6

El gobernador se sentía bastante mejor por la mañana. Era evidente que Brian había pasado toda la noche en vela a su lado. Aunque aceptaba sus órdenes no con alegría, pues aquel no era su estilo, sí lo hacía sin reservas ni resentimiento.

—¿Dejará cicatriz? —preguntó el gobernador.

—Sí —contestó Serpiente, sorprendida—. Por supuesto varias. Le he quitado gran cantidad de músculo muerto que nunca podrá reponer. Pero, probablemente, no cojeará.

—Brian, ¿dónde está mi té —el tono de la voz del gobernador revelaba su malestar por la respuesta de Serpiente.

—Ya viene, señor —la fragancia de las especias inundó la habitación. El gobernador bebió su té solo, ignorando a Serpiente mientras ésta volvía a vendarle la pierna.

Cuando se marchó, enfurruñada, Brian la siguió al pasillo.

—Curadora, perdónale. No está acostumbrado a la enfermedad. Siempre espera que las cosas salgan como él quiere.

—Ya me he dado cuenta.

—Quiero decir… al pensar que está marcado… Siente que se ha traicionado a sí mismo —Brian abrió las manos, incapaz de encontrar las palabras adecuadas.

No era tan extraño conocer a gente que se creía invulnerable a la enfermedad. Serpiente estaba acostumbrada a pacientes difíciles que querían volver a la normalidad demasiado pronto, a pesar de la necesidad de recuperación, y que se quejaban cuando veían que no podían hacerlo.

—Eso no le da derecho a tratar a la gente de la forma en que lo hace —dijo Serpiente.

Brian miró al suelo.

—Es un buen hombre, curadora.

Lamentando que su furia (no, su malestar y su orgullo herido) le alcanzaran, Serpiente volvió a hablar, esta vez con más amabilidad.

—¿Está vinculado aquí?

—¡No! Oh, no, curadora, soy libre. El gobernador no permite que haya vínculos en Montaña. Los conductores que vienen con vinculosiervos son enviados fuera de la ciudad, y su gente puede elegir entre irse con ellos o dar a la ciudad un año de servicio. Si se quedan, el gobernador les compra al conductor sus papeles.

—¿Es eso lo que pasó contigo?

Él vaciló al principio, pero al final contestó.

—No muchos saben que estaba vinculado. Fui uno de los primeros en ser liberados. Después de un año, el gobernador rompió mis papeles vinculantes. Aún tenían una validez de veinte años, y ya había servido cinco. Hasta entonces no estaba seguro de poder confiar en él… o en nadie. Pero no podía —se encogió de hombros—. Y después me quedé.

—Comprendo por qué sientes gratitud hacia él —dijo Serpiente—. Pero sigue sin tener derecho a darte órdenes las veinticuatro horas del día.

—Anoche dormí.

—¿En una silla? Brian sonrió.

—Llama a alguien para que le cuide un rato —dijo Serpiente—. Ven conmigo.

—¿Necesitas ayuda, curadora?.

—No, voy a bajar a los establos. Pero al menos podrás dar una cabezada mientras tanto.

—Gracias, curadora. Prefiero quedarme aquí.

—Como quieras.

Dejó la residencia y cruzó el patio. Era agradable pasear por la mañana, incluso estando cerradas las curvas del sendero del acantilado. Los pastos del gobernador se extendían bajo ella. La yegua gris estaba sola en un campo verde, galopaba de un lado a otro con la cabeza alta, sacudía la cola, se detenía ante la cerca, resoplaba, daba luego la vuelta y corría en dirección contraria. Si hubiera decidido seguir corriendo, habría saltado sin problemas la altura de la cerca, pues no corría por ninguna otra razón que por el placer de jugar. Serpiente recorrió el sendero hasta el establo. Al acercarse, oyó un golpe y un lamento, y después una voz fuerte y furiosa.

—¡Continúa con tu trabajo!

Serpiente corrió hacia el establo y abrió las puertas. El interior estaba casi oscuro.

Parpadeó. Oyó el rumor de la paja y notó el olor agradable y denso de una cuadra limpia. Un momento después, sus ojos se acostumbraron a la penumbra y pudo ver el amplio pasillo, las dos filas de establos y al capataz que se volvía hacia ella.

—Buenos días, curadora. —El capataz era un gigante de al menos dos metros de altura, muy fornido. Tenía el pelo rizado de color rojo brillante y la barba rubia.

Serpiente le miró.

—¿Qué ha sido ese ruido.

—¿Ruido? No… Oh, sólo estaba dando remedio a los placeres de la pereza.

Su remedio tuvo que haber sido efectivo, pues el perezoso, fuera quien fuera, había desaparecido rápidamente.

—A esta hora de la mañana, la pereza parece una buena idea —dijo Serpiente.

—Bueno, empezamos temprano. —El capataz la guió por el establo—. Metí aquí sus caballos. La yegua está correteando por el prado, pero he dejado aquí al pony.

—Bien —dijo Serpiente—. Necesita que lo hierren en cuanto sea posible.

—Le he dicho al herrero que venga esta tarde.

—Muy bien.

Serpiente entró en la cuadra de Ardilla. El caballo la mordisqueó y comió el trozo de pan que le había traído. Su pelaje brillaba, le habían peinado la melena y la cola, e incluso sus cascos habían sido untados con aceite.

—Han cuidado muy bien de él.

—Intentamos complacer al gobernador y a su huésped —dijo el hombretón. Se quedó por los alrededores, solícito, hasta que Serpiente salió del establo en busca de la yegua. Veloz y Ardilla tenían que acostumbrarse despacio al pasto después de permanecer tanto tiempo en el desierto, o la rica hierba los haría enfermar.

Cuando regresó montando a Veloz a pelo y guiándola con las rodillas, el capataz estaba ocupado en otra parte del edificio. Serpiente se bajó de la yegua y la condujo a su establo.

—Fui yo, señora, no él.

Sorprendida, Serpiente se dio la vuelta, pero quien había susurrado no estaba en el establo, ni en el pasillo.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Serpiente—. ¿Dónde estás? De vuelta al establo, miró hacia arriba y vio el agujero en el techo por donde se arrojaba el forraje. Saltó sobre el pesebre, se agarró a los bordes del agujero y se encaramó para poder ver el ático. Una figurita pequeña dio un respingo, llena de miedo, y se escondió tras una bala de heno.

—Sal —dijo Serpiente—. No te haré daño.

Estaba en una posición ridícula, colgada en mitad del establo con Veloz mordisqueándole las botas, sin fuerza suficiente para poder auparse al desván.

—Baja —dijo, y se dejó caer al suelo.

Pudo ver la forma de la persona en el desván, pero no sus rasgos.

Es una niña, pensó. Sólo una niña pequeña.

—No es nada, señora —dijo la chiquilla—. Es que siempre pretende que él es el que hace todo el trabajo cuando son otros los que lo hacen. No importa.

—Por favor, baja —repitió Serpiente—. Has hecho un buen trabajo con Ardilla y Veloz, me gustaría agradecértelo.

—Con eso ya es suficiente, señora.

—No me llames así. Mi nombre es Serpiente. ¿Cuál es el tuyo?

Pero la niña ya se había ido.


La gente de la ciudad, pacientes y mensajeros, esperaban para verla cuando llegó a lo alto del acantilado con Veloz. No iba a poder desayunar hoy.

Vio gran parte de Montaña antes de que cayera la tarde. Durante unas cuantas horas trabajó duramente, atareada y con prisas, pero contenta. Luego, en una ocasión en que terminaba con un paciente y se disponía a escuchar al siguiente, la aprensión se apoderó de ella y pensó que esta vez podrían pedirle que ayudara a alguien que estuviera muriendo, alguien como Jesse a quien no podría prestar ningún tipo de auxilio. Pero eso no sucedió.

Por la tarde, condujo a Veloz hacia el norte, junto al lecho del río. Dejó la ciudad a la izquierda mientras el brillo del sol se hundía bajo las nubes y tocaba los picos de las montañas de poniente. Las largas sombras reptaban hacia ella cuando llegó a los establos del gobernador. Al no ver a nadie por los alrededores, condujo ella misma a Veloz a su cuadra, la desensilló y empezó a cepillarle el suave pelaje. No se sentía particularmente ansiosa por regresar a la residencia del gobernador y a su atmósfera de sumisa lealtad y dolor.

—Señora, eso no es para ti. Déjame a mí. Sube a la colina.

—No, baja tú —dijo Serpiente a la voz susurrante e incorpórea—. Puedes ayudarme. Y no me llames señora.

—Ve ahora, señora, por favor.

Serpiente cepilló a Veloz y no contestó. Como no sucedía nada, pensó que la niña se había marchado; entonces oyó un rumor en el heno, por encima de su cabeza. Por impulso pasó el cepillo hacia atrás siguiendo el flanco de Veloz. Un instante después la niña estaba a su lado, y le quitó amablemente el cepillo de la mano.

—Verás, señora…

—Serpiente.

—Este trabajo no es para ti. Tú entiendes de curar, y yode cepillar a los caballos.

Serpiente sonrió.

La niñita tenía solamente nueve o diez años, era pequeña y delgada. Ni siquiera había mirado a Serpiente a la cara; cepillaba el erizado pelaje de Veloz, con el rostro vuelto y pegado al flanco de la yegua. Tenía el pelo de color rojo brillante, y las uñas sucias y mordisqueadas.

—Tienes razón —dijo Serpiente—. Lo haces mejor que yo.

La niña guardó silencio un instante.

—Me has engañado —dijo hoscamente, sin darse la vuelta.

—Un poco —admitió Serpiente—. Pero tenía que hacerlo o de otro modo no me dejarías darte las gracias cara a cara.

La niña se giró y alzó el rostro.

—¡Entonces agradécemelo! —gritó.

La parte izquierda de su cara estaba deformada por una terrible cicatriz.

Quemaduras de tercer grado, pensó Serpiente. Pobre chiquilla… Y luego pensó: si hubiera tenido cerca un curador, la cicatriz no sería tan mala.

Pero al mismo tiempo, advirtió el hematoma en la parte derecha de su cara. Serpiente se arrodilló y la niña se apartó, temerosa del contacto, volviéndose de nuevo para que la cicatriz quedara menos visible. Serpiente tocó con cuidado el hematoma.

—Oí cómo el capataz le gritaba a alguien esta mañana.

Fue a ti, ¿verdad? Te pegó.

La niña se dio la vuelta y la miró. Su ojo derecho estaba muy abierto, el izquierdo se veía cerrado parcialmente por el tejido de la cicatriz.

—Estoy bien —dijo. Entonces se escabulló de las manos de Serpiente y subió corriendo por una escalera hasta perderse en la oscuridad.

—Por favor, vuelve —llamó Serpiente. Pero la niña había desaparecido, y cuando Serpiente la siguió al desván no pudo encontrarla.

Serpiente emprendió el camino hacia la residencia. Su sombra oscilaba de un lado a otro con el balanceo de la linterna que portaba. Pensaba en la niñita sin nombre que se avergonzaba de acercarse a la luz. El hematoma estaba en un mal sitio, en la sien. Pero no había retrocedido ante el contacto de Serpiente (al menos no al tocarle al hematoma), y no tenía síntomas de contusión. Serpiente no tenía que preocuparse por la salud inmediata de la niña. Pero ¿qué pasaría en el futuro? Quería ayudarla de alguna manera, pero sabía que si hacía que reprendieran al capataz, la niña sufriría las consecuencias cuando ella se marchara.


Serpiente subió a la habitación del gobernador.

Brian parecía exhausto, pero el gobernador estaba descansado. La hinchazón casi había desaparecido de su pierna. Los pinchazos habían formado una postilla, pero Brian estaba haciendo un buen trabajo manteniendo la herida principal abierta y limpia.

—¿Cuando podré levantarme? —preguntó el gobernador—. Tengo trabajo que hacer, gente a la que ver, disputas que resolver.

—Puede levantarse cuando quiera —contestó Serpiente—. Si no le importa tener que permanecer en cama después el triple de tiempo.

—Insisto…

—Quédese en la cama —dijo Serpiente, cansada. Sabía que el gobernador desobedecería. Brian, como de costumbre, la siguió al vestíbulo.

—Si la herida sangra por la noche, ven a verme —dijo Serpiente. Sabía que si el gobernador se levantaba, así sería, Y no quería que el viejo criado tuviera que enfrentarse solo con la herida.

—¿Se encuentra bien? ¿Mejorará?

—Sí, si no se fuerza demasiado. Está recuperándose bastante bien.

—Gracias, curadora.

—¿Dónde está Gabriel?

—Ya no viene aquí.

—Brian, ¿qué es lo que ocurre entre su padre y él?

—Lo siento curadora. No puedo decirlo. Querrás decir que no quieres, pensó Serpiente.


Serpiente se quedó despierta contemplando el valle oscuro. No le apetecía dormir todavía. Aquélla era una de las cosas que menos le gustaba de su año de prueba: tener que dormir sola la mayor parte de las veces. Había demasiadas personas en los lugares que visitaba que sólo conocían a los curadores por reputación, y le tenían miedo. Incluso Arevin la temía al principio, y cuando su miedo cesó y su respeto mutuo se convirtió en atracción, Serpiente tuvo que marcharse.

No tuvieron oportunidad de estar juntos.

Apoyó la cabeza contra el frío cristal.

La primera vez que Serpiente cruzó el desierto fue para explorar, para ver los lugares que los curadores no visitaban desde hacía décadas o que no habían visitado nunca antes. Había sido presuntuosa, tal vez incluso alocada, al hacer lo que sus maestros ya no hacían o ni siquiera consideraban. Ya no había suficientes curadores para la gente que vivía en su parte del desierto. Si Serpiente tenía éxito en su visita a la ciudad, todo aquello podría cambiar. Pero el nombre de Jesse era la única diferencia entre Serpiente y cualquier otro curador que hubiera acudido anteriormente a Centro en busca de conocimiento. Si fracasaba… sus maestros eran amables, tolerantes con las diferencias y excentricidades, pero Serpiente no sabía cómo podrían reaccionar ante los errores que había cometido.

La llamada a la puerta resultó un alivio, pues interrumpió sus pensamientos.

—Adelante.

Gabriel entró, y ella se sintió impresionada una vez más por su belleza.

—Brian me ha dicho que mi padre se recupera bien.

—Bastante bien.

—Gracias por ayudarle. Sé que puede ser difícil —dudó, miró alrededor, se encogió de hombros—. Bien… venía para ver si puedo hacer algo por ti.

A pesar de su preocupación, el muchacho parecía amable y agradable, cualidades que atraían tanto a Serpiente como su belleza física. Y se sentía sola. Decidió aceptar su oferta.

—Sí —dijo—. Gracias.

Se detuvo ante él, le acarició la mejilla, le tocó la mano y le condujo hacia un sofá. Había una botella de vino y varios vasos sobre una mesita baja junto a la ventaja.

Serpiente advirtió que Gabriel enrojecía.

Aunque no conocía todas las costumbres del desierto, las de las montañas no le eran extrañas: no había sobrepasado sus privilegios como huésped, y él había hecho una oferta. Miró a Gabriel a la cara y lo cogió por los brazos. El muchacho estaba ahora pálido.

—Gabriel, ¿qué es lo que pasa?

—Yo… me he expresado mal. No pretendía… Si quieres, puedo enviarte a alguien…

Serpiente frunció el ceño.

—Si hubiera querido a «alguien» lo habría contratado en la ciudad. Quería estar con una persona que me gustara.

Él la miró con una débil sonrisa de gratitud. Tal vez había decidido dejar de afeitarse la barba al mismo tiempo que decidió abandonar la casa de su padre, pues sus mejillas mostraban un rastro de fino pelo dorado rojizo.

—Gracias —dijo.

Ella le guió al sofá, le hizo acomodarse y tomó asiento a su lado.

—Gabriel, ¿nunca te has dado cuenta de que eres hermoso?

—Sí —él consiguió forzar una sonrisa triste—. Lo sé.

—¿Tengo que sacártelo a la fuerza? ¿Soy yo? Los dioses saben que mi aspecto no puede compararse a la gente de Montaña. Si prefieres a los hombres, también puedo comprenderlo.

No conseguía descubrir qué hacía que el muchacho se mantuviera apartado de ella; no reaccionaba a ninguna de las cosas que sugería.

—¿Estás enfermo? ¡Soy la primera persona a la que deberías decírselo!

—No estoy enfermo —dijo él en voz baja, sin mirarla a los ojos—. Y no eres tú. Quiero decir, si pudiera elegir a alguien… me honra que pienses así de mí.

Serpiente esperó que continuara.

—No sería justo para ti que me quedase. Podría…

—Es el problema que existe entre tu padre y tú —dijo Serpiente cuando volvió a callarse—. Por eso te marchas.

Gabriel asintió.

—Y tiene razón en querer que me vaya.

—¿Porque no has estado a la altura de lo que él esperaba de ti? —Serpiente sacudió la cabeza—. Castigarse no sirve de nada. Es estúpido y denigrante. Ven a la cama conmigo, Gabriel. No te exigiré nada.

—No comprendes —dijo Gabriel tristemente. Le cogió la mano y se la llevó a la cara, pasando la yemas por el fino y suave mentón—. No puedo mantener mi parte del acuerdo que hacen los amantes entre sí. No sé por qué. Tuve un buen maestro. Pero el biocontrol está fuera de mi alcance. Lo he intentado. Dioses, cómo lo he intentado.

Sus ojos azules brillaban. Dejó caer la mano. Serpiente le acarició la mejilla una vez más y le pasó un brazo por los hombros, ocultando su sorpresa. Podía comprender la impotencia, pero ¡falta de control…! No sabía qué decirle. Y él tenía que contarle algo más, algo de lo que quería hablar con desesperación: Serpiente podía sentirlo por la presión de su cuerpo. Tenía los puños cerrados. Ella no quería forzarle; ya lo habían herido demasiado en ese aspecto. Buscó palabras amables y medios suaves para decir las cosas que de ordinario diría directamente.

—No importa —dijo Serpiente—. Comprendo lo que dices. Tranquilízate. Conmigo, eso no importa.

Él la miró, con los ojos tan abiertos y sorprendidos como la niñita del establo cuando Serpiente había mirado el nuevo hematoma en vez de la vieja y fea cicatriz.

—No puedes hablar en serio. No puedo hablar con nadie. Se disgustarían, como mi padre. No les echo la culpa.

—Puedes hablar conmigo. No te juzgaré.

Él dudó un instante más. Luego, las palabras, contenidas durante años, salieron atropelladamente.

—Tenía una amiga llamada Leah —dijo Gabriel—. Eso fue hace tres años, cuando yo tenía quince y ella trece. La primera vez que decidió hacer el amor con alguien, algo más que un simple juego, ya me entiendes, me escogió a mí. No había terminado aún su formación, por supuesto, pero eso no debería haber importado porque yo sí había terminado la mía. Eso pensaba.

Apoyó la cabeza, en el hombro de Serpiente, y miró con ojos borrosos las ventanas negras.

—Tal vez debí tomar otras precauciones —dijo—. Pero ni siquiera pensé en la posibilidad de ser fértil. Nunca había oído hablar de nadie que no pudiera manejar el biocontrol. Bueno, tal vez el trance profundo no, pero la fertilidad… —Rió amargamente—. Y la barba, pero entonces todavía no había empezado a crecerme. —Serpiente le sintió encogerse de hombros mientras el suave material de su camisa se restregaba con el de la suya—. Pocos meses después dimos una fiesta para ella, porque pensamos que había aprendido su biocontrol más rápido que de costumbre. Nadie se sorprendió. Todo llegaba rápidamente para Leah. Era brillante —se detuvo un instante y simplemente se apoyó en Serpiente, respirando lenta y profundamente. La miró—. Pero no fue su biocontrol lo que detuvo la menstruación. Fui yo, que la dejé embarazada. Tenía doce años, era mi amiga, me eligió, y yo casi arruiné su vida.

Serpiente lo comprendía todo ahora, la timidez de Gabriel, su inseguridad, su vergüenza, incluso por qué embozaba su belleza cuando salía al exterior: no quería que lo reconocieran; aún más, no quería que nadie le ofreciera su cama.

—Pobrecito —dijo Serpiente.

—Creo que siempre habíamos asumido que, con el tiempo, nos uniríamos, cuando los dos supiéramos qué íbamos a hacer. Cuando estuviéramos establecidos. ¿Pero quién querría un compañero sin control? Siempre sabrían que si su control fallaba sólo un poco, el otro no tendría ninguno. Una unión no podría durar de esa manera. Aun así, ella no quiso humillarme. No se lo dijo a nadie. Abortó, pero lo hizo sola. Y su formación no había llegado hasta ese extremo. Poco le faltó para morir desangrada.

—No deberías tratarte como si la hubieras dañado adrede —dijo Serpiente, sabiendo que las palabras no serían suficientes para hacer que Gabriel dejara de despreciarse, o para enmendar el trato que le dispensaba su padre. Él no podía saber que era fértil si no había sido examinado recientemente, y en cuanto se aprendía la técnica, normalmente no era necesario preocuparse. Serpiente había oído hablar de gente incapaz de aprender el biocontrol, pero no muy a menudo. Sólo una persona incapaz de preocuparse por nadie habría salido ileso de lo que Gabriel había sufrido. Y Gabriel, obviamente, se preocupaba.

—Se recuperó —continuó el muchacho—. Pero yo, que debí de haber sido un placer para ella, me convertí en una pesadilla. Leah… creo que quería volver a verme, pero no se atrevía. Si es que eso tiene sentido.

—Sí —dijo Serpiente. Doce años: tal vez aquella fue la primera vez que Leah se daba cuenta de que otras personas podrían influir en su vida sin su control o incluso sin su conocimiento; no era una lección que los niños aprendieran voluntaria ni fácilmente.

—Quería ser formadora de cristal, y tenía un contrato para ayudar a Ashley.

Serpiente silbó llena de admiración. Formar el cristal era una ocupación respetada y con mucha demanda. Sólo los mejores podían construir espejos solares; se tardaba mucho tiempo en hacer paneles decentes, o pantallas curvas como las que había en las torres. Ashley no era simplemente una de las mejores en su oficio. Era la mejor.

—¿Tuvo que renunciar Leah?

—Sí. Pudo haber sido permanente. Lo consiguió al año siguiente, pero ya había perdido un año de su vida —hablaba suave y cuidadosamente, pero sin emoción, como si hubiera repetido la conversación tantas veces en su mente que hubiera colocado alguna distancia ente el recuerdo y su persona—. Por supuesto, volví con el maestro, pero cuando estudiaron mis reacciones más tiempo, advirtieron que sólo podía mantener el diferencial de la temperatura unas pocas horas. No era suficiente.

—No —dijo Serpiente pensativamente, preguntándose hasta qué punto era bueno el maestro de Gabriel.

—Ya ves —dijo el muchacho. Se echó hacia atrás para mirarla a la cara—. No puedo quedarme contigo esta noche.

—Sí puedes. Por favor, quédate. Los dos estamos solos y podemos ayudarnos mutuamente.

El contuvo la respiración y se puso en pie bruscamente.

—No comprendes… —gimió.

—Gabriel.

Se sentó lentamente, pero no la tocó.

—No tengo doce años. No tienes por qué tener miedo de darme un hijo que no quiero. Los curadores nunca tienen hijos. Aceptamos nuestra responsabilidad, pero no podemos permitirnos el compartirla con nuestros compañeros.

—¿Nunca tenéis hijos?

—Nunca. Las mujeres no los conciben y los hombres no los engendran.

Él la miró.

—¿Me crees?

—¿De verdad quieres que yo, incluso sabiendo…?

Por respuesta, Serpiente se puso en pie y empezó a desabrocharse la camisa. Los botones estaban rígidos porque el tejido era nuevo, así que se la sacó por la cabeza y la dejó caer al suelo. Gabriel se puso lentamente de pie, y la miró tímidamente. Serpiente le desabotonó la camisa y los pantalones mientras él extendía los brazos para abrazarla.

Cuando estuvo sin pantalones, empezó a ruborizarse.

—¿Qué pasa?

—No he estado desnudo delante de nadie desde que tenía quince años.

—Bien —dijo Serpiente, sonriendo—, es un buen momento.

El cuerpo de Gabriel era tan hermoso como su cara. Serpiente se quitó los pantalones y los dejó caer al suelo.

Tras llevar a Gabriel a la cama, Serpiente se deslizó a su lado entre las sábanas. El suave brillo de la lámpara iluminaba el pelo rubio y la hermosa piel del muchacho. Estaba temblando.

—Relájate —susurró Serpiente—. No hay prisa, hacemos esto por placer.

A medida que iba masajeando los hombros del muchacho, la tensión empezó a abandonarlo. Serpiente advirtió que también ella estaba tensa, tensa de deseo, excitación y necesidad. Se preguntó qué estaría haciendo Arevin.

Gabriel se tendió de lado y la abrazó. Se acariciaron mutuamente y Serpiente sonrió para sí, pensando que aunque ninguna experiencia aislada compensaría a Gabriel por los tres últimos años, haría todo lo que estuviera en su mano para empezar.

No obstante, pronto se dio cuenta de que Gabriel no prolongaba el preludio amoroso. Actuaba para satisfacerla, todavía pensaba y se preocupaba demasiado, como si ella fuera Leah, una niña de doce años cuyo primer placer sexual fuera su responsabilidad. A Serpiente no le hacía ninguna gracia ser tratada así, como un simple instrumento del deber. Además, el muchacho intentaba con voluntad responder a sus estímulos, pero fracasaba y se turbaba más a cada momento. Serpiente le acarició suavemente, recorriéndole la cara con los labios.

Gabriel se apartó de ella con una maldición y se acurrucó dándole la espalda.

—Lo siento —dijo. Su voz era tan ronca que Serpiente pensó que estaba llorando. Se sentó junto a él y le acarició el hombro.

—Te dije que no haría ninguna demanda.

—Sigo pensando…

Ella le besó en el hombro y dejó que su aliento le hiciera cosquillas.

—No se trata de pensar.

—No puedo evitarlo. Todo lo que puedo ofrecer son problemas y dolor, sin ni siquiera dar placer antes. Tal vez es así, simplemente.

—Gabriel, un hombre impotente puede satisfacer a otra persona. Debes de saber eso. De lo que estamos hablando ahora es de tu propio placer.

Él no respondió ni la miró: había dado un respingo cuando ella dijo «impotente», pues aquélla era una dificultad que Gabriel no había considerado hasta ahora.

—Sigues sin creer que estás a salvo conmigo, ¿verdad? Él se dio la vuelta y la miró.

—Leah no lo estuvo.

Serpiente se acurrucó sentada, acercó las rodillas al pecho y apoyó la barbilla en los puños.

Miró a Gabriel largo rato, suspiró, y tendió una mano para que pudiera ver las cicatrices y rasguños de las mordeduras de las serpientes.

—Una sola de estas mordeduras habría matado a cualquiera que no fuera un curador. De forma rápida o lenta, pero ambas desagradables.

Hizo una pausa para que sus palabras calaran hondo.

—He pasado muchísimo tiempo desarrollando inmunidades para esos venenos — dijo—. Y mucha incomodidad. Nunca me pongo enferma. Nunca sufro infecciones. No puedo contraer cáncer. No se me caen los dientes. Las inmunidades de los curadores son tan activas que responden ante cualquier cosa que no sea usual. La mayoría de nosotros somos estériles porque incluso formamos anticuerpos a nuestras propias células sexuales. Y no digamos ya a las otras personas.

Gabriel se apoyó en un codo.

—Entonces… si no podéis tener hijos, ¿por qué dijiste que los curadores no os podéis permitir tenerlos? Pensé que querías decir que no teníais tiempo. Por tanto, si yo…

—¡Tenemos niños! —dijo Serpiente—. Los adoptamos. Los primeros curadores intentaron engendrarlos, pero la mayoría no pudieron. Unos pocos lo lograron, pero los niños eran deformes, y no tenían mente.

Gabriel se tumbó de espaldas y miró al techo. Suspiró profundamente.

—Dioses.

—Aprendemos a controlar la fertilidad muy bien —dijo Serpiente.

Gabriel no respondió.

—Sigues preocupado —Serpiente se apoyó sobre un codo a su lado, pero todavía no extendió la mano para acariciarle.

Gabriel la miró con una sonrisa irónica y desprovista de humor, con la cara tensa por las dudas.

—Supongo que tengo miedo.

—Lo sé.

—¿Nunca has tenido miedo? ¿No has estado asustada de verdad?

—Claro que sí —dijo Serpiente.

Colocó la mano en su vientre y pasó los dedos sobre su suave piel y el delicado vello dorado. Gabriel no se estremecía visiblemente, pero Serpiente podía sentir su temblor profundo, firme y asustado.

—¿Qué estas haciendo?

—Sh-h. Quédate quieto.

Siguió acariciándolo, y le habló, dejó que su voz adquiriera un tono hipnótico y tranquilizador. Podía sentir su lucha por no moverse mientras le acariciaba: luchaba consigo mismo, y el temblor desapareció sin que se diera cuenta.

—¡Serpiente!

—¿Qué? —preguntó ella inocentemente—. ¿Algo va mal?

—No puedo…

—Sh-h.

Él gimió, pero ésta vez su temblor no se debía al miedo. Serpiente sonrió, se acurrucó a su lado y le dio la vuelta para que le mirara a la cara.

—Ahora puedes moverte —dijo.

Fuera cual fuera la razón, por sus caricias, o porque Serpiente se había mostrado tan vulnerable ante Gabriel como él lo era ante ella y podía entregarle su confianza, o más probablemente porque era joven, sano y tenía sólo dieciocho años y se encontraba en el momento final de tres años de culpable autoprivación, el caso es que el muchacho se comportó bien después de aquello.

Serpiente se sentía como una observadora, no una mirona morbosa, sino como una vigilante imperturbable, casi desinteresada y eso era extraño. Gabriel era hermoso, y Serpiente le condujo al abandono. Aunque su propio clímax fue satisfactorio, una bienvenida liberación de las tensiones emocionales que habían estado formándose durante todo el tiempo en que había permanecido sola, se sentía principalmente preocupada por Gabriel. Aunque correspondió ansiosamente a su pasión, no podía evitar dejar de preguntarse cómo sería hacer el amor con Arevin.

Permanecieron tendidos juntos, los dos sudorosos y respirando pesadamente, abrazados. Para Serpiente, la compañía era tan importante como el mismo sexo. Más importante, pues era fácil dominar las emociones sexuales, pero la soledad era una cosa completamente diferente. Se inclinó sobre Gabriel y le besó la garganta y el mentón.

—Gracias —susurró él. Serpiente podía sentir la vibración de sus palabras contra sus labios.

—No hay de qué, pero no lo he hecho por razones humanitarias.

Él permaneció en silencio un rato, con los dedos extendidos sobre la curva de su cintura. Serpiente le palmeó la mano. Era un muchacho amable. Sabía que el pensamiento era condescendiente, pero no podía evitarlo, no podía dejar de desear, con aquella parte observadora y apartada de sí, que fuera Arevin quien estuviera con ella. Quería alguien con quien pudiera compartir, no que se sintiera agradecido hacia ella.

Gabriel, de repente, la agarró con fuerza y escondió su cara en su hombro. Ella acarició los cortos rizos de su nuca.

—¿Qué voy a hacer? —sentía su voz ahogada, su aliento cálido en la piel—. ¿A dónde iré?

Serpiente le abrazó y le meció. De repente se preguntó si no habría sido mejor hacerle caso cuando se ofreció a enviar a alguien en su lugar, permitirle continuar con su vida de abstinencia. Sin embargo, no podía creer que Gabriel fuera uno de los lamentables seres humanos que nunca podían aprender el biocontrol.

—¿Gabriel, qué clase de formación tuviste? Cuando te hicieron las pruebas, ¿cuánto tiempo podías contener el diferencial de temperatura? ¿No te dieron un aparato?

—¿Qué clase de aparato?

—Un pequeño disco con un producto químico en su interior que cambia de color con la temperatura. La mayoría de los que he visto se vuelven rojos cuando la temperatura genital del hombre es muy elevada —sonrió, recordando aun conocido que presumía de la intensidad del color de su disco, y a quien había que pedir que se lo quitara para irse con él a la cama.

Pero Gabriel la miraba con el ceño fruncido.

—¿Temperatura elevada?

—Sí, por supuesto. ¿No es así como lo hacéis?

Sus rubias cejas se juntaron en una expresión mezcla de inquietud y sorpresa.

—Nuestro maestro nos instruye para que la mantengamos baja.

El recuerdo de su presumido amigo y unos cuantos chistes mordaces acudieron a la mente de Serpiente. Quiso reírse en voz alta. Consiguió contestar a Gabriel con la cara perfectamente seria.

—Gabriel, querido amigo, ¿qué edad tenía tu maestro? ¿Cien años?

—Sí —respondió Gabriel—. Como mínimo. Era un hombre muy sabio, lo sigue siendo.

—Estoy segura de que es sabio, pero también de que va con ochenta años de retraso. Bajar la temperatura de tu escroto te convierte en infértil. Pero subirla es mucho más efectivo, y se supone que es mucho más fácil de aprender.

—Pero dijo que nunca podría aprender a controlarme adecuadamente…

Serpiente frunció el ceño, pero no dijo lo que pensaba: que ningún maestro tendría que decir una cosa así a ningún alumno.

—Bien, a menudo alumno y maestro no se llevan bien, todo lo que necesitas es un maestro diferente.

—¿Crees que podría aprender?

—Sí —evitó hacer ningún otro comentario agudo sobre la sabiduría y habilidad del primer maestro de Gabriel. Sena mejor que el muchacho advirtiera por sí mismo los defectos del maestro. Estaba claro que todavía sentía demasiada admiración y respeto: Serpiente no quería forzarlo a que se pusiera en defensa del viejo, la persona que quizás había hecho más por lastimarle.

Gabriel agarró la mano de Serpiente.

—¿Qué hago? ¿A dónde voy? —esta vez habló con esperanza y excitación.

—En todas partes hay maestros de hombres que conocen técnicas que tienen menos de cien años. ¿Qué dirección vas a tomar cuando te marches?

—Yo… no lo he decidido aún. —Varió la mirada.

—Es duro partir —dijo Serpiente—. Lo sé. Pero es lo mejor. Pasa una temporada explorando. Decide qué será lo mejor para ti.

—Tengo que encontrar un nuevo lugar —dijo Gabriel tristemente.

—Puedes ir a Encrucijada. Allí viven los mejores maestros. Y cuando hayas terminado, puedes volver aquí. No habría ninguna razón para no hacerlo.

—Creo que sí. Creo que nunca podré volver a casa porque, aunque aprenda lo que necesito, la gente siempre se hará preguntas sobre mí. Los rumores siempre estarán aquí —se encogió de hombros—. Pero tengo que irme de todas formas. Lo prometí. Iré a Encrucijada.

—Bien —Serpiente extendió la mano y redujo la lámpara a una débil chispita—. Me han dicho que la nueva técnica tiene otras ventajas.

—¿Qué quieres decir? Ella le acarició.

—Hace falta que incrementes la circulación en la zona genital. Y eso se supone que aumenta la resistencia. Y la sensibilidad.

—Me pregunto si podré resistir ahora.

Serpiente empezó a contestarle en serio y entonces se dio cuenta de que Gabriel había hecho su primer intento de chiste sobre el sexo.

—Veamos —dijo.


Unos apresurados golpes en la puerta despertaron a Serpiente mucho antes del amanecer. La habitación estaba fría y fantasmagórica, la lámpara la iluminaba tenuemente con sombras anaranjadas y rosáceas. Gabriel dormía profundamente, sonriendo, sus largas pestañas rubias acariciaban suavemente sus mejillas. Había apartado las sábanas y mostraba su hermoso cuerpo desnudo hasta los muslos. De mala gana, Serpiente se volvió hacia la puerta.

—Adelante.

Una joven criada sorprendentemente hermosa entró dubitativa, y la luz del corredor se desparramó sobre la cama.

—Curadora, el gobernador… —abrió la boca y se quedó mirando a Gabriel, olvidando la prisa que sentía—. El gobernador…

—Voy hacia allí ahora mismo.

Serpiente se levantó, se puso los pantalones y la camisa nuevos y siguió a la joven a las habitaciones del gobernador.

La sangre de la herida abierta empapaba las sábanas, pero Brian había actuado bien: la hemorragia casi se había detenido. El mayor estaba sepulcralmente pálido, y le temblaban las manos.

—Si no pareciera tan enfermo —dijo Serpiente—, le daría la reprimenda que se merece —se ocupó de las vendas—. Tiene la suerte de poder contar con un enfermero excelente —dijo cuando Brian regresó con sábanas limpias y podía oírla—. Espero que le pague lo que se merece.

—Pensaba…

—Piense todo lo que quiera. Es una ocupación admirable. Pero no intente levantarse de nuevo.

—De acuerdo —murmuró, y Serpiente lo interpretó como una promesa.

Decidió que no tenía por qué ayudar a cambiar las sábanas. Cuando era necesario, o cuando se trataba de gente que le gustaba, no le importaba hacer servicios domésticos. Pero a veces podía ser insoportablemente orgullosa. Sabía que se había portado mal con el gobernador, pero no podía evitarlo.

La criada era más alta que Serpiente y más fuerte que Brian; Serpiente suponía que podría hacer bien su parte y también la de Brian. Pero la muchacha la miró con expresión de angustia cuando salió de la habitación para volver a la cama y la siguió corriendo por el pasillo.

—¿Señora…?

Serpiente se dio la vuelta. La criada miró alrededor como si temiera que alguien pudiera verlas juntas.

—¿Cómo te llamas?

—Larril.

—Larril, mi nombre es Serpiente, y odio que me llamen«señora». ¿De acuerdo?

Larril asintió, pero no empleó el nombre de Serpiente. La curadora suspiró para sus adentros.

—¿Qué pasa?

—Curadora… en tu habitación vi… una criada no debería ver ciertas cosas. No quiero avergonzar a ningún miembro de esta familia —su voz era aguda y tensa—. Pero… pero Gabriel es… —las palabras se atropellaban en su boca, llenas de confusión y vergüenza—. Si le preguntara a Brian qué tengo que hacer, él tendría que decírselo al amo. Eso sería… desagradable. Pero nadie debe lastimarle. Nunca pensé que el hijo del gobernador pudiera…

—Larril, Larril, no pasa nada. Me lo contó todo. La responsabilidad es mía.

—¿Sabes el… peligro?

—Me lo contó todo —repitió Serpiente—. No existe peligro para mí.

—Has sido amable con él —dijo Larril bruscamente.

—Tonterías. Le deseaba. Y tengo mucha más experiencia con el control que una criatura de doce años. O de dieciocho.

Larril evitó su mirada.

—Y yo también —dijo—. Y he sentido tanta lástima por él… Pero yo… tenía miedo. Era tan hermoso que una podría pensar que… se puede cometer un error, sin pretenderlo. No podía correr el riesgo. Aún me quedan otros seis meses antes de que mi vida vuelva a ser mía.

—¿Estabas vinculada? Larril asintió.

—Nací en Montaña. Mis padres me vendieron. Antes delas nuevas leyes del gobernador, podían hacerlo —la tensión de su voz contradecía lo indiferente de sus palabras—. Pasó mucho tiempo antes de que me enterara de los rumores que decían que los vínculos habían sido prohibidos aquí, pero cuando lo hice, escapé y regresé —alzó la mirada, casi llorando—. No rompí mi palabra… —se recuperó y habló con más confianza—. Era una niña, y no tuve otra elección. No le debía mi lealtad a ningún conductor. Pero la ciudad compró mis papeles y ahora le debo lealtad al gobernador.

Serpiente comprendió el valor que Larril había necesitado para hablar como lo había hecho.

—Gracias —dijo Serpiente—. Por contarme lo de Gabriel. No diré nada de esto, estoy en deuda contigo.

—Oh, no, curadora, no pretendía…

Había algo en la voz de Larril, una vergüenza repentina, que Serpiente encontraba perturbadora. Se preguntó si Larril pensaba que sospechaba cuáles eran sus verdaderos motivos para hablarle.

—No era mi intención —repitió Serpiente—. ¿Puedo hacer algo para ayudarte?

Larril negó rápidamente con la cabeza, una vez, en un gesto dirigido más a ella misma que a Serpiente.

—Creo que nadie puede ayudarme.

—Cuéntame.

Larril dudó, luego se sentó en el suelo y furiosamente se arremangó los pantalones.

Serpiente se acuclilló a su lado.

—Oh, dioses —dijo.

El talón de Larril había sido taladrado, entre el hueso y el talón de Aquiles. Serpiente pensó que alguien había utilizado con ella un hierro al rojo. La cicatriz acomodaba una pequeña anilla de un material gris y cristalino. Serpiente cogió con un mano el pie de Larril y tocó la anilla. No mostraba ninguna junta visible.

Serpiente frunció el ceño.

—Esto no es más que fruto de la crueldad.

—Si los desobedeces, tienen derecho a marcarte —dijo Larril—. Intenté escapar antes, y dijeron que tenían que marcarme para que recordará cuál era mi lugar —la furia derrotó la serenidad de su voz. Serpiente tembló.

—Siempre estaré marcada —dijo Larril—. Si sólo fueran las cicatrices, no me importaría mucho —retiró el pie de las manos de Serpiente—. ¿Has visto las cúpulas de las montañas? Están hechas del mismo material que las anillas.

Serpiente miró su otro talón, también marcado, también con una anilla. Ahora reconoció la sustancia gris translúcida. Pero nunca había visto que se hiciera con ella algo diferente a las cúpulas, que se encontraban misteriosas e inviolables en los lugares más insospechados.

—El herrero intentó cortar ésta —dijo Larril—. Cuando no logró ni siquiera hacerle una marca, se sintió tan turbado que rompió una barra de acero de un solo golpe, sólo para probar que podía hacerlo, —tocó la fina hebra de su tendón, atrapada dentro de la delicada anilla—. Una vez que el cristal se endurece, es para siempre. Como las cúpulas. A menos que se corte el tendón, y entonces me quedaría coja. A veces pienso que casi merecería la pena —volvió a cubrir la anilla con los pantalones—. Como ves, nadie puede ayudarme. Es vanidad, lo sé. Pronto seré libre, no importa lo que digan estas anillas.

—No puedo ayudarte aquí —dijo Serpiente—. Y de todas formas, sería peligroso.

—¿Quieres decir que podrías hacerlo?

—Se podría hacer, se podría intentar en la estación de los curadores.

—Oh, curadora…

—Larril, podría haber un riesgo —señalando su propio tobillo, mostró lo que habría que hacer—. No se podría cortar el tendón, habría que separarlo. Entonces se podría sacarla anilla. Pero tendrías que permanecer escayolada una buena temporada. Y no puedo asegurarte que los tendones sanen adecuadamente. Puede que tus piernas nunca vuelvan a ser tan fuertes como ahora, tal vez los tendones no puedan volver a adherirse.

—Ya veo… —dijo Larril, con esperanza y alegría en la voz. Tal vez ni siquiera oía a Serpiente.

—¿Me prometes una cosa?

—Sí, curadora, por supuesto.

—No decidas todavía lo que vas a hacer. No decidas inmediatamente después de que haya terminado tu servicio en Montaña. Espera unos cuantos meses. Asegúrate. En cuanto estés libre, puede que decidas que ya no te importa.

Larril la miró sarcásticamente y Serpiente supo que iba a preguntarle cómo se sentiría ella en aquella situación, pero no lo hizo porque pensó que la pregunta era impertinente.

—¿Lo prometes?

—Sí, curadora. Lo prometo. Se levantaron.

—Bien, buenas noches —dijo Serpiente.

—Buenas noches, curadora.

Serpiente emprendió la marcha pasillo abajo.

—¿Curadora?

—¿Sí?

Larril la abrazó.

—¡Gracias!

Turbada, se separó de ella. Las dos reemprendieron sus respectivos caminos, pero Serpiente se volvió a mirar.

—Larril, ¿dónde consiguen las anillas los conductores? Nunca he oído hablar de nadie que pudiera trabajar el material de las cúpulas.

—La gente de la ciudad se las da —dijo Larril—. Sólo les proporcionan una pequeña cantidad, para que no puedan hacer nada útil. Sólo las anillas.

—Gracias.

Serpiente regresó a la cama pensando en Centro, que concedía cadenas a los esclavistas pero rehusaba hablar con los curadores.

Загрузка...