ocurrido que Lainie estuviera haciendo una invitación directa. Montaña, con su gente hermosa y sana, era un lugar donde un curador podía asentarse después de toda una vida de duro trabajo, un lugar donde alguien que no quisiera enseñar podría descansar—. No, no puedo. Me marcho por la mañana. Pero cuando llegue a casa le hablaré a los otros curadores de su oferta.

—¿Está segura de que no desea quedarse?

—No puedo. No tengo el grado suficiente para aceptar una posición semejante.

—¿Y tiene que marcharse mañana?

—Sí. La verdad es que no hay mucho que hacer en Montaña. Todos ustedes están terriblemente sanos. —Serpiente sonrió.

Lainie devolvió la sonrisa rápidamente, pero su voz continuó seria.

—Si siente que tiene que marcharse por el lugar en el que se aloja… porque necesita un sitio más conveniente para su trabajo —dijo dubitativa—, mi posada estará siempre abierta.

—Gracias. Si fuera a quedarme más tiempo, me mudaría. No quisiera… abusar de la hospitalidad del gobernador. Perola verdad es que tengo que irme.

Miró a Lainie. quien volvió a sonreír. Se comprendían mutuamente.

—¿Pasará aquí la noche? —preguntó Lainie—. Debe estar cansada, y el camino es largo.

—Oh, es un paseo agradable —respondió Serpiente—. Relajante.


Serpiente se dirigió a la residencia del gobernador a través de las calles en sombra. El rítmico sonido de los cascos de Veloz era un telón de fondo para sus sueños. Dio una cabezada mientras la yegua seguía avanzando. Las nubes esa noche eran altas y delgadas; la pálida luna arrojaba sombras sobre las piedras.

Súbitamente, Serpiente oyó el roce de unas botas sobre el pavimento. Veloz se escoró violentamente a la izquierda. Perdido el equilibrio, Serpiente se agarró con desesperación al pomo de la silla y la melena del caballo, intentando evitar la caída. Alguien la agarró de la camisa y tiró, derribándola. Serpiente soltó una mano y golpeó a su atacante. Su puño rozó unas ropas ásperas. Golpeó de nuevo y dio en el blanco. El hombre emitió un quejido y la soltó. Serpiente se agarró al lomo de Veloz y pateó los flancos de la yegua. Veloz dio un salto hacia adelante. El asaltante estaba aún agarrado a la silla. Serpiente pudo oír el ruido de botas al raspar el empedrado mientras intentaba auparse. Dirigía la silla hacia él. De repente, ésta se enderezó de golpe cuando el hombre perdió la tenaza.

Pero una décima de segundo después, Serpiente logró hacerse con las riendas de la yegua. El zurrón de las serpientes había desaparecido.

Serpiente hizo dar la vuelta a Veloz y galopó tras el hombre que huía.

—¡Alto! —gritó. No quería atropellarlo con Veloz, pero el hombre no estaba dispuesto a obedecer. Podía zambullirse en un callejón demasiado estrecho para que pudiera pasar el caballo, y antes de que ella pudiera bajarse y perseguirlo, desaparecería.

Serpiente se inclinó, le agarró la túnica y tiró de él. Los dos cayeron en una maraña. El hombre se dio la vuelta mientras caía, y Serpiente se golpeó contra el pavimento de la calle, aplastada por su peso. De alguna manera, siguió agarrando al hombre mientras forcejeaba para escapar y recuperaba el aliento. Quería decirle que soltara el zurrón, pero no podía hablar todavía. El hombre la golpeó y sintió un agudo dolor que le surcaba la frente, en la línea del pelo. Serpiente devolvió el golpe y los dos rodaron y forcejearon por la calle. Serpiente oyó el sonido del zurrón al ser arrastrado por el suelo de piedra: estiró la mano y lo agarró al mismo tiempo que el hombre encapuchado. Mientras Susurro crotaleaba furiosamente en su interior, los dos forcejearon como niños.

—¡Suéltalo! —gritó Serpiente. Le pareció que oscurecía y apenas podía ver. Sabía que no se había herido la cabeza ni se sentía atontada. Parpadeó y el mundo giró a su alrededor—. ¡No hay nada que puedas utilizar!

El hombre tiró del zurrón, gimiendo de desesperación. Por un instante, Serpiente cedió el terreno, luego tiró del zurrón y lo soltó. Se quedó sorprendida al comprobar que un truco tan obvio funcionaba, que cayó hacia atrás, se golpeó la cadera y el codo, y aulló al sentir la raspadura en el hueso. Antes de que Serpiente pudiera volver a ponerse en pie, su atacante salió corriendo calle abajo.

Serpiente se puso en pie, sujetándose un costado con el codo y agarrando fuertemente el asa del zurrón con la otra mano. Como todas las peleas, ésta no había sido demasiado larga. Se frotó la cara, parpadeó y su visión no se aclaró. Tenía los ojos llenos de sangre por causa de un corte en el cuero cabelludo. Al dar un paso, hizo una mueca de dolor: se había lastimado la rodilla derecha. Cojeó hacia la yegua, quien resopló caprichosamente pero no se retiró. Serpiente la palmeó. No le apetecía perseguir caballos, ni ninguna otra cosa, esta noche. Quería sacar a Sombra y Susurro para asegurarse de que estaban bien, pero sabía que aquello forzaría la tolerancia de la yegua más allá de sus límites. Ató el zurrón a la silla y volvió a montar.


Serpiente hizo que la yegua se detuviera delante del establo cuando éste apareció bruscamente ante ellos en la oscuridad. Se sentía cansada y mareada. Aunque no había perdida mucha sangre y el atacante no la había herido con fuerza suficiente para contusionarla; había consumido tanta adrenalina en la pelea que se sentía totalmente desfallecida.

Inspiró profundamente.

—¡Capataz!

Nadie contestó durante un momento. Luego, cinco o seis metros por encima, la puerta del desván se abrió sobre sus goznes.

—No está aquí, señora —dijo Melissa—. Duerme en el castillo. ¿Puedo ayudarte en algo?

Serpiente alzó la mirada. Melissa permanecía en las sombras, fuera del alcance de la luz de la luna.

—Esperaba no despertarte…

—Señora, ¿qué te ha pasado? ¡Estás sangrando!

—No, ya no. Tuve una pelea. ¿Te importaría subir la colina conmigo? Puedes sentarte junto a mí en la subida y montar a Veloz cuando bajes.

Melissa agarró los dos lados de una polea y descendió al suelo mano sobre mano.

—Haría cualquier cosa que me pidieras, señora —dijo en voz baja.

Serpiente extendió la mano, Melissa la tomó y montó a su lado. En el mundo que Serpiente conocía, todos los niños trabajaban, pero la mano que agarraba la suya, la mano de una niña de diez años, estaba cubierta de callosidades, era áspera y dura como la mano de cualquier trabajador adulto.

—Serpiente apretó las piernas contra los flancos de Veloz y la yegua empezó a subir el sendero. Melissa agarraba la perilla de la silla, una manera incómoda y extraña de guardar el equilibrio. Serpiente hizo que la niña le rodeara la cintura con las manos. Melissa estaba tan envarada y distante como Gabriel, y Serpiente se preguntó si llevaba aún más tiempo que él sin que nadie la tocara con afecto.

—¿Qué pasó? —preguntó Melissa.

—Alguien intentó robarme.

—Señora, eso es horrible. En Montaña no hay ladrones.

—Alguien intentó robarme. Quiso llevarse el zurrón delas serpientes.

—Tiene que haber sido un loco —dijo Melissa.

Un escalofrío de reconocimiento recorrió la espina dorsal de Serpiente.

—Oh, dioses —dijo. Recordó la túnica del desierto que llevaba su atacante, un ropaje que rara vez se veía en Montaña—. Lo era.

—¿Qué?

—Un loco. No, un loco no. Un loco no me seguiría hasta tan lejos. Está buscando algo, ¿pero qué? No tengo nada que pueda interesar a nadie. Nadie más que un curador puede utilizar las serpientes.

—Tal vez quería a Veloz, señora. Es un buen caballo, y nunca he visto unos arreos tan bonitos.

—Saqueó mi campamento antes de que me dieran a Veloz.

—Entonces es un loco auténtico. Nadie querría robar a una curadora.

—Desearía que la gente no siguiera diciéndome eso. Si no quiere robarme, ¿qué es lo que quiere?

Melissa se apretó en torno a la cintura de Serpiente, y su brazo rozó el mango de su cuchillo.

—¿Por qué no le mataste? —preguntó—. Al menos podrías haberle dado una puñalada.

Serpiente palpó el suave mango de hueso.

—Ni siquiera se me ocurrió —dijo—. Nunca he usado el cuchillo contra nadie. —Se preguntó si, en realidad, podría hacerlo. Melissa no contestó.

Veloz siguió avanzando. Los guijarros salían despedidos debido al contacto de sus cascos y caían por el borde del acantilado.

—¿Se portó bien Ardilla? —preguntó por fin Serpiente.

—Sí, señora. Y ahora ya no está cojo.

—Qué bien.

—Es divertido montarlo. Nunca había visto un caballo a rayas como él.

—Tenía que hacer algo original antes de que me aceptaran como curadora, así que hice a Ardilla —dijo—. Nadie había aislado ese gen antes.

Se dio cuenta de que Melissa no entendería nada de lo que estaba diciendo; se preguntó si la pelea la había afectado más de lo que pensaba.

—¿Tú lo hiciste?

—Hice una medicina… que le hizo nacer con el color que tiene. Tenía que cambiar a una criatura viva sin dañarla para demostrar que era lo suficientemente buena para trabajar con las serpientes. Así podemos curar más enfermedades.

—Me gustaría poder hacer algo as!.

—Melissa, eres capaz de montar caballos a los que yo no podría ni siquiera acercarme.

Melissa no dijo nada.

—Iba a ser jockey.

Era una niña pequeña y delgada, y desde luego podría montar cualquier tipo de caballo.

—¿Entonces por qué…? —Serpiente se interrumpió, pues advirtió por qué Melissa no podía ser jockey en Montaña.

—El gobernador quiere que los jockeys sean tan hermosos como sus caballos —dijo la niña por fin.

Serpiente le cogió la mano y la apretó amablemente.

—Lo siento.

—Me encuentro muy bien aquí, señora.

Las luces del patio las alcanzaron. Los cascos de Veloz resonaron sobre el pavimento. Melissa se bajó de la grupa de la yegua.

—¿Melissa?

—No te preocupes, señora. Retiraré tu caballo. ¡Eh!—llamó—. ¡Abrid la puerta!

Serpiente se bajó despacio y desató el zurrón de la silla.

Ya se sentía rígida, y la rodilla dañada le dolía enormemente.

La puerta de la residencia se abrió y se asomó un criado.

—¿Quién anda ahí?

—Es la señora Serpiente —dijo Melissa desde la oscuridad—. Está herida.

—Me encuentro bien —dijo Serpiente, pero con una exclamación de sorpresa, el criado se dio la vuelta para pedir ayuda y luego volvió corriendo al patio.

—¿Por qué no la has metido dentro? —extendió una mano para que Serpiente se apoyase. Con amabilidad, ella lo apartó. Otras personas llegaron corriendo y se arremolinaron a su alrededor.

—¡Ven a coger el caballo, niña estúpida!

—¡Dejadla en paz! —dijo Serpiente bruscamente—. Gracias, Melissa.

—No hay de qué, señora.

Mientras Serpiente entraba en el corredor cubierto, Gabriel bajó corriendo la escalera de caracol.

—Serpiente, ¿qué pasa…? Santos dioses, ¿qué ha sucedido?

—Estoy bien —repitió ella—. Tuve una pelea con un ladrón incompetente. —Sin embargo, era más que eso. Ahora lo sabía.

Dio las gracias a los criados y subió con Gabriel a la torre sur. Este permaneció incómodo y apurado a su lado mientras ella comprobaba el estado de Sombra y Susurro, pues la había urgido a que se cuidara primero. Las dos serpientes no estaban heridas, la curadora las devolvió a sus respectivos compartimentos y entró en el cuarto de baño.

Se miró en el espejo: tenía la cara cubierta de sangre y el pelo estaba aplastado contra su cuero cabelludo. Sus ojos azules la observaban.

—Parece que te hayan herido de muerte —Gabriel abrió el grifo y sacó los paños y toallas.

—Sí, ¿verdad?

Gabriel enjugó el arañazo que le cruzaba la frente y se perdía en el pelo. Serpiente podía ver sus bordes en el espejo: era un corte delgado y profundo, posiblemente realizado con el borde de un anillo, no con un nudillo.

—Tal vez deberías tumbarte.

—Las heridas en la cabeza siempre sangran así —dijo Serpiente—. No es tan grave como parece —se miró y sonrió tristemente—. Las camisas nuevas no son nunca cómodas, pero esta manera de gastarlas no me convence.

La camisa tenía el hombro y el codo desgarrados, igual que la rodilla derecha de sus pantalones, todo debido a su caída. Además, el tejido estaba sucio. A través de los agujeros, pudo ver cómo se formaban los hematomas.

—Te conseguiré otra —dijo Gabriel—. No puedo creer que haya pasado esto. Apenas se producen robos en Montaña. Y todo el mundo sabe a qué te dedicas. ¿Quién querría atacar a una curadora?

Serpiente cogió el paño que le ofrecía y terminó de lavar el corte. Gabriel lo había hecho con demasiada amabilidad; Serpiente no quería que sanara sobre una capa de mugre y trocitos de grava.

—El que me atacó no era un habitante de Montaña —dijo. Gabriel mojó la rodillera para aflojar el material donde la sangre seca se había pegado a la piel. Serpiente le contó la historia del loco.

—Al menos no fue uno de los nuestros —dijo Gabriel—. Y un extranjero será más fácil de encontrar.

—Tal vez —pero el loco había escapado a la búsqueda dela gente del desierto. Una ciudad tenía muchos más escondites.

Se levantó. La rodilla empezaba a dolerle. Cojeó hasta la bañera y abrió el grifo del agua caliente. Gabriel la ayudó a quitarse el resto de la ropa y se sentó cerca mientras ella lavaba las heridas. Estaba furioso por lo que había sucedido.

—¿Dónde estabas cuando te atacó el loco? Voy a enviar los guardias de la ciudad a que lo busquen.

—Oh, Gabriel, déjalo por esta noche. Ha pasado por lo menos una hora… se habrá marchado hace rato. Todo lo que conseguirás es que la gente se levante de sus cálidas camas para correr por la ciudad a despertar a más gente.

—Quiero hacer algo útil.

—Lo sé. Pero por ahora no se puede hacer nada. —Se tumbó y cerró los ojos.

—Gabriel —dijo súbitamente tras varios minutos de silencio—, ¿qué le paso a Melissa?

Le miró. El muchacho frunció el ceño.

—¿A quién?

—Melissa. La niña del establo, la de las quemaduras. Tiene diez u once años y el pelo rojo.

—No sé… creo que nunca la he visto.

—Monta tu caballo por ti.

—¿Mi caballo? ¿Una niña de diez años? Eso es ridículo.

—Me dijo que lo hace, y no me pareció que estuviera mintiendo.

Tal vez se sienta en la grupa mientras Ras lo saca a pastar. Ni siquiera estoy seguro de que sea así. Ras no puede montarle, ¿cómo podría hacerlo una chiquilla?

—Bueno, no importa —dijo Serpiente. Tal vez Melissa simplemente había querido impresionarla; no le extrañaría nada que la niña viviera en un mundo de fantasías. Pero Serpiente descubrió que no podía olvidar tan a la ligera la afirmación de Melissa—. Esto no importa. Sólo quería saber cómo se quemó.

—No lo sé.

Exhausta, sintiendo que si se quedaba más tiempo en el baño acabaría por dormirse, Serpiente se puso en pie. Gabriel la envolvió en una gran toalla y la ayudó a secarse la espalda y las piernas, pues estaba aún muy dolorida.

—Hubo un incendio en el establo —dijo bruscamente—. Hace cuatro o cinco años. Pero creía que nadie había resultado herido. Ras incluso pudo sacar la mayoría de los caballos.

—Melissa se escondió de mí —dijo Serpiente—. ¿Es posible que lleve escondiéndose cuatro años? Gabriel guardó silencio por un instante.

—Si está deformada… —se encogió de hombros, incómodo—. No me gusta pensarlo en estos términos, pero yo me he estado escondiendo de casi todo el mundo durante tres años. Supongo que es posible.

La ayudó a regresar al dormitorio y se detuvo justo en la puerta, repentinamente torpe. Serpiente advirtió de inmediato que, sin pretenderlo, lo había excitado de nuevo. Deseó poder ofrecerle un lugar en su cama esa noche; le habría gustado tener compañía. Pero también ella tenía un límite. Ahora mismo no tenía energías para el sexo, ni siquiera para la compasión y no quería excitarlo más esperando que estuviera tendido a su lado toda la noche sin hacer nada.

—Buenas noches, Gabriel —dijo—. Me hubiera gustado poder disponer de otra noche juntos.

El controló bien la decepción, la decepción y el embarazo de darse cuenta de que estaba decepcionado, aunque sabia que ella estaba herida y cansada. Simplemente se dieron un beso de despedida. Serpiente sintió de repente erupción de deseo.

Lo único que evitó que se ofreciera fue el conocimiento de cómo se sentiría por la mañana, después del cansancio físico y emocional de esta noche. Ejercitar más el cuerpo y la mente con el placer de la pasión empeoraría las cosas.

—Maldición —dijo mientras Gabriel se marchaba—. Ese loco sigue añadiendo deudas a su cuenta.

Un sonido despertó a Serpiente de un sueño profundo y exhausto. Pensó que Larril había venido por algún asunto relacionado con el gobernador, pero no oyó hablar a nadie. La luz del pasillo iluminó la habitación durante un instante, y luego la puerta se cerró, sumiéndola de nuevo en las sombras. Serpiente permaneció inmóvil. Podía oír cómo latía su corazón y se dispuso para la defensa, recordando lo que había dicho Melissa sobre su cuchillo. Siempre lo tenía cerca en campamento, aunque no creía ser más vulnerable mientras viajaba que mientras dormía en el castillo del gobernador. Pero esta noche su cinturón y su cuchillo se encontraban en algún lugar del suelo, donde los había dejado caer, o tal vez incluso en el cuarto de baño. No lo recordaba. Le dolía la cabeza y la rodilla le escocía.

¿En qué estoy pensando?, se dijo. Ni siquiera sé cómo pelear con un cuchillo.

—¿Señora Serpiente? —La voz era tan baja que apenas pudo oírla.

Girándose, Serpiente se enderezó, completamente despierta, relajando el puño que había crispado por reflejo.

—¿Qué… Melissa?

—Sí, señora.

—Gracias a los dioses que has hablado. Estaba a punto de golpearte.

—Lo siento. No tenía intención de despertarte. Sólo… quería asegurarme…

—¿Algo va mal?

—No, pero no sabía cómo te encontrabas. Vi las luces encendidas y pensé que no se acostarían hasta muy tarde. Pensé que tal vez podría preguntarle a alguien. Sólo que… no pude. Será mejor que me marche.

No, espera —Los ojos de Serpiente se habían acostumbrado mejor a la oscuridad y podía ver la silueta de Melissa, el fantasma de pálida luz de los manojos de su pelo rojo; y podía oler el agradable aroma del heno y los caballos limpios.

—Has sido muy amable al subir a interesarte por mí. —Atrajo a Melissa hacia sí, se agachó y la besó en la frente. Los densos rizos no podían esconder por completo la irregularidad del tejido cicatrizado bajo ellos.

Melissa se enderezó y se apartó.

—¿Cómo puedes soportar tocarme?

—Melissa, querida… —Serpiente alargó la mano y encendió la luz antes de que la niña pudiera detenerla. Melissa se dio la vuelta.

Serpiente la cogió por el hombro y amablemente la hizo girarse hasta que las dos quedaron cara a cara. Melissa no quiso mirarla.

—Me gustas. Siempre acaricio a la gente que me gusta. También le gustarías a otras personas si les dieras la oportunidad.

—Eso no es lo que dice Ras. Dice que nadie en Montaña quiere mirar a los feos.

—Bien, pues yo digo que Ras es una persona odiosa, y digo además que tiene otras razones para hacer temer ala gente. Se lleva el crédito de todo lo que tú haces, ¿no es cierto? Pretende que es él quien cuida a los caballos y los monta.

Melissa se encogió de hombros, con la cabeza gacha para que la cicatriz fuera menos visible.

—Y el incendio —continuó Serpiente—. ¿Qué pasó realmente? Gabriel dice que Ras salvó a los caballos, pero sólo tú resultaste herida.

—Todo el mundo sabe que una niña de ocho años no podría sacar a los caballos de un incendio —dijo Melissa.

—Oh, Melissa…

—¡No me importa!

—¿No?

—Tengo un lugar donde vivir y donde comer. Puedo quedarme con los caballos, a ellos no les importa…

—¡Dioses, Melissa! ¿Para qué vives? ¡Las personas necesitan algo más que comida y un lugar donde dormir!

—No puedo marcharme. Aún no tengo catorce años.

—¿Te dijo Ras que estás vinculada a él? Los vínculos ya no están permitidos en Montaña.

—No soy una vinculosierva —repuso Melissa, irritada—. Tengo doce años. ¿Qué edad me hubieras puesto?

—Pensaba que tenías ésa aproximadamente —dijo Serpiente, sin querer admitir que había pensado que Melissa era mucho más pequeña—. ¿Qué tiene eso que ver?

—¿Podías ir adonde quisieras cuando tenías doce años?

—Sí, por supuesto que sí. Tuve la suerte de vivir en un lugar que no quería abandonar, pero podría haberme marchado.

Melissa parpadeó.

—Oh —dijo—. Bien… aquí es diferente. Si te marchas, tu guardián te persigue. Lo hice una vez y eso es lo que pasó.

—Pero ¿por qué?

—Porque no puedo esconderme —dijo Melissa furiosamente—. Crees que a la gente no le importa, pero le dijeron a Ras dónde estaba para que me trajera de vuelta…

Serpiente la cogió de la mano. Melissa guardó silencio.

—Lo siento —dijo Serpiente—, No me refería a eso. Quería decir que nadie tiene derecho a hacer que te quedes donde no quieres estar. ¿Por qué tuviste que esconderte? ¿No podías cobrar tu paga y marcharte adonde quisieras?

Melissa se rió bruscamente.

—¡Mi paga! Los niños no reciben ninguna paga. Ras es mi guardián. Tengo que hacer lo que él dice. Tengo que quedarme con él: es la ley.

—Es una ley terrible. Sé que te golpea… la ley no debería permitir que te quedaras con un hombre como él. Déjame hablar con el gobernador, tal vez él pueda arreglarlo para que se te permita hacer lo que quieras.

—¡Señora, no! —Melissa se arrodilló junto a la cama, agarrando las sábanas—. ¿Quién más me aceptaría? ¡Nadie! Me dejarían con Ras, pero me harían decir cosas malas sobre él. Y luego sería aún más cruel. ¡Por favor, no cambies nada!

Serpiente la puso en pie y la abrazó, pero Melissa se escabulló de entre sus brazos. Entonces, súbitamente, dio un respingo hacia adelante con un quejido cuando Serpiente, al soltarla, le pasó la mano por la espalda.

—Melissa, ¿qué sucede?

—¡Nada!

Serpiente desabrochó el vestido de la niña y le miró la espalda. La habían golpeado con un trozo de cuero o una porra: algo que no hacía sangre ni la apartaba del trabajo.

—¿Cómo…? —Se detuvo—. Oh, maldición. Ras se enfadó conmigo, ¿verdad? Le reprendí y te metí en problemas, ¿no es cierto?

—Señora Serpiente, cuando él quiere golpear, golpea. No lo planea. Da lo mismo que sea yo o los caballos. —Dio un paso atrás y miró al suelo.

—No te vayas. Quédate aquí esta noche. Mañana podremos pensar algo.

—No, señora, por favor, no pasa nada. No importa. He estado aquí toda la vida. Sé cómo valerme por mí misma. No hagas nada. Por favor, tengo que irme.

—Espera…

Pero Melissa se marchó. La puerta se cerró tras ella. Cuando Serpiente saltó de la cama y corrió tras ella, ya estaba a mitad de camino de las escaleras. Serpiente se apoyó contra el marco de la puerta y se asomó.

—¡Tenemos que hablar! —llamó, pero Melissa siguió corriendo en silencio y desapareció.

Serpiente cojeó de regreso a su lujosa cama, se metió bajo las cálidas sábanas y apagó la lámpara mientras pensaba que Melissa estaba ahí fuera, en la noche fría y oscura.

Serpiente se despertó despacio, sin moverse, deseando poder dormir el resto del día para recuperarse. Enfermaba tan raramente que tenía dificultad en aceptar con calma el hecho. Considerando las reprimendas que había dirigido al padre de Gabriel, sería bastante idiota si no siguiera ahora sus propios consejos. Suspiró. Podía trabajar duro durante todo un día; podía hacer largos viajes a pie o a caballo, y no le pasaba nada. Pero la furia, la adrenalina y la violencia de una pelea se combinaban en su contra.

Sintiéndose algo recuperada, se movió lentamente. Inspiró y se detuvo. El dolor de su rodilla derecha, donde la artritis era peor, se tornó agudo. La tenía hinchada y rígida, y le dolían todas las articulaciones. Estaba acostumbrada al dolor. Pero hoy, por primera vez, los peores retortijones habían pasado a su hombro derecho. Se tendió de nuevo. Si se obligaba a viajar hoy, tendría que tenderse pronto en algún lugar del desierto. Podía ignorar el dolor cuando era necesario, pero aquello requería gran cantidad de energía por la que había que pagar luego. Ahora mismo, su cuerpo no tenía fuerzas para malgastar.

Seguía sin poder recordar dónde había dejado el cinturón, ni, ahora que lo pensaba, por qué lo había estado buscando durante la noche. Al recordar a Melissa se sentó bruscamente y estuvo a punto de gritar de dolor. Pero la culpa era tan fuerte como las protestas de su cuerpo. Tenía que hacer algo. Sin embargo, enfrentarse a Ras no ayudaría en nada a su pequeña amiga, ya lo había visto. No sabía qué hacer. Por el momento, ni siquiera sabía si podría llegar al baño.

Al menos lo consiguió. Y allí estaba su bolsa, colgada en una percha junto con su cinturón y el cuchillo. Por lo que recordaba, lo había dejado todo donde había caído. Se sintió levemente turbada, pues de ordinario no era tan desordenada.

Tenía la frente arañada y el corte había cicatrizado hoscamente: no se podía hacer nada al respecto. Serpiente sacó la aspirina de su bolsa, tomó una buena dosis y cojeó de regreso a la cama. Mientras esperaba a dormirse, se preguntó qué frecuencia adquirirían los ataques de artritis a medida que fuera envejeciendo. Eran inevitables, pero no siempre dispondría de un lugar tan cómodo donde recuperarse.

El sol brillaba alto y escarlata tras las finas nubes grises cuando volvió a despertarse. Notaba los oídos ligeramente embotados por efecto de la aspirina. Dobló con cuidado la rodilla derecha y se sintió aliviada al notar menos dolor. En la puerta se repitió el golpe que la había despertado.

—Adelante.

Gabriel abrió la puerta y se asomó al interior.

—Serpiente, ¿te encuentras bien?

—Sí, pasa.

Gabriel entró mientras ella se sentaba.

—Lamento haberte despertado, pero me asomé un par de veces y ni siquiera te movías.

Serpiente apartó las sábanas y le mostró la rodilla. Gran parte de la hinchazón había desaparecido, pero tenía un aspecto claramente anormal, y las magulladuras se habían vuelto negras y púrpuras.

—Santos dioses —dijo Gabriel.

—Me pondré mejor por la mañana —dijo Serpiente. Se movió para que él pudiera sentarse a su lado—. Supongo que podría ser peor.

—Me torcí la rodilla una vez y tuvo el aspecto de un melón durante una semana. ¿Mañana, dices? Veo que los curadores os recuperáis rápido.

—No me la torcí anoche, simplemente me lastimé. La hinchazón se debe en gran medida a la artritis.

—¿Artritis? Creía que no enfermabas jamás.

—Nunca contraigo enfermedades contagiosas. Los curadores siempre sufrimos artritis, a menos que sea algo peor —se encogió de hombros—. Es por causa de las inmunidades de las que te hablé. A veces se equivocan y atacan al mismo cuerpo que las formó.

No vio ninguna razón para describirle las enfermedades realmente serias a las que estaban expuestos los curadores. Gabriel se ofreció a traerle el desayuno y ella descubrió, para su sorpresa que tenía hambre.

Comió con avidez.

Serpiente se pasó el día tomando baños calientes y durmiendo en la cama debido a la acción de tanta aspirina. Al menos, éste era el efecto que tenía sobre ella. De vez en cuando, Gabriel entraba y se sentaba a su lado, o Larril traía una bandeja, o Brian la informaba del estado del gobernador. El padre de Gabriel no había necesitado la atención de Serpiente desde la noche que había intentado levantarse; Brian era mucho mejor enfermero que ella.

Estaba ansiosa por marcharse, ansiosa por cruzar el valle y el siguiente grupo de montañas, ansiosa por iniciar su viaje a la ciudad. Sus potencialidades le fascinaban. Y estaba ansiosa también por abandonar el castillo del gobernador. Se encontraba más cómoda en él que en ningún otro sitio, más incluso que en la estación de los curadores. Sin embargo, la residencia era un lugar desagradable para vivir: la familiaridad le proporcionó una visión más clara de las tensiones emocionales que reinaban entre sus habitantes. Había demasiado edificio para tan poca familia, demasiado poder y ninguna protección contra él. El gobernador conservaba sus fuerzas, sin delegarlas en nadie, y la de Ras era mal empleada. Por más que quisiera marcharse, Serpiente no sabía cómo sin hacer algo por Melissa. Melissa…

El gobernador tenía una biblioteca, y Larril le había traído algunos libros. Intentó leer. Normalmente habría devorado varios en un día, aunque leyendo demasiado rápido, lo sabía, para apreciarlos adecuadamente. Pero esta vez se encontraba aburrida, inquieta e incómoda.

Media tarde. Serpiente se levantó y cojeó hasta una silla situada junto a la ventana donde podía observar el valle. Ni siquiera podía hablar con Gabriel, pues había ido a Montaña para dar la descripción del loco. Serpiente esperaba que alguien pudiera encontrarlo y le ayudara. Le esperaba un largo viaje por delante y no le agradaba la idea de tener que preocuparse todo el tiempo por su perseguidor. A estas alturas del año, no encontraría ninguna caravana que se dirigiera a la ciudad, tendría que viajar sola o no hacerlo.

La invitación que le había hecho Grum para que se quedara el invierno en su aldea parecía ahora mucho más atractiva. Pero la idea de pasar medio año sin ejercer su profesión, sin saber si podría ser capaz de redimirse alguna vez, era insoportable. Iría a la ciudad, o regresaría a la estación de los curadores y afrontaría el juicio de sus maestros.

Grum. Tal vez Melissa pudiera ir con ella si Serpiente conseguía liberarla de Montaña. Grum no era hermosa, ni estaba obsesionada con la belleza física, las cicatrices de Melissa no le importarían.

Pero pasarían días antes de que enviara un mensaje a Grum y recibiera su respuesta, pues su aldea se encontraba muy lejos, hacia el norte. Serpiente tuvo que admitir también que no la conocía lo suficiente como para pedirle que aceptara semejante responsabilidad. Suspiró y se pasó los dedos por el pelo. Deseó poder sumergir el problema en su subconsciente y sacarlo de allí resuelto, como un sueño. Contempló la habitación como si algo en ella pudiera darle la solución.

Sobre la mesa situada junto a la ventana había una cesta de frutas, un plato de galletas y una bandeja de pastelillos de carne. El personal del gobernador sabía tratar generosamente a los inválidos; durante todo aquel largo día Serpiente ni siquiera había tenido la distracción de esperar la hora de las comidas. Había pedido reiteradamente a Gabriel, a Larril y a Bnan y los otros criados que habían venido a hacer la cama, a limpiar las ventanas, a retirar las migajas (aún no tenía ni idea de cuántas personas trabajaban en la residencia y servían a Gabriel y a su padre, cada vez que aprendía un nombre aparecía otra cara nueva), que se sirvieran de los platos, pero éstos estaban casi llenos.

Siguiendo un impulso, Serpiente vació la cesta y dejó en ella solamente las frutas más suculentas, y luego la rellenó Ton galletas, queso y pastelillos de carne envueltos en servilletas. Empezó a escribir una nota, cambió de opinión y dibujó una Serpiente enroscada. Introdujo el trozo de papel entre las viandas y lo tapó todo con una servilleta. Luego, hizo sonar la campanilla.

Apareció un muchacho joven (otro criado al que no había visto antes), y le pidió que llevara la cesta al establo y la pusiera en el desván sobre la caballeriza de Ardilla. El muchacho sólo tenía trece o catorce años, larguirucho por el rápido desarrollo, así que le hizo prometer que no picotearía la cesta. A cambio, le prometió todo lo que quisiera de lo que quedaba en la mesa. No parecía desnutrido, pero Serpiente nunca había conocido a ningún muchacho que estuviera pasando por la fase del estirón que no tuviera siempre un poquitín de hambre.

—¿Es un trato satisfactorio? —preguntó.

El muchacho sonrió. Tenía los dientes grandes, blancos y ligeramente separados: se convertiría en un guapo joven.

Serpiente pensó que en Montaña incluso los adolescentes tenían el cutis aterciopelado.

—Sí, señora —contestó el chico.

—Bien. Asegúrate de que el capataz no te vea. Por lo que a mí respecta, que se busque él sus propias comidas.

—¡Sí, señora!

El muchacho volvió a sonreír, cogió la cesta y salió de la habitación. Por el tono de su voz, Serpiente decidió que Melissa no era la única niña indefensa que sufría el mal carácter de Ras. Pero aquello no servía de nada. El criado no estaba en mejor posición para hablar contra Ras que Melissa.

Quería hablar con la niña, pero el día pasó y Melissa no apareció. Serpiente tuvo miedo de enviar un mensaje más concreto que el de la cesta; no quería que volvieran a golpear a Melissa por mezclarse con una extraña.


Cuando Gabriel regresó al castillo y subió a la habitación de Serpiente, ya casi había oscurecido. Estaba preocupado, pero no había olvidado su promesa de reemplazar la camisa estropeada de Serpiente.

—Nada —dijo—. No hay nadie vestido con ropas del desierto. Nadie está actuando extrañamente.

Serpiente se probó la camisa, que le quedaba sorprendentemente bien. La que había comprado un par de días antes era marrón, de tela áspera. Ésta era de un tejido mucho más suave, de un sedoso material blanco y fuerte estampado con intrincados diseños azules. Serpiente se encogió de hombros, extendió los brazos y acarició el rico color con la punta de los dedos.

—El loco puede haber comprado ropas nuevas y convertirse en una persona diferente. Alquila una habitación en una posada y no le ve nadie. Probablemente no es distinto a ningún otro forastero que vaya de paso.

—La mayoría de los forasteros pasaron hace semanas —dijo Gabriel, luego suspiró—. Pero tienes razón. Ni siquiera ahora llamaría la atención.

Serpiente miró por la ventana. Pudo ver unas pocas luces, las de las granjas del valle, ampliamente esparcidas.

—¿Cómo va tu rodilla?

—Ahora está bien —la hinchazón había desaparecido y el dolor que le quedaba era similar al que sentía cuando cambiaba el tiempo. Una cosa que le gustaba del desierto negro, a pesar del calor, era la constancia de su clima. En él no se había despertado nunca por la mañana sintiéndose como un enfermo centenario.

—Qué bien —dijo Gabriel, con una nota esperanzada e interrogante en la voz.

—Los curadores sanamos rápido —dijo Serpiente—, cuando tenemos buenas razones para hacerlo.

Descartó sus preocupaciones, sonrió, y obtuvo como recompensa la radiante sonrisa de Gabriel.


Esta vez, el sonido de la puerta al abrirse no asustó a Serpiente. Se despertó tranquilamente y se apoyó sobre un codo.

—¿Melissa? —encendió la lámpara lo suficiente para que pudieran verse, pues no quería despertar a Gabriel.

—Recibí la cesta —dijo Melissa—. Las cosas estaban muy ricas. A Ardilla le gusta el queso, pero a Veloz no.

Serpiente se echó a reír.

—Me alegra que hayas venido. Quería hablar contigo.

—Sí —suspiró Melissa muy despacio—. ¿Adonde podría ir? Si pudiera…

—No sé si puedes creer esto, después de todo lo que ha dicho Ras. Podrías ser una jockey, si eso es lo que quieres, en cualquier parte menos en Montaña. Puede que tuvieras que trabajar un poco más duro al principio, pero la gente llegaría a valorarte por lo que eres y por lo que puedes hacer.

Las palabras parecían huecas incluso para la propia Serpiente: Idiota, pensó, le estás diciendo a una niña asustada que salga al mundo y triunfe sola. Pensó en algo mejor que decir.

Tendido junto a ella, con una mano sobre su cadera, Gabriel se dio la vuelta y murmuró. Serpiente le miró y le cogió la mano.

—No pasa nada, Gabriel —dijo—. Vuelve a dormirte. Gabriel suspiró y el instante de conciencia pasó. Serpiente volvió a mirar a Melissa. La niña la observó por un instante, fantasmalmente pálida a la tenue luz. De repente, se dio la vuelta y salió corriendo.

Serpiente saltó de la cama y la siguió. Sollozando, Melissa alcanzó la puerta y la abrió justo en el momento en que Serpiente la alcanzaba. La niña se internó en el pasillo, pero la mujer la agarró y la detuvo.

—Melissa, ¿qué pasa?

Melissa se revolvió, llorando incontroladamente. Serpiente se arrodilló y la abrazó, hizo que se girara muy despacio y le acarició el pelo.

—Tranquila, tranquila —murmuró Serpiente.

—No sabía, no comprendía… —Melissa se apartó de ella—. Pensaba que eras más fuerte. Pensaba que podías. hacer lo que quisieras, pero eres igual que yo.

Serpiente no quiso soltar la mano de la niña. La metió en una de las habitaciones de invitados y encendió la luz. Aquí no había calefacción en el suelo, y la piedra parecía absorber el calor de las plantas de los pies descalzos de Serpiente. Quitó la manta de una de las camas y se la echó por los hombros mientras acercaba a Melissa a la silla que había junto a la venta. Se sentaron. La niña lo hizo con desconfianza.

—Ahora dime, qué es lo que te pasa.

Con la cabeza gacha, Melissa se apretó las rodillas contra el pecho.

—También tú tienes que hacer lo que ellos quieren.

—No tengo que hacer lo que quiere nadie.

Melissa alzó la cabeza. Las lágrimas brotaban de su ojo derecho y corrían mejilla abajo. Los bordes de la cicatriz hacían que las lágrimas que salían del izquierdo lo hicieran hacia los lados. Volvió a agachar la cabeza. Serpiente se acercó más y le pasó un brazo por encima de los hombros.

—Tranquilízate. No hay prisa.

—Ellos… hacen cosas.

Serpiente frunció el ceño, totalmente confundida.

—¿Qué cosas? ¿Quiénes son «ellos»?

—El.

—¿Quién? ¡No será Gabriel!

Melissa asintió rápidamente sin mirarla a los ojos. Serpiente no podía imaginarse a Gabriel lastimando a nadie deliberadamente.

—¿Qué pasó? Si te hizo daño, estoy segura de que fue un accidente.

Melissa la miró.

—No me ha hecho nada a mí —su voz era desdeñosa.

—Melissa, querida, no entiendo una palabra de lo que estás diciendo. Si Gabriel no te ha hecho nada, ¿por qué te has trastornado tanto al verlo?

Pensó que tal vez Melissa se hubiera enterado de la historia de Leah y tenía miedo por Serpiente.

—Hace que te metas en su cama.

—Esa cama es mía.

—¡No importa de quién sea! Ras no puede encontrar dónde duermo, pero a veces…

—¿Ras?

—El y yo. Tú y el otro.

—Espera —dijo Serpiente—. ¿Ras te obliga a meterte en su cama? ¿Cuando tú no quieres? —Aquélla era una pregunta estúpida, pero no se le ocurría ninguna mejor.

—¿Querer? —dijo Melissa, con disgusto.

Con la calma de la incredulidad, Serpiente dijo cuidadosamente:

—¿Te hizo algo más?

—Dijo que dejaría de doler, pero eso no pasa nunca… —Escondió la cara contra sus rodillas.

El fragmentario mensaje de Melissa abrió los ojos de Serpiente en un arrebato de pena y disgusto. Abrazó a la niña, la consoló y le acarició el pelo hasta que gradualmente, como si tuviera miedo de que alguien lo advirtiera y la hiciera detenerse, Melissa rodeó a Serpiente con sus brazos y lloró contra su hombro.

— No tienes que contarme más —dijo Serpiente—. Al principio no comprendía, pero ahora sí. Oh, Melissa, se supone que no tiene que ser así. ¿No te lo ha dicho nunca nadie?

— Dijo que tenía suerte —susurró Melissa—. Dijo que tenía que sentirme agradecida de que me tocara. —Tembló violentamente.

Serpiente la meció entre sus brazos.

—El sí que ha tenido suerte —dijo—. Suerte de que nadie lo supiera.

La puerta se abrió y entró Gabriel.

—¿Serpiente…? Oh, estás aquí.

Se acercó a ella. La luz resplandecía sobre su cuerpo dorado. Alarmada, Melissa alzó la cara hacia él. Gabriel se detuvo, la sorpresa y el horror se dibujaron en su cara. Melissa volvió a bajar la cabeza y agarró a Serpiente con más fuerza, temblando por el esfuerzo que suponía controlar sus sollozos.

—¿Qué…?

—Vuelve a la cama —dijo Serpiente, con más brusquedad de lo que había pretendido, pero menos rudeza de la que sentía hacia él en este momento.

—¿Qué pasa? —preguntó él llanamente. Miró a Melissa con el ceño fruncido.

—¡Vete! Hablaré contigo mañana.

Gabriel empezó a protestar, pero vio que la expresión de Serpiente cambiaba; interrumpió sus palabras y salió de la habitación.

Serpiente y Melissa permanecieron sentadas juntas en silencio durante largo rato. Lentamente, los sollozos de la niña se hicieron más quedos y regulares.

—¿Has visto cómo me mira la gente?

—Sí, querida. He visto.

Después de la reacción de Gabriel, Serpiente sentía que ya no podía hacer ninguna descripción optimista sobre la tolerancia de la gente. Sin embargo, ahora más que nunca deseaba que Melissa decidiera abandonar este lugar. Cualquier cosa sería mejor que esto. Cualquier cosa.

La ira de Serpiente aumentó lenta, peligrosa, inexorablemente. Una niña marcada, herida y asustada tenía tanto derecho a una iniciación sexual amable como cualquier otra, hermosa y confiada, quizás incluso más. Pero Melissa sólo había obtenido más dolor, heridas y miedo y humillación. Serpiente la abrazó y la meció. Melissa se aferró a ella como si fuera mucho más pequeña.

—Melissa…

—Sí, señora.

—Ras es un hombre malvado. Te ha herido de una forma que nadie que no fuera malo heriría a nadie. Te prometo que nunca volverá a hacerlo.

—¿Qué importa que sea él o cualquier otro?

—¿Recuerdas lo mucho que te sorprendió que alguien intentara robarme?

—Pero ese fue un loco. Ras no está loco.

—Hay más locos que gente como Ras.

—El rubio es como Ras. Has tenido que estar con él.

—No. Le invité a quedarse conmigo. Hay cosas que la gente puede hacer mutuamente.

Melissa alzó la cara. Serpiente no pudo decir si su expresión era de curiosidad o preocupación, pues las terribles cicatrices del incendio deformaban su rostro. Por primera vez, Serpiente pudo ver que las cicatrices se extendían más allá del cuello de su camisa. Serpiente se sintió empalidecer.

—Señora, ¿qué pasa?

—Dime una cosa, querida. ¿Hasta dónde resultaste quemada? ¿Dónde terminan las cicatrices?

El ojo derecho de Melissa se estrechó: eso era todo lo que podía hacer para fruncir el ceño.

—Mi cara —se tocó la clavícula, a la izquierda de la garganta—. De aquí —movió la mano por el pecho hacia la cavidad torácica, luego al lado—, hasta aquí.

—¿No más abajo?

—No. Tuve el brazo rígido durante mucho tiempo —rotó el hombro izquierdo; no era tan flexible como debería haber sido—. Tuve suerte. Si hubiera sido peor y no pudiera montar, entonces mi vida no valdría para nadie.

Serpiente suspiró con gran alivio. Había visto gente tan quemada que no les quedaba sexo, ni órganos externos ni capacidad para sentir placer. Serpiente agradeció a los dioses de todas las gentes del mundo lo que Melissa acababa de decirle. Ras la había lastimado, pero el dolor se debía a que era una niña y el hombre era un adulto grande y brutal, no porque el fuego hubiera destruido todas las demás sensaciones.

—Las personas pueden hacer cosas que les proporcionan placer —dijo Serpiente—. Por eso estábamos juntos Gabriel y yo. Yo quería que me tocara y él quería que yo lo tocara a él. Pero cuando alguien toca a otra persona sin que le importe lo que siente… contra su voluntad… —Se detuvo, pues no podía comprender que existiera nadie tan retorcido como para convertir la sexualidad en un ataque—. Ras es un hombre malvado —repitió.

—¿El otro no te lastimó?

—No. Lo estábamos pasando bien.

—De acuerdo —dijo Melissa sin mucha seguridad.

—Puedo enseñarte.

—¡No! Por favor, no lo hagas.

—No te preocupes. De ahora en adelante, nadie te obligará a hacer nada que no quieras.

Señora Serpiente, no puedes detenerle. Yo no puedo detenerle. Tú tienes que marcharte y yo tengo que quedarme. Cualquier cosa sería mejor que quedarse aquí, pensó Serpiente. Cualquier cosa. Incluso el exilio. Como el sueño que había estado buscando, las respuestas se deslizaron en la mente de Serpiente, y se rió y se gritó a sí misma por no haberlas visto antes.

—¿Vendrías conmigo si pudieras?

—¿Contigo?

—Sí.

—Señora Serpiente.

—Los curadores adoptan a sus hijos, ¿no lo sabías? Nome había dado cuenta antes, pero he estado buscando a alguien durante mucho tiempo.

—Pero podrías tener a quien quisieras.

—Te quiero a ti, si me aceptas como madre. Melissa se apretó contra ella.

—Nunca me dejarán ir —susurró—. Tengo miedo.

Serpiente le acarició el pelo y a través de la ventana observó la oscuridad y las luces de la hermosa y sana gente de Montaña. Poco después, justo al borde del sueño, Melissa volvió a susurrar:

—Tengo miedo.

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