3

Decidieron levantar el campamento aquella misma noche y cruzar el río de lava en la oscuridad. Serpiente habría preferido esperar unos cuantos días más antes de mover a Jesse, pero no tenían otra elección. El talante de Jesse era demasiado cambiante para mantenerla en este sitio excesivo tiempo. Sabía que habían estado más tiempo del conveniente en el desierto. Alex y Merideth no podían ocultar que el agua empezaba a escasear, que los caballos y ellos mismos iban a pasar sed para poder limpiarla y bañarla. Unos pocos días más en el cañón, viviendo en medio del rancio olor que se produciría porque nada podría ser lavado adecuadamente, la sumirían en la depresión y el disgusto.

Y no tenían tiempo que perder. Les esperaba un largo viaje: subir y cruzar la lava, luego dirigirse al este, hacia las montañas centrales que separaban la mitad occidental del desierto negro, donde se encontraban ahora, de la porción oriental, donde estaba la ciudad. La carretera que atravesaba las montañas era buena, pero después del paso los viajeros entrarían de nuevo en el desierto, y tendrían que encaminarse hacia el sureste para llegar a Centro. Tenían que apresurarse. En cuanto empezaran las tormentas de invierno, nadie podría atravesar el desierto; la ciudad quedaría aislada. El verano se extinguía ya en punzantes tormentas de polvo y remolinos de arena que el viento arrastraba.

No desmontarían la tienda ni cargarían los caballos hasta el crepúsculo, pero empaquetaron todo lo que pudieron antes de que hiciera demasiado calor para trabajar, apilando el equipaje junto a los sacos de oro de Jesse. La mano de Serpiente temblaba por el duro trabajo. El arañazo estaba desapareciendo por fin, y los pinchazos habían sanado hasta convertirse en dos brillantes cicatrices rosadas. Pronto la mordedura de la víbora de la arena no se distinguiría de las otras cicatrices de sus manos, y olvidaría cuál de todas ellas era. Ahora deseaba haber capturado una de aquellas feas serpientes para poder llevársela a casa. Pertenecían a una especie que no había visto nunca antes. Aunque no resultaran de ninguna utilidad para los curanderos, podría haber elaborado un antídoto a su veneno para el pueblo de Arevin. Si es que volvía a verlo de nuevo.

Serpiente cargó el último paquete en la pila, se frotó las manos en los pantalones y la cara en la manga. Cerca, Merideth y Alex preparaban las parihuelas que habían construido y ajustaban los arneses para colocarlos entre un tándem de caballos. Serpiente se acercó a observar.

Era el medio de transporte más peculiar que había visto jamás, pero parecía que funcionaría. En el desierto, todo tenía que ser cargado o arrastrado; los carros de ruedas se hundían en la arena o se rompían en terreno rocoso. Siempre y cuando los caballos no se refrenaran o salieran al galope, las parihuelas serían más cómodas para Jesse que un trineo. El gran caballo gris permanecía quieto e inmóvil como una piedra entre las barras delanteras; aparte de alguna que otra mirada de reojo mientras lo colocaban entre los palos traseros, el segundo caballo, un tordo, no mostró ningún miedo.

Jesse debe de ser una maravilla, pensó Serpiente, si los caballos que entrena soportan unos aparatos así.

—Jesse dice que iniciaremos una moda entre los ricos comerciantes dondequiera que vayamos —dijo Merideth.

—Tiene razón —afirmó Alex. Soltó una correílla y dejaron que las parihuelas cayeran al suelo—. Pero tendrán mucha suerte si no les dan una coz, por el modo en que tratan generalmente a los caballos. —Palmeó amistosamente el cuello del plácido animal gris y condujo de vuelta al corral alas dos bestias.

—Ojalá hubiera montado uno de esos caballos antes —le dijo Serpiente a Merideth.

No eran así cuando los consiguió. Compra caballos salvajes. No puede soportar ver cómo los maltratan. El potro era uno de sus animales vagabundos… había logrado calmarlo, pero todavía no había encontrado su equilibrio.

Regresaron a la tienda para apartarse del sol que se acercaba ya a la tarde. La tienda estaba inclinada hacia un lado en el lugar de donde habían quitado dos palos para hacer las parihuelas. Merideth bostezó visiblemente.

—Será mejor dormir mientras tengamos oportunidad. No podemos permitirnos el lujo de estar aún en la senda de lava cuando salga el sol.

Pero Serpiente se sentía llena de una energía extraña e incansable; se sentó en la tienda, agradecida por la sombra pero completamente despierta, y se preguntó cómo iba a funcionar aquel plan de locos. Buscó la bolsa de cuero para comprobar el estado de sus serpientes, pero Jesse se despertó cuando abría el compartimento de Susurro. Volvió a cerrar la bolsa y se acercó al camastro. Jesse la miró.

—Jesse… con respecto a lo que dije… —Quería explicarse pero no sabía cómo empezar.

—¿Qué te trastorna tanto? ¿Soy la primera de tus pacientes que puede morir?

—No. He visto morir a la gente. Les he ayudado a hacerlo.

—Todo era tan desesperanzado hace sólo un rato… —dijo Jesse—. Un final agradable habría sido fácil. Siempre hay que estar en guardia contra… la simplicidad de la muerte.

—La muerte puede ser un regalo. Pero, en un sentido o en otro, siempre implica un fracaso. Contra eso hay que estar en guardia. Es suficiente.

Una débil brisa sopló a través del calor, haciendo que Serpiente casi sintiera un escalofrío.

—¿Qué pasa, curadora?

—Tenía miedo —dijo Serpiente—. Tenía miedo de que pudieras estar muriendo. Si así hubiera sido, tenías derecho a pedir mi ayuda. Mi obligación es ofrecértela. Pero no puedo.

—No comprendo.

—Cuando mi formación terminó, mis maestros me dieron mis propias serpientes. Dos de ellas pueden ser utilizadas para fines medicinales. La tercera era la que proporcionaba el sueño. La mataron.

Jesse extendió el brazo instintivamente y tomó la mano de Serpiente, una reacción a su tristeza. Serpiente aceptó la silenciosa compasión de Jesse con agradecimiento, notó alivio gracias al fuerte contacto.

—También estás lisiada —dijo Jesse bruscamente—. Tan impedida en tu trabajo como yo.

La generosidad de Jesse al compararlas de aquella manera cohibió a Serpiente. Jesse sufría, estaba indefensa, y su única posibilidad de recuperación era tan remota que Serpiente la observó maravillada por su tesón y la forma en que volvía a aferrarse a la vida.

—Gracias por decirlo.

—Así que voy a regresar con mi familia para pedirles ayuda… ¿Vas a volver tú con la tuya?

—Sí.

—Te darán otra —dijo Jesse con certeza.

—Eso espero.

—¿Hay alguna duda?

—Las serpientes del sueño no se reproducen bien. No sabemos mucho sobre ellas. Cada pocos años nacen unas cuantas, o uno de nosotros consigue clonar alguna, pero… —Serpiente se encogió de hombros.

—¡Atrapa una!

Aquella posibilidad nunca se le había ocurrido a Serpiente porque sabía que era imposible. Nunca había considerado otra solución que regresar al campamento de los curanderos y pedir a sus maestros que la perdonaran. Sonrió tristemente.

—Mi alcance no es tan largo. No proceden de aquí.

—¿De dónde?

Serpiente volvió a encogerse de hombros.

—De algún otro mundo… —Su voz se debilitó al darse cuenta de lo que estaba diciendo.

—Entonces vendrás conmigo más allá de las puertas dela ciudad —dijo Jesse—. Cuando acuda a mi familia, te presentarán a los extraños.

—Jesse, mi gente ha pedido ayuda a Centro durante siglos. Ni siquiera nos hablan.

—Pero ahora una de las familias de la ciudad te está obligada. No sé si mi familia me aceptará. Pero estarán en deuda contigo por haberme ayudado.

Serpiente escuchó en silencio, intrigada por las posibilidades inherentes en las palabras de Jesse.

—Curadora, créeme —dijo Jesse—. Podemos ayudarnos mutuamente. Si me aceptan, aceptarán también a mis amigos. Si no, aún tendrán que pagar la deuda que tienen contigo. Ambas posibilidades son favorables a nuestras ambiciones.

Serpiente era una mujer orgullosa, orgullosa de su formación, de su competencia, de su nombre. La perspectiva de pagar por la muerte de Silencio de otra manera que pidiendo perdón la fascinaba. Una vez cada década, un curador veterano hacía el largo viaje hacia la ciudad para renovar el número de serpientes del sueño. Siempre habían sido rechazados. Si Serpiente pudiera triunfar…

—¿Es posible hacer esto?

Mi familia nos ayudará —dijo Jesse—. Pero no sé si podrán hacer que los extraños nos ayuden también.


Durante la cálida tarde, todo lo que Serpiente y los tres compañeros pudieron hacer fue esperar. Serpiente decidió sacar a Sombra y Susurro de la bolsa durante un rato antes de que empezara el largo viaje. Cuando salía de la tienda, se detuvo junto a Jesse. La hermosa mujer dormía plácidamente, pero su cara estaba enrojecida. Serpiente le tocó la frente. Tal vez tenía un poco de fiebre, quizá sólo fuera el calor del día. Serpiente seguía pensando que Jesse se había librado de algunas heridas internas serias, pero también era posible que estuviera sangrando, incluso que estuviera desarrollando peritonitis. Eso era algo que podría curar. Decidió no perturbar a Jesse por el momento, sino esperar y ver si la fiebre subía.

Al salir del campamento en busca de un lugar resguardado donde sus animales no asustaran a nadie, Serpiente pasó junto a Alex, que observaba melancólicamente el cielo. Dudó, y él alzó la vista con expresión preocupada. Serpiente se sentó junto a él sin hablar. El muchacho se volvió hacia ella y la miró con sus ojos penetrantes: el tormento había hecho desaparecer la gentileza de su cara tornándola fea y siniestra.

—Fuimos nosotros, ¿verdad? Merideth y yo quienes le provocamos más daño.

—¿Vosotros? No, por supuesto que no.

—No tendríamos que haberla movido. Debí haberlo pensado. Tendríamos que haber trasladado el campamento. Talvez los nervios no estaban rotos cuando la encontramos.

—Lo estaban.

—Pero no sabíamos nada de su espalda. Pensamos que se había golpeado la cabeza. Pudimos haber torcido su cuerpo.

Serpiente colocó la mano sobre el antebrazo de Alex.

—La herida se debió al golpe —dijo—. Cualquier curandero podría verlo. Se dañó al caer. Créeme. Merideth y tú no podríais haber hecho nada.

Los duros músculos de su antebrazo se relajaron. Serpiente apartó la mano, aliviada. El macizo cuerpo de Alex contenía tanta energía, y se había controlado tan férreamente, que Serpiente temía que volviera su fuerza contra sí mismo. Era más importante para el grupo de lo que parecía, tal vez más importante incluso de lo que él pensaba. Alex era el práctico, el que mantenía el campamento, el que trataba con los que compraban el trabajo de Merideth y equilibraba las ansias aventureras de Jesse y el romanticismo artístico de Merideth. Serpiente esperaba que la verdad que le había dicho le permitiera tranquilizar su culpa y su tensión. Por ahora no podía hacer otra cosa por él.


Mientras se acercaba el crepúsculo, Serpiente acarició las suaves escamas de Susurro. Ya no se preguntaba si a la serpiente de piel diamantina le gustaba que la acariciaran, o incluso si una criatura con un cerebro tan pequeño podía sentir algún tipo de diversión. Aquella fría sensación bajo sus dedos le daba placer, y Susurro permanecía enroscada y quieta, sacando de vez en cuando la lengua. Su color era brillante y claro; había mudado de piel muy recientemente.

—Te dejo comer demasiado. Criatura perezosa —dijo Serpiente amistosamente.

Serpiente apretó la barbilla contra sus rodillas. En las rocas negras, los dibujos de la serpiente cascabel eran casi tan manifiestos como las escamas de Sombra. Ni serpientes, ni humanos ni ningún otro ser vivo en la tierra se había adaptado al mundo tal como existía ahora.

Sombra estaba fuera de su vista, pero aquello no la preocupaba en absoluto. Las dos serpientes estaban acostumbradas a ella y permanecían cerca e incluso la seguían. Ninguna tenía muchas habilidades para aprender más allá del hábito que los curadores les habían inducido, pero Sombra y Susurro regresarían cuando sintieran la vibración de su mano al golpear el suelo.

Serpiente se apoyó contra una roca, cómodamente envuelta en la túnica que el pueblo de Arevin le había dado. Se preguntó qué estaría haciendo Arevin, dónde se encontraría. Su gente era nómada, pastores de grandes bueyes almizcleros que producían fina lana. Para encontrar de nuevo al clan tendría que buscarlos. Ni siquiera sabía si aquello sería posible, aunque deseaba ansiosamente volver a ver al muchacho.

Ver a su gente siempre le recordaría la muerte de Silencio, si es que alguna vez era capaz de olvidarla. Sus errores y su fracaso al juzgarlos habían sido la razón de que Silencio estuviera muerta. Había esperado que aceptaran su palabra a pesar de su miedo y, sin pretenderlo, ellos le habían mostrado cuan arrogantes habían sido sus presunciones.

Se sacudió la depresión. Ahora tenía una oportunidad para redimirse. Si de verdad podía ir con Jesse, averiguar de dónde venían las serpientes del sueño y capturar nuevos ejemplares (si podía descubrir por qué no se reproducían en la tierra), regresaría triunfante y no en desgracia, venciendo allá donde generaciones de maestros y curadores habían fracasado.

Era hora de regresar al campamento. Escaló la pendiente de roca que cubría la boca del cañón y buscó a Sombra. La cobra estaba enrollada en una gran masa de basalto.

Al llegar a lo alto de la pendiente, Serpiente agarró a Sombra y sujetó su estrecha cabeza. No era tan formidable cuando no estaba excitada, tenía la cabeza tan estrecha como cualquier serpiente no venenosa. No necesitaba una cabeza grande, llena de veneno. El suyo era suficientemente poderoso para matar en pequeñas dosis.

Cuando Serpiente se dio la vuelta, el brillante atardecer llamó su atención. El sol era una naranja difuminada en el horizonte, que irradiaba franjas de púrpura y bermejo a través de las nubes grises.

Y entonces Serpiente vio los cráteres que se extendían a sus pies por el desierto. La tierra estaba cubierta de grandes hoyos circulares. Algunos, en el sendero de lava, se habían desmoronado y roto sus dulces bordes petrificados. Otros eran más claros, grandes agujeros excavados en la tierra, aún perceptibles después de tantos años de arenas cambiantes. Los cráteres eran tan grandes y se extendían hasta tan lejos que sólo podían tener un origen. Los habían abierto las explosiones nucleares. La guerra en sí había terminado hacía mucho tiempo, y casi había sido olvidada, pues había destruido a todos los que sabían o se preocupaban por las razones que la habían desencadenado.

Serpiente miró la tierra arrasada, contenta por no estar más cerca. En lugares como éste, efectos de la guerra se habían aliado visible e invisiblemente al tiempo de Serpiente; persistirían durante siglos después de su muerte. El cañón en donde ella y los compañeros se hallaban acampados probablemente no estaba a salvo por completo, pero no llevaban aquí tiempo suficiente para correr ningún peligro serio.

Había algo extraño en los escombros, alineado con la brillante puesta de sol, de modo que a Serpiente le costó trabajo distinguirlo. Se esforzó por hacerlo. Estaba intranquila, como si espiara algo que no tenía derecho a conocer.

El cadáver de un caballo, pudriéndose por la acción del calor, yacía al borde de un cráter. Las rígidas patas del animal se alzaban grotescamente al aire, forzadas por su vientre hinchado. Una brida brillaba escarlata y anaranjada en la cabeza del bruto.


Serpiente liberó su respiración, en parte suspiro, en parte quejido. Corrió de regreso hacia la bolsa de las serpientes y metió a Sombra, recogió a Susurro y regresó al campamento, maldiciendo cuando la cascabel, con sus modales obstinados e inconscientes, trató de enroscarse en su brazo. Se detuvo y la agarró para que pudiera deslizarse hasta su compartimento y empezó a correr de nuevo mientras aún apretaba la correa. La bolsa chocaba contra su pierna.

Jadeando, llegó a la puerta de la tienda y entró en ella. Merideth y Alex estaban dormidos. Serpiente se arrodilló junto a Jesse y apartó la sábana con mucho cuidado.

Había pasado poco más de una hora desde la última vez que había examinado a Jesse. Las magulladuras de su costado se habían tornado más oscuras, más profundas, y su cuerpo estaba caliente y rojo. Serpiente le palpó la frente. Estaba ardiendo. Jesse no respondió a su contacto. Cuando Serpiente retiró la mano, la suave piel pareció más oscura. Unos minutos después, mientras Serpiente observaba horrorizada, otra magulladura empezó a formarse a medida que los capilares se rompían, sus muros estaban tan dañados por la radiación que la simple presión completaba su destrucción. La venda que Jesse tenía en el muslo se volvió de repente más roja en el centro, salpicada por una mancha de sangre. Serpiente cerró los puños. Temblaba por dentro, como sacudida por un frío penetrante.

—¡Merideth!

Merideth despertó en un segundo, bostezando y murmurando en sueños.

—¿Qué pasa?

—¿Cuánto tiempo tardasteis en encontrar a Jesse? ¿Se cayó en los cráteres?

—Sí, estaba buscando minerales. Por eso vinimos aquí… los otros artesanos no pueden igualar nuestro trabajo gracias a lo que Jesse encuentra aquí. Pero esta vez un borde cedió. La encontramos por la noche.

Todo un día, pensó Serpiente. Tenía que haber estado en uno de los cráteres primarios.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—¿Decirte qué?

—Esos cráteres son peligrosos…

—¿Crees todas esas leyendas, curadora? Llevamos una década viniendo aquí y nunca nos ha pasado nada.

No era momento para replicar airada. Serpiente miró otra vez a Jesse y advirtió que su propia ignorancia y el desdén del grupo por el peligro de las reliquias del viejo mundo había negado inconscientemente a Jesse un poco de piedad. Serpiente tenía tratamientos para el envenenamiento por radiación, pero no había ninguno para un ataque tan severo como este. Intentara lo que intentara, sólo lograría prolongar su agonía.

—¿Qué es lo que pasa? —Por primera vez, la voz de Merideth mostró miedo.

—Está envenenada por la radiación.

—¿Envenenada? ¿Cómo? No ha comido ni bebido nada que nosotros no hayamos probado.

—Es por el cráter. El ierren está envenenado. Las leyendas son ciertas.

Bajo su profundo bronceado, Merideth palideció.

—¡Entonces haz algo, ayúdala!

—No puedo hacer nada.

—No puedes curar sus heridas, no puedes curar su enfermedad…

Se miraron mutuamente, heridos y furiosos. Merideth retiró la mirada primero.

—Lo siento. No tenía derecho…

—Ojalá fuera omnipotente, Merideth, pero no lo soy. Su conversación despertó a Alex, que se levantó y se acercó a ellos, desperezándose y rascándose.

—Es tiempo de… —Miró a Serpiente y a Merideth, y luego a Jesse—. Oh, dioses.

La nueva marca de su frente, donde Serpiente la había tocado, estaba sangrando lentamente.

Alex se precipitó hacia ella, pero Serpiente le detuvo.

—Alex, apenas la he tocado. No puedes ayudarla así. Él la miró neutramente.

—¿Entonces cómo? Serpiente sacudió la cabeza. Sollozando, Alex se apartó de ella.

—¡No es justo! —Salió corriendo de la tienda. Merideth se dispuso a seguirlo, vaciló en la entrada y regresó.

—No puede comprenderlo. Es tan joven…

—Lo comprende —dijo Serpiente. Palpó la frente de Jesse, intentando no frotar ni presionar la piel—. Y tiene razón, no es justo. ¿Quién dijo que lo fuera?

Se calló para ahorrar ver a Merideth su propia amargura por las oportunidades perdidas de Jesse, desahuciada por el destino, la ignorancia y los restos de la locura de otra generación.

—¿Merry? —Jesse tanteó el aire con una mano temblorosa.

—Estoy aquí —Merideth extendió la mano pero se detuvo, tuvo miedo de tocarla.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me…? —parpadeó lentamente. Tenía los ojos inyectados en sangre.

—Con cuidado —susurró Serpiente. Merideth rodeó los dedos de Jesse con sus propios dedos, suaves como alas de pájaro.

—¿Es hora de partir? —El ansia estaba teñida de terror y resquemor, pues había advertido que pasaba algo malo.

—No, amor.

—Hace tanto calor… —Empezó a levantar la cabeza para cambiar su peso. Se detuvo con un jadeo. La información acudió a la mente de Serpiente sin ningún esfuerzo consciente, un frío análisis inhumano para el que estaba entrenada: sangre en las articulaciones. Hemorragia interna. ¿Y en su cerebro?

—Nunca ha dolido de esta forma —Jesse miró a Serpiente sin mover la cabeza—. Es algo más, algo peor.

—Jesse, yo… —Serpiente supo que las lágrimas corrían por su cara cuando saboreó la sal en sus labios, mezclada con la suciedad del polvo del desierto. Se ahogó en las palabras. Alex regresó a la tienda. Jesse intentó volver a hablar, pero sólo pudo jadear.

Merideth agarró a Serpiente por el brazo, y ésta pudo sentir cómo las uñas le atravesaban la piel.

—Está muriendo. Serpiente asintió.

—Las curadoras saben cómo ayudar… cómo…

—Merideth, no —susurró Jesse.

—…cómo aliviar el dolor.

—No puede…

—Una de mis serpientes murió —dijo la curadora, en un tono más fuerte de lo que había pretendido, beligerante por la ira y la pena.

Merideth no dijo nada más, pero Serpiente sintió la muda acusación: no pudiste ayudarla a vivir, y ahora no puedes ayudarla a morir. Esta vez, fue Serpiente quien bajó los ojos. Se merecía la condena. Merideth la soltó y se volvió hacia Jesse, alzándose sobre ella como un alta criatura demoníaca que esperara combatir contra bestias o sombras.

Jesse extendió la mano para tocar a Merideth, pero la retiró bruscamente. Miró la palma, entre las durezas producidas por su trabajo se estaba formando una llaga.

—¿Por qué?

—La última guerra —dijo Serpiente—. En los cráteres… —su voz se quebró.

—Entonces es cierto —dijo Jesse—. Mi familia cree que la tierra exterior mata, pero pensaba que mentían —sus ojos se nublaron; parpadeó y miró en dirección a Serpiente, pero pareció no verla; volvió a parpadear—. Mintieron sobre tantísimas cosas… mentiras para que los niños fueran obedientes…

Otra vez silenciosa, con los ojos cerrados, Jesse se relajó lentamente, un músculo cada vez, como si el propio acto de relajarse fuera una agonía que no podía tolerar de golpe. Aún estaba consciente, pero no respondía con palabras, sonrisas o miradas mientras Merideth le acariciaba el pelo y se acercaba todo lo posible sin tocarla. Tenía la piel cenicienta en torno a las lívidas llagas.

De repente, gritó. Se llevó las manos a las sienes, apretando, introduciéndose las uñas bajo el pelo. Serpiente intentó agarrarla.

—No —rugió Jesse—, oh, no, déjame en paz… ¡Merry, duele!

Unos instantes antes estaba débil, pero ahora se debatía con la fuerza que le proporcionaba la fiebre. Serpiente no pudo hacer otra cosa que intentar detenerla con suavidad, pero la voz interior volvió a repetir su diagnóstico: aneurisma. En el interior del cerebro de Jesse, una vena dañada por la radiación estaba explotando lentamente. El siguiente pensamiento de Serpiente fue igualmente libre y aún más poderoso: ojalá reviente rápido y la mate limpiamente.

Al mismo tiempo que advertía que Alex no se encontraba ya a su lado intentando ayudar a Jesse, sino que había cruzado al otro extremo de la tienda, Serpiente oyó cascabelear a Susurro. Se giró por instinto y se lanzó contra Alex. Su hombro le golpeó el estómago y el joven soltó el zurrón. Susurro mordió desde el interior. Alex cayó al suelo. Serpiente sintió un dolor agudo en la pierna y alzó el puño para golpear, pero se miró primero.

Cayó de rodillas.

Susurro estaba enroscada en el suelo, haciendo tintinear su cascabel suavemente, preparada para volver a atacar. El corazón de Serpiente se aceleró. Podía sentir el dolor pulsante en su muslo. La arteria femoral estaba a menos de un palmo del lugar donde Susurro había hundido sus colmillos.

—¡Idiota! ¿Estás tratando de matarte? —La pierna le latió un par de veces más, y entonces sus inmunidades neutralizaron el veneno. Se alegró de que Susurro no hubiera alcanzado la arteria. Incluso ella podía enfermar por una picadura así, y no tenía tiempo para enfermedades. El dolor se convirtió en una molestia pulsante.

—¿Cómo puedes dejarla morir de una forma tan dolorosa? —preguntó Alex.

—Todo lo que le proporcionarías con Susurro es más dolor —disfrazando su furia, se giró con calma hacia el ofidio, lo alzó y volvió a meterlo en la bolsa—. Los crótalos no provocan muerte rápida —eso no era del todo cierto, pero la furia de Serpiente era tan grande que aún podía asustarlo—. Sus víctimas mueren por infección. Gangrena.

Alex se puso pálido, pero no retrocedió. Merideth le llamó. Alex miró a sus dos compañeros, luego a Serpiente durante un largo y desafiante momento.

—¿Y la otra serpiente? —Le dio la espalda y se puso al lado de Jesse.

Serpiente introdujo los dedos en la bolsa y buscó el compartimento de Sombra. Sacudió la cabeza, espantando la imagen de Jesse muriendo por el veneno de Sombra. El veneno de la cobra mataría con rapidez. No sería agradable, pero sí rápido. ¿Cuál era la diferencia entre disfrazar el dolor con sueños y terminarlo con muerte? Serpiente nunca había causado deliberadamente la muerte de otro ser humano, ni por ira ni por piedad. No sabía si podría ni si debería hacerlo ahora. No podía decir si la repugnancia que sentía procedía de su formación o de algún conocimiento más profundo, más fundamental, de que matar a Jesse estaría mal.

Podía oír a los compañeros hablando en voz baja; voces, pero no palabras distinguibles: la de Merideth clara, musical y contenida, la de Alex profunda y ruda, la de Jesse sofocada y dudosa. De vez en cuando guardaban silencio y Jesse combatía otra oleada de dolor. Las próximas horas o días de su vida, los últimos, le arrancarían su fuerza y su espíritu.

Serpiente abrió el zurrón y dejó que Sombra saliera y se enroscara en su brazo, hasta el hombro. Agarró con suavidad a la cobra por la cabeza para que no pudiera atacar, y cruzó la tienda.

Todos la miraron, molestos por su irrupción en su grupo autosuficiente. Merideth, en particular, pareció no reconocerla durante un momento. Alex miraba de Serpiente a la cobra, con una extraña expresión de pena resignada y triunfante. Sombra sacaba la lengua para captar sus olores. Sus ojos brillaban como espejos de plata en la creciente penumbra. Jesse la miró, bizqueando, parpadeando. Alzó la mano para frotarse los ojos pero se detuvo al recordar, y tembló.

—¿Curadora? Acércate más, no veo bien.

Serpiente se arrodilló entre Merideth y Alex. Por tercera vez, no supo qué decir a Jesse. Parecía que fuera ella, y no Jesse, quien se estaba quedando ciega, con la sangre asomando por las retinas y aplastando los nervios, difuminando lentamente la visión en su mancha negra y escarlata. Serpiente parpadeó rápidamente y su visión se aclaró.

—Jesse, no puedo hacer nada contra el dolor —Sombrase removió suavemente en su mano—. Todo lo que puedo ofrecer…

—¡Díselo! —rugió Alex. Miraba como petrificado los ojos de Sombra.

—¿Crees que es fácil? —replicó Serpiente. Pero Alex no retiró la mirada.

—Jesse —dijo Serpiente—. El veneno natural de Sombra puede matar. Si quieres que yo…

—¿Qué estás diciendo? —gimió Merideth. Alex rompió su mirada fascinada.

—Merideth, cállate, ¿cómo puedes soportar…?

—Callaos los dos —dijo Serpiente—. La decisión no os corresponde a vosotros, sólo a Jesse.

Alex se sentó sobre sus talones; Merideth permaneció en pie, mirando cómo Jesse permanecía en silencio durante un largo rato. Sombra intentó reptar por el brazo de Serpiente y ésta la contuvo.

—El dolor no cesará —dijo Jesse.

—No —contestó Serpiente—. Lo siento.

—¿Cuándo moriré?

El dolor de tu cabeza se debe a la presión. Podría matarte… en cualquier momento. — Merideth se llevó las manos a la cara, pero Serpiente no podía explicarlo de forma más suave—. Como mucho, te quedan unos cuantos días. —Jesse dio un respingo al oírla.

—No deseo vivir más —dijo en voz baja.

Las lágrimas fluían por entre los dedos de Merideth.

—Merry, mi amor, Alex lo sabe —dijo Jesse—. Por favor, intenta comprender. Es hora de que os deje marchar. —Jesse miró a Serpiente sin verla—. Déjanos un momento a solas, y después te agradeceré tu regalo.

Serpiente se puso en pie y salió de la tienda. Le temblaban las rodillas y el cuello, y los hombros le dolían por la tensión. Se sentó en la dura arena, deseando que acabara la noche.

Miró al cielo, una fina franja bordeada por las paredes del cañón. Las nubes parecían peculiarmente densas y opacas esa noche, pues aunque la luna aún no se había alzado lo suficiente para permitir ver, un poco de su luz tendría que haberse difuminado en el cielo. De repente, advirtió que las nubes no eran inusitadamente densas, sino muy delgadas y móviles, demasiado delgadas para permitir el paso de la luz. Se movían con un viento que sólo soplaba por encima del suelo. Mientras miraba, un banco de nubes oscuras se separó, y Serpiente pudo ver claramente el cielo, negro y profundo, con puntos de luz multicolor. Serpiente se quedó mirándolos, esperando que las nubes no volvieran a unirse, y deseó que hubiera alguien cerca para compartir las estrellas. Había planetas girando en torno a aquellas estrellas, y personas viviendo en ellos, personas que podrían haber ayudado a Jesse si hubieran sabido que existía. Serpiente se preguntó si su plan había tenido alguna posibilidad de éxito, o si Jesse lo había aceptado porque a un nivel más profundo que el shock y la resignación, su amor a la vida era demasiado fuerte para dejarla ir.

En el interior de la tienda, alguien destapó un claro cuenco de luciérnagas.

La bioluminiscencia azul que se esparcía por la entrada se desparramó sobre la arena negra.

—Curadora, Jesse te llama. —Alta, demacrada y macilenta, la silueta de Merideth se recortó contra las sombras, su voz despojada de toda entonación.

Serpiente llevó a Sombra al interior. Merideth no volvió a hablarle. Incluso Alex la miró con una expresión llena de inseguridad y miedo. Pero Jesse le dio la bienvenida con sus ojos ciegos. Merideth y Alex se quedaron delante de la cama, como montando guardia. Serpiente se detuvo.

No dudaba de su decisión, pero la elección final seguía siendo de Jesse.

—Venid a besarme —dijo Jesse—. Luego dejadnos. Merideth se dio la vuelta.

—¡No puedes pedirnos que nos vayamos ahora!

—Ya tienes muchas cosas que olvidar —su voz temblaba de debilidad. Su pelo colgaba enmarañado en su frente, y en su rostro sólo quedaba una expresión de resistencia casi exhausta. Serpiente lo vio y Alex lo vio, pero Merideth se quedó de pie, con los hombros hundidos, la mirada clavada en el suelo.

Alex se arrodilló y se llevó gentilmente a los labios la mano de Jesse. La besó casi con reverencia, en los dedos, en la mejilla, en los labios. Ella depositó su mano sobre su hombro y la conservó allí un instante. Alex se levantó muy despacio, en silencio, miró a Serpiente y salió de la tienda.

—Merry, por favor, dime adiós antes de que te vayas. Aceptando la derrota, Merideth se arrodilló junto a ella, le apartó el pelo de la cara macerada y la abrazó. Ella devolvió el abrazo. Ninguno de los dos ofreció consuelo.

Merideth salió de la tienda, en un silencio que se hizo más largo de lo que Serpiente hubiese deseado. Cuando las pisadas se convirtieron en un susurro de arena contra cuero, Jesse tembló con un sonido entre el llanto y el gemido.

—¿Curadora?

—Estoy aquí. —Agarró la mano tendida de Jesse.

—¿Crees que habría salido bien?

—No lo sé —dijo Serpiente, recordando cómo una de sus maestras había regresado de la ciudad, tras haber encontrado únicamente las puertas cerradas y gente que se negaba a hablarle—. Quiero creer que sí.

Los labios de Jesse empezaban a adquirir una oscura tonalidad púrpura. Su labio inferior se había roto. Serpiente trató de secar la sangre, pero ésta fluía con la inconsistencia del agua y no pudo detenerla.

—Continúa —susurró Jesse.

—¿Qué?

—Sigue hasta la ciudad. Aún tienes que hacerles una petición.

—Jesse, no…

—Sí. Viven bajo un cielo de piedra, temerosos de todo lo que hay fuera. Pueden ayudarte, pero también necesitan tu ayuda. Se volverán todos locos dentro de unas pocas generaciones. Diles que viví y fui feliz. Diles que tal vez no habría muerto si hubieran contado la verdad. Decían que todo lo que había fuera mataba, y por eso pensé que no mataba nada.

—Llevaré tu mensaje.

—No olvides el tuyo. Otra gente necesita… —Se quedó sin aliento, y Serpiente esperó en silencio. El sudor la empapaba. Sintiendo su desazón, Sombra se enroscó con más fuerza en su brazo.

—¿Curadora?

Serpiente le palmeó la mano.

—Merry se llevó el dolor. Por favor, haz que me vaya antes de que regrese.

—De acuerdo, Jesse —desenroscó a Sombra de su brazo—. Intentaré hacerlo lo más rápido posible.

La hermosa cara arrumada se volvió hacia ella.

—Gracias.

Serpiente se alegró de que Jesse no pudiera ver lo que estaba a punto de suceder. Sombra golpearía una de las carótidas, justo bajo la mandíbula, de modo que el veneno correría hacia el cerebro de Jesse y la mataría instantáneamente. Serpiente lo había planeado con mucho cuidado, sin pasión, preguntándose al mismo tiempo cómo podía pensar con tanta claridad.

Serpiente empezó a hablar suave, hipnóticamente.

—Relájate, echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos, intenta pensar que es el momento de dormir… —Sostuvo a Sombra sobre el pecho de Jesse, esperando a que pasara la tensión y el leve temblor cesara. Las lágrimas le corrían por la cara, pero veía con perfecta claridad. Pudo ver los latidos en la garganta de Jesse. La lengua de Sombra asomó entre sus labios. Hinchó el cuello. Golpearía directamente cuando Serpiente la liberara—. Un sopor profundo, y sueños agradables…

Jesse ladeó la cabeza, dejando al descubierto la garganta. Sombra se deslizó en las manos de Serpiente, quien sintió que sus dedos se abrían mientras pensaba si realmente debía hacerlo. De repente Jesse se agitó, arqueó la espalda y echó hacia atrás la cabeza. Sus brazos se pudieron rígidos y sus dedos se abrieron y se convirtieron en garras. Asustada, Sombra golpeó. Jesse volvió a convulsionarse, con las manos crispadas, y se relajó por completo, al instante. Dos gotitas de sangre asomaron en las marcas producidas por los colmillos de Sombra. Jesse se estremeció, pero ya estaba muerta.

No quedaba nada sino el olor de la muerte y un cadáver sin espíritu sobre el que Sombra reptaba y siseaba. Serpiente se preguntó si Jesse, de alguna manera, habría sentido cómo crecía la presión hasta el punto de ruptura, y había aguantado todo lo posible para ahorrar a sus compañeros este recuerdo.

Temblando, Serpiente metió a Sombra en el zurrón y limpió el cadáver con tanta gentileza como si siguiera siendo Jesse. Pero ahora no quedaba nada de ella; su belleza se había ido con su vida, dejando tan sólo carne magullada y corrompida. Serpiente cerró los ojos y le cubrió la cara con la sábana.

Salió de la tienda llevando consigo la bolsa de cuero. Merideth y Alex la vieron acercarse. La luna se había alzado; pudo verlos recortados contra las sombras grises.

—Se acabó —dijo. Su voz, de alguna manera, era la misma de siempre.

Merideth no se movió ni habló. Alex cogió la mano de Serpiente, como había cogido la de Jesse, y la besó. Serpiente se retiró, pues no quería ningún agradecimiento por el trabajo de esa noche.

—Debí de haberme quedado con ella —dijo Merideth.

—Merry, no quería que estuviéramos presentes.

Serpiente vio que Merideth siempre imaginaría lo que había sucedido de un millar de formas, cada una más horrible que la anterior, a menos que ella detuviera la fantasía.

—Espero que puedas creerme, Merideth —informó—. Jesse dijo: «Merry se llevó el dolor», y un momento después, justo antes de que mi cobra la picara, murió. Instantáneamente. Una vena le estalló en el cerebro. Nunca lo sintió. Nunca sintió a Sombra. Pongo a los dioses por testigo de que esa es la verdad.

—¿Habría sido lo mismo, no importa lo que hubiéramos hecho?

—Sí.

Aquello pareció cambiar las cosas lo suficiente para que Merideth lo aceptase. Pero nada cambió para Serpiente. Aún sabía que habría sido la causa de la muerte de Jesse. Al ver que la autorrepulsa desaparecía de la cara de Merideth, Serpiente se dirigió hacia la parte derrumbada de la pared del cañón, donde la pendiente conducía al llano de lava.

Alex la alcanzó.

—¿Adonde vas?

—De regreso a mi campamento —respondió ella atontada.

—Espera, por favor. Jesse quiso que te diéramos algo. Si hubiera dicho que Jesse había pedido que le dieran un regalo, Serpiente lo habría rechazado, pero de alguna manera el hecho de que Jesse lo hubiera dejado marcaba una diferencia. De mala gana, se detuvo.

—No puedo —dijo—. Alex, déjame ir.

El hizo que diera la vuelta, con suavidad, y la guió de regreso al campamento. Merideth se había ido y estaba en el interior de la tienda velando el cadáver de Jesse, o soportando la pena a solas.

Jesse le había dejado un caballo, una yegua gris oscura, casi negra, un hermoso animal con aspecto y espíritu de velocidad. A su pesar, a pesar de saber que no era el caballo propio de una curadora, las manos y el corazón de Serpiente se dirigieron al animal. La yegua le parecía la única cosa que había visto en la vida que reunía sólo hermosura y fuerza, sin estar marcada por la tragedia. Alex le entregó las riendas y ella cerró las manos en torno al suave cuero. La brida estaba repujada en oro con las delicadas filigranas de Merideth.

—Su nombre es Veloz —dijo Alex.

Serpiente emprendió el largo viaje, deseosa de cruzar la lava antes del amanecer. Los cascos de la yegua repicaban sobre la piedra, y el zurrón de cuero golpeaba contra la pierna de la mujer.

Sabía que no podía regresar a la estación de los curadores. Todavía no. Esa noche había demostrado que no podía dejar de ser una curadora, no importaba lo inadecuadas que fueran sus herramientas. Sabía que no podría soportar que sus maestros le quitaran a Sombra y Susurro y la expulsaran. Se volvería loca con el conocimiento de que en una ciudad, o en un campamento, la enfermedad crecía o se producían muertes que ella podría haber curado, prevenido o hecho más tolerables. Siempre intentaría hacer algo.

Había sido educada para mostrarse orgullosa y segura de sí misma, cualidades que tendría que olvidar si regresaba ahora al campamento. Había prometido a Jesse llevar su último mensaje a la ciudad, y cumpliría aquella promesa. Iría a la ciudad por Jesse, y también por ella misma.

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