8

Serpiente despertó con los primeros rayos escarlatas del sol de la mañana. Melissa se había marchado. Posiblemente había regresado al establo, y Serpiente tuvo miedo por ella.

Se levantó del asiento junto a la ventana y regresó a su habitación, envuelta en la manta. La torre estaba fría y silenciosa. Su habitación, vacía. Gabriel, afortunadamente, también se había marchado, pues aunque estaba molesta con él no quería disipar su furia. No era él quien la merecía, y tenía cosas mejores donde emplearla. Se vistió después de asearse y se asomó al valle. Los picos orientales aún estaban envueltos en sombras. Mientras observaba, la oscuridad empezó a retroceder y dejó libre el establo y sus geométricas cuadras blancas. Todo estaba en calma.

De repente, un caballo salió galopando de la oscuridad. Aumentaba enormemente, su sombra brotaba de sus cascos y marchaba como un gigante por la hierba centelleante. Era el semental moteado, y lo montaba Melissa.

El semental trotó y cruzó tranquilamente el prado. Serpiente deseó poder cabalgar también con el viento en la cara; casi podía oír el hueco tamborileo de los cascos sobre la tierra, oler la fragancia de la hierba nueva, ver las brillantes gotas del rocío volando a su paso.

El semental cruzó el prado, con la cola y la melena ondeando al viento. Melissa se acurrucó sobre su lomo. Una de las altas paredes de piedra se alzaba ante ellos.

Serpiente contuvo la respiración, convencida de que Melissa había perdido el control del animal, que no redujo el ritmo. Serpiente se inclinó hacia adelante como si extendiendo la mano pudiera detenerlos antes de que el caballo arrojara a la niña contra el muro. Podía ver la tensión en el semental, pero Melissa estaba tranquila. El caballo se afianzó y saltó limpiamente la barrera.

Poco después, redujo su ritmo; trotó unos pocos metros y después avanzó al paso, tranquilo, majestuoso, en dirección al establo, como si no tuviera prisa por regresar.

Si Serpiente había albergado alguna duda sobre la verdad de las palabras de Melissa, ésta había desaparecido ahora. No dudaba de que Ras abusaba de la niña: la incomodidad y la confusión de Melissa eran demasiado reales. Serpiente se había preguntado si cabalgar el caballo de Gabriel no habría sido una fantasía comprensible, pero era igualmente real, y por ello comprendió lo difícil que sería liberar a su joven amiga. Melissa era valiosa para Ras y éste no querría dejarla marchar. Serpiente temía acudir directamente al gobernador, con quien no se llevaba muy bien, y denunciar a Ras por su perversión. ¿Quién iba a creerla? A la luz del día, ella misma tenía problemas para creer que una cosa así pudiera llegar a pasar, y Melissa estaba demasiado asustada para acusar al capataz directamente. No la culpaba.

Se dirigió a la otra torre y llamó a la puerta del gobernador. Cuando el ruido se repitió como un eco por los pasillos de piedra, advirtió lo temprano que era. Pero no le importaba; no estaba de humor para observar ninguna cortesía. Brian abrió la puerta.

—¿Sí, señora?

—He venido a hablar con el gobernador respecto a mi paga.

El criado la condujo al interior.

—Está despierto. Estoy seguro de que te verá. Serpiente alzó una ceja ante el mensaje implícito de que el señor del castillo podría haber decidido no recibirla. Pero las palabras del criado tenían el tono de quien adora a otra persona más allá de ninguna otra consideración referida a otras costumbres. Brian tampoco se merecía su furia.

—Ha pasado toda la noche despierto —dijo Brian, conduciéndola a la habitación de la torre—. La postilla le pica mucho, ¿no podrías…?

—Si no está infectada es asunto de la farmacéutica, no mío —dijo Serpiente fríamente.

Brian la miró.

—Pero señora…

—Quiero hablar con él a solas, Brian. ¿Quieres llamar por favor al capataz del establo y a Melissa?

—¿Melissa? —esta vez fue él quien alzó una ceja—. ¿La niña del pelo rojo?

—Sí.

—Señora, ¿estás segura de que quieres que venga?

—Por favor, haz lo que te pido.

Brian se inclinó ligeramente, su cara había adoptado de nuevo la máscara del criado perfecto. Serpiente entró en la habitación del gobernador.

El padre de Gabriel yacía torcido en su cama. Las sábanas y mantas formaban una maraña en el suelo y a su alrededor. Se había quitado las vendas de su pierna y se veía la limpia costra marrón. Con expresión de placer y alivio, se rascaba la herida lentamente.

Vio a Serpiente y trató de volver a poner los vendajes en su sitio, sonriendo con aspecto culpable.

—Pica —dijo—. Supongo que eso significa que está mejorando, ¿no?

—Rásquese todo lo que quiera —dijo Serpiente—. Para cuando vuelva a infectarla, ya estaré a más de dos días de distancia.

El gobernador retiró la mano y se introdujo bajo las mantas. Mientras intentaba torpemente alisar la ropa de la cama, miró alrededor, otra vez irritado.

—¿Dónde está Brian?

—Me está haciendo un favor.

—Ya veo. —Serpiente detectó más molestia en su tono, pero el gobernador cambió de tema—. ¿Querías verme para algo?

—Mi paga.

—Naturalmente… debí haberlo pensado. No tenía ni idea de que fueras a dejarnos tan pronto, querida.

Serpiente odiaba ser tratada así por la gente hacia la que no sentía ninguna simpatía. Posiblemente Grum había pronunciado las mismas palabras centenares de veces al día, y no la habían molestado de la forma en que lo hacía ese hombre.

—No conozco ninguna ciudad que rehúse el dinero de Montaña —dijo el gobernador—. Saben que nunca adulteramos el metal ni reducimos el peso de las monedas. Sin embargo, podemos pagarte en piedras preciosas si lo prefieres.

—No quiero nada de eso —contestó Serpiente—. Quiero a Melissa.

—¿Melissa? ¿Una ciudadana? ¡Curadora, he tardado veinte años en conseguir que los vínculos desaparezcan de Montaña! Aquí liberamos a los vinculosiervos, no los hacemos.

—Los curadores no tenemos esclavos. Debía de haber dicho que quiero su libertad. Ella quiere marcharse conmigo, pero su capataz, Ras, es… ¿cómo lo llaman ustedes? Su guardián.

El gobernador la miró.

—Curadora, no puedo pedirle a un hombre que disuelva su familia.

Serpiente se obligó a guardar la calma. No quería tener que explicar su disgusto. Como no respondía, el gobernador se inquietó, se frotó la pierna y apartó otra vez la mano de la venda.

—Esto es muy complicado. ¿Estás segura de que no quieres elegir a nadie más?

—¿Rehúsa mi petición?

El gobernador reconoció la velada amenaza de su tono; tocó la campanilla y Brian apareció en la puerta.

—Envía un mensaje a Ras. Pídele que suba en cuanto pueda. Y que traiga a la niña.

—La curadora ya los ha mandado llamar, señor.

—Ya veo. —Miró a Serpiente mientras Brian se retiraba—. ¿Y si Ras rehúsa tu demanda?

—Cualquiera puede negarse a pagar a un curador —dijo Serpiente—. Llevamos las armas sólo para defendernos, y nunca hacemos amenazas. Pero no vamos donde no somos bienvenidos.

—Quieres decir que boicoteáis cualquier lugar que no os agrade.

Serpiente se encogió de hombros.

—Ras está aquí, señor —anunció Brian desde la puerta.

—Dile que pase.

Serpiente se tensó y se obligó a controlar el desdén y la repulsa. El hombretón entró en la estancia, tranquilo. Tenía el pelo mojado y peinado hacia atrás. Hizo una leve reverencia al gobernador.

Tras él, junto a Brian, se escondía Melissa. El viejo criado la condujo a la habitación, pero la niña no alzó la cara.

—No pasa nada, niña —dijo el gobernador—. No estás aquí para ser castigada.

—¡Vaya una manera de tranquilizar a nadie! —replicó Serpiente.

—Curadora, por favor, siéntate —dijo el gobernador amablemente—. ¿Ras…? — Señaló dos sillas.

Ras se sentó y miró a Serpiente con desagrado. Brian hizo que Melissa avanzara hasta que se colocó entre Serpiente y Ras, pero la niña siguió con la mirada fija en el suelo.

—Ras es tu guardián —dijo el gobernador—. ¿Correcto?

—Sí —susurró Melissa.

Ras extendió la mano, puso un dedo sobre el hombro de Melissa y empujó ligera pero deliberadamente.

—Muestra un poco de respeto cuando hables al gobernador.

—Señor. —La voz de Melissa era baja y temblorosa. Ras se revolvió en su asiento.

—¿Qué es lo que quiere? —Señaló a Serpiente—. ¿Qué se supone que es esto?

—Curadora —repitió el gobernador, enfatizando un poco más su tono cauteloso—, por favor. Ras, tengo un problema considerable. Y sólo tú, amigo mío, puedes ayudarme.

—No comprendo.

—La curadora me ha salvado la vida, como bien sabes, y ahora tengo que pagarle. Parece que tu niña y ella se han hecho muy amigas.

—¿Y qué es lo que quiere que haga?

—No te pediría que hicieras este sacrificio si no fuera por el bien de la ciudad. Y, según la curadora, eso es lo que quiere la niña.

—¿Qué es lo que quiere?

—Tu niña…

—Melissa —dijo Serpiente.

—Su nombre no es Melissa —repuso Ras secamente—. No lo es ahora y no lo ha sido nunca.

—¡Entonces, dile al gobernador cómo la llamas!

—La palabra que yo utilizo es más adecuada que ese nombre pretencioso que ella misma se puso.

—Entonces, le pertenece con más razón.

—Por favor —dijo el gobernador—. Estamos hablando dela custodia de la niña, no de su nombre.

—¿La custodia? ¿De eso se trata? ¿Quieres que renuncie a ella?

—Es una manera un tanto brusca de expresarlo, pero… adecuada.

Ras miró primero a Melissa, que seguía sin moverse, y luego a Serpiente. Antes de volverse de nuevo hacia el gobernador tuvo un rápido destello de lucidez y triunfo que Serpiente vio claramente.

—¿Entregársela a una extraña? He sido su tutor desde que tenía tres años. Sus padres eran mis amigos. ¿A qué otro sitio podría ir donde fuera feliz y la gente no la mirara?

—No es feliz aquí —dijo Serpiente.

—¿Mirarla? —preguntó el gobernador—. ¿Por qué?

—Levanta la cabeza —le ordenó Ras a Melissa. Como ésta no obedeció, volvió a empujarla, y la niña alzó el rostro lentamente.

La reacción del gobernador fue más controlada que la de su hijo, pero también vaciló. Melissa evitó rápidamente su mirada y volvió a clavar los ojos en el suelo, dejando que el pelo le cayera sobre la cara.

—Se quemó en el incendio del establo, señor —dijo Ras—. Estuvo a punto de morir. Yo la cuidé.

El gobernador se volvió hacia Serpiente.

—Curadora, ¿no quieres cambiar de opinión?

—¿Acaso no tiene importancia que ella quiera venir conmigo? En cualquier otra parte, eso sería suficiente.

—¿Quieres ir con ella, niña? Ras ha sido bueno contigo, ¿no? ¿Por qué quieres dejarnos?

Con las manos tensamente entrelazadas a la espalda, Melissa siguió sin contestar. Serpiente deseó que hablara, pero sabía que no podía hacerlo; estaba demasiado asustada, y con buena razón.

—Es sólo una niña —dijo el gobernador—. No puede tomar una decisión como ésta. La responsabilidad tiene que ser mía, igual que ha sido mía la responsabilidad de todos los niños de Montaña durante veinte años.

—Entonces debe darse cuenta de que puedo hacer más por ella que ninguno de ustedes —dijo Serpiente—. Si se queda aquí, se pasará la vida escondida en un establo. Deje que se venga conmigo y no tendrá que ocultarse nunca más.

—Se esconderá siempre —dijo Ras—. Pobrecilla cara marcada.

—¡Bien que te has asegurado de que no lo olvide nunca!

—No ha dicho nada estrictamente desagradable, curadora —repuso el gobernador amablemente.

—¡Lo único que ven ustedes es la belleza! —gritó Serpiente, aunque sabía que no podían comprender lo que decía.

—Me necesita —dijo Ras—. Verdad, ¿niña? ¿Quién más cuidará de ti como yo? ¿Y ahora quieres marcharte? —sacudió la cabeza—. No comprendo. ¿Por qué quiere irse? ¿Y para qué la quieres?

—Ésa es una pregunta excelente, curadora —dijo el gobernador—. ¿Por qué quieres a esta niña? La gente puede decir que hemos pasado de vender a nuestros niños hermosos a desprendernos de los desfigurados.

—No puede pasar toda la vida escondiéndose —dijo Serpiente—. Es una niña con talento, lista y valiente. Puedo hacer más por ella que ninguno de ustedes. Puedo ayudarla a aprender una profesión. Puedo ayudarla a ser alguien que no sea juzgada por sus cicatrices.

—¿Una curadora?

—Es posible, si eso es lo que ella quiere.

—Lo que estás diciendo es que la adoptarías.

—Sí, por supuesto. ¿Qué más podía hacer si no?

El gobernador se volvió hacia Ras.

—Sería muy importante para Montaña que uno de los nuestros se convirtiera en curador.

—No sería feliz fuera de aquí —dijo Ras.

—¿No quieres hacer lo que es mejor para la niña? —la voz del gobernador se había suavizado, adquiriendo un tono adulador.

—¿Enviarla fuera de su hogar es lo mejor para ella? ¿Enviarías a tu…? —Ras se interrumpió y palideció.

El gobernador se recostó sobre sus almohadas.

—No, no enviaría a mi propio hijo. Pero si decidiera irse, lo dejaría —sonrió tristemente a Ras—. Tú y yo tenemos un problema similar, amigo mío. Gracias por recordármelo. — Se colocó las manos tras la cabeza y miró al techo durante largo rato.

—No puedes dejarla marchar —dijo Ras—. Sería igual que venderla como vinculosierva.

—Ras, amigo mío… —dijo el gobernador amablemente.

—No intentes decirme que es diferente. Lo sé mejor que nadie.

—Pero los beneficios…

—¿De verdad crees que alguien podría ofrecer a esta pobre criatura la oportunidad de convertirse en curadora? La idea es una locura.

Melissa miró rápida y subrepticiamente a Serpiente, ocultando sus emociones como siempre. Luego volvió a bajar los ojos.

—No me gusta que me llamen mentirosa —dijo Serpiente.

—Curadora, Ras no pretendía hacer eso. Conservemos la calma. No estamos hablando tanto de la realidad como delas apariencias. Las apariencias son muy importantes y son lo que la gente cree. Tengo que tenerlo en cuenta. No creas que es fácil conservar este puesto que ocupo. Más de un joven impetuoso (más de uno no tan joven), me expulsaría de esta casa si tuviera una oportunidad. No importa que la haya ocupado durante veinte años. Una acusación de esclavismo… —sacudió la cabeza.

Serpiente le contempló razonar consigo mismo, cada vez más decidido a rehusar su petición, incapaz de decidirse a aceptarla. Ras sabía exactamente qué argumentos le afectarían más, mientras que Serpiente había supuesto que se fiaría de ella, o al menos la dejaría seguir su método. Pero el posible interdicto de los curadores contra Montaña era un problema futuro que se convertiría en más serio por lo escasas que se habían vuelto las visitas de éstos a la ciudad en los últimos años.

Si el gobernador podía arriesgarse a aceptar el ultimátum, Serpiente no podía arriesgarse a forzarlo. No podía permitir la posibilidad de dejar a Melissa con Ras otro día, otra hora. La había puesto en peligro. Aún más, había mostrado su disgusto hacia el capataz, y por eso era posible que el gobernador no la creyera. Aunque Melissa lo acusara, no habría ninguna prueba. Serpiente buscó desesperadamente otra manera de conseguir la libertad de la niña; esperaba no haber echado ya a perder todas las probabilidades de ganarla directamente. Habló con toda la calma posible.

—Retiro mi petición.

Melissa contuvo la respiración pero no alzó la mirada. La expresión del gobernador se tornó de alivio, y Ras se arrellanó en su asiento.

—Con una condición —dijo Serpiente. Hizo una pausa para escoger bien sus palabras, para decir únicamente lo que pudiera ser probado—. Con una condición. Cuando Gabriel se marche, se dirigirá hacia el norte. Que Melissa vaya con él, al menos hasta Encrucijada —Serpiente no dijo nada delos planes de Gabriel; eran asunto suyo y de nadie más—. Allí vive una buena maestra de mujeres que no rechazará a nadie que necesite su ayuda.

Un pequeño goterón húmedo se ensanchaba sobre la camisa de Melissa a medida que las lágrimas caían silenciosamente sobre el basto material. Serpiente se apresuró.

—Que Melissa vaya con Gabriel. Puede que su formación tarde más de lo corriente, ya que es muy mayor para empezar. Pero es por su salud y su seguridad. Aunque Ras la ame… —casi se ahogó con la palabra—, aunque la ame demasiado para entregarla a los curadores, no creo que quiera privarle de este derecho.

Los rudos rasgos de Ras palidecieron.

—¿Encrucijada? —el gobernador frunció el ceño—. Aquí tenemos maestros perfectamente buenos. ¿Por qué necesita ir a Encrucijada?

—Sé que valoran ustedes la belleza —dijo Serpiente—, pero creo que también consideran la importancia del autocontrol. Deje que Melissa aprenda las habilidades, aunque tenga que ir a otra parte a encontrar una maestra.

—¿Pretendes decirme que esta niña nunca ha tenido una?

—¡Por supuesto que sí! —chilló Ras—. ¡Es un truco para dejar a la niña sin protección! ¿Cree que puede venir a un sitio y removerlo todo para que se ajuste a su antojo? —aulló a Serpiente—. Ahora piensa que la gente creerá todo lo que usted y esa mocosa desagradecida puedan inventar sobre mí. Todo el mundo le tiene miedo por causa de sus reptiles, pero yo no. ¡Póngame uno delante, vamos, y lo aplastaré de un golpe! —se detuvo bruscamente y miró a izquierda y derecha como si hubiera olvidado dónde se encontraba. No tenía forma de hacer una salida dramática.

—No es necesario que se proteja de las serpientes —dijo la curadora.

Ignorándole, ignorando también a Serpiente, el gobernador se inclinó hacia Melissa.

—Niña, ¿has ido a una maestra de mujeres? Melissa dudó, pero contestó finalmente.

—No sé qué es eso.

—Nadie quiso aceptarla —dijo Ras.

—No seas ridículo. Nuestros maestros no rehúsan a nadie. ¿La llevaste o no?

Ras bajó la mirada y no dijo nada más.

—Es fácil de comprobar.

—No, señor.

—¡No! ¿No? —el gobernador apartó las sábanas y se levantó, tambaleándose, aunque logró recuperar el equilibrio. Se plantó ante Ras, un hombre grande ante otro, dos criaturas hermosas enfrentándose mutuamente, una lívida, la otra pálida ante la furia de la otra.

—¿Por qué no?

—No necesita una maestra.

—¿Cómo te atreves a decir una cosa así? —el gobernador se inclinó hacia adelante hasta que Ras quedó apretujado contra el respaldo de la silla—. ¿Cómo te atreves a ponerla en peligro? ¿Cómo te atreves a condenarla a la ignorancia y a la incomodidad?

—¡No corre peligro! ¡No necesita protegerse…! ¿Quién querría tocarla?

—¡Tú me tocas! —Melissa corrió hacia Serpiente y se apretó contra ella. La curadora la abrazó.

—Tú… —El gobernador se enderezó y dio un paso atrás. Brian, que apareció silenciosamente, le sostuvo antes de que la pierna le fallara—. ¿Qué quiere decir, Ras? ¿Por qué está tan asustada?

Ras sacudió la cabeza.

—¡Haz que lo diga! —gritó Melissa, mirándolos a ambos—. ¡Hazlo!

El gobernador cojeó hasta ella y se agachó torpemente. Miró a Melissa directamente a la cara. Ninguno de los dos vaciló.

—Sé que le tienes miedo, Melissa. ¿Por qué te tiene miedo él?

—Porque la señora Serpiente me cree. El gobernador suspiró largamente.

—¿Querías estar con él?

—No —susurró Melissa.

—¡Mocosa desagradecida! —gritó Ras—. ¡Fea repugnante!¿Quién sino yo querría tocarla?

El gobernador ignoró a Ras y cogió las manos de Melissa.

—La curadora es tu tutora de ahora en adelante. Eres libre de irte con ella.

—Gracias. Gracias, señor.

El gobernador se puso en pie.

—Brian, búscame los papeles de su custodia en los archivos de la ciudad. Siéntate, Ras. Y quiero un mensajero que vaya a la ciudad. A los reparadores.

—Esclavista —rugió Ras—. Así es como robas a los niños. La gente…

—Cállate, Ras —el gobernador parecía agotado por su breve esfuerzo, y estaba pálido—. No puedo exiliarte. Tengo la responsabilidad de proteger a otras personas. A otros niños. Tus problemas son ahora los míos, y tienen que ser resueltos. ¿Hablarás con los reparadores?

—No necesito reparadores.

—¿Irás voluntariamente o prefieres un juicio?

Ras volvió a hundirse lentamente en la silla, y por fin asintió.

—Voluntariamente —dijo.

Serpiente se levantó sin dejar de rodear con el brazo los hombros de Melissa. La niña estaba abrazada a su cintura y tenía la cabeza ligeramente inclinada, de modo que la cicatriz era casi inapreciable.

Se marcharon juntas.

—Gracias, curadora —dijo el gobernador.

—Adiós —respondió Serpiente, y cerró la puerta.

Melissa y ella recorrieron los resonantes pasillos hasta la segunda de las torres.

—Estaba tan asustada… —dijo Melissa.

—Yo también. Por un momento pensé que tendría que raptarte.

Melissa alzó la mirada.

—¿Lo habrías hecho de veras?

—Sí.

Melissa guardó silencio un instante.

—Lo siento —dijo.

—¿Lo sientes? ¿Qué?

—Debí de haber confiado en ti. Antes no lo hice, pero lo haré de ahora en adelante. No volveré a estar asustada.

—Tenías derecho a estarlo, Melissa.

—Ahora no lo estoy. Ni lo estaré nunca más. ¿Adonde vamos a ir? —por primera vez desde que se ofreciera a montar a Ardilla, la voz de Melissa mostró autoconfianza y entusiasmo sin ningún tono de temor.

—Bien —contestó Serpiente—. Creo que deberías dirigirte al norte, a la estación de los curadores. A casa.

—¿Y tú?

—Tengo que hacer una cosa más antes de regresar a casa. No te preocupes. Puedes hacer casi la mitad del camino con Gabriel. Te daré una carta, y te llevarás a Ardilla. Sabrán que te he enviado.

—Preferiría ir contigo.

Al ver lo agitada que estaba Melissa, Serpiente se detuvo.

—Yo también preferiría que vinieras, por favor, créeme. Pero tengo que ir a Centro y puede que no sea seguro.

—No temo a ningún loco. Además, si te acompaño, podremos vigilar juntas.

Serpiente se había olvidado del loco. El recuerdo la hizo sentir un escalofrío.

—Sí, el loco es otro problema. Pero se acercan las tormentas, y es casi invierno. No sé si podré regresar de la ciudad.

Y sería mejor para Melissa establecerse en la estación antes de que Serpiente regresara, por si fracasaba el viaje a Centro. Entonces, aunque Serpiente tuviera que marcharse, Melissa podría permanecer allí.

—No me preocupan las tormentas —dijo Melissa—. No tengo miedo.

—Sé que no. Simplemente es que no hay razón para ponerte en peligro.

Melissa no respondió. Serpiente se arrodilló e hizo que la mirara.

—¿Crees que estoy intentando evitarte ahora?

—No sé que pensar, señora Serpiente —dijo Melissa después de unos instantes—. Dijiste que si no vivía aquí podría ser responsable de mí misma y hacer lo que pensara que estuviera bien. Pero no creo que sea justo que tenga que dejarte con el loco y las tormentas.

Serpiente se sentó sobre sus talones.

—Dije todo eso. Y lo sentía —se miró las manos cubiertas de cicatrices, suspiró, y volvió a posar los ojos en Melissa—. Será mejor que te diga la verdadera razón de por qué quiero que vayas a casa. Debería de habértela dicho antes.

—¿Cuál es? —la voz de Melissa era tensa, controlada; estaba preparada a ser lastimada de nuevo. Serpiente la cogió de la mano.

—La mayoría de los curadores tienen tres serpientes. Yo sólo tengo dos. Hice algo estúpido y mataron a la tercera —Le habló a Melissa del pueblo de Arevin, de Stavin, del más joven de sus padres y de Silencio.

—No hay muchas serpiente(s del sueño —explicó la curadora—. Es difícil hacer que se reproduzcan. La verdades que no lo hemos conseguido nunca. Sólo esperamos que alguna vez lo hagan. Conseguimos alguna más de la misma forma en que hice a Ardilla.

—Con la medicina especial —dijo Melissa.

—Más o menos.

La biología alienígena de las serpientes del sueño no permitía ni transducción viral ni microcirugía. Los virus de la Tierra no podían interactuar con los componentes químicos que las serpientes del sueño empleaban en lugar de ADN, y los curadores no habían tenido éxito al tratar de aislar algo comparable a un virus de las serpientes alienígenas. Por tanto, no podían transferir sus genes para producir el veneno de las serpientes del sueño en otras serpientes, y nadie había conseguido sintetizar todos sus cientos de componentes.

—Yo hice a Silencio —dijo Serpiente—, y a otras cuatro serpientes del sueño. Pero ya no puedo hacer más. Mis manos no son lo bastante firmes, y les pasa lo mismo que me pasaba ayer en la rodilla.

A veces, se preguntaba si su artritis no era tan psicológica como física, una reacción contra el hecho de estar sentada en el laboratorio cuatro horas seguidas, manipulando delicadamente los controles de la micropipeta y forzando la vista para encontrar cada uno de los innumerables núcleos en cada una de las células de las serpientes del sueño. Había sido la primera curadora en años que conseguía trasplantar material genético a un óvulo no fertilizado. Tuvo que preparar varios cientos para conseguir a Silencio y sus cuatro hermanas; aún así, su porcentaje de éxito era superior al de nadie que se hubiera empleado en aquella tarea. Nadie había descubierto nunca qué hacía madurar a las serpientes. Por eso, los curadores tenían un pequeño stock de óvulos inmaduros congelados, extraídos de los cuerpos de las serpientes del sueño que habían muerto, pero nadie podía clonarlas; y un stock congelado de lo que probablemente era esperma de serpiente, células demasiado inmaduras para fertilizar el óvulo cuando se los mezclaba en un tubo de ensayo. Serpiente creía que su éxito era tanto cuestión de suerte como de técnica. Si su gente dispusiera de la tecnología suficiente, si hubiera uno de los microscopios electrónicos descritos en los libros, estaba segura de que podrían descubrir genes independientes de los cuerpos nucleares, moléculas tan pequeñas que no podían ser vistas, demasiado pequeñas para ser trasplantadas a menos que la micropipeta la absorbiera por casualidad.

—Voy a ir a Centro a entregar un mensaje, y a pedir a sus habitantes que me ayuden a conseguir más serpientes del sueño. Pero me temo que se negarán. Y si tengo que volver a casa sin ninguna, después de haber perdido la mía, no sé qué sucederá. Puede que hayan nacido algunas serpientes del sueño desde mi marcha, puede que incluso hayan conseguido clonar algunas, pero si no es así, es posible que no me permitan seguir siendo curadora. No puedo serlo sin una serpiente del sueño.

—Si no hay más, deberían darte una de las que hiciste —dijo Melissa—. Es lo justo.

—No, eso tampoco sería justo con los curadores más jóvenes a los que se las di —dijo Serpiente—. Tendría que regresar a casa y decirle a un hermano o hermana que no podrían ser curadores a menos que las serpientes del sueño que tenemos vuelvan a reproducirse —suspiró profundamente—. Quiero que sepas todo esto. Por eso quiero que vayas a casa antes que yo, para que todos tengan oportunidad de conocerte. Tenía que liberarte de Ras, pero si vienes conmigo, no puedo asegurarte que las cosas sean mejores.

—¡Serpiente! —Melissa estaba enfadada—. No importa. Estar contigo será mejor que… que quedarme en Montaña. Nome importa lo que pase. Aunque me pegues…

—¡Melissa! —exclamó Serpiente, tan sorprendida como la niña.

Melissa sonrió. El lado derecho de su cara se curvó ligeramente.

—¿Ves? —dijo.

—De acuerdo.

—Estaré bien. No me importa lo que pase en la estación de los curadores. Y sé que las tormentas son peligrosas. Yate vi después de que pelearas con el loco, así que sé que también él es peligroso. Pero sigo queriendo ir contigo. Por favor, no me hagas ir con nadie más.

—¿Estás segura? Melissa asintió.

—De acuerdo —dijo Serpiente; sonrió—. Nunca había adoptado a nadie antes. Las teorías no son lo mismo cuando hay que empezar a ponerlas en práctica. Iremos juntas — en realidad, apreciaba la completa confianza que Melissa, por fin, tenía en ella.

Recorrieron juntas el pasillo cogidas de la mano, balanceando los brazos como dos niñas. Entonces doblaron la última esquina y Melissa se detuvo súbitamente. Gabriel estaba sentado ante la puerta de Serpiente, con la silla de montar al lado y la barbilla apoyada en sus rodillas. Parecía sumido en honda reflexión.

—Gabriel —dijo Serpiente.

El muchacho alzó la mirada, y esta vez no vaciló cuando vio a Melissa.

—Hola —le dijo—. Lo siento.

Melissa estaba vuelta hacia Serpiente, así que lo peor de la cicatriz quedaba oculto.

—Está bien. No importa. Estoy acostumbrada.

—La verdad es que no estaba despierto del todo anoche… —Gabriel vio el gesto de Serpiente y guardó silencio.

Melissa miró a la curadora, que le apretó la mano, y luego a Gabriel, y de nuevo a Serpiente.

—Será mejor que… iré a preparar los caballos.

—Melissa… —Serpiente extendió la mano, pero la niña salió corriendo. La curadora la vio marchar, suspiró y abrió la puerta de su habitación. Gabriel se puso de pie.

—Lo siento —repitió.

—Sí que tienes habilidad —entró, recogió las alforjas y las colocó sobre la cama. Gabriel la siguió.

—Por favor, no te enfades conmigo.

—No estoy enfadada —abrió las solapas—. Lo estaba anoche, pero ahora no.

—Me alegro —Gabriel se sentó en la cama y la observó empaquetar—. Estoy preparado para marcharme. Pero quena decirte adiós. Y darte las gracias. Y siento que…

—Está bien —dijo Serpiente.

—De acuerdo.

Serpiente dobló sus ropas del desierto limpias y las metió en las alforjas.

—¿Por qué no me admites contigo? —Gabriel se inclinó ansiosamente hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas—. Tiene que ser más fácil viajar con alguien con quien charlar que hacerlo sola.

—No estaré sola. Melissa se viene conmigo.

—Oh. —Parecía lastimado.

—Voy a adoptarla, Gabriel. Montaña no es un buen lugar para ella… no más que para ti. Puedo ayudarla, pero no puedo hacer nada por ti, excepto hacer que dependas de mí, y no quiero que pase eso. Nunca encontrarás tus fuerzas sin tu libertad.

Serpiente metió la bolsa con su pasta de dientes, el peine, el frasco de aspirina y el jabón en las alforjas, cerró la solapa y se sentó. Cogió la mano fuerte y suave de Gabriel.

—Aquí todo es demasiado difícil para ti. Yo lo haría demasiado fácil. Ninguna de las dos cosas es adecuada.

Él le alzó la mano y la besó, en el dorso bronceado y cubierto de cicatrices y en la palma.

—¿Ves lo rápido que aprendes? —Acarició con la otra mano su hermoso pelo rubio.

—¿Volveré a verte?

—No lo sé. Probablemente no. —Serpiente sonrió—. Note hará falta.

—Me gustaría —contestó él, esperanzado.

—Sal al mundo. Pon tu vida en tus manos y haz con ella lo que quieras.

Gabriel se levantó, se agachó y la besó. Al incorporarse, ella le devolvió el beso con más pasión de lo que pretendía, deseando tener más tiempo, deseando haberle conocido un año antes. Le pasó los dedos por la espalda y convirtió el abrazo en un apretón.

—Adiós, Gabriel.

—Adiós, Serpiente.

La puerta se cerró suavemente tras él.

Serpiente sacó a Sombra y Susurro del zurrón para que saborearan brevemente la libertad antes del largo viaje. Los reptiles se deslizaron sobre sus pies y en torno a sus piernas mientras miraba por la ventana.

Llamaron a la puerta.

—Un momento —dejó que Sombra subiera por su brazo y su hombro, y cogió a Susurro con las dos manos. No pasaría mucho tiempo antes de que se hiciera demasiado grande para enroscarse cómodamente en su cintura.

—Ahora puedes pasar.

Brian entró y luego dio bruscamente un paso atrás.

—No pasa nada —dijo Serpiente—. Están tranquilas. Brian no se retiró mucho más, pero siguió vigilando a las serpientes con mucho cuidado. Sus cabezas giraban al unísono cada vez que la curadora se movía, sus lenguas asomaban y desaparecían mientras la cobra y la cascabel miraban a Brian y saboreaban su olor.

—He traído los papeles de la niña —dijo el viejo criado—. Demuestran que ahora eres su tutora.

Serpiente enroscó a Susurro en su brazo derecho y cogió los papeles con la mano izquierda. Brian se los entregó cautelosamente. Serpiente los miró con curiosidad. El pergamino estaba rígido y crujiente, y pesaba debido a los sellos de cera. La firma arácnida del gobernador aparecía en una esquina; la de Ras, elaborada y temblona, en la otra.

—¿Hay algún medio de que Ras pueda denunciar esto?

—Podría hacerlo, pero creo que no hará nada. Si dice que se le obligó a firmar, tendrá que decir por qué. Y entonces tendría que explicar otras… tendencias suyas. Creo que prefiere un retiro voluntario a uno forzoso y público.

—Bien.

—Algo más, curadora.

—¿Sí?

Le tendió una pesada bolsita. En su interior unas monedas tintinearon con el claro sonido del oro. Serpiente miró a Brian burlonamente.

—Tu paga —dijo, y le ofreció una factura y una pluma para que firmara.

—¿Tiene miedo el gobernador de lo que acusen de esclavista?

—Podría ser. Es mejor estar precavidos.

Serpiente escribió en la factura: «Aceptado en nombre de mi hija, en pago por su trabajo como domadora de caballos.» La firmó y la tendió de vuelta.

Brian la leyó lentamente.

—Creo que eso está mejor —dijo Serpiente—. Es justo con Melissa, y si le han pagado, quedado claro que no está vinculada.

—Es prueba más que suficiente de que la has adoptado —dijo Brian—. Creo que satisfará al gobernador.

Serpiente se metió la bolsa con las monedas en su bolsillo y devolvió a Sombra y Susurro a sus compartimentos. Se encogió de hombros.

—De acuerdo. Nada importa mientras Melissa pueda marcharse.

De repente se sintió deprimida, y se preguntó si había obrado con demasiada firmeza y arrogancia y manejado las vidas de otras personas sin beneficiarlas. No tenía dudas de que había hecho lo justo por Melissa, al menos liberarla de Ras. Mientras que en el caso de Gabriel, o del gobernador, o incluso de Ras…

Montaña era una ciudad rica, y la mayoría de la gente parecía feliz; desde luego, estaban más contentos y seguros que antes de que el gobernador ocupara su cargo hacía ya veinte años. ¿Pero de qué había servido aquello para los niños de su propia casa? Serpiente se alegraba de marcharse, y se alegraba, para bien o para mal, de que Gabriel se marchara también.

—¿Curadora?

—¿Sí, Brian?

El criado, desde atrás, la tocó rápidamente en el hombro y la soltó.

—Gracias.

Cuando Serpiente se volvió un momento después, ya había desaparecido silenciosamente.

Mientras la puerta de su habitación se cerraba con suavidad, Serpiente oyó el retumbar de la puerta principal cerrándose en el patio. Volvió a asomarse a la ventana. Abajo, Gabriel montaba su gran caballo pinto. El muchacho miró el valle, luego se dio lentamente la vuelta hasta contemplar la ventana de la habitación de su padre. La observó largo rato. Serpiente no miró a la otra torre, porque sabía por la expresión del muchacho que su padre no estaba asomado. Gabriel suspiró, luego se enderezó y cuando miró hacia la torre de Serpiente su expresión era tranquila. La vio y le dirigió una sonrisa triste y autodespreciativa. Ella le despidió con la mano. El hizo lo mismo.

Pocos minutos después, Serpiente continuaba observando cómo el pinto agitaba su larga cola blanca y negra y desaparecía tras la última curva visible del sendero del norte. Otros cascos resonaron en el patio. Serpiente devolvió sus pensamientos a su propio viaje. Melissa montaba a Ardilla y guiaba a Veloz, miró hacia arriba y la llamó. Serpiente sonrió y asintió, se echó las alforjas al hombro, recogió el zurrón y bajó al encuentro de su hija.

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